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La cosas volvieron a su cauce, hasta cierto punto, tal como Atticus había dicho que ocurriría. A mediados de octubre sólo dos pequeños acontecimientos fuera de lo corriente afectaron a dos ciudadanos de Maycomb. No, fueron tres acontecimientos, y no nos afectaban a nosotros —los Finch—, aunque en cierto modo sí.

El primero fue que míster Bob Ewell consiguió y perdió, en cosa de pocos días, un empleo, convirtiéndose en un caso único en los anales de los años treinta de nuestro siglo: era el único hombre del cual tuviese noticia que lo hubieran despedido del W. P. A. por holgazán. Supongo que el breve período de ascensión a la fama trajo consigo un estallido de amor al trabajo, pero el empleo duró únicamente lo que duró su notoriedad: míster Ewell se vio pronto olvidado como Tom Robinson. En lo sucesivo reanudó su hábito de presentarse a recoger su cheque, y lo recibía sin agradecimiento, en medio de confusos murmullos, protestando de que los canallas que creían regir aquella ciudad no permitiesen a un hombre honrado ganarse la vida. Ruth Jones, la encargada de la Beneficencia, decía que míster Ewell acusaba abiertamente a Atticus de haberle quitado el empleo, y se sintió lo bastante impresionada como para acudir a la oficina de mi padre a explicárselo. Atticus le dijo que no se inquietara, que si Bob Ewell quería discutir que él le "había quitado" el empleo, sabía el camino de su oficina.

El segundo acontecimiento afectó al juez Taylor. El juez Taylor no solía asistir al templo los domingos por la noche; su esposa sí. El juez Taylor saboreaba la hora del domingo por la noche quedándose solo en su espaciosa casa, y mientras la señora estaba en el templo él se encerraba en su estudio leyendo los escritos de Bob Taylor (que no era pariente suyo, aunque el juez le habría enorgullecido poder sostener lo contrario). Una noche de domingo, un ruido molesto, irritante, de alguien que arañaba una ventana arrancó de la página que leía la atención del juez Taylor, perdido en jugosas metáforas y floridas elocuciones.

—Quieta —le dijo a "Ann Taylor", su gorda y extravagante perra.

En seguida se dio cuenta, no obstante, de que estaba hablando a una habitación vacía; el ruido procedía de la parte trasera de la casa. El juez Taylor anduvo pesadamente hasta el porche trasero con la idea de dejar salir a "Ann" y encontró la puerta vidriera abierta. Una sombra en la esquina de la casa atrajo su mirada, y aquello fue todo lo que vio de su visitante. Al llegar a casa mistress Taylor, de regreso de la iglesia, encontró a su marido sentado en su sillón y abstraído en los escritos de Bob Taylor, pero con una escopeta sobre las rodillas.

El tercer acontecimiento le pasó a Helen Robinson, la viuda de Tom. Si míster Ewell había quedado tan olvidado como Tom Robinson, éste lo había quedado tanto como Boo Radley. Una persona, empero, no había olvidado a Tom: era su patrono, mister Link Deas. Míster Link Deas dio un empleo a Helen. En realidad no la necesitaba, pero decía que estaba muy disgustado por el curso que habían seguido las cosas. Nunca he sabido de quién cuidaba de sus hijos mientras Helen estaba fuera de casa. Calpurnia decía que Helen sufría mucho, porque tenía que dar un rodeo de casi una milla para evitar a los Ewell, los cuales, según Helen, "embistieron contra ella" la primera vez que trató de utilizar el camino público. Con el tiempo, míster Link Deas se fijó en que Helen llegaba al trabajo todas las mañanas viniendo de la dirección contraria a la de su casa y le hizo explicar el motivo.

—Déjelo como está, señor, se lo ruego —suplicó Helen.

—Por el diablo que lo dejaré —dijo mister Link. Y le ordenó que aquella tarde, al marcharse, pasara por su tienda. Helen obedeció. Míster Link cerró la tienda, se caló bien el sombrero y acompañó a Helen a su casa, pasando por el camino más corto, por delante de la choza de los Ewell. De regreso, míster Link se paró en la desvencijada puerta—. ¡Ewell! —gritó—. ¡Ewell, he dicho!

Las ventanas, habitualmente atestadas de chiquillos, estaban desiertas.

—¡Ya sé que estáis todos ahí dentro, tendidos en el suelo! ¡Ahora escúchame, Bob Ewell: si me llega el más leve rumor de que mi criada Helen no puede pasar por este camino, antes de la puesta del sol le habré hecho encerrar a usted en el calabozo!

Míster Link escupió en el suelo y se marchó a su casa.

A la mañana siguiente, Helen fue al trabajo utilizando el camino público. Nadie la embistió, pero cuando estuvo unos pasos más allá de la casa de los Ewell volvió la cabeza y vio a mister Ewell que la seguía. Ella continuó andando, pero mister Ewell continuó caminando detrás, siempre a la misma distancia, hasta que ella llegó a casa de míster Link Deas. Todo el trayecto —dijo Helen— oyó detrás una voz baja murmurando palabras injuriosas. Profundamente atemorizada, telefoneó a mister Link a la tienda, que no estaba lejos de la casa. Cuando míster Link salía de la tienda vio a míster Ewell apoyado en la valla. Mister Ewell le dijo: —Link Deas, no me mire como si yo fuese una piltrafa. No he asaltado a su…

—Lo primero que puede hacer, Ewell, es apartar su carroña de mi propiedad. Se está apoyando en ella, y yo no puedo permitirme el gasto de pintarla de nuevo. Lo segundo que puede hacer es mantenerse apartado de mi cocinera, o de lo contrario le detendré por asalto…

—¡Yo no la he tocado, Link Deas, ni pienso arrimarme a ninguna negra!

—¡No es preciso que la toque, basta con que la asuste, y si con mi denuncia por asalto no es suficiente para tenerle encerrado una temporada, echaré mano de la Ley de Damas; de modo que apártese de mi vista! ¡Si cree que no lo digo en serio, vuelva a molestar a esa muchacha!

Míster Ewell pensó, evidentemente, que lo decía en serio, por qué Helen no se quejó de nuevos contratiempos.

—No me gusta, Atticus, no me gusta nada en absoluto —fue la conclusión de tía Alexandra ante aquellos acontecimientos—. Ése hombre parece alimentar un agravio permanente, sin tregua, contra todos los relacionados con estos sucesos. Sé como suele saldar los resentimientos la gente de su especie, pero no entiendo que él pueda tenerlo; en el Juzgado se salió con la suya, ¿verdad?

—Yo creo comprenderlo —dijo Atticus—. Puede ser que en el fondo de su corazón sepa que muy pocas personas de Maycomb creyeron de verdad los cuentos que contaron él y Mayella. Pensó que sería un héroe, y el único premio que obtuvo por sus esfuerzos fue un: …"Muy bien, nosotros condenaremos a este negro, pero tú vuelves a tu vaciadero". Ahora se ha desahogado ya con todo el mundo; de modo que debería estar satisfecho. Se calmará cuando cambie el tiempo.

—Pero ¿para qué había de querer asaltar la casa de John Taylor? Evidentemente, no sabía que John estuviera en casa, de lo contrario no lo habría intentado. Las únicas luces que se ven en casa de John los domingos son la del porche de la fachada y la de la parte trasera…

—No se sabe si Bob Ewell forzó la puerta vidriera, no sabemos quién lo hizo —dijo Atticus—. Pero me lo imagino. Yo demostré que era un embustero, pero John le puso en ridículo. Todo el rato que Ewell ocupó el estrado, no pude mirar a John y conservar el semblante serio. John le miraba como si fuese una gallina con tres patas o un huevo cuadrado. No me digas que los jueces no procuran predisponer al Jurado —concluyó Atticus, riendo.

A finales de octubre nuestras vidas habían entrado en la rutina familiar de escuela, juego y estudio. Jem parecía haber desterrado de su mente lo que fuese que quería olvidar, y nuestros respectivos compañeros de clase tuvieron la misericordia de dejarnos olvidar las excentricidades de nuestro padre. En una ocasión Cecil Jacobs me preguntó si Atticus era radical. Cuando se lo pregunté, a Atticus le divirtió tanto que casi me enfadé, aunque él me dijo que no se reía de mí.

—Dile a Cecil que soy tan radical, aproximadamente, como Cotton Tom Heflin.

Tía Alexandra estaba medrando. Miss Maudie había acallado, por lo visto, a toda la Sociedad Misionera, porque tía Alexandra volvía a gobernar aquel gallinero. Las meriendas que daba fueron todavía más deliciosas. Escuchando a mistress Merriweather, me documenté algo más sobre la vida de sociedad de los pobres Merunas: tenían tan poco sentido de la familia que la tribu entera era una gran familia. Un niño tenía tantos padres como hombres había en la comunidad, y tantas madres como mujeres. J. Grimes Everett estaba haciendo más de lo que podía para cambiar aquél estado de cosas, pero necesitaba desesperadamente nuestras Oraciones.

Maycomb volvía a ser el mismo de antes. El mismo exactamente del año anterior, y del otro, con sólo dos cambios de poca consideración. El primero consistía en que la gente había quitado de los escaparates de sus tiendas y de los cristales de los automóviles los carteles que decían: NRA. —NOSOTROS HACEMOS LO QUE NOS CORRESPONDE. Pregunté la causa a Atticus, y él me dijo que era porque la National Recovery Act había muerto. Yo le pregunté quién la había matado, y él me respondió que fueron nueve ancianos.

El segundo cambio sufrido por Maycomb desde el año anterior no era de sentido nacional. Hasta entonces, la víspera de Todos los Santos era en Maycomb una fiesta perfectamente desorganizada. Cada chiquillo hacía lo que se le antojaba, con la asistencia de sus compañeros si había que trasladar algo, como, por ejemplo, subir un calesín ligero al tejado del establo de caballos de alquiler. Pero los padres opinaron que el año anterior las cosas habían llegado demasiado lejos, cuando se alteró la paz de miss Tutti y miss Frutti[9].

Las señoritas Tutti y Frutti Barber eran dos hermanas solteras algo mayores, las cuales vivían juntas en la única residencia de Maycomb que se enorgullecía de tener una bodega. Se rumoreaba que las tales damas eran republicanas, habiendo inmigrado de Clanton Alabama, en 1911. Su manera de vivir era distinta de la nuestra, y nadie sabía para qué quisieron una bodega; pero la querían y la excavaron, y se pasaron el resto de la vida expulsando de ella a los chiquillos.

Las señoritas Tutti y Frutti (sus verdaderos nombres eran Sarah y Frances) además de tener costumbres yanquis, eran sordas las dos. Miss Tutti lo negaba y vivía en un mundo de silencio, pero miss Frutti, poco dispuesta a perderse nada, utilizaba una trompa para el oído, y tan enorme que Jem declaraba que era el altavoz de una de esas gramolas del perro.

Con estos hechos en la memoria y la víspera de Todos los Santos en la mano, unos chiquillos malos habían esperado hasta que las señoritas Barber estuvieron profundamente dormidas, se habían deslizado en su sala de estar (excepto los Radley, nadie cerraba por la noche), se llevaron a hurtadillas hasta el último mueble que había allí y los escondieron en la bodega. Niego haber tomado parte en esa acción.

—¡Yo los oí! —fue el grito que despertó, al alba de la mañana siguiente, a los vecinos de las señoritas Barber—. ¡Los oí cuando paraban un camión junto a la puerta! ¡Ahora estarán en Nueva Orleans!

Miss Tutti estaba segura de que los vendedores de pieles que habían pasado por la ciudad dos días atrás le habían robado los muebles.

—Eran morenos —decía—. Sirios.

Llamaron a míster Heck Tate. El sheriff inspeccionó el terreno y dijo que opinaba que aquello lo había hecho alguien de la localidad. Miss Frutti replicó que habría conocido una voz de Maycomb en cualquier parte, y no había voces de Maycomb en su salita la noche pasada… porque, sí, los invasores habían gritado continuamente, de verdad. Para localizar su mobiliario había que echar mano nada menos que de perros sabuesos, insistía miss Tutti. Con lo cual míster Tate se vio obligado a caminar diez millas, reunir todos los sabuesos del condado, y ponerlos sobre la pista.

Mister Tate los soltó en las escaleras de la fachada de las señoritas Barber, pero todo lo que los animales hicieron fue dar un rodeo hacia la parte trasera de la casa y ponerse a ladrar ante la puerta de la bodega. Cuando míster Tate los vio repetir la maniobra tres veces se imaginó la verdad. Aquél día, a eso de las doce, no se veía un chiquillo descalzo en todo Maycomb; y nadie se quitó los zapatos hasta que hubieron devuelto los perros a sus dueños.

Así pues, las damas de Maycomb decían que este año las cosas marcharían de otro modo. Abrirían la sala de actos del colegio de segunda enseñanza, y habría un espectáculo para las personas mayores: pesca de manzanas, caza de bombones, y otras diversiones para los niños. Habría también un premio de veinticinco centavos al mejor disfraz creado por el mismo que lo llevase.

Tanto Jem como yo refunfuñamos. No es que nunca hubiésemos hecho nada; era por una cuestión de principios en relación al caso. Al fin y al cabo, Jem se consideraba demasiado mayor para tomar parte en las travesuras propias del día; pero aseguró que no le pescarían por ninguno de los alrededores de la escuela para una cosa semejante. "Ah, bien —pensé yo—, Atticus me llevará".

Sin embargo, pronto me enteré de que aquella noche se precisarían mis servicios en el escenario. Mistress Grace Merriweather había compuesto una función titulada Condado de Maycomb: Ad astra per aspera, y yo haría de jamón. La autora consideraba que sería adorable que algunos niños llevasen trajes representando los productos agrícolas del condado: a Cecil Jacobs le vestirían de vaca; Agnes Moore sería una encantadora habichuela; otro niño haría el papel de cacahuete, y así continuaba el programa hasta que la imaginación de mistress Merriweather y la provisión de niños se agotaron.

Nuestros solos deberes, por lo que pude colegir de nuestros dos ensayos, se limitaban a entrar en el escenario por la izquierda cuando mistress Merriweather (no solamente autora, sino narradora) nos mencionara. Cuando ella dijese "Cerdo" aquello significaría que me llamaba a mí. Luego toda la reunión cantaría: "Condado de Maycomb, Condado de Maycomb; te seremos fieles de todo corazón", como apoteosis final, y mistress Merriweather subiría al escenario con la bandera del Estado.

Mi traje no significó un gran problema. Mistress Crenshaw, la costurera local, tenía tanta imaginación como mistress Merriweather. Mistress Crenshaw cogió tela de alambre de gallinero y la dobló dándole la forma de un jamón curado, la recubrió de tela parda y la pintó de modo que se pareciese al original. Yo podía entrar por debajo, y otra persona me colocaba el artefacto por la cabeza. Casi me llegaba a las rodillas. Mistress Crenshaw… tuvo el buen criterio de dejar dos agujeros para los ojos. Hizo un buen trabajo; Jem decía que parecía exactamente un jamón con piernas. Sin embargo, aquello me hacía sufrir varias incomodidades: padecía calor, me encontraba muy encerrada; si me picaba la nariz no podía rascarme, y una vez metida dentro, si no me ayudaban, no podía salir.

Cuando llegó la víspera de Todos los Santos, presumí que toda la familia estaría presente para contemplar mi actuación, pero quedé defraudada. Atticus dijo, con todo el tacto de que fue capaz, que no creía en verdad que aquella noche pudiera resistir una función teatral; se encontraba cansadísimo. Había pasado una semana en Montgomery y llegó a casa bien entrada la tarde. Se figuraba que Jem podría darme escolta, si se lo pedía.

Tía Alexandra dijo que precisamente tenía que irse a la cama temprano; había decorado el escenario toda la tarde y estaba exhausta… y se detuvo en mitad de la frase. Cerró la boca, la abrió de nuevo como si fuera a decir algo, pero no salió ninguna palabra de sus labios.

—¿Qué pasa, tiíta? —pregunté.

—Ah, nada, nada —contestó—, se me ha ido de la cabeza.

Desechó de su pensamiento lo que fuese que le hubiera causado un alfilerazo de aprensión, y me indicó que diese una representación previa para la familia en la sala de estar. Así pues, Jem me embutió dentro de mi disfraz, se plantó en la puerta de la sala, gritó: "Ce-er-do", igual que lo habría gritado mistress Merriweather y yo entré en escena. Atticus y tía Alexandra se divirtieron en grande.

Repetí mi papel en la cocina para que lo viese Calpurnia, la cual dijo que estaba maravillosa. Yo quería cruzar la calle para que me viese miss Maudie, pero Jem dijo que, al fin y al cabo probablemente asistiría a la función.

Después de aquello, ya no importó si los demás venían o no Jem dijo que me acompañaría. Así empezó el viaje más largo que hicimos juntos.