20

—Da la vuelta y ven acá, hijo, tengo algo que te sosegará el estómago.

Como míster Dolphus Raymond era un hombre malo, accedimos su invitación con recelo, pero seguí a Dill. No se por qué motivo no creía que a Atticus le gustase que nos hiciésemos amigos de mister Raymond, y sabía perfectamente que a tía Alexandra no le gustaría.

—Toma —dijo, ofreciendo a Dill su bolsa de papel con las 4 pajas—. Bebe un buen sorbo; esto te sosegará.

Dill dio una chupada a las pajas, sonrió, y luego chupó un largo rato.

—¡Eh, eh! —exclamó míster Raymond, visiblemente complacido de corromper a un chiquillo.

—Dill, ten cuidado ahora —le avisé.

Dill soltó las pajas y sonrió.

—Scout, no es otra cosa que "Coca-Cola".

Míster Raymond se sentó, apoyando el cuerpo en el tronco. Hasta entonces había estado tendido en la hierba.

—Vosotros, chiquillos, no me delataréis ahora, ¿verdad que no? Si lo descubrieseis arruinaríais mi reputación.

—¿Quiere decir que todo lo que bebe de esa bolsa es "Coca-Cola" ¿"Coca-Cola" y nada más?

—Sí, señorita —asintió míster Raymond. Me gustaba el olor que despedía: olor a cuero, caballos y semillas de algodón. Llevaba las únicas botas inglesas de montar que había visto en mi vida—. Es lo único que bebo la mayor parte del tiempo.

—¿Entonces usted únicamente finge que está medio…? Le pido perdón, señor. —Me contuve a tiempo—. No pretendía ser… —Míster Raymond soltó una risita, sin mostrarse nada ofendido, y yo intenté formular una pregunta discreta—: ¿Por qué obra de ese modo?

—Bah…, oh, sí, ¿queréis decir por qué finjo? Es muy sencillo —contestó—. A ciertas personas no les… gusta mi manera de vivir. Bien, yo podría mandarles al diablo, si no les gusta no me importa. Que si no les gusta no me importa, lo digo, en efecto, pero no las mando al diablo, ¿comprendéis?…

Dill y yo contestamos al unísono:

—No, señor.

—Yo procuro proporcionarles una explicación, ya lo veis. La gente se siente satisfecha si puede encontrar una explicación. Si cuando vengo a esta ciudad, que es muy raramente, muy de tarde en tarde, me bamboleo un poco y bebo de esa bolsa, la gente puede decir que Dolphus Raymond es un esclavo del whisky, y por esto no cambia de conducta. No es dueño de sí mismo, por eso vive como vive.

—Pero no está bien, míster Raymond, que se finja más malo de lo que ya es.

—No está bien, pero a la gente le resulta muy útil. Diciéndolo en secreto, miss Finch, yo no soy un gran bebedor, pero ya ves que los demás nunca, nunca sabrían comprender que vivo como vivo porque es de la manera que quiero vivir.

Yo tenía la convicción de que no debía estar allí escuchando a aquel hombre pecaminoso que tenía hijos mestizos y no le importaba que la gente lo supiera, pero le encontraba fascinador. Jamás había topado con un ser que deliberadamente quisiera desacreditarse a sí mismo. Pero ¿cómo nos había confiado su secreto más escondido? Le pregunté la causa.

—Porque vosotros sois niños y podéis comprenderlo —dijo—, y porque he oído a ése… —Y con un ademán de cabeza indicó a Dill—. Las cosas del mundo no le han pervertido el instinto todavía. Deja que se haga un poco mayor y ya no sentirá asco ni llorará. Quizá se le antoje que las cosas no están… del todo bien, digamos, pero no llorará; cuando tenga unos años más, ya no.

—¿Llorar por qué, míster Raymond? —La masculinidad de Dill empezaba a dar fe de vida.

—Llorar por el infierno puro y simple en que unas personas hunden a otras… sin detenerse a pensarlo tan sólo. Llorar por el infierno en que los hombres blancos hunden a los de color, sin pensar que también son personas.

—Atticus dice que estafar a un hombre de color es diez veces peor que estafar a un blanco —murmuró—. Dice que es lo peor que se puede hacer.

—No creo que lo sea —replicó míster Raymond—. Miss Jean Louise, tú no sabes que tu padre no es un hombre corriente, tardarás unos años todavía en compenetrarte de este hecho; no has visto aún bastante mundo. No has visto ni siquiera esta ciudad, pero todo lo que tienes que hacer es volver a entrar en el edificio del juzgado.

Lo cual me recordó que nos estábamos perdiendo casi todo el interrogatorio del acusado por parte de míster Gilmer. Levanté los ojos hacia el sol y vi que se hundía rápidamente detrás de los tejados de los almacenes de la parte oeste de la plaza. Entre dos fuegos, no sabía sobre cuál saltar: si míster Raymond, o el Tribunal del Quinto Distrito Judicial.

—Ven, Dill —dije—. ¿Te sientes bien ahora?

—Si. Encantado de haberle conocido, míster Raymond, y gracias por la bebida; ha sido un gran remedio.

Retrocedimos a toda prisa hacia el edificio del juzgado, subimos las escaleras corriendo y nos abrimos paso avanzando junto a la baranda de la galería. El reverendo Sykes nos había guardado los asientos.

La sala estaba callada; una vez más me pregunté dónde estarían los niños de pecho. El cigarro del juez Taylor era una mancha parda en el centro de su boca; míster Gilmer estaba escribiendo en uno de los cuadernos amarillos de su mesa, tratando de aventajar al escribiente del juzgado, cuya mano se movía rápidamente.

—Truenos —murmuré—, nos lo hemos perdido.

Atticus estaba a la mitad de su discurso al Jurado. Sin duda había sacado de su cartera, que reposaba al lado de la silla, unos papeles, pues ahora los tenía sobre la mesa. Tom Robinson estaba jugueteando con ellos.

—… Ausencia de toda prueba corroborativa, este hombre ha sido acusado de un delito capital y en estos momentos se le juzga, del fallo depende su vida…

Di un codazo a Jem.

—¿Cuánto rato lleva hablando?

—Ha hecho un repaso de las pruebas, nada más —susurró Jem—, ganaremos. No veo ninguna posibilidad de que no ganemos. Ha invertido en ello cinco minutos. Lo ha presentado todo tan claro y sencillo como… como si yo te lo hubiese explicado a ti. Hasta tu lo habrías entendido.

—¿Míster Gilmer le ha…?

—Ssstt. Nada nuevo; lo corriente. Ahora cállate.

Otra vez miramos abajo. Atticus hablaba con soltura, con misma naturalidad indiferente que cuando dictaba una carta. Paseaba arriba y abajo, despacio, delante del Jurado, y los miembros de éste parecían atentos: tenían las cabezas levantadas y seguían a Atticus con una expresión que parecía de aprecio. Me figuro que se debía a que Atticus no hablaba con voz tonante.

Atticus se interrumpió y luego hizo una cosa que no solía hacer. Se quitó el reloj y la cadena y los dejó encima de la mesa, diciendo:

—Con el permiso de la sala…

El juez Taylor asintió con la cabeza, y entonces Atticus hizo algo que no le he visto hacer nunca antes ni después, ni en público ni en privado: se desabrochó el chaleco y el cuello de la camisa, se aflojó la corbata y se quitó la chaqueta. Jamás se aflojaba ni una prenda de ropa hasta que se desnudaba para acostarse, y para Jem y para mí aquello era como si estuviera delante de nosotros desnudo. Mi hermano y yo nos miramos horrorizados.

Atticus se puso las manos en los bolsillos, y mientras se acercaba de nuevo al Jurado vi el botón de oro del cuello de su camisa y las puntas de su lápiz y de su pluma centellando a la luz.

—Caballeros —dijo, Jem y yo nos volvimos a mirar: Atticus habría podido decir del mismo modo: "Scout". Su voz había perdido la aridez, el tono indiferente, y hablaba con el Jurado como si fuese un grupo de hombres en la esquina de la oficina de Correos.

—Caballeros —iba diciendo—, seré breve, pero querría emplear el tiempo que me queda con ustedes para recordarles que este caso no ofrece dificultades, no requiere un tamizado minucioso de hechos complicados, pero sí exige que ustedes estén seguros, más allá de toda duda razonable, de la culpabilidad del acusado. Para empezar, diré que este caso no debía haber sido llevado ante un tribunal. Es un caso tan simple como lo blanco y lo negro.

"La acusación no ha presentado ni la más mínima prueba médica de que el crimen que se atribuye a Tom Robinson tuviera lugar jamás. En vez de ello se ha apoyado en las declaraciones de dos testigos cuyo testimonio no sólo ha quedado en grave entredicho al interrogarles la defensa, sino que ha sido llanamente rechazado por el acusado. El acusado no es culpable, pero hay alguien en esta sala que lo es.

"No tengo en el corazón otra cosa que pena por la testigo principal de la acusación, pero mi piedad no llega hasta el punto de admitir que ponga en juego la vida de un hombre, cosa que ella ha hecho en un esfuerzo por librarse de su propia culpa.

"He dicho culpa, caballeros, porque la culpa fue lo que la impulsó. La testigo no ha cometido ningún delito; simplemente, ha roto un código de nuestra sociedad, rígido y sancionado por el tiempo, un código tan severo que todo el que lo desprecia es expulsado de nuestro medio como inadecuado para vivir en nuestra compañía. La testigo es víctima de una pobreza y una ignorancia crueles, pero no puedo compadecerla: es blanca. Ella conocía bien la enormidad de su delito, pero como sus deseos eran más fuertes que el código que estaba rompiendo, persistió en romperlo. Persistió, y su reacción subsiguiente pertenece a una especie que todos hemos visto en una u otra ocasión. Hizo una cosa que todos los niños han hecho: trató de apartar de sí la prueba de su delito. Pero en este caso no se trataba de un niño escondiendo contrabando robado: quiso herir a su víctima; sentía la necesidad de apartarlo de si; había que quitarlo de su presencia, de este mundo. Ella había de destruir la prueba de su crimen.

"¿Cuál era la prueba de su crimen? Tom Robinson, un ser humano. La testigo había de alejar de sí a Tom Robinson. Tom Robinson le recordaría todos los días lo que había hecho. Pero ¿qué hizo? Tentar a un negro.

"Ella es blanca, y tentó a un negro. Hizo una cosa que en nuestra sociedad no tiene explicación: besó a un hombre negro. No un tío anciano, sino a un negro joven y vigoroso. Ningún código le importaba antes de quebrarlo, pero luego cayó sobre ella con fuerza.

"Su padre lo vio, y el acusado ha dicho cuáles fueron sus palabras. ¿Qué hizo su padre? No lo sabemos, pero hay pruebas circunstanciales que indican que Mayella Ewell fue golpeada salvajemente por una persona que pegaba casi exclusivamente con la izquierda. Sabemos en parte lo que hizo míster Ewell: hizo lo que todo hombre blanco respetable, perseverante y temeroso de Dios habría hecho en aquellas circunstancias: firmó una denuncia, sin duda con la mano izquierda, y aquí está Tom Robinson sentado ante ustedes, habiendo prestado juramento con la única mano buena que posee, la derecha.

"Y un negro tan callado, humilde, respetable, que cometió la inexcusable temeridad de "sentir pena" por una mujer blanca, ha tenido que poner su palabra contra la de dos personas blancas. No necesito recordarles a ustedes el modo cómo éstas se han presentado y conducido en el estrado; lo han visto por sí mismos. Los testigos de la acusación, exceptuando al sheriff del Condado de Maycomb, se han presentado ante ustedes, caballeros, ante este tribunal, con la cínica confianza de que nadie dudaría de su testimonio, confiados en que ustedes, caballeros, compartirán con ellos la presunción (la malvada presunción) de que todos los negros mienten, de que todos los negros son fundamentalmente seres inmorales, que no se puede dejar con el espíritu tranquilo, a ningún negro cerca de nuestras mujeres, una presunción que uno asocia con mentes de su calibre.

"Lo cual, caballeros, sabemos que es una mentira tan negra como la piel de Tom Robinson, una mentira que no tengo que hacer resaltar ante ustedes. Ustedes saben la verdad, y la verdad es que algunos negros mienten, algunos negros son inmorales, algunos negros no merecen la confianza de estar cerca de las mujeres… blancas o negras. Pero ésta es una verdad que se aplica a toda la especie humana y no a una raza particular de hombres. No hay en esta sala una sola persona que jamás haya dejado de decir una mentira, que nunca haya cometido una acción inmoral, y no hay un hombre vivo que siempre haya mirado a una mujer sin deseo.

Atticus hizo una pausa y sacó el pañuelo. Luego se quitó las gafas y las limpió. Nosotros vimos otra cosa "nueva": nunca le habíamos visto sudar; era uno de esos hombres cuyos rostros jamás transpiran, y en cambio ahora tenía la piel húmeda.

"Una cosa más, caballeros, antes de que termine. Thomas Jefferson dijo una vez que todos los hombres son creados igual, una frase que a los yanquis y al mundo femenino de la rama ejecutiva de Washington les gusta soltarnos. En este año de gracia de 1935 ciertas personas tienden a utilizar esa frase en un sentido literal, aplicándola a todas las situaciones. El ejemplo más ridículo que se me ocurre es que las personas que rigen la educación pública favorecen a los vagos y tontos junto con los laboriosos; como todos los hombres son creados iguales, les dirán gravemente los educadores, los niños que se quedan atrás sufren terribles sentimientos de inferioridad. Sabemos que no todos los hombres son creados iguales en el sentido que algunas personas querrían hacernos creer; unos son más listos que otros, unos tienen mayores oportunidades porque les vienen de nacimiento, unos hombres ganan más dinero que otros, unas mujeres guisan mejor que otras, algunas personas nacen mucho mejor dotadas que el término medio de los seres humanos.

"Pero hay una cosa en este país ante la cual todos los hombres son creados iguales; hay una institución humana que hace a un pobre el igual de un Rockefeller, a un estúpido el igual de un Einstein, y al hombre ignorante, el igual de un director de colegio. Ésta institución, caballeros, es un tribunal. Puede ser el Tribunal Supremo de Estados Unidos, o el Juzgado de Instrucción más humilde del país, o este honorable tribunal que ustedes componen. Nuestros tribunales tienen sus defectos, como los tienen todas las instituciones humanas, pero en este país nuestros tribunales son los grandes niveladores, y para nuestros tribunales todos los hombres han nacido iguales.

"No soy un idealista que crea firmemente en la integridad de nuestros tribunales ni del sistema de jurado; esto no es para mi una cosa ideal, es una realidad viviente y operante. Caballeros, un tribunal no es mejor que cada uno de ustedes, los que están sentados delante de mí en este Jurado. La rectitud de un tribunal llega únicamente hasta donde llega la rectitud de su Jurado, y la rectitud de un Jurado llega sólo hasta donde llega la de los hombres que lo componen. Confío en que ustedes, caballeros, repasarán sin pasión las declaraciones que han escuchado, tomarán una decisión y devolverán este hombre a su familia. En nombre de Dios, cumplan con su deber.

La voz de Atticus había descendido, y mientras se volvía de espaldas al Jurado dijo algo que no entendí. Lo dijo más para si mismo que al tribunal.

—¿Qué ha dicho? —le pregunté a Jem, dándole un codazo.

—"En nombre de Dios, creedle", eso creo que ha dicho.

Dill levantó el brazo súbitamente por delante de mí y dio tirón a Jem.

—¡Mirad allá!

Seguimos la dirección de su índice con el corazón abatido. Calpurnia avanzaba por el pasillo central, yendo directamente adonde estaba Atticus.