II

Mareado por lo que acababa de ver, Stefan volvió del laboratorio principal del Instituto, a su oficina en el tercer piso. Se sentó a su mesa y hundió la cabeza entre las manos, temblando de horror, de rabia y de miedo.

Aquel bastardo pelirrojo, Willy Sheener, iba a violar repetidamente a Laura, casi matarla a palos y dejarla tan traumatizada que nunca podría recobrarse. Esto no era simplemente una posibilidad; ocurriría si Stefan no hacía nada para evitarlo. Había visto las consecuencias: la cara magullada y los labios partidos de Laura. No obstante, lo peor habían sido sus ojos, con la mirada perdida y medio muertos; los ojos de una niña que ya no tendría capacidad para la alegría o la esperanza.

La lluvia repicaba contra las ventanas de la oficina, y aquel ruido sordo parecía resonar dentro de él, como si las cosas terribles que había visto le hubiesen consumido, dejándole como una cáscara vacía.

Había salvado a Laura del drogadicto en la tienda de su padre, pero ahora había aparecido otro pederasta. Una de las cosas que había aprendido de los experimentos en el Instituto era que rehacer el destino no siempre resultaba fácil. El destino se esfuerza en reafirmar lo que tenía previsto. Tal vez el hecho de ser molestada y psicológicamente destruida era una parte tan inmutable del destino de Laura que Stefan no podría evitar que, más tarde o más temprano, ocurriese. Tal vez no podría salvarla de Willy Sheener, o es posible, que si frustraba sus planes, otro violador entraría en la vida de la niña. Pero tenía que intentarlo.

Aquellos ojos mortecinos, sin alegría.