Thomas Robinson cruzó el brazo derecho hacia el otro costado, pasó la mano debajo del izquierdo y lo levantó. Guió el brazo hacia la Biblia, y la mano izquierda, que era como de goma, buscó el contacto de la oscura encuadernación. Mientras levantaba la derecha, la mano inútil se deslizó fuera de la Biblia y fue a golpear la mesa del escribiente. Estaba intentándolo de nuevo cuando el juez Taylor murmuró:
—Ya basta, Tom.
Tom pronunció el juramento y fue a sentarse en la silla de los testigos. Con toda rapidez, Atticus le introdujo a explicarnos que tenía veinticinco años de edad; estaba casado y tenía tres hijos; se había visto en apuros con la justicia anteriormente: en una ocasión hubo de cumplir treinta días por conducta desordenada.
—Muy desordenada hubo de ser —dijo Atticus—. ¿En qué consistió el desorden?
—Me peleé con otro hombre, quería darme una cuchillada.
—¿Lo consiguió?
—Sí, señor, un poco, no lo bastante para hacerme daño —contestó Tom con su inglés dialectal de negro—. Ya ve usted, yo…
Tom movió el hombro izquierdo.
—Sí —respondió Atticus—. ¿Les condenaron a los dos?
—Sí, señor. Yo tuve que cumplir condena porque no pude pagar la multa. El otro pudo pagar la multa que le pusieron.
Dill se inclinó por delante de mí y preguntó a Jem qué estaba haciendo Atticus. Jem contestó que Atticus estaba demostrando al Jurado que Tom no tenía nada que ocultar.
—¿Conocía usted a Mayella Violet Ewell? —preguntó Atticus.
—Sí, señor, pasaba por delante de su casa todos los días yendo y viniendo del campo.
—¿Del campo de quién?
—Recojo algodón para míster Link Deas.
—¿Estaba cosechando algodón en noviembre?
—No, señor, en otoño e invierno trabajo en su patio. Trabajo fijo para él todo el año; tiene muchos nogales y otras cosas.
—Dice usted que pasaba por delante de la casa de los Ewell para ir y volver del trabajo. ¿No se puede ir por otro camino?
—No, señor; que yo sepa, ninguno más.
—Tom, ¿le hablaba alguna vez la muchacha?
—Pues sí, señor, al pasar, yo me quitaba el sombrero, y un día me pidió que entrase en el cercado e hiciese pedazos un armario.
—¿Cuándo le pidió que partiese el… el armario?
—Fue la primavera pasada, míster Finch. Lo recuerdo porque era la época de partir leña, y yo llevaba una azada. Yo le dije que no tenía más que aquella azada, y me contestó que ella tenía un hacha. Me dio el hacha y yo hice pedazos el armario. Entonces me dijo: "Me figuro que debo darle una moneda de cinco centavos, ¿verdad?" Y yo le dije: "No, señorita, no le cobro nada". Entonces me fui a casa. Míster Finch, esto era la primavera del año pasado, hace más de un año.
—¿Entró en la finca otras veces?
—Sí, señor.
—¿Cuándo?
—Pues, muchas veces.
El juez Taylor cogió instintivamente el mazo, pero dejó caer la mano. El murmullo levantado debajo de nosotros murió sin que hubiera de intervenir.
—¿En qué circunstancias?
—¿Qué quiere decir, señor?
—¿Porqué entró en el cercado muchas veces?
La frente de Tom Robinson se serenó.
—Ella me lo pedía, señor. Por lo visto, siempre que yo pasaba por allí tenía algún pequeño trabajo que encargarme: partir leña, traerle agua… Ella regaba todos los días aquellas flores rojas…
—¿Le pagaba sus servicios?
—No, señor; después de haberme ofrecido una moneda el primer día, no. Yo lo hacía muy contento; parecía que míster Ewell no la ayudaba en nada, como tampoco los pequeños, y yo sabía que no podía ahorrar dinero.
—¿Dónde estaban los otros hijos?
—Siempre estaban por los alrededores, por la finca. Algunos miraban cómo trabajaba; otros salían a la ventana.
—¿Solía hablar con usted miss Mayella?
—Si, señor, hablaba conmigo.
Mientras Tom Robinson prestaba declaración se me ocurrió pensar que Mayella Ewell debía de ser la persona más solitaria del mundo. Era aún más solitaria que Boo Radley, que no había salido de casa en veinticinco años. Cuando Atticus le preguntó si tenía amigos, pareció que ella no entendía lo que quería decir; luego pensó que se burlaba. Era un ser tan triste como lo que Jem llamaba un niño mestizo: los blancos no querían contacto con ella porque vivía entre cerdos; los negros no querían contacto con ella porque era blanca. No podía vivir como míster Dolphus Raymond, que prefería la compañía de los negros, porque no poseía toda una orilla del río ni pertenecía a una familia antigua y distinguida. De los Ewell nadie decía: "Es su estilo, simplemente", Maycomb les regalaba cestos de Navidad, dinero de Beneficencia… y el dorso de la mano. Tom Robinson era, probablemente, la única persona que la había tratado jamás con afecto. No obstante, ella dijo que la había forzado, y cuando él se puso de pie le miró como si fuese el polvo que pisaban sus zapatos.
Atticus interrumpió mis meditaciones.
—¿Entró alguna vez en la propiedad de los Ewell, puso el pie en la finca de los Ewell sin una invitación expresa de uno de ellos?
—No, señor, míster Finch, nunca lo hice.
Atticus decía a veces que la manera de adivinar si un testigo mentía o decía la verdad consistía en escuchar, más bien que en mirar. Yo apliqué la prueba: Tom negó tres veces de un solo tirón, pero sosegadamente, sin asomo de gimoteo en su voz; y me sorprendí creyéndole, a pesar de que hubiese negado demasiado. Parecía un negro respetable, y un negro respetable jamás entraría en el patio de nadie por su propia decisión.
—Tom, ¿qué le sucedió la tarde del veintiuno de noviembre del año pasado?
Abajo, los espectadores inspiraron profundamente, todos a una, e inclinaron el cuerpo adelante. Detrás de nosotros, los negros hicieron lo mismo.
Tom tenía el color del terciopelo negro, pero no brillante, sino de terciopelo blanco. El blanco de los ojos brillantes en medio de su cara, y al hablar veíamos destellos de sus dientes. Si no hubiese estado mutilado, habría sido un hermoso ejemplar de hombre.
—Mister Finch —dijo—, aquella tarde volvía a casa como costumbre, y cuando pasé por delante de la de los Ewell, miss Mayella estaba en el porche, como ella mismo ha dicho. Parecía haber un gran silencio, pero yo no comprendía bien por qué. Estaba estudiando el porqué, mientras iba caminando, cuando ella me dijo que entrase y la ayudase un minuto. Bien, entré en el cercado y me puse a mirar si había leña que partir, pero no vi ninguna, y ella me dijo: "No, tengo un poco de trabajo para ti dentro de casa. La vieja puerta está fuera de sus goznes y el otoño se acerca a grandes pasos". Yo le dije: "¿Tiene usted un destornillador, miss Mayella?" Ella contestó que si, tenía uno. Bien, subí las escaleras y ella me indicó con el ademán que entrase; yo entré en el cuarto de la fachada y examiné la puerta. Dije: "Mis Mayella, esta puerta está perfectamente bien". La moví adelante y atrás, y los goznes estaban bien. Entonces ella cerró la puerta ante mis propias narices. Míster Finch, yo me estaba preguntando cómo había tanto silencio, y de pronto me di cuenta de que no había ni un solo niño en la casa; no había ni uno, y le pregunté a miss Mayella: "¿Donde están los niños?"
La piel de terciopelo negro de Tom había empezado a brillar: el acusado se pasó la mano por la cara.
Dije: "¿Dónde están los niños?" —continuó—, y ella me dijo (estaba riendo, o lo parecía), ella me dijo que se habían ido todos a la ciudad a comprar mantecados. Me dijo: "Me ha costado un año bisiesto el reunir las monedas suficientes, pero lo he conseguido. Están todos en la ciudad".
La incomodidad de Tom no venía del sudor.
—¿Qué dijo usted entonces, Tom? —preguntó Atticus.
—Dije algo así como: "Caramba, ha hecho usted muy bien, miss Mayella, invitándoles". Y ella dijo: "¿Lo crees así?" No creo que entendiese lo que yo estaba pensando; yo quería decir que había hecho bien ahorrando de aquel modo para darles un gusto.
—Le comprendo, Tom. Siga —dijo Atticus.
—Bien… yo dije que sería mejor que continuase mi camino, que no podía serle útil, pero ella dijo que si; yo le pregunté en qué, y ella me dijo que subiese en aquella silla de allá y le alcanzase una caja que había encima del armario.
—¿No era el mismo armario que usted partió? —preguntó Atticus?
El testigo sonrió.
—No, señor, otro. Casi tan alto como el techo. Así pues, hice lo que me pedía, y estaba levantando el brazo para alcanzar la caja cuando, sin que me hubiera dado cuenta, ella me… me había abrazado las piernas; se me había abrazado a las piernas, míster Finch. Me asustó tanto que bajé de un salto y tumbé la silla; aquélla fue la única cosa, el único mueble que quedó fuera de sitio en el cuarto cuando me marché, míster Finch. Lo juro ante Dios.
—¿Qué pasó luego que usted hubo volcado la silla?
Tom Robinson había llegado a un punto muerto. Miró a Atticus, luego al Jurado, luego a míster Underwood, sentado al otro lado de la sala.
—Tom, usted ha jurado decir toda la verdad. ¿Quiere decirla?
Tom se pasó la mano por la boca con gesto nervioso.
—¿Qué ocurrió después de aquello?
—Conteste la pregunta —dijo el juez Taylor. Un tercio de su cigarro había desaparecido.
—Míster Finch, al saltar de la silla me volví y ella se me echo encima.
—¿Se le echó encima? ¿Violentamente?
—No, señor, me… me abrazó. Me abrazó por la cintura.
Ésta vez el mazo del juez Taylor se abatió con estrépito, al mismo tiempo que se encendían las luces de la sala. La oscuridad no había llegado todavía, pero el sol se había apartado de las ventanas. El juez Taylor restableció rápidamente el orden.
—¿Qué hizo luego la muchacha?
El testigo estiró el cuello con dificultad.
—Se puso de puntillas y me besó en un lado de la cara. Dijo que no había besado nunca a un hombre adulto y que lo mismo daba que besase a un negro. Dijo que lo que le hiciese su padre no importaba. Dijo: "Devuélveme el beso, negro". Yo dije: "Miss Mayella, déjeme salir de aquí", y probé de echar a correr, pero ella se apuntalaba de espaldas en la puerta y hubiera tenido que empujarla. No tenía intención de hacerle ningún daño, míster Finch, y le dije que me dejase pasar, pero en el momento en que se lo decía, míster Ewell se puso a gritar por la ventana.
—¿Qué dijo?
Tom Robinson cerró los ojos, apretando los párpados.
—Decía: "¡So puta maldita, te mataré".
—¿Qué pasó entonces?
—Míster Finch, yo corrí tan de prisa que no sé lo que pasó.
—Tom, ¿usted no violó a Mayella Ewell?
—No, señor.
—¿No le hizo ningún daño en ningún sentido?
—No, señor.
—¿Se resistió a sus requerimientos?
—Lo intenté, míster Finch. Intenté resistir sin portarme mal con ella, no quería empujarla ni hacerle ningún daño.
A mí se me antojó que, a su manera, Tom tenía tan buenos modales como Atticus. Hasta que mi padre me lo explicó más tarde, no comprendí lo delicado del caso en que se encontraba Tom: bajo ninguna circunstancia habría osado pegar a una mujer blanca, cierto de que si lo hacía no viviría mucho tiempo; por ello aprovechó la primera oportunidad para huir corriendo: signo seguro de culpabilidad.
—Tom, retroceda una vez más a míster Ewell —dijo Atticus—. ¿Le dijo algo a usted?
—Nada en absoluto, señor. Es posible que luego dijera algo, pero yo no estaba allí…
—Con esto basta —dijo Atticus—. ¿Qué oyó usted? ¿A quién estaba hablando él?
—Míster Finch, él estaba hablando y mirando a miss Mayella.
—¿Entonces usted echó a correr?
—Eso es lo que hice, señor.
—¿Por qué corrió?
—Tenía miedo, señor.
—¿Por qué tenía miedo?
—Míster Finch, si usted fuese negro, como yo, también lo habría tenido.
Atticus se sentó. Mister Gilmer se encaminaba hacia el estrado de los testigos, pero antes de que llegase allí, mister Link Deas se levantó de entre los espectadores y anunció:
—Quiero nada más que todos ustedes sepan una cosa desde este mismo momento. Ése muchacho ha trabajado ocho años para mí y no me ha dado ni el más pequeño disgusto. Una sombra.
—¡Cierre la boca, señor! —el juez Taylor estaba perfectamente despierto y rugiendo. Tenía, además, la cara encarnada. Por milagro, el cigarro no constituía el menor estorbo para su palabra—. ¡Link Deas —gritó—, si tiene usted algo que decir puede decirlo bajo juramento y en el momento adecuado pero hasta entonces salga de esta sala! ¿Me oye? Salga de esta sala, señor, ¿me oye? ¡Que me cuelguen si tengo que volver a ocuparme de este caso!
Los ojos del juez Taylor lanzaban puñales contra Atticus, como retándole a que dijera algo, pero Atticus había bajado la cabeza y reía sobre su regazo. Yo recordé un comentario que había hecho acerca de que las observaciones ex cátedra del juez Taylor salían a veces de los límites del deber, pero que pocos abogados protestaban por ellas. Miré a Jem, pero éste movió la cabeza negativamente.
—Esto no es lo mismo que si se levantase un miembro del Jurado y tomase la palabra —dijo—. Pienso que entonces sería diferente, Mister Link no ha hecho otra cosa que alterar el orden, o algo por el estilo.
El juez Taylor ordenó al escribiente que suprimiera todo lo que hubiese escrito, si había escrito algo, después de "Míster Finch, si usted fuese negro, como yo, también lo habría tenido", y dijo al Jurado que pasara por alto la interrupción. Fijó la mirada con recelo hacia el fondo del pasillo central y esperó, supongo, que Míster Link Deas se marchase definitivamente. Luego dijo:
—Adelante, míster Gilmer.
—¿Le impusieron treinta días por conducta desordenada, Robinson? —preguntó míster Gilmer.
—Sí, señor.
—¿Qué aspecto tenía el negro cuando usted lo dejó?
—El me pegó, míster Gilmer.
—Pero a usted lo condenaron, ¿verdad?
Atticus levantó la cabeza.
—Fue un delito de mala conducta y figura en los archivos, juez —me pareció que su voz denotaba cansancio.
—El testigo debe responder, a pesar de todo —replicó el juez Taylor con idéntica fatiga.
—Sí, señor, me pusieron treinta días.
Yo comprendí que míster Gilmer quería sinceramente hacer notar al Jurado que toda persona que hubiera sufrido condena por conducta desordenada era muy fácil que hubiese albergado en su pecho el propósito de atropellar a Mayella Ewell, que era el único argumento que le interesaba. Argumentos de tal especie siempre producían impresión.
—Robinson, usted se desenvuelve sobradamente bien para desmenuzar armarios y partir leña con una mano, ¿verdad?
—Sí, señor, eso creo.
—¿Es bastante fuerte para cortarle la respiración a una mujer y arrojarla al suelo?
—Eso no lo he hecho nunca, señor.
—¿Pero es bastante fuerte para hacerlo?
—Creo que sí, señor.
—Hacía mucho tiempo que tenía el ojo puesto en esa joven ¿verdad que sí, muchacho?
—No, señor, nunca la había mirado.
—Entonces, era usted terriblemente cortés al partir tantas cosas y transportar tantos pesos por ella, ¿no es cierto?
—Sencillamente, trataba de ayudarla, señor.
—Era usted extraordinariamente generoso, porque después de la jornada corriente tenía cosas que hacer en casa, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Por qué no las hacía, en lugar de preocuparse de las de Ewell?
—Hacía las unas y las otras, señor.
—Debía de estar muy ocupado. ¿Por qué?
—¿Qué quiere decir ese por qué, señor?
—¿Por qué tenía tanto afán por hacer las tareas de aquella mujer?
Tom titubeó buscando una respuesta.
—Como dije, parecía que no había nadie que la ayudase…
—¿Con míster Ewell y siete niños en la casa, muchacho?
—Bien, yo dije que parecía como si no la ayudasen nada…
—Muchacho, ¿usted se entretenía partiendo leña y haciendo todos aquellos trabajos por pura bondad?
—Procuraba ayudarla, como he dicho.
Mister Gilmer sonrió al Jurado.
—Por lo visto es usted un sujeto muy bueno. ¿Hacía todo aquello sin pensar en cobrar ni un penique?
—Sí, señor. Ella me daba mucha compasión, parecía poner más empeño que todos los demás…
—¿A usted le daba compasión ella; a usted le daba compasión ella? —míster Gilmer parecía dispuesto a elevarse hasta el techo.
El testigo comprendió su error y se revolvió desazonado en la silla. Pero el mal estaba hecho. Debajo de nosotros, la respuesta de Tom Robinson no gustó a nadie. Míster Gilmer hizo una larga pausa para dejar que fuese penetrando.
—He ahí que usted pasó por delante de la casa, como de costumbre, el veintiuno de noviembre pasado —dijo luego—, y ella le pidió que entrase y le hiciese pedazos un armario.
—No, señor.
—¡Niega que pasara por delante de la casa?
—No, señor; ella dijo que tenía que hacerle algo dentro de la casa…
—Ella dice que le pidió que le partiese un armario, ¿no es eso?
—No, señor, no lo es.
—Entonces, ¿usted dice que miente, muchacho?
Atticus se había puesto de pie, pero Tom Robinson no le necesitó.
—Yo no digo que mienta, míster Gilmer, digo que está en una confusión.
—¿Míster Ewell no le hizo huir corriendo de la casa, muchacho?
—No, señor, no lo creo.
—No lo creo… ¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que no me quedé el rato suficiente para que me hiciera huir corriendo.
—Es muy franco sobre este punto. ¿Por qué huyó tan de prisa?
—He dicho que tenía miedo, señor.
—Si tenía la conciencia limpia, ¿por qué tenía miedo?
—Como he dicho antes, no era conveniente para un negro encontrarse en un… compromiso como aquél.
—Pero usted no estaba en un compromiso; usted ha declarado que resistía las insinuaciones de miss Ewell. ¿Tenía tanto miedo de que ella le hiciese algún daño, que corrió, siendo un varón fornido como es?
—No, señor, tenía miedo de verme en el Juzgado, como me veo ahora.
—¿Miedo de que le detuvieran? ¿Miedo de tener que enfrentarse con lo que hizo?
—No, señor; miedo de tener que enfrentarme con lo que no hice.
—¿Se muestra descarado conmigo, muchacho?
—No, señor; no me he propuesto serlo.
Esto fue todo lo que oí del interrogatorio a que procedió míster Gilmer, porque Jem me obligó a sacar fuera a Dill. Por no se qué motivo, Dill se había puesto a llorar y no podía dejarlo; calladamente al principio, pero luego varias personas de la galería oyeron sus sollozos. Jem dijo que si no me iba con él, me obligaría, y como el reverendo Sykes también insistió en que saliera, así lo hice.
—¿No te sientes bien? —le pregunté después.
Dill procuró dominarse mientras bajábamos corriendo las escaleras. En el peldaño superior estaba míster Link Deas.
—¿Ocurre algo, Scout? —preguntó cuando pasamos por su vera.
—No, señor —contesté volviendo la cabeza—. Dill está enfermo… Vámonos allá, debajo de los árboles —le dije a Dill—, calor se te ha puesto en el cuerpo, me figuro.
Escogimos una encina y nos sentamos debajo.
—Es que no podía sufrir a aquel hombre —explicó Dill.
—¿A quién, a Tom?
—Al viejo aquél de míster Gilmer que le trataba de aquel modo, que le hablaba de una manera tan odiosa…
—Es su misión, Dill. Mira, si no tuviésemos fiscales… Bueno, podríamos tener abogados defensores, calculo.
Dill suspiró pacientemente.
—Sé todas esas cosas, Scout. Era su manera de hablar lo que me ha dado náuseas; me ha puesto malo de veras.
—Tiene que obrar de aquel modo, Dill, estaba inte…
—No obraba así cuando…
—Dill, aquéllos eran los testigos suyos.
—Ea, míster Finch no se portaba igual con Mayella y el viejo Ewell cuando los interrogaba. ¡El tono con que aquel hombre llamaba continuamente "muchacho" al negro y se mofaba de él, volvía la vista hacia el Jurado cada vez que contestaba…!
—Bien, Dill al fin y al cabo no es más que un negro.
—No me importa un comino. No es justo, sea como fuere es injusto tratarlos de aquel modo…
—Es el estilo de míster Gilmer, Dill; a todos los trata así. Tú no le has visto ensañarse de veras con alguno todavía. Vaya, cuando… mira, a mi se me antojaba que hoy míster Gilmer no ponía ni la mitad de esfuerzo. A todos los tratan de aquel modo; la mayoría de abogados, quiero decir.
—Míster Finch no lo hace.
—Atticus no sigue la regla general, Dill, él es… —Estaba tratando de buscar en la memoria una frase aguda de miss Maudie Atkinson. Ya la tenía—: Atticus es lo mismo en la sala del juzgado que en la vía pública.
—No es esto lo que quiero decir —objetó Dill.
—Sé lo que quieres decir, muchacho —exclamó una voz detrás de nosotros. Pensábamos que había salido del tronco detrás de nosotros. Pertenecía a míster Dolphus Raymond—. No es que tengas el cutis demasiado fino, es sencillamente que te da asco, ¿verdad?