—Jem —pregunté—, ¿están los Ewell sentados allá abajo?
—Cállate —contestó—. Míster Heck Tate está prestando declaración.
Míster Tate se había vestido para la solemnidad. Llevaba un traje corriente, que, en cierto modo, le hacia parecerse a todos los demás hombres. Sus botas altas, su chaqueta de cuero y su cinturón repleto de balas habían desaparecido. Desde aquel momento dejó de causarme espanto. Sentado en la silla de los testigos, tenía el cuerpo inclinado adelante, las manos enlazadas entre las rodillas, y escuchaba atentamente al fiscal del distrito.
Al fiscal, un tal míster Gilmer, no le conocíamos bien. Era de Abbottsville; le veíamos únicamente cuando se convocaba el tribunal, y no en todas las ocasiones, porque a Jem y a mi los asuntos del juzgado nos interesan muy poco. Hombre calvo y de cara lisa, su edad podía oscilar entre los cuarenta y los sesenta años. Aunque se encontraba de espaldas a nosotros, sabíamos que tenía un ojo ligeramente desviado, defecto del que sacaba ventaja: parecía estar mirando a una persona, cuando en realidad no era así, y de este modo atormentaba a los miembros del jurado y a los testigos. El jurado, creyéndose observado minuciosamente, fijaba la atención; y lo mismo hacía el testigo, con igual convencimiento.
—Con sus propias palabras, míster Tate —estaba diciendo mister Gilmer.
—Pues bien —contestó míster Tate, manoseando sus gafas y como si hablara a sus rodillas—, me llamaron…
—¿Podría explicárselo al jurado, míster Tate? Gracias. ¿Quién le llamó?
Míster Tate continuó:
—Vino a buscarme Bob… Míster Bob Ewell, el de allá, una noche…
—¿Qué noche, señor?
—Fue la noche del veintiuno de noviembre. Salía en aquel momento de la oficina cuando Bob… Míster Ewell llegó, muy excitado el hombre, y me dijo que fuese a su casa en seguida, que un negro había violado a su hija…
—¿Acudió usted?
—En efecto. Subí al coche y me fui allá todo lo de prisa que pude.
—¿Y qué encontró?
—Encontré a la muchacha tendida en el suelo en el centro cuarto de la fachada; el que hay a la derecha entrando. La había golpeado de lo lindo, pero yo la puse en pie; ella se lavó la cara en un cubo de un rincón y dijo que se sentía bien. Le pregunté quién la había atacado y me dijo que había sido Tom Robinson.
El juez Taylor, que parecía absorto en sus uñas, levantó la vista como si esperase una objeción; pero Atticus continuó callado.
—… Le pregunté si la había golpeado de aquel modo, y ella respondió que sí. En consecuencia, me fui a casa de Robinson y lo llevé allá. Ella le identificó como el agresor, y yo entonces lo detuve. Esto es todo lo que hubo.
—Gracias —dijo míster Gilmer.
—¿Alguna pregunta, Atticus? —inquirió el juez.
—Sí —respondió mi padre. Estaba sentado detrás de su mesa; tenía la silla desviada hacia un lado, las piernas cruzadas y un brazo descansado sobre el respaldo de la silla—. ¿Llamó a un médico sheriff? ¿Llamó alguien a un médico? —preguntó Atticus.
—No, señor —contestó míster Tate.
—¿No llamaron a un médico?
—No, señor —repitió míster Tate.
—¿Por qué no? —La voz de Atticus tenía un tono cortante.
—Le diré por qué no lo llamé. No era necesario, míster Finch. A la muchacha la habían aporreado de un modo terrible. Algo había pasado, era obvio.
—¿Pero no llamó a un médico? Mientras usted estuvo allí, llamó alguien a alguno, fue a buscarlo, o le llevó a la muchacha?
—No, señor…
—Ha contestado la pregunta tres veces, Atticus. No llamó al médico —advirtió el juez.
Atticus dijo:
—Quería asegurarme bien, señor juez. —Y el juez sonrió.
La mano de Jem, que reposaba sobre la baranda de la galería, se crispó alrededor de su apoyo. Mi hermano contuvo repentinamente la respiración. Al mirar abajo y no ver una reacción correspondiente, me pregunté si Jem quería mostrarse teatral. Dill miraba sosegadamente, y lo mismo el reverendo Sykes, sentado a un lado.
—¿De qué se trata? —inquirí, sin obtener más que un seco:
—Ssshhitt!
—Sheriff —estaba diciendo Atticus—, usted afirma que la habían aporreado de un modo terrible. ¿De qué manera?
—Pues…
—Describa sus lesiones, nada más, Heck.
—Pues, le habían golpeado en la cabeza, por todas partes. En sus brazos aparecían ya unos morados; aquello había tenido lugar unos treinta minutos antes…
—¿Cómo lo sabe?
Míster Tate sonrió.
—Lo siento, es lo que ellos me dijeron. Sea como fuere, cuando llegué allá estaba llena de magulladuras, y se le ponía un ojo amoratado.
—¿Qué ojo?
Mister Tate se pasó la mano por el cabello.
—Veamos —dijo. Luego miró a Atticus como si considerase pueril aquella pregunta.
—¿No puede recordarlo? —insistió Atticus.
Mister Tate señaló a una persona invisible, a unas cinco pulgadas delante de él, y dijo:
—El izquierdo.
—Espere un minuto, sheriff —dijo Atticus—. ¿Era el izquierdo mirando de cara a usted, o el izquierdo mirando en la misma dirección que usted miraba?
—Ah, si —puntualizó míster Tate—, con esto resulta que era el ojo derecho de la chica. Sí, era su ojo derecho, míster Finch. Ahora lo recuerdo, tenía todo aquel lado de la cara hinchado…
Mister Tate parpadeó otra vez, como si acabara de hacerle comprender claramente alguna cosa. Luego volvió la cabeza y miró a Tom Robinson. Como por instinto, Tom Robinson levantó la cabeza.
También Atticus había visto algo con toda claridad, y ello fue causa de que se pusiera en pie.
—Sheriff, repita, por favor, lo que ha dicho.
—He dicho que era su ojo derecho.
—No… —Atticus se acercó a la mesa del escribiente del juzgado y se inclinó sobre la mano que escribía con furia. Ésta se paró, echó atrás el cuaderno de taquígrafo, y el escribiente dijo:
—Míster Finch, ahora recuerdo que la joven tenía hinchado ese lado de la cara.
Atticus levantó la vista hacia mister Tate.
—¿Qué lado, una vez más, Heck?
—El lado derecho mister Finch, pero tenía otras magulladuras… ¿Quiere que le hable de ellas?
Atticus parecía a punto de hacer otra pregunta, pero lo pensó mejor y dijo:
—Sí, ¿cuáles eran las otras lesiones?
Mientras míster Tate contestaba, Atticus se volvió y miró a Tom Robinson como para decirle que aquello era algo en lo cual no habían confiado.
—… Tenía los brazos llenos de cardenales, y me enseñó el cuello. En la garganta se le veían huellas digitales bien claras…
—¿Todo alrededor? ¿Incluso en la nuca?
—Yo diría que todo alrededor, míster Finch.
—¿De verás?
—Sí, señor, la muchacha tenía el cuello delgado, cualquiera habría podido rodearlo con…
—Por favor, sheriff limítese a contestar sí o no a la pregunta —dijo Atticus secamente. Y míster Tate se quedó callado.
Atticus se sentó e hizo un signo de cabeza al fiscal del distrito, el cual movió la suya negativamente mirando al juez, quien dirigió una inclinación de la suya a míster Tate, que se levantó muy tieso y bajó del estrado de los testigos.
Abajo, las cabezas se volvieron, los pies restregaron el suelo, los rostros fueron subidos a los hombros y unos cuantos chiquillos salieron de estampida de la sala. Detrás, los negros susurraban en voz baja entre ellos. Dill preguntaba al reverendo Sykes a qué venía todo aquello, pero el reverendo contestó que no lo sabía. Hasta el momento todo se desenvolvía de un modo completamente soso: nadie había atronado el aire, no hubo discusiones entre fiscal y abogado, no había drama; todos los presentes parecían profundamente desilusionados. Atticus procedía con aire amistoso, como si estuviera enzarzado en una disputa de poca monta. Con infinita habilidad en calmar mares turbulentos, era capaz de conseguir que un caso de violación resultase tan árido como un sermón. De mi mente había huido el terror al whisky barato y a olores de establo, a los hombres ceñudos de ojos somnoliento, la voz ronca preguntando en la noche: "¿Míster Finch? ¿Se han marchado?" Con la luz del día se había disipado nuestra pesadilla; todo saldría bien.
Todos los espectadores estaban tan sosegados como el juez Taylor, excepto Jem. Mi hermano tenía los labios curvados en una media sonrisa cargada de intención, los ojos alegres, y dijo algo acerca de corroborar las pruebas que me dio la seguridad de que estaba presumiendo.
—… Robert E. Lee Ewell!
Respondiendo a la voz estentórea de escribiente, un hombrecito jactancioso como un gallo de pelea se levantó, y correteó hacia el estrado, mientras la nuca se le ponía encarnada al escuchar su nombre. Cuando se volvió para prestar juramento, vimos que tenía la cara tan encarnada como el pescuezo. Vimos, además, que no tenía ninguna semejanza con su tocayo[7]. De su frente se levantaba una greña de cabello hirsuto, recién lavado; tenía la nariz estrecha, puntiaguda y brillante; no tenía barbilla digna de mención: parecía formar parte de su movible cuello.
—… y que Dios me ayude —cacareó.
Todas las ciudades de la categoría de Maycomb tenían familias como los Ewell. Ninguna fluctuación económica cambiaba su nivel de vida; gente como los Ewell vivían en calidad de huéspedes del condado en la prosperidad lo mismo que en las hondonadas de una depresión. Ningún agente del orden era capaz de sujetar a su numerosa descendencia en la escuela; ningún sanitario podía librarla de sus defectos congénitos, gusanos diversos y enfermedades endémicas en los ambientes sucios.
Los Ewell de Maycomb vivían detrás del vaciadero de la ciudad, en lo que en otro tiempo fue una choza de negros. Las paredes de tablas de madera de la choza estaban suplidas con planchas onduladas de hierro; el tejado, cubierto con botes de hojalata aplanados a martillazos, de modo que únicamente su forma indicaba su destino primitivo; era cuadrada, con cuatro cuartos pequeñísimos que se abrían en un vestíbulo alargado, y descansaba sobre cuatro elevaciones de piedra caliza. Las ventanas eran meros espacios abiertos de las paredes, y en verano las cubrían con pedazos grasientos de estopilla, con el fin de cerrar el paso a los bichos que se nutrían de los desechos de Maycomb.
Pero estos bichos no celebraban grandes banquetes, pues los Ewell procedían a un repaso diario del vaciadero, y los frutos de sus pesquisas (los que no aprovechaban para comer) hacían que el trozo de terreno que rodeaba la cabaña pareciese la casa de juguetes de un niño demente: lo que pasaba por valla eran trozos de ramas de árboles, escobas y mangos de aperos, todo ello coronado con herrumbrosas cabezas de martillo, palas, hachas y azadas de escardar, sujetadas con trozos de alambre espinoso. Encerrado dentro de aquella barricada había un patio sucio que contenía los restos de un "Ford Modelo-T" (a trozos), un sillón desechado de dentista, una nevera antigua, además de otros objetos menores: zapatos viejos, destrozadas radios de mesa, marcos de cuadros y jarros de frutas, debajo de los cuales unas gallinas flacas color naranja picoteaban confiadamente.
Sin embargo, había un rincón del patio que maravillaba a todo Maycomb. En fila, junto a la valla había seis jarros de lavabo, con el esmalte desconchado, que contenían unos geranios de col rojo vivo, cuidados con la misma ternura que si hubiesen pertenecido a miss Maudie Atkinson, suponiendo que miss Maudie se hubiese dignado admitir un geranio en sus dominios. La gente decía que pertenecían a Mayella Ewell.
Nadie sabía con seguridad cuántos niños había en la casa. Unos decían seis, otros nueve; cuando alguno pasaba por allí, en las ventanas, siempre había varios pequeñuelos con la cara sucia. Pero nadie tenía ocasión de pasar, excepto por Navidad, cuando las iglesias repartían cestos de provisiones, y el alcalde de Maycomb nos rogaba que tuviésemos la bondad de ayudar al encargado de la limpieza yendo a arrojar al vaciadero los árboles y la basura de nuestras casas.
La Navidad anterior, al cumplir con lo que el alcalde había pedido, Atticus nos llevó consigo. De la carretera partía hacia vaciadero un camino de tierra que iba a terminar en una pequeña colonia negra, a unas quinientas yardas más allá de los Ewell. Era preciso retroceder hacia la carretera, o continuar hasta el final del camino y dar la vuelta; la mayoría de personas iba a darla delante de los patios de la fachada de los negros. En el atardecer helado de diciembre, sus cabañas aparecían limpias, cuidadas con una cinta pálida de humo azul que salía por la chimenea y los umbrales de un color ámbar luminoso a causa del fuego que ardía en el interior. Allí se percibían aromas deliciosos: pollo y tocino friéndose, tersos como el aire del atardecer; Jem y yo olimos que allí guisaban ardilla, pero se necesitaba un antiguo campesino como Atticus para identificar la zarigüeya y el conejo; aromas todos que se desvanecieron cuando pasamos por delante de la residencia de los Ewell.
Lo único que poseía el hombrecito del estrado de los testigos susceptible de darle alguna ventaja sobre sus vecinos más cercanos, era que si le restregaban con jabón de sosa dentro de agua muy caliente, le saldría la piel blanca.
—¿Mister Robert Ewell? —preguntó míster Gilmer.
—Ése es mi nombre, capitán —contestó él, pronunciando horrorosamente el inglés.
La espalda de míster Gilmer se puso un tanto rígida y yo le compadecí. Quizá convendría que aclarase un detalle. He oído decir que los hijos de los abogados, al ver a sus padres en el calor de una discusión, se forman una idea equivocada: creen que el abogado de la parte contraria es un enemigo personal de su padre, sufren vivo tormento, y se llevan una sorpresa tremenda al ver, a menudo, a sus padres saliendo del brazo de sus atormentadores en cuanto llega el primer descanso. En el caso de Jem y mío, esto no era cierto. No recibíamos herida alguna al ver que nuestro padre ganaba o perdía. Lamento no poder ofrecer ninguna versión teatral en lo tocante a este punto; si lo hiciera, faltaría a la verdad. No obstante, en las ocasiones en que el debate tomaba un cariz más acrimonioso que profesional, sabíamos notarlo, pero esto ocurría cuando observábamos a otros abogados que no eran nuestro padre. En toda mi vida no había oído que Atticus levantase la voz, excepto si hablaba con un testigo sordo. Míster Gilmer hacía su trabajo, lo mismo que Atticus hacía el suyo. Además, mister Ewell era el testigo de Gilmer, y éste no tenía por qué mostrarse grosero con nadie, y menos con él.
—¿Es usted el padre de Mayella Ewell? —le preguntó a continuación.
La respuesta consistió en un:
—Vaya, si no lo soy, ya no puedo tomar medidas sobre el asunto: su madre ha muerto.
El juez Taylor se agitó. Volvióse lentamente en su sillón giratorio y dirigió una mirada benigna al testigo.
—¿Es usted el padre de Mayella Ewell? —preguntó de un modo que hizo que, abajo, las risas parasen súbitamente.
—Sí, señor —dijo míster Ewell, con aire manso.
El juez Taylor prosiguió con su acento de benevolencia.
—¿Es ésta la primera vez que se encuentra ante un Tribunal? No recuerdo haberle visto nunca aquí —y ante el cabezazo afirmativo del testigo, continuó—: Vamos a dejar una cosa bien sentada. Mientras yo esté sentado aquí no habrá en esta sala ninguna nueva especulación obscena sobre ningún tema. ¿Queda entendido?
Míster Ewell movió la cabeza afirmativamente, pero no creo que le entendiese. El juez Taylor dijo con un suspiro:
—¿Quiere seguir, míster Gilmer?
—Gracias, señor. Míster Ewell, ¿querría contarnos, por favor, con sus propias palabras, qué pasó el anochecer del veintiuno de Noviembre?
Jem sonrió y se echó el cabello atrás. "Con sus propias palabras" era la marca de fábrica de míster Gilmer. Nosotros nos preguntábamos a menudo, de quién temía que fuesen las palabras que el testigo podía emplear.
—Pues la noche del veintiuno de noviembre, yo venía del bosque con una carga de leña y, apenas había llegado a la valla, cuando oí a Mayella chillando dentro de la casa como un cerdo apaleado…
Aquí, el juez Taylor miró vivamente al testigo y decidió, sin duda, que sus especulaciones estaban desprovistas de mala intención, porque se apaciguó y volvió a tomar un aire somnoliento.
—¿Qué hora era, míster Ewell?
—Momentos antes de ponerse el sol. Bien, iba diciendo que Mayella chillaba como para sacar a Jesús de… —otra mirada de la presidencia hizo callar a míster Ewell.
—¿Si? ¿Gritaba? —preguntó mister Gilmer.
Míster Ewell miró confuso al juez.
—Sí, y como Mayella armaba aquel condenado alboroto, dejé caer la carga y corrí cuanto pude, pero me enredé en la valla y, cuando pude soltarme corrí hacia la ventana y vi… —la cara de míster Ewell se puso escarlata. Levantando el índice, señalando a Tom Robinson—, ¡…vi aquel negro de allá maltratando a miss Mayella!
La sala del Tribunal del juez Taylor era tan tranquila que pocas ocasiones tenía él que utilizar el mazo, pero ahora estuvo golpeando la mesa cinco minutos largos. Atticus estaba junto al asiento diciéndole algo; míster Heck Tate, en su calidad de primer oficial del condado, se plantó en medio del pasillo para apaciguar a la atestada sala. Detrás de nosotros, la gente de color dejó oír un sofocado gruñido de enojo.
El reverendo Sykes se inclinó por encima de mí y de Dill para tirar del codo a Jem.
—Míster Jem —dijo—, será mejor que lleve a miss Jean Louise a casa. ¿Me oye?, míster Jem?
Jem volvió la cabeza.
—Scout, vete a casa. Dill, tú y Scout marchaos a casa.
—Primero tienes que obligarme —contesté, recordando la bendita sentencia de Atticus.
Jem me miró frunciendo el ceño con furor, luego, le dijo al reverendo Sykes:
—Creo que es igual, reverendo; Scout no lo entiende.
Yo me sentí mortalmente ofendida.
—Sí que lo entiendo, y muy bien.
—Bah, cállate. No lo entiende, reverendo; todavía no tiene nueve años.
Los negros ojos del reverendo Sykes manifestaban ansiedad.
—¿Sabe mister Finch que estáis aquí? Esto no es adecuado para mis Jean Louise, ni para ustedes, muchachos.
Jem movió la cabeza.
—Aquí tan lejos no puede vernos. No hay inconveniente, reverendo.
Comprendí que Jem ganaría, porque ahora nada le convencería de marcharse. Dill y yo estábamos a salvo, por un rato… Desde donde se hallaba, Atticus podía vernos, si miraba en nuestra dirección.
Mientras el juez Taylor daba con el mazo, mister Ewell inspeccionaba su obra, cómodamente instalado en el sillón de los testigos. Con una sola frase había convertido a un grupo alegre que salió de merienda en una turba tensa, murmurante, hipnotizada poco a poco por los golpes del mazo, que perdían intensidad, hasta que el único sonido que se oyó en la sala fue un débil pinc-pinc-pinc. Lo mismo que si el juez hubiese golpeado la mesa con un lápiz.
Dueño una vez más de la sala, el juez Taylor se recostó en el sillón. De pronto se le vio cansado; su edad se manifestaba, y yo me acordé de lo que había dicho Atticus: él y mistress Taylor no se besaban mucho; debía de acercarse a los setenta años.
—Se ha presentado la petición de que despejemos esta sala de espectadores —dijo entonces—, o al menos de mujeres y niños; una petición que por ahora será denegada. Por lo general, la gente ve lo que desea ver y oye lo que desea escuchar, y tiene el derecho de someter a sus hijos a ello; pero puedo asegurarles una cosa: o reciben ustedes lo que vean y oigan en silencio, o abandonarán la sala; aunque no la abandonarán hasta que todo ese hormiguero humano se presente ante mí acusado de desacato. Míster Ewell, usted mantendrá su declaración dentro de los limites del lenguaje inglés y cristiano, si es posible. Continué, míster Gilmer.
Mister Ewell me hacía pensar en un sordomudo. Estaba segura de que no había oído nunca las palabras que el juez Taylor le dirigió —su boca las configuraba trabajosamente en silencio—, pero su cara revelaba que las consideraba importantes. De ella desapareció la complacencia, substituida por una terca seriedad que no engañó al juez; todo el rato que míster Ewell continuó en el estrado, el juez tuvo los ojos fijos en él, como si lo desafiara a dar un paso en falso.
Míster Gilmer y Atticus se miraron. Atticus se había sentado de nuevo, su puño descansaba en la mejilla; no podíamos verle la cara. Míster Gilmer tenía una expresión más bien desesperada.
Una pregunta del juez Taylor le sosegó.
—Míster Ewell, ¿vio usted al acusado teniendo relación sexual con su hija?
—Sí, señor, lo vi.
Los espectadores guardaron silencio, pero el acusado dijo algo. Atticus le susurró unas palabras, y Tom Robinson se calló.
—¿Dice usted que estaba junto a la ventana? —preguntó míster Gilmer.
—Sí, señor.
—¿A qué distancia queda del suelo?
—A unos tres pies.
—¿Veía bien todo el cuarto?
—Sí, señor.
—¿Qué aspecto tenía?
—Estaba todo revuelto, lo mismo que si hubiera tenido lugar una pelea.
—¿Qué hizo usted cuando vio al acusado?
—Corrí a dar la vuelta a la casa para entrar, pero él salió corriendo unos momentos antes de que yo llegase a la puerta. Vi quién era, perfectamente. Yo estaba demasiado alarmado, pensando en Mayella, para perseguirle. Entré corriendo en la casa y la encontré tendida en el suelo gimiendo…
—Entonces, ¿qué hizo usted?
—Fui a buscar a Tate, corriendo todo lo que pude. Sabía quien era, sin lugar a dudas, vivía allá abajo en aquel avispero de negros, y todos los días pasaba por delante de casa. Juez, desde hace quince años pido al condado que limpie aquella madriguera; son un peligro para el que vive por las cercanías, además de que desvalorizan mi propiedad…
—Gracias, míster Ewell —dijo precipitadamente míster Gilmer.
El testigo descendió a toda prisa del estrado y topó de manos a boca con Atticus, que se había levantado para interrogarle. El juez Taylor permitió que la sala soltase la carcajada.
—Un minuto nada más, señor —dijo Atticus del mejor talante. —¿Puedo hacerle un par de preguntas?
Mister Ewell retrocedió hasta la silla de los testigos, se acomodó y dirigió a Atticus una mirada de vivo recelo; expresión corriente entre los testigos del Condado de Maycomb cuando se enfrentaban con el abogado de la parte contraria.
—Míster Ewell —empezó Atticus—, la gente corrió mucho aquella noche. Veamos, usted corrió hacia la casa, corrió hacia la ventana, entró en la casa corriendo, corrió adonde estaba Mayella, corrió a buscar a míster Tate. Durante todas esas carreras, ¿no corrió a buscar a un médico?
—No había necesidad. Yo había visto lo ocurrido.
—Pero hay una cosa que no entiendo —dijo Atticus—. ¿No le preocupaba a usted el estado de Mayella?
—Mucho me preocupaba —respondió míster Ewell—. Había visto al autor del mal.
—No, me refiero a su estado físico. ¿No se le ocurrió que la naturaleza de sus lesiones requería cuidados médicos inmediatos?
—¿Qué?
—¿No consideró que debía contar con un médico inmediatamente?
El testigo contestó que no se le había ocurrido; en toda la vida jamás había llamado a un médico para ninguno de los suyos, y si lo hubiese llamado le habría costado cinco dólares.
—¿Eso es todo? —terminó preguntando.
—Todavía no —contestó Atticus con naturalidad—. Mister Ewell, usted ha oído la declaración del sheriff ¿verdad?
—¿A qué viene eso?
—Usted estaba en la sala cuando míster Heck Tate ocupaba el estrado, ¿no es cierto? Usted ha oído todo lo que él ha dicho, ¿verdad?
Míster Ewell consideró la cuestión con todo cuidado y pareció decidir que la pregunta no encerraba peligro.
—Sí —contestó.
—¿Está de acuerdo con la descripción que nos ha hecho de las lesiones de Mayella?
—¿Qué significa eso?
Atticus miró a su alrededor, y míster Gilmer sonrió. Míster Ewell pareció determinado a no permitir que la defensa pasara un rato agradable.
—Míster Tate ha declarado que la hija de usted tenía el ojo derecho morado, que la habían golpeado en…
—Ah, sí —declaró el testigo—. Estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho Tate.
—¿De verdad? —preguntó Atticus afablemente—. Sólo quiero estar bien seguro —entonces se acercó al escribiente, le dijo algo, y el otro nos entretuvo unos minutos leyendo la declaración de Míster Tate como si se tratara de datos del mercado de Bolsa:
—… un ojo amoratado, era el izquierdo, ah si, con esto resulta que era el ojo derecho de la chica, sí era su ojo derecho, míster Finch; ahora lo recuerdo, tenía aquel lado —aquí volvió la página— de la cara hinchado. Sheriff repita por favor, lo que ha dicho. He dicho que era su ojo derecho…
—Gracias, Bert —dijo Atticus—. La ha oído una vez más, míster Ewell. ¿Tiene algo que añadir? ¿Está de acuerdo con el sheriff?
—De acuerdo con Tate. Tenía el ojo morado y la habían apaleado de lo lindo.
El hombrecito parecía haber olvidado la humillación que anteriormente le había hecho sufrir la presidencia. Empezaba a notarse con toda claridad que consideraba a Atticus un adversario fácil. Parecía ponerse encarnado de nuevo; hinchaba el pecho y se convertía una vez más en un gallito de pelea de rojas plumas.
—Míster Ewell, ¿usted sabe leer y escribir?
Mister Gilmer interrumpió:
—Protesto —dijo—. No veo qué relación tiene con el caso la instrucción del testigo; es irrelevante, sin trascendencia.
El juez Taylor se disponía a decir algo, pero Atticus se adelantó:
—Señor juez, si autoriza la pregunta y otra más, pronto lo verá.
—Está bien, veamos —contestó el juez Taylor—, pero asegúrese de que lo veamos, Atticus. Denegada la protesta.
Míster Gilmer parecía tan curioso como todos los demás por ver qué relación tenía el estado cultural de míster Ewell con el caso.
—Repetiré la pregunta —dijo mi padre—. ¿Sabe usted leer y escribir?
—Muy cierto que sí.
—¿Quiere escribir su nombre y enseñárnoslo?
—Muy cierto que sí ¿Cómo se figura que firmo los cheques de la Beneficencia?
Míster Ewell buscaba la simpatía de sus conciudadanos. Los susurros y risitas que se oían abajo se referían, sin duda, a lo raro que era aquel hombre.
Yo me ponía nerviosa. Atticus parecía saber lo que estaba haciendo, pero a mí se me antojó que había salido a pescar ranas sin llevar farol. Nunca, nunca jamás en un interrogatorio, hagas pregunta a un testigo sin saber de antemano cuál es la respuesta; he ahí un axioma que yo había asimilado junto con los alimentos de mi niñez. Hazla, y a menudo obtendrás una respuesta que no esperas, una respuesta que puede echar a perder tu caso.
Atticus puso la mano en el bolsillo interior y sacó un sobre. Luego, de otro bolsillo de la chaqueta, sacó la estilográfica. Se movía con desenvoltura, y se había situado de modo que el Jurado le viese bien. Desenroscó el capuchón de la pluma y lo dejó suavemente sobre la mesa. Sacudió un poco la pluma y la entregó, junto con el sobre, al testigo.
—¿Quiere escribirnos su nombre? —preguntó—. Con calma, que el Jurado pueda ver cómo lo hace.
Míster Ewell escribió en el reverso del sobre y levantó los ojos complacido para ver que el juez Taylor le estaba mirando fijamente, cual si fuera una gardenia aromática en plena floración en el estrado de los testigos, y para ver a míster Gilmer en su mesa, mitad sentado, mitad de pie. También el Jurado le estaba observando; uno de sus miembros se inclinaba adelante con las manos sobre la baranda.
—¿Tan interesante ha sido? —preguntó él.
—Usted es zurdo, míster Ewell —dijo el juez Taylor.
Mister Ewell se volvió enojado hacia el juez y dijo que no veía qué tenía que ver el ser zurdo con lo que se discutía, que él era un hombre temeroso de Dios y que Atticus Finch se burlaba de él con engaños. Los abogados marrulleros como Atticus Finch le engañaban continuamente con sus mañosas tretas. El había explicado lo que ocurrió, lo diría una y mil veces… y lo dijo. Nada de lo que le preguntó Atticus después alteró su versión: que él había mirado por la ventana, luego el negro huyó corriendo, luego él corrió a buscar al sheriff. Por fin Atticus le despidió.
Míster Gilmer le hizo una pregunta más.
—En relación a lo de escribir con la mano izquierda, míster Ewell, ¿es usted ambidextro?
—Sé usar una mano tan bien como la otra. Una mano tan bien como la otra —repitió, mirando furioso hacia la mesa de la defensa.
Jem parecía estar sufriendo un ataque silencioso. Estaba golpeando blandamente la baranda de la galería, y en determinado momento, murmuró:
—Le hemos cazado.
Yo no lo creía así; Atticus estaba tratando de demostrar, se me antojaba, que quien había dado la paliza a Mayella pudo haber sido Míster Ewell. Hasta aquí lo comprendía bien. Si ella tenía morado el ojo derecho y la habían pegado principalmente en la mitad derecha de la cara, ello tendía a manifestar que el que la pegó era zurdo. Sherlock Holmes y Jem Finch estarían de acuerdo. Pero era muy fácil que Tom Robinson también fuese zurdo. Lo mismo que míster Heck Tate, me imaginé a una persona situada frente a mi, repasé una rápida pantomima en mi mente, y concluí que era posible que el negro hubiese sujetado a Mayella con la mano derecha, pegándola al mismo tiempo con la izquierda. Bajé la vista hacia Tom. Estaba de espaldas a nosotros, pero pude notar sus anchos hombros y su cuello, recio como el de un toro. Podía haberlo hecho perfectamente. Y me dije que Jem estaba echando las cuentas de la lechera.