29

Tía Alexandra se puso de pie y su mano buscó la campana de la chimenea. Míster Tate se levantó, pero ella rehusó su asistencia. Por una vez en su vida, la cortesía instintiva de Atticus falló: mi padre continuó sentado donde estaba.

Sea por lo que fuere, yo no pude pensar en otra cosa más que en míster Ewell diciendo que se vengaría de Atticus aunque tuviera que invertir en ello el resto de su vida. Míster Ewell estuvo a punto de cumplir su amenaza, y era lo ultimo que había hecho.

—¿Está seguro? —preguntó Atticus con acento frío.

—Está muerto, sin duda alguna —respondió mister Tate—. Muerto, y bien muerto. Ya no volverá a hacer ningún daño a esos niños.

—No quería decir eso. —Atticus parecía hablar dormido.

Empezaba a notársele la edad, signo seguro en él de que sufría una tormenta interior: la enérgica línea de su mandíbula se desdibujaba un poco, uno advertía que debajo de las orejas se le formaban unas arrugas delatoras y no se fijaba en su cabello de azabache más que en los trechos grises que aparecían en las sienes.

—¿No sería mejor que nos fuésemos a la sala de estar? —dijo por fin tía Alexandra.

—Si no le importa —objetó míster Tate—, preferiría que nos quedásemos aquí, salvo que haya de perjudicar a Jem. Quiero echar un vistazo a sus heridas mientras Scout… nos cuenta todo lo que ha pasado.

—¿Hay inconveniente en que salga? —preguntó la tía—. Aquí estoy de más. Si me necesitas, estaré en mi cuarto, Atticus. —Tía Alexandra fue hacia la puerta, pero se detuvo y se volvió—. Atticus, esta noche he tenido el presentimiento de que sucedería una cosa así… Yo… esto es culpa mía —empezó—. Debí…

Míster Tate levantó la mano.

—Siga su camino, miss Alexandra; ya sé que esto la ha impresionado terriblemente. Y no se atormente por nada… ¡Caramba! Si siempre hiciéramos caso de los presentimientos seriamos lo mismo que gatos que quieren cazarse la cola. Miss Scout, ve si puedes contarnos lo que ha ocurrido, mientras lo tienes fresco en la memoria. ¿Crees que podrás? ¿Viste al hombre que os seguía?

Yo me acerqué a mi padre, sentí que sus brazos me rodeaban y hundí la cabeza en su regazo.

—Hemos emprendido el regreso a casa. Yo he dicho: "Jem, he olvidado los zapatos". Apenas empezábamos a retroceder para ir a buscarlos se han apagado las luces. Jem ha dicho que mañana podría ir por ellos…

—Levántate, Scout, que mister Tate pueda oírte —dijo Atticus.

Yo me acomodé en su regazo.

—Luego, Jem me ha dicho que me callase un minuto. Yo he creído que estaba pensando (siempre me hace callar para poder pensar mejor); luego ha dicho que había oído algo. Hemos supuesto que sería Cecil.

—¿Cecil?

—Cecil Jacobs. Ésta noche nos ha dado un susto, una vez, y hemos pensado que podía ser él de nuevo. Llevaba una sábana. Daban un cuarto de dólar al mejor disfraz; no sé quién lo habrá ganado.

—¿Dónde estabais cuando habéis pensado que era Cecil?

—A poca distancia de la escuela. Yo le he chillado algo…

—¿Qué has chillado?

—"Cecil Jacob es una gallina gorda y mojada", creo. No hemos oído nada… y entonces Jem ha gritado "Hola", o cosa parecida, con voz bastante fuerte para despertar a los muertos…

—Un momento nada más, Scout —dijo míster Tate—. ¿Los ha oído usted, míster Finch?

Atticus respondió que no. Tenía la radio puesta. Tía Alexandra tenía puesta la suya en su dormitorio. Lo recordaba porque tiíta le había pedido que bajase un poco la potencia del aparato, con el fin de que ella pudiera oír el suyo. Atticus, sonrió, diciendo:

—Siempre pongo la radio demasiado fuerte.

—Me gustaría saber si los vecinos han oído algo… —dijo míster Tate.

—Lo dudo, Heck. La mayoría escucha la radio o se va a la cama con las gallinas. Maudie Atkinson es posible que estuviera levantada, pero lo dudo.

—Continúa, Scout —indicó míster Tate.

—Bien, después de haber gritado Jem hemos seguido andando. Míster Tate, yo estaba encerrada dentro del traje, pero entonces las he oído por mí misma. Las pisadas, quiero decir. Caminaban cuando nosotros caminábamos, y se paraban cuando nos parábamos. Jem ha dicho que me veía porque mistress Crenshaw pintó unas rayas en mi traje con una pintura brillante. Yo era un jamón.

—¿Cómo es eso? —preguntó mister Tate, atónito.

Atticus le describió mi papel, así como la construcción de mi disfraz.

—Debería haberla visto cuando ha entrado —dijo—. Lo llevaba aplastado y hecho pedazos.

Míster Tate se frotó el mentón.

—Yo me preguntaba cómo tenía aquellas señales el muerto. Sus mangas aparecían perforadas por pequeños agujeros. En los brazos había un par de pinchazos que concordaban con los agujeros. Déjeme ver ese objeto, si quiere, señor.

Atticus fue a buscar los restos de mi traje. Míster Tate lo miró por todos lados y lo dobló para hacerse idea de su forma primitiva.

—Éste objeto le ha salvado probablemente la vida —afirmó—. Miré. —Y señalaba con su largo índice. En el color apagado del alambre destacaba una línea brillante—. Bob Ewell se proponía hacer un trabajo completo —musitó míster Tate.

—Había perdido la cabeza —dijo Atticus.

—No me gusta contradecirle, míster Finch…, pero no, no estaba loco, sino que era ruin como el demonio. Una alimaña rastrera, con bastante licor en el cuerpo para reunir la bravura suficiente para matar niños. Nunca se habría enfrentado con usted cara a cara.

Atticus movió la cabeza.

—Jamás habría concebido que un hombre fuese capaz de…

—Míster Finch, hay una especie de hombres a los cuales es preciso pegarles un tiro antes de que uno pueda darles los buenos días. Y aun entonces, no valen el precio de la bala que se gasta matándolos. Ewell era uno de ellos.

—Yo pensaba que había satisfecho su rabia el día que me amenazó —dijo Atticus—. Y en el caso de que no la hubiera satisfecho, pensaba que vendría por mí.

—Tuvo regaños para molestar a una pobre negra, los tuvo para fastidiar al juez Taylor cuando creía que la casa estaba desierta, ¿y usted se figuraba que los tendría para presentarse cara a cara a la luz del día? —Míster Tate suspiró—. Será mejor que continuemos, Scout, tú le oíste detrás de vosotros…

—Sí, señor. Cuando llegamos debajo del árbol…

—¿Cómo sabíais que estabais debajo del árbol? Allá no podíais ver nada en absoluto.

—Yo iba descalza, y Jem dice que debajo de un árbol el suelo siempre está más fresco.

—Tendremos que nombrarle delegado del sheriff; sigue adelante.

—Entonces, de repente, alguien me ha cogido y ha aplastado mi traje… Creo que me he caído al suelo… He oído un revoloteo debajo del árbol, como si… lucharan alrededor del tronco, que hacía de parapeto, según parecía por los ruidos. Entonces Jem me ha encontrado y hemos echado a andar hacia el camino. Alguien… Mister Ewell, me figuro, ha tumbado a Jem al suelo. Han forcejeado un poco más y entonces se ha oído aquel ruido extraño… Jem ha dado un alarido… —Y me interrumpí. El ruido lo había producido el brazo de Jem—. Sea como fuere, Jem ha dado un alarido, y no le he oído más, y un segundo después… míster Ewell trataba de matarme apretándome contra si, calculo… Entonces alguien ha tumbado al suelo a mister Ewell. Jem ha debido levantarse, supongo. Esto es todo lo que se…

—¿Y luego? —Míster Tate me miraba con viva atención.

—Alguien se tambaleaba por allí, jadeaba y… tosía como si fuera a morirse. Al principio he creído que era Jem, pero él no tose de aquel modo, por lo cual me he puesto a buscar a Jem por el suelo. He pensado que Atticus había venido a ayudarnos y se había fatigado en extremo…

—¿Quién era?

—Ea, allí está, míster Tate, él puede decirle cómo se llama.

Al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, levanté un poco la mano para señalar al hombre del rincón, pero bajé el brazo rápidamente temerosa de que Atticus me reprendiera por señalar. Señalar era un detalle de mala educación.

El hombre seguía recostado contra la pared. Estaba ya recostado contra la pared cuando entré en el cuarto, y con los brazos cruzados sobre el pecho. Al señalarle yo, bajó los brazos y apretó las palmas de las manos contra la pared. Eran unas manos blancas, de un blanco enfermizo, que no habían visto nunca el sol; tan blancas que a la escasa luz del cuarto de Jem destacaban vivamente sobre el crema mate de la pared.

De las manos pasé a los pantalones caqui manchados de arena; mis ojos subieron por su delgado cuerpo hasta la camisa azul de tela de algodón. La cara tan blanca como las manos, excepto por una sombra en su saliente barbilla. Tenía las mejillas delgadas, chupadas; la boca grande; en las sienes aparecían unas mellas poco profundas, casi delicadas, y los ojos eran de un color gris tan claro que pensé que era ciego. Tenía el cabello muerto y fino, y en la cima de la cabeza casi plumoso.

Cuando le señalé, las palmas de sus manos se deslizaron ligeramente, dejando grasientas huellas de sudor en la pared, y hundió los pulgares en el cinturón. Un ligero y extraño espasmo lo agitó como si oyera unas uñas arañando pizarra, pero cuando vio que yo le miraba con admiración la tensión desapareció lentamente de su rostro. Sus labios se entreabrieron en una tímida sonrisa; pero mis repentinas lágrimas difuminaron la imagen de nuestro vecino.

—Hola, Boo —le dije.