Los amigos de Bob Shane no querían que Laura asistiese al entierro de su padre. Creían que le debían ahorrar una prueba tan triste a una niña de doce años. Sin embargo, ella insistió, y cuando quería una cosa con el empeño con que ahora quería dar el último adiós a su padre, no había manera de disuadirla.
Aquel jueves, 24 de julio de 1967, fue el peor día de su vida, incluso más angustioso que el martes anterior, cuando su padre había muerto. Parte del dolor anestésico se había desvanecido, y Laura ya no se sentía como petrificada; sus emociones estaban más cerca de la superficie y eran más difíciles de dominar. Empezaba a darse plena cuenta de lo mucho que había perdido.
Eligió un vestido azul oscuro porque no tenía ninguno negro. Se puso zapatos negros y calcetines de color azul oscuro, aunque estos le molestaban porque hacían que se sintiese infantil y frívola. No obstante, como nunca había llevado medias, no le pareció buena idea ponérselas por primera vez para el entierro. Esperaba que su padre la mirase desde el cielo durante el oficio, y quería que la viese tal como debía recordarla. Si la veía con medias, cambiada para parecer mayor, podía sentirse molesto por ello.
En la funeraria, se sentó en la primera fila, entre Cora Lance, que tenía un salón de belleza a una manzana de la tienda de Shane, y Anita Passadopolis, que había colaborado con Bob en la iglesia presbiteriana de St. Andrew. Ambas tenían cerca de sesenta años y aire de abuelas; tocaban a Laura para tranquilizarla y la observaban con preocupación.
Sin embargo, no debían preocuparse por ella. No lloraría, no se pondría histérica, ni se tiraría de los cabellos. Entendía la muerte. Todo el mundo tenía que morir. Moría la gente, morían los perros, morían los gatos, morían los pájaros, morían las flores. Incluso las viejas secoyas más pronto o más tarde morían, aunque vivían veinte o treinta veces más que una persona, lo cual no parecía justo. Por otra parte, vivir mil años como un árbol sería mucho más aburrido que vivir solamente cuarenta y dos como un ser humano feliz. Su padre tenía esos años cuando le falló el corazón —un ataque repentino—, demasiado joven. Pero el mundo era así, y era inútil llorar por ello. Laura se enorgullecía de su sensatez.
Además, la muerte no era el final de una persona. En realidad, no era más que el principio. Después venía otra vida mejor. Sabía que esto tenía que ser verdad, porque se lo había dicho su padre, y su padre no mentía nunca. Su padre era fiel a la verdad, amable y cariñoso.
Al acercarse el ministro al atril situado a la izquierda del ataúd, Cora Lance se acercó más a Laura.
—¿Estás bien, querida?
—Sí. Estoy bien —dijo ella, pero sin mirar a Cora.
No se atrevía a cruzar su mirada con otros, y por eso observaba cosas inanimadas con gran interés.
Era esta la primera funeraria donde había entrado, y no le gustaba. La alfombra granate era ridículamente gruesa. Las cortinas y la tapicería de las butacas también eran granates, únicamente con un fino ribete dorado, y las lámparas tenían las pantallas de color granate, de manera que todas las habitaciones parecían diseñadas por un decorador de interiores obsesionado por un fetiche borgoñón.
Fetiche era una palabra nueva para ella. La empleaba demasiado, como siempre que descubría una palabra nueva; no obstante, en este caso era adecuada.
El mes pasado cuando oyó por primera vez la bonita palabra «recluida», que consideraba equivalente a «apartada o aislada», comenzó a usarla en toda oportunidad, hasta que su padre empezó a zaherirla con tontas variaciones: «¿Cómo está hoy mi pequeña reclusa?», decía, o bien: «Las patatas fritas se venden mucho; por consiguiente, las trasladaremos a la primera estantería, cerca de la caja registradora, porque el rincón donde están ahora parece que las recluye». Le gustaba hacerla reír, como con sus cuentos sobre Sir Tommy Toad, un batracio británico que había inventado cuando ella tenía ocho años y cuya biografía cómica embellecía casi todos los días. En algunos aspectos, su padre había sido más infantil que ella, y por esta razón le había adorado.
Le tembló el labio inferior. Se lo mordió. Con fuerza. Si lloraba, dudaría de lo que su padre le había dicho siempre sobre la otra vida: la vida mejor. Si lloraba, le declararía muerto, muerto de una vez para siempre, finito.
Ansiaba encontrarse recluida en su habitación de encima de la tienda, en la cama, con la cabeza cubierta con la colcha. Esta idea le era tan atractiva que se imaginaba que podría crear un fetiche recluyéndose en ella misma.
Desde la funeraria fueron al cementerio.
Allí no había lápidas mortuorias. Las tumbas estaban señaladas con placas de bronce sobre bases de mármol a ras del suelo. El ondulado terreno cubierto de césped, al que le daban sombra grandes laureles indios y magnolios más pequeños, podía haber sido tomado por un parque, un lugar donde jugar, correr y reír…, de no haber sido por la fosa abierta y sobre la cual se hallaba suspendido el ataúd de Bob Shane.
La noche pasada se había despertado dos veces al oír el fragor de truenos lejanos y, a pesar de que estaba medio dormida, había creído ver brillar relámpagos en las ventanas; no obstante, si se había producido una tormenta intempestiva durante la noche, ahora no había señales de ella. El día era azul, sin nubes.
Laura estaba entre Cora y Anita, que la tocaban y murmuraban frases de consuelo; pero no la confortaba nada de lo que decían o hacían: El frío que sentía en su interior fue en aumento con cada palabra que decía el ministro en su oración final, hasta que pensó que estaba plantada desnuda en un invierno del ártico, en vez de a la sombra de un árbol, una mañana cálida y sin viento de julio.
El director del entierro activó la grúa mecánica de la que estaba suspendido el féretro. El cuerpo de Bob Shane bajó al seno de la tierra.
Incapaz de observar el lento descenso del ataúd, sintiendo que le costaba respirar, Laura se volvió, se desprendió de las manos solícitas de sus dos abuelas honorarias y dio unos pasos en el cementerio. Estaba fría como el mármol; necesitaba huir de la sombra. Se detuvo en cuanto le dio la luz del sol, que calentaba su piel, pero no mitigaba sus escalofríos.
Estuvo mirando la larga y suave cuesta aproximadamente durante un minuto, hasta que vio al hombre que estaba de pie al otro lado del cementerio, en la orilla de un gran bosque de laureles. Llevaba pantalón de color castaño claro y una camisa blanca que parecía débilmente luminosa en la penumbra, como si fuese un fantasma que hubiese trocado sus acostumbradas salidas nocturnas por las efectuadas a la luz del día. La estaba observando, así como a los otros asistentes que rodeaban la tumba de Shane cerca de la cima de la cuesta. Desde aquella distancia, Laura no podía ver su cara con claridad, pero sí que era alto, vigoroso y rubio, y que tenía algo turbadoramente familiar.
El observador la intrigaba, aunque no sabía por qué. Como hechizada, descendió la cuesta, pasando por encima de las tumbas. Cuanto más se acercaba al rubio, más familiar le parecía. Al principio, él no reaccionó al verla acercarse, pero ella sabía que la estaba estudiando atentamente; podía sentir el peso de su mirada.
Cora y Anita la llamaron, pero no les hizo caso. Presa de una excitación inexplicable, caminó más de prisa; ahora estaba solamente a unos treinta metros del desconocido.
El hombre retrocedió entre los árboles, bajo una luz falsamente crepuscular.
Temerosa de que él se escabullese antes de que hubiese podido verle bien, pero sin saber por qué era tan importante para ella observarle mejor, Laura empezó a correr. Las suelas de sus nuevos zapatos negros eran resbaladizas, y varias veces estuvo a punto de caerse. En el sitio donde él había estado plantado, la hierba aparecía pisoteada; por consiguiente, no era un fantasma.
Laura vio un ligero movimiento entre los árboles, el blanco espectral de la camisa del hombre. Corrió tras él. Sólo unas pocas hierbas pálidas crecían bajo los laureles, fuera del alcance del sol. En cambio, raíces superficiales y sombras traidoras brotaban en todas partes. Tropezó, se agarró al tronco de un árbol para evitar una mala caída, recobró el equilibrio, levantó la mirada…, y descubrió que el hombre había desaparecido.
El bosquecillo se componía tal vez de un centenar de árboles. Las ramas estaban estrechamente entrelazadas, permitiendo que la luz del sol se filtrase únicamente en finos hilos de oro, como si el tejido del cielo empezase a deshilacharse en el bosque. Laura siguió avanzando a toda prisa, atisbando entre las sombras. Media docena de veces creyó verle, pero siempre era un movimiento irreal, un juego de la luz o de su propia mente. Cuando soplaba la brisa, estaba segura de oír sus pasos furtivos entre el susurro de las hojas, pero al perseguir aquel sonido, la eludía lo que lo había producido.
Tras un par de minutos, salió de la arboleda a un paseo que cruzaba otra parte del extenso cementerio. Había coches aparcados en la orilla, centelleando bajo la luz del sol, y a un centenar de metros, había un grupo de personas que asistían a otro entierro.
Laura se detuvo en el borde del paseo, respirando profundamente, preguntándose dónde habría ido el hombre de la camisa blanca y por qué ella había tenido que seguirle.
El sol radiante, el hecho de que remitiese la brisa fugaz y la vuelta de un silencio absoluto al cementerio, la inquietaron. El sol parecía pasar a través de ella, como si fuese transparente, y Laura se sentía extrañamente ligera, casi ingrávida, y también un poco mareada; como si estuviese en un sueño, flotando unos Centímetros por encima de un paisaje irreal.
«Voy a desmayarme», pensó.
Apoyó una mano sobre el parachoques delantero de un coche aparcado y apretó los dientes, esforzándose por no perder el conocimiento.
Aunque sólo tenía doce años, a menudo no pensaba ni actuaba como una niña, y nunca sentía como una niña; sin embargo, en este momento, en el cementerio, de pronto se sintió muy joven, débil e impotente.
Un «Ford» de color castaño avanzó lentamente por el paseo, reduciendo todavía más la marcha a medida que se acercaba a ella. Detrás del volante, estaba el hombre de la camisa blanca.
En cuanto lo vio, supo por qué le había parecido familiar. Cuatro años atrás. El atraco. Su ángel de la guarda. Aunque entonces sólo tenía ocho años, nunca olvidaría su cara.
Él casi detuvo el «Ford», y pasó por su lado muy despacio, observándola fijamente. Tan sólo les separaban unos cuantos palmos.
A través de la ventanilla abierta del automóvil, todos los detalles de su bello rostro aparecían tan claros como aquel día terrible en que ella le había visto por primera vez en la tienda. Sus ojos eran tan azules, brillantes y penetrantes como los recordaba ella. Cuando sus miradas se cruzaron, Laura se estremeció.
Él no dijo nada, ni sonrió, pero la estudió atentamente, como si tratase de grabar todos los detalles de su aspecto en su memoria. La contemplaba fijamente, como haría con un vaso lleno de agua fresca el hombre que acabase de cruzar un desierto. Su silencio y su mirada fija asustaron a Laura, pero también la llenaron de un inexplicable sentimiento de seguridad.
El coche pasó por su lado. Ella gritó:
—¡Espere!
Se apartó del automóvil en el que estaba apoyada y corrió detrás del «Ford». El desconocido aceleró y salió a toda velocidad del cementerio; ella se quedó sola bajo el sol, hasta que, un momento más tarde, oyó la voz de un hombre a su espalda.
—¿Laura?
Cuando se volvió, en un principio no pudo verle. Él repitió su nombre suavemente, y entonces le vio a unos cinco metros de distancia, en el borde de la arboleda, de pie a la sombra purpúrea de un laurel. Llevaba pantalón vaquero negro y camisa negra, parecía fuera de lugar en aquel día de verano. Curiosa, perpleja, preguntándose si aquel hombre tendría alguna relación con su ángel de la guarda, Laura empezó a avanzar. Se acercó a dos pasos del nuevo desconocido, antes de darse cuenta de que la discordancia de aquel hombre con el brillante y cálido día de verano no se debía únicamente a sus negras vestiduras: una oscuridad invernal formaba parte integrante de aquel hombre; una frialdad parecía brotar de dentro de él, como si hubiese nacido para morar en regiones polares o en las altas cuevas de montañas coronadas de nieve.
Se detuvo a menos de dos metros.
Él no dijo más, pero la miraba fijamente, con una expresión que parecía de perplejidad.
Laura vio una cicatriz en su mejilla izquierda.
—¿Por qué tú? —dijo aquel hombre lúgubre, y avanzó un paso y alargó los brazos.
Luego retrocedió tambaleándose, de repente demasiado asustada para poder gritar.
Desde la arboleda, Cora Lance gritó:
—¿Laura? ¿Estás bien, Laura?
El desconocido reaccionó a la voz cercana de Cora, se volvió y se alejó entre los laureles, desapareciendo rápidamente su cuerpo vestido de negro, en medio de las sombras, como si no hubiese sido un hombre real, sino un trozo de oscuridad que hubiese cobrado vida por un instante.
Cinco días después del entierro, el martes, 29 de julio, Laura de nuevo se encontraba en su habitación, encima de la tienda, por primera vez en una semana. Estaba empaquetando sus cosas y despidiéndose de la casa que había sido su hogar durante todo el tiempo que podía recordar.
Haciendo una pausa para descansar, se sentó en el borde de la revuelta cama, tratando de rememorar lo segura y feliz que se había sentido en aquella habitación sólo unos días atrás. Un centenar de libros en rústica, la mayoría cuentos de perros y caballos, ocupaban unos estantes en un rincón. Cincuenta perros y gatos en miniatura —de cristal, latón, porcelana y peltre— llenaban otros estantes encima de la cabecera de la cama.
No tenía ningún animalito de verdad, pues las ordenanzas prohibían tener animales en un apartamento situado sobre una tienda de comestibles. Algún día esperaba tener un perro, tal vez incluso un caballo. Y más importante aún, cuando fuese mayor, pensaba ser veterinaria, curar animales enfermos o lesionados.
Su padre le había dicho que podía ser cualquier cosa: veterinaria, abogada, estrella de cine, todo: «Puedes ser ganadera de alces, si lo deseas, o bailarina en la cuerda floja. Nada podrá detenerte».
Laura sonrió, recordando cómo su padre había imitado a una bailarina sobre una cuerda floja. No obstante, también recordó que él se había ido, y se produjo dentro de ella un terrible vacío.
Sacó todo del armario, dobló cuidadosamente su ropa y llenó dos maletas grandes. También tenía un baúl, en el que metió sus libros predilectos, unos cuantos juegos y un oso de felpa.
Cora y Tom Lance estaban haciendo inventario del contenido del resto del pequeño apartamento así como de la tienda de la planta baja. Laura se iría a vivir con ellos, aunque todavía no estaba claro si esto sería permanente o temporal.
Nerviosa y temerosa al pensar en su incierto futuro, Laura volvió a su quehacer. Abrió el cajón de la mesita de noche más próxima, y se quedó helada al ver las botas de duendecillo, el diminuto paraguas y la bufanda de diez centímetros que había comprado su padre como prueba de que Sir Tommy Toad les había alquilado realmente una habitación.
Había persuadido a un amigo suyo que trabajaba el cuero con gran habilidad para que le hiciese las botas, que eran anchas y se adaptaban bien a unos pies palmeados. Había comprado el paraguas en una tienda donde se vendían objetos en miniatura, y había confeccionado él mismo la verde bufanda de cuadros, con flecos en los extremos. El día que había cumplido nueve años, al volver del colegio había encontrado las botas y el paraguas junto a la pared contigua a la puerta del apartamento, y la bufanda, cuidadosamente colgada del perchero. «Shhht —había murmurado espectacularmente su padre—. Sir Tommy acaba de regresar de un importante trabajo en el Ecuador en asuntos de la reina; esta posee allí una mina de diamantes, ¿sabes?, y él se encuentra agotado. Estoy seguro de que dormirá varios días de un tirón. Sin embargo, me dijo que te deseaba un feliz cumpleaños y te dejó un regalo en el patio de atrás». El regalo había sido una bicicleta «Schwinn» nueva.
Ahora, al contemplar las tres piezas en el cajón de la mesita de noche, Laura se dio cuenta de que no solamente había muerto su padre. Con él sé habían ido Sir Tommy Toad, los otros muchos personajes que había creado y las tontas, pero maravillosas fantasías con que la había divertido. Las botas para pies palmeados, el paraguas diminuto y la pequeña bufanda parecían tan dulces y patéticos… Casi podía creer que Sir Tommy había sido real y que ahora se había ido a un mundo mejor. No pudo contener un grave y triste gemido. Se dejó caer en la cama y enterró la cara en la almohada, sofocando sus angustiados sollozos; por primera vez desde la muerte de su padre, se dejó vencer al fin por el dolor.
No quería vivir sin él; sin embargo, no sólo tenía que vivir, sino también prosperar, porque cada día de su vida sería un homenaje a su memoria. Aunque fuese tan joven, comprendía que, viviendo bien y siendo buena, haría posible que su padre continuase viviendo un poco a través de ella.
No obstante, enfrentarse con optimismo al futuro y encontrar la felicidad le iba a resultar difícil. Ahora sabía que la vida estaba espantosamente sometida a la tragedia y al cambio, que era serena y cálida en un momento dado, y fría y tempestuosa al instante siguiente. De manera que uno nunca sabe cuándo un rayo fulminará a un ser querido. Nada dura eternamente. La vida es una vela en el viento. Era una dura lección, para una niña de su edad, e hizo que se sintiese vieja, muy vieja, anciana.
Cuando cesó el torrente de lágrimas cálidas, tardó poco en sobreponerse, pues no quería que los Lance descubriesen que había estado llorando. Si el mundo era duro, cruel e imprevisible, no parecía sabio mostrar la menor debilidad.
Envolvió cuidadosamente las botas, el paraguas y la pequeña bufanda en papel de seda. Las introdujo en el baúl.
Cuando hubo retirado el contenido de las dos mesitas de noche, se dirigió a su mesa escritorio para vaciarla también y, sobre la carpeta de fieltro, encontró una hoja de papel doblada, con un mensaje para ella en letra clara, elegante y casi perfecta:
Querida Laura:
Algunas cosas tienen que ocurrir y nadie puede evitarlas. Ni siquiera tu guardián especial. Alégrate de saber que tu padre te ha querido de todo corazón, de una manera en la que pocas personas tienen la suerte de ser amadas. Si ahora piensas que nunca volverás a ser feliz, te equivocas. Con el tiempo volverás a encontrar la felicidad. Esto no es una promesa vana. Es un hecho.
La nota estaba sin firmar, pero ella sabía quién tenía que haberla escrito: el hombre que había estado en el cementerio y que la había observado desde el coche en marcha, que años atrás les había salvado la vida a ella y a su padre. Nadie más podía calificarse de su guardián especial. Sintió un escalofrío, no porque tuviese miedo, sino porque la rareza y el misterio de su custodio la llenaban de curiosidad y de asombro.
Corrió a la ventana del dormitorio, apartando el visillo que colgaba entre las cortinas, segura de que le vería plantado en la calle, observando la tienda; sin embargo, no estaba allí.
Tampoco estaba allí el hombre vestido de negro. Pero a este no había esperado verle. Se había medio convencido de que el otro desconocido nada tenía que ver con su guardián, sino que había estado en el cementerio por alguna otra razón. Sabía su nombre pero tal vez hubiese oído antes a Cora, llamándola desde la cima de la cuesta del cementerio. Podía borrarlo de su mente, porque no quería que él formase parte de su vida, mientras que ansiaba desesperadamente tener un guardián especial.
De nuevo leyó el mensaje.
Aunque no sabía quién era aquel hombre rubio, ni por qué se interesaba tanto en ella, Laura se sentía tranquila por la nota que le había dejado. La comprensión no era siempre necesaria mientras se tuviese fe.