18

Pero alguien estaba retumbando de nuevo. ¡Mayella Violet Ewell…!

Una muchacha joven se encaminó hacia el estrado de los testigos. Mientras levantaba la mano y juraba decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y que Dios la ayudase, parecía tener un aspecto un tanto frágil, pero cuando se sentó de cara a nosotros en el sillón de los testigos se convirtió en lo que era: una muchacha de cuerpo macizo, acostumbrada a los trabajos penosos. En el Condado de Maycomb era fácil distinguir a los que se bañaban con frecuencia de los que se lavaban una vez al año: míster Ewell tenía un aspecto escaldado, como si un lavado intempestivo le hubiese despojado de las capas protectoras de suciedad; su cutis parecía muy sensible a los elementos. Mayella, en cambio, tenía el aire de esforzarse en conservarse limpia, y yo me acordé de la fila de geranios del patio de los Ewell.

Míster Gilmer pidió a Mayella que contase al Jurado, con sus propias palabras, lo que había ocurrido al atardecer del veintiuno de noviembre del año anterior, con sus propias palabras, se lo rogaba.

Mayella continuó sentada en silencio.

—¿Dónde estaba usted al atardecer de aquel día? —empezó míster Gilmer con toda paciencia.

—En el porche.

—¿En qué porche?

—No tenemos más que uno, el de la fachada.

—¿Qué hacía usted en el porche?

—Nada.

El juez Taylor intervino:

—Explíquenos lo que ocurrió, simplemente. ¿Puede hacerlo, verdad que sí?

Mayella le miró con ojos muy abiertos y estalló en llanto. Se cubrió la cara con las manos y se puso a sollozar. El juez Taylor la dejó llorar un rato, y luego, le dijo:

—Basta por el momento. No tema a ninguno de los presentes, con tal de que diga la verdad. Todo esto a usted le resulta extraño, lo sé, pero no tiene que avergonzarse de nada ni temer nada. ¿Qué es lo que le asusta?

Mayella dijo algo detrás de las manos.

—¿Qué era? —preguntó el juez.

—Él —sollozó la muchacha, señalando a Atticus.

—¿Mister Finch?

Mayella movió la cabeza vigorosamente, afirmando:

—No quiero que haga conmigo como ha hecho con papá, a quien ha probado de hacer pasar por zurdo…

El juez Taylor se rascó el blanco y espeso cabello. Era obvio que no se había enfrentado nunca con un problema de aquella clase.

—¿Cuántos años tiene usted? —preguntó.

—Diecinueve y medio —dijo Mayella.

El juez Taylor carraspeó para aclararse la voz y trató, aunque sin éxito, de hablar con tonos apaciguadores.

—Míster Finch no tiene el propósito de asustarla —dijo—, y si lo tuviera, aquí estoy yo para impedírselo. Para esto y para otras cosas estoy sentado aquí. Ahora usted ya es una chica mayor, enderece pues el cuerpo y cuéntenos la…, cuéntenos lo que le pasó. Sabe contarlo, ¿verdad que sí?

Yo le susurré a Jem:

—¿Tiene buen sentido esa chica?

Jem miraba oblicuamente hacia el estrado de los testigos.

—No sabría decirlo todavía —contestó—. Tiene el sentido suficiente para conseguir que el juez la compadezca, pero podría ser nada más… Ah, no sé, no sé.

Apaciguada, Mayella dirigió una última mirada de terror a Atticus y dijo a míster Gilmer:

—Pues, señor, yo estaba en el porche y… y llegó él y, vea usted, había en el patio un armario viejo que papá había traído con el fin de partirlo para leña… Papá me había dicho que lo partiese yo mientras él estaba en el bosque, pero yo no me sentía bastante fuerte, y en esto él pasó por allí…

—¿Quién en ese "él"?

Mayella señaló a Tom Robinson.

—Habré de pedirle que sea más explícita, por favor —dijo mister Gilmer—. El escribiente no puede anotar los gestos suficientemente bien.

—Aquél de allá —dijo la muchacha—. Robinson.

—¿Qué pasó entonces?

—Yo dije: "Ven acá, negro, y hazme pedazos de ese armario, tengo una moneda para ti". Él podía hacerlo fácilmente, en verdad que podía. Él entró en el patio, y yo entré en casa para ir a buscar los cinco centavos, pero volví la cabeza y antes de que me diera cuenta, él se me había echado encima. Había subido corriendo tras de mí, de ahí lo que había hecho. Me cogió por el cuello maldiciéndome y diciendo palabras feas… Yo luché y grité, pero él me tenía por el cuello. Me golpeó una y otra vez…

Míster Gilmer aguardó a que Mayella recobrase la compostura. La muchacha había retorcido el pañuelo hasta convertirlo en soga mojada de sudor: cuando lo desplegó para secarse la cara era una masa de arrugas producidas por sus manos calientes. Mayella esperaba que mister Gilmer le hiciese otra pregunta, pero al ver que no se la hacía, dijo:

—… me echó al suelo, me tapó la boca y se aprovechó de mí.

—Usted, ¿gritaba? —preguntó mister Gilmer—. ¿Gritaba y se resistía?

—Ya lo creo que sí; gritaba todo lo que podía, daba patadas y gritaba con toda mi fuerza.

—¿Qué sucedió entonces?

—No lo recuerdo demasiado bien, pero de lo primero que me di cuenta, luego, fue de que papá estaba en el cuarto preguntando a voces quién lo había hecho, quién había sido. Entonces casi me desmayé y después vi que míster Tate me levantaba del suelo y me acompañaba hasta el cubo del agua.

Al parecer, la narración había dado confianza a Mayella, aunque no era una confianza desvergonzada como la de su padre. Mayella tenía una audacia furtiva, era como un gato con la mirada fija y la cola enroscada.

—¿Dice usted que luchó con él con toda la energía que pudo? ¿Combatió con las uñas y los dientes? —preguntó míster Gilmer.

—En verdad que sí —contestó Mayella.

—¿Está segura de que él se aprovechó de usted hasta el mayor extremo?

La faz de la muchacha se contrajo: yo temí que se pondría a llorar de nuevo. Pero en vez de llorar, respondió:

—Hizo lo que se había propuesto hacer.

Míster Gilmer rindió tributo al calor del día secándose la cabeza con la mano.

—Basta por el momento —dijo placenteramente—, pero no se mueva de ahí. Espero que ese gran malvado de míster Finch quiera hacerle algunas preguntas.

—El Estado no ha de predisponer a la testigo contra el defensor del acusado —murmuró, minucioso, el juez Taylor—, al menos no en este momento.

Atticus se puso de pie sonriendo, pero en lugar de acercarse al estrado de los testigos, se desabrochó la chaqueta y hundió los pulgares en el chaleco; luego cruzó la sala caminando despacio hasta las ventanas. Miró al exterior, sin que pareciese interesarle especialmente lo que veía; en seguida retrocedió y se encaminó hacia el estrado de los testigos. Por mi experiencia de largos años, pude adivinar que trataba de llegar a una decisión sobre algún punto determinado.

—Miss Mayella —dijo sonriendo—, durante un rato no trataré de asustarla; todavía no. Conozcámonos bien, nada más. ¿Cuántos años tiene?

—He dicho que tenía diecinueve; se lo he dicho al señor juez.

Mayella indicó a la presidencia con un movimiento resentido de cabeza.

—Si lo ha dicho, si lo ha dicho, señorita. Tendrá que ser tolerante conmigo, miss Mayella; voy entrando en años y no tengo tan buena memoria como solía. Es posible que le pregunte algunas cosas que ha dicho ya, pero usted me responderá, ¿verdad que sí? Bien.

Yo no sabía ver nada en la expresión de la muchacha que justificase la presunción de Atticus de que se había conquistado su franca y entusiasta colaboración. Mayella le miraba furiosa.

—No contestaré a una sola palabra suya mientras usted siga burlándose de mí —replicó.

—¿Señorita? —inquirió Atticus, pasmado.

—Mientras usted siga haciendo burla de mí.

El juez Taylor intervino diciendo:

—Míster Finch no se burla de usted. ¿Qué le pasa?

Mayella miró a Atticus con los párpados bajos, pero contestó al juez:

—Mientras me llame señorita y diga miss Mayella. No admito este descaro, y no estoy aquí para soportarlo.

Atticus reanudó el paseo hacia la ventana y el juez Taylor se encargó de resolver el incidente. El juez Taylor no tenía una figura que moviese nunca a compasión, a pesar de lo cual sentí pena por él, mientras trataba de explicar:

—Éste es el estilo de míster Finch, sencillamente. Hace años y años que trabajamos juntos en este juzgado, y míster Finch se muestra siempre cortés con todo el mundo. No trata de burlarse de usted, sino de ser cortés. Es su manera de proceder —el juez se recostó en el sillón—. Atticus, sigamos con el procedimiento, Y que conste en el escrito que nadie ha tratado con descaro a la testigo.

Yo me pregunté si alguien la había llamado "señorita" o "miss Mayella" en toda su vida; probablemente no, pues a ella le ofendía la cortesía habitual. ¿Qué diablos de vida llevaba? Pronto lo averigüé.

—Usted dice que tiene diecinueve años, —empezó de nuevo Atticus—. ¿Cuántos hermanos y hermanas tiene? —preguntó al mismo tiempo que se apartaba de las ventanas.

—Siete —contestó ella. Y yo me pregunté si todos eran igual que el ejemplar que había visto en la escuela.

—¿Es usted la mayor? ¿La de más edad?

—Si.

—¿Cuánto tiempo hace que ha muerto su madre?

—No lo sé; mucho tiempo.

—¿Ha ido alguna vez a la escuela?

—Leo y escribo tan bien como papá.

—¿Cuánto tiempo fue a la escuela?

—Dos años…, tres años… No lo sé.

Lenta, pero claramente, empecé a ver la trama del interrogatorio. Con unas preguntas que míster Gilmer no consideró bastante intrascendentes o inmateriales para protestar de ellas, Atticus estaba levantando sosegadamente ante el Jurado el cuadro de vida de familia de los Ewell. El Jurado se enteró de los hechos siguientes: el cheque de la Beneficencia que recibían los Ewell distaba mucho de bastar para alimentar a la familia, existiendo, además, la fundada sospecha de que, de todos modos, papá lo gastaba en bebida; a veces pasaba fuera de casa días enteros remojándose el gaznate, y volvía enfermo; el tiempo raramente estaba lo bastante frío para requerir zapatos, pero cuando lo estaba uno podía hacérselos muy elegantes con pedazos de cubiertas viejas de coche; la familia traía el agua en cubos de un manantial que nacía en un extremo del vaciadero (los alrededores del manantial los limpiaban de basura), y en lo tocante a la limpieza, cada uno daba de sí mismo: el que quería lavarse había de traerse el agua; los niños menores estaban resfriados continuamente y sufrían picores crónicos; había una señora que iba allá alguna que otra vez y preguntaba a Mayella por qué no asistían a la escuela; la tal señora anotó la respuesta: con dos miembros de la familia que sabían leer y escribir, no era preciso que los demás aprendiesen; papá los necesitaba en casa.

—Miss Mayella —dijo Atticus, a despecho de sí mismo— siendo una muchacha de diecinueve años, usted debe de tener amigos. ¿Quiénes son sus amigos?

—¿Amigos?

—Sí, ¿no conoce a nadie de su edad, o mayor, o más joven? Amigos corrientes, sencillamente.

La hostilidad de Mayella, que había descendido hasta una neutralidad refunfuñante, se inflamó de nuevo.

—¿Otra vez mofándose de mí, míster Finch?

Atticus dejó que la pregunta de la chica sirviera de respuesta a la suya.

—¿Ama usted a su padre, miss Mayella? —inquirió luego.

—Amarle…, ¿qué quiere decir?

—Quiero decir si se porta bien con usted, si es un hombre con quien se convive sin dificultad.

—Se porta tolerablemente, excepto cuando…

—¿Excepto cuándo?

Mayella miró a su padre, sentado en una silla que inclinaba hacia la baranda. Él irguió el cuerpo y esperó la respuesta.

—Excepto nada —respondió ella—. He dicho que se porta tolerablemente.

Míster Ewell se recostó otra vez en la silla.

—¿Excepto cuando bebe? —preguntó Atticus con tal dulzura que Mayella movió la cabeza asintiendo.

—¿Se mete alguna vez con usted?

—¿Qué quiere decir?

—Cuando está… irritado, ¿la ha pegado alguna vez?

Mayella miró a su alrededor, bajó la vista hacia el escribiente y la levantó hacia el juez.

—Responda a la pregunta, miss Mayella —ordenó el juez.

—Mi padre no me ha tocado un pelo de la cabeza en toda la vida —declaró ella con fuerza—. Nunca me ha tocado.

A Atticus se le habían deslizado un poco las gafas, y volvió a subírselas.

—Hemos tenido una conversación interesante para conocernos bien, miss Mayella; ahora creo será mejor que nos ocupemos del caso presente. Usted ha dicho que pidió a Tom Robinson que entrara a partirle un…, ¿qué era aquello?

—Un armario ropero, un armario viejo con un costado lleno de cajones.

—¿Conocía usted bien a Tom Robinson?

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir si usted sabía quién era, dónde vivía.

Mayella asintió.

—Sabía quién era, pasaba por delante de nuestra casa todo los días.

—¿Era aquélla la primera vez que usted le pedía que pasase al otro lado de la valla?

La pregunta hizo dar un leve salto a Mayella. Atticus estaba realizando su lenta peregrinación hacia las ventanas, como la había realizado todo el rato: hacía una pregunta y, luego, miraba fuera, esperando la respuesta. No vio el salto involuntario de la muchacha, pero me pareció que sabía que se había movido. Entonces se volvió y enarcó las cejas.

—¿Era…? —empezó de nuevo.

—Si, lo era.

—¿No le había pedido nunca, anteriormente, que entrase en el cercado?

Ahora ella estaba preparada.

—No, ciertamente que no.

—Con un no, hay bastante —le dijo serenamente Atticus—. ¿No le había pedido nunca anteriormente que le hiciese algún trabajo extraordinario?

—Es posible que sí —concedió Mayella—. Había por allí varios negros.

—¿Puede recordar alguna otra ocasión?

—No.

—Muy bien; pasemos ahora a lo que ocurrió. Usted ha dicho que Tom Robinson estaba detrás cuando usted se volvió, ¿no es cierto?

—Sí.

—Usted ha dicho que la cogió por el cuello maldiciendo y pronunciando palabras feas, ¿no es cierto?

—Sí, es cierto.

La memoria de Atticus se había vuelto muy fiel.

—Usted ha dicho: "Me echó al suelo, me tapó la boca y se aprovechó de mí" ,¿es cierto?

—Eso es lo que he dicho.

—¿Recuerda si le pegó en la cara?

La testigo vaciló.

—Usted parece muy segura de que él la asfixiaba. Todo aquel tiempo usted se resistía luchando, recuérdelo. Usted "daba patadas y gritaba tan fuerte como podía". ¿Recuerda si le pegaba en la cara?

Mayella seguía callada. Parecía estar tratando de poner algo en claro para sí misma. Por un momento pensé que estaba empleando la estratagema de míster Heck Tate y mía de imaginar que teníamos una persona delante. En seguida dirigió una mirada a míster Gilmer.

—Es una pregunta sencilla, miss Mayella, de modo que lo intentaré otra vez. ¿Recuerda si le pegó en la cara? —la voz de Atticus había perdido su acento agradable; ahora hablaba en su tono profesional, árido e indiferente—. ¿Recuerda si le pegó en la cara?

—No, no recuerdo si me pegó. Quiero decir que sí lo recuerdo; me pegó.

—¿La respuesta de usted es la última frase?

—¿Eh? Sí, me pegó…, no, no lo recuerdo, no lo recuerdo… ¡Todo ocurrió tan de prisa!

El juez Taylor miró severamente a Mayella.

—No llore, joven —empezó.

Pero Atticus dijo:

—Déjela llorar, si le gusta, señor juez. Tenemos todo el tiempo que se precise.

Mayella dio un bufido airado y miró a Atticus.

—Contestaré todas las preguntas que tenga que hacerme… Póngame aquí arriba y mófese de mí, ¿quiere? Contestaré todas las preguntas que me haga…

—Esto está muy bien —dijo Atticus—. Quedan sólo unas cuantas más. Para no ser aburrido, miss Mayella, usted ha declarado que el acusado le pegó, la cogió por el cuello, la asfixiaba y se aprovechó de usted. Quiero que esté segura de si acusa al verdadero culpable. ¿Quiere identificar al hombre que la violó?

—Sí, quiero, es aquél de allá.

Atticus se volvió hacia el acusado.

—Póngase en pie, Tom. Deje que miss Mayella le mire larga y detenidamente. ¿Es éste el hombre, miss Mayella?

Los hombros poderosos de Tom Robinson se dibujaban debajo de la delgada camisa. El negro se puso de pie y permaneció con la mano derecha apoyada en el respaldo de la silla. Parecía sufrir una extraña falta de equilibrio, aunque ello no venía de la manera de estar de pie. El brazo izquierdo le colgaba, muerto, sobre el costado, y lo tenía unas buenas doce pulgadas más corto que el derecho, terminado en una mano pequeña, encogida, y hasta desde un punto tan distante como la galería pude ver que no podía utilizarla.

—Scout —dijo Jem—. ¡Mira! ¡Reverendo, es manco!

El reverendo Sykes se inclinó y le susurró a Jem:

—Se la cogió en una desmotadora de algodón (en la de míster Dolphus Raymond) cuando era muchacho… Parecía que iba a morir desangrado…, la máquina desprendió todos los músculos de los huesos…

—¿Es ése el hombre que la violó a usted?

—Muy ciertamente, lo es.

La pregunta siguiente de Atticus constó de una sola palabra:

—¿Cómo?

Mayella estaba rabiosa.

—No sé cómo lo hizo, pero lo hizo… He dicho que todo ocurrió tan de prisa que yo…

—Veamos, consideremos esto con calma… —empezó Atticus. Pero mister Gilmer le interrumpió con una protesta: Atticus se entretenía en cosas irrelevantes, sin importancia, pero estaba intimidando con la mirada a la testigo.

El juez Taylor soltó la carcajada instantáneamente.

—Oh, siéntese, Horace, no hace cosa parecida. En todo caso la testigo es la que está intimidando con la mirada a Atticus.

El juez Taylor era la única persona de la sala que reía.

—Veamos —dijo Atticus—, usted, miss Mayella, ha declarado que el acusado la asfixiaba y le pegaba; no ha dicho que se hubiese deslizado detrás de usted y la hubiese dejado sin sentido de un golpe, sino que usted se volvió y allí estaba él… —Atticus se encontraba detrás de su mesa y acentuó sus palabras pegando los nudillos sobre la madera—. ¿Desea reconsiderar algún punto de sus declaraciones?

—¿Quiere que diga algo que no ocurrió?

—No, señorita, quiero que diga algo que sí le ocurrió. Cuéntenos una vez más, por favor, ¿qué sucedió?

—He contado ya lo que sucedió.

—Usted ha declarado que se volvió y allí estaba él. ¿Entonces la cogió por el cuello?

—Sí.

—¿Luego le soltó el cuello y la golpeó?

—Ya he dicho que si.

—¿Le puso morado el ojo izquierdo con un golpe del puño derecho?

—Yo me agaché y… y el puño vino como una exhalación. Es lo que pasó. Me agaché, y vino otra vez —por fin Mayella había visto la luz.

—Ahora, de pronto, usted se expresa de un modo muy concreto sobre este punto. Hace un rato no lo recordaba demasiado bien, ¿verdad que no?

—He dicho que me había golpeado.

—De acuerdo. Él la cogió por el cuello, la golpeó y, luego la violó. ¿Es así?

—Es así muy ciertamente.

—Usted es una muchacha fuerte, ¿qué hacía?, ¿estar allí nada más?

—Le he dicho que gritaba y luchaba —replicó la testigo.

Atticus levantó el brazo y se quitó las gafas, volvió el ojo bueno, el derecho, hacia la testigo y la sometió a un diluvio de preguntas. El juez Taylor intervino diciendo:

—Una pregunta cada vez, Atticus. Dé ocasión a la testigo de contestar.

—Muy bien, ¿por qué no echó a correr?

—Lo intenté…

—¿Lo intentó? ¿Quién se lo impidió?

—Yo…, él me arrojó al suelo. Esto es lo que hizo, me arrojó al suelo y se echó sobre mí.

—¿Usted estaba chillando continuamente?

—Ciertamente que si.

—Entonces, ¿cómo no la oyeron los otros hijos? ¿Dónde estaban? ¿En el vaciadero?

No hubo respuesta.

—¿Dónde estaban?… ¿Cómo no los hicieron acudir a toda prisa los gritos de usted? El vaciadero está más cerca que el bosque, ¿no es verdad?

Ninguna respuesta.

—¿O no chilló usted hasta que vio a su padre en la ventana? Hasta entonces no se acordó de chillar, ¿verdad?

Ninguna respuesta.

—¿Quién le dio la paliza? ¿Tom Robinson o su padre de usted?

Sin respuesta.

—¿Qué vio su padre en la ventana, el delito de violación, o la mejor defensa para el mismo? ¿Por qué no dice la verdad, niña? ¿No fue Bob Ewell el que la pegó?

Cuando Atticus se alejó de Mayella tenía un aspecto como si le doliera el estómago, pero la cara de la testigo era una mezcla de terror y de furia. Atticus se sentó con aire fatigado.

De súbito, Mayella recobró el uso de la palabra.

—Tengo que decir una cosa —dijo.

—¿Quiere explicarnos lo que ocurrió? —pidió Atticus.

Pero ella no oyó el tono de compasión de sus palabras.

—Tengo que decir una cosa, y luego no diré nada más. Aquél negro de allá se aprovechó de mí, y si ustedes, distinguidos y elegantes caballeros, no quieren hacer nada por remediarlo, es que son un puñado de cobardes hediondos, cobardes hediondos todos ustedes. Sus elegantes modales no significan nada; su "señorita" y su "miss Mayella" no significan nada, míster Finch…

Entonces estalló en lágrimas de verdad. Sus hombros se movían sacudidos por enojados sollozos. E hizo honor a su palabra. No contestó a ninguna otra pregunta, ni cuando míster Gilmer intentó ponerla de nuevo en vereda. Me figuro que si no hubiese sido tan pobre e ignorante, el juez Taylor la habría recluido en la cárcel por el desprecio con que había tratado a toda la sala. De todos modos, Atticus la había herido de una determinada forma que yo no comprendía claramente; pero lo hizo sin sentir el menor placer. Se quedó sentado con la cabeza inclinada; y jamás he visto a nadie fijar una mirada de odio tan profundo como la que le dirigió Mayella cuando bajó del estrado.

Cuando míster Gilmer anunció al juez Taylor que el fiscal del Estado descansaba, el juez contestó:

—Ya es hora de que descansemos todos. Nos concederemos diez minutos.

Atticus y míster Gilmer se encontraron delante de la presidencia, se dijeron algo en voz baja y salieron de la sala por una puerta que había detrás del estrado de los testigos, lo cual fue una señal para que todos nos desencogiésemos. Yo descubrí que había estado sentada en el borde del largo banco y tenía las piernas un poco dormidas. Jem se puso de pie y bostezó, Dill siguió su ejemplo, y el reverendo Sykes se seco la cara en el sombrero. La temperatura era de unos dulces noventa grados[8], nos dijo.

Míster Braxton Underwood, que había estado todo el rato callado en una silla reservada para la Prensa, absorbiendo declaraciones con la esponja de su cerebro, permitió que sus ojos cáusticos rondaran un momento por la galería de los negros, y nos vio. Dio un bufido y desvió la mirada.

—Jem —dije yo—, míster Underwood nos ha visto.

—Es igual. No se lo dirá a Atticus, sólo lo pondrá en las notas de sociedad de la Tribune.

Luego se volvió hacia Dill, explicándole, supongo, los puntos más delicados del juicio: pero yo no fui capaz más que de preguntarme cuáles serian. No había habido largas discusiones entre Atticus y míster Gilmer sobre ningún punto; míster Gilmer parecía llevar la acusación casi con renuencia; a los testigos los habían conducido de la rienda como a borriquitos, con pocas protestas. Pero Atticus nos había dicho en cierta ocasión que en la sala del juez Taylor el abogado que se limitara a construir su defensa estrictamente sobre las declaraciones acababa recibiendo instrucciones estrictas de la presidencia. Y me especificó que esto quería decir que por más que el juez Taylor pudiera dar la sensación de perezoso y de actuar durmiendo, raras veces se dejaba desencaminar. Atticus decía que el juez Taylor era un buen juez.

Poco después, regresó el juez y se acomodó en su sillón giratorio. En seguida sacó un cigarro del bolsillo de la chaqueta y lo examinó minuciosamente.

—A veces venimos a observarle —expliqué—. Ahora tiene tarea para el resto de la tarde. Fíjate —sin advertir que le observaban desde arriba, el juez Taylor se desembarazó de la punta cortada, echó el resto con movimiento experto hacia los labios e hizo: "¡Fluck!", y acertó tan bien en una escupidera que oímos el chapoteo del agua.

—Apuesto a que escupiendo bolitas de papel mascado era imbatible —murmuró Dill.

Por lo común, un descanso significaba un éxodo general; en cambio aquel día la gente no se movía. Hasta los ociosos, que no habían conseguido que otros hombres más jóvenes sintieran vergüenza y les cedieran los asientos, se habían quedado de pie, arrimados a las paredes. Me figuro que míster Heck había reservado el cuarto de aseo para los empleados del Juzgado.

Atticus y míster Gilmer volvieron también, y el juez Taylor miró su reloj de bolsillo.

—Pronto darán las cuatro —dijo.

Afirmación intrigante, porque el reloj del edificio tenía que haber dado las campanadas de la hora al menos dos veces. Yo no las había oído, ni había percibido sus vibraciones.

—¿Procuraremos dejarlo resuelto esta tarde? ¿Qué le parece Atticus?

—Creo que podremos —contestó mi padre.

—¿Cuántos testigos tiene?

—Uno.

—Pues llámelo.