3

El cazar a Walter Cunningham por el patio me causó cierto placer, pero cuando le frotaba la nariz contra el polvo se acercó Jem y me dijo que le dejase.

—Eres más fuerte que él —me dijo.

—Pero él tiene, casi, tantos años como tú —repliqué—. Por su culpa me he puesto en mal terreno.

—Suéltale, Scout. ¿Por qué?

—No traía almuerzo —respondí, y a continuación expliqué cómo me había mezclado con los problemas dietéticos de Walter.

Walter se había levantado y estaba de pie, escuchándonos calladamente a Jem y a mí. Tenía los puños algo levantados, como si esperase un asalto de nosotros dos. Yo di una patada en el suelo, mirándole, para hacerle marchar, pero Jem levantó la mano y me detuvo. Luego examinó a Walter con aire especulativo.

—¿Tu papá es mister Cunningham, de Oíd Sarum? —preguntó.

Walter movió la cabeza asintiendo. Daba la sensación de que le habían criado con pescado; sus ojos, tan azules como los de Dill Harry, aparecían rodeados de un circulo rojo y acuosos. No tenía nada de color en el rostro, excepto en la punta de la nariz, que era de un rosado húmedo. Y manoseaba las tiras de su mono, tirando nerviosamente de las hebillas metálicas.

De súbito, Jem le sonrió.

—Ven a casa a comer con nosotros, Walter —le dijo—. Nos alegrará tenerte en nuestra compañía.

La cara de Walter se iluminó, pero luego se ensombreció. Jem dijo:

—Tu papá es amigo del nuestro. Ésa Scout está loca; ya no se peleará más contigo.

—No estoy tan segura —repliqué. Me irritaba que Jem me dispensase tan liberalmente de mis obligaciones, pero los preciosos minutos del mediodía transcurrían sin cesar—. No, Walter, no volveré a arremeter contra ti. ¿Te gustan las alubias con manteca? Nuestra Cal es una cocinera estupenda.

Walter se quedó donde estaba, mordiéndose el labio. Jem y yo abandonamos la partida. Estábamos cerca de la Mansión Radley cuando nos gritó:

—¡Eh! ¡Voy con vosotros!

Cuando nos alcanzó, Jem se puso a conversar placenteramente con él.

—Aquí vive un bicho raro —dijo cordialmente, señalando la casa de los Radley—. ¿No has oído hablar nunca de él, Walter?

—Ya lo creo —contestó el otro—. Por poco muero el primer año que vine a la escuela y comí nueces… La gente dice que las envenenó y las puso en la parte de la valla que da al patio de la escuela.

Ahora que Walter y yo andábamos a su lado, parecía que Jem le temía muy poco a Boo Radley. Lo cierto es que se puso jactancioso.

—Una vez subí hasta la casa —dijo.

—Nadie que haya ido una vez hasta la casa debería después echar a correr cuando pasa por delante de ella —dije yo, mirando a las nubes del cielo.

—¿Y quién echa a correr, señorita Remilgada?

—Tú, cuando no va nadie contigo.

Cuando llegamos a las escaleras de nuestra vivienda, Walter había olvidado ya que fuese un Cunningham. Jem corrió a la cocina a pedir a Calpurnia que pusiera un plato más; teníamos invitados. Atticus saludó a Walter e inició una conversación sobre cosechas que ni Jem ni yo pudimos seguir.

—Si no he podido pasar del primer grado, míster Finch, es porque todas las primaveras he tenido que quedarme con papá para ayudarle a cortar matas; pero ahora hay otro en casa ya mayor para el trabajo del campo.

—¿Habéis pagado una medida de patatas por él? —pregunté, pero Atticus me reprendió moviendo la cabeza.

Mientras Walter amontonaba alimento en su plato, él y Atticus conversaban como dos hombres, dejándonos maravillados a Jem y a mí. Atticus peroraba sobre los problemas del campo cuando Walter le interrumpió para preguntar si teníamos melaza en la casa. Atticus llamó a Calpurnia, que regresó trayendo el jarro de jarabe y se quedó hasta que Walter se hubo servido. Walter derramó jarabe sobre las hortalizas y la carne con mano generosa. Y probablemente se lo habría echado también en la leche si yo no le hubiese preguntado qué diablos hacía.

La salsera de plata tintineó cuando él puso otra vez el jarro en ella, y Walter se llevó rápidamente las manos al regazo. Luego bajó la cabeza.

Atticus me reprendió de nuevo moviendo la suya.

—¡Pero si ha llegado al extremo de ahogar la comida en jarabe —protesté—. Lo que ha derramado por todas partes…

Entonces Calpurnia requirió mi presencia en la cocina.

Estaba furiosa, y cuando ocurría así su gramática se volvía desarticulada. Estando tranquila, la tenía tan buena como cualquier persona de Maycomb. Atticus decía que Calpurnia estaba más instruida que la mayoría de gente de color.

Cuando me miraba con sus ojos bizcos, las pequeñas arrugas que los rodeaban se hacían más profundas.

—Hay personas que no comen como nosotros —susurró airada—, pero no has de ser tú quien las critique en la mesa cuando se da este caso. Aquél chico es tu invitado, y si quiere comer los manteles le dejas que se los coma, ¿me oyes?

—No es un invitado, Cal, es solamente un Cunningham…

—¡Cierra la boca! No importa quién sea, todo el que pone el pie en esta casa es tu invitado, ¡y no quieras que te coja haciendo comentarios sobre sus maneras como si tú fueras tan alta y poderosa! Tus familiares quizá sean mejores que los Cunningham, pero sus méritos no cuentan para nada con el modo que tú tienes de rebajarlos… ¡Y si no sabes portarte debidamente para comer en la mesa, te sientas aquí y comes en la cocina! —concluyó Calpurnia, estropeando bastante las palabras.

Luego, con un cachete que me escoció bastante, me mandó cruzar la puerta que conducía al comedor. Retiré mi plato y terminé la comida en la cocina, agradeciendo con todo que me ahorrasen la humillación de continuar ante ellos. A Calpurnia le dije que esperase, que le pasaría cuentas: uno de aquellos días, cuando ella no mirase, saldría y me ahogaría en el Remanso de Barker, y entonces a ella le molestaría. Además, añadí, ya me había creado conflictos una vez aquel día: me había enseñado a escribir, y todo era culpa suya.

—Basta de alboroto —replicó Calpurnia.

Jem y Walter regresaron a la escuela antes que yo; el quedarme atrás para advertir a Atticus de las iniquidades de Calpurnia valía bien una carrera solitaria por delante de la Mansión Radley.

—Sea como fuere, a Jem le quiere más que a mí —terminé, e indiqué que debía despedirla sin pérdida de tiempo.

—¿Has considerado alguna vez que Jem no le da ni la mitad de disgustos que tú? —La voz de Atticus era dura como el pedernal—. No tengo intención de deshacerme de ella, ni ahora ni nunca. No podríamos arreglarnos ni un solo día sin Cal, ¿lo has pensado alguna vez? Piensa en lo mucho que Cal hace por ti, y obedécela, ¿me oyes?

Regresé a la escuela odiando profundamente a Calpurnia, hasta que un alarido repentino disipó mis resentimientos. Al levantar la vista vi a miss Caroline de pie en medio de la sala, inundado su rostro por el más vivo horror. Al parecer se había reanimado bastante para perseverar en su profesión.

—¡Está vivo! —chillaba…

La población masculina de la clase corrió como un solo hombre en su auxilio. ¡Señor, pensé yo, la asusta un ratón! Little Chuck Little, que poseía una paciencia fenomenal para todos los seres vivientes, dijo:

—¿Hacia qué parte ha ido, miss Caroline? Díganos adónde ha ido, ¡de prisa! D.C.… —le ordenó a un chico que estaba detrás—, D.C., cierra la puerta y le cogeremos. Rápido, señorita, ¿adónde ha ido?

Miss Caroline señaló con un índice tembloroso, no el suelo ni el techo, sino a un individuo grueso a quien yo no conocía. La faz de Little Chuck se contrajo, y preguntó dulcemente:

—¿Quiere decir éste, señorita? Sí, está vivo. ¿La ha asustado con algo?

Miss Caroline dijo desesperada:

—En el preciso momento en que pasaba por ahí, el bicho ha salido de su cabello…, ha salido de su cabello, ni más ni menos…

Little Chuck sonrió con ancha sonrisa.

—No es preciso tenerle miedo a un piojo, señorita. ¿No ha visto nunca ninguno? Vamos, no tenga miedo; vuélvase a su mesa, sencillamente, y enséñenos algo más.

Little Chuck Little era otro miembro de la población escolar que no sabía de dónde le llegaría la comida siguiente, pero era un caballero nato. Puso la mano debajo del codo de miss Caroline y la acompañó hasta la punta de la sala.

—Vamos, no se incomode, señorita —decía—. No hay motivo para tener miedo de un piojo. Voy a buscarle un poco de agua fría.

El huésped del piojo no manifestó el más leve interés por el furor que había despertado. Rebuscó por el cabello, encima de su frente, localizó a su invitado y lo aplastó entre el pulgar y el índice.

Miss Caroline seguía la maniobra entre fascinada y horrorizada. Little Chuck le trajo agua en un vaso de papel, y ella la bebió agradecida. Al fin recobró la voz.

—¿Cómo te llamas, hijo? —preguntó cariñosamente.

El del piojo parpadeó.

—¿Quién, yo?

Miss Caroline hizo un signo afirmativo.

—Burns Ewell.

Mis Caroline examinó el libro de asistencia.

—Aquí tengo un Ewell, pero no dice el primer nombre… ¿Querrás decírmelo, letra por letra?

—No sé hacerlo. En casa me llaman Burris.

—Bien, Burris —dijo miss Caroline—. Creo que será mejor dejarte libre para el resto de la tarde. Quiero que te vayas a casa y te laves el cabello.

En seguida sacó un grueso libro de un cajón, hojeó sus páginas y leyó un momento.

—Un buen remedio casero para… Burris, quiero que te vayas a casa y le laves el cabello con jabón de lejía. Cuando lo hayas hecho, frótate la cabeza con petróleo.

—¿Para qué, señorita?

—Para librarte de… pues… de los piojos. Ya ves, Burris, los otros podrían cogerlos también, y tú no lo quieres, ¿verdad que no?

El niño se puso en pie. Era el ser humano más sucio que he visto en mi vida. Tenía el cuello gris oscuro, los dorsos de las manos orinientos y el negro de las uñas penetraba hasta lo vivo. Miró a miss Caroline por un espacio limpio, de la anchura de un puño, que le quedaba en la cara. Nadie se había fijado en él, probablemente, porque miss Caroline y yo habíamos divertido a la clase la mayor parte de la mañana.

—Y, Burris —añadió la maestra—, haz el favor de bañarte antes de volver mañana.

El chico soltó una carcajada grosera.

—No es usted quien me echa, señorita —replicó con tosco lenguaje dialectal—. Estaba a punto de marcharme; ya he cumplido mi tiempo por este año.

Miss Caroline pareció desorientada.

—¿Qué quieres decir con esto?

El chico no respondió. Soltó un breve bufido de desprecio.

Uno de los miembros de más edad de la clase, contestó:

—Es un Ewell, señorita —y yo me pregunté si esta explicación tendría tan poco éxito como mi tentativa. Pero miss Caroline parecía dispuesta a escuchar—. Toda la escuela está llena de ellos. Vienen el primer día de cada año, y luego se marchan. La encargada de la asistencia los hace venir amenazándolos con el sheriff pero ha abandonado el empeño de hacerlos continuar. Calcula que ha cumplido con la ley anotando sus nombres en la lista y obligándoles a venir el primer día. Se da por descontado que el resto del año se les pondrá falta…

—Pero ¿y sus padres? —preguntó miss Caroline, auténticamente preocupada.

—No tienen madre —le respondió el chico—, y su padre es muy pendenciero.

El recital había halagado a Burris Ewell.

—Hace ya tres años que vengo el primer día al primer grado —dijo, expansionándose—. Calculo que si soy listo este año me pasarán al segundo…

Mis Caroline dijo:

—Haz el favor de sentarte, Burris —y en el mismo momento en que lo dijo, yo comprendí que había cometido un serio error. La condescendencia del muchacho se inflamó en cólera.

—Pruebe usted a obligarme, señorita.

Little Chuck Little se puso en pie.

—Déjele que se vaya, señorita —dijo—. Es un ruin, un ruin endurecido. Es capaz de cualquier barbaridad, y aquí hay niños pequeños.

Little era uno de los hombrecitos más diminutos, pero cuando Burris Ewell se volvió hacia él, su diestra voló hacia el bolsillo.

Cuidado con lo que haces, Burris —le dijo—. Te mataría con la misma rapidez con que te miro. Ahora vete a casa.

Burris pareció tenerle miedo a un niño de la mitad de su estatura, y miss Caroline aprovechó su indecisión.

—Burris, vete a casa. Si no te vas llamaré a la directora —dijo—. De todos modos, tendré que dar parte de esto.

El muchacho soltó un bufido y se dirigió cabizbajo hacia la puerta.

Cuando estuvo fuera de su alcance, se volvió y gritó:

—¡De parte y reviente! ¡Todavía no ha nacido ninguna puerca maestra que pueda obligarme a hacer nada! Usted no me hace ir a ninguna parte, señorita! ¡Recuérdelo bien, no me hace marchar a ninguna parte!

Aguardó hasta que estuvo seguro de que miss Caroline lloraba y luego salió con paso torpe del edificio.

Pronto estuvimos apiñados todos alrededor de la mesa de la maestra tratando de consolarla de diversos modos… Era un malvado de verdad…, un golpe bajo… "Usted no ha venido a enseñar a gente como ésa"… En Maycomb la gente no se porta así, miss Caroline, de veras que no"… "Vamos, no se atormente señorita." "Miss Caroline. ¿Por qué no nos lee un cuento? Aquél del gato ha sido realmente bonito esta mañana".

Miss Caroline sonrió, se limpió la nariz, y dijo:

—Gracias, preciosidades —nos dispersó—, abrió un libro y desconcertó al primer grado con una larga narración sobre un sapo que vivía en un salón.

Cuando pasé por delante de la Mansión Radley por cuarta vez aquel día —dos de ellas a todo galope—, mi humor sombrío había aumentado hasta estar a tono con la casa. Si el resto del año escolar resultaba tan cargado de dramas como el primer día, quizá fuese un poco divertido, pero la perspectiva de pasar nueve meses absteniéndome de leer y escribir me hizo pensar en marcharme.

Mediada la tarde, había completado ya mis planes de viaje. Al competir con Jem corriendo por la acera para ir al encuentro de Atticus, que regresaba a casa después del trabajo, yo no me lancé con exceso. Teníamos la costumbre de correr al encuentro de Atticus desde el momento en que le veíamos doblar la esquina de la oficina de Correos, allá en la distancia. Atticus parecía haber olvidado que al mediodía yo me había enajenado su predilección; no se cansaba de hacerme preguntas sobre la escuela. Yo respondí con monosílabos, y él no insistió.

Quizá Calpurnia, percibiera que había tenido un día triste, permitió que mirase cómo preparaba una cena.

—Cierra los ojos y abre la boca y te daré una sorpresa —me dijo.

No hacía buñuelos a menudo, pues aseguraba que no tenía tiempo, pero hoy estando Jem y yo en la escuela, había sido para ella un día de poco ajetreo. Y sabía que los buñuelos me gustaban mucho.

—Te he echado de menos —dijo—. Alrededor de las dos la casa estaba tan solitaria que he tenido que poner la radio…

—¿Por qué? Jem y yo nunca estamos en casa, a menos que llueva.

—Ya lo sé —contestó—, pero uno de los dos siempre está al alcance de mi voz. Me pregunto cuántas horas del día me paso llamándoos. Bien —dijo levantándose de la silla de la cocina—, ya es hora de preparar una cacerola de buñuelos, me figuro. Ahora vete y déjame poner la cena en la mesa.

Calpurnia se inclinó y me besó. Yo salí corriendo, preguntándome qué mudanza se operó en ella. Había querido hacer las paces conmigo, he ahí el caso. Siempre fue demasiado dura conmigo. Al fin había visto el error de su proceder pendenciero, y lo lamentaba, pero era demasiado obstinada para confesarlo. Yo estaba cansada de los delitos cometidos aquel día.

Después de cenar, Atticus se sentó, con el periódico en la mano, y me llamó:

—Scout, ¿estás a punto para leer?

El Señor me enviaba más de lo que podía resistir, y me fui al porche de la fachada. Atticus me siguió.

—¿Te pasa algo, Scout?

Yo le dije que no me encontraba muy bien y que, si él estaba de acuerdo, pensaba no volver más a la escuela.

Atticus se sentó en la mecedora y cruzó las piernas. Sus dedos fueron a manosear el reloj de bolsillo; decía que sólo de este modo podía pensar. Aguardó en amistoso silencio, y yo traté de reforzar mi posición.

—Tú no fuiste a la escuela y te desenvuelves perfectamente; por tanto, yo también quiero quedarme en casa. Puedes enseñarme tú, lo mismo que el abuelito os enseñó a ti y a tío Jack.

—No, no puedo —respondió Atticus—. Además, si te retuviera en casa me encerrarían en el calabozo… Una dosis de magnesia esta noche, y mañana a la escuela.

—La verdad es que no me encuentro bien.

—Me lo figuraba. ¿Qué te pasa, pues?

Trocito a trozo, le expliqué los infortunios del día:

—… Y ha dicho que tú me lo enseñaste todo mal, de modo que ya no podremos volver a leer; nunca. Por favor, no me mandes más allá, por favor, señor.

Atticus se puso en pie y anduvo hasta el extremo del porche. Cuando hubo completado el examen de la enredadera regresó hacia mí.

—En primer lugar —dijo—, si sabes aprender una treta sencilla, Scout, convivirás mucho mejor con toda clase de personas. Uno no comprende de veras a una persona hasta que considera las cosas desde su punto de vista…

—¿Qué dice, señor?

—Hasta que se mete en el pellejo del otro y anda por ahí como si fuera el otro.

Atticus dijo que yo había aprendido muchas cosas aquel día, y miss Caroline otras varias, por su parte. Una concretamente: había aprendido a no querer dar algo a un Cunningham; pero si Walter y yo hubiésemos mirado el caso con sus ojos, habríamos visto que fue una equivocación honrada. No podíamos esperar que se enterase de todas las peculiaridades de Maycomb en un día, y no podíamos hacerla responsable cuando no conocía bien el terreno.

—Que me cuelguen —repliqué—, yo no conocía el terreno en el sentido de que no había de leer aquello, y ella me ha hecho responsable… Escucha, Atticus, ¡no es preciso que vaya a la escuela! —Un pensamiento repentino me llenaba de entusiasmo—. Burris sólo va a la escuela el primer día. La encargada de la asistencia da por cumplida la ley habiendo inscrito su nombre en la lista…

—Tú no puedes hacer eso, Scout —contestó Atticus—. A veces, en casos especiales, es mejor doblar un poco la vara de la ley. En tu caso la ley permanece rígida. Tú tienes que ir a la escuela.

—No sé por qué he de ir yo y él no.

—Entonces, escucha.

Atticus dijo que los Ewell habían sido la vergüenza de Maycomb durante tres generaciones. No recordaba que ninguno de ellos hubiese hecho una jornada de trabajo honrado. Dijo que una Navidad, cuando fuera a llevar el árbol al vertedero, me llevaría con él y me enseñaría dónde vivían. Eran personas, pero vivían como animales.

—Pueden ir a la escuela siempre que quieran, siempre que muestren el más leve síntoma de estar dispuestos a recibir una educación —dijo Atticus—. Hay medios para retenerlos en la escuela por la fuerza, pero es una necedad obligar a gente como los Ewell a un ambiente nuevo…

—Si mañana yo no fuese a la escuela, tú me obligarías.

—Dejemos la cuestión en este punto —replicó Atticus secamente—. Tú, miss Scout Finch, perteneces al tipo corriente de personas. Debes obedecer la ley.

Dijo luego que los Ewell eran miembros de una sociedad cerrada, formada por los Ewell. En ciertas circunstancias las personas corrientes, con muy buen criterio, les concedían ciertos privilegios por el simple recurso de hacerse las ciegas ante algunas de sus actividades. Por ejemplo, no estaban obligados a ir a la escuela. Otra cosa, a míster Bob Ewell, el padre de Burris, se le permitía que cazase y tendiese trampas en tiempo de veda.

—Esto es malo, Atticus —dije—. En el Condado de Maycom, el cazar en veda era un delito contra la ley, una felonía mayúscula a los ojos del populacho.

—Va contra la ley, es cierto —dijo mi padre—, y es malo, en verdad; pero cuando un hombre se gasta lo que le da la Beneficencia en whisky, sus hijos suelen llorar sufriendo los dolores del hambre. No conozco a ningún terrateniente de estos alrededores que quiera hacer pagar a los hijos la caza que mata el padre.

—Míster Ewell no debería obrar así…

—Naturalmente que no, pero jamás cambiará de manera de ser. ¿Vas a cargar tu repulsa sobre los hijos?

—No, señor —murmuré, presentando la última resistencia—. Pero si sigo yendo a la escuela, no podremos leer ya más…

—Esto te molesta, ¿verdad?

—Sí, señor.

Cuando Atticus me miró, vi en su cara la expresión que siempre me hacía esperar algo.

—¿Sabes lo que es un compromiso? —preguntó.

—¿Doblar la vara de la ley?

—No, es un acuerdo al que se llega por mutuas concesiones. Es como sigue —dijo—. Si reconoces la necesidad de ir a la escuela, seguiremos leyendo todas las noches como lo hemos hecho siempre. ¿Te conviene?

—¡Sí, señor!

—Lo consideraremos sellado sin la formalidad habitual —dijo Atticus al ver que me preparaba para escupir.

Cuando abría la puerta vidriera de la fachada, Atticus dijo:

—Ah, de paso, Scout, es mejor que no digas nada en la escuela de nuestro convenio.

—¿Por qué no?

—Me temo que nuestras actividades serían miradas con profunda repulsa por las autoridades más enteradas.

Jem y yo estábamos habituados al lenguaje de "testamento y última voluntad" de mi padre, y teníamos permiso para interrumpirle pidiéndole una aclaración en todo momento, si no entendíamos lo que nos decía.

—¿Qué, señor?

—Yo nunca fui a la escuela —dijo—, pero tengo la impresión de que si le dijese a miss Caroline que leemos todas las noches, la tomaría conmigo, y no quisiera que me persiguiese a mí.

Aquélla noche Atticus nos tuvo en vilo, leyéndonos con aire grave columnas de letra impresa sobre un hombre que sin ningún motivo discernible se había sentado en la punta de un asta de bandera, lo cual fue razón suficiente para que Jem se pasase todo el domingo siguiente encima de la caseta de los árboles. Allí estuvo desde el desayuno hasta la puesta del sol y habría continuado por la noche si Atticus no le hubiese cortado el aprovisionamiento. Yo me había pasado la mayor parte del día subiendo y bajando, haciendo los encargos que me ordenaba, proveyéndolo de literatura, alimento y agua, y le llevaba mantas para la noche cuando Atticus me dijo que, si no le hacía eso, Jem bajaría. Atticus tuvo razón.