11

Cuando éramos pequeños, Jem y yo confinábamos nuestras actividades a la parte sur del barrio, pero cuando estuve bien adelantada en el segundo grado de la escuela y el atormentar a Boo Radley fue cosa pretérita, el sector comercial de Maycomb nos atrajo con frecuencia calle arriba, hasta más allá de la finca de mistress Henry Lafayette Dubose. Era imposible ir a la ciudad sin pasar por delante de su casa, a menos que quisiéramos dar un rodeo de una milla. Los encuentros de poca monta que había tenido previamente con aquella señora no me dejaron ganas para otros; pero Jem decía que alguna vez tenía que hacerme mayor.

Dejando aparte una criada negra de servicio permanente, mistress Dubose vivía sola, dos puertas más arriba de la nuestra, en una casa con unas empinadas escaleras en la fachada y un pasillo reducido. Era muy anciana; se pasaba la mayor parte del día en la cama, y el resto en un sillón de ruedas. Se rumoreaba que llevaba una pistola escondida entre sus numerosas bufandas y envolturas.

Jem y yo la odiábamos. Si estaba en el porche al pasar, nos escudriñaba con una mirada airada, nos sometía a despiadados interrogatorios acerca de nuestra conducta, y nos hacía tristes presagios relativos a lo que valdríamos cuando fuésemos mayores, los cuales podían resumirse siempre en que no valdríamos para nada. Hacía tiempo que abandonamos la idea de pasar por delante de su casa yendo por la acera opuesta; aquello sólo servía para que ella levantase la voz haciendo partícipes a todos los vecinos de sus imprecaciones.

No podíamos hacer nada que le agradase. Si la saludaba lo más risueña que sabía con un:

—Hola, mistress Dubose —recibía por respuesta:

—¡No me digas hola, a mí, niña fea! ¡Debes decirme, buenas tardes, mistress Dubose!

Era malvada. Una vez oyó a Jem refiriéndose a nuestro padre con el nombre de "Atticus" y su reacción fue apoplética. Además de ser los mocosos mas respondones y antipáticos que pasaban por allí, tuvimos que escuchar que era una pena que nuestro padre, después de la muerte de mamá, no hubiera vuelto a casarse. Dama más encantadora que nuestra madre no había existido, decía ella, y destrozaba el corazón ver que Atticus Finch permitía que sus hijos crecieran como unos salvajes. Yo no recordaba a nuestra madre, pero Jem sí —a veces me hablaba de ella—, y cuando mistress Dubose nos disparó su mensaje, se puso lívido.

Después de haber sobrevivido a los peligros de Boo Radley, de un perro rabioso y a otros terrores, Jem decidió que era una cobardía pararse delante de las escaleras de la fachada de miss Rachel y esperar, y decretó que habíamos de correr hasta la esquina de la oficina de Correos yendo al encuentro de Atticus cuando regresaba del trabajo. Innumerables tardes, Atticus encontraba a Jem furioso por algo que había dicho mistress Dubose mientras pasábamos.

—El remedio está en la calma, hijo —solía contestar Atticus—. Es una señora anciana y está enferma. Limítate a conservar la cabeza alta y a portarte como un caballero. Te diga lo que te diga tu deber consiste en no permitir que te haga perder los estribos.

Jem replicaba que no debía de estar muy enferma cuando gritaba de aquel modo. Cuando llegábamos los tres a la altura de su casa, Atticus se quitaba el sombrero con una reverencia, le hacía un ademán afectuoso y la saludaba:

—¡Buenos días, mistress Dubose! Ésta mañana parece usted un cuadro.

Jamás le oí decir a Atticus qué clase de cuadro. Luego le comunicaba las noticias del juzgado, y decía que le deseaba de todo corazón un buen día para mañana. En seguida se ponía el sombrero de nuevo, me subía a los hombros en presencia de la vieja y nos íbamos a casa bajo la luz del crepúsculo. Hubo ocasiones como éstas en que pensé que mi padre, que odiaba las armas y no había estado en ninguna guerra, era el hombre más valiente que había existido.

Al día siguiente al de su decimosegundo cumpleaños, a Jem le quemaba el dinero en el bolsillo, y a primera hora de la tarde nos dirigimos hacia la ciudad. Jem pensaba que tendría bastante para comprarse una máquina de vapor de miniatura, y un bastón para mí, de esos que se voltean en los desfiles.

Hacía mucho tiempo que puse yo el ojo en aquella vara de mando. Estaba en la tienda de V. J. Elmore, tenía incrustados cequines y lentejuelas, y costaba diecisiete centavos. En aquella época ardía en mi la ambición de hacerme mayor y desfilar con mi bastón delante de la banda del Instituto del Condado de Maycomb. Habiendo desarrollado mi habilidad hasta el punto de lanzar un palo al aire y faltarme poco para cogerlo en la bajada, había motivado que Calpurnia no me dejase entrar en casa cada vez que me veía con uno en la mano. Yo pensaba que vencería el inconveniente si tenía un bastoncito de verdad, y consideraba que Jem era muy generoso al comprarme uno.

Cuando pasamos por delante, mistress Dubose estaba en su porche.

—¿Adónde vais vosotros dos a estas horas del día? —nos gritó—. A hacer novillos, supongo. ¡Llamaré al director y se lo diré! —llevó las manos a las ruedas y ejecutó un giro perfecto.

—Oh, es sábado, mistress Dubose —contestó Jem.

—Importa poco que sea sábado —dijo, con oscuro sentido—. Me gustaría saber si vuestro padre está enterado de dónde os encontráis.

—Mistress Dubose, nosotros hemos ido a la ciudad solos desde que éramos así —Jem se inclinó para señalar con la palma de la mano una altura de unos dos píes sobre la acera.

—¡No me mientas! —chilló—. Jeremy Finch, Maudie Atkinson me ha dicho que esta mañana le destrozaste la parra scuppernongs. ¡Se lo dirá a tu padre y entonces desearás no haber visto nunca la luz del día! ¡Si no te mandan al reformatorio antes de la semana próxima, es que yo no me llamo Dubose!

Jem, que no se había acercado al árbol de miss Maudie desde el verano pasado, y que sabía que, si se lo hubiera hecho, miss Maudie no se lo diría a Atticus, se encerró en una negativa absoluta.

—¡No me contradigas! —bramó mistress Dubose—. Y tú —dijo, señalándome con un dedo artrítico—, ¿qué haces con ese mono? ¡Deberías ir con vestido y camisola, señorita! Te harás mayor sirviendo mesas, si alguien no te hace cambiar de camino… Una Finch sirviendo mesas en el "Café O.K."…, ¡ja!, ¡ja!

Yo estaba aterrorizada. El "Café O.K." era una fatídica institución de la cara norte de la plaza. Me cogí al brazo de Jem, pero él me hizo soltarle con una sacudida.

—Ven, Scout —susurró—. No le hagas ningún caso; levanta bien la cabeza, nada más, y sé un caballero.

Pero mistress Dubose nos retuvo.

—¡No solamente una Finch sirviendo mesas, sino uno en el juzgado defendiendo negros!

Jem se puso rígido. El disparo de mistress Dubose había hecho blanco, y ella lo comprendía.

—Si, ¿verdad? ¿Es qué ha terminado este mundo cuando un Finch se revuelve contra los que le han formado? ¡Yo os lo diré! —Aquí se llevó la mano a la boca. Al retirarla, colgaba de ella un largo hilo plateado de saliva—. ¡Vuestro padre no vale más que los negros y la canalla por los cuales trabaja!

Jem se había puesto escarlata. Le tiré de la manga, y mientras caminábamos por la acera nos siguió una filípica acerca de la degeneración moral de nuestra familia, cuya premisa más considerable era que, de todos modos, la mitad de los Finch estaban en asilo; aunque si nuestra madre viviera no habríamos llegado a tal estado.

No estuve segura de qué era lo que le ofendía más a Jem, pero las alusiones al estado mental de la familia provocaron en mí un vivo resentimiento contra mistress Dubose. Me había acostumbrado casi a escuchar insultos dirigidos contra Atticus, pero aquel era el primero que venía de un adulto. Excepto por sus comentarios con respecto a Atticus, el ataque de miss Dubose era cosa trillada. La atmósfera traía una insinuación del verano; en las sombras hacía fresco, pero el sol era caliente, lo cual significaba que se acercaban los buenos tiempos: sin escuela y con Dill.

Jem se compró su máquina de vapor, y fuimos a la tienda de Elmore por mi bastón. A Jem no le causó placer alguno la adquisición; se la metió en el bolsillo y de regreso a casa caminó silenciosamente a mi lado. Por el camino le faltó poco para que tocara con el bastón a mister Link Deas, quien me dijo:

—¡Ten cuidado ahora, Scout! —cuando no supe cogerlo al vuelo.

Al llegar cerca de la casa de mistress Dubose, el bastón estaba sucio por haberlo recogido del suelo tantas veces.

En años posteriores, repetidamente me pregunté cuál fue el motivo que impulsó a Jem, por qué causa quebró el mandato de "Sé un caballero nada más, hijo", y la fase de presuntuosa rectitud en que había entrado recientemente. Probablemente tuvo que escuchar tantas tonterías como yo misma por el hecho de que Atticus defendiera en el juzgado a los negros, y yo daba por descontado que se dominaría los nervios; mi hermano tenía un temperamento naturalmente tranquilo y se inflamaba despacio. A la sazón sin embargo, creí que la única explicación de su conducta consistía en admitir que, por unos minutos, simplemente, se volvió loco de rabia.

Jem hizo lo que hubiese hecho yo con toda tranquilidad de no haberme encontrado bajo la prohibición de Atticus, la cual incluía a mi entender, el no pelearme con viejas horribles. Apenas llegamos delante de la puerta de mistress Dubose, me arrebató el bastón y ascendiendo las escaleras con furia salvaje, se metió en el patio trasero de la anciana, olvidando todo lo que Atticus nos dijo siempre, olvidando que mistress Dubose llevaba una pistola escondida debajo de sus manteletas, olvidando que si mistress Dubose erraba el tiro, su criada Jessie probablemente acertaría.

No empezó a calmarse hasta que hubo cortado las puntas de todas las plantas de camelia que mistress Dubose poseía, hasta que el suelo quedó alfombrado de capullos verdes y de hojas. Entonces dobló el bastón sobre la rodilla, lo partió en dos y lo arrojó al suelo.

En aquel momento yo estaba ya dando alaridos. Jem me tiró del cabello, dijo que no le importaba, que volvería a hacerlo si se le presentaba ocasión y que si no me callaba me arrancaría todos los cabellos de la cabeza. Yo no me callé y él me dio una patada. Perdí el equilibrio y caí de bruces. Jem me levantó con aire brusco, pero tenía una expresión como si lo lamentase. No había nada que decir.

Aquélla tarde no se nos antojó ir al encuentro de Atticus, de regreso al hogar. Rondamos huraños por la cocina hasta que Calpurnia nos echó. Por algún arte de magia, Calpurnia parecía enterada de todo. Calpurnia fue una fuente de alivio menos que satisfactoria, pero le dio a Jem un panecillo caliente con mantequilla, que él partió en dos, dándome la mitad a mi. Aquello sabía a algodón.

Nos fuimos a la sala. Yo cogí una revista de fútbol, encontré un retrato de Dixie Howell, lo enseñé a Jem y dije:

—Éste se parece a ti.

Fue la cosa más agradable que se me ocurrió decirle, pero no sirvió de nada. Jem se sentó junto a las ventanas, acurrucado en una mecedora, esperando con el ceño adusto. La luz del día se apagaba.

Dos edades geológicas más tarde, oímos las suelas de los zapatos de Atticus arañando las escaleras de la fachada. La puerta vidriera se cerró de golpe, hubo una pausa (Atticus estaba delante de la percha del vestíbulo) y le oímos llamar:

—¡Jem! —su voz era como el viento del invierno.

Atticus encendió la luz del techo de la sala y nos encontró allí, inmóviles, petrificados. En una mano llevaba mi bastón, cuya sucia borla se arrastraba por la alfombra. Entonces extendió la otra mano; contenía hinchados capullos de camelia.

—Jem —dijo—, ¿eres el responsable de esto?

—Sí, señor.

—¿Por qué lo has hecho?

Jem respondió en voz baja:

—Ella ha dicho que defendía a negros y canallas.

—¿Lo has hecho porque ella ha dicho estas palabras?

Los labios de Jem se movieron, pero su "Sí, señor" resultó inaudible.

—Hijo, no dudo que tus contemporáneos te han fastidiado mucho a causa de que yo defienda a los nigros, como vosotros decís, pero hacer una cosa como ésta a una dama anciana no tiene excusa. Te aconsejo encarecidamente que vayas a hablar con mistress Dubose —dijo Atticus—. Después ven directamente a casa.

Jem no se movió.

—He dicho que vayas.

Yo quise salir de la sala, detrás de Jem.

—Ven acá —me ordenó Atticus. Yo retrocedí.

Atticus cogió el Mobile Press y se sentó en la mecedora que Jem había dejado vacía. Por mi vida, no comprendía cómo podía seguir sentado allí con aquella sangre fría cuando su único hijo varón corría el considerable riesgo de morir asesinado por una antigualla del Ejército Confederado. Por supuesto, Jem me hacía enfadar tanto a veces que habría sido capaz de matarle yo, pero si mirábamos la realidad desnuda, él era todo lo que tenía. Atticus ni parecía darse cuenta de eso, o si se daba, no le importa.

Por tal motivo le odié, pero cuando uno está en apuros se cansa fácilmente; pronto me hallé escondida en su regazo, y los brazos de mi padre me rodearon.

—Eres demasiado mayor para mecerte —me dijo.

—A ti no te importa lo que le pase —dije yo—. Le has enviado tan tranquilo a que le peguen un tiro, cuando todo lo que ha hecho ha sido salir en tu defensa.

Atticus me empujó la cabeza debajo de su barbilla, diciendo:

—Todavía no es tiempo de inquietarse. Jamás creía que Jem perdiese la cabeza por ese asunto; pensaba que me crearías más problemas tú.

Yo contesté que no veía por qué habíamos de conservar la calma, al fin y al cabo; en la escuela no conocía a nadie que tuviera que conservar la calma por nada.

—Scout —dijo Atticus—, cuando llegue el verano tendrás que conservar la calma ante cosas mucho peores… No es equitativo para ti y para Jem, lo sé, pero a veces hemos de tomar las cosas del mejor modo posible, y del modo que nos comportemos cuando estén en juego las apuestas… Bien, todo lo que puedo decir es que cuando tú y Jem seáis mayores, quizá volveréis, la vista hacía esta época con cierta compasión y con el convencimiento de que no os traicioné. Éste caso, el caso de Tom Robinson, es algo que entra hasta la esencia misma de la conciencia de un hombre… Scout, yo no podría ir a la iglesia y adorar a Dios si no probara de ayudar a aquel hombre.

—Atticus, es posible que te equivoques…

—¿Cómo es eso?

—Mira, parece que muchos creen que tienen razón ellos y que tú te equivocas…

—Tienen derecho a creerlo, ciertamente, y tienen derecho a que se respeten en absoluto sus opiniones —contestó Atticus—, pero antes de poder vivir con otras personas tengo que vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia de uno.

Cuando Jem regresó me encontró todavía en el regazo de mi padre.

—¿Qué, hijo? —preguntó Atticus. Y se puso de pie. Yo procedí a un reconocimiento secreto de Jem. Parecía continuar todo de una pieza, pero tenía una expresión rara en el rostro. Quizá la vieja le había dado una dosis de calomelanos.

—Le he limpiado el patio y he dicho que me pesaba (aunque no me pesa) y que trabajaría en su jardín todos los sábados para tratar de hacer renacer las plantas.

—No había por qué decir que te pesaba si no te pesa —dijo Atticus—. Es vieja y está enferma, Jem. No se la puede hacer responsable de lo que dice y hace. Por supuesto, hubiera preferido que me lo hubiese dicho a mí antes que a ninguno de vosotros dos, pero no siempre podemos ver cumplidos nuestros deseos.

Jem parecía fascinado por una rosa de la alfombra.

—Atticus —dijo—, quiere que vaya a leerle.

—¿A leerle?

—Sí, señor. Quiere que vaya todas las tardes al salir de la escuela, y también los sábados, y le lea en alta voz durante dos horas.

—¿Debo hacerlo, Atticus?

—Ciertamente.

—Pero quiere que lo haga durante un mes.

—Entonces lo harás durante un mes.

Jem puso la punta del pie delicadamente en el centro de la rosa y apretó. Por fin, dijo:

—Atticus, en la acera está muy bien pero dentro… dentro está oscuro y da hormigueos. Hay sombras y cosas en el techo…

Atticus sonrió con una sonrisa fea.

—Eso debería excitar tu imaginación. Figúrate, simplemente, que estás en la casa de los Radley.

El lunes siguiente por la tarde, Jem y yo subimos las empinadas escaleras de la casa de mistres Dubose y recorrimos el pasillo abierto. Jem, armado con Ivanhoe y repleto de superiores conocimientos, llamó a la segunda puerta de la izquierda.

—¡Mistress Dubose! —gritó.

Jessie abrió la puerta de madera y corrió el cerrojo de la de cristales.

—¿Eres tú Jem Finch? —dijo—. Te acompaña tu hermana. No se si…

—Hazles entrar a los dos —ordenó mistress Dubose.

Jessie nos hizo pasar y se fue a la cocina.

Un olor opresivo vino a nuestro encuentro apenas cruzamos umbral, un olor que había percibido muchas veces en casas grises consumidas por la lluvia, donde hay lámparas de petróleo, cazos de agua y sábanas domésticas sin pasar por la colada. Un olor que siempre me dio miedo y me puso en guardia, recelosa.

En el ángulo del cuarto había una cama de latón; y en la cama mistress Dubose. Yo me pregunté si la había puesto allí la acción de Jem, y por un momento me inspiró pena. Yacía debajo de un pila de colchas y tenía una expresión casi amistosa.

Junto a la cama había un lavabo con una losa de mármol; sobre la losa había una cucharilla, una jeringa encamada para los oídos, una caja de algodón hidrófilo y un despertador de acero que se sostenía sobre tres patillas pequeñas.

—¿De modo que te has traído a tu sucia hermanita? —fue el saludo que nos dedicó.

Jem contestó sosegadamente:

—Mi hermana no es sucia, y yo no le temo a usted —pero advertí que le temblaban las rodillas.

Esperaba un rosario de improperios, más la vieja se limitó decir:

—Puedes empezar a leer, Jeremy.

Jem se acomodó en una silla con asiento de caña y abrió Ivanhoe. Yo me acerqué otra y me senté a su lado.

—Acercaos —ordenó mistress Dubose—. Poneos al lado de la cama.

Nosotros movimos las sillas adelante. Era la vez que había estado más cerca de la vieja, y lo que anhelaba más era retirar la silla de nuevo.

Aquélla mujer era horrible. Tenía la cara del color de una funda sucia de almohada, y en los ángulos de su boca brillaba la humedad, que descendía pausadamente, como un glaciar, por los profundos surcos que encerraban su barbilla. Las manchas violáceas de la ancianidad moteaban sus mejillas, y sus pálidos ojos ostentaban unas pupilas negras, pequeñas como puntas de aguja. Tenía las manos nudosas, y las crecidas cutículas cubrían buena parte de las uñas. Su encía inferior no quedaba escondida, y el labio superior lo tenía saliente; de tiempo en tiempo retraía el labio inferior hacia la encía superior arrastrando la barbilla en el movimiento. Esto hacía que la humedad descendiese más de prisa.

No miré más de lo preciso, Jem abrió de nuevo Ivanhoe y se puso a leer. Probé a seguirle, pero leía demasiado aprisa. Cuando llegaba a una palabra que no conocía se la saltaba, pero mistress Dubose le pescaba y se la hacía deletrear. Jem leyó durante veinte minutos quizá; entretanto yo estuve contemplando la campana de la chimenea, manchada de hollín, y mirando por la ventana y hacia todas partes, con el fin de tener la vista apartada de la vieja. A medida que mi hermano seguía leyendo, advertí que las correcciones de mistress Dubose iban siendo menos, y más espaciadas, y que Jem hasta había dejado una frase suspendida en el aire. Mistress Dubose no escuchaba.

Entonces volví la vista hacia la cama.

Algo le había pasado a mistress Dubose. Yacía tendida de espaldas, con las colchas subidas hasta la barbilla. Sólo se le veían la cabeza y los hombros. Una cabeza que se movía lentamente de un lado para otro. De tarde en tarde abría por completo la boca, y yo veía su lengua ondulando levemente. Sobre los labios se le acumulaban cintas de saliva, la anciana las echaba hacia el interior de la boca y abría los labios de nuevo. La boca parecía tener una existencia suya particular. Trabajaba por separado e independientemente del resto del organismo, afuera y adentro, lo mismo que el agujero de una almeja en la marca baja. De vez en cuando producía un sonido de "Pt", cual una sustancia viscosa cuando empieza a hervir.

Yo tiré a Jem de la manga.

El me miró, luego miró a la cama. La cabeza de la vieja continuaba con su movimiento oscilatorio en dirección a nosotros. Jem preguntó:

—Mistress Dubose, ¿se encuentra bien?

Ella no le oyó.

El despertador se puso a tocar y nos dejó tiesos de espanto. Un minuto después, con los nervios todavía estremecidos, Jem y yo estábamos en la acera camino de casa. No habíamos huido, nos envió Jessie: antes de que la campana del despertador parase había entrado en el cuarto y nos había despedido.

—Fuera —nos dijo—, idos a casa. En la puerta, Jem se paró indeciso.

—Es la hora de la medicina —explicó Jessie.

Mientras la puerta se cerraba detrás de nosotros, la vi andar rápidamente hacia la cama de mistress Dubose.

Eran solamente las tres cuarenta y cinco cuando llegamos a casa, por lo que Jem y yo salimos al patio trasero hasta que llegó hora de ir a esperar a Atticus. Nuestro padre nos traía dos lápices amarillos para mí y una revista de fútbol para Jem, lo cual era supongo, una recompensa muda por nuestra primera sesión cotidiana con mistress Dubose. Jem le explicó cómo había ido.

—¿Habéis tenido mucho miedo? —preguntó Atticus.

—No, señor —respondió Jem—, pero es muy desagradable. Sufre ataques, o algo por el estilo. Escupe mucho.

—No puede evitarlo. Cuando las personas están enfermas, a veces no tienen un aspecto agradable.

—A mi me ha dado miedo —dije yo.

Atticus me miró por encima de las gafas.

—No es preciso que acompañes a Jem, ya lo sabes.

La tarde siguiente en casa de mistress Dubose fue lo mismo que la anterior, y lo mismo fue la otra, hasta que gradualmente quedó establecido un programa: todo empezaba normal; es decir, mistress Dubose acosaba un rato a Jem con sus temas favoritos; sus camelias y las inclinaciones de ama-negros de nuestro padre; Poco a poco iba quedándose callada y, luego, se olvidaba de nosotros. Después sonaba el despertador, Jessie nos empujaba fuera, y el resto del día nos pertenecía por entero.

—Atticus —pregunté una tarde—, ¿qué es exactamente un ama-negros?

Atticus tenía la cara seria.

—¿Te ha llamado alguien con esa palabra?

—No, señor, mistress Dubose te lo llama a ti. Todas las tardes se entusiasma dándote ese nombre. Francis me lo dijo a mí la Navidad pasada, entonces fue la primera vez que lo oí.

—¿Por eso arremetiste contra él? —preguntó Atticus.

—Sí, señor…

—Entonces, ¿cómo me preguntas qué significa?

Yo traté de explicar a Atticus que no fue tanto lo que decía Francis como su forma de decirlo lo que me puso furiosa.

Era lo mismo que si hubiese dicho "nariz mocosa" u otra cosa parecida.

—Scout —dijo Atticus—, ama-negros es simplemente una de esas expresiones que no significan nada; igual que nariz mocosa. Es difícil de explicar; la gente ignorante y peleona la emplea cuando se figura que uno favorece a los negros más que a ella y por encima de ella. Se ha deslizado en el uso de algunas personas, como nosotros mismos, cuando necesitan una palabra vulgar y fea para ponerle una etiqueta a uno.

—De modo que tú no eres realmente un ama-negros, ¿verdad que no?

—Claro que lo soy. Hago lo que puedo por amar a todo el mundo… A veces me encuentro en una situación difícil… Niña, no es un insulto que a uno le den un nombre que a otro le parece malo. Ello le demuestra a uno lo mísera que es aquella persona, y no le hiere. Por lo tanto, deja que mistress Dubose se ensañe contigo. La pobre tiene bastantes problemas para sí.

Un mes después, una tarde, Jem se iba abriendo camino a través de sir Walter "Scout", como él le llamaba, y mistress Dubose le corregía a cada frase, cuando llamaron a la puerta.

—¡Entre! —chilló la anciana.

Atticus entró. Se acercó a la cama y cogió la mano de mistress Dubose.

—Venía de la oficina y no he visto a los niños —dijo—. He pensado que quizá estarían aquí.

Mistress Dubose le sonrió. Por mi vida que no sabía imaginarme cómo podía dirigir la palabra a mi padre cuando parecía odiarle tanto.

—¿Sabe qué hora es, Atticus? —le preguntó—. Las cinco y cinco minutos exactamente. El despertador está puesto para las cinco y media. Quiero que se fije.

De súbito me di cuenta de que cada día habíamos pasado un rato más en casa de mistress Dubose, que el despertador tocaba un poco más tarde cada día, y que la anciana estaba sumida por completo en uno de sus ataques cuando sonaba el despertador. Aquél día había buscado pelea a Jem durante dos horas sin la idea de sufrir un ataque, y yo me sentía irremediablemente cogida en la trampa. El despertador era la señal de nuestra liberación; si un día no sonaba, ¿qué haríamos?

—Se me antoja que a Jem le quedan pocos días de lectura —dijo Atticus.

—Sólo una semana más —replicó la anciana—, únicamente para estar bien segura…

Jem se puso en pie.

—Pero…

Atticus levantó la mano y Jem se calló. De regreso a casa, Jem protestó que sólo tenía que leer durante un mes, que el mes había pasado y que aquello no era justo.

—Sólo una semana más, hijo —le dijo Atticus.

—No —replicó Jem.

—Sí —insistió Atticus.

La semana siguiente fuimos a casa de mistress Dubose todos los días. El despertador había cesado de sonar, pero la vieja nos dejaba en libertad con un "Ya bastará" tan avanzada la tarde que cuando regresábamos Atticus solía estar en casa leyendo el periódico. Aunque los ataques habían desaparecido, en todos los aspectos mistress Dubose seguía siendo la misma de siempre: cuando sir Walter Scott se enzarzaba en largas descripciones de fosos y castillos, ella se aburría y la tomaba con nosotros.

—Jeremy Finch, te dije que habrías de vivir para lamentar haberme destrozado las camelias. Ahora ya lo lamentas, ¿verdad?

Jem respondía que lo sentía de veras.

—Pensabas que podrías matar mi "Nieve de la Montaña", ¿verdad? Bien, Jessie dice que las puntas vuelven a crecer. La próxima vez sabrás hacer el trabajo más perfecto, ¿verdad que sí? La arrancarás de raíz, ¿no es cierto?

Jem contestaba que, ciertamente, lo haría así.

—¡No me hables en murmullos, muchacho! Levanta la cabeza y di: "Sí, señora". No creo que tengas ánimo para levantarla, sin embargo, siendo tu padre lo que es.

La barbilla de Jem se levantaba, y mi hermano miraba a mistress Dubose con una cara libre de resentimiento. A lo largo las semanas había cultivado una expresión educada de persona que siente interés, pero que vive en otra esfera, expresión que presentaba a la anciana en respuesta a sus invenciones más escalofriantes.

Al final llegó el día. Una tarde, mistress Dubose dijo:

—Con esto bastará. —Pero añadió: Y hemos terminado—. Buen días a los dos.

Habíamos terminado. Acera abajo, corríamos, saltábamos, gritábamos en un arrebato de profundo alivio.

Aquélla primavera fue buena: los días se hicieron más largos y nos concedieron más tiempo para jugar. La mente de Jem estaba ocupada principalmente por las estadísticas vitales de todos los colegiales de la nación entera que jugaban al fútbol. Atticus nos leía todas las noches las páginas de deporte de los periódicos. A juzgar por los jugadores en perspectiva, ninguno de cuyos nombres sabíamos pronunciar, Alabama podría disputar de nuevo aquel año la Rose Bowl. Atticus estaba a mitad del articulo de Windy Seaton, una noche, cuando sonó el teléfono.

Después de contestar a la llamada, Atticus fue hasta la percha del vestíbulo.

—Me voy un rato a casa de mistress Dubose —nos dijo—. No tardaré.

Pero estuvo fuera hasta después de la hora de irme a la cama. De regreso, traía una caja de bombones. Se sentó en la sala y dejó la caja en el suelo, al lado de la silla.

—¿Qué quería? —preguntó Jem.

Hacía más de un mes que no habíamos visto a mistress Dubose. Cuando pasábamos ya no estaba en el porche.

—Ha muerto, hijo —respondió Atticus—. Ahora ya no sufre. Ha estado enferma muchísimo tiempo. Hijo, ¿sabías la causa de sus ataques?

Jem movió la cabeza negativamente.

—Mistress Dubose era una consumidora de morfina —explicó Atticus—. La había tomado durante años para calmar el dolor. El médico la había habituado a ello. Habría pasado el resto de la vida sirviéndose de la droga, y habría muerto sin sufrir tanto, pero le repugnaba demasiado…

—¿Señor? —dijo Jem.

Atticus prosiguió:

—Poco antes de su arranque me llamó para redactar el testamento. El doctor Reynolds le había dicho que le quedaban pocos meses. Sus asuntos financieros estaban en orden perfecto, pero ella dijo: "Todavía queda una cosa por ordenar".

—¿Qué era? —preguntó Jem, perplejo.

—Dijo que iba a dejar este mundo sin tener que estar agradecida a nadie ni a nada. Jem, cuando uno está enfermo como lo estaba ella, tiene derecho a tomar lo que sea para hacer más llevaderos sus males; pero mistress Dubose no lo creía así. Dijo que antes de morir quería quitarse de la morfina, y lo hizo.

—¿Quieres decir que esto era lo que provocaba aquellos ataques? —preguntó Jem.

—Sí, era esto. La mayor parte del tiempo que tú le leías dudo que oyese una sola palabra de las que pronunciabas. Todo su cuerpo y toda su mente concentraban la atención en el despertador. Si no hubieses caído en sus manos, yo te habría mandado que fueses a leerle, de todos modos. Acaso la hayas distraído un poco. No había otro motivo…

—¿Ha muerto libre? —preguntó Jem.

—Como el aire de las montañas —respondió Atticus—. Ha conservado el conocimiento casi hasta el final. —Atticus sonrió—, conocimiento y las ganas de pelear. Ha seguido desaprobando cordialmente mi conducta, y me ha dicho que probablemente me pasaría el resto de mi vida depositando fianzas para sacarte de cárcel. Ha mandado a Jessie que te preparase esta caja…

Atticus se inclinó, recogió la caja del suelo y la entregó a Jem. Jem la abrió. Dentro, rodeada de almohadillas de algodón húmedo, había una camelia, blanca, perfecta, como de cera. Era una "Nieve de la Montaña".

A Jem casi se le saltaban los ojos de la cara.

—¡Demonio infernal de vieja! ¡Demonio infernal de vieja —chilló, arrojando la camelia al suelo—. ¿Por qué no puede dejarme en paz?

En un abrir y cerrar de ojos, Atticus estuvo de pie delante Jem. Mi hermano hundió el rostro en la pechera de la camisa de nuestro padre.

—Sssiittt —le dijo—. Yo creo que ha sido su manera de decirte "Ahora todo está como es debido, Jem, todo está en orden". Ya sabes, era una gran dama.

—¿Una dama? —Jem levantó la cabeza. Tenía la cara encarnada—. ¿Después de todas aquellas cosas que decía de ti, una dama?

—Lo era. Tenía sus puntos de vista propios sobre las cosas muy diferentes de los míos, quizá… Hijo, ya te dije que aunque tú no hubieses perdido la cabeza te habría mandado que fueses a leerle. Quería que vieses una cosa de aquella mujer, quería que vieses lo que es la verdadera bravura, en vez de hacerte la idea de que la bravura la encarna un hombre con un arma en la mano. Uno es valiente cuando, sabiendo que ha perdido ya antes de empezar, empieza a pesar de todo y sigue hasta el final pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence. Mistress Dubose venció; todas sus noventa y ocho libras triunfaron. Desde su punto de vista, ha muerto sin quedar obligada a nada ni a nadie. Era la persona más valiente que he conocido en mi vida.

Jem tomó la caja de bombones y la echó al fuego. Luego recogió la camelia, y cuando me fui a la cama le vi acariciando los blancos pétalos. Atticus estaba leyendo el periódico.