21

Calpurnia se detuvo tímidamente ante la baranda y esperó a que el Juez Taylor se fijase en ella. Llevaba un delantal nuevo y un sobre en la mano.

El juez Taylor la vio y dijo:

—Es Calpurnia, ¿verdad?

—Sí señor —respondió ella—. ¿Tendría la bondad de dejarme entregar esta nota a míster Finch? No tiene nada que ver con… con el juicio.

El juez Taylor movió la cabeza afirmativamente, y Atticus cogió el sobre. Lo abrió, leyó su contenido y dijo:

—Juez yo… Ésta nota es de mi hermana. Dice que mis hijos faltan de casa, no han aparecido por allí desde el mediodía… Yo…, ¿podría usted…?

—Sé dónde están, Atticus. —Era mister Underwood el que había hablado—. Están en la galería de los de color; han estado allí desde la una y dieciocho minutos de la tarde.

Nuestro padre se volvió y levantó la mirada.

—¡Jem, baja de ahí! —llamó.

Luego dijo algo al juez, que no oímos. Nosotros pasamos al otro lado del reverendo Sykes y nos dirigimos hacia la caja de escalera.

Abajo, Atticus y Calpurnia se reunieron con nosotros. Calpurnia parecía irritada; en cambio, Atticus parecía agotado. Jem saltaba de entusiasmo.

—Hemos ganado, ¿verdad que sí?

—No tengo idea —contestó secamente Atticus—. ¿Habéis estado aquí toda la tarde? Marchaos a casa con Calpurnia, cenad… y quedaos allá.

—Oh, Atticus, déjanos volver —suplicó Jem—. Déjanos oír el veredicto, por favor; por favor.

—El Jurado puede salir y volver a entrar al cabo de un minuto, es cosa que no sabemos… —Pero todos adivinamos que estaba cediendo—. Bien, habéis oído todo lo que se ha dicho, tanto da que oigáis el resto. Os diré lo que haremos: cuando hayáis cenado podéis regresar (comed despacio, eh, no perderéis nada importante), y si el Jurado todavía está deliberando, podréis esperar con nosotros. Pero confío en que antes de que regreséis habrá terminado todo.

—¿Crees que le absolverán tan de prisa? —preguntó Jem.

Atticus abrió la boca para contestar, pero la cerró en seguida y nos dejó.

Yo rogaba a Dios que el reverendo Sykes nos guardase los asientos, pero dejé de rezar cuando recordé que mientras el Jurado estaba deliberando la gente se levantaba y salía a riadas; hoy habrían invadido las droguerías, el "café O.K." y el hotel, es decir, a menos que también se hubiesen traído la cena.

Calpurnia nos hizo desfilar hacia casa:

—… Despellejaré a todos y cada uno en vivo. ¡Pensar, Dios mio, que vosotros, niños, habéis escuchado todas aquellas cosas! Míster Jem, ¿no sabe llevar a su hermana a un sitio mejor que a juicio? ¡Cuando lo sepa, no cabe duda, miss Alexandra tendrá un ataque de parálisis! No está bien que los niños oigan… —Las luces de la calle estaban encendidas; cuando pasábamos por debajo de ellas vimos por un momento el indignado perfil de Calpurnia—. Míster Jem, yo pensaba que empezaba a tener la cabeza encima de los hombros… ¡Qué idea, Señor; es su hermanita! ¡Qué idea, Señor! Debería estar perfectamente avergonzado de si mismo… ¿Es que no tiene nada de buen sentido?

Yo rebosaba de gozo. En tan poco rato habían pasado tantas cosas que comprendía que necesitaría años enteros para clasificarlas, y ahora ahí estaba Calpurnia revolcando por el suelo a su adorado Jem… ¿Qué nuevas maravillas traería la velada?

Jem se reía.

—¿No quieres que te lo expliquemos, Cal?

—¡Cierre la boca, señor! Cuando debería bajar la cabeza avergonzado, continúa riendo… —Calpurnia sacó a relucir una serie de amenazas enmohecidas, que suscitaron pocos remordimientos en Jem, y subió a toda prisa las escaleras de la fachada con su clásico—: ¡Si míster Finch no le deja molido a golpes, lo haré yo!… ¡Entre en esa casa, señor!

Jem entró sonriendo, y Calpurnia consintió, con un movimiento mudo, que Dill se quedase a cenar.

—Ahora os vais todos a ver a miss Rachel y le decís dónde estabais —ordenó—. Anda desesperada, buscándoos por todas partes; ten cuidado de que mañana por la mañana lo primero que haga no sea embarcarte para Meridian.

Tía Alexandra salió a nuestro encuentro y por poco se desmaya cuando Calpurnia le dijo dónde estábamos. Me figuro que se dio por ofendida cuando le explicamos que Atticus había dicho que podíamos volver allá, pues durante toda la cena no pronunció ni una palabra. Se limitó a reordenar el alimento en su plato, mirándolo tristemente mientras Calpurnia nos servía a Jem, a Dill y a mí con actitud airada. Mientras iba llenando las tazas de leche y sacaba ensalada de patatas con jamón, repetía en varios grados de apasionamiento:

—Deberíais avergonzaros de vosotros mismos. —Su mandato final fue un—. ¡Y ahora comed despacio!

El reverendo Sykes nos había guardado el puesto. Nos sorprendió comprobar que habíamos estado ausentes cerca de una hora, y nos sorprendió igualmente encontrar la sala del tribunal exactamente como la habíamos dejado, con sólo algunos cambios de poca importancia: el recinto del Jurado estaba vacío; el acusado estaba afuera; también el juez Taylor había salido, pero reapareció cuando nos sentábamos.

—Apenas se ha movido nadie —dijo Jem.

—La gente se ha agitado un poco cuando ha salido el Jurado —explicó el reverendo Sykes—. Los de ahí abajo han traído la cena a sus mujeres, y ellas han alimentado a los pequeños.

—¿Cuánto rato hace que están fuera? —preguntó Jem.

—Unos treinta minutos. Míster Finch y mister Gilmer han dicho algunas cosas, y el juez Taylor ha dirigido la palabra al Jurado.

—¿Cómo ha estado? —inquirió Jem.

—¿Qué ha dicho? Ah, lo ha hecho muy bien. No me quejo nada en absoluto; ha demostrado gran sentido de la equidad. Ha dicho, más o menos: "Si creéis esto habéis de volver con un veredicto, pero si creéis lo otro, habéis de volver con otro". Yo creo que se inclinaba un poco de nuestra parte… —El reverendo Sykes se rascó la cabeza.

Jem sonrió.

—Él no tiene que inclinarse de ninguna parte, reverendo, pero no se inquiete: hemos ganado —dijo con aire de persona enterada—. No veo que ningún Jurado pueda condenar sobre la base de lo que hemos oído…

—No esté tan confiado, míster Jem, no he visto nunca a ningún Jurado decidirse en favor de un negro pasando por encima de un blanco…

Pero Jem recusó las palabras del reverendo Sykes, y nos sometió a un extenso repaso de las pruebas, mezcladas con sus ideas acerca de la ley sobre la violación: no era violación si ella consentía, aunque había de tener dieciocho años —en Alabama, al menos— y Mayella tenía diecinueve. Al parecer, una tenía que dar patadas y gritar, tenía que ser sometida por la fuerza bruta y amarrada al suelo, y era preferible todavía que la dejasen sin sentido de un golpe. Si una tenía menos de dieciocho años, no había de pasar por todo esto.

—Míster Jem —protestó el reverendo Sykes—, no es de buena crianza que las señoritas jóvenes escuchen estas cosas…

—Bah, Scout no sabe de lo que estamos hablando —dijo Jem—. Scout, esto es demasiado de persona mayor para ti, ¿verdad?

—Muy en verdad que no; entiendo todas las palabras que dices.

Quizá tuve un acento demasiado convincente, porque Jem se calló y no volvió a referirse al tema.

—¿Qué hora es, reverendo? —preguntó entonces.

—Cerca de las ocho.

Miré abajo y vi a Atticus deambulando por allí con las manos en los bolsillos. Después de dar una vuelta por las ventanas siguió a lo largo de la baranda hasta el redil del Jurado. Miró al interior, inspeccionó al juez Taylor en su trono, y regresó al punto de partida. Yo capté su mirada y le saludé con la mano. Él correspondió a mi saludo con un movimiento de cabeza, y reanudó el paseo. Míster Gilmer estaba de pie junto a las ventanas, hablando con míster Underwood. Bert, el escribiente del juzgado, estaba fumando en cadena, arrellanado en la silla y con los pies sobre la mesa.

Pero los empleados del tribunal, los que estaban presentes: Atticus, míster Gilmer, el juez Taylor, profundamente dormido y Bert, eran las únicas personas que aparentaban proceder de un modo normal. No he visto jamás una sala de tribunal tan atestada y al mismo tiempo tan quieta. Algunas veces un pequeñín lloraba medroso, y un chiquillo se escabullía al exterior, pero las personas mayores se portaban como si estuvieran en la iglesia. En la galería, los negros permanecían sentados o de pie a nuestro rededor con una paciencia bíblica.

El reloj del edificio sufrió su tirón preliminar y dio la hora, ocho campanadas ensordecedoras que estremecían nuestro esqueleto. Cuando dio once campanadas, yo no sentía nada; cansada de tanto resistir el sueño, me había concedido la libertad de descabezarlo recostada en el cómodo apoyo del brazo y el hombro del reverendo Sykes. Me desperté de una sacudida e hice un sincero esfuerzo por continuar despierta, bajando la vista y concentrando la atención en las cabezas de abajo: había dieciséis que estaban calvas, catorce hombres que podían pasar por pelirrojos, cuarenta cabezas oscilando entre el castaño y el negro, y… entonces recordé una cosa que Jem me había explicado en cierta ocasión, durante un breve período en que se aficionó a los estudios síquicos. Decía Jem que si un número bastante grande de personas —un estadio entero, quizá— concentrase la voluntad en una cosa, como, por ejemplo, en pegar fuego a un bosque, los árboles se encendían espontáneamente. Yo acaricié la idea de pedir a todos los que estaban abajo que concentrasen la voluntad en dejar libre a Tom Robinson, pero pensé que si estaban tan cansados como yo, no saldría bien.

Dill estaba profundamente dormido, la cabeza apoyada en el hombro de Jem, y éste permanecía inmóvil.

—¿No ha pasado mucho tiempo? —le pregunté.

—Sin duda, Scout —dijo muy gozoso.

—Vaya, según lo pintabas tú, habían de bastar cinco minutos.

Jem arqueó las cejas.

—Hay cosas que tú no entiendes —replicó. Yo estaba demasiado fatigada para discutir.

Pero debí de estar razonablemente despierta, de lo contrario no habría recibido la impresión que estaba penetrando dentro de mí. No era muy distinta de una que recibí el invierno precedente, y, a pesar de que la noche era cálida, un escalofrío recorrió mi cuerpo. La sensación fue en aumento hasta que la atmósfera de la sala fue exactamente la misma que en una fría mañana de febrero, cuando los ruiseñores estaban callados y los carpinteros habían dejado de dar martillazos en la casa nueva de miss Maudie, y todas las puertas de madera de la ciudad estaban tan herméticamente cerradas como las de la Mansión Radley. La calle desierta, vacía, aguardando, y la sala del tribunal atestada de gente. Una noche sofocante de verano no difería de una mañana de invierno. Míster Heck Tate, que había entrado en la sala y estaba hablando con Atticus, habría podido llevar sus botas altas y su chaqueta de cuero. Atticus había interrumpido su caminata y apoyaba el pie en el travesaño más bajo de una silla; y mientras escuchaba lo que mister Tate iba diciendo, se pasaba lentamente la mano arriba y abajo del muslo. Yo esperaba que míster Tate diría en cualquier momento: "Lléveselo, míster Finch…

Pero lo que dijo míster Tate fue:

—El tribunal se constituye de nuevo —con una voz que vibraba con tono de autoridad; y, abajo, las cabezas se levantaron con una sacudida.

Míster Tate salió de la sala y regresó con Tom Robinson. Le condujo hasta su puesto al lado de Atticus, y se quedó plantado allí. El juez Taylor se manifestaba de pronto despierto y alerta; estaba sentado con el cuerpo muy erguido, mirando el recinto vacío del Jurado.

Lo que ocurrió después pareció cosa de sueño: en un sueño vi regresar al Jurado, cuyos miembros se movían como nadadores bajo del agua, y la voz del juez Taylor llegaba de muy lejos, y muy tenue. Entonces vi una cosa que sólo podría esperarse que viese, que buscase con la mirada la hija de un abogado, y era como si contemplase a Atticus saliendo a la calle, llevándose la culata del rifle al hombro y apretando el gatillo, pero cómo contemplarle sabiendo todo el rato que el rifle estaba descargado… Un Jurado no mira nunca al acusado al cual acaba de condenar: ninguno de aquellos hombres miró a Tom Robinson. El presidente entregó una hoja de papel a mister Tate, quien la pasó al escribiente, el cual la dio al juez…

Yo cerré los ojos. El juez Taylor estaba leyendo los votos del Jurado:

—Culpable… Culpable… Culpable… Culpable… —Yo pellizqué a Jem; mi hermano tenía las manos blancas de tanto oprimir el larguero de la baranda, y sus hombros sufrían una sacudida como si cada "Culpable" fuese una puñalada nueva que recibiese entre los omoplatos.

El juez Taylor estaba diciendo algo. Tenía el mazo en la mano, pero no lo empleaba. Vi confusamente que Atticus recogía papeles de la mesa y los ponía en su cartera. La cerró de golpe, se acercó al escribiente del juzgado y le dijo algo, saludó a míster Gilmer con una inclinación de cabeza y luego fue adonde estaba Tom Robinson y le susurró unas palabras. Mientras le hablaba le puso la mano en el hombro. Después cogió la chaqueta del respaldo de la silla y se la echó sobre el hombro. A continuación abandonó la sala, pero no por su salida habitual. Sin duda quería marcharse por el camino más corto, porque se puso a caminar con paso vivo por el pasillo central en dirección a la puerta del sur. Mientras avanzaba hacia la salida, yo seguía el movimiento de su cabeza. Él no levantó los ojos.

—¡Miss Jean Louise!

Miré a mi alrededor. Todos estaban de pie. A nuestro alrededor y en la galería de la pared de enfrente, los negros se ponían en pie. La voz del reverendo Sykes sonaba tan distante como la del juez Taylor.

—Miss Jean Louise, póngase de pie. Pasa su padre.