La noche siguiente, después de haber depositado los explosivos en el ático del Instituto, Stefan volvió con la misma maleta, diciendo que volvía a tener insomnio. Previendo aquella visita después de medianoche, Viktor había traído como obsequio la mitad de unos pasteles cocinados por su esposa.
Stefan mordisqueó el pastel mientras moldeaba y colocaba los explosivos de plástico. El enorme sótano estaba dividido en dos habitaciones y, a diferencia del ático, era usado diariamente por los empleados. Tendría que ocultar con mucho cuidado las cargas y los hilos.
La primera cámara contenía archivos de investigación y un par de mesas de trabajo, largas y de roble. Los muebles archivadores medían un metro ochenta de altura y estaban situados sobre bancos a lo largo de dos de las paredes. Pudo, pues, colocar los explosivos encima de los archivadores, empujándolos hacia atrás contra la pared, de manera que ni siquiera el hombre más alto del personal podría verlos.
Pasó los cables por detrás de los armarios, aunque se vio obligado a hacer un pequeño agujero en la pared que dividía el sótano en dos, con el fin de hacerlo pasar a la cámara contigua. Consiguió perforar el orificio en un lugar donde no llamaba la atención, y los alambres solamente eran visibles unos cinco centímetros a ambos lados de la pared divisoria.
La segunda habitación era utilizada para guardar artículos de escritorio y laboratorio, y así como jaulas para una veintena de animales —varios hámsters, unos cuantos cobayas, dos perros y un enérgico mono en un jaula grande con tres barras para columpiarse— que habían participado, y sobrevivido, a los primeros experimentos del Instituto. Aunque los animales ya no eran utilizables, se los conservaba para saber si, a largo plazo, presentaban anomalías médicas no previstas que pudiesen tener relación con sus singulares aventuras.
Stefan introdujo poderosas cargas de plástico en los espacios huecos que había detrás de los artículos amontonados y extendió todos los hilos hasta la resguardada chimenea de ventilación por la que había dejado caer los alambres del ático la noche anterior, y mientras trabajaba, sentía que los animales le observaban con desacostumbrada intensidad, como si supiesen que les quedaban menos de veinticuatro horas de vida. Sus mejillas enrojecieron por una sensación de culpa que no había experimentado al considerar la muerte de hombres que trabajaban en el Instituto, tal vez porque los animales eran inocentes y los hombres no.
A las cuatro de la mañana, Stefan había terminado tanto su trabajo en el sótano como el que tenía que hacer en su oficina de la tercera planta. Antes de salir del Instituto, se dirigió al laboratorio principal de la planta baja y, durante un momento, contempló la puerta.
La puerta.
Las docenas de discos indicadores y gráficos de la maquinaria que accionaba la puerta brillaban suavemente con resplandores anaranjados, amarillos o verdes, pues nunca se cerraba la corriente. Tenía aspecto cilíndrico, con cuatro metros de longitud por dos y medio de diámetro, apenas visibles bajo la pálida luz; su revestimiento exterior de acero inoxidable resplandecía con débiles reflejos de los puntos de luz de la maquinaria que cubría tres de las paredes de la habitación.
Él había usado la puerta docenas de veces, pero todavía le infundía pavor no tanto por ser un asombroso descubrimiento científico como por su ilimitado poder para el mal. No era la puerta del infierno, pero podía serlo en manos de gente mala.
Después de darle las gracias a Viktor por el pastel y decirle que lo había comido todo, aunque en realidad había dado la mayor parte a los animales. Stefan regresó a su apartamento.
Por segunda noche consecutiva, se había desatado una tormenta. La lluvia del Noroeste. El agua salía a borbotones de los canalones hacia los desagües próximos, se vertía de los tejados, encharcaba las calles y rebosaba en las alcantarillas, y como la ciudad estaba casi por completo a oscuras, los charcos y las corrientes parecían más de aceite que de agua. Sólo unos cuantos soldados habían salido a la calle, y todos llevaban impermeables negros que hacían que pareciesen personajes de una antigua novela de misterio de Bram Stoker.
Stefan se dirigió directamente a su casa, sin tratar de eludir los conocidos puestos de control de la Policía. Sus papeles estaban en regla; no tenía que observar el toque de queda, y ya no transportaba explosivos adquiridos ilegalmente.
En su apartamento, puso el despertador encima de la mesita de noche y se durmió casi inmediatamente. Necesitaba desesperadamente un descanso, pues, en la tarde siguiente, le esperaban dos arduos viajes y una gran matanza. Si no estaba completamente atento, podía encontrarse en el camino de una bala.
Soñó con Laura, y lo interpretó como un buen presagio.