13

—Pon mi maleta en el dormitorio de la fachada, Calpurnia —fue lo primero que dijo tía Alexandra. Y lo segundo que dijo, fue:

—Jean Louise, deja de rascarte la cabeza.

Calpurnia cogió la pesada maleta de tía Alexandra y abrió la puerta.

—Yo la llevaré —dijo Jem.

Y la llevó. Después oí que la maleta hería el suelo del dormitorio con un golpe sordo. Un ruido revestido de la cualidad de una sorda permanencia.

—¿Ha venido de visita, tiíta? —pregunté.

Tía Alexandra salía pocas veces del Desembarcadero para venir a visitarnos, y viajaba con toda pompa. Tenía un "Buik" cuadrado, verde brillante, y un chofer negro, ambos conservados en un estado de limpieza poco saludable, pero aquel día no los veía por ninguna parte.

—¿No os lo dijo vuestro padre? —preguntó.

Jem y yo movimos la cabeza negativamente.

—Probablemente se le olvidó. No ha llegado todavía, ¿verdad?

—No, generalmente no regresa hasta muy entrada la tarde —respondió Jem.

—Bien, vuestro padre y yo decidimos que ya era hora de que pasara algún rato con vosotros.

En Maycomb "un rato" significaba un período de tiempo que podía oscilar entre tres días y treinta años. Jem y yo nos miramos.

—Ahora Jem crece mucho y tú también —me dijo—. Decidimos que a los dos os convenía recibir alguna influencia femenina. No pasarán muchos años, Jean Louise, sin que te interesen los vestidos y los muchachos…

Yo habría podido replicar con varias respuestas: "Cal es una mujer", "Pasarán muchos años antes de que me interesen los muchachos", "Los vestidos no me interesarán nunca". Pero guardé silencio.

—¿Y tío Jimmy? —preguntó Jem— ¿Vendrá también?

—Oh, no, él se queda en el Desembarcadero. Conservará la finca en marcha.

En el mismo momento en que dije:

—¿No le echará usted de menos? —comprendí que no era una pregunta con tacto. Que tío Jimmy estuviera presente o ausente no implicaba una gran diferencia; tío Jimmy nunca decía nada. Tía Alexandra pasó por alto la pregunta.

No se me ocurrió ninguna otra cosa que decirle. Lo cierto es que nunca se me ocurría nada que decirle, y me senté pensando en conversaciones pretéritas, y penosas, que habíamos sostenido: "¿Cómo estás, Jean Louise?", "Perfectamente, gracias, señora, ¿como está usted?", "Muy bien, gracias. ¿Qué has hecho todo este tiempo?", "¿No haces nada?", "No", "Tendrás amigos, ciertamente", "Sí", "Bien, ¿pues qué hacéis todos juntos?", "Nada".

Era evidente que tiíta me creía en extremo obtusa, porque una vez oí que le decía a Atticus que yo era tarda de comprensión.

Detrás de todo aquello había una historia, pero yo no quería que tía Alexandra la sacase a flote en aquel momento: aquel día era domingo, y en el Día del Señor tía Alexandra se mostraba positivamente irritable. Me figuro que se debía a su corsé de los domingos. No era gorda, aunque sí maciza, y escogía prendas protectoras que elevasen su seno a una altura de vértigo, le redujeran la cintura, pusieran de relieve la parte posterior y lograran dar idea de que en otro tiempo tía Alexandra fue una figurita de adorno. Desde todos los puntos de vista, era una cosa estupenda.

El resto de la tarde transcurrió en medio de la suave melancolía que desciende cuando se presentan los parientes, pero la tristeza se disipó cuando oímos entrar un coche en el paseo. Era Atticus que regresaba de Montgomery. Jem, olvidando su dignidad, corrió conmigo a su encuentro. Él le cogió la cartera y maleta, yo salté a sus brazos, percibí su beso vago y seco, y le dije:

—¿Me traes un libro? ¿Sabes que tiíta está aquí?

Atticus respondió a ambas preguntas afirmativamente.

—¿Te gustaría que viniese a vivir con nosotros?

Yo dije que me gustaría mucho, lo cual era una mentira, pero uno debe mentir en ciertas circunstancias… y en todas las ocasiones en que no puede modificar las circunstancias.

—Hemos creído que hacía tiempo que vosotros, los pequeños, necesitabais… Ea, la cosa está así, Scout —dijo Atticus—, tu tía me hace un favor a mi lo mismo que a vosotros. Yo no puedo estar aquí todo el día, y el verano va a ser muy caluroso.

—Sí, señor —respondí, sin haber entendido ni una palabra de lo dicho. No obstante, se me antojaba que la aparición de tía Alexandra en la escena no era tanto obra de Atticus como de ella misma. Tiíta tenía la manía de sentenciar qué era "lo mejor para la familia", y supongo que el venir a vivir con nosotros entraba en esta categoría.

Maycomb le dio la bienvenida. Miss Maudie Atkinson preparó un pastel tan cargado de licor que me embriagó; miss Stephanie Crawford le hacía largas visitas, que consistían principalmente en que miss Stephanie movía la cabeza para decir: "Oh, oh, oh". Miss Rachel, la de la puerta de al lado, retenía a tía Alexandra a tomar el café por las tardes, y míster Nathan Radley llegó al extremo de subir al porche de la fachada y decirle que se alegraba de verla.

Cuando estuvo definitivamente acomodada con nosotros y la vida recobró su ritmo cotidiano, pareció como si tía Alexandra hubiese vivido siempre en nuestra casa. Los refrescos con que obsequiaba a la Sociedad Misionera se sumaron a su reputación como anfitriona. (No permitía que Calpurnia preparase las golosinas requeridas para que la Sociedad aguantase los largos informes sobre los Cristianos de arroz[4]). Se afilió al Club de Escribientes de Maycomb y pasó a ser la secretaria del mismo. Para todas las reuniones, que constituían la vida social del condado, tía Alexandra era uno de los pocos ejemplares que quedaban de su especie: tenía modales de yate fluvial y de internado de señoritas; en cuanto salía a relucir la moral en cualquiera de sus formas, ella la defendía; había nacido en caso acusativo; era una murmuradora incurable. Cuando tía Alexandra fue a la escuela, la expresión "dudar de sí mismo" no se encontraba en ningún libro de texto; por lo tanto, ignoraba su significado. Nunca se aburría, y en cuanto se le ofrecía la menor oportunidad ejercitaba sus prerrogativas reales: componía, aconsejaba, prevenía y advertía.

Jamás dejaba escapar la ocasión de señalar los defectos de otros grupos tribales, para mayor gloria del nuestro, costumbre que Jem más bien le divertía que le enojaba.

—Tiíta debería tener cuidado con lo que dice; sacar al sol los trapitos sucios de la mayoría de personas de Maycomb, y resulta que son parientes nuestros.

Al subrayar el aspecto moral del suicidio de Sam Merriweather, tía Alexandra dijo que era debido a una tendencia mórbida de la familia. Si a una chica de dieciséis años se le escapaba una risita en el coro de la iglesia, tía Alexandra decía:

—Eso viene a demostraros, simplemente, que todas las mujeres de la familia Penfield son traviesas.

Según parecía, en Maycomb todo el mundo tenía una tendencia a la bebida, tendencia al juego, tendencia ruin, tendencia ridícula.

En una ocasión en que tiíta nos aseguraba que la tendencia de miss Stephanie Crawford a ocuparse de los asuntos de las otras personas era hereditaria, Atticus dijo:

—Hermana, si te paras a pensarlo, nuestra generación es la primera de la familia Finch en que no se casan primos con primos. ¿Dirías tú que los Finch tienen una tendencia incestuosa?

Tiíta dijo que no, que de ahí venía que tuviésemos los pies y las manos pequeños.

Nunca comprendí que le preocupase tanto la herencia. De ninguna parte había recogido yo la idea de que eran personas excelentes aquéllas que obraban lo mejor que sabían según el criterio que poseían, pero tía Alexandra alimentaba la creencia, que expresaba de un modo indirecto, de que cuanto más tiempo había estado asentada una determinada familia en el mismo trozo de terreno tanto más distinguida y excelente era.

—De este modo, los Ewell son una gente excelente —decía Jem.

La tribu que formaban Burris Ewell y su hermandad vivía en el mismo pedazo de terreno y medraba alimentándose del dinero de la Beneficencia del condado desde hacía tres generaciones.

La teoría de tía Alexandra tenía algo, no obstante, que la respaldaba. Maycomb era una ciudad antigua. Estaba veinte mil millas al este del Desembarcadero de Finch, absurdamente tierra adentro para una población tan antigua. Pero Maycomb habría estado enclavada más cerca del río si no hubiese sido por el talento despierto de un Sinkfield, que en los albores de la historia regentaba una posada en la conjunción de dos caminos de cabras, la única taberna del territorio. Sinkfield, que no era patriota, proporcionaba y suministraba municiones a los indios y a los colonos por igual, sin saber ni importarle si formaban parte del territorio de Alabama o de la nación creek, con tal que el negocio se diera bien. Y el negocio era excelente cuando el gobernador William Wyat Bibb, con el propósito de promover la paz doméstica del condado recién formado, envió un equipo de inspectores a localizar el centro exacto para establecer allí la sede del Gobierno. Los inspectores, huéspedes suyos, explicaron a Sinkfield que se encontraba en los límites territoriales del condado de Maycomb, y le enseñaron el lugar donde probablemente se erigiría la capital del mismo. Si Sinkfield no hubiese dado un golpe audaz para salvar sus intereses, Maycomb habría estado enclavado en medio de la Ciénaga de Winston, un lugar totalmente desprovisto de interés. En cambio Maycomb creció y se extendió a partir de su eje, la Taberna de Sinkfield, porque éste, una noche, redujo a sus huéspedes a la miopía de la borrachera, les indujo a sacar sus mapas y planos, y a trazar una curva aquí y añadir un trocito allí, hasta situar el centro del condado en el punto que a él le convenía. Al día siguiente les hizo recoger el equipaje y los envió armados de sus planos y de cinco cuartos de galón de licor: dos por cabeza, y uno para el gobernador.

Como la primera razón de su existencia fue la de servir de sede para el Gobierno, Maycomb se ahorró desde un principio, el aspecto sucio y mísero que distinguía a la mayoría de las poblaciones de Alabama de su categoría. Ya en el principio tuvo edificios sólidos, uno de ellos para el juzgado, unas calles generosamente anchas. La proporción de profesiones liberales era muy elevada en Maycomb: uno podía ir allá a que le arrancasen un diente, le reparasen el carromato, le auscultasen el corazón, le guardasen el dinero, le salvasen el alma, o a que el veterinario le curase las mulas. Pero la sabiduría de largo alcance de la maniobra de Sinkfield puede someterse a discusión. Sinkfield situó la ciudad demasiado lejos del único medio de transporte de aquellos días —la embarcación fluvial— y un hombre del extremo norte del condado necesitaba dos días de viaje para ir a proveerse de géneros en las tiendas de Maycomb. En consecuencia, la población conservó las mismas dimensiones por espacio de un centenar de años, constituyendo una isla en un mar cuadriculado de campos de algodón y arboledas.

Aunque Maycomb quedó ignorado durante la Guerra de Secesión, la ley de Reconstrucción y la ruina económica la obligaron a crecer. Creció hacia dentro. Raramente se establecían allí personas forasteras: las mismas familias se unían en casamiento con otras mismas familias, hasta que todos los miembros de la comunidad tuvieron una ligera semejanza. De cuando en cuando alguno regresaba de Montgomery o de Mobile con una pareja forastera, pero el resultado sólo causaba una ligera ondulación en la tranquila corriente del parecido de las familias. Todo ello seguía igual; poco más o menos, durante mis primeros años.

En Maycomb existía ciertamente un sistema de castas; pero para mi modo de pensar funcionaban de este modo: se podía predecir que los ciudadanos más antiguos, la presente generación de los moradores que habían vivido codo a codo durante años y años, se relacionarían y se unirían entre sí; tenderían a las actitudes admitidas, a los rasgos generales del carácter y hasta a los gestos que habían repetido en cada generación y que el tiempo había refinado. Así pues, las sentencias: "Ningún Crawford se ocupa de asuntos". "De cada tres Merriweather uno es enfermizo", "La verdad no se halla en casa de los Delafield", "Todos los Buford caminan de este modo", eran simples guías de la vida cotidiana. Nunca se aceptaba un cheque de un Delafield sin una discreta consulta previa al Banco; miss Maudie Atkinson tenía los hombros caídos porque era una Buford; si mistress Grace Merriweather sorbía Ginebra, no era cosa inusitada: su madre hacía lo mismo.

Tía Alexandra encajaba en el mundo de Maycomb lo mismo que la mano en el guante, pero jamás en el mundo de Jem y mío. Me pregunté tan a menudo cómo era posible que fuese hermana de Atticus y de tío Jack que reavivé en mi mente las historias, recordadas a medias, de trueques y raíces de mandrágora, inventadas por Jem mucho tiempo atrás.

Durante su primer mes de estancia, todo esto fueron especulaciones abstractas, pues tenía poca cosa que decirnos a Jem y a mi, y sólo la veíamos a las horas de comer y por la noche, antes irnos a la cama. Era verano y pasábamos el tiempo al aire libre. Naturalmente, algunas tardes, al entrar corriendo a beber un trago de agua, encontraba la sala de estar invadida de damas de Maycomb que bebían, susurraban y se abanicaban, y a mí se me ordenaba:

—Jean Louise, ven a hablar con estas señoras.

Cuando yo aparecía en el umbral, tiíta tenía una cara como si lamentase haberme llamado; por lo general yo iba llena de salpicaduras de barro, o cubierta de arena…

—Habla con tu prima Lily —me dijo una tarde, cuando me tuvo en el vestíbulo, cogida en la trampa.

—¿Con quién? —pregunté.

—Con tu prima Lily Brooke —dijo tía Alexandra.

—¿Lily es prima nuestra? No lo sabía.

Tía Alexandra se las compuso para sonreír de un modo que transmitía una suave petición de excusas a prima Lily y una fuerte reprimenda a mí. Más tarde, cuando Lily Brooke se hubo marchado, nos declaró a Jem y a mi lo lamentable que era que nuestro padre hubiera olvidado hablarnos de la familia e inculcarnos el orgullo de ser unos Finch. A continuación salió de la sala y regresó con un libro de cubiertas moradas con unas letras impresas en oro que decían: Meditaciones de Joshua S. Sta Clair.

—Tu primo escribió este libro —dijo tía Alexandra—. Era un hombre notable.

Jem examinó el pequeño volumen.

—¿Es el primo Joshua que estuvo encerrado tanto tiempo?

—¿Cómo estás enterado de eso? —preguntó a su vez tía Alexandra.

—Caramba, Atticus dijo que en la Universidad le suspendieron y trató de pegarle un tiro al presidente del tribunal. Dijo que el primo Joshua afirmaba que el presidente no era otra cosa que un buscacloacas y que intentó disparar contra él con una vieja pistola de pedernal, sólo que el arma le estalló en la mano. Atticus dice que a la familia le costó quinientos dólares el sacarle de aquel lío…

Tía Alexandra estaba inmóvil, de pie y tiesa como una cigüeña.

—Basta ya —dijo—. Luego hablaremos de esto.

Antes de la hora de acostarme, estaba yo en el cuarto de Jem tratando de que me prestase un libro, cuando Atticus dio unos golpecitos en la puerta y entró. Sentóse en el borde de la cama de Jem, nos miró muy serio, y luego sonrió.

—Errr… hummm… —comenzó. Había empezado a adquirir la costumbre de preludiar algunas de las cosas que decía con unos sonidos guturales, por lo cual yo pensaba que quizá al fin se hacía viejo, aunque tenía el mismo aspecto de siempre—. No sé cómo decirlo exactamente —anunció.

—Pues dilo y nada más —replicó Jem—. ¿Hemos hecho algo?

Nuestro padre se estrujaba los dedos.

—No; sólo quería explicarte que… tu tía Alexandra me ha pedido… Hijo, tú sabes que eres un Finch, ¿verdad?

—Esto me han dicho. —Jem miraba por el rabillo del ojo. Su voz subió de tono sin que la pudiera dominar—. Atticus, ¿qué pasa?

Atticus cruzó las piernas y los brazos.

—Estoy tratando de explicarte las realidades de la vida.

El disgusto de Jem fue en aumento.

—Conozco todas esas sandeces —dijo.

Atticus se puso súbitamente serio. Con su voz de abogado, sin la sombra de una inflexión, dijo:

—Tu tía me ha pedido que probase de inculcaros a ti y a Jean Louise la idea de que no descendéis de gente vulgar, de que sois el producto de varias generaciones de personas de buena crianza… —Atticus se interrumpió para ver cómo yo localizaba una nigua huidiza en mi pierna—. De buena crianza —continuó, cuando la hube encontrado y escarbado—, y que debéis tratar de hacer honor a vuestro nombre… Me ha pedido que os diga que debéis tratar de portaros como la damita y el pequeño caballero que sois. Quiere que os hable de nuestra familia y de lo que ha significado para el Condado de Maycomb en el transcurso de los años, con el fin de que tengáis idea de quiénes sois y os sintáis impulsados a obrar en consecuencia —concluyó de un tirón.

Jem y yo nos miramos atónitos; luego miramos a Atticus quien parecía molestarle el cuello de la camisa. Pero no le contestamos nada.

Un momento después yo cogí un peine de la mesa del tocador de Jem y me puse a frotar sus púas contra el borde de la mesa.

—Acaba con ese ruido —ordenó Atticus.

Su brusquedad me hirió. El peine estaba a mitad de su carrera; lo dejé con un golpe. Noté que lloraba sin motivo alguno, pero no pude reprimirme. Aquél no era mi padre. Mi padre jamás concebía tales pensamientos. Mi padre nunca hablaba de aquella manera. Fuese como fuere, tía Alexandra le había asignado aquel papel. A través de las lágrimas vi a Jem plantado en un similar estanque de aislamiento; tenía la cabeza inclinada hacia un lado.

Aunque no sabía a dónde ir, me volví para marcharme y topé con la chaqueta de Atticus. Hundí la cabeza en ella y escuché pequeños ruidos internos que se producían detrás de la delgada tela azul: el tic-tac del reloj de bolsillo, el leve crepitar de la camisa almidonada, el sonido suave de la respiración de mi padre.

—Te ronca el estómago —le dije.

—Lo sé —respondió.

—Te conviene tomar un poco de agua carbónica.

—La tomaré —prometió.

—Atticus, esta manera de proceder y todas estas cosas, ¿van a cambiar la situación? Quiero decir, ¿vas a…?

Sentí su mano detrás de mi cabeza.

—No te inquietes por nada —me dijo—. No es tiempo de inquietarse.

Al oír estas palabras comprendí que había vuelto con nosotros. La sangre de mis piernas empezó a circular de nuevo y levanté cabeza.

—¿Quieres de veras que hagamos todas esas cosas? Yo no puedo recordar todo lo que se da por supuesto que los Finch deberían hacer…

—No quiero que recuerdes nada. Olvídalo.

Atticus se encaminó hacia la puerta y salió del cuarto, cerrando la puerta tras de sí. Estuvo a punto de cerrarla con recio golpe, pero se dominó en el último momento y la cerró suavemente. Mientras Jem y yo mirábamos fijamente en aquella dirección, la puerta se abrió de nuevo y Atticus asomó la cabeza. Tenía las cejas levantadas, y se le habían deslizado las gafas.

—Cada día me vuelvo más como el primo Joshua, ¿verdad? ¿Creéis que acabaré costándole quinientos dólares a la familia?

Ahora comprendo su intención, pero es que Atticus sólo era un hombre. Para esa clase de trabajo se precisa una mujer.