Calpurnia llevaba su delantal más almidonado. Transportaba una bandeja de mermelada de manzanas con tostadas. Se puso de espaldas a la puerta y empujó suavemente. Yo admiré la soltura y la gracia con que llevaba pesadas cargas de cosas delicadas. Me figuro que también la admiraba tía Alexandra, porque aquel día permitía que sirviese Calpurnia.
Agosto estaba en el borde de septiembre. Dill se marcharía mañana a Meridian; hoy estaba con Jem en el "Remanso de Barker". Jem había descubierto con enojada sorpresa que nadie había enseñado a nadar a Dill, y él lo consideraba tan necesario como saber andar. Habían pasado dos tardes en el río, pero decían que se metían en el agua desnudos y yo no podía ir; por tanto, repartía las horas solitarias entre Calpurnia y miss Maudie.
Hoy, tía Alexandra y su círculo misionero estaban librando la batalla del Bien por toda la casa. Desde la cocina, oía a mistress Grace Merriweather dando un informe en la sala de estar sobre la mísera vida de los Merunas, me parece que decía. Éstos, cuando a sus mujeres les llega la hora (sea esto lo que fuere), las encerraban en chozas; no tenían sentido alguno de familia —yo sabía que esto apenaba mucho a tía Alexandra—; cuando los niños llegaban a los trece años, los sometían a unas pruebas terribles. Los partos los tenían paralizados; mascaban y escupían la corteza de un árbol dentro de un recipiente común y luego se emborrachaban con aquello…
Inmediatamente después, las damas aplazaron la sesión para merendar.
Yo no sabía si entrar en el comedor o quedarme fuera. Tía Alexandra me dijo que fuese para los refrescos; no era necesario que asistiese a la parte de trabajo de la reunión, dijo que me aburriría. Yo llevaba mi vestido rosa de los domingos y unas enaguas, y medité en que si derramaba algo, Calpurnia tendría que volver a lavar el vestido para mañana. Y precisamente había tenido un día de mucho ajetreo. Decidí permanecer fuera.
—¿Puedo ayudarte, Cal? —pregunté deseando ser de alguna utilidad.
Calpurnia se paró en el umbral.
—Quédate quieta como un ratoncito en aquel rincón y podrás ayudarme a llenar las bandejas, cuando vuelva.
El suave zumbido de las voces de las damas cobró intensidad cuando se abrió la puerta.
—Vaya, Alexandra, nunca había visto una mermelada así… deliciosa, sencillamente…, jamás consigo que me quede esa costra, no, nunca… ¿Quién habría pensado en tortitas de zarzamora?… ¿Calpurnia…? Quién habría pensado…, cualquiera que le dijese que la esposa del pastor…, nooo…, pues sí, lo está, y el otro que todavía no anda…
Se quedaron silenciosas, con lo cual comprendí que las habían servido a todas. Calpurnia regresó y puso el grueso jarrón de plata de mi madre en una bandeja.
—Éste jarrón de café es una curiosidad —murmuró—; ahora ya no los hacen.
—¿Puedo llevarlo?
—Si has de tener cuidado y no dejarlo caer… Ponlo en la punta de la mesa, al lado de la tía Alexandra. Allá abajo, junto con las tazas y lo demás. Ella lo servirá.
Traté de empujar la puerta con la espalda como lo había hecho Calpurnia, pero no se movió. Ella me la abrió sonriendo.
—Cuidado ahora, que pesa. No lo mires y no verterás el café.
Mi travesía terminó con éxito; tía Alexandra me dirigió una sonrisa luminosa.
—Quédate con nosotras, Jean Luise —me dijo. Aquello formaba parte de su campaña para enseñarme a ser una dama.
Era costumbre que toda anfitriona de un círculo invitase a merendar a sus vecinas, fuesen bautistas o presbiterianas, lo cual explicaba la presencia de miss Rachel (seria como un juez), miss Maudie y miss Stephanie Crawford. Más bien nerviosa, elegí un asiento al lado de miss Maudie y me pregunté por qué se ponían sombrero las señoras sólo para cruzar la calle. Las señoras, tomadas en grupo, siempre me llenaban de una vaga aprensión y de un firme deseo de estar en otra parte, pero este sentimiento era lo que tía Alexandra llamaba ser "malcriada".
Las damas buscaban frescor en leves telas estampadas; la mayoría llevaban una buena capa de polvos, pero nada de rouge; el único lápiz de labios que se usaba en la sala era "Tangee Natural". El "Cutex Natural" centelleaba en las uñas, pero algunas de las señoras más jóvenes usaban "Rose". Despedían un aroma celestial. Yo no me movía, había dominado las manos cogiendo con fuerza los brazos del sillón, y esperaba que alguna me dirigiese la palabra.
El puente de la dentadura de miss Maudie lanzó un destello.
—Vas muy vestida, Jean Louise —me dijo—. ¿Dónde tienes los pantalones, hoy?
—Debajo del vestido.
No me había propuesto ser graciosa, pero las señoras se rieron. Al comprender mi error se me pusieron las mejillas encendidas, pero miss Maudie me miró gravemente. Nunca se reía, a menos que yo hubiera querido ser graciosa.
En el súbito silencio que vino a continuación, miss Stephanie me llamó desde el otro lado del comedor.
—¿Qué vas a ser cuando seas mayor, Jean Louise? ¿Abogado?
—No, no lo había pensado… —contesté, agradecida de que miss Stephanie hubiese tenido la bondad de cambiar de tema. Y me puse a elegir profesión, apresuradamente. ¿Enfermera? ¿Aviadora?—. Pues…
—Vamos, dilo; yo pensaba que querías ser abogado; has empezado ya a concurrir a la sala del Tribunal.
Las señoras volvieron a reír.
—Ésa Stephanie las canta claras —dijo una.
Miss Stephanie se sintió animada a continuar el tema:
—¿No quieres hacerte mayor para ser abogado?
La mano de miss Maudie tocó la mía, y yo contesté con bastante dulzura:
—No; una dama, nada más.
Miss Stephanie me miró con cara de sospecha, decidió que yo no había querido ser impertinente y se contentó con:
—Vaya, no llegarás muy lejos hasta que no empieces a llevar vestidos femeninos a menudo.
La mano de miss Maudie se había cerrado con fuerza alrededor de la mía, y yo no dije nada. El calor de aquella mano fue suficiente.
Mistress Grace Merriweather se sentaba a mi izquierda, y se me antojó que sería cortés hablar con ella. Al parecer, su marido, míster Merriweather, metodista militante, no veía alusión personal alguna al cantar: "Gracia pasmosa, cuán dulce el fondeadero que salvó a un náufrago como yo…". Sin embargo, en Maycomb era opinión general que su esposa le había puesto a raya y le había convertido en un ciudadano razonablemente útil. Porque, en verdad, Grace Merriweather era la señora más devota de Maycomb. Busqué, pues, un tema que le interesase.
—¿Qué han estudiado ustedes esta tarde? —pregunté.
—Oh niña, hemos hablado de los pobres Merunas —dijo, y soltó el disco. Pocas preguntas más serían necesarias ya.
Los grandes ojos castaños de mistress Merriweather se llenaban invariablemente de lágrimas cuando pensaba en los oprimidos.
—¡Mira que vivir en aquella selva sin nadie más que J. Grimes Everett! —exclamó—. Ninguna persona blanca quiere acercarse a ellos más que ese santo de J. Grimes Everett —mistress Merriweather manejaba su voz como un órgano; cada palabra obtenía todo el compás requerido—: La pobreza…, la oscuridad…, la inmortalidad…, nadie más que J. Grimes Everett lo conoce. Ya saben, cuando la iglesia me concedió aquel viaje a los terrenos del campamento, J. Grimes Everett me dijo…
—¿Estaba allí, señora? Yo pensaba…
—Estaba en casa, de vacaciones. J. Grimes Everett me dijo:
—"Mistress Merriweather —me dijo—, usted no tiene idea, ninguna idea, de la lucha que sostenemos allá". Esto es lo que me dijo.
—Sí, señora.
—Yo le dije: "Míster Everett —le dije—, las señoras de la Iglesia Metodista Episcopal de Maycomb, Alabama, están con usted en un ciento por ciento". Esto es lo que le dije. Y ya sabes, en aquel momento y lugar hice una promesa en mi corazón. Me dije: "Cuando vaya a casa daré un curso sobre los Merunas y llevaré a Maycomb el mensaje de J. Grimes Everett", y esto es precisamente lo que estoy haciendo.
—Sí, señora.
Cuando mistress Merriweather sacudía la cabeza, sus negros rizos bailoteaban.
—Jean Louise —dijo luego—, tú eres una chica afortunada. Vives en un hogar cristiano, con personas cristianas, en una ciudad cristiana. Allá en el país de J. Grimes Everett no hay otra cosa que pecado y miseria.
—Sí, señora.
—Pecado y miseria… ¿Qué decías, Gertrude? —mistress Merriweather echó mano de sus tonos argentinos para la señora que se sentaba a su lado—. Ah, sí. Bien, yo siempre digo olvida y perdona, olvida y perdona. Lo que la Iglesia debería hacer es ayudarle a proporcionar una vida cristiana a sus hijos desde hoy en adelante. Tendrían que ir allá unos cuantos hombres y decirle a su pastor que la estimule.
—Perdone, mistress Merriweather —la interrumpí—, ¿se refiere a Mayella Ewell?
—¿A May…?, no, niña. A la esposa del negro. A la mujer de Tom, de Tom…
—Robinson, señora.
Mistress Merriweather se dirigió de nuevo a su vecina.
—Una cosa creo sinceramente, Gertrude —continuó—, pero algunas personas no lo ven a mi manera. Si les hiciéramos saber que les perdonamos, que lo hemos olvidado, entonces todo esto se disiparía.
—Oh… Mistress Merriweather —la interrumpí una vez más— ¿qué es lo que se disiparía?
Nuevamente se dirigió a mi. Mistress Merriweather era una de esas personas mayores sin hijos que consideran necesario emplear un tono distinto de voz cuando hablan con chiquillos.
—Nada, Jean Louise —contestó con un largo majestuoso—, las cocineras y los peones de labranza están descontentos, pero ahora empiezan a tranquilizarse… El día siguiente al del juicio se lo pasaron murmurando. —Mistress Merriweather se enfrentó con mistress Farrow—. Te lo digo, Gertrude, no hay nada más penoso que un negro preocupado. La boca les baja hasta aquí. Te amarga el día tener a uno en la cocina. ¿Sabes lo que le dije a mi Sophy, Gertrude? Le dije: "Sophy, sencillamente, hoy no eres cristiana. Jesucristo nunca anduvo por ahí refunfuñando y quejándose"; y ¿sabes?, dio buen resultado. Apartó los ojos del suelo y contestó "No, miz Merriweather, Jezus nunca anduvo refunfuñando". Te lo digo, Gertrude, una no debería dejar pasar una oportunidad para dar testimonio del Señor.
Yo me acordé del órgano pequeño y antiguo del Desembarcadero de Finch. Cuando era muy pequeñita, si me había portado bien durante el día, Atticus me dejaba maniobrar los bajos mientras él interpretaba una tonada con un dedo. La última nota perduraba tanto rato como quedaba aire para sostenerla. Y juzgué que mistress Merriweather había agotado su provisión de aire y la estaba renovando mientras mistress Farrow se disponía a tomar la palabra.
Mistress Farrow era una mujer espléndidamente formada, de ojos pálidos y pies esbeltos. Llevaba una permanente recién hecha y su cabello era una masa de ricitos grises. En todo Maycomb sólo otra dama la aventajaba en devoción. Tenía la curiosa costumbre de prolongar todo lo que decía con un sonido suavemente sibilante.
—Sssss, Grace —dijo—, es precisamente como le decía al hermano Hudson el otro día. "Ssss, hermano Hudson —le decía—, parece que si libráramos una batalla perdida, una batalla perdida". Le dije: "Ssss, a ellos no les importa un comino. Por más que los eduquemos hasta ponérsenos el rostro morado, por más que intentemos, hasta caer desplomados, hacerlos buenos cristianos, esas noches ninguna señora está segura en su cama". Él me dijo: "Mistress Esrrow, no sé adónde llegaremos". Ssss yo le dije que era una realidad muy cierta.
Mistress Merriweather asintió sabiamente con la cabeza. Su voz se remontó por encima del tintineo de las tazas de café y los suaves ruidos bovinos de las damas mascando los pastelitos.
—Gertrude —dijo—, te aseguro que en esta ciudad hay algunas personas buenas, pero mal encaminadas. Buenas, pero mal encaminadas. Quiero decir, personas de esta ciudad convencidas de que obran bien. Dios me libre de decir quiénes, pero algunas de dichas personas de esta ciudad pensaban que obraban de acuerdo con su deber, hace poco tiempo, y todo lo que hacían era soliviantarlos. Esto es lo que hacían. Quizá pareciese en aquel momento que debía obrarse de aquel modo, estoy segura de que lo sé, pero murrios…, descontentos… Te aseguro que si mi Sophy hubiese continuado igual un día más, la habría dejado marchar. En aquella cabeza de lana que tiene, no ha penetrado la idea de que el único motivo de que la conserve es porque esta depresión continúa y ella necesita su dólar y cuarto todas las semanas que puede ganarlos.
—Su comida no sigue bajando, ¿verdad que no?
Era miss Maudie la que lo había dicho. Dos ligeras líneas habían aparecido en los ángulos de su boca. Hasta entonces estuvo sentada en silencio a mi lado, con la taza da café en equilibrio sobre una rodilla. Yo había perdido el hilo de la conversación hacía rato, y me contentaba pensando en el Desembarcadero de Finch y el río. A tía Alexandra le había salido la cosa al revés: la parte de trabajo de la reunión fue escalofriante; la hora de sociedad, monótona.
—Maudie, estoy segura de que no sé lo que quieres decir —aseguró mistress Merriweather.
—Yo estoy segura de que sí lo sabes —contestó miss Maudie secamente.
Y no dijo más. Cuando miss Maudie estaba enojada, su laconismo era glacial. Algo la había enojado profundamente, y sus ojos grises estaban tan fríos como su voz. Mistress Merriweather se puso colorada, me miró y apartó los ojos. A mistress Farrow no podía verla.
Tía Alexandra se levantó de la mesa y se dio prisa en repartir más golosinas, enzarzando limpiamente a mistress Merriweather y a mistress Gates en animada conversación. Cuando las tuvo bien en marcha, junto con mistress Perkins, tía Alexandra volvió a su puesto y dirigió a miss Maudie una mirada de pura gratitud. Yo me admiré del mundo de las mujeres. Miss Maudie y tía Alexandra no habían sido nunca muy íntimas, pero ahí estaba tiíta dándole las gracias calladamente por algo. Cuál fuese ese algo, no sabía. Me contenté enterándome de que era posible herir lo suficiente a tía Alexandra para que sintiera gratitud por la ayuda que le prestasen. No cabía duda, pronto entraría yo en aquel mundo en cuya superficie unas olorosas damas se mecían lentamente, abanicaban y bebían agua fresca.
Pero me encontraba más a mis anchas en el mundo de mi padre. Personas como mister Heck Tate no le tendían a una la trampa de unas preguntas inocentes para burlarse de ella; ni el mismo Jem exageraba sus censuras a menos que una dijese una estupidez. Las señoras parecían vivir con un ligero horror a los hombres, parecían mal dispuestas a darles el visto bueno de todo corazón. Pero a mi me gustaban. Había algo en ellos, por más que maldijesen, bebiesen, jugasen y mascasen tabaco; por muy poco deleitosos que fuesen, había algo en ellos que me gustaba instintivamente… No eran…
—Hipócritas, mistress Perkins, hipócritas natos —estaba diciendo mistress Merriweather—. Al menos aquí abajo no llevamos el pecado sobre nuestros hombros. Allá arriba la gente les da la libertad, pero no les ves sentados a la mesa con ellos. Al menos nosotros no incurrimos en el engaño de decirles: "Sí, vosotros valéis tanto como nosotros, pero no os acerquéis". Aquí abajo nos limitamos a decir: "Vosotros vivid vuestra vida, y nosotros viviremos la nuestra". Yo creo que aquella mujer, la tal mistress Roosevelt ha perdido el juicio; ha perdido el juicio, ni más ni menos, bajar a Birmingham y querer sentarse con ellos. Si yo hubiese sido alcalde de Birmingham.
Bien, ninguna de nosotras era alcalde de Birmingham, pero yo deseé ser gobernador de Alabama por un día: soltaría a Tom Robinson tan de prisa que la Sociedad Misionera no tendría tiempo de contener el aliento. El otro día Calpurnia le contaba a la cocinera de miss Rachel lo mal que Tom se adaptaba a la situación, y cuando entré en la cocina no dejó de hablar. Calpurnia decía que Atticus no podía hacer nada para mitigar su encierro, y que lo último que Tom dijo a Atticus antes de que lo llevaran al campo penitenciario fue: "Adiós, míster Finch; ahora usted no puede hacer nada en absoluto, de modo que no vale la pena que lo intente". Decía Calpurnia que Atticus le explico que el día que le encerraron en la cárcel, Tom abandonó toda esperanza. Decía que Atticus había intentado exponerle la situación, recomendándole que se esforzase en no perder las esperanzas porque él hacia cuanto podía para conseguir su libertad. La cocinera de miss Rachel le preguntó a Calpurnia por qué Atticus no decía llanamente: "Sí, saldrás libre", sin otras explicaciones…, pues parecía que esto habría dado mucho ánimo a Tom. Calpurnia respondió: "Tú no estas familiarizada con la ley. Lo primero que aprendes si estás en una familia de gente de leyes es que no existe una respuesta concreta para nada. Míster Finch no podía decir: "Esto es así" no sabiendo con seguridad que sería así".
La puerta de la fachada dio un golpe, y oí los pasos de Atticus en el vestíbulo. Automáticamente me pregunté qué hora seria. No era, ni con mucho la de que volviera a casa, aparte de que los días de reunión de la Sociedad Misionera, por lo general, se quedaba en la ciudad hasta ya de noche.
Atticus se paró en la puerta. Tenía el sombrero en la mano, y la cara pálida.
—Dispensen, señoras —dijo—. Sigan con su reunión; no quisiera molestarlas. Alexandra, ¿podrías venir un minuto a la cocina? Me interesa que me prestes a Calpurnia por un rato.
No cruzó el comedor, sino que se fue por el pasillo posterior y entró en la cocina por la puerta trasera. Tía Alexandra y yo nos reunimos con él. La puerta del comedor se abrió y miss Maudie se sumó a nosotros. Calpurnia se había levantado a medias de su silla.
—Cal —dijo Atticus—, quiero que vengas conmigo a casa de Helen Robinson.
—¿Qué pasa? —preguntó tía Alexandra, alarmada por la expresión de la cara de mi padre.
—Tom ha muerto.
Tía Alexandra se cubrió la boca con las manos.
—Le mataron a tiros —explicó Atticus—. Huía. Ocurrió durante el ejercicio físico. Dicen que echó a correr ciegamente, cargando contra la valla, y empezó a trepar por ella. En sus mismas barbas…
—¿No intentaron detenerle? ¿No le avisaron primero? —la voz de tía Alexandra temblaba.
—Ah, sí los guardianes le gritaron que se parase. Primero dispararon al aire; después, a matar. Le acertaron cuando iba a saltar al otro lado. Dijeron que si hubiese tenido los dos brazos buenos lo habría conseguido; tal era la rapidez con que se movía. Diecisiete agujeros de bala en su cuerpo. No era preciso que le tirasen tanto. Cal, quiero que vengas conmigo y me ayudes a dar la noticia a Helen.
—Sí, señor —murmuró ella, buscando por el delantal. Miss Maudie se le acercó y se lo desató.
—Esto es la última barbaridad, Atticus —dijo tía Alexandra.
—Depende de cómo lo mires —contestó él—. ¿Qué era un negro más o menos entre dos centenares? Para ellos no era Tom, era un prisionero que huía.
Atticus se apoyó contra la nevera, se echó las gafas hacia la frente y se frotó los ojos.
—¡Tan buenas posibilidades que teníamos! —exclamó—. Yo le dije lo que pensaba, pero no podía asegurarle honradamente que tuviéramos otra cosa que una buena probabilidad. Me figuro que Tom estaba cansado de las probabilidades de los hombres blancos y prefirió intentar la suya. ¿Estás dispuesta, Cal?
—Sí, míster Finch.
—Entonces, vámonos.
Tía Alexandra se sentó en la silla de Calpurnia y se cubrió la cara con las manos. Permanecía inmóvil, tan inmóvil que temí que se desmayase. Oía la respiración de miss Maudie como si en aquel momento acabase de subir las escaleras. En el comedor las damas charlaban gozosamente…
Pensaba que tía Alexandra estaba llorando, pero cuando se quitó las manos de la cara, vi que no. Parecía cansada. Habló y su voz sonaba abatida.
—No puedo decir que apruebe todo lo que hace, Maudie, pero es mi hermano, y sólo quisiera saber cuándo terminará todo esto —su voz se elevó—. Le hace pedazos. Él no lo manifiesta mucho, pero le hace pedazos. Yo le he visto cuando… ¿Qué más quieren de él, Maudie, qué más quieren?
—¿Qué es ese más y quiénes son los que lo quieren, Alexandra? —preguntó miss Maudie.
—Ésta ciudad, quiero decir. Están perfectamente dispuestos a que Atticus haga lo que ellos tendrían miedo de hacer… Se expondrían a perder una monedita. Están perfectamente dispuestos a permitir que arruine su salud haciendo lo que a ellos les da miedo, están…
—Cállate, pueden oírte —dijo miss Maudie—. ¿No lo has considerado de otro modo, Alexandra? Tanto si Maycomb se da cuenta como si no, estamos rindiendo a Atticus el tributo más grande que podemos rendir a un hombre. Ponemos en él la confianza de que obrará rectamente. Es así, tan sencillo.
—¿Quién? —tía Alexandra no sabía que se convertía en un eco de su sobrino de doce años.
—El puñado de personas de esta ciudad que dicen que el obrar con equidad no lleva la etiqueta de Blancos Exclusivamente; el puñado de personas que dicen que todo el mundo, y no sólo nosotros, tiene derecho a ser juzgado imparcialmente; el puñado de personas con humildad suficiente para pensar, cuando miran a un negro: "De no ser por la bondad de Dios, ése seria yo". —Miss Maudie volvía a recobrar su antiguo aire tajante—: El puñado de personas de esta ciudad que tienen abolengo, éstos son quiénes.
Si yo hubiese estado atenta, habría recogido otra añadidura a la definición de Jem sobre el abolengo, pero me sorprendí sollozando estremecida, sin poder contenerme. Había visto la Granja-Prisión de Enfield y Atticus me había señalado el patio de ejercicios. Tenía las dimensiones de un campo de fútbol.
—Basta de llorar —ordenó miss Maudie, y me callé—. Levántate, Alexandra, las hemos dejado solas bastante rato.
Tía Alexandra se levantó y se alisó los caballones que le formaban las ballenas en las caderas. Luego, se sacó el pañuelo del cinturón y se limpió la nariz.
Arreglándose el cabello con unos golpecitos, preguntó:
—¿Se me nota?
—Nada en absoluto —contestó miss Maudie—. ¿Vuelves a ser dueña de ti, Jean Louise?
—Sí, señora.
—Entonces vamos a reunirnos con las damas —dijo ceñudamente.
Las voces de éstas sonaron más fuertes cuando miss Maudie abrió la puerta del comedor. Tía Alexandra iba delante de mi, y observé que al cruzar la puerta erguía la cabeza.
—¡Oh, mistress Perkins —exclamó—, usted necesita más café! Permita que se lo traiga.
—Calpurnia ha salido por unos minutos a hacer un encargo —anunció miss Maudie—. Permitan que les sirva unas tartitas más de zarzamora. ¿No se han enterado de lo que hizo el otro día un primo mío, aquél que le gusta ir a pescar…?
Y así continuaron, recorriendo la hilera de señoras risueñas, y dieron la vuelta al comedor, llenando otra vez las tazas de café y sirvieron golosinas, como si el único pesar que las afligiera fuese el desastre doméstico pasajero de no contar con Calpurnia.
El suave murmullo empezó de nuevo:
—Sí, mistress Perkins, ese J. Grimes Everett es un santo mártir… Era preciso que se casaran, y corrieron a… En el salón de belleza todos los sábados por la tarde… En cuanto se pone el sol, él se acuesta con las… gallinas, una jaula llena de gallinas enfermas. Fred dice que todo empezó por ahí. Fred dice…
Tía Alexandra me miró desde el otro extremo de la sala y me sonrió. En seguida volvió los ojos hacia una bandeja de pastelillos que había sobre la mesa y me la indicó con un movimiento de cabeza. Yo cogí la fuente con todo cuidado y me contemplé a mí misma acercándome a mistress Merriweather. Con mis mejores maneras de señora de la casa, le pregunté si comería algo. Al fin y al cabo, si tiíta sabía ser una dama en una ocasión como aquélla, también sabía yo.