14

Aunque a tía Alexandra no la oímos hablar más de la familia Finch, escuchamos sobradamente a toda la población. Los sábados, armados con nuestras monedas de diez centavos, cuando Jem me permitía acompañarle (por entonces manifestaba una positiva alergia a mi presencia, estando en publico), avanzábamos serpenteando entre las sudorosas turbas reunidas en las aceras, y a veces escuchábamos: "Ahí van sus hijos", o "Allá hay unos Finch". Al volvernos para enfrentarnos con nuestros acusadores, sólo veíamos un par de granjeros estudiando las bolsas para edemas del escaparate de la Droguería Maycom, o a dos regordetas campesinas con sombrero de paja sentadas en un carro Hoover.

—A juzgar por lo que se preocupan quienes rigen este condado pueden andar sueltos y violar el campo entero —fue la oscura observación con que topamos cuando un flaco y arrugado caballero se cruzó con nosotros. Lo cual me recordó que tenía que hacer una pregunta a Atticus.

—¿Qué es violar? —le pregunté aquella noche.

Atticus me miró desde detrás del periódico. Estaba en su sillón junto a la ventana. Al hacernos mayores, Jem y yo considerábamos un acto de generosidad concederle treinta minutos después de cenar.

Él suspiró y dijo que violar era conocer carnalmente a una hembra por la fuerza y sin consentimiento.

—Bien, si todo acaba en esto, ¿cómo cortó Calpurnia la conversación cuando le pregunté qué era?

Atticus pareció pensativo.

—¿Y eso a qué viene?

—A que aquel día, al volver de la iglesia, pregunté a Calpurnia qué era violar y ella me dijo que te lo preguntase a ti, pero me había olvidado, y ahora te lo pregunto.

Mi padre tenía el periódico en el regazo.

—Repítelo, te lo ruego.

Yo le expliqué con todo detalle nuestra ida a la iglesia con Calpurnia. A Atticus pareció gustarle, pero tía Alexandra, que estaba sentada en un rincón cosiendo en silencio, dejó su labor y nos miró fijamente.

—¿Aquél domingo regresabais los tres del templo de Calpurnia?

—Sí, ella nos llevó —contestó Jem.

Yo recordé algo.

—Sí, y me prometió que podría ir a su casa alguna tarde. Atticus, si no hay inconveniente, iré el próximo domingo, ¿me dejas? Cal dijo que vendría a buscarme, si tú estabas fuera con el coche.

—No puedes ir.

Lo había dicho tía Alexandra. Yo, pasmada, me volví en redondo, luego giré de nuevo la cara hacia Atticus a tiempo para sorprender la rápida mirada que le dirigió, pero era demasiado tarde.

—¡No se lo he preguntado a usted! —exclamé.

Con todo y ser un hombre alto, Atticus sabía sentarse y levantarse de la silla con más rapidez que ninguna otra persona que yo conociese. Ahora estaba de pie.

—Pide perdón a tu tía —me dijo.

—No se lo he preguntado a ella, te lo preguntaba a ti…

Atticus ladeó la cabeza y me clavó en la pared con su ojo bueno. Su voz sonó mortalmente amenazadora.

—Lo siento, tiíta —murmuré.

—Vamos, pues —dijo él—. Que quede esto bien claro: tú harás lo que Calpurnia te mande, harás lo que yo te mande, y mientras tu tía esté en esta casa, harás lo que ella te mande. ¿Comprendes?

Yo lo comprendí, reflexioné un momento y deduje que la única manera que tenía de retirarme con un resto de dignidad consistía en irme al cuarto de baño, donde estuve el rato suficiente para hacerles creer que mi marcha había respondido a una necesidad. De regreso me entretuve en el vestíbulo para escuchar una acalorada discusión que tenía lugar en la sala. Por la rendija de la puerta pude ver a Jem en el sofá con una revista de fútbol delante de la cara, moviendo la cabeza como si sus páginas contuvieran un interesante partido de tenis.

—Debes hacer algo con respecto a ella —estaba diciendo mi tía—. Has dejado que las cosas continuaran así demasiado tiempo, Atticus, demasiado tiempo.

—No veo ningún mal en permitirle que vaya allá. Cal cuidará tan bien de ella como cuida aquí.

¿Quién era la "ella" de la cual estaba hablando? El corazón se me encogió: era yo. Sentí que las almidonadas paredes de una penitenciaría modelo se cerraban sobre mí, y por segunda vez en mi vida pensé en huir. Inmediatamente.

—Atticus, no está mal tener el corazón tierno. Tú eres un hombre sencillo, pero tienes también una hija en quien pensar. Una hija que se hace mayor.

—En eso estoy pensando.

—Y no trates de eludir el problema. Tendrás que afrontarlo más pronto o más tarde, y lo mismo da que sea esta noche. Ahora no la necesitamos.

Atticus replicó con voz sosegada:

—Alexandra, Calpurnia no saldrá de esta casa hasta que ella quiera. Tú puedes pensar de otro modo, pero yo no hubiera podido desenvolverme sin Calpurnia todos estos años. Es un miembro fiel de esta familia, y, simplemente, tendrás que aceptar las cosas como están. Por lo demás, hermana, no quiero que te estrujes el cerebro por nosotros; no tienes motivo alguno para hacerlo. Seguimos necesitando a Cal como nunca la hayamos necesitado.

—Pero. Atticus…

—Por otra parte, no creo que los niños hayan perdido nada por que los haya criado ella. Si alguna diferencia hay, Calpurnia ha sido más dura con ellos, en algunos aspectos, de lo que habría sido una madre… Jamás les ha dejado pasar nada sin castigo, nunca les ha consentido un mal comportamiento, como suelen hacer las niñeras de color. Ha tratado de educarlos según sus propias luces, y conste que las tiene muy buenas… Y otra cosa: los niños la quieren.

Yo respiré de nuevo. No era de mi, era de Calpurnia de quién estaban hablando. Vuelta a la vida, entré en la sala. Atticus se había parapetado detrás de su periódico, y tía Alexandra atormentaba su labor. Punk, punk, punk, su aguja rompía el tenso círculo. Se interrumpió y puso la tela más tirante: punk, punk, punk. Tía Alexandra estaba furiosa.

Jem se puso en pie y pisó la alfombra con paso tardo, haciéndome señas para que le siguiera. Me condujo a su cuarto y cerré la puerta. Tenía la cara seria.

—Se han peleado, Scout.

Jem y yo nos peleábamos mucho aquellos días, pero no había visto ni sabido que nadie se pelease con Atticus. No era un cuadro reconfortante.

—Scout, procura no hacer enfadar a tiíta, ¿oyes?

Como las observaciones de Atticus me escocían aún, no supe ver el tono de súplica de las palabras de Jem. Ericé el pelo de nuevo.

—¿Estás tratando de decirme lo que debo hacer?

—No, lo que hay… Atticus tiene muchas cosas en la cabeza actualmente sin necesidad de que nosotros le demos disgustos.

—¿Que cosas? —Atticus no parecía tener nada especial en la cabeza.

—El caso ese de Tom Robinson le da unas inquietudes de muerte…

Yo dije que Atticus no se inquietaba por nada. Por otra parte, el caso no nos causaba molestias más que una vez por semana, y entonces todavía no duraba mucho.

—Esto es porque no puedes retener nada en la mente, salvo un corto rato —dijo Jem—. Con la gente mayor es distinto; nosotros…

Aquéllos días su enloquecedora superioridad se hacía insoportable. No quería hacer otra cosa que leer y marcharse solo. Sin embargo, todo lo que leía me lo pasaba, pero con esta diferencia: antes me lo pasaba porque creía que me gustaría; ahora, para que me edificase y me instruyese.

—¡Tres mil recanastos, Jem! ¿Quién te figuras ser?

—Ahora lo digo en serio, Scout; si haces enfadar a nuestra tía, yo… yo te zurraré.

Con esto perdí los estribos.

—¡So maldito mamarracho, te mataré!

Jem estaba sentado en la cama y fue fácil cogerle por el cabello de encima de la frente y descargarle un golpe en la boca. El me dio un cachete, yo intenté otro puñetazo con la izquierda, pero uno suyo en el estómago me envió al suelo con los brazos y las piernas extendidos. El golpe me dejó casi sin respiración, pero no importaba, porque veía que Jem estaba luchando, respondía a mi ataque. Todavía éramos iguales.

—¡Ahora no te sientes tan alto y poderoso! ¿Verdad que no? —grité volviendo al ataque.

Jem continuaba en la cama, por lo cual no pude plantarme sólidamente en el suelo, y me arrojé contra él con toda la fuerza que pude, golpeando, tirando, pellizcando, arañando. Lo que había empezado como una pelea terminó en un alboroto. Estábamos todavía luchando cuando Atticus nos separó.

—Basta ya —dijo—. Ahora, los dos inmediatamente a la cama.

—¡Hala! —le dije a Jem. Le enviaban a la cama a la misma hora que yo.

—¿Quién ha empezado? —preguntó Atticus, con resignación.

—Jem. Quería decirme lo que debo hacer. Yo no tengo que obedecerle, ¿verdad que no?

Atticus sonrió.

—Dejémoslo así: tú obedecerás a Jem siempre que él pueda obligarte a obedecerle. ¿Te parece justo?

Tía Alexandra estaba presente, aunque callada, y cuando bajó al vestíbulo con Atticus oímos que decía:

—… Precisamente una de las cosas de que te había hablado —una frase que volvió a unirnos de nuevo.

Nuestros cuartos se comunicaban; mientras cerraba la puerta entre ambos, Jem dijo:

—Buenas noches, Scout.

—Buenas noches —murmuré cruzando la habitación a tientas para encender la luz.

Al pasar junto a la cama pisé un objeto cálido, elástico y más bien blando. No era exactamente como el caucho duro, y tuve la sensación de que aquello estaba vivo. Además, oí que se movía.

Encendí la luz y miré al suelo contiguo a la cama. Fuese lo que fuere, lo que pisé había desaparecido. Llamé a la puerta de Jem.

—¿Qué? —me contestó.

—¿Qué tacto tiene una serpiente?

—Un tacto áspero. Frío. Polvoriento. ¿Por qué?

—Creo que hay una debajo de mi cama. ¿Puedes venir a verlo?

—¿Estás de guasa? —Jem abrió la puerta. Iba con pantalón de pijama. Yo advertí, no sin satisfacción, que sus labios conservaban la huella de mis nudillos. Cuando vio que hablaba en serio dijo—: Si te figuras que voy a poner la cara en el suelo al alcance de una serpiente, te equivocas. Espera un minuto —y se fue a la cocina a buscar una escoba—. Será mejor que te subas a la cama —dijo entonces.

—¿Supones que se ha marchado de verdad? —pregunté.

Aquello era un acontecimiento. Nuestras casas no tenían bodegas, estaban construidas de sillares de piedra hasta cierta altura sobre el suelo, y la entrada de reptiles no era cosa desconocida pero tampoco frecuente. La excusa de miss Rachel Haverford para tomarse un vaso de whisky puro todas las mañanas consistía en que jamás podía vencer el susto de haber encontrado una serpiente de cascabel arrollada en el armario de su dormitorio, cuando fue cierto día a colgar su negligée.

Jem metió la escoba en un movimiento de tanteo. Yo miré por encima de los pies de la cama para ver si salía alguna serpiente. No salió ninguna. Jem dio un escobazo más adentro.

—¿Gruñen las serpientes?

—No es una serpiente —dijo Jem—. Es una persona.

De súbito salió disparado de debajo de la cama un paquete pardo y sucio. Cuando apareció, Jem levantó la escoba y no acertó a la cabeza de Dill por una pulgada.

—Dios todopoderoso —la voz de Jem tenía un acento reverente.

Nos quedamos mirando cómo Dill salía poco a poco. Estaba encogido en un apretado fardo. Se puso en pie, desencogió los hombros, hizo girar los pies dentro de los calcetines que le llegaban al tobillo y, restaurada la circulación, dijo:

—Hola.

Jem volvió a dirigirse a Dios. Yo me había quedado sin palabra.

—Estoy a punto de desfallecer —dijo Dill—. ¿Tenéis algo de comida?

Fui a la cocina como una sonámbula. Le traje leche y media cacerola de tortas de maíz que habían sobrado de la cena. Dill las devoró, mascando con los dientes de delante, como tenía por costumbre. Por fin recobré la voz.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

Por una ruta complicada. Reanimado por el alimento, Dill recitó la siguiente narración: después de haber sido encadenado por su nuevo padre, que le odiaba, y abandonado en el sótano para que muriese (en Meridian había sótanos), y después de conservar la vida gracias a un campesino que al pasar por allí oyó sus gritos de socorro y le llevó, en secreto, guisantes crudos de los campos (el buen hombre metió una medida entera, vaina por vaina, por el respiradero), Dill se liberó arrancando las cadenas de la pared. Todavía con las muñecas esposadas, se alejó sin rumbo dos millas más allá de Meridian, donde descubrió un pequeño circo de animales y fue contratado inmediatamente para lavar el camello. Viajó con el circo por todo el Mississippi, hasta que su infalible sentido de orientación le indicó que estaba en el Condado de Abbott, Alabama, enfrente mismo de Maycomb, pero al otro lado del río. El resto del camino lo recorrió a pie.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —insistió Jem.

Había cogido trece dólares del monedero de su madre, subido al tren de las nueve de Meridian y saltado en el Empalme de Maycomb. Había recorrido diez u once de las millas que le separaban de nuestra ciudad andando por entre matorrales por miedo a que las autoridades estuvieran buscándole, y había salvado el resto del camino colgándose del cierre trasero de un vagón del algodón. Calculaba que había estado unas dos horas debajo de la cama; nos había oído en el comedor, y el tintineo de platos y tenedores estuvo a punto de volverle loco. Pensaba que Jem y yo no nos acostaríamos nunca. Tomó en consideración la idea de presentarse y ayudarme a pegar a Jem, pues había crecido mucho más, pero comprendió que míster Finch interrumpiría pronto la pelea, y pensó que sería mejor que continuase donde estaba. Se hallaba rendido, sucio como no se podía imaginar, pero en casa.

—No deben de saber que estás aquí ——dijo Jem—. Si te estuvieran buscando nos habríamos enterado…

—Me figuro que todavía buscan por todos los cines de Meridian —Dill sonrió.

—Deberías comunicar a tu padre dónde te encuentras —indicó Jem—. Deberías decirle que estás aquí…

Los ojos de Dill revolotearon hacia Jem, y éste bajó los suyos al suelo. En seguida se levantó y rompió el código inalterado de nuestra infancia. Salió del dormitorio y bajó al vestíbulo.

—Atticus —su voz distante—, ¿puedes venir acá un momento señor?

Debajo de la suciedad surcada por el sudor, la cara de Dill se volvió blanca. Yo me sentí enferma. Atticus estaba en el umbral.

Luego, entró hasta el centro de la habitación y se quedó plantado con las manos en los bolsillos, mirando a Dill.

Al final encontré la voz.

—Todo va bien, Dill. Cuando quiere que te enteres de algo, lo dice —Dill me miró—. Quiero decir que todo marcha bien —añadí—. Ya sabes que Atticus no te molestará; ya sabe que no le tienes miedo.

—No tengo miedo… —musitó Dill.

—Sólo hambre, apostaría —la voz de Atticus tenía su agradable tono seco habitual—. Scout, podemos proporcionarle algo mejor que una cacerola de tortas frías de maíz, ¿verdad? Ahora le llenáis la barriga a ese sujeto y cuando yo vuelva veremos lo que podemos hacer.

—¡Míster Finch, no avise a tía Rachel, no me haga regresar allá, se lo ruego, señor! ¡Me escaparía otra vez…!

—Bah, hijo —respondió Atticus—, nadie te obligará a ir a ninguna parte más que a la cama temprano. Voy sólo a decirle a miss Rachel que estáis aquí y a preguntarle si puedes pasar la noche con nosotros…, porque a ti te gustaría, ¿no es cierto? Y por amor de Dios, devuelve al condado la parte de suelo que le pertenece; la erosión es bastante considerable ya sin que la aumentemos nosotros.

Dill se quedó mirando fijamente la figura de mi padre, que retiraba.

—Procura ser gracioso —dije yo—. Quiere decir que tomes un baño. ¿Ves? Ya te he dicho que no te molestaría.

Jem estaba en pie en un ángulo del cuarto, con la cara de traidor que le correspondía.

—Tenía que decírselo, Dill —dijo—. No puedes huir a trescientas millas de distancia sin que tu madre lo sepa.

Le dejamos sin contestación.

Dill comía, y comía, y comía. No había comido desde la noche anterior. Gastó todo el dinero comprando el billete, subió al tren como en muchas ocasiones anteriores y charló tranquilamente con el revisor, para quien Dill era una figura familiar, pero no tuvo la osadía para invocar la norma de los niños cuando hacen un viaje largo: si uno ha perdido el dinero, el revisor le presta el necesario para comer, y luego, al final del trayecto, el padre del niño se lo devuelve.

Dill había despejado los sobrantes de la cena y estaba tendiendo el brazo hacia un bote de tocino con habichuelas de la despensa cuando estalló en el vestíbulo el "¡Duul-ce Jeesús!" de miss Rachel. Dill se estremeció como un conejo.

Luego soportó con fortaleza sus: "Espera cuando te tenga en casa", "Tu familia se vuelve loca de inquietud", "Está saliendo en ti todo lo de los Harris"; sonrió ante su "Me figuro que puedes quedarte una noche", y devolvió el abrazo que al final le concedieron.

Atticus se subió las gafas y se frotó el rostro.

—Vuestro padre está cansado —dijo tía Alexandra; sus primeras palabras durante horas, parecía. Había estado presente, pero muda de sorpresa, me figuro, la mayor parte del tiempo—. Ahora, niños, debéis iros a la cama.

Los dejamos en el comedor, Atticus todavía restregándose la cara.

—Pasamos de violencias a alborotos y a fugas —le oímos exclamar riendo—. Veremos lo que nos traen las dos horas siguientes.

Como parecía que las cosas habían salido bastante bien, Dill y yo decidimos mostramos corteses con Jem. Además, Dill había de dormir con él, por lo tanto daba lo mismo que le hablase.

Yo me puse el pijama, leí un rato y de pronto me vi incapaz de continuar con los ojos abiertos. Dill y Jem estaban callados; cuando apagué la lámpara de noche no se veía la raya de luz debajo de la puerta del cuarto de mi hermano.

Debí de dormir mucho rato porque, cuando me despertaron con un ligero golpe, en el cuarto había la claridad indecisa de la luna al ponerse.

—Deja sitio, Scout.

—Él se creyó en el deber de hacerlo de aquel modo —murmuré yo—. No le guardes rencor.

Dill se metió en la cama, a mi lado.

—No se lo guardo —dijo—. Sólo que quería dormir contigo. ¿Estás despierta?

En aquel momento lo estaba, aunque perezosamente.

—¿Por qué lo hiciste?

No hubo respuesta.

—He preguntado por qué te fugaste. ¿Aquél hombre era de verdad tan aborrecible como decías?

—No…

—¿No construiste el bote como me escribías cuando estabas fuera?

—Él dijo que lo construiríamos, nada más. Pero no lo construimos.

Me incorporé sobre el codo, contemplando la silueta de Dill.

—Eso no es motivo para huir. Los mayores no se ponen a hacer lo que han prometido ni la mitad de las veces…

—No era eso; él… ellos no se interesaban por mí, simplemente.

Aquél era el motivo más extravagante para fugarse que hubiera escuchado en mi vida.

—¿Cómo ocurrió?

—Estaban ausentes continuamente, y hasta cuando se encontraban en casa se iban a un cuarto solos.

—¿Qué hacen allí dentro?

—Nada, estar sentados y leer, únicamente…, pero no me querían con ellos.

Empujé la almohada hacia la cabecera y me senté.

—¿Sabes una cosa? Yo estaba dispuesta a huir esta noche que los tenía a todos aquí. Uno no los quiere siempre a todos a su alrededor, Dill… —Dill respiró con aquella respiración suya de hombre de paciencia, que era casi un suspiro—. Atticus está fuera todo el día y a veces la mitad de la noche, y se va a la legislatura y no sé adónde más. Uno no los quiere a su alrededor todo el tiempo, Dill, no podrías hacer nada si estuvieran.

—No es eso.

A medida que Dill se explicó, me sorprendí, preguntándome qué seria la vida si Jem fuese diferente, incluso de como era ahora; qué haría yo si Atticus no sintiese la necesidad de mi presencia, ayuda y consejo. Diantre, no podría pasar ni un día sin mi. Ni la misma Calpurnia sabría desenvolverse si yo no estuviera allí. Me necesitaban.

—Dill, tú no me lo explicas bien; tus familiares no podrían pasar sin ti. Serán mezquinos contigo y nada más. Te diré lo que debes hacer respecto a ello…

La voz de Dill prosiguió en la oscuridad:

—La cuestión es… Lo que trato de decirte es… que se lo pasan muchísimo mejor sin mí; no puedo ayudarles en nada. No son mezquinos. Me compran todo lo que quiero, pero es aquello de "ahora que tienes lo que pedías vete a jugar con ello". "Tienes un cuarto lleno de cosas". "Como te he comprado ese libro ve a leerlo". —Dill trató de dar profundidad a su voz—. "Tú no eres un muchacho. Los muchachos salen y juegan al béisbol con otros, no se quedan por la casa fastidiando a sus padres". —Dill habló de nuevo con su voz propia—. Oh, no son mezquindades. Te besan y te abrazan al darte las buenas noches y los buenos días y al despedirte, y te dicen que te aman… Scout, compremos un niño.

—¿Dónde?

Dill había oído decir que había un hombre que tenía un bote que llevaba a fuerza de remos a una isla de niebla donde estaban los niños pequeños; se podía pedir uno…

—Esto es una mentira. Tiíta dice que Dios los baja por la chimenea. Al menos esto es lo que creo que dijo. —Por una vez la pronunciación de tiíta no había sido demasiado clara.

—Bah, no es así. La gente saca niños el uno del otro. Pero hay ese hombre, además… ese hombre que tiene una infinidad de niños esperando que les despierten; él les da vida con un soplo…

Dill estaba disparado otra vez. Por su cabeza soñadora flotaban cosas hermosas. Podía leer dos libros mientras yo leía uno, pero prefería la magia de sus propias invenciones. Sabía sumar y restar más de prisa que el rayo, pero prefería su mundo entre dos luces, un mundo en el que los niños dormían, esperando que fueran a buscarlos como lirios matutinos. Hablando, hablando se dormía a si mismo, y me arrastraba a mi con él, pero en la quietud de su isla de niebla se levantó la imagen confusa de una casa gris con unas puertas pardas, tristes.

—¿Dill?

—¿Mmmm?

—¿Por qué no se ha fugado nunca Boo Radley? ¿Te lo figuras?

Dill exhaló un largo suspiro y se volvió de espaldas a mi.

—Quizá no tenga adonde huir…