Laura Shane pasó de los doce a los diecisiete años como si fuese una mata rodante en los desiertos de California, descansando un momento aquí y allá cuando cesaba el viento y rodando de nuevo cuando este volvía a soplar.
No tenía parientes y no podía quedarse a vivir con los mejores amigos de su padre, los Lance. Tom tenía sesenta y dos años y Cora, cincuenta y siete, y aunque llevaban treinta y cinco de casados, no tenían hijos. La perspectiva de educar a una niña les intimidaba.
Laura lo comprendió y no les guardó rencor. El día de agosto que salió de la casa de los Lance en compañía de una mujer de la «Orange County Child Welfare Agency», Laura besó a Cora y a Tom y les aseguró que estaría bien. Al alejarse en el coche de la asistenta social, agitó alegremente la mano, esperando que ellos se sintiesen absueltos.
Absueltos. Esta palabra era una adquisición reciente. Absueltos: liberados de las consecuencias de las propias acciones; liberados o excusados de algún deber, obligación o responsabilidad. Deseaba que ella hubiese podido verse absuelta de la obligación de seguir su camino por el mundo sin la ayuda de un padre amoroso, así como de la responsabilidad de vivir y conservar su memoria.
De la casa de los Lance fue llevada a un albergue infantil, el McIlroy Home, una vieja y destartalada mansión victoriana de veintisiete habitaciones, construida por un magnate del campo en los tiempos de esplendor agrícola del Condado de Orange. Con el tiempo, había sido convertida en dormitorio para niños bajo custodia pública, que eran alojados temporalmente allí en espera de ser adoptados.
Esta institución era diferente a todas aquellas sobre las que había leído en los libros de cuentos. Entre otras cosas, no había monjas amables con holgados hábitos blancos.
Y estaba Willy Sheener.
Laura se fijó en él poco después de llegar a la casa, mientras una asistenta social, la señora Bowmaine, le estaba mostrando la habitación que, según le habían dicho, compartiría con las gemelas Ackerson y una niña llamada Tammy. Sheener estaba limpiando con una fregona un pasillo embaldosado.
Era vigoroso, enjuto, pálido y pecoso, tendría unos treinta años, con los cabellos del color de un penique de cobre recién acuñado, y ojos verdes. Sonreía y silbaba suavemente mientras trabajaba.
—¿Cómo se encuentra esta mañana, señora Bowmaine?
—Estupendamente, Willy. —Saltaba a la vista que le gustaba Sheener—. Esta es Laura Shane, una muchacha nueva. Laura, te presento al señor Sheener.
Sheener miró a Laura con una intensidad inquietante. Cuando consiguió hablar, su voz era estropajosa.
—Huuuyyy…, bien venida a McIlroy.
Siguiendo a la asistenta social, Laura volvió la cabeza para mirar a Sheener. Este, de manera que sólo pudiese verle Laura, se llevó una mano al bajo vientre.
Laura no volvió a mirarle.
Más tarde, mientras estaba desempaquetando sus escasas pertenencias, tratando de que la cuarta parte que le correspondía en la habitación del tercer piso se pareciese más a un hogar, se volvió y vio a Sheener en el umbral. Se encontraba sola, pues los otros niños estaban jugando en el patio o en el salón de juegos. La sonrisa del hombre era diferente de la que le había dedicado a la señora Bowmaine: rapaz, fría. La luz de una de las pequeñas ventanas incidió en sus ojos en un ángulo tal que parecían plateados en vez de verdes, como los ojos empañados de un muerto.
Laura trató de hablar, pero no pudo. Caminó hacia atrás hasta que tropezó con la pared que estaba al lado de su cama.
Él permaneció con los brazos en jarras, inmóvil, con los puños cerrados.
McIlroy no tenía aire acondicionado. Las ventanas del dormitorio se encontraban abiertas, pero hacía allí un calor tropical. Sin embargo, Laura no había sudado hasta que se volvió y vio a Sheener. Ahora su camiseta de manga corta estaba húmeda.
Fuera, los niños que estaban jugando, gritaban y reían. Se hallaban cerca, pero parecían estar muy lejos.
La fuerte y rítmica respiración de Sheener pareció hacerse más ruidosa, sofocando gradualmente las voces de los niños.
Durante un largo rato, ninguno de los dos se movió ni habló. Luego, bruscamente, él dio media vuelta y se alejó.
Flaqueándole las rodillas, empapada en sudor, Laura se sentó en el borde de la cama. El blando colchón se hundió y crujieron los muelles.
Al pausarse los latidos de su corazón, observó la habitación de paredes grises y se compadeció de sí misma. En las cuatro esquinas había estrechas camas de hierro, con gastadas colchas de felpa y almohadas llenas de bultos. Cada cama tenía una mesita de noche cubierta de formica, y sobre cada una de ellas había una lámpara de metal para leer. El mellado tocador tenía ocho cajones, dos de los cuales eran para ella. Había dos armarios, y le correspondía la mitad de uno. Las viejas cortinas estaban descoloridas y sucias; pendían fláccidas y grasientas de barras manchadas de orín. Toda la casa estaba destartalada y parecía misteriosa; el aire tenía un olor vagamente desagradable, y Willy Sheener rondaba por las habitaciones y los pasillos como si fuese un espíritu maléfico que esperase la luna llena y su secuela de horrores.
Aquella noche, después de cenar, las gemelas Ackerson cerraron la puerta de la habitación e invitaron a Laura a reunirse con ellas sobre la raída alfombra marrón donde podían sentarse en círculo y contarse secretos.
Su otra compañera, una rubia extraña, silenciosa y delicada, llamada Tammy, no quiso unirse a ellas. Reclinándose sobre las almohadas, se sentó en la cama para leer un libro, royéndose continuamente las uñas, como un ratón.
Rápidamente, Laura simpatizó con Thelma y Ruth Ackerson. Acababan de cumplir los doce años, por lo que tan sólo tenían unos meses menos que Laura, y eran muy inteligentes para su edad. Habían quedado huérfanas a los nueve años y llevaban casi tres viviendo en el albergue. Encontrar padres adoptivos para niños de su edad era difícil, especialmente tratándose de dos gemelas que estaban resueltas a no separarse.
No eran bonitas, pero sí asombrosamente idénticas en su vulgaridad: cabellos castaños mates, ojos miopes castaños, cara ancha, mentón romo, boca grande. Aunque carecían de atractivo físico, eran sumamente inteligentes, enérgicas y bondadosas.
Ruth llevaba un pijama azul con ribetes de color verde oscuro en los puños y el cuello, y zapatillas azules; su cabello estaba recogido en una cola de caballo. Thelma vestía un pijama de color rojo frambuesa y zapatillas peludas amarillas, cada una con dos botones pintados para representar ojos, y llevaba el cabello suelto.
Al hacerse de noche, había pasado el calor del día. El Pacífico se encontraba a menos de quince kilómetros, por lo que la brisa nocturna permitía dormir cómodamente. Ahora, con las ventanas abiertas, débiles corrientes de aire agitaban las viejas cortinas y circulaban por la habitación.
—El verano aquí es muy fatigoso —le dijo Ruth a Laura al sentarse en círculo en el suelo—. No podemos salir de la finca, y esta no es lo bastante grande. Y en verano, todos los benefactores están ocupados con sus propias vacaciones y sus excursiones a la playa, y se olvidan de nosotros.
—En cambio, la Navidad es estupenda —dijo Thelma.
—Tanto noviembre como diciembre son estupendos —refrendó Ruth.
—Sí —añadió Thelma—. Las fiestas son buenas porque los benefactores empiezan a sentirse culpables de tener tantas cosas, mientras que nosotras, pobres niñas abandonadas, tristes y sin hogar, tenemos que llevar abrigos de papel y zapatos de cartón, y comer gachas del año pasado. Entonces nos envían cestas de golosinas, nos llevan de compras y al cine, aunque nunca a ver buenas películas.
—Oh, a mí me gustan algunas —dijo Ruth.
—La clase de películas donde nunca, nunca matan a nadie. Y nunca atrevidas. Nunca nos llevan a ver una película en que algún hombre le mete mano a una chica. Sólo películas aptas. Aburridas, aburridas, aburridas.
—Tendrás que perdonar a mi hermana —le dijo Ruth a Laura—. Se imagina que está al borde emocionante de la pubertad…
—¡Yo estoy al borde emocionante de la pubertad! ¡Siento que surge mi savia! —dijo Thelma, levantando un brazo delgado en el aire, sobre la cabeza.
—El faltarle la guía de los padres —dijo Ruth—, me temo que le ha hecho mucho daño. No se ha adaptado bien a ser huérfana.
—Tendrás que perdonar a mi hermana —intervino Thelma—. Ha decidido saltarse la pubertad y pasar directamente de la infancia a la vejez.
—¿Y qué me dices de Willy Sheener?
Las gemelas Ackerson se miraron y hablaron con tal sincronización que no transcurrió una fracción de segundo entre sus declaraciones.
—Oh, es un perturbado —dijo Ruth.
—Una escoria —replicó Thelma.
Y Ruth añadió:
—Necesita tratamiento.
Y Thelma dijo:
—No, lo que necesita es que le den en la cabeza con un bate de béisbol una docena de veces, o tal vez dos docenas, y que le encierren después para el resto de su vida.
Laura les contó su encuentro con Sheener en el umbral del dormitorio.
—¿Y no te dijo nada? —preguntó Ruth—. ¡Qué raro! Generalmente dice: «Eres una niña muy bonita» o…
—… te ofrece caramelos. —Thelma hizo una mueca—. ¿Te imaginas? ¡Caramelos! ¡Qué anticuado! Es como si hubiese aprendido a ser un saco de basura leyendo esos folletos que reparte la Policía para avisar a los niños contra los pervertidos.
—No me ofreció caramelos —dijo Laura, temblando al recordar los ojos de Sheener plateados por el sol y su fuerte y rítmica respiración.
Thelma se inclinó hacia delante, bajando la voz en un susurro teatral.
—Parece ser que Anguila Blanca se quedó mudo demasiado caliente para pensar siquiera en sus procedimientos acostumbrados. Tal vez le atraes de un modo especial, Laura.
—¿Anguila Blanca?
—Es Sheener —dijo Ruth—. O, simplemente, Anguila, para abreviar.
—Con lo pálido que está y lo resbaladizo que es —dijo Thelma—, el sobrenombre le cuadra. Apuesto a que Anguila siente una predilección especial por ti. Quiero decir, chica, que eres despampanante.
—Yo, no —protestó Laura.
—No lo dirás en serio —replicó Ruth—. Esos cabellos tan oscuros, esos ojos tan grandes…
Laura se ruborizó y empezó a protestar, y Thelma prosiguió:
—Escucha, Shane, el Fantástico Dúo Ackerson, o sea Ruth y yo, no podemos soportar la falsa modestia, lo mismo que la jactancia. Somos francas. Sabemos cuáles son nuestros puntos fuertes y estamos orgullosas de ellos. Sabe Dios que ninguna de las dos ganará el concurso de Miss América, pero somos inteligentes, muy inteligentes, y no nos importa reconocer los méritos de otras. Y tú eres magnífica; por consiguiente, deja de mostrarte tímida.
—Mi hermana a veces es demasiado descarada y un tanto pintoresca en su forma de expresarse —dijo Ruth a modo de disculpa.
—Y mi hermana —le dijo Thelma a Laura— está ensayando el papel de Melanie en Lo que el viento se llevó. —Adoptó un fuerte acento del Sur y habló con exagerada simpatía—: Oh, Escarlata no lo ha dicho con mala intención. Escarlata es una muchacha adorable de veras. Rhett, en el fondo, también es bueno, y los yanquis son buenos, incluso los que saquearon Tara, quemaron nuestras cosechas y se hicieron botas con la piel de nuestros niños.
En medio de la actuación de Thelma, Laura se echó a reír.
—Por consiguiente, deja de hacer el papel de doncella modesta, Shane. Estás estupenda.
—Está bien, está bien. Sé que soy… bonita.
—Cuando Anguila Blanca te vio, pequeña, se le inflamó el cerebro.
—Sí —convino Ruth—, le dejaste pasmado. Por eso no pudo pensar siquiera en sacar del bolsillo los caramelos que siempre lleva consigo.
—¡Caramelos! —dijo Thelma—. ¡Bolsitas de «M&Ms», «Tootsie Rolls»!
—Tienes que tener mucho cuidado, Laura —le advirtió Ruth—. Es un enfermo…
—¡Es un mal bicho! —dijo Thelma—. ¡Una rata de cloaca!
Desde el rincón más alejado de la estancia, Tammy dijo a media voz:
—No es tan malo como decís.
La niña rubia era tan callada, delgada e incolora, tan propensa a desvanecerse en segundo término, que Laura se había olvidado de ella. Ahora se dio cuenta de que Tammy había dejado su libro a un lado y estaba sentada en la cama; había encogido las huesudas rodillas contra el pecho y se había rodeado las piernas con los brazos. Tenía diez años, dos menos que sus compañeras de habitación, y era bajita para su edad. Con su camisón y sus calcetines blancos, Tammy parecía más una aparición que una persona real.
—No haría daño a nadie —dijo Tammy, con voz vacilante y trémula, como si expresar su opinión acerca de Sheener, o acerca de cualquiera o de cualquier cosa, fuese como andar sobre una cuerda floja sin red.
—Haría daño a cualquiera si pudiese salirse de rositas —dijo Ruth.
—Es que… —Tammy se mordió el labio—. Es que…, se siente solo.
—No, querida —dijo Thelma—, está demasiado enamorado de sí mismo para sentirle solo.
Tammy desvió la mirada. Se levantó, introdujo los pies en unas zapatillas blandas y murmuró:
—Es casi la hora de ir a dormir.
Tomó su neceser de la mesita de noche y salió de la habitación arrastrando los pies, cerrando la puerta a su espalda y encaminándose a uno de los cuartos de baño del final del pasillo.
—Ella coge los caramelos —explicó Ruth.
Laura sintió un escalofrío de repugnancia en todo el cuerpo.
—¡Oh, no!
—Sí —dijo Thelma—. No porque quiera los caramelos. Está…, echa un lío. Necesita la clase de aprobación que le da Anguila.
—Pero ¿por qué? —preguntó Laura.
Ruth y Thelma intercambiaron otra de aquellas miradas con las que parecían debatir un problema y tomar una decisión en un par de segundos, sin decir palabra. Ruth suspiró y dijo:
—Verás, Tammy necesita esa clase de aprobación porque… su padre la enseñó a necesitarla.
Laura se quedó perpleja.
—¿Su padre?
—No todos los niños de McIlroy son huérfanos —prosiguió Thelma—. Algunos están aquí porque sus padres cometieron delitos y fueron a parar a la cárcel. Y otros fueron maltratados por los suyos, físicamente…, o sexualmente.
El aire que entraba por las ventanas abiertas probablemente sólo era un grado o dos más fresco que cuando se habían sentado en círculo en el suelo, pero a Laura le pareció un viento helado de finales de otoño que se hubiese saltado misteriosamente los meses e infiltrado en la noche de agosto.
Laura dijo:
—Pero a Tammy en realidad no le gusta eso, ¿verdad?
—No, no creo que le guste —dijo Ruth—. Pero se ve…
—… compelida —concluyó Thelma—, no puede evitarlo. Es como si la retorciesen.
Guardaron silencio, pensando en lo inconcebible, y por fin Laura dijo:
—Es extraño y…, muy triste. ¿No podemos impedirlo? ¿No podemos decir a la señora Bowmaine o a otra de las asistentas sociales lo que pasa con Sheener?
—No serviría de nada —dijo Thelma—. Anguila lo negaría y Tammy también, y no tenemos ninguna prueba.
—Pero si no es la única niña de la que él abusa, alguna de las otras…
Ruth sacudió la cabeza.
—La mayoría han ido a orfanatos, han sido adoptadas o han vuelto con sus familias. Las dos o tres que todavía están aquí…, bueno, o son como Tammy, o Anguila les da tanto miedo que serían incapaces de delatarle.
—Además —dijo Thelma—, los adultos no quieren saberlo, no quieren enfrentarse con estas cosas. Sería una mala propaganda para la institución. Y haría que pareciesen unos estúpidos por el hecho de que esto hubiese ocurrido ante sus narices. Además, ¿quién puede creer a los niños? —Thelma imitó a la señora Bowmaine, remedando su tono con tanta perfección, que Laura lo reconoció inmediatamente—: «Oh, Dios mío, esas pequeñas criaturas son horribles, embusteras. Unos animalitos ruidosos, revoltosos, fastidiosos, capaces de destruir la buena reputación del señor Sheener sólo por divertirse. Si pudiésemos dragarlos, colgarlos de ganchos en la pared y alimentarlos por vía intravenosa, este sistema sería mucho más eficaz… y, en realidad, también mucho mejor para ellos».
—Anguila sería absuelto —dijo Ruth—, volvería a trabajar aquí y encontraría la manera de hacernos pagar el haberle delatado. Eso ya ocurrió con otro pervertido que trabajaba aquí, un tipo al que llamábamos Hurón Fogel. El pobre Denny Jenkins…
—Denny denunció a Hurón Fogel, le dijo a Bowmaine que el Hurón les molestaba, a él y a todo dos chicos. Fogel fue suspendido de su empleo. No obstante, los otros dos muchachos no quisieron confirmar lo que decía Denny. Tenían miedo del Hurón…, pero también sentía esa necesidad morbosa de su aprobación. Cuando Bowmaine y su personal interrogaron a Denny…
—Le martillearon —dijo furiosamente Ruth—, con preguntas capciosas, tratando de atraparle. Se confundió, se contradijo, y entonces ellos dijeron que lo había inventado todo.
—Y Fogel volvió al trabajo —intervino Thelma.
—Se tomó tiempo —prosiguió Ruth—, hasta que encontró maneras de hacer la vida insufrible a Denny. Le atormentaba continuamente, hasta que un día… Denny empezó a chillar y no hubo manera de hacerle callar. El médico tuvo que ponerle una inyección, y luego se lo llevaron. Dijeron que estaba emocionalmente trastornado. —Ruth estaba a punto de llorar—. Nunca volvimos a verle.
Thelma apoyó una mano en el hombro de su hermana y dijo a Laura:
—Ruth apreciaba a Denny. Era un buen muchacho. Bajito, tímido y dulce…, no podía defenderse. Por eso, tienes que ser dura con Anguila Blanca. No puedes dejarle entrever que le tienes miedo. Si trata de hacerte algo, chilla. Y dale una patada en la entrepierna.
Tammy volvió del cuarto de baño. No las miró, sino que se quitó las zapatillas y se metió en la cama.
Aunque a Laura le repugnaba la idea de que Tammy se sometiese a Sheener, miró a la frágil rubita con menos asco que compasión. Ninguna visión podía ser más triste que la de aquella pequeña, solitaria y desdichada niña yaciendo en su cama estrecha y hundida.
Aquella noche Laura soñó con Sheener. Tenía una cabeza humana, pero su cuerpo era el de una anguila blanca, y dondequiera que Laura huía, Sheener se deslizaba detrás de ella, serpenteando bajo puertas cerradas y salvando otros obstáculos.