—Sí —contestó nuestro padre, cuando Jem le preguntó si podíamos ir con Dill a sentamos a la orilla del estanque de peces de miss Rachel, puesto que aquélla era la última noche que Dill pasaba en Maycomb—. Dile adiós, en mi nombre, y que el verano próximo le veremos.
Saltamos la pared baja que separaba el patio de miss Rachel de nuestro paseo de entrada. Jem se anunció con un silbido y Dill respondió en la oscuridad.
—Ni un soplo de aire —dijo Jem—. Mira allá. —Señalaba hacia el éste. Una luna gigantesca se levantaba detrás de los nogales pecan de miss Maudie—. Con aquello parece que haga más calor.
—¿Tienes una cruz esta noche? —preguntó Dill, sin levantar la vista. Estaba confeccionando un cigarrillo con papel de periódico y cuerda.
—No, solamente la dama. No enciendas eso, Dill, apestarás todo este extremo de la ciudad.
En Maycomb la luna tenía una dama. Una dama sentada ante el tocador, peinándose el cabello.
—Te echaremos de menos, muchacho —dije yo—. ¿Te parece que debemos guardamos de míster Avery?
Míster Avery estaba alojado al otro lado de la calle, enfrente de la casa de mistres Henry Lafayette Dubose. Aparte de recoger las colectas en la bandeja de la cuestación los domingos, míster Avery se sentaba en el porche todas las noches hasta las nueve y estornudaba. Una noche tuvimos el privilegio de presenciar una actuación suya que por lo visto había sido positivamente la última, pues no volvió a repetirla en todo el tiempo que le observamos. Jem y yo habíamos bajado las escaleras de casa de miss Rachel una noche, cuando Dill nos detuvo.
—¡Recontra! Mirad allá —y señalaba al otro lado de la calle.
Al principio no vimos nada más que un porche delantero cubierto de enredaderas, pero una inspección más detenida nos reveló un arco de agua que surgía de entre las hojas y se derramaba en el circulo amarillo de la luz de la calle. Había, nos pareció, una distancia de diez pies desde el manantial hasta el punto de caída. Jem dijo que míster Avery apuntaba mal; Dill que debía de beberse un galón al día, y la competición que siguió para determinar distancias relativas y respectivas hazañas sólo sirvió para que yo volviera a sentirme arrinconada, dado que en aquel terreno carecía de aptitudes.
Dill se desperezó, bostezó y dijo en un tono demasiado indiferente:
—Ya sé lo que haremos; salgamos a dar un paseo.
A mí me sonó un tanto equívoco. En Maycomb nadie salía a dar un paseo nada más.
—¿Adónde, Dill?
Dill señaló con la cabeza en dirección sur.
Jem dijo:
—Perfectamente —y cuando yo protesté, me dijo dulcemente—:
—No es preciso que vengas, Ángel de Mayo.
—Y tú no es preciso que vayas. Recuerda…
Jem no era persona que se parase en derrotas pretéritas: parecía que el único mensaje que recogió de Atticus fue una penetración especial para el arte de los interrogatorios.
—Mira, Scout, no haremos nada, sólo iremos hasta el farol de la calle y regresaremos.
Anduvimos calladamente acera abajo, escuchando con oído atento las mecedoras de los porches que gemían bajo el peso de los vecinos, y los suaves murmullos nocturnos de las personas mayores de nuestra calle. De cuando en cuando oíamos las carcajadas de miss Stephanie Crawford.
—¿Qué? —dijo Dill.
—De acuerdo —contestó Dill—. ¿Porqué no te vas a casa, Scout?
—¿Qué vais a hacer?
Simplemente, Dill y Jem irían a espiar por la ventana de la persiana suelta para ver si podían echar un vistazo a Boo Radley, y si yo no quería ir con ellos podía volverme directamente a casa y tener mi bocaza cerrada, esto era todo.
—Pero, en nombre de los santos montes, ¿porqué habéis esperado hasta esta noche?
Porque de noche nadie podía verles, porque Atticus estaría tan enfrascado en algún libro que no oiría ni la venida del otro mundo, porque si Boo Radley los mataba se quedarían sin ir a la escuela y no sin las vacaciones, y porque era más fácil ver el interior de una casa oscura en las horas de oscuridad que durante el día, ¿lo comprendía?
—¡Scout, te lo digo por última vez, cierra la boca o vete a casa; al Señor le declaro que cada día te vuelves más como las chicas!
Con esto no tuve otra opción que la de unirme a ellos. Pensamos que sería mejor pasar por debajo de la alta valla de alambre del fondo de la finca de los Radley: corríamos menos riesgo de ser vistos. La valla encerraba un extenso jardín y una estrecha casita exterior de madera.
Jem levantó el alambre e indicó a Dill que pasara por debajo. Luego seguí yo, y levanté el alambre para Jem. La prueba era dura y arriesgada para mi hermano.
—No hagáis ningún ruido —susurró—. No os metáis en una hilera de coles; sería lo peor de todo: despertarían hasta a los muertos.
Con este pensamiento en la cabeza, yo daba quizá un paso por minuto. Caminé más de prisa cuando vi a Jem muy adelante, haciendo señas bajo la luz de la luna. Llegamos a la puerta que dividía el jardín del patio trasero. Jem la tocó. La puerta lanzó un graznido.
—Escupe en ella —susurró Dill.
—Nos has metido en una trampa, Jem —murmuré—. No podremos salir de aquí fácilmente.
—Ssssitt. Escupe, Scout.
Escupimos hasta quedarnos secos, y Jem abrió la puerta con cautela, empujándola a un lado apoyada contra la valla. Estábamos en el patio trasero.
La parte posterior de la casa de los Radley era menos acogedora que la fachada: un destartalado porche ocupaba toda la anchura del edificio; había dos puertas y dos ventanas oscuras entre las puertas. En lugar de columna, un tosco soporte sostenía un extremo del tejado. En un rincón del porche descansaba una vieja estufa Franklin; encima, un espejo de percha de sombreros reflejaba la luz de la luna, con un brillo aterrador.
—Arr —dijo Jem, levantando el pie.
—¿Te enredas?
—Gallinas —dijo en un aliento.
Que tendríamos que esquivar lo no visto desde todas las direcciones quedó confirmado cuando Dill, que iba adelante, pronunció en un susurro un "Diii…ooooss". Avanzamos lentamente hacia el costado de la casa, dando un rodeo hasta la ventana que tenía una persiana colgante. El alféizar era varias pulgadas más alto que Jem.
—Te echaré una mano para subir —le dijo a Dill en un murmullo—. Espera, de todos modos.
Jem se cogió la muñeca izquierda con una mano, y mi muñeca derecha con la otra; yo me así la muñeca izquierda, y con la otra mano agarré la muñeca derecha de Jem; nos agachamos, y Dill se sentó en aquella silla. Le levantamos, y él se cogió al alféizar de la ventana.
—Date prisa —dijo Jem—. No podemos resistir mucho más.
Dill me dio un golpe en el hombro, y le bajamos al suelo.
—¿Qué has visto?
—Nada. Cortinas. Sin embargo, hay una lucecita pequeña en alguna parte, muy adentro.
—Marchémonos de aquí —indicó Jem—. Volvamos a dar el rodeo hacia la parte de atrás. Sssittt —me advirtió, pues yo me disponía a protestar.
—Probemos en la ventana trasera.
—Dill, no —dije.
Dill se paró y dejó que Jem pasara adelante. Cuando puso el pie en el peldaño del final, éste rechinó. Jem se quedó inmóvil, luego fue cargando su peso paulatinamente. El peldaño guardó silencio. Jem se saltó dos peldaños, puso el pie en el porche, subió con esfuerzo y se tambaleó un rato. Al recobrar el equilibrio, se puso de rodillas, se arrastró hasta la ventana, levantó la cabeza y miró al interior.
Entonces yo vi la sombra. Era la sombra de un hombre que llevaba el sombrero puesto. Primero creía que era un árbol, pero no soplaba apenas viento, y los troncos de los árboles no andan. El porche trasero estaba bañado por la luz de la luna, y la sombra, seca como una tostada, avanzó cruzando el porche en dirección a Jem.
El segundo en verla fue Dill. Y se cubrió la cara con las manos.
Cuando la sombra cruzó el cuerpo de Jem, Jem la vio. Se llevó las manos a la cabeza y se quedó rígido.
La sombra se detuvo detrás de Jem, a cosa de un pie. Su brazo se apartó del costado, descendió y quedó inmóvil. Luego, la sombra se volvió, cruzó de nuevo el cuerpo de Jem, se deslizó por lo largo del porche y desapareció por el costado de la casa, marchándose como había venido.
Jem saltó fuera del porche y galopó hacia nosotros. Abrió la puerta de un tirón, nos empujó a Dill y a mí, que la cruzamos con pie alado, y nos dirigió por medio de siseos entre dos hileras de coles forrajeras que se mecían al aire, a mitad de las hileras, tropecé y me caí. En este momento, el estampido de una escopeta conmovió la vecindad.
Dill y Jem se echaron a mi lado. El aliento de Jem se notaba entrecortado.
—¡Refugiaos en el patio de la escuela! ¡De prisa, Scout!
Jem levantó el alambre del fondo; Dill y yo rodamos por debajo, y estábamos a mitad de camino del abrigo del roble solitario del patio escolar cuando percibimos que Jem no iba con nosotros. Retrocedimos a la carrera y le encontramos debatiéndose en la valla, librándose a patadas de los pantalones para soltarse. Corrió hacia el roble en calzoncillos.
Ya a salvo detrás del tronco, Dill y yo nos dejamos ganar por una especie de atontamiento, pero la mente de Jem galopaba.
—Hemos de volver a casa, notarán que no estamos.
Cruzamos el patio corriendo, reptamos por debajo de la valla, pasando al prado detrás de nuestra casa, trepamos por nuestro cercado y estuvimos en las escaleras de la parte posterior sin que Jem nos hubiera concedido una pausa para descansar.
Ya con la respiración normal, los tres nos dirigimos con toda la naturalidad que supimos al patio de la fachada. Al mirar calle abajo, vimos un corro de vecinos delante de la puerta de la valla de los Radley.
—Será mejor que bajemos allá —dijo Jem—. Si no hacemos acto de presencia les llamará la atención.
Míster Nathan Radley estaba de pie al otro lado de la puerta, con una escopeta cruzada sobre el brazo. Atticus estaba de pie al lado de miss Maudie y de miss Stephanie Crawford. Miss Rachel y míster Avery se encontraban a poca distancia. Ninguno nos vio llegar.
Nos metimos en el corro, al lado de miss Maudie, que volvió la vista en torno suyo.
—¿Dónde estabais? ¿No habéis oído el estampido?
—¿Qué ha pasado? —preguntó Jem.
—Mister Radley ha disparado contra un negro en su bancal de coles.
—¡Oh! ¿Le ha dado?
—No —contestó miss Stephanie—. Ha disparado al aire. Del susto le ha vuelto blanco, de todas maneras. Dice que si alguien ve por ahí a un negro blanco, aquél será. Dice que tiene el otro cañón cargado esperando que se oiga otro ruido en el bancal, y que la próxima vez no apuntará al aire, sea perro, negro, o… ¡Jem Finch!
—¿Qué, señora? —preguntó Jem.
Atticus tomó la palabra.
—¿Dónde están tus pantalones, hijo?
—¿Pantalones, señor?
—Pantalones, sí.
Era inútil. Allí, en calzoncillos, delante de Dios y de todo el mundo. Y suspiré:
—Eh… ¡Mister Finch!
A la claridad de la lámpara de la calle, pude ver que Dill estaba imaginando una: sus ojos se debilitaron, su gordinflona faz de querubín se puso más redonda.
—¿Qué hay, Dill? —inquirió Atticus.
—Pues… se los he ganado —dijo con tono vago.
—¿Se los has ganado? ¿Cómo?
La mano de Dill fue en busca de la nuca, subió por la cabeza y frotó la frente.
—Estábamos jugando al "póker desnudo" allá arriba, junto al estanque de los peces —dijo.
Jem y yo nos tranquilizamos. Los vecinos parecían convencidos: todos se pusieron serios. Pero ¿qué era el "póker desnudo"?
No tuvimos ocasión de averiguado: miss Rachel se disparó como la sirena de nuestros bomberos.
—¡Bue… eeen Jeeee… sús, Dill Harry! ¿Jugando junto a mi estanque? ¡Yo te enseñaré el "póker desnudo", señorito!
Atticus salvó a Dill de un despedazamiento inmediato.
—Un minuto nada más, miss Rachel! —dijo—. No había oído nunca que hicieran una cosa así, hasta este día. ¿Jugabais a los naipes, los tres?
Jem devolvió a ciegas la pelota lanzada por Dill.
—No, señor, sólo con cerillas.
Yo admiré a mi hermano. Las cerillas eran peligrosas, pero los naipes eran fatales.
—Jem, Scout —dijo Atticus—, no quiero volver a oír nombrar el póker bajo ninguna forma. Vete a casa de Dill y coge los pantalones, Jem. Resolved la cuestión vosotros mismos.
—No te apures, Dill —dijo Jem mientras andábamos por la acera—, no te zumbará. Atticus la convencerá con buenas palabras. Has sabido pensar de prisa, chico. Escucha…, ¿no oyes?
Nos paramos y oímos la voz de Atticus.
—… No es un caso serio…, todos pasan por ello, miss Rachel…
Dill se tranquilizó, pero Jem y yo, no. Quedaba el problema de que Jem había de presentar unos pantalones por la mañana.
—Te daría unos míos —dijo Dill cuando llegamos a las escaleras de miss Rachel.
Jem contestó que no podría ponérselos, pero que muchas gracias, de todos modos. Nos dijimos adiós, y Dill entró en la casa. Evidentemente, se acordó de que estábamos prometidos, porque retrocedió corriendo y me besó a toda prisa delante de Jem.
—¡Escribidme! ¿Me oís? —nos gritó, a nuestra espalda.
Aunque Jem hubiese llevado los pantalones puestos y sin novedad, tampoco habríamos dormido mucho. Todos los sonidos nocturnos que escuchaba desde mi catre en el porche trasero llegaban con triple aumento, todas las pisadas sobre la gravilla eran Boo Radley que buscaba su venganza, todos los negros que pasaban riendo en la noche eran Boo Radley suelto y persiguiéndonos; los insectos que chocaban contra los cristales eran los dedos dementes de Boo Radley cortando el alambre a pedazos; los cinamomos eran seres malignos, que nos rondaban alerta. Floté entre el sueño y la vigilia hasta que oí murmurar a Jem.
—¿Duermes, Tres-Ojos?
—Ssssittt. Atticus ha apagado la luz.
A la muriente luz de la luna vi que Jem bajaba los pies al suelo.
—¿Estás loco?
—Voy por ellos —dijo.
Yo me senté muy erguida.
—No puedes —dije—. No te lo permitiré.
—Tengo que ir —replicó él, peleando para ponerse la camisa.
—Ve, y yo despertaré a Atticus.
—Despiértale y te mato.
Le cogí y le hice tender a mi lado en el catre. Quise razonar con él.
—Míster Nathan los encontrará por la mañana, Jem. Sabe que los perdiste tú. Cuando se los enseñe a Atticus pasaremos un mal rato, pero no habrá otra cosa. Vuélvete a la cama.
—Lo sé, precisamente —respondió Jem—. Por esto voy a buscarlos.
Yo empezaba a sentirme mareada. Irse solo allá!… Recordaba lo de miss Stephanie, mister Nathan tenía el otro cañón cargado esperando el primer ruido nuevo que oyese, fuese perro, negro, o… Jem lo sabía mejor que yo.
Estaba desesperada.
—Mira, Jem, no vale la pena. Una paliza duele, pero no dura. Te pegarán un tiro a la cabeza, Jem. Por favor…
Mi hermano expulsó el aliento con gran paciencia.
—Yo… Mira, esto es así Scout —murmuró—. Desde que tengo memoria, Atticus no me ha pegado. Y quiero que continúe del mismo modo.
Esto era una fantasía. Parecía que Atticus nos amenazaba día sí, día no.
—Quieres decir que nunca te ha cogido en nada.
—Quizá sea eso, pero… quiero que las cosas sigan de este modo, Scout. Debemos resolverlo esta noche.
Supongo que fue entonces cuando Jem y yo empezamos a separarnos. A veces no le entendía, pero mis períodos de desorientación duraban poco. Aquello estaba fuera de mi alcance.
—Por favor —supliqué— ¿no puedes pensarlo un minuto al menos…? ¿Tú solo en aquel lugar…?
—¡Cállate!
—Esto no acabará en que Atticus no vuelva a dirigirte más la palabra, ni cosa así… Le despertaré, Jem, te lo juro que le despertaré… —Jem me cogió por el cuello del pijama, tirando con fuerza—. Entonces, iré contigo… —dije medio asfixiada.
—No, no vendrás, harías ruido.
Fue inútil. Abrí el cerrojo de la puerta trasera y lo sujeté mientras él bajaba sigilosamente las escaleras. Debían de ser las dos. La luna se ponía y las sombras de los listones de madera de las ventanas se disolvían en una borrosa nada. El blanco faldón de la camisa de Jem bajaba y subía como un pequeño fantasma bailarín que quisiera escapar de la mañana que se acercaba. Una débil brisa corría y refrescaba las gotas de sudor que corrían por mis costados.
Jem salió por la parte trasera, cruzó el prado y el patio de la escuela, y calculé que estaría rodeando la valla, al menos se había encaminado en aquella dirección. Todavía necesitaba más tiempo, de manera que no había llegado aún el momento de inquietarse. Esperé hasta que tal momento hubo llegado y agucé el oído esperando el disparo de la escopeta de míster Radley. Luego, creí percibir unos chasquidos en la calle posterior. Era una creencia anhelante.
Después oí toser a Atticus. Contuve el aliento. A veces, cuando hacíamos una peregrinación a media noche al cuarto de baño, le encontrábamos leyendo. Decía que con frecuencia se despertaba durante la noche, comprobaba cómo estábamos y se ponía a leer hasta dormirse. Yo aguardé convencida de que su luz se encendía, esforzando la vista para verla inundar el vestíbulo. La luz continuó apagada, y yo volví a respirar.
Los rondadores nocturnos se habían retirado, pero cuando se agitaba el viento, los cinamomos maduros tamborileaban sobre el tejado, y la oscuridad parecía todavía más desolada con los ladridos de los perros en la lejanía.
Ahí estaba Jem regresando. Su camisa blanca asomó sobre la valla trasera; poco a poco se hizo mayor. Jem subió las escaleras, pasó el cerrojo tras él y se sentó en su catre. Sin decir palabra, levantó los pantalones. Luego se tendió y durante un rato oí que su catre temblaba. Pronto se quedó quieto. No volví a oír que se moviese.