III

En la noche sin viento, la lluvia caía recta sobre la ciudad, como si cada gota fuese enormemente pesada. Repicaba ruidosamente en el techo y en el parabrisas del pequeño coche negro.

A la una de la noche de aquel martes de finales de marzo, las calles, barridas por la lluvia, encharcadas en algunas intersecciones, normalmente estaban desiertas, a excepción de vehículos militares. Stefan eligió un camino indirecto hacia el Instituto, para evitar los conocidos puestos de inspección, pero temía encontrarse con algún control improvisado. Sus documentos estaban en orden y su acreditación de Seguridad le eximía del nuevo toque de queda. Sin embargo, prefería eludir un escrutinio por parte de la Policía Militar. No podía permitir que registrasen el coche, pues en la maleta colocada sobre el asiento de atrás había hilo de cobre, detonadores y explosivos de plástico que no estaban legalmente en su posesión. Debido a que su aliento empañaba el parabrisas, a que la lluvia oscurecía aún más la ciudad a oscuras, a que los limpiaparabrisas del coche estaban gastados y a que los faros iluminaban un campo limitado de visión, casi pasó por alto la estrecha calle empedrada que llevaba a la parte de atrás del Instituto. Frenó y giró rápidamente el volante. El sedán dobló la esquina con una sacudida y un chirrido de neumáticos, resbalando ligeramente en los mojados adoquines.

Aparcó en la oscuridad, cerca de la entrada trasera, se apeó del coche y cogió la maleta del asiento posterior. El Instituto era un triste edificio de ladrillos, de cuatro plantas y ventanas fuertemente enrejadas. Una atmósfera de amenaza envolvía a la casa, aunque no parecía que esta contuviese secretos capaces de cambiar radicalmente el mundo. La puerta metálica tenía goznes ocultos y estaba pintada de negro. Stefan pulsó el botón, oyó el zumbador que sonaba en el interior y esperó con nerviosismo una respuesta.

Llevaba chanclos de goma y una trinchera con el cuello subido, pero no tenía sombrero ni paraguas. La lluvia fría le pegaba los cabellos al cráneo y resbalaba por su nuca.

Temblando, miró la estrecha ventanilla emplazada en la pared junto a la puerta. Tenía unos quince centímetros de anchura y unos treinta de altura, y un cristal que era un espejo por fuera y transparente desde el interior.

Pacientemente escuchaba la lluvia que repicaba en el coche, formaba charcos y fluía hacia una boca de alcantarilla próxima. También producía un frío susurro al golpear las hojas de los plátanos de la acera.

Una luz se encendió encima de la puerta. La pantalla cónica comprimía los rayos amarillos y los proyectaba directamente sobre él.

Stefan sonrió a la ventanilla de observación y al guardia, al que no podía ver.

Se apagó la luz, se corrieron los cerrojos y la puerta se abrió hacia dentro. Conocía al guardia: Viktor no sé qué, un hombre robusto, de unos cincuenta años, con pelo gris muy corto y gafas con montura de acero, tenía un temperamento más agradable que su aspecto y en realidad era una gallina clueca que velaba por la salud de amigos y conocidos.

—Señor, ¿qué está haciendo aquí a estas horas y con este chaparrón?

—No podía dormir.

—Hace un tiempo horrible. Entre, entre. Se va a enfriar.

—Estaba preocupado por el trabajo que había dejado sin terminar, y pensé que podía venir y terminarlo.

—Se va usted a matar trabajando, señor. De veras.

Al entrar en la antecámara y observar cómo el guardia cerraba la puerta, Stefan rebuscó en su memoria algo referente a la vida personal de Viktor.

—Por su aspecto deduzco que su esposa todavía cocina esos increíbles platos de fideos de que usted me ha hablado.

Viktor se apartó de la puerta, rio suavemente y se dio unas palmadas en la panza.

—Juraría que el diablo se vale de ella para inducirme a pecar. Sobre todo de gula. ¿Qué es eso, señor, una maleta? ¿Va a trasladarse a vivir aquí?

Stefan se enjugó la cara con una mano y dijo:

—Datos de investigación. Los llevé a casa hace unas semanas y he estado trabajando en ellos por la noche.

—¿No tiene un momento de descanso?

—Tengo veinte minutos cada segundo jueves.

Viktor chascó la lengua con desaprobación. Se acercó a la mesa, que ocupaba una tercera parte del suelo de la pequeña habitación, levantó el teléfono y llamó al otro guardia nocturno, que estaba apostado en una antecámara similar delante de la entrada principal del Instituto. Cuando se le permitía la entrada a alguien a una hora intempestiva, el guardia que le abría la puerta avisaba siempre a su colega del otro lado del edificio, en parte para evitar falsas alarmas y que tal vez se disparase accidentalmente contra un visitante inocente.

Chorreando agua sobre la raída alfombra, Stefan sacó unas llaves del bolsillo de la trinchera y se dirigió a la puerta interior. Como la exterior, era de acero y tenía los goznes ocultos. Sin embargo, esta sólo podía abrirse con dos llaves que se empleaban sucesivamente, pertenecientes una de ellas a un empleado autorizado y la otra al guardia de servicio. El trabajo que se realizaba en el Instituto era tan extraordinario y secreto que ni siquiera los guardias nocturnos podían tener acceso a los laboratorios y archivos.

Viktor colgó el teléfono.

—¿Cuánto tiempo va a quedarse, señor?

—Un par de horas. ¿Hay alguien más trabajando esta noche?

—No. Usted es el único mártir. Y nadie aprecia de veras a los mártires, señor. Se va usted a matar trabajando, ¿y para qué? ¿A quién le importará?

—Eliot escribió: «Los santos y los mártires gobiernan desde la tumba».

—¿Eliot? ¿Es un poeta o algo parecido?

—Un poeta, sí. T. S. Eliot.

—¿«Lo santos y los mártires gobiernan desde la tumba»? No conozco a ese tipo, pero no parece un poeta de fiar. Suena a subversivo.

Viktor rio con entusiasmo, visiblemente divertido por la ridícula noción de que su laborioso amigo pudiese ser un traidor.

Juntos abrieron la puerta interior.

Stefan llevó la maleta de explosivos al vestíbulo de la planta baja del Instituto y encendió las luces.

—Si va usted a adquirir la costumbre de trabajar a media noche —dijo Viktor—, le traeré uno de los pasteles de mi esposa para que recobre energías.

—Gracias, Viktor, pero espero que esto no se convierta en un hábito.

El guardia cerró la puerta metálica. El cerrojo se corrió automáticamente.

Al quedarse solo en el vestíbulo, Stefan pensó, no por primera vez, que era una suerte tener su aspecto: rubio, de facciones enérgicas y ojos azules. Su apariencia explicaba en parte que pudiese introducir audazmente explosivos en el Instituto sin temor a que le registrasen. Nada en él era sombrío, furtivo o sospechoso; era el hombre ideal, angelical cuando sonreía, y su amor al país nunca sería puesto en duda por hombres como Viktor, hombres cuya ciega obediencia al Estado y patriotismo crédulo y sentimental les impedían pensar con claridad en muchas cosas. En muchas cosas.

Subió en el ascensor a la tercera planta y fue directamente a su despacho, donde encendió una lámpara flexible de latón. Después de quitarse los chanclos y la trinchera, eligió una carpeta del archivo y dispuso su contenido sobre la mesa para dar una impresión convincente de que estaba trabajando. En el improbable caso de que otro miembro del personal decidiese presentarse en medio de la noche, tenía que hacer todo lo posible para evitar sospechas.

Llevando la maleta y una linterna que había sacado del bolsillo interior de su trinchera, subió la escalera hacia la cuarta planta y después hasta el ático. La luz de la linterna reveló grandes vigas de las que sobresalían aquí y allá unos cuantos clavos mal clavados. Aunque el ático tenía un suelo duro de madera, no era empleado para guardar cosas y estaba vacío, salvo por una película de polvo gris y telarañas. El espacio que había debajo del inclinado techo de pizarra era suficiente para que pudiese mantenerse erguido en el centro del edificio, aunque tendría que ponerse a cuatro patas cuando trabajase cerca de los aleros.

Con el techo tan bajo, el repiqueteo continuo de la lluvia era tan estruendoso como el ruido de una interminable escuadrilla de bombarderos que hiciesen vuelo rasante sobre la cabeza. Tal vez se le ocurrió esa imagen porque creía que exactamente esa clase de ruina era el destino inevitable de su ciudad.

Abrió la maleta. Trabajando con la rapidez y la seguridad de un experto en demoliciones, colocó las pastillas de explosivos de plástico, situando cada carga de manera que la fuerza de la explosión se dirigiese hacia dentro y hacia abajo. La explosión no debía volar simplemente el tejado, sino pulverizar los pisos intermedios y hacer que las pesadas vigas y tejas de pizarra cayesen entre los escombros para causar más destrucción. Escondió el plástico entre las vigas y en los rincones de la larga habitación e incluso levantó un par de tablas del suelo y colocó explosivos debajo de ellas.

Fuera, la tormenta amainó por un momento. Pero pronto retumbaron en la noche truenos todavía más amenazadores y volvió a caer la lluvia con más fuerza que antes. El viento, que hasta entonces se había retrasado, llegó igualmente, gimiendo a lo largo de los canalones y rugiendo bajo los aleros; su voz extraña y hueca parecía amenazar y simultáneamente llorar por la ciudad.

Sintiendo frío por el aire del ático, donde no había calefacción, realizaba su delicada tarea con manos cada vez más trémulas. Aunque temblaba, empezó a sudar.

Insertó un detonador en cada carga y tendió un alambre desde cada una de ellas, hasta el rincón noroeste del ático. Lo sujetó a un solo cable de cobre y dejó caer este por un conducto de ventilación que llegaba hasta el sótano.

Las cargas y los hilos estaban lo más ocultos posible, y no serían percibidos por alguien que se limitase a abrir la puerta del ático para echar una rápida mirada. No obstante, si se hacía una inspección más a fondo, o si se necesitaba espacio para almacenar algo, seguramente los hilos y el explosivo moldeado serían descubiertos.

Necesitaba que nadie entrase en el ático durante veinticuatro horas. No era mucho pedir, considerando que él era el único que había visitado el desván del Instituto en muchos meses.

Mañana volvería con una segunda maleta y colocaría cargas en el sótano. Aplastar el edificio entre explosiones simultáneas, desde arriba y desde abajo, era la única manera segura de reducirlo, junto con su contenido, a cascotes, astillas y hierros retorcidos. Después de la voladura y del incendio subsiguiente, no quedarían archivos para poder llevar adelante la peligrosa investigación que allí se estaba realizando.

La gran cantidad de explosivos, aunque cuidadosamente colocados, destruiría las estructuras en todas las partes del Instituto, y temía que otras personas, algunas de ellas sin duda inocentes, pereciesen en la catástrofe. Estas muertes no podían evitarse. No se atrevía a emplear menos plástico, pues si no quedasen totalmente destruidos todos los archivos y sus duplicados, el proyecto rápidamente podría ser reemprendido. Y este era un proyecto que urgentemente debía ser eliminado, pues la esperanza de toda la Humanidad dependía de su destrucción. Si moría gente inocente, tendría que cargar con su culpa.

En dos horas, cuando pasaban pocos minutos de las tres, terminó su trabajo en el ático.

Volvió a su despacho de la tercera planta y se sentó durante un rato detrás de la mesa. No quería salir hasta que se hubiese secado el sudor de sus cabellos y hubiese dejado de temblar, pues Viktor podía darse cuenta.

Cerró los ojos. Evocó el recuerdo de la cara de Laura. Siempre se tranquilizaba al pensar en ella. El mero hecho de su existencia le daba paz y más valor.