«VIEJA BUDA»
Una vez más la emperatriz se encontró gobernando su reino. Y como ya era vieja, según ella misma decía, y ningún signo de femineidad queda a las ancianas, prescindió de todo aquello que, como el biombo y el abanico, podían ocultarla a la vista de los hombres. Se sentaba en el Trono regio, como si fuera un varón, y aparecía soberbia y magníficamente vestida bajo la plena luz del sol o de las lámparas. Como había realizado todo cuanto planeaba, podía permitirse el uso de la clemencia, por lo que resolvió ser compasiva con su sobrino, al que dejaba algunas veces ostentar las apariencias del poder regio. Cuando se aproximaban por ejemplo, los festivales de otoño, le permitía hacer sacrificios ante el Altar de la Luna. De manera que el octavo día del octavo mes lunar, al llegar las Fiestas de Otoño, le recibía en la sala de audiencias bajo guardia designada por Jung Lu y allí, en presencia de los grandes consejeros y los dignatarios de los departamentos imperiales, esperaba que el emperador hiciese ante su tía las nueve reverencias rituales que significaban el reconocimiento de su poder sobre él. Más entrado el día, siempre por consentimiento de la emperatriz y en medio de la misma guardia, el joven iba a ejecutar los obligados sacrificios en el Altar de la Luna, y daba gracias a los cielos por las cosechas obtenidas y par la paz conservada. Y la emperatriz comentaba esto diciendo que convenía que el soberano se entendiese con las deidades mientras ella se entendía con los hombres.
Con los cuales tenía no poco quehacer. En primer término mandó ajusticiar a los seis chinos rebeldes cuyos consejos habían descarriado al emperador. Gran disgusto le causó, no obstante, el hecho de que el principal cabecilla de los insurrectos, es decir, K’ang Yu-wei, escapara a su venganza con ayuda de la Gran Bretaña, logrando embarcar a bordo de un navío extranjero que le condujo a un puerto inglés, donde vivía, si bien desterrado, seguro.
Tampoco permitió salir bien del paso a los miembros de su clan familiar. Al príncipe Ts’al, amigo y aliado del emperador, le hizo entrar en la cámara de prisión del clan. Se informó de la traición de aquel hombre, porque su esposa era otra de sus sobrinas. El príncipe aborrecía a su mujer, la cual ansiosa de desquite, acudió a su real parienta para contarle ominosas historias de su marido.
Una vez ejecutados cuantos tenían que morir, de forma tan eficaz que no quedó un solo enemigo de la emperatriz en la Corte, ella se aplicó a otra tarea, consistente en lograr que cuanto hiciera pareciese bien al pueblo. Bien le constaba que las gentes andaban muy divididas y que algunos hombres tomando el partido del emperador, propagaban la idea de que la nación debía amoldarse a los nuevos tiempos y tener cañones, buques y ferrocarriles, aceptando lecciones incluso de sus enemigos, los hombres occidentales. Y contra ese partido se movía el de los que opinaban qué debían seguirse las enseñanzas del sabio Confucio y atenerse a las antiguas costumbres y a la antigua sabiduría. Ese partido deseaba libertarse de los hombres nuevos y de la moderna época, y volver a lo conocido y arcaico.
Convenía persuadir a las dos facciones de que la emperatriz estaba al lado de todo lo sensato y acertado; y a esa tarea se aplicó con ahínco. Mediante comentarios y habladurías que hábilmente propalaban fuera de la Corte ministros y eunucos, el pueblo fue informado de los graves errores del emperador.
Los pecados principales del soberano eran:
Primero: haber conspirado contra su anciana tía, planeando su muerte a fin de quedar libre para seguir a sus recientes consejeros; y
Segundo: haber aceptado la ayuda extranjera, que era lo que le amparaba y mantenía, suponiéndole —y siendo— de mente tan simple, que los extranjeros creían fácil convertirle en un títere y apoderarse, a través de él, de todo el país.
Aquellas dos faltas convencieron a todos de que la emperatriz debía volver a ejercer las prerrogativas regias. Los que reverenciaban la tradición de Confucio no podían perdonar los actos de quien no reverenciaba a quien tenía más edad que él, y nadie podía aceptar a un hombre que había conspirado con los extranjeros y con los rebeldes chinos. Así, antes de que pasarán muchos meses, el pueblo en general reconoció a la emperatriz como su soberana, y hasta los extranjeros opinaban que valía más tratar con una mujer fuerte que con un gobernante varón, pero débil, ya que en la fuerza cabe siempre confiar, mientras la debilidad se presta a toda clase de dudas.
Y aquí radicaba la destreza y el talento de la que gustaba considerarse como reencarnación del viejo Buda. Conocía de sobra el mucho poder de las mujeres y, en consecuencia, para persuadir indirectamente a los hombres blancos, organizó en una ocasión una fiesta a la que invitó a las esposas y demás mujeres de cuantos hombres de los países occidentales vivían en la capital representando a sus gobiernos. Nunca en el curso de sus muchos años había visto la emperatriz la cara de una persona de raza blanca, pero se dispuso a hacerlo, aunque el mero hecho de pensar en ello la encolerizaba y revolvía todo su ser. Más suponía que, de ganarse la simpatía de las mujeres, no tardaría en obtener la de los hombres.
Escogió para la recepción la fecha de su cumpleaños. El más inmediato no correspondía a un momento señalado de su vida, puesto que sólo recordaba la fecha en que, hacía sesenta y cuatro años, la puso su madre en el mundo. Para aparecer en la recepción invitó a siete damas, esposas de otros tantos representantes extranjeros.
Toda la corte se alborotó. Las mujeres de la Corte se sentían curiosas, las sirvientas estaban abrumadas de trabajo, y los eunucos corrían, sin saberse por qué, de un lado a otro. Ninguno había visto nunca un extranjero.
Sólo la emperatriz mantenía su calma. A ella se le ocurrió encargar que se prepararan manjares que fuesen gratos al paladar de los occidentales. La anciana despachó, eunucos con la misión de averiguar si los extranjeros estaban autorizados por sus dioses para comer carne o si sólo podían probar leche. También procedía saber si preferían el té verde de la China al negro de la India y si deseaban que sus dulces se prepararan con grasa de cerdo o con aceite vegetal. Cierto que le era indiferente la opinión ajena y que encargó al final lo que se le antojó, pero había cumplido con la cortesía.
De análogo modo organizó todas las demás cosas, A media mañana envió guardias chinos de caballería con uniforme de gala de color escarlata y oro, para anunciar la llegada de los palanquines que debían transportar a las invitadas. Una hora después los palanquines, cada uno llevado por cinco porteadores y escoltado por dos jinetes, esperaba a las puertas de la legación británica. Cuando aparecieron las damas extranjeras, se posaron en tierra los palanquines y se corrieron sus cortinillas para que las invitadas entraran. Y por si esto no parecía gentileza bastante, la emperatriz mandó al jefe del departamento de Servicios Diplomáticos que fuese, con cuatro intérpretes, todos en sillas de manos y custodiados por dieciocho caballeros y sesenta guardias montados, a recibir a las damas occidentales. Los designados para tal encargo vestían sus ropas de ceremonia y dedicaron a las mujeres blancas todas cuantas cortesías podían pedirse, sin perder en un solo instante su alta dignidad.
En la primera puerta del Palacio de Invierno se detuvieron los palanquines y se rogó a las invitadas que entrasen a pie. Ya dentro del palacio esperaban otros siete palanquines, éstos de Corte, tapizados de raso rojo. Cargó con cada uno un equipo de seis eunucos, vestidos uniformemente de brillante raso amarillo, con fajas de color carmesí. Seguidos por una escolta, los eunucos llevaron a las damas hasta la segunda puerta.
Allí procedía apearse de nuevo. Y había mandado la emperatriz que se hiciese entrar a las señoras de fuera en un trenecillo tirado por una máquina de vapor, que el emperador había comprado años atrás para divertirse y además informarse de lo que aquello era. Semejante convoy trasladó a las visitantes, a través de la Ciudad Prohibida, hasta el pórtico del palacio principal. Allí las invitadas descendieron del tren, ocuparon siete sitiales y tomaron té. Luego varios príncipes de la más alta jerarquía les suplicaron que pasaran al gran salón de audiencias, donde el emperador y su consorte esperaban sentados en sendos tronos. La emperatriz, diplomática habilísima, le había persuadido de que aquel día se sentase a su derecha, para que ante los ojos ajenos todos pareciesen unidos.
Las damas blancas ocuparon sendos asientos, por el orden del tiempo que llevaban cada una en Pequín. Un intérprete las presentó por turno al príncipe Ch’ing, quien a su vez repitió la presentación a la emperatriz.
Ésta contempló los rostros de las visitantes y, aunque le sorprendiera el espectáculo de lo que veía, bajó del trono, extendió las dos manos enjoyadas y con ellas estrechó la derecha de sus varias agasajadas. Después puso en los índices de todas un anillo de puro y pesado oro chino, con una gran perla engastada.
Todas le dieron las gracias, y la emperatriz correspondió con inclinaciones de cabeza. Con esto, y seguida por su sobrino, inició la marcha hacia la puerta, siguiéndola numerosos eunucos.
Cuando hubo salido se volvió a la izquierda, camino de su palacio privado y, sin hablarle, hizo seña al emperador, con la mano, de que torciese a la derecha. Los cuatro eunucos que le guardaban día y noche le acompañaron hasta su prisión.
En su comedor principal la emperatriz rodeada de sus damas, tomó su acostumbrada refacción de mediodía, mientras las invitadas extranjeras se acomodaban en el salón del banquete, atendidas por otras damas de categoría menor. Intérprete y eunucos permanecieron allí para honrarles. La emperatriz, mientras comía con su buen apetito usual, reía de buena gana, evocando el extraño aspecto de las extranjeras. Lo más raro de todo, comentaba, eran sus ojos, unos ojos de color gris pálido, otros de matiz pardo claro y algunos con las pupilas azules, como las tienen los gatos monteses chinos. Le parecía que la estructura ósea de aquellas extranjeras era muy tosca, más concedía que su piel era finísima, blanca y rosada, con excepción de la japonesa, que tenía el cutis áspero y oscuro. A juicio de la emperatriz, la señora inglesa era la más bella de todas, aunque la alemana llevaba un vestido mucho más bonito, que comprendía una chaquetilla corta adornada con encajes y una falda larga de rico raso con bordados. Se burló de la alta diadema que la rusa llevaba a la cabeza y opinó que la rígida cara de la americana parecía la de una monja severa y grave.
Las damas de la emperatriz reían y aplaudían todas sus ocurrencias, declarando que nunca la habían encontrado más ingeniosa. Así, en medio del mejor humor terminó la comida, y entonces la emperatriz, cambiando de ropas, se dirigió al salón del banquete. Las invitadas habían sido trasladadas a otra estancia mientras se limpiaban las mesas, y cuando regresaron al salón hallaron a la emperatriz sentada ya en su trono. Había también mandado llamar a su sobrina, la emperatriz joven, que estaba a su lado. Según iban pasando las invitadas, la presentaban a cada una de ellas. Le agradaron mucho las miradas aprobatorias que le dirigían, admirando, al parecer, sus magníficas vestiduras, de carmesí, sus adornos y sus joyas. Hasta aquel momento la emperatriz no se había ataviado con sus mejores ropas ni joyas y, notando las miradas de las occidentales, comprendió que, aun cuando extranjeras sabían apreciar las calidades de gemas y tejidos. Decidió para sí que cuando las recibiese por tercera y última vez, en el curso de aquel día se arreglaría de modo que las asombrase con el esplendor de su presencia.
En resumen sus invitadas le agradaron. Cada vez que se le acercaban les tendía las manos poniéndolas primero sobre su propio pecho y luego sobre el de ellas. Repetía a la vez el axioma de un antiguo sabio: «Cuantos moran en la tierra son de la misma familia».
Hizo que los intérpretes explicaran aquellas palabras en inglés y francés. Terminado esto, despidió de momento a las invitadas, enviándolas al teatro y advirtiéndolas que había escogido para divertirlas adecuadamente, su pieza favorita, cuya letra les repetirían en sus idiomas los intérpretes imperiales.
Retirose de nuevo y entró en sus habitaciones. Como se sentía algo cansada, hizo que ante todo la bañasen en perfumada agua caliente, lo que debía preceder a su cambio de ropa. Esta vez eligió su más costoso vestido, de raso con incrustaciones de oro y con cenefas bordadas, de todos los tamaños y matices. Púsose también su famoso gran collar de perlas simétricamente dispuestas y cambiose las laminillas con que protegía sus uñas. Antes aquellos adornos eran de oro, con engarces de diamantes birmanos y perlas hindúes. Se cubrió la cabeza con un alto aderezo de perlas y rubíes, con diamantes africanos engastados.
Sus damas aseveraban que nunca la habían visto más hermosa. En efecto, el frescor de su cutis, el rojo color de sus tersos labios, la negrura de sus fabulosos ojos y sus finas cejas parecían propios de una mujer en plena juventud.
Otra vez tornó la emperatriz al salón del banquete, donde sus festejadas estaban bebiendo té y comiendo dulces. La soberana no llegó a pie, sino en su silla palatina, sostenida por eunucos que la condujeron hasta el trono.
Las damas extranjeras no pudieron encubrir su admiración. Sus sentimientos se pintaban claramente en sus rostros. Se levantaron y ella, sonriendo a todas, alzó su taza de té y bebió poniendo la vasija ladeada y acercándola a una de las comisuras de la boca. Llamó luego a las occidentales y las invitó a poner sus propios labios en el borde opuesto de la taza. De nuevo observó:
—Todos somos una sola familia… A los ojos del cielo, todos somos unos.
Y, sintiéndose libre, audaz y triunfante, ordenó que se trajeran presentes para ser entregados a las visitantes. Había abanicos, rollos decorativos pintados por ella misma, piezas de jade… Todas recibieron igual agasajo. Hecho esto, y mientras las desconcertadas damas le expresaban su gratitud, las despidió, y con esto terminó la recepción de aquel día.
En las siguientes jornadas sus informadores le manifestaron que las señoras extranjeras habían alabado mucho a la emperatriz ante sus maridos, diciéndoles que no había persona más gentil y bella, y que quien tan generosa se acreditaba en sus dones no podía ser cruel ni malvada.
La emperatriz, evidenciando complacencia, afirmó que su carácter era, en efecto, como sus invitadas lo habían descrito.
Y, tras esto, ganado ya el corazón de todos, se dedicó a limpiar de rebeldes y reformadores a los chinos a quienes gobernaba. Deseaba tener otra vez al pueblo en su mano, por así decirlo, y aspirar a obtener también el aprecio de su corazón. Cuanto más meditaba en la labor que le esperaba, más reconocía que no podía llevarla a cabo mientras viviese su sobrino el emperador. Su melancólica expresión, su talante pensativo, su mismo espíritu de sumisión, habían conseguido el aprecio de todos cuantos le rodeaban, aun cuando no dejaran de obedecer a la emperatriz. Por ello incluso pensó efectuar lo que vio que no tenía más remedio que hacer el día que Li Lien-ying cuchicheó a su oído:
—Mientras el viva, majestad, la nación permanecerá dividida. Todos buscarán excusas para sus actos en la discrepancia existente entre la persona de vuestra majestad, sagrada madre, y él. Los chinos son gente nacida para dividirse y discrepar en todo. Les gusta la disensión y nada los hace más felices que conspirar contra los que gobiernan. Los cabecillas rebeldes se agitan de continuo, aunque ahora, estén tan ocultos como si los cubrieran las aguas. El pueblo no deja nunca de recordar que es manchú y no chino el que los rige. Sólo vos podéis guardar la paz, porque el pueblo conoce vuestro talento y discreción y sabe que puede confiar en esas cualidades, aunque seáis de raza manchuriana.
Ella suspiró:
—Si mi sobrino fuera un hombre fuerte, ¡con qué placer le entregaría los destinos de mi pueblo!
El eunuco murmuró:
—Pero no lo es, majestad, sino débil y antojadizo. Presta oídos a cuantos pretenden mover rebeliones entre los chinos y se niega a reconocer la existencia de sus conjuras. Está destruyendo la dinastía sin saber lo que hace.
La emperatriz estaba de acuerdo con esto, pero no podía resolverse a dar el mandato secreto que el codicioso eunuco le insinuaba.
Aquel día, mientras paseaba por la terraza de su palacio, dirigió la mirada a las aguas, sembradas de lotos, que rodeaban la isla en que su sobrino vivía prisionero.
¿Prisionero? Difícilmente podía llamarse prisión a un palacio como el de aquella islita. Cierto que el emperador sólo disponía de cuatro habitaciones, pero eran grandes, bien amuebladas y alhajadas, y rodeadas por un ambiente sereno y placentero y un aire sano y puro. Pudo ver a distancia a su sobrino, que también paseaba por la angosta islilla. A distancia respetuosa, pero incesantes en su atenta guardia, permanecían los eunucos que le tenían a su cargo.
Era indicado cambiar ya aquel grupo de eunucos, porque estaban a cargo del joven hacía uno o dos meses y podían acabar simpatizando con él. Hasta el momento habían sido leales a la emperatriz, y todas las noches uno de ellos copiaba el diario que el emperador llevaba escrupulosamente. Luego la soberana leía los escritos de su sobrino y así conocía hasta el último latido de su corazón y el último repliegue de su cerebro. No ignoraba nada de cuanto su pariente sentía.
Sólo de un eunuco desconfiaba la emperatriz. Llamábase Huang y siempre daba referencias favorables del juvenil cautivo. Constantemente decía:
«El emperador pasa su tiempo leyendo libros instructivos y morales. Cuando se cansa, se dedica a pintar o a componer versos».
Mientras paseaba de un lado a otro de la terraza la emperatriz ponderaba lo que Li Lien-ying le había dicho. Pero rechazó, con súbito arrebato mental, tal sugestión. No era tiempo aún de que su sobrino muriera. La culpa de su muerte no debía recaer sobre la misma que había deseado y motivado la exaltación del joven al trono. Verdad era que ella deseaba la muerte de su pariente, pero un deseo no constituye un crimen. La muerte del recluido debía ser achacada a los cielos.
La próxima vez que Lien-ying se acercó a ella, la emperatriz se mostró fría con el eunuco y con voz seca le dijo:
—No vuelvas a hablarme del viaje del emperador a las Fuentes Amarillas. Lo que el cielo quiera, el cielo lo hará.
Y pronunció aquellas palabras con tan severo acento, que Li Lien-ying no pudo contestar sino haciendo una reverencia para probar que obedecía en todo.
Pero ¿quién podía haber soñado que los chinos rebeldes iban a encontrar un modo secreto de hacerse oír por el joven y solitario emperador?
Lo consiguieron por intermedio del eunuco Huang. Una mañana del décimo mes lunar de aquel año el sobrino de la emperatriz se fugó, burlando su guardia de eunucos, y huyó a través de los pinares que se extendían por la orilla de la parte septentrional de la isla. Buscaba una pequeña caleta donde le esperaba un bote. Más de un eunuco descubrió sus flotantes ropas entre los árboles y dio voces. Acudieron los demás eunucos a la carrera y lograron alcanzar al emperador cuando Iba a embarcar. Le asieron por las vestiduras y le rogaron que desistiese de sus propósitos.
—Si escapáis, Hijo del Cielo, la Vieja Buda nos hará decapitar a todos.
Era la mejor de las súplicas, porque el soberano tenía muy tierno corazón. Mientras vacilaba, el botero, que era un rebelde disfrazado, le gritó que se diese prisa, porque la vida de un eunuco no tenía importancia. Pero el emperador contempló los rostros de los implorantes eunucos. Figuraba entre ellos uno muy joven, tanto que más tenía de niño que de muchacho. Era amable y servicial, y no se movía del lado del emperador de día ni de noche, presto siempre a servirle en cuanto él mandara. Mirando, pues, al lloroso eunuco, el monarca no se resolvió a embarcarse. Movió negativamente la cabeza y el hombre de la navecilla temeroso de sufrir un daño si tardaba en alejarse, puso mano a los remos y desapareció entre las silenciosas neblinas de la mañana.
La triste nueva llegó a los oídos de la emperatriz. Ella la escuchó sin hacer un comentario y parecía no decidirse a hacer nada. Pero guardó la historia en su corazón, para recordarla en cualquier momento oportuno. Lo que sí resolvió fue decretar que se aplicase la pena de muerte a todos los príncipes y ministros que habían apoyado al emperador en su rebeldía. En cambio, al joven cautivo le conservó la vida, porque mientras viviese tenía en él un arma poderosa. Tan profundamente arraigada estaba en los ánimos de sus súbditos la antigua sabiduría confuciana, que a la emperatriz le bastaba recordarles que el emperador había planeado y preparado la muerte de su tía para que todos exclamasen a voz en grito que aquel hombre era un traidor. Constábale, además, que otra de las razones de que poseyera con el cautivo una arma radicaba en el hecho de que él tenía los sentimientos blandos y veneraba la sabiduría antigua, por lo que bastaba recordarle el recuerdo de su culpa.
Jung Lu la elogió por su clemencia. Pidiole una audiencia privada y dijo:
—Es cierto, majestad, que el pueblo nunca verá con agrado una conjura contra ti, mas no te reverenciarían si el emperador perdiese la vida, aunque fuera en accidente. Reconozco que debe permanecer prisionero, para no caer en manos de tus enemigos, que le emplearían como instrumento, pero deben otorgársele las máximas cortesías. Déjale presentarse a tu lado cuando recibas al legado del Japón, lo que sucederá dentro de diez días, y haz lo mismo cuando te pidan audiencia los enviados de otros países. Tú, Elevadísima Alteza, puedes permitirte toda clase de bondades y perdones. Autorízame a sugerirte que la concubina Perla…
Ella levantó las manos, indicándole que callara. En su presencia no podían siquiera pronunciarse las palabras «concubina Perla».
Miró a su primo con frialdad y no respondió cosa alguna. Unas veces obraba como emperatriz y otras como mujer, pero aquel día no era más que emperatriz.
—Hablaré de otras cosas, majestad —se apresuró él a añadir.
Y dijo así:
—En el reino existe ahora paz, pero los ánimos de las gentes están muy desasosegados. En primer lugar y ante todo, por doquiera muestran su enojo contra las gentes blancas. Las turbas han asesinado a un sacerdote inglés en la provincia de Kuei-cheu. Esto hará que los ingleses se presenten, zumbando como mosquitos, en torno al Trono. Sin duda pedirán indemnizaciones y concesiones.
La emperatriz se sintió poseída de intensa cólera. Juntó y crispó las manos y se golpeó por tres veces las rodillas.
Luego exclamó:
—¡Otra vez los sacerdotes extranjeros! ¿Por qué no se quedarán en sus tierras? ¿Acaso nosotros enviamos a los nuestros a otros países para predicar la destrucción de los dioses ajenos?
Jung Lu le recordó:
—Todo esto es fruto de las derrotas que hemos sufrido a manos de los occidentales. Nos hemos visto forzados a permitir el acceso de los misioneros blancos y la instalación de los mercaderes occidentales en nuestros puertos.
—¡Pues juro que no toleraré más intromisiones de ésas! —barbotó la emperatriz.
Se sentó y meditó. La expresión de sus ojos se ennegrecía bajo el arrugado entrecejo y la encarnada boca se torcía en un mohín de enfado. Olvidó, o fingió olvidar que Jung Lu se encontraba en su presencia, y él, observando la actitud de la emperatriz, inclinose en una reverencia y salió sin que ella alzase la mirada.
El último mes de aquel año pereció asesinado otro sacerdote, esta vez en la provincia occidental de Hupeh. Además, no le mataron limpia y rápidamente, sino después de rudos apaleamientos, quebrantamientos de huesos y final desolladura, arrancándole a tiras la piel.
Y en el mismo mes multitudes de campesinos y gente de ciudad se levantaron contra los sacerdotes blancos en la provincia de Szechuen. Debiose ello a los rumores que circulaban por la nación acusando a los misioneros de embaucadores y brujos y de dedicarse al secuestro de niños para preparar medicinas. Les sacaban los ojos y componían bebedizos mágicos con sus huesos pulverizados.
La emperatriz estaba fuera de sí. En cuanto un ciudadano de cualquier país extranjero recibía la muerte, representantes de los gobiernos occidentales se manifestaban arrogantes y amenazadores, declarando que sus gobiernos apelarían a la guerra si no se recibían compensaciones e indemnización, y siempre en términos amplios.
Parecía que todo el mundo se movilizase contra la emperatriz. Rusia, Inglaterra, Francia y Alemania se manifestaban insatisfechas. Francia, en virtud de que habían muerto en China varios sacerdotes franceses, hizo saber a través de sus enviados que sus barcos de guerra atacarían las costas chinas si no se ofrecía y realizaba la concesión de una zona de terreno en Shanghai. Portugal, a la vez, exigía más territorio en los contornos de Macao, y Bélgica insistía en que el precio del asesinato de dos misioneros belgas había de ser la concesión de una zona en Han-Kao, el gran puerto fluvial del río Yang-tsé. Japón, igualmente, aspiraba a la rica y fértil provincia de Fu-Quien, y España hacía oír voces de guerra en el horizonte, fundándose en que la nación más enfurecida de todas y sus enviados demandaban la concesión de la bahía de Samoon, en la provincia de Che-Kian, la más valiosa de las regiones chinas.
Viéndose amenazada de tantos desastres, la emperatriz convocó a una audiencia especial a sus príncipes y ministros, e hizo llamar también al general Li Hung-chang, que se hallaba por entonces en el Río Amarillo, donde el Trono le había mandado reconstruir unos diques arrastrados por una inundación.
El día señalado para la audiencia fue muy caluroso. Soplaba llegando del norte, una tempestad de arena. Fina arenilla tornaba irrespirable el aire y los príncipes y ministros que esperaban en la terraza de la emperatriz, habían de cerrar los ojos y protegerse las narices con los pañuelos, para defenderse contra la arena. Más cuando apareció la emperatriz no dio muestras de que la alterase aquella tempestad. Vestía las más espléndidas de sus ropas de ceremonia. Descendió del palanquín imperial y avanzó hacia el Trono del Dragón, apoyándose en el brazo de Li Lien-ying. Tal era su soberbia indiferencia, que todos se sintieron obligados a quitarse los pañuelos de las narices y a caer de rodillas ante ella, en humillada pleitesía.
Jung Lu no estaba presente. Ella notó en el acto su ausencia.
—¿Dónde se encuentra mi primo, el gran consejero? —preguntó a Li Lien-ying.
—Ha avisado que está enfermo, majestad. A mi entender ha enfermado al saber que vos habéis hecho llamar a Li Hung-chang.
Una vez instalado en el cerebro de la emperatriz aquel toque de malicia, el eunuco mayor retrocedió de espaldas y, con majestuosa gracia, inició la tarea de abrir la audiencia. Llamó uno por uno a los ministros y consejeros que habían de dar su opinión sobre la crisis planteada. Ella prestó a todos cortés atención. En último término hizo hablar al anciano general Li Hung-chang, quien se adelantó con inseguros pasos y se arrodilló dificultosamente para hacer la venia. La emperatriz observó cómo dos eunucos le ayudaban a poner las rodillas en tierra, pero no le autorizó a cambiar de postura. Aquel día necesitaba que todos dieran pruebas de sumisión. Nadie debía tomarse lo que ella no concediese.
Inquirió, con agradable voz:
—¿Qué tenéis vos que decirme, muy honorable protector del Trono?
Li Hung-chang respondió, sin levantar la cabeza del suelo:
—Elevadísima alteza, vengo pensando hace varios meses en el asunto que me consultáis. Estamos rodeados de enemigos llenos de ira y ajenos a nuestras costumbres y usanzas. Y, no obstante, hemos de evitar la guerra a toda costa, porque entablar combate contra tantos sería cabalgar a lomos de un tigre. Lo prudente, en consecuencia, es procurar que uno de nuestros enemigos se convierta en aliado. A mi entender, ése debe ser el enemigo el Norte, es decir, Rusia. Entre cuantos nos amenazan, los rusos son los más asiáticos de todos. Ajenos, desde luego, a nuestras maneras, pero al fin y al cabo más asiáticos que los otros.
La emperatriz inquirió:
—¿Y cuál es él precio de que un adversario se convierta en amigo?
El anciano tembló al advertir la fría dulzura de la voz de la soberana. Ella vio estremecerse sus hombros y temblar sus enlazadas manos. No acertó a hablar.
La emperatriz dijo con energía:
—Yo responderé a mi propia pregunta. El precio es demasiado grande. ¿Qué importa que venzamos a todos nuestros demás enemigos si pasamos a convertirnos en vasallos de uno solo? ¿Hay nación que dé ni lo más mínimo por nada? No, ni he encontrado un solo hombre que haga lo mismo. Por lo tanto, repeleremos a todos nuestros enemigos. No pienso descansar hasta que todo blanco, sea hombre, mujer o niño, se vea obligado a dejar nuestras costas. No, no cederé. Nos defenderemos solos.
Mientras hablaba se levantó del trono. Príncipes y ministros la contemplaban sintiendo la impresión de que había aumentado de estatura. Sus negros ojos relampagueaban, sonrojábanse sus mejillas y en las manos, que extendió abriendo los dedos, las enjoyadas laminillas protectoras de sus uñas resplandecían como zarpas doradas. Dijérase qué emanaba un singular poder de todo su cuerpo. Incluso el aire parecía crecer más mordiente, como si lo colmasen millares de punzantes agujas. Reinaba un hiriente calor. Hasta el último de aquellos hombres cayeron de rodillas y bajaron el rostro hasta el suelo.
Ella miró los doblegados cuerpos de sus súbditos y un éxtasis de placer recorrió sus venas como una reptante llamarada.
En el mismo momento recordó a Jung Lu, que no se había presentado para apoyarla. Sus ojos erraron de una a otra figura de los hombres prosternados, cuyas vistosas ropas ponían sobre el embaldosado pavimento toda clase de notas de color de múltiples matices.
Se fijó en uno: el gran consejero Kang Yi. Ya no era joven, pero, a través de sus años, había empleado su vida en combatir por lo viejo contra lo nuevo.
La emperatriz habló con acento claro y dijo:
—Tú, mi gran consejero Kang Yi, quédate aquí, porque deseo recibirte, en audiencia privada. Y vosotros, mis señores y príncipes, podéis retiraros.
Hablando así, descendió de su trono. Li Lien-ying se adelantó. Ella se apoyó en su brazo y caminó majestuosamente, entre sus arrodillados súbditos, hasta su palanquín. Había llegado a definir su voluntad y los propósitos de su mente eran muy firmes. No volvería a ceder ante los blancos.
Una hora después Kang Yi recibió órdenes. Era ya media tarde, momento en que se celebraban las audiencias en el salón privado del trono de la emperatriz. Cerca de allí estaba el gran eunuco fingiendo no oír, pero escuchándolo todo. En el bolsillo interior de su vestidura se hallaba la cantidad que Kang Yi le había entregado hacía poco.
La emperatriz habló. Tenía la mirada fija en los jardines que se abrían tras de las puertas. Habíase extinguido el viento de la noche anterior y la tormenta de arena había refrescado el aire.
—No vacilaré más —dijo la emperatriz—. Estoy harta de todos los enemigos. Exigiré la devolución de nuestra tierra. La recobraré, palmo a palmo, a toda costa.
—Por primera vez siento esperanza en nuestro triunfo, majestad —repuso Kang Yi.
—¿Qué me aconsejas? —indagó la emperatriz.
—Majestad —contestó él—, el príncipe Tuan y yo hemos hablado a menudo de lo que diríamos si se solicitase nuestro consejo. Los dos estamos de acuerdo en que debemos apelar al odio de los chinos contra los occidentales. Los chinos se sienten enfurecidos por los territorios que les han robado, por las guerras que contra los blancos hemos sostenido, por el oro abonado como indemnización de la muerte de los sacerdotes extranjeros sacrificados por nuestras turbas. Hay muchos chinos que han formado asociaciones secretas con el fin de exterminar a sus enemigos. Y voy, sin pretender ser un sabio, a daros mi consejo, majestad. ¿Por qué no utilizar esas bandas armadas? Haced que secretamente se informen de vuestra aprobación. Cuando esos elementos se unan a los cinco ejércitos que Jung Lu ha organizado, ¿quién podrá resistir? ¿Y no estarán los chinos dispuestos a mostrarse leales hacia vos, santa madre, cuando sepan que os oponéis a los extranjeros?
La emperatriz oía y meditaba. El plan le parecía bueno. Hizo algunas preguntas más, dedicó a su consejero algunas alabanzas y le despidió. Tanto la animaba aquella nueva esperanza que, cuando Li Lien ying se acercó para darle su consejo personal, no lo reprobó.
—¿Hay mejor plan que ése? —preguntó el eunuco—. El gran consejero es un hombre sabio y prudente.
—Sí —convino ella.
Notó que el eunuco la miraba de soslayo, estrechando los astutos ojos.
—¿Qué hay? —preguntó ella, que conocía al eunuco tan bien como él a ella.
—Qué Jung Lu no aprobará ese plan. Eso me parece, majestad, y creo mi deber advertiros.
Sacó la lengua, se humedeció el labio superior y dejó entreabiertas las comisuras de su boca. Ella sonrió a la contraída faz de su sirviente.
—Puedo no decírselo —alegó.
No obstante, no pasaron muchos días sin que llamara a Jung Lu para reprocharle lo hecho por él de lo cual tenía noticias por sus espías.
—¿Qué puedes alegar? —le preguntó cuando él apareció ante ella.
La hora era tardía, y él no había cenado aún. Que comiese más tarde…
—¿He hecho algo, majestad? —preguntó Jung Lu
Por primera vez ella pensó que su primo parecía viejo y gastado.
—Me han dicho que has permitido a los ministros extranjeros aumentar su guardia.
—Me he visto obligado a hacerlo. También ellos tienen sus espías y han averiguado que en tu conversación con Kang Yi has aprobado que los extranjeros sean exterminados hasta el último de sus hijos. No creo, majestad, que debas aprobar tal locura. ¿Te crees capaz de luchar contra todo el mundo? Hemos de negociar y ser graciables hasta que nuestras fuerzas estén en condiciones de luchar y obtener la victoria.
—Sé que el pueblo maldice cuando ve llegar fuerzas extranjeras —respondió la emperatriz—. Kang Yi ha estado en ChuChou, y afirma que la provincia se organiza para resistir al enemigo. En ese lugar el magistrado hizo arrestar a algunos rebeldes clandestinos, pero Kang Yi los ha libertado para que me mostrasen sus capacidades y poderes. Esa gente pertenece a la sociedad de los boxers. Y él asegura que poseen poderes mágicos que los libran de la muerte. Incluso si los atacan a balazos, no son heridos.
Jung Lu exclamó, airado:
—¿Puede tu majestad creer tal insensatez?
Ella replicó:
—El insensato lo eres tú. ¿Olvidas que al final de la dinastía de los Hang, hace un millar de años, Chang Chu condujo los rebeldes conocidos por los Turbantes Amarillos contra el Trono y tomó muchas ciudades, aunque no disponía ni siquiera de medio millón de hombres? También aquella gente conocía métodos mágicos contra las heridas y la muerte. Y Kang Yi asegura que tiene amigos que han visto actos análogos de magia en la provincia de Shen-si. Te afirmo que hay espíritus que ayudan a quienes tienen la razón.
Jung Lu, fuera de sí, se quitó el gorro, tirolo al suelo ante su prima, se mesó los cabellos y arrancose dos grandes puñados.
—No quiero olvidar tu cargo —masculló—. Pero, en fin, eres mi prima y te dediqué mi vida hace muchos años. Reclamo, pues, el derecho a asegurarte que eres una loca. Toda tu belleza y todo tu poder no te eximen, ni a ti siquiera, de serlo. Te digo que si escuchas a ese cabeza de calabaza de Kang Yi, no tienes conocimiento alguno del presente y vives en centurias muertas ha mucho. Y si escuchas al eunuco mayor e incluso al príncipe Tuan, que no sueñan más que locuras, acabarás con la dinastía, óyeme, óyeme…
Juntó las manos y miró el semblante de la mujer, a la que todavía adoraba. Sus miradas se cruzaron. Jung Lu comprendió que ella vacilaba y no quería que él hablase para que no deshiciera lo por ella hecho ya.
La emperatriz habló con voz contenida:
—He preguntado al príncipe Ch’ing y él opina que las bandas de los boxers pueden ser útiles.
Él repuso:
—El único que se atreve a hablarte la verdad soy yo.
Dio un paso adelante y se asió el cinturón con las manos, para no sentir el impulso de adelantarlas hacia ella.
—El príncipe Ch’ing no osa decirte a ti lo que a mí me dice en privado, y es que los boxers no son más que farsantes que esperan llegar al poder con tu aprobación. ¿Te idolatra algún hombre como yo te idolatro?
Ella bajó la cabeza. El poder que sobre ella tenía su primo seguía siendo efectivo. A lo largo de sus vidas siempre aquel amor se había sobrepuesto a ella.
—Prométeme, al menos —rogó él—, que no harás nada sin avisarme. Poco te pido. La única recompensa que nunca te he solicitado.
Esperó, clavados los ojos en la hermosa cabeza inclinada. Ella miraba sus dos fuertes pies, calzados con botas de terciopelo medio ocultas por su túnica azul. Aquellos sólidos pies eran muy fieles cuando se trataba de servirla.
La emperatriz alzó la cabeza.
—Te prometo lo que me pides.
Kang Yi dijo:
—Majestad, no acertáis. Vuestro corazón se ablanda según crecéis en edad. No permitáis que se impongan los extranjeros. Una palabra vuestra y todos se irán, incluso con sus perros y sus gallinas, y no quedará de sus moradas piedra sobre piedra.
Los espías de Kang Yi le habían dicho que Jung Lu era su enemigo y, por lo tanto, él se había apresurado a solicitar audiencia.
La emperatriz apartó la cabeza.
—Estoy harta de todos vosotros.
Él insistió:
—No es tiempo para hartarse de nada, majestad. Éste es el tiempo de la victoria. ¿Necesitáis ni alzar una mano? Basta una palabra vuestra y los demás lo harán todo. Mi hijo asistió ayer a la función teatral de Chi Su-cheng y dice que todos consideran una locura de Jung Lu el permitir a las tropas extranjeras entrar en la capital. Y Yu Hsien, suegro de Chi, escribió el mes pasado desde Shan-si diciendo que no hay muchos boxers en sus provincias, pero que él aconseja a todos que se unan a ellos. Añade que su provincia irá con las otras cuando llegue el momento de asestar el golpe a los extranjeros occidentales. Una sola cosa esperamos y es vuestra palabra, majestad.
Ella movió la cabeza.
—No puedo darla.
Tung Fu-hsiang dijo:
—Ordenadme, majestad, y demoleré todos los edificios extranjeros de la ciudad en cinco días.
La emperatriz estaba en audiencia, en el Palacio de Invierno. Había vuelto a la Ciudad Prohibida el día antes, dejando tras ella la otoñal belleza del Palacio de Verano. Y todo porque los boxers, sin permiso de nadie, habían quemado la vía del ferrocarril de Tien-tsin.
¿Serían invulnerables? ¿Quién lo sabía? Así, en pleno verano, la soberana había ordenado que sus portadores la llevasen a la capital, bajo un sol ardoroso que la hizo abanicarse sin cesar durante todo el camino.
Kang Yi intervino:
—Os ruego, majestad, que excuséis a Tung. Tiene las maneras toscas de un soldado, pero se halla a nuestro lado, aunque sea chino.
Tung alardeó:
—Aquí tenéis mi brazo derecho.
Y lo extendió.
La emperatriz volvió la mirada. Luego examinó los rostros de los consejeros. Jung Lu no estaba presente. Había pedido licencia hacía dos días. Y aunque ella no le contestó, Jung Lu no había acudido.
El Gran Consejero Ch’i Hsiu dijo:
—Permitidme, majestad, que redacte un decreto para presentarlo a la firma. Gracias a él podremos, por lo menos, romper con los extranjeros nuestras relaciones diplomáticas. Si otra cosa no se consigue, se conseguirá amedrentarlos.
—Redáctalo —concedió la emperatriz—, pero no te prometo firmarlo.
Kang Yi tomó la palabra.
—Majestad, ayer estuve en la fiesta de aniversario de la primera dama del duque Lan. Más de cien boxers habitan en su patio exterior, y tienen su comandante propio. Poseen el don de invocar espíritus mágicos que entran en sus cuerpos. He visto jóvenes de catorce y quince años que caen en trance y saben hablar lenguas extranjeras. El duque Lan asevera que, en el momento oportuno, los espíritus llevarán a los boxers hasta las casas de los cristianos para destruirlos.
—No he visto eso yo —respondió la emperatriz.
Y, levantando la mano, dio por terminada la audiencia.
Era ya el crepúsculo cuando Li Lien-ying dijo:
—Majestad, hay muchos ciudadanos que están alojando en sus casas a los boxers.
Vaciló un momento antes de agregar:
—Si no os enojaseis, majestad, os diría…
Vio que podía hablar y prosiguió:
—Vuestra propia hija adoptiva, la princesa imperial, paga el alojamiento de doscientos cincuenta boxers fuera de la puerta exterior de la ciudad. Y su hermano, el príncipe Ts’al Ying, está aprendiendo la magia de los boxers. Los boxers de Kan-su se preparan a entrar en la ciudad. Muchos habitantes organizan su marcha, temiendo una guerra. Todos esperan vuestra palabra, Majestad.
—No puedo pronunciarla —dijo la emperatriz.
El decimosexto día de aquella quinta luna, la emperatriz mandó a Li Lien-ying que fuese a buscar a Jung Lu. Necesitaba retirar su promesa. Aquella mañana sus informadores la habían notificado que los soldados extranjeros estaban siendo reforzados y avanzaban hacia el norte por la costa, con el propósito de internarse en zonas hasta entonces no ocupadas. Y ello era para vengar la muerte de otro occidental, víctima de los chinos en la provincia de Kan-su.
Pasaba del mediodía cuando llegó Jung Lu, vestido como si llegase de un paseo por el jardín o una excursión por los montes. Mas la emperatriz no reparó en su aspecto para nada.
—¿Debo —preguntó— seguir guardando silencio cuando la ciudad está llena de soldados extranjeros? El pueblo se levantará contra el Trono y se habrá terminado la dinastía.
Jung Lu repuso:
—De acuerdo, majestad, en que no debemos dejar a los soldados extranjeros entrar en la capital. Insisto, no obstante, en que cometeremos un error si atacamos a los legados de las naciones occidentales. Se nos creerá salvajes e ignorantes de las leyes de la hospitalidad. Al invitado nunca se le envenena dentro de la casa.
Ella, con agria expresión, preguntó:
—¿Qué debo hacer?
Jung Lu repuso:
—Invitar a los ministros extranjeros a que abandonen la ciudad con sus familias, servidores y amigos. Si se marchan, sus tropas se irán con ellos.
—¿Y si no lo hacen?
Jung Lu respondió, con calma:
—Acaso lo hagan. Y, si no, tus órdenes no podrán ser censuradas.
—¿Me dejas libre de mi promesa?
—Mañana —dijo él—. Mañana, mañana…
En la profunda oscuridad de la noche despertó a la emperatriz una sensación de brillante luz. Como siempre, dormía con las cortinas descorridas, y por eso pudo ver la claridad que brillaba a través de las ventanas. Y no procedía de una lámpara ni de la luna, sino de todo el cielo, que tenía los esplendores carmesíes del reflejo de un gran incendio.
La emperatriz se incorporó y llamó a sus mujeres, que dormían en colchones en torno a su lecho.
Se levantó la primera, seguida de las otras tres, y todas corrieron a la ventana.
—¡Ay —gritaron—, ay, ay!
Abriose violentamente la puerta y penetró Li Lien-ying diciendo que había sido incendiado un templo extranjero. No se sabía quiénes eran los autores del hecho.
La emperatriz se levantó y dijo a gritos que necesitaba que la vistieran inmediatamente. Las mujeres la obedecieron y ella, con los eunucos, fue al más distante de sus jardines, donde, ascendiendo a su montaña de peonías, miró la capital por encima de los muros de la ciudad imperial.
El humo se mezclaba con las llamas, ocultando lo qué sucedía. Y no tardó en flotar en el aire un acre olor a carne quemada.
La emperatriz se aplicó el pañuelo a la nariz y preguntó el motivo de aquel hedor. Li Lien-ying se lo aclaró. Los boxers habían quemado la más cercana iglesia francesa y dentro estaban ardiendo centenares de chinos cristianos, entre los que había hombres, mujeres y niños.
Ella gimió:
—¡Qué horror! Debí prohibir desde el principio que viniesen los extranjeros. En ese caso la gente no se hubiera descarriado y buscado dioses ajenos a los nuestros.
Li Lien-ying dijo:
—Consolaos, majestad. Fueron los extranjeros los primeros que dispararon sobre una multitud congregada a la puerta de la iglesia, y entonces los bravos boxers tomaron venganza.
Ella se lamentó:
—Los cánones de la historia afirman que cuando arde la ciudad Imperial, lo mismo se consumen los comunes guijarros que los imperiales jades.
Volviose, sin querer ver más, y todo el día se lo pasó meditando en lo ocurrido. Como el aire olía a muerte, la emperatriz ordenó a su eunuco que llevase sus libros y efectos al Palacio de la Longevidad Pacífica, que, por más distante, la ayudaría a no ver ni oír lo que en la capital pasaba. Hasta el aire quedaba purificado por la distancia.
Varios hombres pidieron:
—Majestad, si no lo consideráis todo perdido, debéis usar la magia de los boxers. Los soldados extranjeros llenan las calles como una inundación que traspasa las puertas de la ciudad.
—No lo retardéis, majestad.
—Majestad…
Así clamaban todos ante ella. Los miró. Allí estaban, en el reducido cuarto privado del Trono, Kang Yi, el príncipe Tuan, Yuan Shih K’al y sus más elevados ministros, con los príncipes. Habían acudido presurosamente a su llamada, antes de la hora de audiencia, sin ni siquiera arreglarse las ropas. No era ocasión oportuna de reverencias ni ceremonias.
A la derecha de la emperatriz el emperador ocupaba un esculpido sitial. Tenía la cabeza inclinada y sus largas y finas manos se cruzaban sobre sus rodillas.
La emperatriz dijo:
—Hijo del Cielo, ¿debemos utilizar la horda bóxer contra nuestros enemigos?
Si él respondía que sí, ¿no sería suya la culpa?
El emperador respondió, sin alzar la cabeza:
—Como pienses, santa madre.
Ella miró a Jung Lu, que permanecía a un lado, con los brazos cruzados.
—¡Majestad! ¡Majestad!
Las voces de los hombres sonaban vigorosas y las pintadas vigas del techo reproducían con el eco los sonidos.
La emperatriz se levantó y, alzando los brazos en la semipenumbra del matutino crepúsculo, pidió silencio a los presentes. No había comido ni dormido desde que comenzaron los incendios y principiaron los extranjeros a entrar por cuatro de las puertas de la ciudad, convergiendo sobre el centro. ¿No significaba eso la guerra? ¿Qué otro remedio quedaba?
—¡Ha llegado la hora! —exclamó—. Hemos de destruir a los extranjeros en sus propias legaciones.
Se hizo un repentino silencio. Ella añadió:
—No debemos dejar piedra sobre piedra ni un extranjero vivo.
Otro silencio. La emperatriz había faltado a la promesa hecha a Jung Lu. Él se adelantó y se arrodilló, en cortesana reverencia.
—Majestad —dijo, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—, esos extranjeros son nuestros enemigos y ellos tendrán la culpa de su destrucción, pero te ruego que medites lo que haces. Si destruimos sus pocos edificios y acabamos con ese puñado de hombres, sus gobiernos nos harán sentir el peso de su venganza, y sus buques y ejércitos nos atacarán por mar y por tierra. Nuestros antiguos santuarios serán reducidos a polvo y hasta los dioses tutelares y los altares del pueblo serán arrasados.
El corazón de la emperatriz palpitaba. Sentía la sangre helarse en sus venas. Procuró esconder su terror. Aunque su ansia era monstruosa y rayana en la desesperación, procuró encubrirla. Ni cambió la expresión de su hermosa faz ni temblaron sus párpados.
—No puedo contener al pueblo —declaró—. La gente está sedienta de venganza. Si no destroza a sus enemigos, puede que incluso me destroce a mí. Si tú, gran consejero, no puedes ofrecer mejor consejo al Trono, más vale que nos dejes. Se te exime de cualquier ulterior indicación.
Jung Lu se levantó inmediatamente. Se había secado sus lágrimas. Sin una palabra ni un gesto abandonó la presencia de su prima.
Cuando se hubo ido, el consejero Ch’i Hsiu sacó un papel doblado de dentro de su alta bota de terciopelo. Lo desdobló lentamente y con gran dignidad se aproximó al trono. Arrodillose y presentó el papel.
—Majestad —dijo—, me permito proponeros que avaléis este decreto. Si lo autorizáis, lo leeré en voz alta.
La emperatriz mandó:
—Hazlo.
Sentía los labios rígidos y fríos, pero no había perdido su majestuosa apariencia.
El hombre comenzó a leer. Todos lo oían perfectamente. Era un decreto declarando la guerra a los extranjeros, que la emperatriz debía firmar, si lo aprobaba, y sellarlo con el sello imperial. El silencio era tan profundo, que el techo devolvía con toda claridad los ecos de la voz de aquel hombre. Cuando hubo concluido la lectura, el consejero esperó a oír la voluntad de la emperatriz. Todos esperaban con él.
—Excelente decreto —opinó ella, con voz serena y fría—. Se promulgará en calidad de disposición del Trono.
Todos, no en voz alta, sino en tono apagado y solemne, expresaron su aprobación. Ch’i Hsiu guardó el papel en su bota aterciopelada, volvió a inclinar la frente y reocupó su lugar.
Ya apuntaba la aurora y con ella la hora de la audiencia oficial, a la que servía de preliminar aquella reunión. Li Lien-ying se adelantó y extendió el brazo. La emperatriz, apoyándose en él, descendió del trono y se dirigió a su palanquín, que esperaba en la terraza. Encaminose a su palacio y allí bebió té y comió algunos dulces. Sin entretenerse mucho volvió a entrar en el palanquín e hízose conducir al Palacio del Gobierno Diligente. El emperador la esperaba allí en su palanquín personal. Apeose y se arrodilló ante su tía mientras ella descendía de su imperial vehículo.
Salúdola:
—¡Benévola madre!
Ella hizo una leve inclinación sin responderle y penetró en el palacio colocando la mano derecha en el antebrazo de Li Lien-ying y la izquierda en un segundo eunuco. Al verla entrar, los jefes de su clan se arrodillaron y también los príncipes, los grandes consejeros (excepto Jung Lu), los presidentes de los seis departamentos y los nueve ministros, los veinticuatro tenientes generales de las veinticinco divisiones de armas y los interventores de la Real Casa.
Seguía lentamente a la emperatriz el joven emperador. Su rostro tenía una palidez cérea. Inclinaba sus grandes ojos y tundía los dedos en el cinturón. La emperatriz se instaló en el Trono del Dragón y él ocupó un solio a su derecha.
Una vez que se hubieron ejecutado todas las cortesías y reverencias oportunas, la emperatriz empezó a hablar. Al principio su voz era más débil de lo que ella hubiera deseado; pero, según iba considerando lo que sus enemigos habían hecho, la ira fue prestando más enojo a su voz y más lustre a sus ojos insomnes.
—Nuestra voluntad —declaró— es definida y nuestra opinión firme. No seguiremos tolerando, por decoro y orgullo, las ultrajantes exigencias de los extranjeros. Nuestra intención era reprimir a los boxers chinos, pero ya no es posible. Han oído las amenazas de nuestros enemigos, las cuales alcanzan a mi propia persona, ya que ayer enviaron emisarios diciendo que debo apartarme del Trono y dejar gobernar a mi sobrino, a pesar de que todos saben lo mal que ha procedido como gobernante. ¿Por qué desean que me retire? Porque me temen. Saben que yo no cambio y que, si mi sobrino se sentara en el Trono, le moldearían entre sus manos como blanca cera. La insolencia de esos extranjeros se simboliza en la actitud del cónsul francés de Tien-tsin, que pidió los fuertes de Taku como indemnización por la muerte de un sacerdote extranjero.
Calló y contempló majestuosamente la concurrencia que llenaba el salón. La luz de las radiantes antorchas iluminaba los rostros graves y turbados y la inclinada cabeza del emperador.
—¿No tienes nada que hablar? —pregúntole.
Él no levantó la cabeza. Se humedeció los labios y se frotó repetidamente las manos, largas y finas, uniéndolas y separándolas repetidamente. Pareció durante un buen espacio de tiempo que no iba a decir nada. Ella esperaba, fijos sus grandes ojos sobre él. Al fin le oyó decir, con voz temblorosa:
—Santa madre —y cada dos palabras se pasaba la lengua por los labios—, sólo puedo decir, aunque quizá no esté bien en mí, que el consejo de Jung Lu es muy prudente. Quiero decir que debemos evitar la efusión de sangre, que no podemos luchar contra el mundo, que no tenemos barcos de guerra ni armas como los occidentales, y que vale más que los ministros extranjeros y sus familias evacuen la ciudad pacíficamente. Pero no soy quien puede tomar tal decisión sino la voluntad de nuestra benigna madre.
En el acto, un miembro del Consejo se dirigió a la emperatriz.
—Pido, majestad —dijo con voz sonora—, que no llevéis vuestros proyectos adelante. Matemos a los extranjeros y exterminemos a todos los de su raza. Hecho eso, el Trono tendrá tiempo y fuerza para aplastar a los rebeldes chinos, que otra vez intentan agitar el Sur.
La emperatriz recibió con agrado aquella propuesta y dijo:
—Ya he oído el consejo de Jung Lu y sobra que se me repita. Preparad el edicto declarando la guerra.
Se levantó, presta a terminar la audiencia, pero en el acto se levantó un clamoreo de disensión. Unos aprobaban y confirmaban lo que ella decretaba, más otros pedían que se les escuchase, porque entendían que una guerra podía ser el fin de la dinastía, ya que China sería de seguro derrotada, en cuyo caso los chinos se apoderarían del Trono. El ministro de Negocios Extranjeros llegó a decir que había encontrado a los occidentales muy razonables en sus tratos y que no creía que hubiesen enviado documento alguno pidiendo que la emperatriz abandonara el Trono. ¿No solían alabarla las damas extranjeras? Incluso él había notado que los ministros occidentales eran más atentos y corteses desde la recepción que ofreciera la emperatriz.
El príncipe Tuan se levantó, con enojo, y la emperatriz mandó al ministro que se retirara para evitar una querella. El duque Lan, protector de los boxers, se levantó a su vez para decir que la noche anterior había tenido un sueño en el que vio a Yü Huang, el dios y emperador de jade, rodeado por una vasta horda de boxers entregados a sus patrióticos ejercicios. Y el dios los aprobaba.
La emperatriz escuchó de todo corazón la descripción de aquel sueño y, sonriendo agradablemente, dijo que había leído en antiguas obras que una vez el dios de jade se había también aparecido a una emperatriz.
—Ése es buen presagio —concluyó— y significa que los dioses nos ayudan contra los bárbaros que tenemos por enemigos.
Sin embargo, no prometió usar la magia de los boxers. ¿Quién sabía si era verdadera o falsa?
Despidió a los congregados y volvió a su palacio. Ni habló más al emperador ni pareció verle. Ahora que se había cumplido su voluntad sentía menos temores y sólo notaba cansancio y falta de sueño.
Mientras sus damas le preparaban el lecho, les dijo:
—Me propongo dormir todo el día. Que nadie me despierte.
Había pasado una hora desde el mediodía, y era la del Cordero, cuando bruscamente la despertó la voz de Li Lien-ying desde más allá de la puerta.
—Majestad, el príncipe Ch’ing y Kang Yi desean veros.
La emperatriz no podía desairar aquellas visitas. Volvió a vestirse, púsose su toca, salió a la antecámara y observó que sus visitantes estaban muy impacientes.
Kang Yi hizo una reverencia y anunció:
—Majestad, ya ha comenzado la guerra. En Hai, un sargento manchú ha matado a dos extranjeros esta mañana. Uno de los muertos era el ministro de Alemania, que venía en su palanquín a pediros una audiencia especial. En Hai, después de matar a los dos blancos, ha acudido al príncipe Ch’ing para pedir recompensa.
La emperatriz sintió que el temor oprimía su corazón.
—¿Cómo nuestro edicto ha llegado al pueblo tan rápidamente? —preguntó—. Tened la seguridad de que el sargento no será recompensado si ha matado sin orden.
El príncipe Ch’ing vaciló y carraspeó.
—Majestad —dijo al fin—, en cuanto se produjo esta crisis, el príncipe Tuan y Ch’i Hsiu, después de la audiencia de hoy, expidieron órdenes de que se matase a todo extranjero doquiera que se le viese.
Los dos hombres se miraron.
—Majestad —indicó Kang Yi—, los extranjeros se han buscado su propia destrucción. El sargento dice que los guardias blancos tiraron primero y mataron tres chinos.
—¡Qué horror! —exclamó la emperatriz.
Su temor se volvía desazón intensa. Se retorció las manos.
—¿Dónde está Jung Lu? —preguntó, casi enloquecida—. Daos prisa en buscarle, porque la guerra se anticipa y no estamos preparados para ella.
Volviose y desapareció corriendo en sus habitaciones.
Negose a comer y rechazó todos los consuelos que le ofrecían. Esperaba la llegada de Jung Lu. Él apareció al cabo de dos horas. Tenía, como los ojos escrutadores de ella descubrieron en seguida, un aspecto sombrío y conturbado.
—Dejadme —dijo la emperatriz a sus damas.
Dirigiose a su eunuco y le mandó:
—No dejes entrar a nadie.
Cuando quedó sola con Jung Lu alzó la vista y le miró.
—Habla —repuso con voz débil—. Dime lo que hemos de hacer.
Él contestó, con voz triste y profunda:
—He dispuesto a la guardia para que acompañe hasta la costa a los extranjeros. ¿Por qué no me atendiste?
Ella volvió la cabeza y se secó los ojos con el pañuelo que colgaba de su cinturón de jade.
Él prosiguió:
—Después de desobedecerme, me preguntas lo que se debe hacer.
Ella emitió un sofocado sollozo. Pero Jung Lu Insistió:
—¿Dónde piensas hallar dinero para pagar a los boxers? ¿O crees que trabajan por nada?
Ella miró a su primo. Quería pedirle consejo, ayuda, protección y salvación una vez más. Repentinamente la cara del hombre se tornó lívida. Sus manos se dirigieron a su corazón. Los ojos de la mujer hubieron de fijarse en el suelo, porque allí se había desplomado Jung Lu.
Corrió hacia él y le cogió las manos. Estaban frías e inmóviles y se habían entornado sus párpados. Respiraba trabajosamente; sus pupilas parecían no ver y contemplaban el espacio fijamente.
—¡Socorro! —clamó la emperatriz en voz alta.
Las damas de honor acudieron a toda prisa. Cuando vieron a la emperatriz arrodillada junto al gran consejero prorrumpieron a su vez en gritos, haciendo acudir presurosamente a los eunucos.
La soberana mandó:
—Levantad a mi primo y ponedle en el diván donde se absorbe el opio.
Obedeciéronla, tendieron a Jung Lu en el diván mencionado y colocaron bajo su cabeza una almohada muy dura. Entretanto, la emperatriz hizo que un eunuco adolescente marchase con toda premura en busca de los médicos de la Corte, éstos acudieron inmediatamente, al ser informados de lo que pasaba.
Jung Lu no se movía y seguía respirando entrecortadamente.
El médico mayor declaró:
—Majestad, el gran consejero estaba enfermo y acostado, y acudió cuando le llamasteis.
La emperatriz dirigió a Li Lien-ying una furibunda mirada.
—¿Cómo no me lo avisaste?
—Porque él lo prohibió, majestad —dijo el eunuco jefe.
¿Qué cabía responder? La emperatriz se sentía abrumada por el amor infinito de aquel hombre, que daba por ella cuanto podía dar. Procuró dominar el tumulto de su corazón. Había de encubrir a la vez su amor y su temor.
Habló con calma:
—Llevad al gran consejero a su palacio. Vosotros, los médicos, no debéis separaros de él ni de día ni de noche. Y enviadme, de hora en hora, noticias de cómo está. Yo me voy a orar al templo.
Los eunucos se adelantaron para obedecer. Los médicos, tras la venia, se dispusieron a seguirlos. Cuando todos hubieron salido, la emperatriz, sin hablar a sus damas, se apresuró hacia su templo privado. Era la hora del Perro, entre las de la noche y las del día, y el crepúsculo llenaba de penumbras los patios. Estaba el ambiente triste y quieto. Persistía el calor del sol y no había empezado el frescor de la noche.
La emperatriz andaba lentamente, como bajo el peso de una tremenda carga. Ya en el templo se dirigió a la efigie de Kuan Yin, su diosa predilecta. Tomó tres barritas de incienso, hechas de olorosa madera de sándalo, las encendió en la oscilante llama de una bujía y las dejó caer en el jarrón de bronce colocado ante el altar. Asió después el rosario de cuentas de jade que siempre la esperaba sobre el ara y, mientras iba pasando sus cuentas, profería la plegaria de una mujer que se sentía muy sola.
—Tú, que también vives solitaria —suplicó a la diosa—, escucha las preces de tu hermana menor. Líbrame de los enemigos que quieren ocupar esta tierra que me pertenece, para partirla en tajadas, como un melón. ¡Libérame de mis enemigos! Y después de esto que te ruego, atiende también a la salud del hombre a quien amo. Hoy se ha desmayado ante mi vista. Quizá le haya llegado la hora de la muerte. Interceded hermana mayor, ante el Gran Anciano de los Cielos, y pídele que la hora de la muerte de ese hombre sea aplazada. Yo soy tu hermana menor. Y si la hora a que me refiero no puede alargarse, entra en mí para que yo; en todas las circunstancias, pueda sostenerme con honor y decoro. Tú, hermana mayor, miras a todo el género humano con faz nunca cambiable, con belleza inmaculada, con gracia inconmovible. Dame fuerzas para resistir.
Y fue pasando las cuentas, mientras rezaba, hasta que sólo quedó una en el rosario. Tuvo la sensación de que su última impetración iba a ser atendida. Aunque sus enemigos prevaleciesen, aunque muriese el objeto de su amor, no permitiría que su rostro cambiara, ni se alterara su belleza ni se conmoviera su gracia. Sabría ser fuerte.
Y sola vivió la emperatriz día tras día, mientras la guerra hacía estragos a su alrededor. Cada jornada parecía un mes por su duración y gravedad. En aquella terrible soledad, dejaba que la hablasen muy pocas veces. Una de ellas, empero, fue cuando la buscó el príncipe Tuan.
Él le habló, suplicante:
—Majestad, los boxers poseen algún talismán secreto, consistente en un círculo de papel amarillo que llevan sobre el cuerpo al entrar en batalla. En ese papel hay una criatura pintada en rojo y que no representa a un hombre ni a un diablo. Tiene pies y no propiamente cabeza, y su figura puntiaguda aparece rodeada por cuatro aureolas. Ojos y cejas son negros y ardientes en extremo. En tan extraño cuerpo se lee esta inscripción: «Soy Buda, el de la Nube Fría. El negro Dios del Fuego me precede en mi camino. Y Lao Tsé está a mis espaldas para preservarme del mal». En la parte superior izquierda de ese papel otro rótulo reza: «Invoquemos primero al Guardián de los Cielos». A la derecha de la parte inferior se leen estas palabras: «Invoquemos en segundo lugar a los negros dioses de las pestilencias». Cada vez que uno aprende a pronunciar esas palabras, destruye una vida de extranjero en una u otra comarca de nuestro país. Creo, majestad, que en nada puede dañamos aprender esas palabras mágicas.
La emperatriz convino:
—No, no puede dañarnos.
Aprendió las fórmulas de aquellas expresiones de hechicería y las repetía setenta veces diarias; Li Lien-ying oraba por ella y calculaba el número de diablos extranjeros que podían haber muerto. Díjole también que doquiera que tocaba la espada de un bóxer, ya fuese carne o madera, se encendía una llama. Añadió que en donde los boxers capturaban un enemigo vivo, los aprehensores buscaban la propiciación del cielo haciendo una bola de papel amarillo y prendiéndole fuego. Si las cenizas se elevaban en el aire, se mataba al prisionero, mientras se les respetaba la vida si las cenizas caían hacia abajo. Otras muchas historias contó el eunuco a la emperatriz, y ella por un lado no las creía y por otro quería creerlas, en su desesperado deseo de recibir ayuda de las deidades.
Pero ¿dónde se veía aquella ayuda? En los puntos en que los extranjeros no causaban catástrofes, corrían noticias de grandes inundaciones, de pueblos que perecían de hambre, de siembras que no daban cosecha alguna. Las desesperadas gentes se sublevaban en todo el imperio, mataban a los que poseían bienes y saqueaban a los ricos. Entre los muertos figuraban muchos sacerdotes extranjeros, que siempre tenían dinero y vituallas. Entre los millares de personas que fueron expoliadas figuraban, pues, algunos sacerdotes blancos. Los ministros extranjeros protestaban incluso por una sola muerte de sus compatriotas y anunciaban que sus gobiernos enviarían más soldados y más buques de guerra. En todo el mundo no había una nación a la que pudiera apelar la emperatriz y, entretanto, Jung Lu yacía en cama, privado de la palabra y el oído.
La emperatriz preguntó al general Yuan Shih K’al lo que procedía hacer, y él respondió que los boxers era unos locos y mentecatos, y que él había hecho comparecer ante un Consejo de guerra a una veintena de ellos, todos los cuales habían caído y sucumbido, pese a sus talismanes. Rogó a la emperatriz que no confiara en aquellos charlatanes, pero no le dijo en quién cabía confiar, con lo que ella no vislumbraba esperanza alguna de ayuda.
El príncipe Tuan no dejaba de acudir siempre ante el Trono, alardeando de que se sentía muy capaz de arrojar al mar a todos los extranjeros, para lo que bastaba una orden de ella. Y como la emperatriz dilatase su resolución, el príncipe comenzó a forzarla pagando secretamente a hombres enojados, que emprendieron ataques a las propias legaciones de las gentes occidentales. El viejo y leal virrey de las provincias meridionales de Nanquín le escribió pidiéndole que no consintiese aquellos asaltos y suplicándole que le permitiese proteger a los enviados extranjeros y sus familias, así como a los sacerdotes extranjeros y a sus seguidores.
Su misiva decía:
La presente guerra se debe a grupos de bandidos: entregados a la matanza y el pillaje, so pretexto de exteriorizar su odio al cristianismo. Propongo respetuosamente que vuestra majestad ejecute severos actos de castigó y represión contra esa clase de rebeldes que atacan a inocentes misioneros y funcionarios. Así, la benevolencia y la justa punición brillarán alternativamente, como brillan en él cielo, él sol y la luna.
Cuando la emperatriz recibió aquel memorial y consideró lo bueno y honrado que era su virrey, le envió, mediante correos especiales, que se relevaban y podían recorrer doscientas millas diarias, una carta escrita de su puño y letra.
No deseamos —decía— justificar a los agresores. Informad a las diversas legaciones extranjeras que albergamos hacia sus compatriotas sentimientos benignos y amistosos y que procede preparar un plan que dirima nuestras diferencias mediante sistemas pacíficos, en beneficio de todos.
Luego de expedir aquel despacho concibió y redactó un edicto dirigido a todo el país y en el cual afirmaba:
Hemos soportado una sucesión de infortunadas circunstancias que han sobrevivido en rápida y confusa sucesión. Aún ignoramos qué hechos han provocado este conflicto entre China y las naciones occidentales. Nuestros enviados en el extranjero están separados de nosotros por los anchos mares y no pueden, por consecuencia, explicar a las naciones de Occidente nuestros verdaderos sentimientos.
Describía cómo en la guerra se habían confabulado rebeldes chinos y personas enemigas del orden para originar disturbios, y la forma en que, de no ser por la clemencia que le llevara a reprimir a aquellos elementos, los misioneros blancos hubieran sido asesinados en todas las provincias. Para colmo había ocurrido el triste incidente del ministro alemán, seguido por la insistencia de los occidentales en ocupar los fuertes de Tien-tsin, a lo que había seguido el bombardeo abierto por los guerreros extranjeros contra aquellas fortificaciones.
Concluía:
Se ha creado así un estado de guerra que no se debe a nuestra voluntad. ¿Cómo China, consciente de su debilidad, ha de ser tan necia que entre en guerra con el mundo entero? ¿Cómo habría de hacerlo empleando para ese propósito bandidos que, además, carecen de adecuada preparación? Esto ha de ser obvio a todos.
Explicamos claramente nuestra situación y anunciamos lo que nos proponemos hacer para remediarla. Nuestros ministros en el extranjero deben notificar el contenido de este edicto a los gobiernos ante quienes están acreditados. Entretanto, hemos ordenado a nuestros comandantes militares que protejan las legaciones de las potencias de Occidente. Procuramos actuar lo mejor posible. Nuestros ministros, por ahora, deben cumplir sus deberes con creciente cuidado. Nadie puede ser, en hora como la actual, espectador desinteresado de lo que sucede.
No satisfecha con lo ya hecho, la emperatriz hizo enviar telegramas a los más poderosos soberanos del mundo. Al emperador de Rusia le saludaba y decía:
Durante más de dos siglos y medio nuestros vecinos imperios han mantenido relaciones de inquebrantada amistad, más cordial que la existente con otras potencias. No obstante, hace poco que los malos sentimientos que animan a los cristianos conversos y al resto de nuestro pueblo, ha dado ocasión a las gentes de inclinaciones perversas para fomentar rebeliones tendentes a probar a las naciones extranjeras que el Trono es opuesto al cristianismo.
Exponía la forma en que ello había sucedido y terminaba con estas palabras:
Así, China ha incurrido en la enemistad de Occidente por causas que escapan a nuestra fiscalización. Por lo tanto, sólo nos cabe confiar en vuestra intervención y mediación para restablecer la paz. Os dirijo el más encendido ruego de que seáis árbitro de estas diferencias, para bien general. Esperamos vuestra respuesta.
La emperatriz se dirigió también a la reina de la Gran Bretaña, recordándole que casi todo el comercio exterior de China se hacía con los ingleses, y acabando de esta guisa:
Os señalamos, pues, que si por alguna causa se perdiese la independencia de nuestro imperio, vuestros intereses resultarían perjudicados. Nos esforzamos con prisa y afán en formar un ejército que nos defienda, y por el momento esperamos que seáis nuestra mediadora, lo que os rogamos con anhelo y ahínco.
Usando el nombre del emperador a la vez que el suyo, dirigió al soberano de los japoneses esta última comunicación:
Os saludamos, majestad, los imperios de China y Japón están unidos como las encías con los dientes. Si Europa y Asia se preparan a enfrentarse en una guerra, nuestras dos naciones asiáticas deben permanecer unidas. Las naciones occidentales, ávidas de territorios, miran hoy con ojos de tigre a China, mas algún día os mirarán a vos. Olvidemos nuestras discordias y considerémonos pueblos hermanos. Esperamos vuestra mediación y arbitraje para zanjar nuestras dificultades con los pueblos enemigos que nos rodean.
La emperatriz no recibió respuesta a ninguno de aquellos mensajes. Esperaba, pasmada por la tardanza, una contestación, día y noche, y en el intermedio el príncipe Tuan y sus partidarios la apremiaban.
Tuan decía:
—Amigos o enemigos del Trono, ministros o rebeldes, todos coincidimos en odiar a esos cristianos extranjeros que vienen aquí a traficar y predicar.
La soledad de la emperatriz era tan monstruosa, que parecía abarcar la tierra y elevarse hasta el cielo… Ninguna voz humana le hablaba, ninguna celeste le daba consuelos. Día tras día, la emperatriz se sentaba en su salón del Trono. Ministros y príncipes callaban cuando tomaba la palabra Tuan o los suyos. Las majestades extranjeras permanecían en sus tronos tan silenciosas como Jung Lu en su lecho de enfermo. Transcurrían los días de verano, soleados y calientes, no se producían las habituales lluvias. Sobre un pueblo que gemía y se amotinaba, lucía un cielo sin nubes ni sombras. El año anterior habíanse producido grandes inundaciones y ahora el pueblo clamaba que el cielo estaba irritado contra las culpas de los hombres. Exteriormente la emperatriz parecía tan inmutable y serena como la diosa Kuan Yin, pero por dentro la ahogaban la confusión y la desesperanza. La ciudad pululaba de rebeldes y boxers y la gente pacífica procuraba no salir de sus casas. Las legaciones extranjeras, esperando un ataque, cerraban sus puertas y mantenían guardias armadas.
El vigésimo día del quinto mes lunar, la emperatriz comprendió que era inútil toda espera. Nada evitaría males y destrucciones. Aquel amanecer la ciudad empezó a arder por muchos puntos. Más de un millar de tiendas fueron incendiadas por boxers y levantiscos, mientras los mercaderes ricos procuraban huir de la población con sus familias. Ya la guerra no se dirigía solamente contra los extranjeros, sino contra el Trono y la emperatriz.
Aquel mismo día recibió dos mensajes de los ministros Yuan y Hsü, que pertenecían al departamento de Servicios Extranjeros. Ambos informaban de que habían visto en la calle de las Legaciones cadáveres de boxers muertos por soldados blancos. Aun así, no podía acusarse del caso a los extranjeros, porque las legaciones habían advertido a tiempo a la emperatriz que iban a reforzar sus guardias con más gente de la generalmente precisa para la defensa, añadiendo que retirarían tales elementos cuando se alejase la tormenta que sobre los extranjeros se cernía. El emperador había preguntado a Hsü si cabía esperanza de lograr la victoria en una eventual guerra. En su ansiedad asió la manga del ministro y rompió en lágrimas cuando su interlocutor le aseguró que China sólo podía encontrar una derrota. Y cuando el ministro Yuan supo que las legaciones habían sido atacadas, sólo pudo decir que aquello constituía una grave infracción del derecho internacional.
Pero la emperatriz no hacía nada. ¿Dónde podía buscar auxilios? Los insolentes memoriales recibidos la colmaban de indirectos reproches.
Pasaron más días. Los extranjeros se encerraban en sus legaciones como en otras tantas fortalezas. Sabiendo que los alimentos escaseaban, la soberana envió víveres a la gente cercada, pero le fueron devueltos, por temor a que estuviesen envenenados. Supo que los niños blancos padecían fiebres y dolencias debidas a la falta de agua, y les envió barriles de líquido, pero también le fueron devueltos.
El decimosexto día del sexto mes lunar, el cielo descargó un último golpe. Centenares de chinos cristianos fueron asesinados por los boxers ante las puertas del palacio de un príncipe. Al saber que los inocentes habían perecido a la vez que los culpables, la emperatriz, horrorizada, alzó las manos al cielo.
—Si los cristianos se retirasen… —murmuró, temblando—, entonces no me vería obligada a sostener esta maldita guerra.
Pero los cristianos no se retiraron y ello enojó a los boxers más todavía.
Una mañana la emperatriz estaba bebiendo el té de su desayuno. El sol no brillaba aún en las paredes y el frío rocío de la madrugada cubría los lirios de los jardines y del exterior de la puerta del palacio. En medio del torbellino y la batalla que se reñía en la ciudad, era muy grato un momento como aquél.
De súbito la emperatriz oyó gritos y rumorosas pisadas en las terrazas exteriores del palacio. Se levantó y apresurose a salir a la puerta. Allí encontró una horda de hombres alborotadores, beodos y con los rostros congestionados. Todos llevaban en la mano espadas desenvainadas, de ancha hoja. A su frente, entre jactancioso y atemorizado, iba el príncipe Tuan.
Al ver a la emperatriz se volvió, dio una palmada e interpeló arrogantemente a su señora.
—No puedo contener más a esos auténticos patriotas, majestad. Todos han oído que estáis albergando y auxiliando a los cristianos conversos, que son ayudantes del diablo. Hasta se les ha dicho que el mismo emperador se ha hecho cristiano. Yo no soy responsable de nada, majestad, de nada…
La emperatriz alzó la taza de té que tenía en la mano y la estrelló en las losas. Sus grandes ojos relampaguearon.
—Adelante, traidor —mandó al príncipe Tuan—. ¿Cómo osas venir tan temprano cuando yo estoy bebiendo mi té, para provocar semejante tumulto? ¿Piensas que eres el emperador? ¿Es posible que te atrevas a comportarte con esa insolencia? Tu cabeza está tan poco segura sobre tus hombros como la cabeza de cualquiera. Yo, y sólo yo, soy quien gobierna. ¿Crees que puedes aproximarte al Trono del Dragón sin que yo te lo mande?
El príncipe tartamudeó:
—Majestad, majestad…
Ella no interrumpió el flujo de su Ira.
—¿Piensas que lo revueltos que están los tiempos te autorizan a presentarte aquí en son de motín? Vuélvete a tu casa. No recibirás salario alguno en todo un año. Y a esos vagabundos y mala gente que te sigue, pienso hacerlos decapitar.
Tal era el poder que emanaba de su presencia y la dura claridad de su voz resonante, unidas a la belleza que aún poseía, que todos se sintieron dominados y desfilaron, uno por uno. Ella mandó aviso a la Guardia Imperial, disponiendo que se cercenasen las cabezas de aquellos sujetos y las colocaran en los muros de la ciudad, ya que habían osado comparecer ante ella sin orden alguna.
El mismo día llegaron desde Tien-tsin noticias de que la soldadesca extranjera había ocupado la ciudad y marchaba sobre Pequín para salvar a sus hostigados compatriotas. El ejército imperial estaba en retirada. ¿Qué cabía que hiciese la emperatriz más que esperar y orar?
El décimo día del séptimo mes del año lunar, la emperatriz, como premio a sus repetidas plegarias, recibió aviso de que Jung Lu había salido de su estupor.
Fue al templo para dar gracias a los dioses y le envió cestillos de delicadas viandas que sin duda le devolverían las perdidas fuerzas. Pero pasaron otros cuatro días antes de que él pudiera hacerse conducir a su presencia en un palanquín. Viendo la palidez y la debilidad de miembros de su primo, ella exclamó que no había debido levantarse. Descendió dos escalones de su trono y acudió en busca del enfermo.
—¿Dónde has estado, pariente? —preguntó con amabilísimo tono de voz—. Tu cuerpo ha yacido inerte en el lecho mientras tu alma y mente vagaban errantes, no sé por qué lejanas regiones.
Él habló con voz esforzada, pero débil:
—No puedo recordar en dónde he estado. Pero aquí estoy, ignoro por qué motivo, salvo que fuesen tus plegarías las que me devolviesen a la vida.
—Mis plegarias han sido —respondió ella—, porque he orado mucho mientras me encontraba sola. Aconséjame. ¿Qué debo hacer? ¿Sabes que hay guerra en la ciudad y que Tien-tsin ha caído? El grueso del enemigo se aproxima a la capital.
—Lo sé —dijo él—. No tenemos tiempo de nada. Atiende bien mis palabras. Haz prender al principal Tuan, a quien los extranjeros achacan la culpa de todo lo sucedido, y ordena que se le decapite. Eso probará tu inocencia y tu deseo de paz.
—¿Y ceder al enemigo? —exclamó ella, escandalizada—. Decapitar al príncipe Tuan es poca cosa, pero ceder al enemigo es mucha y no puedo hacerlo. La finalidad de toda mi vida se convertiría en polvo.
Él gruñó:
—Mujer obstinada, ¿cuándo aprenderás que no puedes oponerte a las mareas del futuro?
Hizo señas a los portadores de su palanquín para que le llevasen fuera de aquel sitio. La emperatriz, aun sintiendo desgarrados su corazón y su mente, no hizo esfuerzo alguno para detenerlo.
Los días seguían a los días. Ella sentía el peso de cada uno, esforzándose en creer que la magia de los boxers se manifestaría eficaz al fin. La ciudad estaba hecha cenizas y los refugiados en las legaciones no se rendían. Eso debía indicar que esperaban que los librasen los ejércitos connacionales suyos.
Al tercer día la soberana llamó por cinco veces a sus ministros, citándoles en el Palacio de la Longevidad Pacífica. Jung Lu acudió también y, con desesperado esfuerzo se apeó de su palanquín y ocupó su lugar en la audiencia. Pero no podía dar otros consejos que los ya emitidos, los cuales no podía ella aceptar. Príncipes y ministros permanecían silenciosos, y arrugas producidas por la ansiedad y el temor surcaban sus semblantes.
En medio del silencio general el príncipe Tuan habló con mucha jactancia, declarando que los boxers habían preparado sus encantos secretos y que los extranjeros no podrían cruzar el foso de la ciudad cuando llegasen a él. Caerían en el agua y morirían ahogados.
Jung Lu repuso, con la voz repentinamente fuerte:
—Los boxers no significan nada y cuando el enemigo se acerque, ellos huirán como nada que son.
Su profecía se cumplió. De allí a cinco días, a cosa de media tarde, la hora del Mono, el duque Lan penetró presurosamente en la biblioteca donde la emperatriz leía sus libros favoritos, sola cosa en que encontraba consuelo, y, sin reverencias ni saludos, anunció:
—Vieja Buda, ya los tenemos aquí. Los diablos extranjeros han irrumpido por las puertas como el fuego a través de la cera blanda.
Ella le miró, sintiendo que la sangre huía de su corazón.
—Mi primo tenía razón —dijo con voz tenue y perpleja. Se levantó y permaneció meditativa, pellizcándose con el pulgar y el índice el labio superior.
El anciano duque afirmó.
—Vuestra majestad debe huir al Norte con el Hijo del Cielo.
Ella, siempre reflexionando, movió la cabeza. El duque, temeroso de no convencerla, fue en busca de Jung Lu, suponiendo que sólo él sabría persuadirla. Antes de una hora se presentó Jung Lu. Andaba apoyado en un bastón, pero le fortalecía su voluntad de ser útil a su prima.
Ella había vuelto a sentarse. Ya no tenía abierto el libro y sus manos apretaban sus rodillas tan fuertemente que sus dedos y coyunturas aparecían blancos. Miró a Jung Lu con los ojos opacos y como perdidos en escudriñar las sombras.
Él se acercó y le habló en tono bajo y dulce:
—Amor mío, debes oírme. No puedes permanecer aquí. Sigues siendo el símbolo del Trono. Donde estés, estará el corazón de la nación. Después de medianoche, a la hora del Tigre, cuando la luna esté baja y las estrellas no brillen aún mucho, debes huir de Palacio.
Ella cuchicheó:
—Otra vez…
—Otra vez, sí. Conoces el camino y no irás sola.
—¿Es que tú…?
—Yo debo permanecer para reorganizar las fuerzas. Volverás, como antaño, y yo procuraré salvar el Trono para ti.
—¿Sin ejércitos?
Así murmuró ella, mientras inclinaba la cabeza. Gruesas lágrimas temblaban en sus largas y rectas pestañas. Una a una caían sobre el raso de su vestidura.
—Te prometo conservarte el Trono —dijo él—. Haré por la astucia lo que no pueda por la fuerza.
Ella levantó la cabeza. Él bajó la suya, conociendo que su prima había cedido. Quizá no a él, pero sí al terror. Impelido por su amor, se acercó a la emperatriz, le tomó la mano y se la apoyó en la mejilla.
Luego dijo:
—Majestad, no hay tiempo que perder. Voy a preparar tu disfraz y a elegir los guardias que han de cumplir a tu lado el deber de vigilarte como si fuesen yo mismo. Tú y tus mujeres debéis pintaros cara de amarillo, para parecer campesinas chinas, y saldréis del palacio por la puerta excusada. Sólo llevarás dos damas contigo. Más serían demasiadas. El emperador, vestido como campesino también, ha de acompañarte. Habéis de dejar detrás las concubinas…
Ella escuchaba sin decir palabra. Cuando vio salir a Jung Lu, abrió el libro que tenía más a mano y sus ojos dieron con las notables palabras escritas por el sabio Confucio muchos siglos antes: «La de una mente amplia y de una vasta comprensión ha hecho perder un gran objetivo».
Miró las palabras y pareciole que alguna escondida voz se las había dicho al oído. Llegaban desde el pasado, penetraban su corazón y su mente, y ella las acogía con toda humildad. No tenía la mentalidad lo bastante amplia y no comprendía los tiempos modernos. Además, había perdido el objetivo de salvar al país. El enemigo vencía.
Cerró el libro y se dio por vencida. En adelante, no intentaría moldear los tiempos, sino dejarse moldear por ellos.
Como no sabían nada, todos se maravillaron de su admirable serenidad. Transmitió órdenes a todos respecto al destino que debía darse a sus libros, pinturas, escritos y joyas. Mandó a Li Lien-ying que se construyese un falso tabique en una cámara contigua a su dormitorio, a fin de esconder los lingotes de oro, plata y tesoros restantes. Cuando todo se hubo hecho —presurosamente, pero con orden—, la emperatriz, a la hora del Tigre mandó llamar al emperador y luego a las concubinas, a las que explicó por qué no podía llevarlas con ellos.
—Hemos de salvarnos el emperador y yo —manifestó—. No por nosotros mismos, que no valemos nada, sino porque debemos defender el Trono. Transportaré conmigo el sello imperial, de modo que, dondequiera que me halle, seré el Estado personificado. Quedaos aquí y nada temáis, porque el gran consejero Jung Lu, milagrosamente recobrado en esta hora crítica, se encargará de reordenar nuestras huestes. No creo tampoco que el enemigo penetre en los palacios. Continuad viviendo como si yo estuviese aquí. Los eunucos quedarán para serviros, excepto Li Lien-ying, que debe acompañarme.
Las concubinas lloraron mansamente y se enjugaron los ojos con las mangas. Ninguna habló, excepto la Perla de las concubinas, a la que los eunucos habían osado sacar de la prisión. Permanecía en pie, con las mejillas pálidas y fofas, perdida la belleza, vestido el cuerpo de andrajos. Pero seguía rebelde y llameaban sus ojos bajo sus cejas, finas como alas de mariposa. Dijo a la emperatriz.
—No me quedaré, madre imperial. Reclamo el derecho de ir con mi señor para servirle.
—¿Te atreves —dijo la emperatriz, apuñalando el aire con sus dedos meñiques— a protestar cuando fuiste la que acarreó al emperador tantas perturbaciones? De no excitarle tú, ¿habría él proyectado nunca tantos males?
Se volvió a Li Lien-ying y, estimulada por la ira, ordenó:
—Llévate a esta mujer y arrójala al pozo que hay junto a la Puerta Oriental.
El emperador, oyendo a la soberana, cayó de rodillas, pero ella no le permitió hablar. Aquella imperial mujer, toda encanto y blandura en presencia de lo bello y grato, era implacable en los momentos de peligro.
Agitando los dedos por encima de la cabeza del emperador, gritó:
—¡Silencio! Esta concubina fue, sin duda, empollada en el huevo de un búho. La traje aquí para nutrirla y educarla y se rebeló contra mí.
Miró a Li Lien-ying. Éste llamó a otro eunuco y entre los dos se llevaron a la concubina, silenciosa y pálida.
La emperatriz dijo al postrado emperador:
—Entra en tu coche y cierra las cortinillas para que no te vean. El príncipe P’u Lun cabalgará a tu lado y yo ocuparé mi coche. Li Lien-ying irá en una muía. Nos seguirá como pueda, aunque es un jinete pésimo. Si alguien nos para, diremos que somos pobres gentes del campo que huimos a las montañas. Pasaremos primero por el Palacio de Verano.
Hízose lo que decía. Tras las corridas cortinillas sentose la emperatriz sobre los cojines de su coche: erecta como un Buda, contraído el rostro, alerta los oídos, resuelta la expresión de sus ojos. Cuando, horas después, pasaron el Palacio de Verano, dio una nueva orden.
—¡Alto! —dijo al divisar las amadas torres de las pagodas de aquel retiro—. Descansaremos aquí durante un breve rato.
Descendió de su vehículo, sin permitir que descendiera nadie más, y sólo acompañada de un eunuco anduvo por los pasadizos de mármol, los palacios; vacíos y las orillas del lago. Allí estaba su corazón. Allí había soñado pasar su ancianidad, entre gentes pacíficas y prósperas. Y quizá no volviera nunca a tal paraje. ¿Destruiría aquel punto el enemigo extranjero, como años atrás? Pero ella lo había reconstruido y con esto glorificado y ratificado lo pretérito. Mas por entonces era joven. También la edad la vencía.
Dirigió una prolongada mirada a los edificios y luego se volvió. Resultaba esbelta y elegante a pesar de sus toscas vestiduras azules de labradora china. Subió a su coche.
—Al oeste —dispuso—. Vamos a la ciudad de Si-an.
Noventa días duró el viaje. La emperatriz se mostraba resuelta y serena, sin exteriorizar las preocupaciones de su corazón. No olvidaba que la Corte la miraba como su sol, aun cuando a la sazón estuviese en fuga. Después de dejar una provincia, hízose innecesario el disfraz al pasar a la otra, y la emperatriz se cambió de ropa después de haberse bañado. Con esto sintió renovados sus ímpetus, y su ánimo se levantó.
En la provincia de Shan-si las gentes no temían a la guerra, pero les afligía una espantosa carencia de víveres. Sin embargo, la primera noche el general favorito de la Corte que había llevado su ejército al Norte, envió a la emperatriz un cesto de huevos frescos, un cinturón enjoyado y una bolsa de raso para su tabaco y pipa. Esto la animó, pareciéndole buena indicación del amor que sus súbditos sentían por ella. Y, en efecto, durante los días siguientes, y a despecho de la escasez existente, sus vasallos acudieron llevándole sacos de trigo y mijo y algunas enflaquecidas aves. La emperatriz, consolada por tales muestras de amor, empezó a regocijarse viendo los espléndidos paisajes que la rodeaban.
En un desfiladero llamado el Paso de los Gansos Volantes mandó parar a todos, para poder contemplar el panorama. Hasta tan lejos como alcanzaba su vista, las desnudas laderas de las montañas se alzaban bajo un cielo regiamente purpúreo. Negras sombras cubrían los valles. El general predilecto de la soberana, que viajaba a su lado mandando su guardia, alejose un tanto y descubrió un prado donde crecían flores amarillas. Hizo un ramillete de ellas y las entregó a la emperatriz, diciendo que los dioses le daban así su parabién. La emperatriz, conmovida por aquel insignificante cumplido, dijo a un eunuco que diese al general una escudilla de té con manteca para que pudiese restaurar sus fuerzas. Aquellos pequeños placeres parecían quitarle un peso de encima del corazón. Dormía bien por las noches y comía en abundancia, incluso si la comida era de pobre calidad.
El octavo día del noveno mes llegaron a la capital de la provincia. Yü Hsien, el virrey, acogió a la soberana con las mayores muestras de reverencia. Aquel virrey, creyendo como otros en la magia de los boxers, los había apoyado y mandado matar a todos los blancos, hombres, mujeres y niños, que residían en su demarcación. La emperatriz aceptó sus plácemes y dádivas cuando llegó a la puerta de la ciudad y le felicitó por ser honesto, leal y haber eliminado el enemigo.
Añadió empero:
—De todos modos, hemos sido derrotados y puede que el enemigo, después de su victoria, exija que se te castigue. De ser así fingiré hacerlo, pero en secreto te compensaré. A pesar de las derrotas presentes, debemos contar con futuras victorias.
Yü Hsien inclinó la cabeza hasta el polvo nueve veces.
—Majestad —dijo—, estoy presto a aceptar la destitución y el castigo si vienen de vuestras manos.
Ella le apuntó con el índice.
—Te engañabas al aseverarme que la magia de los boxers los preserva de la muerte. Gran número de ellos han sucumbido. Las balas extranjeras atravesaban sus cuerpos como si fuesen de cera.
Yü Hsien se apresuró a decir:
—Majestad, su magia ha fallado por no seguir ellos la regla de su orden. Han matado a personas inocentes, que no eran cristianas, para poder robarlas, y han sido castigados por su avaricia. Sólo los puros pueden usar la magia.
Ella asintió con un movimiento de cabeza y se dejó conducir al palacio virreinal, que había sido debida, mente preparado para ella. Le agradó hallar vasijas de oro y plata tomadas de un almacén y debidamente bruñidas y preparadas para ella. Aquellos vasos habían sido hechos doscientos años atrás para su imperial antecesor Ch’ien Lung cuando pasó por aquella ciudad para visitar la montaña de las Cinco Crestas.
No se había conocido otoño más espléndido que el presente. Todos los días el sol iluminaba la tierra y calentaba a la gente. Las cosechas volvían a ser abundantes y las casas estaban colmadas de víveres y combustible. La guerra se reñía a distancia y la gente casi no parecía tener noticia de ella. Todos, en paz y abundancia, le rindieron homenaje, le dijeron que era su Vieja Buda y le agradecieron su visita. El alma de la emperatriz se animaba y robustecíase su corazón, llenándose de decisión y placer. Poco a poco príncipes ministros la siguieron y la Corte volvió a reunirse. Repentinamente cambió sus buenas disposiciones una carta en la que Jung Lu anunciaba que la causa estaba perdida y que su buen ayudante Chung Chi se había ahorcado, llevado de su desesperación. La emperatriz mandó, por escrito, que se tributaran honores al muerto por su lealtad y su arrojo y que luego acudiese Jung Lu a dar informes en persona.
No esperaba noticias muy buenas cuando él llegó. En el curso de su viaje la mujer de su primo había enfermado y muerto en una ciudad extraña. La emperatriz supo anticipadamente las nuevas a través de un correo y se dispuso a consolar al visitante con el espectáculo de su renovada salud propia.
Jung Lu anunció, el día después de la llegada de la emperatriz a la ciudad de T’al Yuan, su inmediata presencia. Ella le mandó que no descansara más que una hora y se presentase en seguida.
Le recibió en un edificio antiguo y pequeño. Ocupaba un sillón viejo y labrado, de madera del Sur, tenía las manos sobre el regazo y había hecho poner el asiento sobre un improvisado estrado que le daba la apariencia de un trono. No permitió que nadie estuviese cerca de ella cuando recibió a Jung Lu. Despidió a sus damas para que gozasen del aire y del sol y mandó a Li Lien-ying que aguardase en la antesala.
Abriose la puerta y penetró Jung Lu, erguido como siempre, pero demacrado por el disgusto y la fatiga. Siempre escrupuloso en presencia de la emperatriz, no había dejado de bañarse antes de comparecer frente a ella, poniéndose a continuación ropas limpias. Como de costumbre, inició la venia, pero ella, con un ademán, la atajó. Jung Lu permaneció en pie. Ella se levantó, haciendo crujir bajo su peso la plataforma de madera, y los dos cambiaron una larga mirada.
—Mucho lamento —dijo la emperatriz en voz baja— que tu esposa haya partido hacia las Fuentes Amarillas.
Él hizo una ligera reverencia.
—Era una buena mujer, majestad, y me sirvió fielmente.
Callaron los dos. ¿Qué más podía decirse?
—Ya te buscaré quien la sustituya —prometió ella.
—Como quieras, majestad.
Ella observó:
—Estás cansado. Prescinde de ceremonias. Sentémonos. Necesito los consejos de tu prudencia.
Descendió del estrado y cruzó la habitación con su paso siempre gracioso. Mostrábase esbelta, fina y egregia como nunca. Acomodose en una de los dos sillas de madera que había arrimadas a una mesa de tres patas. A una seña suya él se instaló en el otro asiento y esperó a que su prima le hablara.
Ella se dio aire con un abanico en el que, en un momento de ociosidad, había pintado un paisaje de aquella provincia.
—¿Está todo perdido? —inquirió, mirando de reojo a su primo.
—Todo —repuso él con firmeza.
Apoyó sus manos, grandes y bien formadas, sobre sus rodillas cubiertas de raso. La mujer clavó los ojos en aquellas manos. Eran finas, pero fuertes, como ella sabía muy bien.
—¿Qué me aconsejas? —preguntó.
—Sólo te queda una cosa que hacer, Majestad. Volver a la capital, aceptar las exigencias del enemigo y así salvar de nuevo el Trono. He dejado a Li Hung-chang negociando la paz. Pero antes de retornar debes hacer decapitar al Príncipe, como prueba de sinceridad de tu rectificación.
—Nunca —protestó ella, cerrando el abanico con gran estruendo de sus varillas de marfil.
—Pues vale más entonces que no vuelvas —repuso él—. Los extranjeros tienen tal odio al príncipe Tuan a quien consideran instigador de su persecución, que se proponen destruir la ciudad imperial antes que permitirte volver a ella si no cedes en eso.
Ella sintió que se le helaba la sangre en las venas. Abrió la mano y se le cayó el abanico. Pensaba en los muchos tesoros escondidos en la ciudad, y, sobre todo, en la herencia de sus imperiales antecesores, en la gloria y en el poder. Si se perdía todo aquello, ¿qué le quedaba?
—Eres demasiado brusco —comentó.
Señaló con el dedo su abanico y él se inclinó y lo recogió poniéndolo sobre la mesa, para evitar el contacto de las manos de su prima, como ella sabía bien.
La voz paciente y profunda de Jung Lu dijo:
—Majestad, los extranjeros vendrán en tu busca hasta aquí si no nos sometemos.
—Puedo —alegó ella— trasladarme más al oeste. Y donde resida, estará mi capital. Nuestros antepasados imperiales lo hicieron a veces y yo debo seguir sus huellas.
Él respondió:
—Como quieras, majestad, Pero, de no regresar a la capital, todo el mundo sabrá, como yo, que has huido.
Ella no cedió de momento. Ni siquiera por él lo haría. Se levantó, despidiole y ordenó a sus eunucos que le preparasen delicadas vituallas.
No, no cedería tan pronto. Al día siguiente ordenó que la Corte se trasladase de la provincia de Shan-si a la distante ciudad de Si-an, en la provincia de Shen-si. Y no, según afirmaba, porque huyera, sino porque donde se encontraba entonces había existido una reciente carestía que dificultaba el atender las necesidades de la Corte. Aunque aquella escasez ya había pasado, todos aceptaron el imperial decreto y, tan pronto como se prepararon alojamientos para la Corte, ésta inició la continuación de su marcha hacia el oeste.
Por orden de la emperatriz, Jung Lu cabalgaba al lado de su palanquín. No habló más del regreso a Pequín ni ella le pidió consejo al respecto. Hablaba de la belleza del desierto paisaje, se interesaba por las escenas que veía, recitaba trozos poéticos y con todo ello encubría su secreta desesperación. Porque en el fondo estaba segura de que aquel hombre estaba en lo cierto. Algún día habría que volver a la ciudad imperial a todo evento. Escondió su interna certidumbre y continuó animadamente hacia las comarcas occidentales, aumentando cada día en millas de distancia la que le separaba del Trono del Dragón.
Cuando llegó a la ciudad de Si-an se instaló con su séquito en el palacio del virreinato, que había sido aseado y preparado para ella. Los muros estaban pintados de rojo, los patios exteriores rodeados de empalizadas y habíase montado en el salón mayor un trono cubierto de amarillos cojines. Sus habitaciones privadas quedaban detrás de aquella sala y en el ala occidental del edificio se dispusieron estancias para el emperador y su consorte. En el extremo oriental, cerca de las habitaciones de la soberana, se prepararon alojamientos para Li Lien-ying, a fin de que pudiera estar listo para recibir y obedecer órdenes.
Ya establecida allí, la emperatriz ordenó que se hiciesen comidas sencillas, para ahorrar gastos, aunque a diario se le declaraba que había dispuestos cien exquisitos platos del Sur, ella sólo elegía seis para cada comida. Mandó que no se tuviesen más de seis vacas prestas al ordeño para la leche que tanto le gustaba tomar por la mañana al despertar y por la noche antes de dormir. A pesar del largo viaje, la emperatriz manifestaba que tenía excelente salud. Sólo padecía de insomnio. Por las noches, un eunuco, especialmente adiestrado en aquella tarea, le daba masaje hasta que ella sé dormía.
Ya asentada en su nueva capital del exilio, daba audiencias diarias y recibía a frecuentes emisarios de la ciudad imperial. Todas las soportó con estoicismo hasta que supo que los soldados de varias naciones extranjeras habían vuelto a saquear el Palacio de Verano. El trono del salón de recepciones había sido arrojado a las más profundas aguas del lago. Habían sido robadas pinturas y ropas y en los dormitorios, incluso en el suyo personal, los blancos dibujaron inscripciones y figuras groseras y lascivas.
Al saber esto sintió una rabia y unas náuseas que la hicieron vomitar lo que había comido. Durante los inmediatos días comprendió, abatidísima, que debía regresar a la ciudad imperial y ceder a las pretensiones enemigas de que todos los favorecedores del partido bóxer debían morir. El general Li Hung-chang hacía esto presente en los despachos que enviaba a diario. Pero ¿cómo aceptar la derrota y a tal precio?
Jung Lu estaba de continuo a su lado, impasible silencioso, pálido, siempre esperando el inevitable.
A menudo ella le dirigía la mirada de sus grandes ojos negros y unas veces hablaba y otras permanecía muda.
Un día preguntó:
—¿No podemos librarnos de los enemigos más que cediendo?
—Nada más, majestad.
Ella no prosiguió sus preguntas. En silencio miró a su primo y sonrió con tristeza.
Otra vez, al atardecer, estando ella sola en su patio, él se presentó sin hacerse anunciar.
—Te hablo como primo. ¿Es que, a trueque de no ceder, vas a pasarte la vida en perpetuo destierro?
Ella tenía en el regazo un perrillo de singular color de cinamomo, que había nacido en el exilio, y jugueteaba con sus largas orejas.
Habló haciendo largas pausas.
—No tengo deseos de matar a los que me han sido leales. No quiero hablar de los de poca importancia… Pero te ruego que me digas cómo puedo matar a mi fiel ministro Chao Shu-ch’ao. No me parece que él creyese en la magia de los boxers, pero sí en su poder bélico. Y, con todo, los extranjeros exigen que le decapite. También se me pide la muerte del príncipe Chia, sin hablar de Ying Nien y ni de Yü Hsien. Ni de Ch’i Hsiu. Me niego a ordenar la ejecución del príncipe Tuan. No quiero citar más nombres. Todos me han sido leales y muchos de ellos me han seguido al destierro. ¿Voy a volverme contra ellos y ordenar su suplicio?
Jung Lu rebosaba paciencia y ternura. Su rostro, enflaquecido por la edad y las congojas, tenía una expresión gentil que ella no había visto nunca en hombre alguno.
—Sabes —dijo él— que no puedes ser feliz aquí.
—Hace mucho —respondió ella— que prescindí de mi felicidad.
Él aryugó, con inagotable paciencia.
—Entonces debes pensar en tu reino. ¿Cómo lo vas a salvar y cómo unir al pueblo si permaneces desterrada? Si los extranjeros no se apoderan en definitiva de la ciudad acabarán tomándola los rebeldes. El país se verá dividido y los rapiñadores se distribuirán el botín. Las gentes vivirán entre odio y zozobra y te maldecirán diez mil veces al pensar que por salvar unas cuantas vidas no vuelves al poder y proteges las existencias de todos.
Las palabras de Jung Lu eran serias y graves, mas ella no quería atenderlas. Como siempre que se le hablaba de grandeza, con grandeza obraba. El perrillo le hacía carantoñas al sentir el contacto de su mano y ella meditaba mientras le acariciaba la cabeza y las orejas. Al cabo puso en tierra al animalillo, se levantó y miró fijamente a Jung Lu.
—Hasta ahora he pensado en mí —dijo—. Ahora pensaré sólo en mi pueblo. Volveré a Pequín y ocuparé el Trono.
El vigesimocuarto día del octavo mes lunar, que es el décimo del año solar, ya los caminos, regados por las lluvias estivales, estaban de nuevo secos y la tierra firme. Entonces, con imperial aparato, inició el retorno la soberana. No volvía humillada, sino dispuesta a magnánimos olvidos. En las puertas de la ciudad había un templo ante el que la Corte se detuvo para hacer sacrificios al Dios de la Guerra. Desde allí la emperatriz ordenó la marcha sin detenerse más que lo necesario, recorriendo veinticinco millas cada día, porque siempre se mostraba considerada con los portadores de palanquines y con los caballos y muías mongoles que conducían las dádivas y tributos recibidos durante el exilio.
Día tras día reinó un excelente tiempo de otoño, sin vientos ni lluvias que obstaculizasen la marcha. Un incidente luctuoso se produjo poco antes del regreso, y fue la noticia de que el lealísimo Li Hung-chang había muerto debilitado por la vejez. A veces ella se había ofendido con aquel general, porque era el único que osaba decirle la verdad siempre. Siendo virrey en Chih-li había permanecido ajeno a toda corrupción y organizado un ejército insobornable. Ya en la ancianidad, y contra su deseo, fue enviado a las rebeldes zonas cantonesas, donde de nuevo sirvió con paciente pericia. Cuando volvió a ser llamado al Norte, estaba muy viejo. En todo caso dilató su viaje hasta que ella renunció a la ayuda de las hordas boxers. En la ciudad imperial, y con ayuda del príncipe Ch’ing, pactó con los extranjeros una paz onerosa pero que podía salvar al país si la emperatriz la justificaba. Al saber la defunción de Li Hung-chang, la soberana anunció que haría construir en su honor un mausoleo dentro del recinto de la ciudad imperial además de otros ya erigidos en las provincias donde se había distinguido. Era la emperatriz mujer muy hábil y siempre que tenía en el pasado discusiones con Li Hung-chang se excusaba diciendo que no entendía su dialecto porque no le hablaba un chino puro. Pero a la sazón los antojos y testarudeces se habían disipado en su ser y se sentía castigada por el temor y la sensación de haber perdido muchas cosas.
Pronto se vio que los consejos de Jung Lu eran atinados. Por doquiera el pueblo recibía a la emperatriz con parabienes y festejos, pensando que, terminado el exilio de la Corte, todo marcharía mejor, se salvaría el país y las cosas volverían al estado, de antes. En K’al Feng, capital de la provincia de Honan, espléndidas funciones teatrales esperaban a la soberana. Mandó a la Corte que descansara y se entregó a su pasatiempo favorito, interrumpido durante los años de la guerra. Allí, de manera pública, aunque suave, reprobó al virrey de la provincia el consejo de que viviera en el destierro y no retornase a la capital. El virrey, llamado Wen Ti ofreció expiar su falta absorbiendo oro, pero ella fue clemente y no accedió a tal petición, por lo que el pueblo la alabó no poco.
Hizo otra parada al llegar al Río Amarillo. Los cielos otoñales eran de un intenso color entre azul y violado, no había nube alguna y el aire, seco por el día, refrescaba mucho por la noche.
La emperatriz manifestó:
—Ofreceré sacrificios al dios de los ríos y efectuaré en su nombre absoluciones y gracias.
Hízolo así con mucha pompa y magnificencia. El brillante sol de mediodía arrancaba destellos a los gayos colores de sus ropas y a las de los cortesanos. Mientras adoraba, satisfizo a la emperatriz ver entre las personas que se alineaban en las márgenes del río unas cuantas de piel blanca. Ignoraba de qué país podían ser, pero como había resuelto mostrarse clemente y comprensiva, mandó a los eunucos que llevasen a los blancos regalos de vino, frutos secos y sandías. También ordenó a sus príncipes y ministros que permitieran a los extranjeros presenciar su entrada en la ciudad. Tras esto pasó a una gran barca que los leales magistrados de la ciudad habían hecho construir para su uso. Tenía la forma de un gran dragón, con escamas de oro y por ojos dos ardientes rubíes.
La mayor prueba de su resolución de ser cortés con sus antiguos enemigos la dio cuando, en un determinado lugar, se apeó de su palanquín y accedió a entrar en un tren de coches metálicos. Aquel convoy corría sobre raíles de hierro y era un entretenimiento del emperador, entretenimiento que ella había siempre prohibido que se usase. Pero ahora quería probar a los extranjeros que había cambiado mucho y que era una mujer nueva, moderna y acatadora de las costumbres de Occidente. No obstante, aseveró que no quería entrar en los sagrados recindos de la ciudad manchú sumida en las entrañas de aquel monstruo de hierro. Por lo tanto, se construyó una estación provisional extramuros, y cerca algunos pabellones que podían servir como puntos de descanso de la Corte. Allí la recibieron funcionarios y extranjeros. Había en los pabellones finas alfombras y delicados jarrones de porcelana, con orquídeas y crisantemos tardíos en primorosas macetas. En el pabellón central se erigieron algunos tronos. Uno, destinado a la emperatriz, era de oro y laca. Destinábase al emperador otro más pequeño, de ébano pintado de amarillo y rojo.
Treinta vagones se requirieron para el traslado de la Corte y de sus equipajes. Aquel largo tren avanzó entre las desnudas colinas y se detuvo en la estación. Desde una ventanilla la emperatriz miró y se sintió satisfecha al ver la gran multitud de súbditos que la esperaban. Príncipes, generales y funcionarios de la ciudad estaban al frente del gentío, y todos llevaban sus ropas de gala. A un lado aparecían los ministros plenipotenciarios extranjeros, con sus extraños trajes oscuros y sus largos pantalones. Ella miró sus adustos rostros, sintiéndose repelida por su palidez y sus anchas facciones, y forzó una sonrisa cortés.
Todo se ejecutó con orden y decoro. Cuando los príncipes y generales, con los demás manchúes y chinos, vieron el semblante de la emperatriz en la ventanilla, se arrodillaron. El oficial mayor de la Casa Imperial gritó a los extranjeros que se descubrieran aunque en rigor lo habían hecho ya.
El primero en apearse del tren, con gran prosopopeya y ceremonia, fue el eunuco mayor, Li Lien-ying. No dedicó atención a nadie, sino que comenzó a examinar y vigilar la descarga de las cajas de tributos y tesoros que los porteadores bajaban de los furgones de equipajes.
El segundo en apearse fue el emperador. La emperatriz le hizo una seña y él entró en seguida en un palanquín, con lo que no se le dedicaron saludos ni homenajes. Y cuando todo hubo terminado, fue la emperatriz misma la que descendió del tren. Apoyándose en sus príncipes bajó y se detuvo bajo el luciente sol, contemplando la escena y siendo contemplada, mientras sus súbditos se inclinaban haciéndole la venia y postrando sus frentes en el polvo.
Los extranjeros se hallaban a la izquierda, descubiertos, pero sin inclinarse, y a ella le sorprendió que fuesen tantos.
—¿Cuántos extranjeros hay aquí? —preguntó con voz clara, que en el quieto ambiente llegó hasta los propios oídos de los occidentales.
Cuando ellos parecieron comprender lo que ella había dicho, les sonrió graciosamente y luego empezó a hablar con su natural viveza a los miembros de la Casa Imperial. Todos la alabaron, diciéndole que la encontraban muy sana y joven, teniendo en cuenta sus muchos años, y era verdad que su cutis aparecía impecable bajo el ardiente sol, así como que su cabello seguía siendo negro y abundoso.
Li Lien-ying acabó su tarea y presentó la lista de los tesoros. Todo cofre había sido examinado, y reexaminado. La emperatriz tomó el inventario, lo repasó y lo devolvió a Li Lien-ying, con un gesto de aquiescencia.
Esto hecho, el virrey Yuan Shih K’al pidió permiso para presentarla a los extranjeros que habían conducido el tren en calidad de jefe y maquinista. Ella los recibió con perfecta gracia. Los dos hombres, altos y blancos, permanecieron en pie ante la emperatriz, con la cabeza descubierta. Ella les declaró su reconocimiento por no haber conducido el convoy más que a quince millas por hora, para garantizar que había de llegar en seguridad y sin peligro. Luego ocupó su palanquín dorado y los porteadores lo levantaron y se prepararon a entrar en la ciudad imperial.
Ella había decretado que su entrada se efectuase por la Puerta Meridional de la ciudad china, tras lo que se proponía dirigirse a la gran entrada de honor de la ciudad interior o imperial. Allí se detuvo para volver a adorar al dios de la Guerra en el santuario que en aquel paraje tenía. Por lo tanto, descendió de su palanquín y se arrodilló ante el dios, quemando incienso en su honor y dándole gracias, mientras los sacerdotes entonaban los cantos litúrgicos.
Terminado el rito se levantó. Al salir del santuario alzó maquinalmente la mirada y distinguió sobre las murallas cosa de un centenar de extranjeros, entre hombres y mujeres, que habían acudido a mirarla. Sintiose al principio enojada y a puntó estuvo de ordenar que sus eunucos dispersasen a aquella gente. Pero luego recordó que ella era emperatriz por merced de aquellos a quienes tenía por enemigos. Reprimió su cólera con un esfuerzo y con tanta gracia que parecía espontánea, aunque no lo era, se inclinó ante los extranjeros, primero a la derecha y luego a la izquierda, sonriendo a todos. Y tras esto tornó a ocupar su palanquín y penetró en el palacio imperial.
¡Cuán bello le pareció aquel palacio, no hollado por el enemigo y salvado porque ella se supo rendir a tiempo! Anduvo de cuarto en cuarto y penetró en el edificio del gran salón del Trono construido por Ch’ien Lung.
Pensó que volvería a utilizar aquella vasta estancia para gobernar desde ella…
Tras aquel salón del Trono estaban sus jardines personales. Seguían como siempre, idénticos sus planteles y serenos y en calma los estanques. Luego seguía su privado cuarto del trono y su dormitorio a continuación. Todo continuaba lo mismo. Intactas estaban las grandes puertas, esplendentes los brillantes matices de su pintura de bermellón, inmaculadas las cornisas de oro que coronaban los quicios. Y a salvo el Gran Buda en su santuario.
Pensó que allí viviría y moriría en paz, como hicieran sus sagrados antecesores.
Díjose en seguida que era demasiado pronto para morir. Una vez que hubo descansado y comido, quiso saber si el imperial tesoro estaba donde lo había dejado. Se dirigió a la cámara interior y se paró ante el tabique de ladrillos, examinando todas sus junturas y posibles grietas. Y dijo, muy complacida:
—Ni un ladrillo ha sido movido de su lugar.
Soltó una risa tan jovial y maliciosa como siempre.
—Apuesto —opinó— a que los diablos blancos pasaron mil veces por aquí, sin tener ni cabeza ni magia para descubrir el escondite de lo que aquí pusimos.
Mandó a Li Lien-ying, que la acompañaba, que hiciese derribar la pared y comprobar la existencia de todos los tesoros que había almacenado allí.
Advirtióle, además:
—Mira bien. No quiero perder a manos de eunucos ladrones lo que he salvado de los extranjeros.
—¿No tiene vuestra majestad confianza en mí? —preguntó el eunuco mayor, abriendo mucho los ojos y fingiéndose ofendido.
—Vamos, vamos… —repuso ella.
Y tornó a su estancia privada. Mucha paz y alegría le suscitaba el retorno. Grande era el precio de ello y mucho tardaría en pagarse —si era que llegaba a pagarse plenamente— hasta ver la deuda cancelada. Mientras viviera, tendría que ser graciosa con sus enemigos y aparentar que los amaba.
Aplicose a tal tarea aquel mismo día antes de que se pusiese el sol. Anunció que iba a ofrecer otra recepción a las mujeres de los enviados extranjeros y ella misma escribió la invitación, asegurando que sus plancenteros recuerdos le aconsejaban volver a ver a sus antiguas invitadas. Y al fin, para que toda mácula fuese retirada de su nombre, dictaminó que se rindiesen honores a la Perla de las concubinas, la cual, decretó en un edicto, se había retrasado al querer unirse al séquito imperial, por lo que, no deseando ver hollados los imperiales palacios y santuarios por plantas extranjeras, se arrojó a un profundo pozo.
Hecho esto, y al llegar la noche, la emperatriz preguntó a Li Lien-ying si había llegado ya Jung Lu, porque en tal caso deseaba verle para que la informase.
—Voy, majestad —dijo el eunuco.
Y volvió a poco manifestando que Jung Lu había llegado a la imperial ciudad y que en aquel momento se acercaba.
Ella esperó en su estancia del trono, y a poco Li Lien-ying abrió las cortinas y anunció la presencia de Jung Lu. Éste se apoyaba en dos altos eunucos, al lado de cuya mocedad parecía tan envejecido y enfermo que la alegría de verle se agostó en el corazón de la emperatriz.
—Entra, primo —dispuso.
Y mandó a los eunucos:
—Conducid a mi pariente al asiento almohadillado. No quiero que se incline, porque puede fatigarse. Y tú, Li Lien-ying, tráele una taza de caldo caliente y un jarro de caliente vino, con un buen pan tostado, porque este hombre muestra mucho decaimiento, contraído en mi servicio.
Los eunucos salieron precipitadamente para obedecerla. Ya sola con Jung Lu, la emperatriz se acercó a él, le pasó la mano por la frente y le acarició las manos.
Él cuchicheó:
—Te ruego que te apartes de mí. Las paredes tienen oídos y las cortinas ojos.
Ella se quejó:
—¿No podré cuidarte nunca?
Pero, viéndole tan turbado y tan temeroso de que el honor de su prima pudiera ponerse en entredicho, se volvió a su trono, suspirando. Él sacó de su pecho un rollo de papel y empezó a leerlo lentamente y con gran dificultad. Parecía tener la vista nublada.
La esencia de su informe consistía en explicar que, tras apearse la emperatriz, él había atendido a las damas de la Corte según bajaban del tren. Descendieron primero la Consorte y la princesa imperial, y las acompañó a entrambas hasta dos palanquines forrados de amarillo. Luego bajaron las cuatro concubinas imperiales y también las llevó hasta sus palanquines, tapizados de verde, con sólo los ribetes amarillos. Los porteadores transportaron a aquellas señoras a la ciudad imperial. Después siguieron las demás damas de la Corte, que ocuparon coches a razón de uno por cada dos de ellas.
Jung Lu alzó la vista y añadió:
—Según es uso, las damas de más edad prorrumpieron en muchas pláticas y lamentos, diciéndose unas a otras que el viaje en el tren había sido horrible, que el humo lo ensuciaba todo y que muchas hubieron de vomitar. Al fin concluyeron de hablar y entonces me cuidé de vigilar el transporte de los tesoros. Cada caja iba señalada con el nombre de la ciudad y provincia que había enviado el respectivo tributo. La tarea no fue pequeña, majestad, porque bien recuerdas que, antes de embarcar en el tren sólo el equipaje ocupaba tres mil carros.
Y aclaró:
—Pero todo eso y nada es lo mismo, majestad. Lo que temo es la irritación del pueblo cuando conozca lo que ha costado ese espléndido viaje de retorno. El traslado por el camino real y la utilización de las magníficas casas de descanso de que dispusimos exigirán la imposición de muchas contribuciones…
La emperatriz le atajó, habiéndole con amable ternura:
—Estás muy cansado. Reposa. Lo importante es estar aquí de nuevo.
Él murmuró:
—Mil pesadas cargas nos esperan.
Ella declaró:
—No a ti. Otros las soportarán.
Fijó los ojos en la avejentada faz de su primo. Esta vez él sostuvo su mirada. Los dos se sentían más juntos que si el lazo conyugal los hubiera unido. Negada la satisfacción de la carne, tenían, en cambio, ensamblados los pensamientos y compenetrados los corazones. Los dos se conocían muy bien el uno al otro. Ella extendió la mano derecha y acarició la de su primo, sintiendo muy frías sus palmas. Hubo un momento de íntima comunión entre ambos. Luego, sin hablar, cambiaron una intensa y larga mirada y él, después abandonó el aposento.
¿Cómo podía la emperatriz saber que aquélla sería la última vez que iba a tocar en vida él semblante de su primo? Aquella misma noche Jung Lu sufrió una recaída de su anterior enfermedad. De nuevo pasó muchos días inconsciente en el lecho. La emperatriz envió a los médicos de la corte a visitarle, y como ninguno acertaba a conseguirlo, ella hizo llamar a otro, una especie de adivino y curandero, acerca del cual su hermano Kuei Hsiang proclamaba que empleaba la magia al aplicar sus medicaciones. Pero se interpuso el hado y la vida de Jung Lu llegó a su fin. Murió, siempre callado y sin conocimiento, antes de que alborease el tercer mes lunar y cuarto solar del año nuevo. La emperatriz decretó riguroso luto en la Corte y ella no vistió ropas de color brillante ni ostentó joyas durante todo un año.
Nada lograba iluminar la interior tristeza de su corazón. De haber sido una mujer corriente hubiera permanecido al lado del ataúd y cubierto sus hombros con el manto de raso purpúreo. Habría velado al muerto toda la noche y vestido de blanco luto para hacer entender a todos lo que perdía. Hubiera llorado y gemido para desahogar su corazón. Pero, como mujer imperial, no podía salir de su palacio ni llorar, ni mostrar otra cosa que un soberano dolor por el óbito de un leal servidor del Trono. Sólo se sentía consolada si estaba sola, y para estarlo procuraba aislarse cuantas horas le dejasen libres las tareas del nuevo gobierno en una tierra muy trastornada.
Una noche, tras despedir a sus mujeres, corrió las cortinas para poder llorar sin que la viese nadie. Y permaneció insomne, bañada en silenciosas lágrimas que brotaban de su corazón, hasta que el batintín del vigilante nocturno anunció la medianoche. Siguió más tiempo despierta, y tanta era su desesperación que al fin cayó en una especie de trance o extraño sueño, durante el cual vio que su alma se separaba de su cuerpo. Soñó también que tornaba a encontrar a Jung Lu, rejuvenecido ahora, pero expresándose con la sabiduría de los viejos. Pareciole que él la tomaba en sus brazos largo tiempo, hasta que el disgusto y la congoja se borraban y la carga que la abrumaba se desvanecía. Y luego imaginó que él la hablaba.
Una voz idéntica a la de su primo decía:
—Estoy siempre contigo. Y cuando te muestras más gentil y prudente, más estoy contigo, mi mente en tu mente y tu ser en mi ser.
Recuerdos, recuerdos… pero ¿no era aquella algo más que recuerdos? El calor de la certidumbre invadía el alma y el cuerpo de la emperatriz. Cuando despertó, no sintió doloridos los músculos ni abatida la carne. La que había sido tan amada, nunca se encontraría sola. Eso debía de significar el sueño.
Sobrevino en la vida de la emperatriz un cambio en que nadie reparaba, que sólo podía comprender ella y que guardaba muy secreto. La poseía la sabiduría antigua, capaz de transformar en victoria una derrota. Su despejado cerebro la llevaba a ceder en todo con gracia, pero sin lucha. Así, con sorpresa de todos, llegó a estimular a los jóvenes chinos a salir al extranjero y aprender las debilidades y conocimientos de los occidentales.
Decretó:
Todos los hombres de quince a veinticinco años que posean inteligencia y buena salud pueden cruzar los cuatro mares, si así lo desean. Nos sufragaremos sus gastos.
Hizo llamar a su ministro Yuan Shih K’al y rebelde intelectual chino Chang Chih-tung, y pasos largos días tratando en persona con ellos. A raíz de aquellas entrevistas dispuso la abolición de los antiguos exámenes imperiales.
Su edicto justificaba la decisión aseverando que hacía dos mil quinientos años, en tiempos del ilustrado y buen gobernante duque Chou, regente del imperio, las universidades del país no eran indudablemente inferiores a los presentes centros occidentales del saber. Agregaba, citando textos históricos, que los estudios superiores no pertenecían sólo a los viejos tiempos, sino que habían florecido bajo la dinastía Ming, sólo quinientos años atrás. En consecuencia disponía que los jóvenes fuesen a ilustrarse, no sólo en el Japón, sino también en Europa y América, dado que todos los hombres forman una sola familia bajo el cielo y en torno a los cuatro mares.
Esto hizo un año después del fallecimiento de Jung Lu.
Antes de que transcurriera otro año expidió un decreto aboliendo el uso del opio, aunque no de repente, porque miraba con simpatía a los viejos y viejas que usaban cada noche una pipa o dos para estimular el sueño. No se prohibiría en el acto el opio, sino en un término total de diez años, suspendiendo paulatinamente, de año en año, la importación y manufactura de los productos opiáceos.
Y meditando mucho, llegó a la conclusión de que los extranjeros, a quienes no podía llamar enemigos, aunque no los tuviese por amigos, ya que eran extraños a ella, nunca accederían a ceder aquellos malos derechos y privilegios que utilizaban y tenían por esenciales los hombres blancos. Porque éstos querían que malos y buenos fuesen igualmente protegidos. La emperatriz ordenó, por lo tanto, la abolición a la tortura para el castigo de los crímenes y mandó que la ley, y no la fuerza y los dolores, había de castigar el crimen. Suprimió el descuartizamiento, desollamiento y desmembración en diez mil pedazos, así como la flagelación y otras formas de tormento para los relativamente inocentes.
Una vez, hacía mucho, Jung Lu se lo había aconsejado así, sin que ella le atendiese. Bien lo recordaba.
Se preguntaba a menudo quién debía heredar el imperio cuando ella muriese. No podría ser el joven y débil emperador, a quien retenía perpetuamente prisionero. Se necesitaba una mano fuerte, pero ¿dónde encontrarla y asegurarse de que tendría herederos? ¿Quién tenía bastante fuerza para perdurar durante las venideras centurias?
Sentía la magia de lo futuro. La humanidad, afirmó a sus príncipes, podía aún elevarse a la altura de los dioses. Cada vez le interesaban más los modernos poderes de Occidente y decía a menudo que, de ser más joven, todavía visitaría las tierras de los blancos para conocer lo digno de verse entre ellos.
Pero concluía, con quejumbrosa gracia:
—Ya soy muy vieja y mi fin se aproxima.
Cuando se expresaba de este modo, sus damas protestaban contra sus asertos, jurando que parecía más joven que ninguna mujer, que tenía la piel todavía lozana y clara, los ojos brillantes y negros y jugosos los no marchitos labios. Y ella concedía, con una modestia animada por el espectro de su alegría de antaño, que todo eso podría ser verdad, pero que envejecía y que ni siquiera ella podría vivir eternamente.
—Diez miles de miles de años, Vieja Buda —le respondían—. Diez miles de miles de años.
Pero no la engañaban. Su próximo decreto ordenaba que sus mejores ministros formasen una comisión imperial, encabezada por el duque Tsai Tse, para visitar los países occidentales.
Sus instrucciones fueron éstas:
—Visitad los países extranjeros y comprobad su instrucción. Averiguad cuáles son los más felices, prósperos, afortunados, pacíficos y contentos con sus gobernantes. Elegid los cuatro países mejores y pasad un año en cada uno. Ved cómo los rigen sus jefes y examinad lo que significa eso de constitución y gobierno del pueblo. Traednos luego plena información sobre tales materias.
No ignoraba que tenía enemigos entre sus propios súbditos. Se la acusaba de inclinarse ante los conquistadores extranjeros, de haber perdido su orgullo y de humillar a la nación con su humildad.
Un intelectual chino le envió el siguiente memorial:
Nosotros, los chinos, somos despreciados como gente rústica y servil ante el extranjero, pero nada podemos alegar cuando vemos que la propia emperatriz se rebaja aceptando las visitas y trato de las esposas de los enviados extranjeros. Sonríe y saluda con el pañuelo cuando ve una mujer extranjera mientras se dirige en su palanquín a adorar en el altar de los cielos. Se murmura que incluso se presentan viandas extranjeras en su mesa y que los comedores de palacio contienen sillas y mesas de países ajenos. Y esto sucede mientras las legaciones extranjeras no hacen más que hostigar con demandas al ministro de Negocios Extranjeros.
Otro escribía:
A su edad, la emperatriz no puede cambiar sus hábitos ni sus odios. Sin duda los extranjeros se preguntan qué planes secretos puede ella albergar contra ellos.
Un tercero afirmaba:
Sin duda los nuevos y extraños modos de la emperatriz deben hacernos entender que lo que busca es pasar en paz su vejez.
La emperatriz sonreía ante aquellas críticas.
—Sé lo que hago —decía con el corazón rebosante—. Sé muy bien lo que hago. Hoy ya nada me es ajeno. He oído muchas cosas hace largos años y sólo les presto atención ahora. Se me habían advertido cosas en las que únicamente hoy creo.
Los que la escuchaban sólo entendían que la emperatriz pensaba como ellos y no había cambiado.
Terminados los días de luto por Jung Lu, la emperatriz invitó a todos los ministros extranjeros, con sus mujeres e hijos, a una gran fiesta que debía celebrarse el primer día del Año Nuevo. Los hombres tendrían su festín en el gran salón de banquetes, las damas en el comedor privado de la emperatriz y las concubinas imperiales agasajarían a los niños en sus departamentos, con tantos eunucos y mujeres de servicio como fuera precisos para atenderlos.
Nunca hasta entonces había la emperatriz preparado una fiesta tan grande. El emperador recibiría a los invitados extranjeros y ella los vería después del festín. Los manjares serían occidentales y orientales. Se emplearían trescientos cocineros. Diéronse instrucciones a los músicos de la Corte, los cuales prepararon un programa de cuatro días, con un concierto de tres horas de duración por cada fecha.
La emperatriz planeó un nuevo esfuerzo. Mandó a la hija de su plenipotenciario en Europa, muchacha joven y bella, que tenía la obligación de servir durante dos años en la Corte, que la enseñase a pronunciar en inglés unas palabras de saludo a los extranjeros. Porque Francia, opinó, después de consultar un mapa, era una nación demasiado pequeña para dedicarle tal honor. Y América resultaba demasiado nueva y tosca. En cambio, Inglaterra había encontrado una gran gobernante por la que siempre la anciana emperatriz había sentido afecto. En consecuencia eligió el lenguaje de la reina británica. Encargó un retrato de la reina Victoria para colgarlo en su cámara, y después de examinarlo cuidadosamente declaró que descubría en su faz iguales líneas de longevidad que en la propia.
Los representantes extranjeros quedaron muy sorprendidos cuando la emperatriz manchú los saludó en idioma inglés. La soberana se hizo llevar al salón de honor en su palanquín imperial, sostenido por doce porteadores vestidos de amarillo.
El emperador se acercó a ella, que descendió del palanquín y apoyó en el brazo de su sobrino su mano.
Y enjoyada. La envolvía de pies a cabeza una dorada túnica, con brillantes dragones azules. Ostentaba su gran collar de simétricas perlas y en el aderezo que cubría su cabeza lucían espléndidas flores de jade y rubíes.
Avanzó hacia el trono andando con su clásica y gracia juvenil y haciendo inclinaciones a derecha e izquierda. ¿Qué decía? Los emisarios extranjeros se inclinaban ante ella, uno tras otro, aunque no lo hacían hasta el suelo. Escuchaban palabras que no entendían al principio, pero que, repetidas una vez y otra, acababan teniendo significado.
La emperatriz decía:
—Hao ti dui, Ha-p’i niu yehr ¡Te’rin-ko fi!
Todos fueron comprendiendo que la emperatriz les preguntaba cómo estaban, les deseaba feliz Año Nuevo y les invitaba a té. Aquellos enviados extranjeros, hombres altos, vestidos con rígidas ropas, se sintieron conmovidos y aplaudieron con entusiasmo, lo que empezó por sorprender y desconcertar a la emperatriz, quien en su vida había visto a un hombre dando palmadas. Pero, mirando las angulosas caras extranjeras, comprendió que aprobaban sus esfuerzos. Rió, pues, suavemente, sintiéndose muy complacida, y se instaló en su trono. Volviose a príncipe y ministros y les dijo en su lengua vernácula:
—Ya veis lo fácil que es hacer amistad con bárbaros. Basta un pequeño esfuerzo por parte de las personas civilizadas.
En aquel estado de ánimo terminó el día del festejo. Diéronse regalos a las damas extranjeras y sus niños, y cartuchos de moneda a sus sirvientes. Tras esto la emperatriz se retiró a sus habitaciones. Como tenía por costumbre, repasó los días y años de su existencia, ahora ya tan larga, y meditó en el porvenir de su pueblo.
Díjose que había procedido bien aquel día al tratar de establecer fundamentos de paz, amistad y acuerdo con las potencias extranjeras, que podían en cualquier momento ser amigas o enemigas. Pensó en Victoria, la reina occidental, y reflexionó que las dos debían hablarse y ver el modo de fundir sus dos mundos en uno.
Porque ella diría a Victoria que todos los hombres del mundo forman una sola familia…
Mas antes de que tales sueños pudieran desarrollarse, llegaron noticias de ultramar con la nueva de que Victoria había muerto. La emperatriz se sintió abrumada.
—¿Cómo ha muerto mi hermana? —exclamó.
Al saber que Victoria, la tan amada de su pueblo, había muerto de enfermedad, como sucede a la generalidad de los mortales, la noticia le traspasó, como una espada, el imperial corazón.
—Todos hemos de morir —murmuró la emperatriz, mirando los rostros de los que la rodeaban.
Y todos comprendieron que no pensaría auténticamente así si no sintiese la muerte muy próxima a ella.
La emperatriz pensó que debía buscarse un heredero, un verdadero heredero. Porque, si Victoria había muerto, cualquier otra persona podía morir, incluso ella misma, aunque se sintiera fuerte y capaz de vivir otros muchos años. Necesitaba los bastantes para ver a un niño trocarse en joven, y hasta en un hombre hecho, si el cielo quería. Eso había de ser antes que ella descendiese al ataúd imperial. Ella gobernaría en su nombre y le prepararía. Sólo que esta vez enseñaría al heredero lo que era el mundo real.
Traería profesores occidentales para instruirle. Le permitiría tener ferrocarriles y barcos de guerra y fusiles y cañones. Le mostraría cómo era la guerra a lo occidental y, cuando él fuese mayor y ella faltase, como faltaba Victoria, el joven estaría en condiciones de arrojar al mar el enemigo.
Pero ¿quién era el niño adecuado para el caso? La cuestión fue un tormento para la emperatriz hasta que súbitamente recordó que en el palacio de Jung Lu había nacido un niño. Sí, su hija, ya casada, había dado a luz un niño, aunque hacía muy pocos días de ello. Aquel pequeño era nieto de Jung Lu.
Inclinó la cabeza para esconder a los cielos la sonrisa que iluminaba su semblante. Su amado podría ascender hasta el Trono del Dragón. Tal era su voluntad, que sin duda aprobaría el cielo.
Pero no debía anunciar su elección demasiado pronto. Aplacaría a los dioses y conservaría la vida del niño, ocultando sus propósitos hasta que el emperador estuviera en su lecho de muerte. Cosa que de seguro no tardaría mucho, porque dolores y enfermedades consumían su carne ya. En otoño no había podido ofrecer personalmente los sacrificios de la época. Se quejaba de que tenía que arrodillarse demasiadas veces y que inclinarse otras muchas, y agregaba que todo ello era superior a sus fuerzas.
Ella le sustituyó en todo. Era antigua ley del Imperio la que disponía que no pudiera proclamarse heredero del Trono hasta que la faz del emperador no estuviese cerca ya de las Fuentes Amarillas. Y, si su sobrino no lo estaba aún, el eunuco mayor podía, con un veneno delicadamente aplicado…
Oyó un rumor de viento que se levantaba y alzó la cabeza.
—¿Creéis —preguntó a sus damas, que se mantenían a la natural distancia del trono— que este viento traerá lluvia?
En los últimos dos meses el país había sido afligido con una sequía y un frío que habían dañado hasta las raíces de los árboles y las plantaciones de trigo invernal. No había nevado nada y en los últimos diecisiete días había llegado del Sur una ráfaga de insólito calor. Hasta las peonías se habían secado y sus raíces asomaban, saliendo de tierra. La gente exponía sus querellas a los dioses y siete días atrás la emperatriz había mandado a los sacerdotes budistas que sacasen a los dioses cotidianamente en procesión, para que pudiesen contemplar los daños causados. Preguntó:
—¿Qué viento será ése y desde qué lado de la tierra vendrá?
Sus damas preguntaron a los eunucos que andaban por los patios. Además alzaron sus manos y volvieron la cabeza a un lado y a otro de los puntos cardinales. Cuando volvieron junto a la soberana, hiciéronlo anunciando que el viento era muy húmedo y soplaba de los mares del Este.
Todavía estaban hablando cuando una tronada tan recia como inesperada, y en aquellos tiempos irrazonable, hirió sus oídos con toda nitidez. En las calles sonaba un inmenso clamoreo; las gentes salían de sus casas para contemplar el firmamento.
El viento empezó a arreciar. Penetraba en los palacios y sus tremendas ráfagas batían ventanas y puertas. Pero se trataba de un ventarrón marino muy limpio, procedente del mar y sin polvo ni impurezas.
La emperatriz se levantó de su trono y salió al patio inmediato. Levantó la cabeza, examinó el cielo y aspiró el olor del aire. En aquel mismo momento se abrieron las cataratas del cielo y cayó un chaparrón. La lluvia, fría y fuerte, resultaba extraña en invierno, pero muy bien acogida por todos.
La emperatriz murmuró:
—Buen presagio…
Sus damas corrieron hacia ella para acompañarla, mas ella las separó y permaneció bajo el aguacero. Y estando en aquella posición oyó un gran griterío del pueblo congregado allende las murallas:
—¡Vieja Buda, Vieja Buda, eres tú quien nos envías la lluvia!
La Vieja Buda era ella, y el pueblo la consideraba su diosa.
Se volvió y dirigiose a los peldaños que conducían, desde el patio, a su privado salón del trono. Permaneció quieta en el umbral hasta que el raso de sus ropas destiló gotas de lluvia sobre el suelo embaldosado. Las damas querían secarla con sus pañuelos de seda y ella se reía en sus dulces reproches.
—No me he sentido tan feliz desde que era niña —les dijo—. Recuerdo que cuando era pequeña me gustaba caminar bajo la lluvia.
Las damas murmuraron, con expresión de vivo afecto:
—¡Vieja Buda!
La emperatriz se volvió y les dirigió suavemente palabras graciosas y gentiles, pero que contenían en el fondo una reprobación.
—¿No veis que las lluvias las envían los cielos? —dijo—. ¿Cómo yo, mortal común, voy a provocar la lluvia?
Pero todos insistieron. Claro era que deseaban alabarla.
—Los cielos, Vieja Buda, han hecho que la lluvia caiga por serviros. ¡Afortunada lluvia que a todos bendice, gracias a vos!
Ella rió, para complacerles.
—Bueno, bueno —dijo— acaso sea así, acaso…