Dill nos dejó en septiembre, para regresar a Meridian. Le acompañamos al autobús de las cinco, y sin él me sentí desdichada hasta que pensé que transcurrida una semana empezaría a ir a la escuela. En toda mi vida jamás he esperado otra cosa con tanto anhelo. Las horas del invierno me habían sorprendido en la caseta de los árboles, mirando hacia el patio de la escuela, espiando las multitudes de chiquillos con un anteojo de dos aumentos que Jem me había dado, aprendiendo sus juegos, siguiendo la chaqueta encarnada de Jem entre el girar de los corros de la "gallina ciega" compartiendo en secreto sus desdichas y sus pequeñas victorias. Ansiaba reunirme con ellos.
Jem condescendió en llevarme a la escuela el primer día, tarea que gentilmente hacen los padres de uno, pero Atticus había dicho que a mi hermano le encantaría enseñarme mi clase. Creo que en esta transacción algún dinero cambió de manos, porque mientras doblábamos al trote la esquina de más allá de la Mansión Radley, oí un tintineo nada familiar en los bolsillos de Jem. Ya en los límites del patio de la escuela, cuando disminuimos la marcha y nos pusimos al paso, él tuvo buen cuidado de explicarme que durante las horas de clase no debía molestarle. No me acercaría para pedirle que representásemos un capítulo de Tarzán y el hombre de las hormigas, ni para sonrojarle con referencias a su vida privada, ni tampoco andaría tras él durante el descanso del mediodía. Yo me quedaría con los del primer grado y él permanecería con los del quinto. En resumen, tenía que dejarle en paz.
—¿Quieres decir que ya no podremos jugar más? —le pregunté.
—En casa haremos lo mismo de siempre —me contestó—, pero tú verás que la escuela es diferente.
Lo era, en verdad. Antes de que terminase la primera mañana, miss Caroline Fisher, nuestra maestra, me arrastró hacia la parte delantera de la sala y me pegó en la palma de la mano con su regla; luego me hizo quedar de pie en el rincón hasta el mediodía.
Miss Caroline no pasaba de los veintiún años. Tenía el cabello pardo-rojizo brillante, las mejillas rosadas y se pintaba con esmalte carmesí las uñas. Llevaba también zapatos de tacón alto y un vestido a rayas encamadas y blancas. Tenía el aspecto y el perfume de una gota de menta. Se alojaba al otro lado de la calle, una puerta más abajo que nosotros, en el cuarto delantero del piso superior de miss Maudie Atkinson. Cuando miss Maudie nos la presentó, Jem vivió en la luna durante días.
Miss Caroline escribió su nombre en la pizarra y dijo:
—Esto dice que soy miss Caroline Fisher. Soy del norte de Alabama, del condado de Winston.
La clase murmuró con aprensión, temiendo que poseyera algunas de las peculiaridades propias de aquella región. (Cuando Alabama se separó de la Unión, el 11 de enero de 1861, el Condado de Winston se separó de Alabama, y todos los niños de Maycomb lo sabían). Alabama del Norte estaba llena de magnates de los licores, fabricantes de whisky, republicanos, profesores y personas sin abolengo.
Miss Caroline empezó el día leyéndonos una historia sobre los gatos. Los gatos sostenían largas conversaciones unos con otros, llevaban unos trajecitos monos y vivían en una casa calentita debajo de la estufa de la cocina. Por el tiempo en que la Señora Gata llamaba a la tienda pidiendo un envío de ratones de chocolate malteados, la clase estaba en agitación como un cesto de gusanos. Miss Caroline parecía no darse cuenta de que los andrajosos alumnos de la primera clase, con camisas de trapo y faldas de tela de saco, muchos de los cuales habían cortado algodón y cebado puercos desde que supieron andar, eran inmunes a la literatura de imaginación. Miss Caroline llegó al final del cuento y exclamó:
—Oh, qué bien! ¿No ha sido bonito?
Luego fue a la pizarra y escribió el alfabeto con enormes letras mayúsculas de imprenta. Después se volvió hacia la clase y preguntó:
—¿Sabe alguno lo que son?
Casi todo el mundo lo sabía, la mayoría del primer grado estaba allí desde el año anterior, por no haber podido pasar al segundo.
Supongo que me escogió a mí porque conocía mi nombre. Mientras yo leía el alfabeto una leve arruga apareció entre sus cejas, y después de haberme hecho leer gran parte de Mis Primeras Lecturas y los datos del mercado de Bolsa del The Mobile Register en voz alta, descubrió que yo era letrada y me miró con algo más que un leve desagrado. Miss Caroline me pidió que le dijese a mi padre que no me enseñase nada más, pues ello podía ser incompatible con las clases.
—¿Enseñarme? —exclamé sorprendida— mi padre no me ha enseñado nada, miss Caroline. Atticus no tiene tiempo para enseñarme nada. ¡Caramba!, por la noche está tan cansado que no hace otra cosa que sentarse en la sala y leer.
—Si no te enseñó él, ¿quién ha sido? —preguntó miss Caroline de buen talante—. Alguno habrá sido. Tú no naciste leyendo The Mobile Register.
—Jem dice que sí. Jem leyó un libro en el que yo era una Bullfinch en lugar de una Finch[1]—, Miss Caroline pensó, por lo visto, que mentía.
—No nos dejemos arrastrar por la imaginación, querida mía —dijo—. Y ahora dile a tu padre que no te enseñe nada más. Es mejor empezar a estudiar con una mente fresca. Dile que de ahora en adelante me encargo yo y que trataré de corregir el mal…
—¿Señora…?
—Tu padre no sabe enseñar. Ahora puedes sentarte.
Murmuré que lo sentía y me retiré meditando mi crimen. Yo no aprendí intencionalmente a leer, pero, no sé cómo, me había encenagado ilícitamente en los periódicos diarios. En las largas horas en el templo… ¿Fue entonces cuando aprendí? No podía recordar una época en que no supiera leer los himnos. Ahora que me veía obligada a pensar en ello, el leer era cosa que sabía, naturalmente, lo mismo que el abrocharme las posaderas de mi pelele sin mirar atrás, o el terminar haciendo dos lazos con una maraña de cordones de zapato. No podía recordar cuándo las líneas de encima del dedo en movimiento de Atticus se separaron en palabras; sólo sabía que las contemplé todas las veladas que recordaba, escuchando las noticias del día, los proyectos que había que elevar a Leyes, los diarios de Lorenzo Dow…, todo lo que Atticus estuviera leyendo cuando yo trepaba a su regazo cada noche. Hasta que temí perderlo, jamás me embelesó el leer. A uno no le embelesa el respirar.
Comprendí que había disgustado a miss Caroline, de modo que dejé la cosa como estaba y me puse a mirar por la ventana hasta el descanso, en cuyo momento Jem me sacó de la nidada de alumnos del primer grado, en el patio de la escuela. Jem me preguntó qué tal me desenvolvía. Yo se lo expliqué.
—Si no tuviera que quedarme, me marcharía, Jem, esa maldita señorita dice que Atticus me ha enseñado a leer y que debe dejar de enseñarme…
—No te apures, Scout —me reconfortó él—. Nuestro maestro dice que miss Caroline está introduciendo una nueva manera de enseñar. La aprendió en la Universidad. Pronto la adoptarán todos los grados. Según este estilo uno no ha de aprender mucho de los libros. Es como, por ejemplo, si quieres saber cosas de las vacas, vas y ordeñas una, ¿comprendes?
—Sí Jem, pero yo no quiero estudiar vacas, yo…
—Claro que sí. Uno ha de saber de las vacas, forman una gran parte de la vida del Condado de Maycomb.
Me contenté preguntándole si había perdido la cabeza.
—Sólo trato de explicarte la nueva forma que han implantado para enseñar al primer grado, tozuda. Es el Sistema Decimal de Dewey.
Como no había discutido nunca las sentencias de Jem, no vi motivo para empezar ahora. El Sistema Decimal de Dewey consistía, en parte, en que miss Caroline nos presentara cartulinas en las que había impresas palabras: "el", "gato", "ratón" "hombre" y "tú". No parecía que esperase ningún comentario por nuestra parte, y la clase recibía aquellas revelaciones impresionistas en silencio. Yo me aburría, por lo cual empecé una carta a Dill. Miss Caroline me sorprendió escribiendo y me ordenó que dijese a mi padre que dejara de enseñarme.
—Además —dijo—, en el primer grado no escribimos, hacemos letra de imprenta. No aprenderás a escribir hasta que estés en el tercer grado.
De esto tenía la culpa Calpurnia. Ello me libraba de volverla loca los días lluviosos, supongo. Me ordenaba escribir el alfabeto en la parte de arriba de una tablilla y copiar luego un capítulo de la Biblia debajo. Si reproducía su caligrafía satisfactoriamente, me recompensaba con un sandwich de pan, manteca y azúcar. La pedagogía de Calpurnia estaba libre de sentimentalismos; raras veces la dejaba complacida, y raras veces me premiaba.
—Los que van a almorzar a casa que levanten la mano —pidió miss Caroline, despertando mi nuevo resentimiento contra Calpurnia.
Los chiquillos de la población la levantaron, y ella nos recorrió con la mirada.
—Los que traigan el almuerzo que lo pongan encima de la mesa.
Fiambreras aparecieron por arte de encantamiento, y en el techo bailotearon reflejos metálicos. Miss Caroline iba de un extremo a otro de las hileras, mirando y hurgando los recipientes del almuerzo, asintiendo con la cabeza si su contenido le gustaba, arrugando un poco el ceño ante otros. Se paró en la mesa de Walter Cunningham.
—¿Dónde está el tuyo? —le preguntó.
La cara de Walter Cunningham pregonaba a todos los del primer grado que tenía lombrices. Su falta de zapatos nos explicaba además cómo las había cogido. Las lombrices se cogían andando descalzo por los corrales y los revolcaderos de los cerdos. Si Walter hubiese tenido zapatos los habría llevado el primer día de clase y luego los hubiera dejado hasta mitad del invierno. Llevaba, eso sí, una camisa limpia y un mono pulcramente remendado.
—¿Has olvidado el almuerzo esta mañana? —preguntó miss Caroline.
Walter fijó la mirada al frente. Vi que en su flaca mandíbula resaltaba de pronto el bulto de un músculo.
—¿Lo has olvidado esta mañana? —insistió miss Caroline.
La mandíbula de Walter se movió otra vez.
—Sí, señora —murmuró por fin.
Miss Caroline fue a su mesa y abrió el monedero.
—Aquí tienes un cuarto de dólar —le dijo a Walter—. Hoy vete a comer a la población. Mañana podrás devolvérmelo.
Walter movió la cabeza negativamente.
—No, gracias, señora —tartajeó en voz baja.
La impaciencia se acentuaba en la voz de miss Caroline.
—Vamos, Walter, cógelo.
Walter meneó la cabeza de nuevo.
Cuando la meneaba por tercera vez, alguien susurró:
—Ve y cuéntaselo, Scout.
Yo me volví y vi a la mayor parte de los muchachos de la ciudad y a toda la delegación del autobús mirándome. Miss Caroline y yo habíamos conferenciado ya dos veces, y los otros me miraban con la inocente certidumbre de que la familiaridad trae consigo la comprensión.
Yo me levanté generosamente en ayuda de Walter.
—Oh…, miss Caroline…
—¿Qué hay, Jean Louise?
—Miss Caroline, es un Cunningham.
Y me senté de nuevo.
—¿Qué hay, Jean Louise?
Yo pensaba haber puesto las cosas suficientemente en claro. Para todos los demás lo eran de sobras: Walter Cunningham estaba sentado allí, dejando reposar la cabeza. No había olvidado el almuerzo, no lo tenía. No lo tenía hoy, ni lo tendría mañana, ni pasado. En toda su vida probablemente no había visto nunca tres cuartos de dólar juntos.
Hice otra tentativa.
—Walter es un Cunningham, miss Caroline.
—Perdona, pero ¿qué quieres decir, Jean Louise?
—No tiene nada de particular, señorita; dentro de poco tiempo conocerá usted a toda la gente del condado. Los Cunningham jamás cogen nada que no puedan devolver, ni que sean sellos. Jamás toman nada de nadie, se arreglan con lo que tienen. No tienen mucho, pero pasan con ello.
Mi conocimiento especial de la tribu Cunningham —es decir, de una de sus ramas— lo debía a los acontecimientos del invierno pasado. El padre de Walter era cliente de Atticus. Una noche, después de una árida conversación en nuestra sala de estar sobre su apuro, y antes de marcharse, míster Cunningham dijo:
—Míster Finch, no sé cuándo estaré en condiciones de pagarle.
—Esto ha de ser lo último que debe preocuparle, Walter —respondió Atticus.
Cuando le pregunté a Jem cuál era el apuro en que se encontraba Walter y Jem me dijo que era el de tener cogidos los dedos en una trampa, pregunté a Atticus si míster Cunningham llegaría a pagarnos alguna vez.
—En dinero no —respondió Atticus—, pero no habrá transcurrido un año sin que haya pagado. Fíjate.
Nos fijamos. Una mañana, Jem y yo encontramos una carga de leña para la estufa en el patio trasero. Más tarde apareció en las escaleras de la parte posterior un saco de nueces. Con la Navidad llegó una caja de zarzaparrilla y acebo. Aquélla primavera, cuando encontramos un saco lleno de nabos, Atticus dijo que míster Cunningham le había pagado con creces.
—¿Por qué te paga de este modo? —pregunté.
—Porque es del único modo que puede pagarme. No tiene dinero.
—¿Somos pobres nosotros, Atticus?
Mi padre movió la cabeza afirmativamente.
—Ciertamente, lo somos.
Jem arrugó la nariz.
—¿Somos tan pobres como los Cunningham?
—No exactamente. Los Cunningham son gente del campo, labradores, y la crisis les afecta más.
Atticus decía que los hombres de profesiones liberales eran pobres porque lo eran los campesinos. Como el Condado de Maycomb era un terreno agrícola, las monedas de cinco y de diez centavos llegaban con mucha dificultad a los bolsillos de médicos, dentistas y abogados. La amortización era solamente uno de los males que sufría míster Cunningham. Los acres no vinculados los tenía hipotecados hasta el tope, y el poco dinero que reunía se lo llevaban los intereses. Si la lengua no se le iba por mal camino, mister Cunningham podría conseguir un empleo del Gobierno, pero sus campos irían a la ruina si los abandonaba, y él prefería pasar hambre para conservar los campos y votar de acuerdo con su parecer. Atticus decía que mister Cunningham venía de una casta de hombres testarudos.
Como los Cunningham no tenían dinero para pagar a un abogado, nos pagaban con lo que podían.
—¿No sabíais que el doctor Reynolds trabaja en las mismas condiciones? —decía Atticus—. A ciertas personas les cobra una medida de patatas por ayudar a un niño a venir al mundo. Miss Scout, si me prestas atención te explicaré lo que es una vinculación. A veces las definiciones de Jem resultan bastante exactas.
Si hubiese podido explicar estas cosas a miss Caroline, me hubiera ahorrado algunas molestias, y miss Caroline la mortificación subsiguiente, pero no entraba en mis posibilidades el explicar las cosas tan bien como Atticus, de modo que dije:
—Le está llenando de vergüenza, miss Caroline. Walter no tiene en casa un cuarto de dólar para traérselo luego, y usted no necesita leña para la estufa.
Miss Caroline se quedó tiesa como un palo, luego me cogió por el cuello del vestido y me remolcó hacia su mesa.
—Jean Louise, esta mañana ya empiezo a estar cansada de ti —dijo—. Cada día te metes en mal terreno, querida mía. Abre la mano.
Yo pensé que iba a escupirme en ella, que era el único motivo por el cual cualquier persona de Maycomb levantaba la mano: era ésta una manera de sellar los contratos orales consagradas por el tiempo. Preguntándome qué trato habríamos hecho, volví la mirada hacia la clase en busca de una respuesta, pero los otros me miraron a su vez desorientados. Miss Caroline cogió la regla, me dio media docena de golpecitos rápidos y me dijo que me quedara de pie en el rincón. Cuando por fin se dieron cuenta de que miss Caroline me había pegado, toda la clase estalló en una tempestad de risas.
Cuando miss Caroline les amenazó con una suerte similar, el primer grado estalló otra vez, y sólo imperó una seriedad rígida cuando cayó sobre ellos la sombra de miss Blount. Miss Blount, que había nacido en Maycomb y todavía no estaba iniciada en los misterios del Sistema Decimal, apareció en la puerta con las manos en las caderas y anunció:
—Si oigo otro sonido en esta sala, le pego fuego con todos los que están dentro. ¡Miss Caroline, con este alboroto, el sexto grado no puede concentrarse en las pirámides!
Mi estancia en el rincón fue corta. Salvada por la campana, miss Caroline contempló cómo la clase salía en fila para el almuerzo. Como fui la última en salir, la vi desplomarse en el sillón y hundir la cabeza entre los brazos. Si hubiese tenido una conducta más amistosa conmigo, la hubiera compadecido. Era una mujercita preciosa.