II

En el sur de California raras veces llueve en primavera, verano y otoño. La verdadera estación de las lluvias suele empezar en diciembre y terminar en marzo. Sin embargo, el sábado 2 de abril de 1963 el cielo estaba cubierto y había un alto grado de humedad. Al abrir la puerta de su pequeña tienda de barrio de Santa Ana, Bob Shane pensó que había muchas posibilidades de que se produjese un último y fuerte chaparrón de la temporada.

Los ficus del patio de la casa de enfrente y la palmera de dátiles de la esquina estaban inmóviles en el aire muerto y parecían abrumados por el peso de la tormenta ya próxima.

Junto a la caja registradora, sonaba la radio a poco volumen. Los «Beach Boys» cantaban su nuevo éxito Surfin’ U.S.A. Teniendo en cuenta el tiempo, la canción era tan adecuada como Navidades blancas en julio.

Bob miró su reloj: las tres y cuarto.

«Lloverá a las tres y media —pensó—, y a raudales».

El negocio había sido bueno durante la mañana, pero había hecho pocas ventas por la tarde. En este momento, no había ningún parroquiano en la tienda.

La tienda familiar sufría la nueva y terrible competencia de las cadenas de almacenes como «7-Eleven». Estaba proyectando cambiar y dedicarse al servicio a domicilio, ofreciendo alimentos más frescos, pero lo retrasaba lo máximo posible porque un servicio de esa clase requería mucho más trabajo.

Si la tormenta que se avecinaba era fuerte, tendría pocos clientes durante el resto del día. Podía cerrar temprano y llevar a Laura al cine.

Volviéndose de la puerta, dijo:

—Será mejor que traigas la barca, muñeca.

Laura estaba arrodillada en el primer pasillo, frente a la caja registradora, absorta en su trabajo. Bob había traído cuatro cajas de sopa enlatada del almacén, y Laura se había hecho cargo de ellas. Solamente tenía ocho años, pero era una niña juiciosa y le gustaba ayudar en la tienda. Después de fijar el precio correcto en cada una de las latas, las colocó en los estantes, acordándose de ordenar la mercancía, poniendo la sopa nueva detrás de la vieja.

Levantó la cabeza de mala gana.

—¿La barca? ¿Qué barca?

—Arriba, en el apartamento. La barca que está en el armario. Por el aspecto que tiene el cielo, vamos a necesitarla más tarde.

—Qué tontería —dijo ella—. No tenemos ninguna barca en el armario.

Él se puso detrás del mostrador.

—La linda barquita azul.

—¿Sí? ¿En un armario? ¿Qué armario?

Él empezó a colocar paquetes de «Slim Jims» en el estante metálico, al lado de las galletas.

—El armario de la biblioteca, naturalmente.

—Nosotros no tenemos ninguna biblioteca.

—¿Ah, no? Bueno, ahora que lo mencionas, la barca no está en la biblioteca. Se encuentra en el armario de la habitación del sapo.

Ella rio entre dientes.

—¿Qué sapo?

—¡Cómo! ¿Vas a decirme que no sabes nada acerca del sapo?

Ella sacudió la cabeza sonriendo.

—Desde hoy tendremos alquilada una habitación a un distinguido sapo de Inglaterra. Un caballero sapo que está aquí por asuntos de la reina.

Brilló un relámpago y un trueno retumbó en el cielo de abril. En la radio, una interferencia se mezcló con el Ritmo de la lluvia de «The Cascades».

Laura no prestaba atención a la tormenta. No le daban miedo las cosas que asustan a la mayoría de los niños. Era tan confiada y autosuficiente que a veces parecía una vieja disfrazada de niña.

—¿Por qué habría de dejar la reina que un sapo cuidase de sus asuntos?

—Los sapos son excelentes hombres de negocios —dijo él abriendo uno de los «Slim Jims» y dándole un bocado. Desde la muerte de Janet, cuando se trasladó a California para empezar de nuevo, había aumentado unos veinte kilos. Nunca había sido un hombre apuesto. Ahora, a sus treinta y ocho años, estaba placenteramente grueso, con pocas probabilidades de hacer volver la cabeza a las mujeres. Tampoco era un triunfador; nadie se hacía rico explotando una tienda de comestibles en una esquina. Pero no le importaba. Tenía a Laura y era un buen padre, y ella le quería de todo corazón, lo mismo que él a ella; lo que el resto del mundo pudiera pensar de él, le tenía sin cuidado.

—Sí, los sapos son excelentes hombres de negocios, y la familia de este ha servido a la Corona durante cientos de años. En realidad, le han dado un título nobiliario. Es Sir Thomas Toad[1].

Un nuevo relámpago brilló más que el anterior. El trueno también fue más fuerte.

Después de acabar de llenar los estantes de la sopa, Laura se levantó y se limpió las manos con el delantal blanco que llevaba sobre la blusa de manga corta y los vaqueros. Era adorable; con sus espesos cabellos castaños y sus grandes ojos castaños, se parecía extraordinariamente a su madre.

—¿Y qué alquiler pagará Sir Thomas Toad?

—Seis peniques a la semana.

—¿Ocupará la habitación al lado de la mía?

—Sí, la habitación donde está la barca en el armario.

Ella rio de nuevo.

—Bueno, espero que no ronque.

—Él dijo lo mismo de ti.

Un «Buick» abollado y herrumbroso se detuvo delante de la tienda y, al abrirse la portezuela del conductor, un tercer relámpago abrió un agujero en el oscuro cielo. El día se llenó de luz fundida que parecía fluir a lo largo de la calle, extendiéndose como lava sobre el «Buick» aparcado y los coches que pasaban. El trueno que acompañó al relámpago sacudió el edificio desde el tejado hasta los cimientos, como si el cielo tormentoso se reflejara en la tierra, provocando un terremoto.

—¡Huy! —exclamó Laura, acercándose impávida a la ventana.

Aunque todavía no había empezado a llover, el viento sopló de pronto desde el Oeste, arrastrando hojas y desperdicios.

El hombre que se apeó del decrépito «Buick» azul miró asombrado al cielo.

Los relámpagos se sucedían perforando las nubes, rasgando el aire, proyectando sus fulgurantes imágenes contra las ventanas y el cromado de los automóviles, y con cada destello retumbaba un trueno que sacudía el día como un puño sobrenatural.

Los relámpagos le asustaban a Bob. Cuando llamó a Laura —«Apártate de la ventana, querida»—, ella corrió hacia detrás del mostrador y dejó que él la rodease con un brazo probablemente más para su alivio que por el de ella.

El hombre del «Buick» entró corriendo en la tienda. Mirando hacia el cielo encendido, dijo:

—¿Ha visto eso, hombre? ¡Uf!

El trueno se extinguió; volvió el silencio.

Empezó a llover. Grandes goterones repicaron en las ventanas al principio sin mucha fuerza, pero pronto se convirtieron en torrentes cegadores que borraron el mundo más allá de la pequeña tienda.

El cliente se volvió y sonrió.

—Todo un espectáculo, ¿eh?

Bob iba a responder, pero guardó silencio cuando vio más de cerca a aquel hombre, presintiendo el peligro como un gamo presiente a un lobo al acecho. Aquel hombre llevaba botas de mecánico, vaqueros sucios y una cazadora manchada y medio abrochada sobre una camiseta también sucia de manga corta. Sus cabellos agitados por el viento estaban mugrientos y su cara, ensombrecida por una barba sin afeitar. Tenía los ojos febriles, e inyectados en sangre. Un drogadicto. Acercándose al mostrador, sacó una pistola de debajo de la cazadora, a Bob no le sorprendió en absoluto la presencia del arma.

—Dame lo que hay en la caja registradora, imbécil.

—Desde luego.

—De prisa.

—Tranquilízate.

El drogadicto se lamió los pálidos y agrietados labios.

—No te resistas, imbécil.

—Claro, claro. El dinero es tuyo —dijo Bob, tratando de empujar con una mano a Laura detrás de él.

—¡Deja a la niña para que pueda verla! Quiero verla. ¡Sácala ahora mismo de detrás de ti!

—Está bien, pero cálmate.

El hombre se encontraba tenso como la sonrisa de un muerto, y todo su cuerpo temblaba visiblemente.

—Donde yo pueda verla. Y no toques nada salvo la caja registradora; no trates de sacar un arma, o te volaré la maldita cabeza.

—No tengo ningún arma —le aseguró Bob.

Miró las ventanas azotadas por la lluvia esperando que no llegase ningún parroquiano mientras se estaba cometiendo el atraco. El drogadicto parecía tan nervioso que podía matar a cualquiera que cruzase la puerta.

Laura trató de acurrucarse detrás de su padre, pero el drogadicto le dijo:

—¡Eh, tú! ¡No te muevas!

—Sólo tiene ocho años —dijo Bob.

—Es una zorra, todas son unas malditas zorras, grandes o pequeñas.

Su voz estridente era entrecortada. Parecía más asustado que Bob, y eso era lo que le aterrorizaba más.

Aunque estaba concentrado en el drogadicto y la pistola, Bob, tontamente, se dio cuenta de que en la radio sonaba El fin del mundo, cantada por Skeeter Davis, lo cual le pareció peligrosamente profético. Con la excusable superstición del hombre colocado ante un arma de fuego, fervientemente deseó que la canción terminase antes de que precipitase mágicamente el fin del mundo de Laura y suyo.

—Aquí está el dinero; es todo lo que tengo, tómalo.

Mientras recogía el dinero de encima del mostrador y lo guardaba en un bolsillo de su sucia cazadora, el hombre dijo:

—¿Tienes un almacén en la trastienda?

—¿Por qué?

El drogadicto barrió furiosamente los «Slim Jims», «Life Savers», galletas y chicles de encima del mostrador, arrojándolos al suelo. Tocó con el arma a Bob.

—Tienes un almacén, imbécil, sé que lo tienes. Ahora vamos a ir allí.

De pronto, Bob sintió que se le secaba la boca.

—Escucha, toma el dinero y vete. Ya tienes lo que querías. Vete. Por favor.

Sonriendo, más confiado ahora que tenía el dinero y animado por el miedo de Bob, pero todavía temblando visiblemente, el atracador dijo:

—No te preocupes, no voy a matar a nadie. Soy un amante, no un asesino. Lo único que quiero es pasar un buen rato con esa pequeña zorra, y después me marcharé.

Bob se maldijo por no tener un arma. Laura se aferraba a él, confiaba en él; no obstante, no podía hacer nada para salvarla. Al dirigirse al almacén, se lanzaría sobre el drogadicto, trataría de quitarle la pistola. Estaba gordo, en baja forma. Incapaz de moverse con la rapidez suficiente, recibiría un balazo en la panza y moriría en el suelo, mientras el sucio bastardo violaba a Laura en la trastienda.

—Muévete —dijo impaciente el drogadicto—. ¡Rápido!

Se oyó un disparo. Laura chilló, y Bob la abrazó para ampararla; pero era el drogadicto quien había recibido el tiro. La bala había penetrado en su sien izquierda, volándole parte del cráneo y el hombre se derrumbó sobre los «Slim Jims», las galletas y los chicles que había hecho caer del mostrador, y murió tan instantáneamente que ni siquiera apretó el gatillo de su pistola con un movimiento reflejo.

Bob, aturdido, miró hacia la derecha y vio a un hombre alto y rubio que empuñaba una pistola. Evidentemente había entrado en la casa por la puerta de servicio, cruzando el almacén sin ruido. Al entrar en la tienda, había matado al drogadicto sin previo aviso. Por cómo contemplaba el cadáver, parecía frío, impertérrito, como si fuese un verdugo con mucha experiencia.

—Gracias a Dios —dijo Bob—. La Policía.

—Yo no soy de la Policía.

El hombre llevaba pantalón gris, camisa blanca y una chaqueta de un gris oscuro debajo de la cual podía verse una pistolera.

Bob estaba confuso, se preguntaba si su salvador sería otro ladrón dispuesto a continuar la obra del drogadicto, violentamente interrumpida.

El desconocido levantó la vista del cadáver. Sus ojos eran de un azul puro, intenso, y miraban directamente.

Bob estaba seguro de que le había visto antes, pero no podía recordar dónde ni cuándo.

El desconocido miró a Laura.

—¿Estás bien, querida?

—Sí —dijo ella, sin soltarse de su padre.

Un fuerte olor a orina brotó del muerto, pues había perdido el control de la vejiga en el momento de morir.

El desconocido cruzó la tienda, pasando alrededor del cadáver y corrió el cerrojo de la puerta de la entrada. Bajó la persiana. Miró con preocupación el gran escaparate contra el que seguía cayendo la lluvia, deformando las imágenes de aquella tarde de tormenta.

—Supongo que no hay manera de cubrir el escaparate. Tendremos que confiar en que no se acerque nadie a mirar.

—¿Qué va a hacernos? —preguntó Bob.

—¿Yo? Nada. No soy como esa alimaña. No quiero nada de usted. Sólo he cerrado la puerta para que podamos inventar la historia que tendrá que contar a la Policía. Tenemos que arreglar eso antes de que alguien vea el cadáver.

—¿Por qué tengo yo que inventar una historia?

Inclinándose al lado del muerto, el desconocido tomó unas llaves de coche y el fajo de dinero de los bolsillos de la cazadora manchada de sangre. Irguiéndose de nuevo, dijo:

—Bueno, lo que tiene que decirles es que eran dos pistoleros. Este quería violar a Laura, pero al otro le repugnaba la idea y sólo quería marcharse. Por consiguiente, discutieron y la cosa se puso fea, el otro disparó contra este bastardo y escapó con el dinero. ¿Podrá explicarlo de manera que parezca verdad?

A Bob le costaba creer que Laura y él se hubiesen salvado. Con un brazo estrechaba a su hija contra él.

—Yo…, yo no comprendo. Usted en realidad no iba con él. No corre ningún peligro por haberle matado; a fin de cuentas, él iba a matarnos a nosotros. De modo que, ¿por qué no hemos de decirles la verdad?

El hombre se dirigió al extremo del mostrador, devolvió el dinero a Bob y dijo:

—¿Y cuál es la verdad?

—Bueno…, usted pasaba por aquí y vio el atraco…

—Yo no pasaba sencillamente por aquí, Bob. Les he estado observando, a usted y a Laura. —El hombre enfundó la pistola y miró a Laura. Ella le miró con los ojos muy abiertos. Él le sonrió y murmuró—: Soy su ángel de la guarda.

Como no creía en los ángeles de la guarda, Bob dijo:

—¿Observándonos? ¿Desde dónde? ¿Desde cuándo? ¿Por qué?

En tono apremiante y con un acento vago, que Bob no podía identificar y que oía por primera vez, el desconocido dijo:

—No puedo decírselo. —Miró al escaparate, lavado por la lluvia—. Y no puedo dejar que la Policía me interrogue. Por lo tanto, tiene que aprenderse bien esta historia.

—¿De dónde le conozco?

—Usted no me conoce.

—Pero estoy seguro de haberle visto antes.

—No. No necesita conocerme. Y ahora, por el amor de Dios, esconda ese dinero y deje la caja vacía; parecería extraño que el segundo hombre se hubiese marchado sin lo que había venido a buscar. Yo me llevaré su «Buick» y lo abandonaré a unas cuantas manzanas de aquí; podrá describirlo a los polis. Deles también mi descripción. Eso ya no importará.

Retumbó un trueno en el exterior, pero era grave y lejano, no como las explosiones con que empezó la tormenta.

El aire húmedo se espesó al difundirse lentamente el olor a cobre de la sangre mezclado con el hedor de la orina.

Inquieto, apoyándose en el mostrador pero sin soltar a Laura, Bob dijo:

—¿Por qué no puedo decirles simplemente que usted impidió el robo, disparó contra el ladrón y se marchó, porque no quiere publicidad?

El desconocido levantó la voz, impaciente.

—Un hombre armado pasó casualmente por aquí mientras se estaba perpetrando un atraco y decidió portarse como un héroe, ¿eh? Los polis no se creerían una historia tan disparatada.

—Es lo que ha ocurrido…

—¡Pero no se lo tragarán! Escuche, empezarán a pensar que tal vez usted mató al drogadicto. Como no tiene pistola, al menos registrada, se preguntarán si sería un arma ilegal y se desprendería de ella después de matar a este tipo, inventando después un cuento tonto sobre un Justiciero Solitario que entró y le salvó el pellejo.

—Yo soy un respetable hombre de negocios y gozo de buena reputación.

En los ojos del desconocido se dibujó una tristeza peculiar, una expresión atormentada.

—Bob, es usted un buen hombre…, pero a veces un poco ingenuo.

—¿Qué va usted a…?

El desconocido levantó una mano para imponerle silencio.

—En un momento decisivo, la reputación de un hombre siempre cuenta menos de lo que debería. La mayoría de las personas tienen buen corazón y están dispuestas a otorgar a un hombre el beneficio de la duda, pero los pocos de mala fe están ansiosos de ver a los demás por el suelo, arruinados. —Su voz se había convertido en un murmullo y, aunque continuaba mirando a Bob, parecía estar viendo otros lugares, otra gente—. Envidia, Bob. La envidia los devora vivos. Si usted tuviese dinero, le envidiarían por ello, pero como no lo tiene, le envidian por tener una hija tan buena, inteligente y amorosa. Le envidian simplemente por ser un hombre feliz. Le envidian porque usted no les envidia a ellos. Uno de los más grandes males de la existencia humana es que algunas personas no se contentan con vivir, sino que sólo se sienten felices con la desgracia de los demás.

La acusación de ingenuidad era algo que Bob no podía refutar, y sabía que el desconocido decía la verdad. Se estremeció.

Después de un momento de silencio, la expresión atormentada del hombre se volvió de nuevo apremiante.

—Y cuando los polis lleguen a la conclusión de que usted miente en lo del Justiciero Solitario que le salvó, empezarán a preguntarse si tal vez el drogadicto no había venido a robarle, si tal vez usted le conocía, si había reñido con él por algún motivo, incluso si había proyectado su asesinato, y el robo era simulado. Así es como piensan los policías, Bob. Aunque no puedan cargarle el muerto, lo intentarán hasta el grado de amargarle la vida. ¿Quiere que Laura tenga que sufrir por ello?

—No.

—Entonces haga lo que le digo.

Bob asintió con la cabeza.

—Lo haré. Haré lo que me ha dicho. ¿Pero quién diablos es usted?

—Eso no importa. Además no tenemos tiempo para explicaciones. —Pasó detrás del mostrador y se detuvo delante de Laura, cara a cara—. ¿Has comprendido lo que le he dicho a tu padre? Si la Policía te pregunta lo que ha ocurrido…

—Usted iba con ese hombre —dijo, señalando en la dirección del cadáver.

—Bien.

—Usted era su amigo —prosiguió ella—, pero entonces empezaron a discutir acerca de mí, aunque no sé por qué, porque yo no había hecho nada…

—El porqué no importa, bonita —dijo el desconocido.

Laura asintió con la cabeza.

—Y después usted le disparó y salió corriendo con todo nuestro dinero y se marchó en el coche, y yo tuve mucho miedo.

El hombre miró a Bob.

—Tiene ocho años, ¿eh?

—Es una chica lista.

—Sin embargo, será mejor que los policías no la interroguen demasiado.

—No dejaré que lo hagan.

—Y si lo hacen —dijo Laura—, me echaré a llorar, y lloraré hasta que dejen de hacerlo.

El desconocido sonrió. Miró a Laura con tanto cariño, que Bob se sintió intranquilo. Sus modales eran los del pervertido que había querido llevarla al almacén; su expresión era afectuosa, tierna. Le acarició una mejilla. Sorprendentemente, unas lágrimas brillaron en sus ojos. Pestañeó y se irguió.

—Esconda ese dinero, Bob. Recuerde que yo me lo llevé.

Bob se dio cuenta de que el fajo de billetes todavía estaba en su mano. Los metió en un bolsillo del pantalón, y el holgado delantal ocultó el bulto.

El desconocido abrió la puerta y subió la persiana.

—Cuide de ella, Bob. Es algo especial.

Luego, salió bajo la lluvia, dejando la puerta abierta, y se metió en el «Buick». Los neumáticos chirriaron al dejar la zona de aparcamiento.

La radio seguía sonando, pero Bob la oyó por primera vez desde que había estado sonando El fin del mundo, antes de que el drogadicto hubiese caído muerto. Ahora, Shelley Fabares estaba cantando Johnny Angel.

De pronto volvió a oír la lluvia, no como un apagado susurro sino que la oyó realmente, golpeando con furia contra las ventanas y el terrado del piso de arriba. A pesar de que el viento entraba por la puerta abierta, el hedor de la sangre y la orina de pronto fue peor de lo que había sido un momento antes, y con la misma brusquedad, como saliendo de un trance de terror y recobrando todos sus sentidos, comprendió lo cerca que había estado su preciosa Laura de morir. La cogió en brazos, levantándola del suelo, y la sostuvo en alto, repitiendo su nombre y acariciándole los cabellos. Apretó la cara contra el cuello de ella y olió la dulce frescura de su piel, sintió la pulsación de la arteria y dio gracias a Dios de que estuviese viva.

—Te quiero, Laura.

—Yo también te quiero, papaíto. Te quiero por lo de Sir Tommy Toad y por un millón de otras razones. Pero ahora tenemos que llamar a la Policía.

—Sí, naturalmente —dijo él, bajándola de mala gana.

Tenía los ojos llenos de lágrimas. Estaba tan nervioso que no podía recordar dónde se encontraba el teléfono.

Laura ya había descolgado el aparato. Se lo tendió.

—Puedo llamarles yo, papaíto. El número está apuntado aquí. ¿Quieres que les llame?

—No. Lo haré yo, pequeña.

Reprimiendo las lágrimas, tomó el teléfono y se sentó en el viejo taburete de madera, detrás de la caja registradora.

Ella apoyó una mano en su brazo, como si supiese que él necesitaba ese contacto.

Janet había sido emocionalmente fuerte. No obstante, la energía y la serenidad de Laura eran extraordinarias para su edad, y Bob Shane no estaba seguro de a qué se debía. Tal vez el hecho de que fuese huérfana de madre le había hecho confiar en sí misma.

—¿Papaíto? —dijo Laura, golpeando el teléfono con un dedo—. La Policía, ¿te acuerdas?

—Oh, sí —respondió él.

Tratando de dominar las náuseas que le producía el olor de muerte que impregnaba el local, marcó el número de urgencia de la Policía.

Kokoschka estaba sentado en un coche al otro lado de la calle, delante de la pequeña tienda de Bob Shane, acariciando con aire reflexivo la cicatriz de su mejilla.

Había cesado de llover. La Policía se había marchado. Los rótulos de neón de las tiendas y las farolas se habían encendido al anochecer, pero el asfalto de las calles tenía un brillo oscuro a pesar de aquella iluminación, como si el pavimento absorbiese la luz en vez de reflejarla.

Kokoschka había llegado allí al mismo tiempo que Stefan, el traidor rubio de ojos azules. Había oído el disparo, había visto huir a Stefan en el coche del muerto, se había unido a los mirones al llegar la Policía y se había enterado de la mayoría de los detalles de lo ocurrido en la tienda.

Naturalmente, no había creído la ridícula historia de Bob Shane, según la cual Stefan no había sido más que un segundo ladrón, Stefan no les había atacado, sino que se había convertido en su protector, y sin duda había mentido para encubrir su verdadera identidad.

Laura había sido salvada de nuevo.

Pero ¿por qué?

Kokoschka trataba de imaginar qué papel podía representar la niña en los planes del traidor, pero estaba perplejo. Sabía que nada conseguiría con interrogar a la niña, pues era demasiado pequeña para que le hubiesen contado algo útil. La razón de su rescate debía ser tan misteriosa para ella como lo era para Kokoschka.

Estaba seguro de que el padre tampoco sabía nada. Evidentemente, era la niña y no el padre quien interesaba a Stefan; por consiguiente, Bob Shane no debía saber nada de los orígenes o de las intenciones de Stefan.

Por último, Kokoschka se dirigió a un restaurante situado a pocas manzanas, cenó y volvió a la tienda bastante después de la medianoche. Aparcó en la calle lateral, a la sombra de las extendidas ramas de una palmera. La tienda estaba a oscuras, pero había luz en las ventanas del apartamento de la segunda planta.

Sacó un revólver de uno de los bolsillos de su impermeable. Era un «Colt Agent» corto del 38, de gran potencia. Kokoschka admiraba las armas bien diseñadas y bien fabricadas, y sobre todo le gustaba sentir el arma en su mano: era la Muerte misma, aprisionada en acero.

Kokoschka podía cortar los cables del teléfono de Shane, forzar la entrada sin ruido, matar a la niña y a su padre y huir antes de que la Policía respondiese a los disparos. Tenía un talento especial para esta clase de trabajo.

Pero si les mataba sin saber por qué, sin comprender el papel que representaba en los planes de Stefan, tal vez descubriese más tarde que había sido un error eliminarlos. Antes de actuar, tenía que conocer el objetivo de Stefan.

De mala gana, metió de nuevo el revólver en el bolsillo.