31

Cuando Boo Radley se puso de pie con gesto vacilante, la luz de las ventanas de la sala de estar arrancó reflejos de su frente. Todos sus movimientos eran inciertos, como si no estuviera seguro de si sus manos establecerían el contacto adecuado con las cosas que tocaba. Tosió con aquella tos estertorosa que tenía, sufriendo tales sacudidas que tuvo que sentarse de nuevo. Su mano fue en busca del bolsillo trasero de los pantalones y sacó un pañuelo. Después de cubrirse la boca con él para toser, se secó la frente.

Como estaba tan acostumbrada a no verle, me parecía increíble que hubiese estado sentado a mi lado todo aquel rato, presente y visible. Boo no había producido el menor sonido.

De nuevo se puso de pie. Se volvió hacia mí, y, con un movimiento de cabeza, me indicó la puerta de la fachada.

—Le gustaría decir buenas noches a Jem, ¿verdad que sí, mister Arthur? Entre.

Y le acompañé por el vestíbulo. Tía Alexandra estaba sentada al lado de la cama de Jem.

—Entre, Arthur —dijo—. Todavía duerme. El doctor Reynolds le ha administrado un sedante enérgico. Jean Louise, ¿está tu padre en la sala?

—Si, señora, creo que sí.

—Voy a hablar un minuto con él. El doctor Reynolds ha dejado unas… —su voz se perdió por otro aposento.

Boo se había refugiado en un ángulo de la habitación y estaba de pie, con la barbilla levantada, mirando tan lejos a Jem. Yo le cogí de la mano; una mano sorprendentemente cálida a pesar de su palidez. Tiré levemente de él, y me permitió que le condujese hasta la cama de Jem.

El doctor Reynolds había armado una especie de pequeña tienda sobre el brazo de mi hermano, con el fin de que no le tocase la manta, supongo, y Boo se inclinó adelante para mirar por encima de ella. En su cara había una expresión de curiosidad tímida, como si hasta entonces nunca hubiese visto a un muchacho. Con la boca ligeramente abierta, miró a Jem de la cabeza a los pies. Su mano se levantó, pero en seguida volvió a caer sobre el costado.

—Puede acariciarle, mister Arthur. Está dormido. Si estuviera despierto no podría; él no se lo consentiría… —me sorprendí explicando—. Vamos, anímese.

La mano de Boo se quedó inmóvil más arriba de la cabeza de Jem.

—Siga, señor; duerme.

La mano bajó a posarse levemente sobre el cabello de Jem.

Yo empezaba a comprender su inglés mudo. Su mano oprimió la mía con más fuerza, indicando que quería marcharse.

Le acompañé hasta el porche de la fachada, donde sus penosos pasos se detuvieron. Seguía teniendo cogida mi mano, y no daba muestras de querer soltarla.

—¿Quieres acompañarme a casa?

Lo dijo casi en un susurro, con la voz de un niño asustado de la oscuridad.

Yo puse el pie en el peldaño superior y me paré. Por nuestra casa le conduciría tirándole de la mano, pero jamás le acompañaría a la suya de aquel modo.

—Míster Arthur, doble el brazo así. Así está bien, señor.

Y deslicé mi mano dentro del hueco de su brazo.

El tenía que inclinarse un poco para acomodarse a mí; pero si miss Stephanie Crawford estaba espiando desde la ventana de la cima de las escaleras, vería a Arthur Radley dándome escolta por la acera, como lo hace un caballero.

Llegamos al farol de la esquina de la calle, y me pregunté cuántas veces había estado allí Dill, abrazado al grueso poste, espiando, esperando, confiando. Pensé en la multitud de veces que Jem y yo habíamos recorrido el mismo trayecto… Pero ahora entraba en la finca de los Radley por la puerta del patio de la fachada por segunda vez en mi vida. Boo y yo subimos los peldaños del porche. Sus dedos buscaron la empuñadura. Me soltó la mano dulcemente, abrió la puerta, entró, y cerró tras de si. Ya nunca más volví a verle.

Los vecinos traen alimentos, cuando hay difuntos, flores cuando hay enfermos, y pequeñas cosas entre tiempo. Boo era nuestro vecino. Nos había regalado dos muñecos de jabón, un reloj descompuesto, con su cadena, un par de monedas de las que traen buena suerte, y la vida de Jem y la mía. Pero los vecinos correspondían a su vez con regalos. Nosotros nunca habíamos devuelto al tronco del árbol lo sacado de allí; nosotros no le regalamos nunca nada, y esto me entristecía.

Me volví para irme a casa. Los faroles de la calle parpadeaban calle abajo en dirección a la ciudad. Jamás vi a nuestros vecinos desde este ángulo. Existían miss Maudie y miss Stephanie…, también nuestra casa (veía la mecedora del porche), la casa de miss Rachel estaba más allá, perfectamente visible. Hasta podía ver la de mistress Dubose.

Volví la vista atrás. A la izquierda de la parda puerta de Boo había una larga ventana con persiana. Fui hasta ella, me paré delante y di una vuelta completa. A la luz del día, pensé, se vería la esquina de la oficina de Correos.

A la luz del día… En mi mente la noche se desvaneció. Era de día y los vecinos iban y venían atareados. Miss Stephanie Crawford cruzaba la calle para comunicar las últimas habladurías a miss Rachel. Miss Maudie se inclinaba sobre sus azaleas. Estábamos en verano, y dos niños se precipitaban acera abajo yendo al encuentro de un hombre que se acercaba en la distancia. El hombre agitaba la mano, y los niños echaban a correr disputando quién le alcanzaría primero.

Continuábamos estando en verano, y los niños se acercaban más. Un muchacho andaba por la acera arrastrando tras de si una caña de pescar. Un hombre estaba de pie esperando, con las manos en las caderas. Verano; los dos niños jugaban en el porche con un amigo, representando un extraño y corto drama de su propia invención.

Llegaba el otoño, y sus niños se peleaban en la acera delante de la morada de mistress Dubose. El muchacho ayudó a su hermana a ponerse de pie, y ambos se encaminaron hacia su casa. Otoño, y sus niños trotaban de un lado a otro de la esquina, pintados en el rostro los pesares y los triunfos del día. Se paraban junto a un roble, embelesados, asombrados, aprensivos.

Invierno, y sus niños se estremecían de frío en la puerta de la fachada del patio, recortada su silueta sobre el fondo de una casa en llamas. Invierno, y un hombre salió a la calle, dejó caer las gafas y disparó contra un perro.

Verano, y vio cómo a sus niños se les partía el corazón. Otoño de nuevo, y los niños de Boo le necesitaban.

Atticus tenía razón. Una vez nos dijo que uno no conoce de veras a un hombre hasta que se pone dentro de su pellejo y se mueve como si fuera él. El estar de pie, simplemente, en el porche de los Radley, fue bastante.

Las lámparas de la calle aparecían vellosas a causa de la lluvia fina que caía. Mientras regresaba a mi casa, me sentía muy mayor, y al mirarme la punta de la nariz veía unas cuentas finas de humedad; mas el mirar cruzando los ojos me mareaba, y lo dejé. Camino de casa iba pensando en la gran noticia que daría a Jem al día siguiente. Se pondría tan furioso por haberse perdido todo aquello que pasarían días y días sin hablarme. Mientras regresaba a casa pensé que Jem y yo llegaríamos a mayores, pero que ya no podíamos aprender muchas cosas más, excepto, posiblemente álgebra.

Subí las escaleras corriendo y entré en casa del mismo modo. Tía Alexandra se había ido a la cama, y el cuarto de Atticus estaba a oscuras. Vería si Jem revivía. Atticus estaba en el cuarto de mi hermano, sentado junto a la cama. Leía un libro.

—¿No se ha despertado Jem todavía?

—Duerme pacíficamente. No se despertará hasta la mañana.

—Oh. ¿Estás aquí haciéndole compañía?

—Hace una hora, aproximadamente. Vete a la cama, Scout. Has tenido un día largo y agitado.

—Mira, creo que me quedaré un rato contigo.

—Como quieras —respondió Atticus.

Debía de ser más de medianoche y su afable aquiescencia me asombró. De todos modos, él era más listo que yo; en el mismo momento que me senté empecé a tener sueño.

—¿Que estás leyendo? —pregunté.

Atticus volvió el libro del otro lado.

—Una cosa de Jem. Se titula El Fantasma Gris.

De pronto me sentí bien despierta.

—¿Por qué has escogido ése?

—No lo sé, cariño. Lo he cogido al azar. Es una de las pocas cosas que no he leído —dijo con intención.

—Léelo en voz alta, por favor, Atticus. Da miedo de veras.

—No —dijo él—. Hoy has tenido miedo sobrado para una temporada. Esto es demasiado…

—Atticus, yo no he tenido miedo —mi padre enarcó las cejas, y yo protesté—: Por lo menos no lo he tenido hasta que he empezado a contar a míster Tate cómo había ocurrido. Jem tampoco tenía miedo. Se lo he preguntado y me ha dicho que no. Por otra parte, no hay nada que dé miedo de verdad, excepto en los libros.

Atticus abrió los labios para decir algo, pero los volvió a cerrar. Quitó el pulgar de las hojas, hacia la mitad del libro, y retrocedió a la primera página. Yo me acerqué y apoyé la cabeza sobre su rodilla.

—Hummm —dijo Atticus—. El Fantasma Gris, por Seckatary Hawkins. Capítulo primero…

Yo esforcé la voluntad para continuar despierta, pero la lluvia era tan suave, el cuarto estaba tan templado, la voz de mi padre era tan profunda y su rodilla tan cómoda, que me dormí.

Unos segundos después, por lo que parecía, su zapato me rozaba blandamente las costillas. Atticus me puso de pie y me llevó a mi cuarto.

—He oído todas las palabras que me has dicho —murmuré—. No he dormido nada en absoluto, hablabas de un barco y de Fred "Tres-Dedos" y de Kid "Pedradas"…

Atticus me desató el mono, me apoyó contra sí y me lo quito. Luego me sostuvo con una mano, mientras con la otra, cogía el pijama.

—Sí, y todos creían que Kid "Pedrada" desordenaba el local de su club y derramaba tinta por todas partes y…

Atticus me guió hasta la cama y me hizo sentar en ella. Me levantó las piernas y las colocó debajo de la sábana.

—Y le persiguieron, pero no podían cogerle porque no sabían que figura tenía, y, Atticus, cuando por fin le vieron, resultaba que no había hecho nada de todo aquello… Atticus, era un chico bueno de veras…

Las manos de mi padre estaban debajo de mi barbilla, subiendo la manta y arropándome bien.

—La mayoría de personas lo son, Scout, cuando por fin las ves.

Atticus apagó la luz y se volvió al cuarto de Jem. Allí estaría toda la noche; allí estaría cuando Jem despertase por la mañana.

FIN