Como sabía que ocurriría, a fuerza de importunar conseguí doblegar a Jem, y con gran alivio mío, dejamos la representación durante algún tiempo. Sin embargo, Jem seguía sosteniendo que Atticus no había dicho que no pudiésemos jugar a aquello y, por tanto, podíamos; y si alguna vez Atticus decía que no podíamos, Jem había ideado ya la manera de salvar el obstáculo: sencillamente, cambiaría los nombres de los personajes, y entonces no podrían acusarnos de representar nada.
Dill manifestó una conformidad entusiasta con este plan de acción. De todos modos, Dill se estaba poniendo muy pesado; siempre seguía a Jem a todas partes. A principios de verano me pidió que me casase con él, pero después lo olvidó pronto. Estableció sus derechos sobre mi, dijo que yo era la única chica a la que amaría en su vida, y luego me abandonó. Le di un par de palizas, pero fue inútil, sólo sirvió para arrimarle más a Jem. Pasaban días enteros los dos juntos en la caseta, trazando planes y conjeturas, y sólo me llamaban cuando necesitaban un tercer personaje. Pero durante un tiempo me mantuve apartada de sus proyectos más aventurados, y a riesgo de que me llamasen "niñita" pasé la mayor parte de atardeceres restantes de aquel verano sentada con miss Maudie Atkinson en el porche de la fachada de su casa.
A Jem y a mí nos había gustado siempre la libertad que nos daba miss Maudie de entrar a correr por su patio, con tal de que no nos acercásemos a sus azaleas, pero nuestra relación con Maudie no quedaba definida claramente. Hasta que Jem y Dill me excluyeron de sus planes, ella no era más que otra señora de la vecindad, si bien relativamente benigna.
El tratado tácito que teníamos con miss Maudie era que podíamos jugar en su jardín, comernos sus scuppernongs, si no saltábamos sobre el árbol, y explorar el vasto terreno trasero, cláusulas tan generosas que raras veces le dirigíamos la palabra (¡tan gran cuidado poníamos en mantener el delicado equilibrio de nuestras relaciones!), pero Jem y Dill, con su conducta, me acercaron más a miss Maudie.
Miss Maudie tenía odio a su casa: el tiempo pasado dentro de ella era tiempo perdido. Era viuda, una dama camaleón que trabajaba en sus parterres de flores con sombrero viejo de paja y mono de hombre, pero después del baño de las cinco aparecía en el porche y reinaba sobre toda la calle con el magisterio de su belleza.
Amaba todo lo que crece en esta tierra de Dios, hasta las malas hierbas. Con una excepción. Si encontraba una hoja de hierba nutgrass en el patio, allí se realizaba la segunda Batalla del Marne: se abatía sobre ella con un tubo de hojalata y la sometía a unas rociadas, por debajo, de una sustancia venenosa que decía que tenía poder para matarnos a todos si no nos apartábamos de allí.
—Por qué no la arranca usted, y basta? —le pregunté después de presenciar una prolongada campaña contra una hoja que no tenía tres pulgadas de altura.
—¿Arrancarla, niña, arrancarla? —Levantó el doblado capullo y apretó su diminuto tallo con el pulgar. Del tallo salieron unos granos microscópicos—. Diablos, un vástago de nutgrass puede arruinar todo un patio. Mira. Cuando llega el otoño, esto se seca, ¡y el viento lo desparrama por todo el Condado de Maycomb! —La voz de miss Maudie asimilaba aquel hecho a una peste del Antiguo Testamento.
Para una habitante de Maycomb tenía un modo de hablar vivo, cortado. Nos llamaba a todos por nuestros nombres, y cuando sonreía dejaba al descubierto dos diminutas abrazaderas de oro sujetas a sus caninos. Cuando expresé la admiración que me causaban y la esperanza de que con el tiempo yo también las llevaría, me dijo:
—Mira —y con un chasquido de la lengua hizo salir fuera el puente, gesto cordial que afirmó nuestra amistad.
La benevolencia de miss Maudie se extendía a Jem y a Dill, cuando éstos, descansaban de sus empresas: todos cosechábamos los beneficios de un talento que hasta entonces miss Maudie nos había escondido. De toda la vecindad, era la que hacia los mejores pasteles. Cuando le hubimos concedido nuestra confianza, cada vez que utilizaba el horno hacía un pastel grande y otros tres pequeños, y nos llamaba desde el otro lado de la calle:
—¡Jem Finch, Scout Finch, Charles Baker Harry, venid acá!
Nuestra presteza hallaba siempre recompensa.
En verano los crepúsculos son largos y pacíficos. Muy a menudo miss Maudie y yo estábamos sentadas y en silencio en su porche, mirando cómo a medida que se ponía el sol el cielo pasaba del amarillo al rosa, contemplando las bandadas de golondrinas que cruzaban en vuelo bajo sobre los terrenos vecinos y desaparecían detrás de los tejados del edificio escuela.
—Miss Maudie —le dije una tarde—, ¿usted cree que Boo Radley todavía vive?
—Se llama Arthur, y vive —respondió. Se mecía pausadamente en su enorme sillón de roble—. ¿Notas el aroma de mis mimosas? Ésta tarde parece el aliento de los ángeles.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—¿El qué, niña?
—Que Boo… míster Arthur todavía vive.
—Vaya pregunta morbosa. Sé que vive, Jean Louise, porque todavía no he visto que lo sacaran difunto.
—Quizá murió y lo metieron en la chimenea.
—¿De dónde has sacado semejante idea?
—Jem dijo que creía que lo habían hecho así.
—Sss-sss-sss. Jem cada día se asemeja más a Jack Finch.
Miss Maudie conocía a tío Jack Finch, el hermano de Atticus, desde que ambos eran niños. Tenían la misma edad, poco más o menos, y se habían criado juntos en el Desembarcadero de Finch. Miss Maudie era hija de un terrateniente vecino, el doctor Frank Buford. El doctor Buford tenía la profesión de médico, junto con una profunda obsesión por todo lo que crecía sobre el suelo, de modo que se quedó pobre. Tío Jack limitó su pasión por los cultivos a las macetas de sus ventanas de Nashville y se hizo rico. A tío Jack lo veíamos todas las Navidades, y todas las Navidades le gritaba a miss Maudie desde el otro lado de la calle, que fuera a casarse con él. Miss Maudie le gritaba en respuesta:
—¡Grita un poco más fuerte, Jack Finch, y te oirán desde la oficina de Correos; yo no te he oído todavía!
A Jem y a mí, esta manera de pedir la mano de una dama nos pareció un poco rara, pero, en verdad, tío Jack era más bien raro. Decía que estaba tratando sin éxito de sacar de quicio a miss Maudie, que lo intentaba desde hacía cuarenta años, que él era la última persona con quien miss Maudie pensaría en casarse, pero la primera que se le habría ocurrido para buscar camorra, y que con ella la mejor defensa era un ataque decidido, todo lo cual nosotros lo entendíamos claramente.
—Arthur Radley no se mueve de dentro de la casa, no hay otra cosa —dijo miss Maudie—. ¿No te quedarías dentro de tu casa si no tuvieras ganas de salir?
—Sí, pero yo querría salir. ¿Cómo es que él no quiere?
Miss Maudie entornó los ojos.
—Conoces esta historia tan bien como yo.
—Sin embargo, jamás me han dicho la causa. Nadie me ha explicado nunca el motivo.
Miss Maudie se arregló el puente de la dentadura.
—Ya sabes que el viejo míster Radley era, en religión, un bautista estricto. Uno de esos que llaman "lavadores de pies".
—También lo es usted, ¿verdad?
—No tengo la concha tan pura. Yo soy bautista, a secas.
—¿No creen todos ustedes en eso de lavar los pies?
—Sí, creemos. En casa, en la bañera.
—Pero nosotros no podemos comulgar con todos ustedes…
Decidiendo, por lo visto, que era más fácil definir el carácter de la secta bautista primitiva de la doctrina de la comunión limitada, miss Maudie dijo:
—Los "lavapiés" creen que todo placer es pecado. ¿No sabias que un sábado vinieron unos cuantos de los campos, pasaron por aquí delante y me dijeron que yo y mis flores iríamos al infierno?
—¿Sus flores también?
—Si, señora. Arderían en mi compañía. Opinaban que paso demasiado tiempo en el aire libre de Dios y no el suficiente dentro de casa, leyendo la Biblia.
Mi confianza en el Evangelio de los púlpitos disminuyó ante la visión de miss Maudie cociéndose en estofado en varios infiernos protestantes. Muy cierto, miss Maudie tenía en la cabeza una lengua cáustica, y no andaba por la vecindad haciendo buenas obras como miss Stephanie Crawford. Pero al paso que nadie que tuviera una pizca de buen sentido se fiaba de miss Stephanie, Jem y yo teníamos mucha fe en miss Maudie. Nunca nos delató, jamás jugó al gato y al ratón con nosotros, no le interesaba nada en absoluto nuestra vida privada. Era una amiga. Cómo una criatura tan razonable pudiera vivir en peligro de tormento eterno era una cosa incomprensible.
—Eso no es verdad, miss Maudie. Usted, es la señora más buena que conozco.
Miss Maudie sonrió.
—Gracias, señorita. El caso es que los "lavapiés" creen que las mujeres son, por definición, un pecado. Interpretan la Biblia literalmente, ya sabes.
—¿Acaso mister Arthur se queda en casa por esto, para estar alejado de las mujeres?
—No tengo idea.
—No lo entiendo. Parece que si míster Arthur desease ir al cielo saldría al porche, por lo menos. Atticus dice que Dios ama a las personas como cada uno se ama a sí mismo…
Miss Maudie dejó de mecerse y su voz se endureció.
—Eres demasiado joven para entenderlo —dijo—, pero a veces la Biblia en manos de un hombre determinado es peor que una botella de whisky en las de…, oh, de tu padre.
Me quedé pasmada.
—Atticus no bebe whisky —repliqué—. No ha bebido una gota en su vida…, aunque sí, sí la bebió. Dice que una vez bebió y no le gustó.
Miss Maudie se puso a reír.
—No hablaba de tu padre —dijo—. Lo que quería expresar es que si Atticus Finch bebiese hasta emborracharse no sería tan cruel como ciertos hombres en plena lucidez. Sencillamente, hay hombres tan… tan ocupados en acongojarse por el otro mundo que no han aprendido a vivir en éste, y no tienes más que mirar calle abajo para ver los resultados.
—¿Usted cree que son ciertas todas estas cosas que dicen de B… mister Arthur?
—¿Qué cosas?
Yo se las expliqué.
—Las tres cuartas partes de eso ha salido de la gente de color y la otra cuarta parte de Stephanie Crawford —aseguró miss Maudie, ceñuda—. Stephanie Crawford llegó a explicarme que una vez se despertó en mitad de la noche y le sorprendió mirándola por la ventana. Yo le contesté "¿Y tú qué hiciste, Stephanie? ¿Apartarte un poco en la cama y dejarle sitio?" Esto le cerró la boca por un rato.
No lo dudaba. La voz de miss Maudie bastaba para hacer callar a cualquiera.
—No, niña —prosiguió—. Aquélla es una casa triste. Recuerdo a Arthur cuando era muchacho. Siempre me hablaba amablemente. Tan amablemente como sabía, poco importa lo que dijera la gente de él.
—¿Se figura usted que está loco?
Miss Maudie movió la cabeza:
—Si no lo está, a estas horas debería estarlo. Nunca sabemos de verdad las cosas que les pasan a las personas. No sabemos lo que sucede en las casas, detrás de las puertas cerradas, qué secretos…
—Atticus no nos hace nada dentro de casa, a Jem y a mí, que no nos haga igualmente en el patio —dije, creyéndome en el deber de defender a mi padre.
—Bondadosa niña, yo desenmarañaba un hilo, no pensaba en tu padre; pero ahora que pienso quiero decir esto: Atticus Finch es el mismo en casa que por las calles públicas. ¿Te gustaría llevarte a casa un poundcake[2]
A mi me gustó mucho.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, encontré a Jem y a Dill en el patio trasero absortos en animada conversación. Cuando me acerqué, me dijeron como de costumbre que me marchase.
—No quiero. Éste patio es tan mío como tuyo, Jem Finch. Tengo tanto derecho como tú a jugar en él.
Dill y Jem se juntaron para conferenciar.
—Si te quedas tendrás que hacer lo que te digamos —advirtió Dill.
—Vaa… ya —repliqué—, ¿quién se ha vuelto de súbito tan alto y poderoso?
—Si no dices que harás lo que te digamos, no te diremos nada —continuó Dill.
—¡Te portas como si durante la noche hubieses crecido tres pulgadas! Muy bien, ¿de qué se trata?
Jem dijo plácidamente:
—Vamos a entregar una nota a Boo Radley.
—Pero ¿cómo?
Yo trataba de vencer el terror que crecía automáticamente en mi. Estaba muy bien que miss Maudie dijese lo que se le antojara; era mayor y estaba muy tranquila en su porche. En nuestro caso, era diferente.
Muy sencillo, Jem colocaría la nota en la punta de una caña de pescar y la metería a través de la ventana. Si se acercaba alguien, Dill tocaría la campanilla.
Dill levantó la mano derecha. Tenía en ella la campanilla de plata que usaba mi madre para anunciar la hora de la comida.
—Yo daré un rodeo hasta el costado de la casa —dijo Jem—. Ayer nos fijamos y desde la otra parte de la calle vimos que hay una persiana suelta. Creo que quizá podré dejarla en el alféizar, al menos.
—Jem…
—¡Ahora estás metida en el asunto y no puedes salirte! ¡Continuarás con nosotros, miss Priss!
—Bien, bien, pero no quiero vigilar, Jem, alguien estaba…
—Sí, vigilarás; tú vigilarás, la parte de atrás de la finca y Dill vigilará la de delante y la calle, y si viene alguien tocará la campanilla. ¿Está claro?
—De acuerdo, pues. ¿Qué le escribiréis?
—Le pedimos muy cortésmente que salga alguna vez y nos cuente lo que hace ahí dentro; le decimos que no le haremos ningún daño y que le compraremos un mantecado —explicó Dill.
—¡Os habéis vuelto locos los dos; nos matará!
Dill dijo:
—Ha sido idea mía. Me figuro que si saliese y se sentase un ratito con nosotros quizá se sentiría mejor.
—¿Cómo sabes que no se siente a gusto?
—Mira, ¿cómo te sentirías tú si hubieses estado un siglo encerrado sin comer otra cosa que gatos? Apuesto a que le ha crecido una barba hasta aquí…
—¿Cómo la de tu papá?
—Papá no lleva barba; papá… —Dill se interrumpió, como tratando de recordar.
—¡Eh, eh! ¡Te cogí! —exclamé—. Tú dijiste que antes de que te vinieses con el tren tu padre llevaba una barba negra…
—¡Si te da lo mismo, se la afeitó el verano pasado! ¡Sí, y tengo la carta que lo prueba; además me envió dos dólares!
—¡Sigue, sigue…, me figuro que hasta te envió un uniforme de la Policía Montada! ¡Esto! Pero no llegó, ¿verdad que no? Sigue contándolas gordas, hijito…
Dill Harry sabía contar las mentiras más gordas que yo oí. Entre otras cosas, había subido a un avión correo diecisiete veces, había estado en Nueva Escocia, había visto un elefante, y su abuelito era el brigadier general Joe Wheeler y, además, le dejó la espada.
—Callaos —ordenó Jem. Y se escabulló hacia la parte superior de la casa, para regresar con una caña amarilla de bambú—. ¿Calculáis que ésta será bastante larga para llegar desde la acera?
—El que ha sido bastante valiente para subir a tocar la casa no debería emplear una caña de pescar —dije—. ¿Por qué no derribas a golpes la puerta de la fachada?
—Esto… es… diferente —replicó Jem—. ¿Cuántas veces habré de decírtelo?
Dill sacó un trozo de papel del bolsillo y se lo dio a Jem. Los tres nos encaminamos con cautela hacia el viejo edificio. Dill se quedó junto al farol de la esquina de la fachada de la finca; Jem y yo orillamos la acera paralelamente a la cara lateral de la casa.
Yo caminaba detrás de Jem y me quedé en un sitio que me permitiese ver al otro lado de la curva.
—Todo despejado —dije—. Ni un alma a la vista.
Jem miró acera arriba a Dill, quien asintió con la cabeza.
Entonces colocó la nota en la punta de la caña de pescar, inclinó ésta a través del patio y la empujó hacia la ventana que había escogido. A la caña le faltaban varias pulgadas de longitud, y Jem se inclinaba todo lo que podía. Al verle tanto rato haciendo movimientos para meterla, abandoné mi puesto y fui hasta él.
—No puedo sacarlo de la caña —murmuró—, y si lo saco no logro dejarlo allí. Vuelve a tu puesto del fondo de la calle, Scout.
Regresé allá y miré al otro lado de la curva, hacia la calle desierta. De vez en cuando volvía la vista hacia Jem, que seguía probando con gran paciencia de dejar la nota en el alféizar de la ventana. El papel revoloteaba hacia el suelo y Jem volvía a utilizarlo hacia la ventana, hasta que se me ocurrió que si Boo Radley llegaba a recibirlo no podría leerlo. Estaba mirando calle abajo cuando sonó la campanilla.
Levantando el hombro, corrí hacia el otro lado para enfrentarme con Boo Radley y sus ensangrentados colmillos, pero en vez de ello, vi a Dill tocando la campanilla con toda su fuerza delante de la cara de Atticus.
Jem tenía un aire tan trastornado que yo no tuve valor para decirle que ya se lo había advertido. Bajaba con paso tardo, arrastrando la caña tras de si por la acera.
Atticus dijo:
—Basta de tocar la campanilla.
Dill cogió el badajo. En el silencio que siguió, me dieron ganas de que empezara a tocarla de nuevo. Atticus se echó el sombrero para atrás y se puso las manos en las caderas.
—Jem, ¿qué hacías? —preguntó.
—Nada, señor.
—No me vengas con eso. Dímelo.
—Yo probaba…, nosotros probábamos de dar una cosa a míster Radley.
—¿Qué probabas a darle?
—Una carta nada más.
—Déjame verla.
Jem le entregó un pedazo de papel sucio. Atticus lo cogió y trató de leerlo.
—¿Para qué queréis que salga míster Radley?
—Hemos pensado que quizá disfrutaría con nuestra compañía —dijo Dill, pero se quedó sin voz ante la mirada que le dirigió Atticus.
—Hijo —mi padre se dirigía a Jem—. Voy a decirte una cosa, y te la diré una sola vez: deja de atormentar a ese hombre. Y lo mismo os digo a vosotros dos.
Lo que hiciera mister Radley era asunto suyo propio. Si quería salir, saldría. Si quería quedarse dentro de su propia casa tenía el derecho de hacerlo, libre de las atenciones de los niños curiosos, que era una manera benigna de calificar a los diablillos como nosotros. ¿Nos gustaría mucho que Atticus irrumpiese, sin llamar, en nuestros cuartos por la noche? Nosotros estábamos haciendo esto precisamente con míster Radley. Lo que míster Radley hacía podía parecernos singular a nosotros, pero a él no se lo parecía. Por lo demás, ¿no se nos había ocurrido que la manera educada de comunicarse con otro ser era la puerta de la calle y no por una ventana lateral? Y, por último, haríamos el favor de mantenernos apartados de aquella casa hasta que nos invitaran a entrar; haríamos el favor de no jugar a un juego de borricos como él había visto en cierto momento, ni nos burlaríamos de nadie de aquella calle, ni de toda la ciudad…
—No nos burlábamos de él, no nos reíamos de él —dijo Jem—. Sólo…
—Sí, esto era lo que hacíais, ¿verdad?
—¿Burlarnos?
—No —dijo Atticus—, poner la historia de su vida de manifiesto para edificación de la vecindad.
Jem pareció crecerse un poco.
—¡Yo no he dicho que hiciéramos tal cosa; yo no lo he dicho!
Atticus sonrió de una manera seca.
—Acabas de decírmelo —replicó—. Desde este mismo momento ponéis fin a estas tonterías, todos y cada uno.
Jem le miró boquiabierto.
—Tú quieres ser abogado, ¿verdad?
Nuestro padre tenía los labios apretados, como si deseara mantenerlos en línea.
Jem decidió que sería inútil buscar escapatorias y se quedó callado. Cuando Atticus entró en casa a buscar un legajo que olvidó llevarse a la oficina por la mañana, Jem se dio cuenta por fin de que le habían aplastado con la treta jurídica más vieja que registran los anales. Aguardó a respetuosa distancia de las escaleras de la fachada, vio cómo Atticus salía de casa y se encaminaba hacia la ciudad, y cuando nuestro padre no podía oírle le gritó:
—¡Pensaba que quería ser abogado, pero ahora no estoy tan seguro!