22

Ahora le tocó a Jem el turno de llorar. Mientras nos abríamos paso entre la alegre multitud, lágrimas de cólera surcaban su cara.

—Esto no es justo —murmuró todo el camino hasta la esquina de la plaza, donde encontramos a Atticus esperando.

Atticus estaba de pie debajo del farol de la calle, con el mismo aspecto que si no hubiese ocurrido nada: llevaba el chaleco abrochado, el cuello y la corbata pulcramente en su sitio, la cadena del reloj lanzaba destellos; volvía a tener su aire impasible de siempre.

—Eso no es justo, Atticus —dijo Jem.

—No, hijo, no es justo.

Nos fuimos a casa.

Tía Alexandra nos esperaba levantada. Llevaba la bata, y yo habría jurado que debajo tenía puesto el corsé.

—Lo siento, hermano —murmuro.

Como hasta entonces no había oído nunca que llamase "hermano" a Atticus, dirigí una mirada furtiva a Jem, pero éste no escuchaba. Levantaba la vista hacia Atticus y después la fijaba en el suelo. Yo me pregunté si en cierto modo consideraba responsable a nuestro padre de que hubieran condenado a Tom Robinson.

—¿Está perfectamente bien? —preguntó tía Alexandra, indicando a Jem.

—Lo estará dentro de poco —respondió Atticus—. Ha sido demasiado fuerte para él. —Nuestro padre suspiró—. Me voy a la cama —dijo—. Si por la mañana no me despierto, no me llaméis.

—Desde el primer momento no consideré prudente permitirles…

—Éste es su país, hermana —respondió Atticus—. Se lo hemos forjado de este modo, y vale la pena que aprendan a aceptarlo tal como es.

—Pero no hay necesidad de que vayan al juzgado a revolcarse en esas cosas…

—Unas cosas que representan el Condado de Maycomb tanto como los tés misionales.

—Atticus… —Los ojos de tía Alexandra manifestaban ansiedad—. Tú eres la última persona que hubiera pensado que podía dejarse amargar por este incidente.

—No estoy amargado, sino solamente cansado. Me voy a la cama.

—Atticus… —dijo Jem con tono abatido.

Atticus, que estaba ya en el umbral, se volvió de cara a nosotros.

—¿Qué hijo?

—¿Cómo han podido hacerlo; cómo han podido?

—No lo sé, pero lo han hecho. Lo hicieron en otras ocasiones anteriores, lo han hecho esta noche y lo harán de nuevo, y cuando lo hacen… parece que sólo lloran los niños. Buenas noches.

Por la mañana todo se presenta siempre mejor. Atticus se levantó a la impía hora de costumbre y estaba en la sala detrás del Mobile Register cuando nosotros entramos con paso tardo. La cara de Jem formulaba la pregunta que sus labios ansiaban expresar en palabras.

—Todavía no es hora de inquietarse —le tranquilizó Atticus cuando pasamos al comedor—. Todavía no hemos terminado. Habrá apelación, puedes darlo por descontado. Santo Dios vivo, Calpurnia, ¿qué es todo esto? —Atticus tenía la mirada fija en plato de desayuno.

—El papá de Tom Robinson le ha enviado ese pollo esta mañana. Yo lo he guisado.

—Dile que me siento orgulloso al recibirlo; apuesto a que en la Casa Blanca no desayunan con pollo. ¿Y esto, que es?

—Bizcochos —contestó Calpurnia—. Estelle, la del hotel, los ha enviado. —Atticus la miró, desorientado, y ella le dijo—: Vale más que salga hasta la cocina y vea lo que hay allá.

Nosotros seguimos detrás de Atticus. La mesa de la cocina estaba cubierta de alimento suficiente para enterrar a toda la familia: grandes pedazos de tocino salado, tomates, habichuelas, hasta racimos de uvas. Atticus sonrió al encontrar un tarro de patas de cerdo en salmuera.

—¿Os parece que tiíta me las dejará comer en el comedor?

Calpurnia dijo:

—Todo esto estaba en las escaleras de la parte trasera cuando llegué aquí esta mañana. Ellos… Ellos aprecian lo que usted hizo, mister Finch. ¿Verdad… verdad que no se están propasando? ¿Verdad que no?

Los ojos de Atticus se llenaron de lágrimas. Durante un momento no abrió los labios.

—Diles que quedo muy agradecido —dijo luego—. Diles… que no vuelvan a hacer eso. Los tiempos están demasiado duros…

Después, Atticus salió de la cocina, pasó al comedor, se excusó con tía Alexandra, se puso el sombrero y se fue a la ciudad.

Al oír las pisadas de Dill en el vestíbulo, Calpurnia dejó el desayuno de Atticus, que continuaba intacto, sobre la mesa. Mientras comía con su mordisco de conejo, Dill nos explicó la reacción de miss Rachel a lo de la noche anterior, que había sido así: si un hombre como Atticus Finch quiere dar cabezazos contra una pared de piedra, suya es la cabeza.

—Yo se lo hubiera explicado todo —gruñó Dill, mordisqueando una pierna de pollo—, pero ella no tenía aspecto de estar para narraciones esta mañana. Ha dicho que estuvo despierta la mitad de la noche preguntándose dónde estaría yo; ha dicho que hubiera encargado al sheriff que me buscase, pero el sheriff se encontraba en el juicio.

—Dill, eso de salir sin decírselo, debes terminarlo —dijo Jem—. Sólo sirve para ponerla peor.

Dill suspiró con paciencia.

—¡Si yo le expliqué, hasta ponérseme la cara morada por falta de aliento, adónde iba! Lo que pasa es que ve demasiadas serpientes en el armario. Apuesto a que esa mujer se bebe una pinta como desayuno todas las mañanas; sé que bebe dos vasos llenos. La he visto.

—No hables de ese modo, Dill —dijo tía Alexandra—. A un niño no le está bien. Es… cínico.

—No es cínico, miss Alexandra. Decir la verdad no es cínico, ¿verdad que no?

—Del modo que tu la dices, sí lo es.

Los ojos de Jem la miraron lanzando destellos, pero dijo a Dill:

—Vámonos. Puedes llevarte ese aro.

Cuando salimos al porche de la fachada, miss Stephanie Crawford estaba atareada explicando el juicio a miss Maudie Atkinson y a míster Avery. Los tres dirigieron una mirada hacia nosotros y continuaron hablando. Jem sacó de la garganta un gruñido de fiera. Yo habría deseado tener un arma.

—A mi me molesta que la gente mayor le mire a uno —dijo Dill—. Le hace sentir a uno como si hubiera hecho algo malo.

Miss Maudie gritó ordenando a Jem Finch que fuese allá.

Jem se levantó con esfuerzo y refunfuñando de la mecedora.

—Iremos contigo —dijo Dill.

La nariz de mis Stephanie se estremecía de curiosidad. Quería saber quién nos había dado permiso para ir al juzgado; ella no nos vio, pero esta mañana corría por toda la ciudad que estábamos en la galería de los negros. ¿Acaso Atticus nos puso allá arriba como una especie de…? ¿No se estaba muy encerrado allí con todos aquéllos…? ¿Entendió Scout todas las…? ¿No nos enfureció ver a nuestro padre derrotado?

—Cállate, Stephanie. —La dicción de mis Maudie tenía carácter de amenaza—. No tengo la mañana disponible para pasarla entera en el porche. Jem Finch, te he llamado para saber si tú y tus colegas estáis en condiciones de comer pastel. Me he levantado a las cinco para hacerlo, de manera que vale más que digáis que sí. Excúsanos, Stephanie. Buenos días, míster Avery.

En la mesa de la cocina de miss Maudie había un pastel grande y dos pequeños. Debía haber habido tres pequeños. No era propio de miss Maudie el olvidarse de Dill, y sin duda nosotros lo manifestamos con la actitud. Pero lo comprendimos cuando cortó una rebanada del pastel grande y se la dio a Jem.

Mientras comíamos, nos dimos cuenta de que aquélla era la manera que tenía miss Maudie de decirnos que por lo que a mí se refería no había cambiado nada. Miss Maudie estaba sentada calladamente en una silla de la cocina, mirándonos. De pronto dijo:

—No te inquietes, Jem. Las cosas nunca están tan mal como aparentan.

Dentro de casa, cuando miss Maudie quería explicar alguna cosa extensa, solía poner los dedos sobre las rodillas y acomodarse el puente de la dentadura. Ahora lo hizo, y nosotros nos quedamos aguardando.

—Quiero deciros sencillamente que en este mundo hay hombres que nacieron para hacer los trabajos desagradables que nos corresponderían a los otros. Vuestro padre es uno de tales hombres.

—Ah, bien —dijo Jem.

—No me vengas con "ah, bien", señorito —replicó miss Maudie, reconociendo los sonidos fatalistas de Jem—; no eres bastante mayor para valorar lo que he dicho.

Jem tenía la mirada fija en su rebanada de pastel, a medio comer.

—Es como ser una oruga dentro del capullo —dijo—. Es como una cosa dormida, abrigada en un sitio caliente. Yo siempre había pensado que la gente de Maycomb era la mejor del mundo; al menos, parecían serlo.

—Somos la gente de más confianza de este mundo —afirmó miss Maudie—. Pocas veces nos llama la vocación para ser verdaderos cristianos, pero cuando nos llama, tenemos hombres como Atticus que salen por nosotros.

Jem sonrió tristemente.

—¡Ojalá el resto del condado creyese eso!

—Te sorprendería el número de personas que lo creemos.

—¿Quién? —Jem levantaba la voz—. En esta ciudad, ¿quién hizo algo por ayudar a Tom Robinson? ¿Quién?

—Sus amigos negros, por una parte, y personas como nosotros. Personas como el juez Taylor. Personas como mister Heck Tate. Deja de comer y empieza a pensar, Jem. ¿No se te ha ocurrido ni un momento que el juez Taylor no designó por casualidad a Atticus para defender a aquel muchacho? ¿Que el juez Taylor quizá tuviera sus razones para nombrarle?

Aquél era un gran pensamiento. Cuando el mismo juzgado había de nombrar defensor, solían confiar los casos a Maxwell Green, el abogado de Maycomb ingresado más recientemente y que necesitaba experiencia. El caso de Tom Robinson correspondía a Maxwell Green.

—Piénsalo bien —estaba diciendo miss Maudie—. No fue un azar. Anoche yo estaba sentada en el porche, esperando. Esperé y volví a esperar hasta que os vi llegar a todos por la acera, y mientras esperaba pensé: "Atticus Finch no ganará, no puede ganar, pero es el único hombre por estas comarcas capaz de tener ocupado tanto rato a un Jurado por un caso como éste". Y me dije: "Bien, estamos dando un paso; no es más que un paso de niño, pero es un paso".

—Hablar de este modo está muy bien…, pero los jueces y los abogados cristianos no pueden reparar el daño de los Jurados paganos —musitó Jem—. En cuanto yo sea mayor…

—Ésa es una cosa que debes decírsela a tu padre —le interrumpió miss Maudie.

Descendimos las frescas escaleras nuevas de miss Maudie hasta sumergirnos en la luz del sol y encontramos a mis Stephanie Crawford y a míster Avery todavía en la tarea. Habían caminado un poco por la acera y estaban de pie delante de la casa de miss Stephanie. Miss Rachel se acercaba a ellos.

—Cuando sea mayor, creo que seré payaso —dijo Dill.

Jem y yo nos paramos en seco.

—Si, señor, payaso —repitió él—. En relación a la gente, no hay cosa alguna en el mundo que pueda hacer si no es reírme; por lo tanto, ingresaré en el circo y me reiré hasta volverme loco.

—Lo tomas al revés, Dill —advirtió Jem—. Los payasos son hombres tristes; es la gente la que se ríe de ellos.

—Bien, yo seré un payaso de una especie nueva. Me plantaré en mitad del círculo y me reiré de la gente. Mirad allá nada más —dijo señalando—. Todos ellos deberían ir montados en escobas. Tía Rachel ya la monta.

Miss Stephanie y miss Rachel nos hacían señas agitando la mano con furia, de un modo que no desmentía la observación de Dill.

—Oh, cielos —suspiró Jem—. Me figuro que sería una grosería no verlas.

Pasaba algo anormal. Mister Avery tenía la cara encarnada a causa de un acceso de estornudos, y cuando nos acercamos por poco nos echa fuera de la acera con un golpe de aire. Miss Stephanie temblaba de excitación, y miss Rachel cogió a Dill por el hombro.

—Vete al patio trasero y quédate allí —le dijo—. Se acerca peligro.

—¿Qué pasa? —pregunté yo.

—¿No lo has oído todavía? Corre por toda la ciudad…

En aquel momento tía Alexandra salió a la puerta y nos llamó, pero llegaba demasiado tarde. Miss Stephanie tuvo el placer de contárnoslo: aquella mañana mister Bob Ewell había parado a Atticus en la esquina de la oficina de Correos, le había escupido en el rostro, y le había dicho que le saldaría las cuentas aunque ello le costara todo lo que le quedaba de vida.