I

La noche en que nació Laura Shane descargó una tormenta, y había algo tan extraño en el tiempo que la gente lo recordaría durante años.

El miércoles, 12 de enero de 1955, fue frío, gris y sombrío. Al anochecer, espesos y esponjosos copos de nieve empezaron a caer en espiral de las nubes bajas, y la gente de Denver se acurrucó esperando una ventisca de Rocky Mountain. A eso de las diez de la noche, un vendaval cortante y frío soplaba desde el Oeste, aullando en los puertos de montaña y silbando sobre las abruptas y boscosas faldas. Los copos se hicieron más pequeños, hasta que fueron tan finos como la arena, y sonaban tan abrasivos como la arena cuando el viento los arrojaba contra las ventanas del estudio lleno de libros del doctor Paul Markwell.

Markwell estaba arrellanado en el sillón, detrás de su mesa, bebiendo whisky escocés para conservar el calor. El persistente frío que le aquejaba no se debía al aire invernal, sino a una frigidez interior de la mente y el corazón.

En los cuatro años que habían transcurrido desde que su único hijo, Lenny, había muerto de polio, Markwell había bebido cada día más. Ahora, aunque estaba pendiente de las llamadas de urgencia que pudiese hacerle el hospital del Condado, cogió la botella y se sirvió más «Chivas Regal».

En el año de gracia de 1955, a los recién nacidos se les inoculaba la vacuna del doctor Jonas Salk, y se acercaba el día en que ningún niño quedaría paralítico o moriría de poliomielitis. Pero Lenny fue atacado por la enfermedad en 1951, un año antes de que Salk comprobase la eficacia de la vacuna. Los músculos respiratorios también quedaron paralizados, y la dolencia se complicó con una bronconeumonía. Lenny no tuvo la menor posibilidad de salvación.

Desde las montañas del Oeste, un sordo fragor retumbó en la noche invernal, pero, al principio, Markwell no hizo ningún caso. Estaba tan absorto en su continuo y amargo dolor, que a veces sólo se daba cuenta subconscientemente de lo que pasaba a su alrededor.

Sobre su mesa, había una fotografía de Lenny. Después de cuatro años, todavía seguía torturándole la cara sonriente de su hijo. Hubiera debido quitar de allí aquella foto, pero en vez de eso, la tenía siempre a la vista, porque la incesante flagelación de sí mismo era el método con que intentaba reparar su culpa.

Ninguno de los colegas de Paul Markwell conocía su problema referente a la bebida. Nunca parecía estar borracho. Los errores que cometía en el tratamiento de algunos pacientes eran resultado de complicaciones que podían haberse producido de manera natural, y no se atribuían a negligencia profesional. Sin embargo, él sabía que había cometido una pifia, y el desprecio que sentía de sí mismo sólo le inducía a beber más.

El fragor sonó de nuevo. Esta vez lo reconoció como un trueno, pero tampoco le prestó atención.

Luego sonó el teléfono. El whisky le había aturdido, y sus reacciones eran lentas; por esa razón no descolgó el auricular hasta el tercer timbrazo.

—Diga.

—¿Doctor Markwell? Soy Henry Yamatta. —Yamatta, interno del hospital del Condado, parecía nervioso—. Acaba de llegar una de sus pacientes, Janet Shane, la ha traído su marido. Va a dar a luz. Se han retrasado a causa de la tormenta, y por eso se hallaba en estado muy avanzado cuando llegaron.

Markwell bebió whisky mientras escuchaba.

—¿Está todavía en la primera fase?

—Sí, pero los dolores son intensos y más prolongados de lo normal en este punto del proceso. Hay mucosidad vaginal teñida de sangre…

—Es de esperar.

—No, no —dijo Yamatta, con impaciencia—. No es una señal corriente.

La señal, o mucosidad vaginal teñida de sangre, era indicio seguro de que el parto era inminente. Sin embargo, Yamatta había dicho que estaba en fase avanzada. Markwell había errado al sugerir que el interno le había informado de una señal ordinaria.

—No llega a ser una hemorragia —dijo Yamatta—, pero algo anda mal. Inercia uterina, obstrucción de la pelvis, mal estado general…

—Yo habría advertido cualquier anomalía que hubiese hecho peligrar el embarazo —dijo vivamente Markwell. Pero sabía que podía haberle pasado inadvertida…, en caso de estar borracho—. El doctor Carlson está de guardia esta noche. Si se presenta cualquier complicación antes de que yo llegue, él…

—Acaban de ingresar cuatro víctimas de accidentes, dos de ellas, graves. Carlson no puede dar abasto. Le necesitamos, doctor Markwell.

—Iré en seguida. Veinte minutos.

Markwell colgó, acabó su whisky y sacó un caramelo de menta del bolsillo. Desde que bebía mucho, siempre llevaba pastillas de menta. Desenvolviendo el caramelo y llevándoselo a la boca, salió de su despacho y se dirigió al armario del vestíbulo.

Se encontraba borracho e iba a asistir a una mujer a dar a luz, y tal vez haría una chapuza, lo cual significaría el final de su carrera y la destrucción de su reputación; sin embargo, no le importaba. En realidad, esperaba con perversa ansiedad esta catástrofe.

Se estaba poniendo el abrigo cuando un trueno retumbó en la noche y resonó en toda la casa.

Frunció el ceño y miró hacia la ventana del lado de la puerta de la entrada. Una nieve fina y seca se arremolinaba contra el cristal, permanecía brevemente suspendida al contener su aliento el viento, y volvía a girar de nuevo. En otro par de ocasiones, hacía muchos años, había oído truenos en una tormenta de nieve, pero siempre al principio, siempre débiles y lejanos, nunca tan amenazadores como este.

Brilló un relámpago y después otro. La nieve resplandeció de un modo extraño bajo la luz inconstante, y la ventana se transformó fugazmente en un espejo en el que Markwell vio su propia cara atormentada. El trueno posterior aún fue más estruendoso.

Abrió la puerta y contempló con curiosidad la turbulenta noche. El fuerte viento empujaba la nieve bajo el techo del porche, amontonándola contra la pared de la fachada de la casa. Una alfombra blanca de varios centímetros cubría el césped, y las ramas de los pinos, situadas a favor del viento, se hallaban también cubiertas de lana blanca.

Un relámpago brilló tanto, que a Markwell le escocieron los ojos, y el trueno fue tan formidable que pareció venir, no solamente de las nubes, sino también del suelo, como si el cielo y la tierra se abriesen, anunciando el Armagedón. Dos rayos prolongados, superpuestos, rasgaron la oscuridad. En todas partes surgieron siluetas fantásticas, torcidas, palpitantes. Las sombras de la baranda del porche, los balaustres, los árboles, los secos arbustos y los faroles de la calle ofrecían formas tan extrañas a cada relámpago que el mundo familiar de Markwell adquiría las características de una pintura surrealista: aquella luz infernal iluminaba los objetos de tal manera que les daba formas mutantes, cambiándolos de un modo inquietante.

Desorientado por el cielo resplandeciente, los truenos, el viento y las hinchadas y blancas cortinas de la tormenta, por primera vez aquella noche, de repente Markwell se sintió borracho. Se preguntó hasta qué punto era real aquel chocante fenómeno eléctrico y hasta qué grado constituía una alucinación provocada por el alcohol. Con cierta cautela, cruzó el resbaladizo porche hasta el primero de los peldaños que conducían al paseo revestido de nieve, se apoyó en una de las columnas y estiró la cabeza para observar el cielo.

Una cadena de centellas hizo que el jardín y la calle pareciesen saltar repetidamente, como las imágenes de una película cuando se atasca el proyector. Todo color de la noche quedó borrado, permaneciendo únicamente el blanco deslumbrador de los relámpagos, el cielo sin estrellas, el blanco centelleante de la nieve y la negrura de las sombras movedizas.

Mientras contemplaba, con pasmo y espanto, el extraño espectáculo celeste, otro estallido rasgó los cielos. Buscando la tierra, la punta del rayo tocó una farola de hierro a sólo treinta metros de distancia, y Markwell lanzó un grito de espanto. En el momento del impacto, la noche se hizo incandescente y se rompieron los cristales de la farola. El trueno vibró en los dientes de Markwell; el suelo del porche retembló. El aire frío olió inmediatamente a ozono y a hierro al rojo.

Después, silencio, calma, y volvió la oscuridad.

Markwell se había tragado el caramelo de menta.

Los vecinos, asombrados, aparecieron en sus porches a lo largo de la calle. O tal vez habían estado presentes durante todo el tumulto y él no los vio hasta que se restableció la relativa calma de una ventisca corriente. Unos pocos caminaron sobre la nieve para ver más de cerca la farola fulminada, cuya corona de hierro parecía haberse fundido. Se gritaron unos a otros, y también a Markwell, pero este no respondió.

El terrible espectáculo no le había serenado. Temeroso de que los vecinos se diesen cuenta de su borrachera, se apartó de la escalera y entró en la casa.

Además, no disponía de tiempo para hablar de la meteorología. Tenía que atender a una mujer encinta, asistirla en el parto.

Esforzándose por recobrar el dominio de sí mismo, tomó del armario del vestíbulo una bufanda de lana, se envolvió el cuello con ella y cruzó las puntas sobre el pecho. Le temblaban las manos y tenía los dedos ligeramente entumecidos, pero consiguió abrocharse el abrigo. Luchando contra el mareo, se calzó unos chanclos.

Le embargaba la convicción de que aquel rayo incongruente tenía algún significado especial para él. Era un signo, un presagio. Tonterías. Era el whisky lo que le confundía. Sin embargo, aún tenía aquella impresión cuando entró en el garaje, levantó la puerta y, dando marcha atrás, sacó el coche al paseo, rechinando las cadenas y repicando suavemente sobre la nieve.

Al detener el coche, alguien llamó con fuerza a la ventanilla. Markwell volvió la cabeza, sorprendido, y vio a un hombre inclinado que le miraba a través del cristal.

El desconocido tenía unos treinta y cinco años. Sus facciones eran marcadas, bien formadas. Incluso a través de la ventanilla, medio empañada, se veía que era un hombre muy apuesto. Llevaba un abrigo cruzado azul marino, con el cuello levantado. El aire gélido hacía que echase vapor por la nariz, y cuando habló, tenues nubecillas acompañaron sus palabras.

—¿Doctor Markwell?

Markwell bajó el cristal de la ventanilla.

—¿Sí?

—¿El doctor Paul Markwell?

—Sí, sí, ya le he dicho que sí. Pero no recibo visitas a estas horas de la noche, y además voy a ver a una paciente en el hospital.

El desconocido tenía unos ojos extraordinariamente azules, que conjuraron en Markwell la imagen de un claro cielo invernal reflejado en la milimétrica capa de hielo de un estanque que empieza a congelarse. Eran de una belleza llamativa; no obstante, en seguida comprendió que eran también los ojos de un hombre peligroso.

Antes de que Markwell pudiese cambiar la marcha y dirigir el coche hacia la calle, donde podría encontrar auxilio, el hombre del abrigo cruzado introdujo una pistola por la ventanilla abierta.

—No haga ninguna estupidez.

Cuando el cañón le tocó la carne blanda de debajo del mentón, el médico, sorprendido, se dio cuenta de que no quería morir. Desde hacía tiempo, había alimentado la idea de que recibiría a la muerte de buen grado. Sin embargo, ahora, en vez de sentirse aliviado al darse cuenta de que aún quería vivir, le embargó un sentimiento de culpabilidad. Aferrarse a la vida le parecía una traición al hijo con el que sólo podría reunirse en la muerte.

—Apague las luces, doctor. Bien. Ahora pare el motor.

Markwell retiró la llave del contacto.

—¿Quién es usted?

—Eso no importa.

—Me importa a mí. ¿Qué quiere? ¿Qué va a hacerme?

—Colabore, y no le pasará nada. Pero trate de escapar, y le volaré la maldita cabeza y después vaciaré el cargador en su cuerpo muerto, sólo por la satisfacción de hacerlo. —Su voz era suave, absurdamente agradable, pero llena de convicción—. Deme las llaves.

Markwell se las dio a través de la ventanilla abierta.

—Ahora salga de ahí.

Mientras se iba serenando poco a poco, Markwell se apeó del coche. El viento crudo le azotó la cara. Tuvo que fruncir los párpados para evitar que la fría nieve le entrara en los ojos.

—Antes de cerrar la portezuela, suba el cristal de la ventanilla —le apremió el desconocido, para no darle la menor posibilidad de escapar—. Bien, muy bien. Ahora, doctor, vayamos los dos al garaje.

—Esto es una locura. ¿Qué…?

—Muévase.

El desconocido caminaba al lado de Markwell, sujetándole por el brazo izquierdo. Si alguien les observaba desde una casa vecina o desde la calle, el brillo de la nieve que caía ocultaría el arma.

Ya en el garaje, y a indicación del desconocido, Markwell cerró la puerta. Los fríos goznes no engrasados chirriaron.

—Si quiere dinero…

—Cierre el pico y entre en la casa.

—Escuche, una paciente mía va a dar a luz en el hospital…

—Si no se calla, emplearé la culata para saltarle todos los dientes, y entonces no podrá hablar.

Markwell le creyó. Con casi dos metros de estatura y más de ochenta kilos, el hombre tenía la misma corpulencia que Markwell, pero le intimidaba. Sus cabellos rubios estaban cubiertos de nieve que se iba fundiendo, y al resbalar las gotas por su frente y sus sienes, parecía tan desprovisto de humanidad como una figura de hielo en un carnaval de invierno. Markwell no dudaba de que, en un enfrentamiento físico, el desconocido del abrigo cruzado vencería fácilmente a la mayoría de sus adversarios, y sobre todo a un médico de edad madura, borracho y en baja forma.

Bob Shane sentía claustrofobia en la diminuta habitación del pabellón de partos destinada a los futuros padres. El techo era bajo e insonorizado; las paredes, de un verde desvaído, y había una sola ventana ribeteada de escarcha. El aire estaba demasiado caldeado. Seis sillas y dos mesas rinconeras constituían demasiados muebles para un espacio tan reducido. Sentía el impulso de abrir la doble puerta batiente y salir al pasillo, correr hacia el otro extremo del hospital, cruzar la sala de espera principal y salir a la noche fría, donde no olía a antisépticos ni a enfermedad.

No obstante, permaneció allí, para estar cerca de Janet en caso de que ella le necesitase. Algo andaba mal. Se presumía que el parto sería doloroso, pero no tan angustioso como lo hacían las brutales y continuas contracciones que tenía que soportar Janet durante tanto tiempo. Los médicos no querían confesar que habían surgido graves complicaciones, pero su preocupación era evidente.

Bob comprendía la causa de su claustrofobia. En realidad, no sentía miedo de que las paredes se acercasen contra él. Lo que se aproximaba era la muerte, tal vez la de su esposa o la del hijo no nacido… o la de los dos.

La puerta batiente se abrió hacia dentro y entró el doctor Yamatta.

Al levantarse de su silla, Bob tropezó con la mesa rinconera, desparramando por el suelo media docena de revistas.

—¿Cómo está, doctor?

—No está peor. —Yamatta era un hombre bajito y delgado, de semblante amable y grandes ojos tristes—. El doctor Markwell llegará en seguida.

—No estarán demorando el tratamiento hasta que él llegue, ¿verdad?

—No, no, claro que no. Está bien atendida. Sólo pensé que le gustaría saber que su médico está en camino.

—¡Oh! Bueno, sí…, gracias. Escuche, ¿puedo verla, doctor?

—Todavía no —dijo Yamatta.

—¿Cuándo?

—Cuando esté más tranquila.

—¿Qué quiere decir? ¿Cuándo estará más tranquila? ¿Cuándo diablos saldrá de esto? —Inmediatamente lamentó su exabrupto—. Lo…, lo siento, doctor. Sólo es que…, tengo miedo.

—Lo sé, lo sé.

Una puerta interior comunicaba el garaje de Markwell con la casa. Cruzaron la cocina y siguieron por el pasillo de la planta baja, encendiendo las luces a medida que avanzaban. Algunos terrones de nieve caían de sus botas.

El pistolero examinó el comedor, el cuarto de estar, el consultorio y la sala de espera de los pacientes, luego dijo:

—Arriba.

En el dormitorio principal, el desconocido encendió una lámpara. Separó del tocador una silla de afiladas patas y la puso en medio de la habitación.

—Doctor, tenga la bondad de quitarse los guantes, el abrigo y la bufanda.

Markwell obedeció, dejando caer las prendas en el suelo, y, a indicación del pistolero, se sentó en la silla.

El desconocido dejó la pistola sobre el tocador y sacó un rollo de cuerda fuerte de un bolsillo. Buscó debajo del abrigo y extrajo un cuchillo corto y de hoja ancha que evidentemente guardaba en una funda colgada del cinturón. Cortó la cuerda en pedazos, con la visible intención de atar a Markwell a la silla.

El doctor miró la pistola que estaba sobre el tocador, calculando sus posibilidades de alcanzarla antes de que lo hiciese el pistolero. Entonces su mirada se cruzó con la de los ojos azules del desconocido, y comprendió que su intención era tan evidente para su adversario como la astucia de un niño para un adulto.

El rubio sonrió, como diciendo: adelante, ve a por ella.

Paul Markwell quería vivir. Permaneció dócil y sumiso mientras el desconocido le ataba de pies y manos a la silla.

Apretando los nudos, pero no hasta causar dolor, el desconocido parecía extrañamente preocupado por su cautivo.

—No quisiera tener que amordazarle. Está borracho y, con una mordaza en la boca, podría atragantarse y morir asfixiado. Por consiguiente, en cierto modo voy a confiar en usted. No obstante, si grita pidiendo auxilio, le mataré en el acto. ¿Comprendido?

—Sí.

Cuando hablaba más de unas cuantas palabras, el desconocido revelaba un vago acento, tan débil que Markwell no podía situarlo. Cortaba el final de algunas palabras y, de vez en cuando, su pronunciación tenía un tono gutural apenas perceptible.

El desconocido se sentó en el borde de la cama y puso una mano sobre el teléfono.

—¿Cuál es el número del hospital?

Markwell pestañeó.

—¿Por qué?

—Maldita sea, le he preguntado el número. Si no quiere dármelo, prefiero sacárselo a la fuerza que buscarlo en la guía.

Markwell, atemorizado, le dio el número.

—¿Quién está de guardia esta noche?

—El doctor Carlson. Herb Carlson.

—¿Es bueno?

—¿Qué quiere decir?

—¿Es mejor médico que usted, o es también un borracho?

—Yo no soy un borracho. Tengo…

—Usted es un alcohólico empedernido y un irresponsable, y lo sabe. Responda a mi pregunta, doctor. ¿Se puede confiar en Carlson?

Las súbitas náuseas de Markwell sólo en parte se debían al exceso de whisky; la otra causa era la reacción a la verdad de lo que había dicho el intruso.

—Sí, Herb Carlson es bueno. Un médico muy bueno.

—¿Quién es la enfermera jefe esta noche?

Markwell tuvo que pensarlo un momento.

—Creo que Ella Hanlow. No estoy seguro. Si no es Ella, será Virginia Keene.

El desconocido telefoneó al hospital y dijo que llamaba en nombre del doctor Paul Markwell. Preguntó por Ella Hanlow.

Una ráfaga de viento sacudió la casa, haciendo repicar una ventana floja, silbando en los aleros, y Markwell se acordó de la tormenta. Mientras observaba la nieve que golpeaba la ventana, de nuevo se sintió desorientado. La noche era tan agitada: los rayos, el inexplicable intruso…, que de pronto no parecía real. Tiró de las cuerdas que le ataban a la silla, pensando que eran fragmentos de un sueño provocado por el whisky y que se disolverían como telarañas, pero se mantuvieron firmes y el esfuerzo hizo que otra vez se sintiese mareado.

El desconocido dijo por teléfono:

—¿Enfermera Hanlow? El doctor Markwell no podrá ir esta noche al hospital. Una de sus pacientes está ingresada ahí y tiene un parto difícil. ¿Eh…? Sí, desde luego. Quiere que el doctor Carlson la asista al dar a luz. No, no, lamento decirle que él no puede hacerlo. No, no es por el tiempo. Está borracho. Sí, en efecto. Sería un peligro para la paciente. No…, está tan ebrio que no puede ponerse al aparato. Lo siento. Últimamente ha estado bebiendo mucho, aunque trata de disimularlo; sin embargo, esta noche ha sido peor que de costumbre. ¿Eh…? Soy un vecino. Muy bien. Gracias, enfermera Hanlow. Adiós.

Markwell estaba furioso, pero también sorprendentemente aliviado de que hubiese sido revelado su secreto.

—¡Bastardo! Me ha arruinado.

—No, doctor. Se ha arruinado usted. El odio que siente contra usted mismo está arruinando su carrera. Y ha hecho que su esposa se apartase de usted. Su matrimonio ya era turbulento, desde luego, pero habría podido salvarse si Lenny hubiese vivido, e incluso habría podido salvarse después de que él muriese, si usted no se hubiese encerrado tan herméticamente dentro de sí mismo.

Markwell estaba pasmado.

—¿Cómo diablos puede saber lo que había entre Anna y yo? ¿Y cómo sabe lo de Lenny? Yo no le conozco. ¿Cómo puede saber algo acerca de mí?

Haciendo caso omiso de estas preguntas, el desconocido colocó dos almohadas, una encima de otra, contra la cabecera de la cama. Descansó los pies calzados con las mojadas y sucias botas sobre la colcha y se estiró.

—Sienta usted lo que sienta al respecto, la muerte de su hijo no fue culpa suya. Usted sólo es un médico, no un taumaturgo. No obstante, el que perdiese a Anna, sí que fue por su culpa. Y el que haya llegado a ser lo que es, un peligro para sus pacientes, también es culpa suya.

Markwell hizo intención de protestar, pero suspiró y agachó la cabeza, hasta que la barbilla reposó sobre su pecho.

—¿Sabe cuál es su mal, doctor?

—Supongo que usted me lo dirá.

—Lo malo en usted es que nunca tuvo que luchar por algo, que nunca conoció la adversidad. Su padre era un hombre acomodado; por consiguiente, tuvo todo lo que quería y fue a los mejores colegios. Y aunque después tuvo un éxito en su profesión, nunca necesitó el dinero; tenía su propia herencia. Así, cuando Lenny contrajo la polio, no supo enfrentarse a la adversidad, porque le faltaba práctica. No había sido inoculado, no tenía resistencia, y fue un caso grave de desesperación.

Levantando la cabeza y pestañeando hasta que se aclaró su visión, Markwell dijo:

—No lo entiendo.

—A través de todo este sufrimiento, ha aprendido algo, Markwell, y si permanece sereno el tiempo suficiente para pensar correctamente, tal vez pueda volver al buen camino. Todavía tiene una ligera posibilidad de redimirse.

—Tal vez no quiera hacerlo.

—Temo que sea cierto. Creo que le espanta morir, pero no sé si tiene agallas para seguir viviendo.

El aliento del médico olía a menta rancia y a whisky. Tenía la boca seca y la lengua hinchada. Ansiaba beber algo.

Sin gran esperanza, probó las cuerdas que le ataban las manos a la silla. Por último, disgustado por el tono lastimero de su propia voz, pero incapaz de recobrar su dignidad, dijo:

—¿Qué quiere de mí?

—Quiero impedir que vaya esta noche al hospital. Quiero asegurarme de que no asiste al parto de Janet Shane. Se ha convertido en un carnicero, en un asesino en potencia, y esta vez hay que detenerle a tiempo.

Markwell se lamió los secos labios.

—Todavía no sé quién es usted.

—Y nunca lo sabrá, doctor. Nunca lo sabrá.

Bob Shane no había estado nunca tan asustado. Reprimía las lágrimas, porque tenía la impresión supersticiosa de que, si revelaba abiertamente su miedo, tentaría al destino y causaría la muerte a Janet y la criatura.

Se inclinó hacia delante en la silla de la sala de espera, agachó la cabeza y rezó en silencio: «Señor, Janet habría podido encontrar a alguien mejor que yo. Es tan bonita, y yo soy un desastre para el hogar. No soy más que un dependiente, y mi tienda de la esquina nunca rendirá grandes beneficios; sin embargo, ella me ama. Señor, ella es buena, honrada, humilde…, no se merece morir. Tal vez Tú quieras llevártela porque ya es lo bastante buena para ir al cielo. Pero yo todavía no lo soy, y necesito su ayuda para ser un hombre mejor».

Se abrió una de las puertas de la sala de espera.

Bob levantó la cabeza.

Los doctores Carlson y Yamatta entraron envueltos en sus batas verdes de hospital.

Su presencia asustó a Bob, que lentamente se levantó de su silla.

Los ojos de Yamatta estaban más tristes que nunca.

El doctor Carlson era un hombre alto, corpulento, tenía un aspecto digno incluso en su holgado uniforme de hospital.

—Señor Shane…, lo siento. Lo siento terriblemente, pero su esposa ha muerto al dar a luz.

Bob se quedó inmóvil, como si la espantosa noticia hubiera transformado su carne en piedra. Oyó sólo en parte lo que Carlson decía:

—… una obstrucción uterina grave…, una de esas mujeres que en realidad no están en condiciones de tener hijos. No habría tenido que quedar embarazada. Lo siento… Lo siento mucho…, todo lo que pudimos…, una hemorragia masiva…, pero el bebé…

La palabra «bebé» sacó a Bob de su parálisis. Dio un paso vacilante hacia Carlson.

—¿Qué ha dicho acerca del bebé?

—Es una niña —respondió Carlson—. Una niñita llena de salud.

Bob había pensado que todo estaba perdido. Ahora miró fijamente a Carlson, pensando, esperanzado por el hecho de que una parte de Janet no hubiese muerto y porque él, a fin de cuentas, no se encontraba solo en el mundo.

—¿De veras? ¿Una niña?

—Sí —dijo Carlson—. Una criatura excepcionalmente hermosa, con mucho pelo castaño oscuro.

Mirando a Yamatta, Bob dijo:

—Mi pequeña vive.

—Sí —dijo Yamatta. Una fugaz sonrisa se pintó en su semblante—. Y tiene que agradecérselo al doctor Carlson. Lamento decir que la señora Shane no tenía la menor posibilidad de salvación. En unas manos menos expertas, la criatura también habría muerto.

Bob se volvió a Carlson, todavía temeroso.

—La…, la niña, está viva, y tengo que estar contento por ello de todos modos, ¿no?

Los médicos guardaron un embarazoso silencio. Después, Yamatta apoyó una mano en el hombro de Bob Shane, tal vez pensando que el contacto podía ser un consuelo.

Aunque Bob era medio palmo más alto y pesaba veinte kilos más que el diminuto doctor, se apoyó en Yamatta. Transido de dolor, lloró, y Yamatta le sostuvo.

El desconocido permaneció otra hora con Markwell, aunque no volvió a hablar y no quiso responder a ninguna de las preguntas que este le hizo. Yacía en la cama, mirando al techo, tan sumido en sus pensamientos que raras veces se movía.

Al serenarse el médico, un punzante dolor de cabeza empezó a atormentarle. Como de costumbre, su resaca fue una excusa para compadecerse de sí mismo más que nunca.

Por fin el intruso miró su reloj de pulsera.

—Las once y media. Ahora me iré.

Se levantó de la cama, se acercó a la silla y sacó de nuevo el cuchillo de debajo del abrigo.

Markwell se puso tenso.

—Voy a cortar parte de las cuerdas, doctor. Si tira de ellas durante una media hora, podrá soltarse, pero tendré tiempo suficiente para alejarme de aquí.

Al agacharse el hombre detrás de la silla y empezar su trabajo, Markwell esperó sentir cómo se hundía la hoja entre sus costillas.

Sin embargo, antes de un minuto, el desconocido había guardado el cuchillo y se dirigió a la puerta del dormitorio.

—Tiene una posibilidad de redimirse, doctor. Creo que es demasiado débil para conseguirlo, pero espero estar equivocado.

Y salió.

Durante diez minutos, mientras Markwell se debatía para liberarse, oyó algunos ruidos en la planta baja. Evidentemente, el intruso estaba buscando algo de valor. Aunque había parecido misterioso, es posible que no fuese más que un ladrón con un modus operandi singularmente raro.

Por fin, Markwell logró desatarse a las doce y veinticinco de la noche. Tenía las muñecas muy irritadas, le sangraban.

A pesar que desde hacía media hora no había oído ningún ruido en la planta baja, cogió su pistola del cajón de la mesita de noche y con cautela bajó la escalera. Se dirigió a su consultorio, donde esperaba que hubiesen sido sustraídas las drogas que allí guardaba; no obstante, ninguno de los dos altos armarios blancos había sido tocado.

Apresuradamente, entró en su despacho, convencido de que la insegura caja fuerte empotrada en la pared habría sido abierta. La caja estaba intacta.

Perplejo, se volvió para salir, y entonces vio botellas vacías de whisky, ginebra, tequila y vodka, amontonadas junto al sumidero del bar. El intruso se había detenido solamente para buscar las botellas de licor y vaciarlas.

Había una nota fijada en el espejo del bar. El intruso había escrito su mensaje con letra clara de imprenta:

SI NO DEJA DE BEBER, SI NO APRENDE A ACEPTAR LA MUERTE DE LENNY, SE LLEVARÁ UNA PISTOLA A LA BOCA Y SE SALTARÁ LOS SESOS DENTRO DE UN AÑO. ESTO NO ES UNA PREDICCIÓN. ES UN HECHO.

Agarrando la nota y el arma, Markwell miró a su alrededor, como si el desconocido todavía estuviese en la habitación vacía, invisible, como un fantasma que pudiese elegir entre la visibilidad y la invisibilidad.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Quién demonios eres?

Únicamente le respondió el viento desde la ventana, y su triste gemido no tenía ningún significado que él pudiese discernir.

A las once de la mañana del día siguiente, después de una reunión a primera hora con el director de la empresa de Pompas Fúnebres para ponerse de acuerdo sobre el entierro de Janet, Bob Shane volvió al hospital del Condado para ver a su hija recién nacida Después de ponerse una bata de algodón, un gorro y una mascarilla, así como de lavarse concienzudamente las manos bajo la dirección de una enfermera, pudo entrar en la sala donde se encontraban los recién nacidos, y levantar delicadamente a Laura de su cuna.

Otros nueve recién nacidos compartían la misma habitación. Todos ellos eran guapos, cada uno a su manera, pero Bob no creía ser parcial al considerar a Laura Jean la más bonita de todos. Aunque la imagen popular de un ángel requiriese tener ojos azules y cabellos rubios, y aunque Laura tenía los ojos y los cabellos castaños, su aire, sin embargo, era angelical. Durante los diez minutos que él la sostuvo, no lloró ni una vez; pestañeó, bizqueó, puso los ojos en blanco y bostezó. También parecía pensativa, como si supiese que era huérfana de madre, y que ella y su padre estaban solos en un mundo frío y difícil.

Una ventana, a través de la cual los parientes podían ver a los recién nacidos, ocupaba toda una pared. Cinco personas se hallaban reunidas detrás del cristal. Cuatro de ellas sonreían, señalaban, ponían caras raras para divertir a los bebés.

La quinta era un hombre rubio que llevaba un abrigo cruzado y permanecía de pie con las manos en los bolsillos. No sonreía ni señalaba ni hacía gestos. Miraba fijamente a Laura.

Al cabo de unos minutos, durante los cuales el desconocido no apartó la mirada de la niña, Bob empezó a preocuparse. Aquel tipo tenía buen aspecto; no obstante, había también algo duro en su semblante, y alguna cualidad que no podía expresarse con palabras, pero que le hizo pensar a Bob que era un hombre que había visto y hecho cosas terribles.

Se empezó a acordar de artículos en los periódicos sensacionalistas sobre secuestradores de niños que luego los vendían en el mercado negro. Se dijo que era paranoico, que se imaginaba peligros donde no existían, porque, al haber perdido a Janet, ahora temía perder también a su hija. No obstante, cuanto más observaba a Laura aquel hombre rubio, más inquieto se sentía Bob.

Como si percibiese aquella inquietud, el hombre levantó la vista, y los dos se miraron fijamente. Los ojos azules del desconocido eran extraordinariamente brillantes e intensos. El miedo de Bob se agudizó. Estrechó con más fuerza a su hija, como si el desconocido pudiese romper el cristal y apoderarse de ella. Pensó en llamar a una de las enfermeras y sugerirle que hablase con aquel hombre, que se enterase de quién era.

Entonces el desconocido sonrió. Y fue una sonrisa amplia, afectuosa, auténtica, que transformó su cara. En un instante, su aspecto cambió de siniestro a amistoso. Le hizo un guiño a Bob y articuló una palabra desde el otro lado del cristal:

—Hermosa.

Bob se tranquilizó, sonrió, se dio cuenta de que su sonrisa no podía verse detrás de la mascarilla y asintió con la cabeza para darle las gracias.

El desconocido miró una vez más a Laura, le hizo otro guiño a Bob y se alejó de la ventana.

Más tarde, después de que Bob Shane se hubiese marchado a casa, un hombre alto y vestido de oscuro se acercó a la ventana de la sala de los recién nacidos. Se llamaba Kokoschka. Estudió a los niños; luego, su campo visual se desvió y vio su reflejo incoloro en el limpio cristal. Tenía la cara ancha y plana, de afiladas facciones, y unos labios tan finos y duros que parecían córneos. Una cicatriz de unos cinco centímetros marcaba su mejilla izquierda. Sus ojos oscuros no tenían profundidad, como si fuesen esferas de cerámica pintada, muy parecidos a los ojos fríos de un tiburón surcando las sombrías trincheras oceánicas. Le divirtió observar el vivo contraste de su cara con los inocentes rostros de los niños en sus cunas, al otro lado de la ventana; sonrió: una rara expresión en él que no daba calor a su cara, sino que le hacía parecer más amenazador.

Miró de nuevo más allá de sus reflejos. No le costó encontrar a Laura Shane entre los niños en pañales, pues el apellido de cada uno de ellos aparecía en una tarjeta fijada en la cabecera de la cuna.

«¿Por qué despiertas tanto interés, Laura? —se preguntó—. ¿Por qué es tu vida tan importante? ¿Por qué gastar tanta energía para asegurarse de que entras sana y salva en este mundo? ¿Debería matarte ahora y poner fin a los planes del traidor?».

Habría sido capaz de matarla sin el menor remordimiento. Había matado a otros niños, aunque no tan pequeños como este. Ningún crimen era terrible si favorecía la causa a la que había dedicado su vida.

La niña estaba durmiendo. De vez en cuando movía la boca y su carita se arrugaba fugazmente, como si soñase tal vez en el claustro materno con tristeza y añoranza.

Finalmente, decidió no matarla. Todavía no.

—Puedo eliminarte más tarde, pequeña —murmuró—. Cuando comprenda qué papel representas en los planes del traidor, entonces podré matarte.

Kokoschka se apartó de la ventana. Sabía que no volvería a ver a la niña durante más de ocho años.