4

El resto de mis días en la escuela no fueron más propicios que los primeros. Consistieron, ciertamente, en un proyecto interminable que se transformó lentamente en una Unidad, por la cual el Estado de Alabama gastó millas de cartulina y de lápices de colores en un bien intencionado, pero infructuoso esfuerzo por inculcarme Dinámica de Grupo. Hacia el final de mi primer año, lo que Jem llamaba el Sistema Decimal de Dewey dominaba toda la escuela, de modo que no tuve ocasión de compararlo con otras técnicas de enseñanza. Lo único que podía hacer era mirar a mi alrededor: Atticus y mi tío, que tuvieron la escuela en casa, lo sabían todo; al menos, lo que uno no sabía lo sabía el otro. Más aún, yo no podía dejar de pensar en que mi padre había pertenecido durante años a la legislatura del Estado, elegido cada vez sin oposición, aun ignorando las regulaciones que mis maestras consideraban esenciales para la formación de un buen Espíritu Ciudadano. Jem, educado sobre una base mitad decimal mitad duncecap, parecía funcionar con eficacia solo o en grupo, pero Jem no servía como ejemplo; ningún sistema de vigilancia ideado por el hombre habría podido impedirle que cogiera libros. En cuanto a mí, no sabía nada más que lo que recogía leyendo la revista Time y todo lo que, en casa, caía en mis manos, pero a medida que iba avanzando con marcha penosa y tarda por la noria del sistema escolar del Condado de Maycomb, no podía evitar la impresión de que me estafaban algo. No sabía en qué fundaba mi creencia, pero me resistía a pensar que el Estado quisiera regalarme únicamente doce años de aburrimiento inalterado.

Mientras transcurría el año, como salía de la escuela treinta minutos antes que Jem, que se quedaba hasta las tres, pasaba por delante de la mansión Radley tan de prisa como podía, sin pararme hasta haber llegado al refugio seguro del porche de nuestra fachada. Una tarde, cuando pasaba corriendo, algo atrajo mi mirada, y la atrajo de tal modo que inspiré profundamente, miré con detención a mi alrededor, y retrocedí.

En el extremo de la finca de los Radley crecían dos encinas; sus raíces se extendían hasta la orilla del camino, accidentando el suelo. En uno de aquellos árboles había una cosa que me llamó la atención.

De una cavidad nudosa del tronco, a la altura de mis ojos precisamente, salía una hoja de papel de estaño, que me hacía guiños a la luz del sol. Me puse de puntillas, miré otra vez, rápidamente, a mi alrededor, metí la mano en el agujero, y saqué dos pastillas de goma de mascar sin su envoltura exterior.

Mi primer impulso fue ponérmelas en la boca lo más pronto posible, pero recordé dónde estaba. Corrí a casa, y en el porche examiné el botín. La goma parecía buena. Las husmeé y les encontré buen olor. Las lamí y esperé un rato. Al ver que no me moría, me las embutí en la boca. Era "Wrigley’s Double-Mint" auténtico.

Cuando Jem llegó a casa me preguntó cómo había conseguido aquellas pastillas. Yo le dije que las había encontrado.

—No comas las cosas que encuentres, Scout.

—Ésta no estaba en el suelo, estaba en un árbol.

Jem refunfuñó.

—Pues estaba —aseguré—. Salía de aquel árbol de allá, el que se encuentra viniendo de la escuela.

—¡Escúpelas en seguida!

Las escupí. De todos modos ya perdían el sabor.

—Toda la tarde que las masco y todavía no me he muerto, ni siquiera me siento mal.

Jem dio en el suelo con el pie.

—¿No sabes que no tienes que tocar siquiera aquellos árboles? Si los tocas morirás!

—¡Una vez tú tocaste la casa!

—¡Aquello era diferente! Ve a gargarizar… En seguida, ¿me oyes?

—De ningún modo; se me marcharía el sabor de la boca.

—¡No lo hagas y se lo diré a Calpurnia!

Para no arriesgarme a un altercado con Calpurnia, hice lo que Jem me mandaba. Por no sé qué razón, mi primer año de escuela había introducido un gran cambio en nuestras relaciones; la tiranía, la falta de equidad y la manía de Calpurnia de mezclarse en mis asuntos se habían reducido a unos ligeros murmullos de desaprobación general. Por mi parte, a veces, me tomaba muchas molestias para no provocarla.

El verano estaba en camino; Jem y yo lo esperábamos con impaciencia. El verano era nuestra mejor estación: era dormir en catres en el porche trasero, cerrado con cristales, o probar de dormir en la caseta de los árboles; era infinidad de cosas buenas para comer; era un millar de colores en un paisaje reseco; pero, lo más importante, el verano era Dill.

El último día de clase las autoridades nos soltaron más temprano, y Jem y yo fuimos a casa juntos.

—Calculo que Dill llegará mañana —dije.

—Probablemente pasado —dijo Jem—. En Mississippi los sueltan un día más tarde.

Cuando llegamos a las encinas de la Mansión Radley, levanté el dedo para señalar por centésima vez la cavidad donde había encontrado la goma de mascar, tratando de convencer a Jem de que la había hallado allí, y me vi señalando otra hoja de papel de estaño.

—¡Lo veo, Scout! Lo veo…

Jem miró a todas partes, levantó la mano y con gesto vivo se puso en el bolsillo un paquetito diminuto y brillante. Corrimos a casa y en el porche fijamos la mirada en una cajita recubierta de trozos de papel de estaño recogido de las envolturas de la goma de mascar. Era una cajita de las que contienen anillos de boda, de terciopelo morado con un cierre diminuto. Jem abrió el cierre. Dentro había dos monedas frotadas y pulidas, una encima de otra. Jem las examinó.

Cabezas de indio —dijo—. Mil novecientos seis, y, Scout, una es de mil novecientos. Son antiguas de verdad.

—Mil novecientos —repetí—. Oye…

—Cállate un minuto, estoy pensando.

—Jem, ¿te parece que alguno tiene su escondite allí?

—No, excepto nosotros, nadie pasa mucho por allí a menos que sea alguna persona mayor…

—Las personas mayores no tienen escondites. ¿Te parece que debemos guardarlas, Jem?

—No sé qué podríamos hacer, Scout. ¿A quién se las devolveríamos? Sé con certeza que nadie pasa por allí… Cecil pasa por la calle de detrás y da un rodeo por el interior de la ciudad para ir a casa.

Cecil Jacobs, que vivía en el extremo más alejado de nuestra calle, en la casa vecina a la oficina de Correos, andaba un total de una milla por día de clase para evitar la Mansión Radley y a la anciana mistress Henry Lafayette Dubose, dos puertas más allá, calle arriba, de la nuestra; la opinión de los vecinos sostenía unánime que mistress Dubose era la anciana más ruin que había existido. Jem no quería pasar por delante de su casa sin tener a Atticus a su lado.

—¿Qué supones que debemos hacer, Jem?

Los autores de un hallazgo eran dueños de la cosa, sólo hasta que otro demostrase sus derechos. El cortar de tarde en tarde una camelia, el beber un trago de leche caliente de la vaca de miss Maudie Atkinson en un día de verano, el estirar el brazo hacia las uvas "scuppernong" de otro formaba parte de nuestra educación ética, pero con el dinero era diferente.

—¿Sabes qué? —dijo Jem—. Las guardaremos hasta que empiece la escuela, entonces iremos por las clases y preguntaremos a todos si son suyas. Hay chicos que vienen con el autobús…, quizá uno había de cogerlas al salir hoy de la escuela y se ha olvidado. Éstas monedas son de alguien, ya lo sabes. ¿No ves cómo las han frotado? Las ahorraban.

—Si, pero ¿cómo es posible que nadie guardase del mismo modo la goma de mascar? Tú sabes que la goma no dura.

—No lo sé, Scout. Pero las monedas tienen importancia para alguien…

—¿Por qué causa, Jem…?

—Pues, mira, cabezas indias… vienen de los indios. Tienen una magia poderosa de verdad, le dan buena suerte a uno. No es cosa así como dar pollo frito cuando uno no lo espera sino larga vida y buena salud, y aprobar los exámenes de cada seis semanas…, sí, para alguna persona tienen mucho valor. Las guardaré en mi baúl.

Antes de irse a su cuarto, Jem miró largo rato la Mansión Radley. Parecía estar pensando otra vez.

Dos días después llegó Dill con un resplandor de gloria: había subido al tren sin que le acompañara nadie, desde Meridian hasta el Empalme de Maycomb (un nombre honorífico: el Empalme de Maycomb estaba en el Condado de Abbott) donde había ido a buscarle miss Rachel con el único taxi de la ciudad; había comido en el restaurante, y vio bajar del tren en Bay Saint Louis a dos gemelos enganchados el uno con el otro, y se sostuvo en sus trece sobre estos cuentos, despreciando todas las amenazas. Había desechado los abominables pantalones azules, cortos, que se abrochaban en la camisa, y llevaba unos de verdad con cinturón; era algo más recio, no más alto y decía que había visto a su padre. El padre de Dill era más alto que el nuestro, llevaba una barba negra (en punta) y era presidente de los "Ferrocarriles L. & N.".

—Ayudé un rato al maquinista —dijo Dill, bostezando.

—A caerse le ayudaste Dill. Cállate —replicó Jem—. ¿A qué jugaremos hoy?

—A Tom, Sam y Dick —respondió Dill—. Vámonos al patio delantero.

Dill quería jugar a Los Rover porque eran tres papeles responsables. Evidentemente estaba cansado de ser nuestro primer actor.

—Estoy hastiada de ellos —dije. Estaba hastiada de representar el papel de Tom Rover, que de súbito perdía la memoria en mitad de una película y quedaba eliminado de la escena hasta que le encontraban en Alaska—. Invéntanos una, Jem —pedí.

—Estoy cansado de inventar.

Era nuestro primer día de libertad y estábamos cansados todos. Yo me pregunté qué nos traería el verano.

Habíamos bajado al patio delantero, donde Dill se quedó mirando calle abajo, contemplando la funesta faz de la Mansión Radley.

—Huelo la muerte —dijo con énfasis—. Lo digo de veras —insistió cuando yo le dije que se callase.

—¿Quieres decir que cuando muere alguien tú lo notas por el olor?

—No, quiero decir que puedo oler a una persona y adivinar si va a morir. Me lo enseñó una señorita —Dill se inclinó y me olfateó—. Jean… Louise… Finch, tú morirás dentro de tres días.

—Dill, si no te callas te doy un golpe que te doblo las piernas. Y ahora lo digo en serio…

—Callaos —refunfuñó Jem—. Os portáis como si creyeseis en fuegos fatuos.

—Y tú te portas como si no creyeses —repliqué.

—¿Qué es un fuego fatuo? —preguntó Dill.

—¿No has ido de noche por un camino solitario y no has pasado junto a un lugar maldito? —le preguntó Jem—. Un fuego fatuo es un espíritu que no puede subir al cielo, está condenado a revolcarse por caminos solitarios, y si uno pasa por encima de él, cuando se muere se convierte en otro fuego fatuo, y anda por ahí de noche sorbiéndole el resuello a la gente…

—¿Cómo se hace para no pasar por encima de uno?

—De ningún modo —contestó Jem—. A veces se tienden cubriendo el camino de una parte a otra, pero si al ir a cruzar por encima de uno dices: "Ángel del destino, vida para el muerto; sal de mi camino, no me sorbas el aliento", con ello haces que no pueda envolverte el espíritu…

—No creas ni una palabra de lo que dice, Dill —aconsejé—. Calpurnia asegura que eso son cuentos de negros.

Jem me miró con ceño torvo, pero dijo:

—Bien, ¿vamos a jugar a algo o no?

—Podemos rodar con el neumático —propuse.

—Yo soy demasiado alto —objetó Jem con un suspiro.

—Tú puedes empujar.

Corrí al patio trasero, saqué de debajo de la caseta un neumático viejo de coche y lo hice rodar hasta el patio de la fachada.

—Yo primero —dije.

Dill objetó que el primero había de ser él, que hacia poco que había llegado.

Jem arbitró; me premió con el primer empujón, pero concediendo a Dill una carrera más. Yo me doblé en el interior de la cubierta.

Hasta que lo demostró, no comprendí que Jem estaba ofendido porque le contradije en lo de los fuegos fatuos, y que esperaba pacientemente la oportunidad de recompensarme. Lo hizo empujando la cubierta acera abajo con toda la fuerza de su cuerpo. Tierra, cielo y casas se confundían en una paleta loca; me zumbaban los oídos, me asfixiaba. No podía sacar las manos para parar; las tenía empotradas entre el pecho y las rodillas. Sólo podía confiar en que Jem nos pasara delante a la rueda y a mi, o que una elevación de la acera me detuviese. Oía a mi hermano detrás, persiguiendo la cubierta y gritando.

La cubierta saltaba sobre la gravilla, se desvió atravesando la calle y me despidió como un corcho contra el suelo. Cegada y mareada, me quedé tendida sobre el cemento, sacudiendo la cabeza para ponerla firme y golpeándome los oídos, para que cesaran de zumbarme, cuando oí la voz de Jem:

—¡Scout, márchate de ahí; ven!

Levanté la cabeza y vi allí delante los peldaños de la Mansión Radley. Me quedé helada.

—¡Ven, Scout, no te quedes tendida ahí! —gritaba Jem—. ¡Levántate! ¿Es que no puedes?

Yo me puse en pie, temblando como si me derritiese.

—¡Coge la cubierta! —aullaba Jem—. ¡Tráetela! ¿No te queda nada de sentido?

Cuando estuve en condiciones de navegar, corrí hacia ellos a toda la velocidad que pudieron llevarme las piernas.

—¿Por qué no la has traído? —preguntó Jem.

—¿Porqué no vas a buscarla tú? —chillé.

Se quedó callado.

—Ve, no está mucho más allá de la puerta. ¡Caramba!, si una vez hasta tocaste la casa, ¿no te acuerdas?

Jem me dirigió una mirada furiosa, no podía negarse; echó a correr acera abajo, cruzó la entrada del patio con pie cauteloso y luego entró como una flecha y recobró la cubierta.

—¿Lo ves? —clamaba con cara de reproche y de triunfo—. No tiene importancia. Te lo juro, Scout, a veces te portas tanto como una niña, que mortificas.

Tenía más importancia de la que él suponía, pero decidí no decírselo.

Calpurnia apareció en la puerta y gritó:

—¡Es la hora de la limonada! ¡Entrad todos y libraos de ese sol abrasador antes que os aséis vivos!

La limonada a mitad de la mañana era un rito del verano. Calpurnia puso un jarrón y tres vasos en el porche, y luego fue a ocuparse de sus asuntos. El haber perdido el magnánimo favor de Jem no me inquietaba de un modo especial. La limonada le devolvería el buen humor.

Jem apuró su segundo vaso y se dio una palmada en el pecho.

—Ya sé a qué jugaremos —anunció—. A una cosa nueva, a una cosa distinta.

—¿A qué? —preguntó Dill.

—A Boo Radley.

A veces Jem tenía la frente de cristal: había ideado aquel juego para darme a entender que no temía a los Radley bajo ninguna forma ni carácter, y para hacer contrastar su temerario heroísmo con mi cobardía.

—¿A Boo Radley? ¿Cómo? —preguntó Dill.

—Tú, Scout, podrías ser mistress Radley… —dijo Jem.

—Lo haré si quiero. No creo que…

—¿Cuentos chinos? —dijo Dill—. ¿Todavía tienes miedo?

—A lo mejor sale de noche, cuando todos dormimos… —dije.

Jem silbó:

—Scout, ¿cómo sabrá lo que hacemos? Además, no creo que continúe ahí. Murió hace años y le metieron en la chimenea.

Dill dijo:

—Jem, si Scout tiene miedo, tú y yo jugaremos, y ella que mire.

Yo estaba perfectamente segura de que Boo Radley estaba dentro de aquella casa, pero no podía probarlo, y consideré mejor tener la boca cerrada, pues de lo contrario me habrían acusado de creer en fuegos fatuos, fenómeno al que era completamente inmune, durante las horas del día.

Jem distribuyó los papeles: yo era mistress Radley, y todo lo que había de hacer era salir a barrer el porche. Dill era el viejo míster Radley: caminaba acera arriba y abajo, y cuando Jem le decía algo, él tosía. Naturalmente, Jem era Boo: bajaba las escaleras de la puerta de casa y de vez en cuando chillaba y aullaba.

A medida que avanzaba el verano progresaba nuestro juego. Lo pulíamos y los perfeccionábamos, añadiendo diálogo y trama hasta que compusimos una pequeña obra teatral en la que introducíamos cambios todos los días.

Dill era el villano de los villanos: sabía identificarse con cualquier papel que le asignaran, y parecer alto si la estatura formaba parte de la maldad requerida. Yo representaba de mala gana el papel de diversas damas que entraban en el argumento. Nunca me pareció que aquello fuese tan divertido como Tarzán, y aquel verano actué con una ansiedad algo más que ligera, a pesar de las seguridades que me daba Jem de que Boo Radley había muerto y Calpurnia en casa durante el día, y por la noche Atticus también.

Jem era un héroe nato.

Habíamos compuesto un pequeño drama triste, tejido con trozos y retales de habladurías y leyendas de la vecindad: mistress Radley había sido hermosa hasta que se casó con mister Radley y perdió todo su dinero. Perdió además la mayoría de dientes, el cabello y el índice de la mano derecha (esto era una aportación de Dill: Boo se lo había arrancado de un mordisco una noche, al no encontrar gatos y ardillas que comer); se pasaba el tiempo sentada en la sala llorando casi siempre, mientras Boo cercenaba poco a poco todo el mobiliario de la casa.

Nosotros éramos también los muchachos que se encontraban en apuros; para variar, yo hacía de juez de paz; Dill se llevaba a Jem y le embutía debajo de las escaleras, pinchándole con la escoba de retama. Jem reaparecía cuando era preciso en los personajes de sheriff, de varias personas de la ciudad y de miss Stephanie Crawford, la cual sabía contar más cosas de los Radley que ninguna otra persona de Maycomb.

Cuando llegaba el momento de representar la escena de Boo, Jem entraba a hurtadillas en la cocina, cogía las tijeras de la máquina de coser aprovechando el momento en que Calpurnia estaba de espaldas, y luego se sentaba en la mecedora y recortaba periódicos. Dill pasaba por delante, le saludaba tosiendo, y Jem simulaba que le clavaba las tijeras. Desde donde yo estaba parecía real.

Cuando mister Nathan Radley pasaba por nuestro lado en su viaje diario a la ciudad, nosotros nos quedábamos quietos y callados hasta que se había perdido de vista, y nos preguntábamos luego qué nos haría si sospechase algo. Nuestras actividades se interrumpían cuando aparecía algún vecino, y una vez vi a miss Maudie Atkinson mirándonos desde el otro lado de la calle, paradas a media altura las tijeras de podar.

Un día estábamos tan ocupados representando el capítulo XXV, libro II de La familia de un solo hombre, que no vimos a Atticus plantado en la acera contemplándonos al mismo tiempo que se golpeaba la rodilla con una revista arrollada. El sol indicaba que eran las doce del mediodía.

—¿Qué estáis representando? —preguntó.

—Nada —contestó Jem.

La evasiva de mi hermano me indicó que aquel juego era un secreto, de modo que guardé silencio.

—¿Pues qué haces con esas tijeras? ¿Por qué haces pedazos de ese periódico? Si es el de hoy te daré una paliza.

—Nada.

—Nada, ¿qué? —dijo Atticus.

—Nada, señor.

—Dame las tijeras —ordenó Atticus—. No son cosas con las que se juegue. ¿Tiene eso algo que ver con los Radley, acaso?

—No, señor —contestó Jem, poniéndose colorado.

—Espero que no —dijo secamente, y penetró en la casa.

—Jem…

—¡Cállate! Se ha ido a la sala de estar, y desde allí puede oírnos.

A salvo en el patio, Dill preguntó a Jem si podíamos jugar más.

—No lo sé. Atticus no ha dicho que no…

—Jem —dije yo—, de todos modos, Atticus está enterado.

—No, no lo está. Si lo estuviera lo habría dicho.

Yo no estaba tan segura, pero Jem me dijo que yo era una niña, que las niñas siempre se imaginan cosas, lo cual da motivo a que las otras personas las odien tanto, y que si empezaba a portarme como una niña podía marcharme ya y buscar a otros con quienes jugar.

—Está bien, vosotros continuad, pues —dije—. Veréis lo que pasa.

La llegada de Atticus fue la segunda causa de que quisiera abandonar el juego. La primera venía del día que rodé dentro del patio delantero de los Radley. A través de los meneos de cabeza, de los esfuerzos por dominar las náuseas y de los gritos de Jem, había oído otro son, tan bajo que no lo habría podido oír desde la acera. Dentro de la casa, alguien reía.