Jem me oyó y asomó la cabeza por la puerta de comunicación. Mientras se acercaba a mi cama, la luz de Atticus se encendió. Permanecimos inmóviles donde nos encontrábamos hasta que se apagó; le oímos revolverse, y esperamos hasta que se quedó quieto de nuevo.
Jem me llevó a su cuarto y me puso en la cama, a su lado.
—Prueba de dormirte —dijo—. Es posible que mañana termine todo.
Habíamos entrado silenciosamente, para no despertar a tía Alexandra. Atticus había parado el motor en el paseo y seguido hasta la cochera; habíamos entrado por la puerta posterior y nos habíamos ido a nuestros cuartos sin decir una palabra. Yo estaba muy cansada y me sumergí ya en el sueño cuando el recuerdo de Atticus doblando calmosamente el periódico y echándose el sombrero atrás se convirtió en Atticus de pie en medio de una calle desierta y anhelante, subiéndose las gafas a la frente. Mi mente registró el impacto del significado pleno de los acontecimientos de aquella noche y me puse a llorar. Jem se portó estupendamente bien conmigo; por una vez no me recordó que las personas que se acercan a los nueve años no hacen esas cosas.
Aquélla mañana todo el mundo tuvo un apetito menguado excepto Jem, que despachó lindamente tres huevos. Atticus miraba con franca admiración; tía Alexandra bebía el café a sorbitos, emitiendo oleadas de reproche. Los niños que de noche se marchaban en secreto eran una desgracia para la familia. Atticus replicó que se alegraba de que sus desgracias hubiesen aparecido en la cárcel, pero tiíta repuso:
—Tonterías, mister Underwood estuvo vigilando todo el rato.
—Pues eso fue chocante en Braxton —contó Atticus—. Desprecia a los negros; no quiere ver a ninguno cerca.
Según la opinión corriente de la ciudad, míster Underwood era un hombrecito vehemente y mal hablado, a quien su padre, en un arranque de humorismo, puso el nombre de Braxton Bragg; y míster Braxton se había esforzado siempre todo lo posible en hacer honor a tal nombre. Atticus decía que el dar nombres de generales confederados a las personas convertía poco a poco a éstas en bebedores empedernidos.
Calpurnia estaba sirviendo más café a tía Alexandra, y contestó moviendo la cabeza negativamente a una mirada mía que yo consideraba suplicante y subyugadora.
—Eres demasiado joven todavía —me dijo—. Cuando ya no lo seas, te avisaré. —Yo repliqué que le sentaría bien a mi estómago—. De acuerdo —contestó, cogiendo una taza del aparador. Después de echar en ella una cucharada de café, la llenó hasta el borde de leche. Yo le di las gracias sacando la lengua despectivamente al recibir y mirar la taza, y levanté los ojos a tiempo para advertir el ceño de reproche de tiíta. Pero lo cierto es que ella destinaba el ceño a Atticus.
Tía Alexandra aguardó a que Calpurnia estuviera en la cocina, y entonces dijo:
—No hables de este modo delante de ellos.
—¿De qué modo y delante de quién? —preguntó él.
—De este modo delante de Calpurnia. Has dicho delante de ella que Braxton Underwood desprecia a los negros.
—Bah, estoy seguro de que Calpurnia lo sabía. Todo Maycomb lo sabe.
Por aquellos días empezaba a notar un cambio sutil en mi padre, cambio que se manifestaba cuando hablaba con tía Alexandra. Lo hacía con un tono levemente zaheridor, nunca con franca irritación. En su voz hubo una ligera rigidez al añadir:
—Todo lo que puede decirse en esta mesa puede decirse delante de Calpurnia. Ella sabe lo que representa para esta familia.
—No creo que sea una buena costumbre, Atticus. Les da ánimo. Todo lo que sucede en esta ciudad se sabe en los Quarters antes de la puesta de sol.
Mi padre dejó el cuchillo.
—No conozco ninguna ley que diga que no pueden hablar. Pero si nosotros no les diésemos tanto de qué hablar quizá estarían callados. ¿Por qué no te bebes el café, Scout?
Yo estaba jugando con la cucharilla.
—Pensaba que míster Cunningham, era amigo nuestro. Hace mucho tiempo tú me dijiste que lo era.
—Y lo sigue siendo.
—Pero anoche quería hacerte daño.
Atticus dejó el tenedor al lado del cuchillo y apartó el plato.
—Fundamentalmente, mister Cunningham es un buen hombre —dijo—; tiene nada más sus pequeñas taras, como todos nosotros.
Jem tomó la palabra.
—No digas que eso sea una pequeña tara. Anoche, al llegar allá, habría sido capaz de matarte.
—Es posible que me hubiese causado alguna pequeña lesión —convino Atticus—, pero, hijo, cuando seas mayor entenderás un poco mejor a las personas. Una turba, sea la que fuere, está compuesta siempre por personas. Anoche míster Cunningham formaba parte de una turba, pero, con todo, seguía siendo un hombre. Todas las turbas de todas las ciudades pequeñas del Sur están compuestas siempre de personas a quienes uno conoce… Aunque esto no hable mucho en favor de ellas, ¿verdad que no?
—Yo diría que no —contestó Jem.
—Y resulta que se precisó una niña de ocho años para hacer recordar el buen sentido, ¿no es cierto? —dijo Atticus—. Ello muestra una cosa: que es posible detener a una cuadrilla, simplemente porque continúan siendo seres humanos. Hummm, quizá necesitamos una fuerza de policía compuesta por niños… Anoche vosotros, chiquillos, conseguisteis que Walter Cunningham se pusiera dentro de mi pellejo por un minuto. Con esto bastó.
Confié en que, cuando fuese mayor, Jem entendería un poco mejor a las personas; yo no las entendería nunca.
—El primer día que Walter Cunningham vuelva a la escuela será también el último —afirmé.
—No le tocarás —dijo Atticus llanamente—. No quiero que ninguno de vosotros dos guarde el menor resentimiento por lo de anoche, pase lo que pase.
—Ya ves, ¿verdad? —intervino tía Alexandra— lo que resulta de cosas así. No digas que no te lo había advertido.
Atticus contestó que nunca lo diría, apartó la silla y se levantó.
—Nos espera un día de trabajo; por lo tanto dispensadme. Jem, no quiero que ni tú ni Scout vayáis al centro de la ciudad durante el día de hoy, os lo ruego.
Cuando Atticus hubo salido, Dill vino saltando por el vestíbulo hasta el comedor.
—Ésta mañana la noticia ha corrido por toda la ciudad —anunció—. Todos hablan de cómo pusimos en fuga a un centenar de sujetos nada más que con las manos desnudas…
Tía Alexandra le impuso silencio con la mirada.
—No eran un centenar de hombres —dijo—, ni nadie puso en fuga a nadie. Eran simplemente un puñado de esos Cunningham, borrachos y alborotados.
—Bah, tiíta, es la manera de hablar de Dill, no hay otra cosa —dijo Jem— al mismo tiempo que nos indicaba con una seña que le siguiéramos.
—Hoy quedaos todos en el patio —ordenó tía Alexandra, mientras nos encaminábamos hacia el porche de la fachada.
El día parecía un sábado. La gente del extremo sur del condado pasaba por delante de nuestra casa en una riada pausada, pero continua.
Míster Dolphus Raymond pasó dando bandazos sobre su "pura sangre".
—¿No veis cómo se sostiene sobre la silla? —murmuró Jem—. ¿Cómo es posible que uno aguante una borrachera que empieza antes de las ocho de la mañana?
Por delante de nosotros desfiló traqueteando una carreta cargada de señoras. Llevaban unos bonetes de algodón para protegerse del sol y unos vestidos con mangas largas. Guiaba la carreta un hombre con sombrero de lana.
—Allá van unos mennonitas[5] —le dijo Jem a Dill—. No usan botones. —Vivían en el interior de los bosques, realizaban la mayoría de sus transacciones en la otra orilla del río, y raras veces venían a Maycomb—. Todos tienen los ojos azules —explicaba Jem—, y en cuanto se han casado ya no se afeitan más. A sus esposas les gusta que les hagan cosquillas con la barba.
Míster X Billups pasó, caballero en una mula.
—Es un hombre chocante —dijo Jem—. X no es una inicial, es todo su nombre. Una vez estuvo en el juzgado y le preguntaron cómo se llamaba. Contestó: "X Billups". El escribiente le pidió que dijera las letras y él contestó X. Le preguntó de nuevo y él volvió a contestar X. Continuaron así hasta que escribió una X en una hoja de papel y la sostuvo en la mano para que todos lo vieran. Entonces le preguntaron en dónde había sacado ese nombre y él dijo que sus padres le habían inscrito de este modo cuando nació.
Mientras el condado desfilaba por allí, Jem le contaba a Dill la historia y las características generales de las figuras más destacadas: Mister Tensaw Jones votaba la candidatura de los prohibicionistas absolutos; en privado, miss Emily Davis tomaba rapé; a míster Jake Siade le salían ahora los terceros dientes.
Entonces apareció un carromato lleno de ciudadanos de caras inusitadamente serias. Cuando señalaban el patio de miss Maudie Atkinson, encendido en una llamarada de flores de verano, miss Maudie en persona salió al porche. Miss Maudie tenía un detalle curioso: su porche estaba demasiado lejos de nosotros para que distinguiésemos claramente su fisonomía, pero siempre adivinábamos su estado de humor por la postura de su cuerpo. Ahora estaba con los brazos en jarras, los hombros ligeramente caídos y la cabeza inclinada a un lado; sus gafas centelleaban bajo la luz del sol. Nosotros comprendimos que sonreía con la malignidad más absoluta.
El que guiaba el carromato aminoró el paso de las mulas, y una mujer de voz estridente gritó:
—"¡El que vino en vanidad partió en tinieblas!"
—"¡Un corazón contento proporciona un semblante alegre!" —contestó miss Maudie.
Mientras el carretero apresuraba el paso de sus mulas, yo supuse que los "lavapiés" pensarían que el diablo estaba citado con las Escrituras para sus propios fines. El motivo de que estuvieran disconformes con el patio de miss Maudie era un misterio; un misterio más impenetrable para mí por el hecho de que, para ser una persona que pasaba todas las horas diurnas fuera de casa, miss Maudie demostraba un dominio formidable de la Escritura.
—¿Irá al juzgado esta mañana? —preguntó Jem.
Nos habíamos acercado allá.
—No —respondió ella—. Ésta mañana no tengo nada que hacer en el juzgado.
—¿No irá a ver qué pasa? —inquirió Dill.
—No. Ir a ver a un pobre diablo que tiene la vida en juego es morboso. Fijaos en toda esa gente; parece un carnaval romano.
—Tienen que juzgarle públicamente, miss Maudie —dije yo—. Si no lo hicieran no sería justo.
—Me doy cuenta perfectamente —replicó ella—. Pero no porque el juicio sea público estoy obligada a ir, ¿verdad que no?
Miss Stephanie Crawford pasaba por allí. Llevaba sombrero y guantes.
—Hummm, hummm, hummm —dijo—. Mira cuánta gente… Una pensaría que ha de hablar William Jennings Bryan.
—¿Y tú adónde vas, Stephanie? —inquirió miss Maudie.
—Al "Jitney Jungle".
Miss Maudie dijo que en toda su vida había visto a miss Stephanie yendo al "Jitney Jungle"[6] con sombrero.
—Bueno —contestó miss Stephanie—, he pensado que tanto da que asome la cabeza en el juzgado, para ver qué se propone Atticus.
—Vale la pena que te asegures de que no te cita para comparecer.
Nosotros le pedimos que aclarase el sentido de su frase, y ella respondió que miss Stephanie parecía tan enterada del caso que no estaría de más que la llamasen a declarar…
Continuaron rondando por allí hasta el mediodía, cuando Atticus vino a comer y dijo que habían pasado la mañana eligiendo el jurado. Después de comer nos detuvimos a recoger a Dill y nos fuimos a la ciudad.
Era una fiesta de gala. En el poste de amarre no existía sitio para atar ni un animal más; debajo de todos los árboles posibles había mulas y carros parados. La plaza de delante del edificio del juzgado estaba cubierta de gente sentada sobre periódicos, comiendo bollos con jarabe y empujándolos gaznate abajo con leche caliente traída en jarros de fruta. Algunos mordisqueaban tajadas frías de pollo y de cerdo. Los más pudientes regaban el alimento con "Coca-Cola" de la tienda, bebida en vasos abombados. Unos niños de cara sucia correteaban por entre la multitud, y los rorros almorzaban en los pechos de sus madres.
En un rincón apartado de la plaza, los negros estaban sentados en silencio, consumiendo sardinas y galletas "craker" entre los aromas, más penetrantes, del "Nehi-Cola". Míster Dolphus Raymond estaba con ellos.
—Mira, Jem —dijo Dill—, bebe de una bolsa.
Parecía, en efecto, que lo hacía así: dos pajas amarillas descendían de su boca hasta las profundidades de una bolsa de papel marrón.
—No lo había visto hacer nunca a nadie —murmuró Dill—. ¿Cómo hace para que no se le vierta lo que haya allí dentro?
Jem soltó una risita.
—Allí dentro tiene una botella de "Coca-Cola" llena de whisky. Lo hace así para no alarmar a las señoras. Le verás chupando toda la tarde; luego se marchará un rato a llenarla otra vez.
—¿Por qué está sentado con la gente de color?
—Siempre lo hace así. Los quiere más que a nosotros, me figuro. Vive solo allá abajo, cerca del límite del condado. Tiene una mujer negra y un montón de hijos mestizos. Te los enseñaré, si los vemos.
—No tiene aire de chusma —aseguró Dill.
—No lo es; allá abajo posee toda una ribera del río, y, como propina, viene de una familia antigua de verdad.
—Entonces, ¿cómo obra de este modo?
—Es su estilo, sencillamente —contestó Jem—. Dicen que no supo sobreponerse a lo de la boda. Tenía que casarse con una de… de las señoritas Spencer, creo. Iban a celebrar una boda estupenda, pero no pudo ser… Después del ensayo, la novia subió a su cuarto y se destrozó la cabeza con una escopeta. Apretó el gatillo con los dedos del pie.
—¿Llegaron a saber el motivo?
—No, nadie se enteró bien de la causa, excepto míster Dolphus. Dicen que fue porque supo lo de la mujer negra; él calculaba que podía continuar con la negra y además casarse. Desde entonces siempre ha estado más o menos borracho. Ya sabes, a pesar todo siempre ha sido muy bueno con aquellos pequeños…
—Jem —pregunté yo—, ¿qué es un niño mestizo?
—Mitad blanco y mitad de color. Tú lo has visto, Scout. Tú conoces a aquel chico de cabello rojo y ensortijado que reparte para la droguería. Es mitad blanco. Son una cosa triste de veras.
—¿Triste? ¿Cómo es eso?
—No pertenecen a ninguna parte. La gente de color no los quiere porque son mitad blancos; los blancos no los quieren con ellos porque son de color, de modo que son una cosa intermedia, ni blancos ni negros. Por esto míster Dolphus de ahí ha enviado dos al norte, donde esto no les importa. Allí hay uno.
Un niño pequeño, cogido de la mano de una mujer negra, venía, hacia nosotros. Para mis ojos era perfectamente negro: tenía un hermoso color chocolate con unas narices anchas y unos dientes preciosos. A veces se ponía a saltar gozosamente, y la mujer negra le tiraba de la mano para hacerle parar.
Jem esperó hasta que hubieron pasado.
—Aquél es uno de los pequeños que os decía —explicó.
—¿Cómo lo conoces? —preguntó Dill—. A mí me ha parecido completamente negro.
—A veces no se conoce, a menos que uno lo sepa de antemano. Pero es mitad Raymond, no cabe duda.
—¿Cómo puedes adivinarlo? —pregunté yo.
—Ya te lo he dicho, Scout, es preciso saber quiénes son.
—Ea, ¿cómo conoces que nosotros no somos negros?
—Tío Jack Finch dice que en realidad no lo sabemos. Dice que por todo lo que ha podido seguir de la idea de los antepasados de Finch, nosotros no lo somos; pero por lo que sabe, también sería posible que hubiésemos salido de Etiopía en los tiempos del Antiguo Testamento.
—Bien, si salimos durante el Antiguo Testamento hace tantísimo tiempo que ya no importa.
—Esto es lo que yo pensaba —contestó Jem—, pero en estas tierras en cuanto uno tiene una gota de sangre negra, todo él es negro. Eh, mirad…
Una señal invisible había motivado que los que comían en la plaza se levantasen y desparramaran pedazos de papel de periódicos, de celofán y papel de envolver. Los hijos corrían hacia sus madres, los de pecho eran colocados sobre las caderas y los hombres, con los sombreros manchados de sudor, reunían a sus familias y las hacían cruzar en rebaño las puertas del juzgado. En el rincón más apartado de la plaza, los negros y míster Dolphus Raymond se pusieron en pie y se limpiaron de polvo los pantalones. Entre ellos había pocas mujeres y pocos niños, lo cual parecía disipar el aire dominguero. Los negros aguardaron pacientemente en las puertas, detrás de las familias blancas.
—Entremos —dijo Dill.
—No, será mejor que esperemos a que entre la gente. A Atticus quizá no le gustase vernos —dijo Jem.
El edificio del juzgado del Condado de Maycomb recordaba un poco a uno, y en un aspecto, Arlington: las columnas de cemento armado que sostenían el tejado de la parte sur eran demasiado recias para su leve carga. Las columnas eran todo lo que quedó en pie cuando el edificio primitivo ardió en 1856. Alrededor de ellas construyeron un edificio nuevo. Sería mejor decir que lo construyeron a pesar de ellas. Exceptuando el porche meridional, el edificio del juzgado del Condado de Maycomb era de estilo victoriano primitivo, y visto desde el norte presentaba un cuadro inofensivo. No obstante, desde el otro lado, las columnas estilo renacimiento griego contrastaban con la torre del reloj, del siglo XIX, que albergaba un aparato herrumbroso y poco digno de confianza; una perspectiva indicadora de que hubo una gente resuelta a conservar todo resto material del pasado.
Para llegar a la sala de los juicios, en el segundo piso, había que pasar por delante de varias madrigueras privadas de sol: la del asesor de impuestos, la del recaudador de éstos, la del escribiente del condado, la del distrito; el juez de instrucción vivía en unas ratoneras frescas y oscuras que olían a libros de registro en descomposición mezclados con cemento húmedo y orina rancia. Durante el día era preciso encender las luces; en los ásperos maderos del suelo había siempre una capa de polvo. Los habitantes de aquellas oficinas eran criaturas adaptadas a su medio ambiente: hombrecillos de cara gris a los que parecía no haber tocado nunca el aire ni el sol.
Sabíamos que habría una buena masa de gente, pero no habíamos pensado encontrar las multitudes que llenaban el pasillo del primer piso. Me vi separada de Jem y de Dill, pero me abrí paso hacia la pared de la caja de escalera, sabiendo que, antes o después, Jem bajaría a buscarme. De pronto me hallé en medio del Club de los Ociosos y procuré pasar lo más inadvertida posible. El Club de los Ociosos era un grupo de ancianos de camisa blanca, pantalones caqui y tirantes, que se habían pasado la vida sin hacer nada y dejaban transcurrir ahora sus días crepusculares dedicados a la misma ocupación en los bancos de pino de debajo las encinas de la plaza. Críticos minuciosos de los negocios del juzgado. Atticus decía que, a fuerza de largos años de observación sabían tantas leyes como el Juez Decano. Normalmente eran únicos espectadores de los juicios, y hoy parecían quejosos de que se hubiera alterado su confortable rutina. Cuando hablaron, sus voces me parecieron por casualidad revestidas de importancia. La conversación tenía por tema a mi padre.
—Se figura que sabe lo que hace —dijo uno.
—Oooh, yo no diría eso —opuso otro—. Atticus Finch es un hombre muy documentado, un hombre que sabe estudiar la ley a fondo.
—Sí, estudia mucho, es lo único que hace. —El Club soltó una risita.
—Permíteme que te diga una cosa, Billy —intervino un tercero—. Tú sabes que el tribunal le encargó la defensa de ese negro.
—Sí, pero Atticus se propone defenderle. Esto es lo que no gusta del caso.
He ahí una noticia; una noticia que arroja una luz distinta sobre las cosas: Atticus tenía que defender al negro, tanto si le gustaba como si no. Me pareció raro que no nos hubiese dicho nada de ello; lo habríamos podido utilizar muchas veces para defenderle y defendernos. "Está obligado, he ahí la razón de que lo haga", habría significado menos peleas y menos alborotos. Pero ¿explicaba esto la actitud de la ciudad? El tribunal designó a Atticus para defender al negro. Atticus se proponía defenderle. He ahí lo que no les gustaba del caso. Realmente, una se quedaba confundida.
Los negros, después de esperar que subiesen los blancos, empezaron a entrar.
—Eh, un minuto nada más —dijo un miembro del Club, levantando su bastón—. No empiecen a subir estas escaleras hasta dentro de un momento.
El Club inició su apiñada ascensión topando con Jem y Dill que bajaban a buscarme. Los dos muchachos pasaron por entre los viejos, y Jem me gritó:
—¡Ven, Scout, no queda ni un asiento libre! Tendremos que estar de pie. ¡Y ahora, mira! —exclamó irritado, cuando los negros se lanzaron en alud escaleras arriba. Los viejos que les precedían ocuparían la mayor parte del espacio para estar de pie. No teníamos suerte, y todo era por culpa mía, me informó Jem. Nos quedamos de pie malhumorados junto a la pared.
—¿No pueden entrar?
El reverendo Sykes nos estaba mirando, con el negro sombrero en la mano.
—Hola, reverendo —respondió Jem—. No, esa Scout nos lo ha desbarato todo.
—Bien, veamos lo que podemos hacer. —El reverendo Sykes se abrió camino escaleras arriba. Unos momentos después estaba de regreso—. Abajo no hay ningún asiento. ¿Les parece que habría inconveniente en que viniesen a la galería conmigo?
—No, diantre —exclamó Jem.
Muy gozosos subimos con gran presteza delante del reverendo hacia el piso de la sala del juzgado. Allí trepamos por una escalera cubierta y esperamos en la puerta. El reverendo Sykes llegó resollando detrás de nosotros, y nos condujo suavemente entre los negros de la galería. Cuatro hombres se levantaron y nos cedieron sus asientos de primera fila.
La galería de la gente de color ocupaba tres paredes de la sala del juzgado, como una especie de terraza de segundo piso, y desde ella podíamos verlo todo.
El jurado estaba sentado hacia la izquierda, bajo unas altas ventanas. Sus miembros, tostados por el sol y flacos, parecían todos campesinos, aunque esto era natural: los hombres de la ciudad raras veces se sentaban en los bancos del jurado; o los recusaban, o se excusaban. Uno o dos del jurado tenían un lejano aire de Cunningham bien vestidos. En aquella fase del juicio estaban sentados muy erguidos y atentos.
El fiscal del distrito y otro hombre, Atticus y Tom Robinson estaban sentados a unas mesas, de espaldas a nosotros. En la mesa del fiscal había un libro marrón y varias tablillas amarillas. Atticus tenía la cabeza descubierta.
Dentro de la baranda que separaba a los espectadores del tribunal, los testigos estaban sentados en unas sillas con asientos de cuero de vaca. También ellos nos daban la espalda.
El juez Taylor estaba en la presidencia, con el aire de un tiburón viejo y somnoliento, mientras su pez piloto escribía rápidamente más abajo y enfrente de él. El juez Taylor tenía el aspecto de la mayoría de jueces que he visto: afable, con el cabello blanco, la cara ligeramente rubicunda; era un hombre que gobernaba su tribunal con una falta de formulismo alarmante; a veces levantaba los pies hasta la mesa, a menudo se limpiaba las uñas con la navaja de bolsillo. Durante las largas declaraciones de los juicios de faltas, especialmente después de comer, daba la impresión de estar dormitando, una impresión que se desvaneció definitivamente y para siempre en una ocasión en que un abogado empujó una pila de libros intencionalmente, haciéndolos caer al suelo, en un desesperado esfuerzo por despertarle. Sin abrir los ojos, el juez Taylor murmuró:
—Míster Whitley, repítalo una vez más y le costará cien dólares.
Era un profundo conocedor de la ley, y aunque parecía tomarse su empleo con indiferencia, en realidad gobernaba con mano fuerte todos los casos que se le presentaban. Sólo una vez se vio al juez Taylor en un punto muerto en el juzgado, y fue por causa de los Cunningham. Old Sarum, el reducido terreno en que se revolcaban, estaba poblado por dos familias, separadas y distintas al principio, pero que por desgracia llevaban el mismo apellido. Los Cunningham se casaron con los Coningham con tal frecuencia que la ortografía del apellido llegó a ser una cuestión académica…, académica hasta que un Cunningham disputó a un Coningham unos títulos de propiedad y acudió al juzgado. Durante una controversia sobre la cuestión, Jerus Cunningham declaró que su madre escribía Cunningham en documentos y papeles, pero en realidad era una Coningham, pues escribía mal, leía muy poco, y por las tardes, cuando se sentaba en la galería de la fachada, tenía la costumbre de fijar la mirada a lo lejos. Después de nueve horas de escuchar las excentricidades de los habitantes de Old Sarum, el juez Taylor echó el caso del juzgado. Cuando le preguntaron con qué fundamento, el juez Taylor contestó: "Connivencia entre las partes", y declaró que le pedía a Dios que los litigantes se sintieran satisfechos con haber podido decir en público cada cual lo que tenía que decir. No habían pretendido otra cosa desde el primer momento.
El juez Taylor tenía una costumbre interesante. Permitía que se fumase en su sala, aunque él no fumaba, a veces, si uno era afortunado, disfrutaba del privilegio de verle poniéndose un cigarro largo y reseco en la boca y mascándolo poco a poco. Trocito a trozo, el apagado cigarro desaparecía, para reaparecer una horas más tarde en forma de una masa lisa y aplanada, cuya esencia había ido a mezclarse con los jugos digestivos del juez Taylor. Una vez le pregunté a Atticus cómo podía sufrir mistress Taylor el besar a su marido, pero Atticus contestó que no se besaban mucho.
El estrado de los testigos se hallaba a la derecha del juez Taylor. Cuando llegamos a nuestros asientos lo ocupaba ya míster Heck Tate.