LA EMPERATRIZ
Durante el cuarto mes lunar florecieron las plantas de wisteria. Era deber del jardinero mayor de la Corte informar a la emperatriz del día exacto en que se abrían aquellas plantas, y esta vez lo hizo como todas. Entonces ella decretó que lo celebraría no asistiendo a las audiencias ni ocupándose en los asuntos públicos. Muy al contrario, pasó el día en los jardines donde la wisteria medraba, gozando con sus damas del color y fragancia de las flores. Usando la debida cortesía, invitó a que la acompañase Sakota, la emperatriz viuda, ya que ambas tornaban a ser corregentes.
A mitad de la mañana sentose en el pabellón de las wisterias ocupando su labrada silla, colocada sobre una reducida plataforma, cual si fuera un trono. Ya no pretendía fingir que consideraba sus iguales a otros, puesto que conocía que su poder dependía de ella sola y de la fuerza interior que la animaba. Rodeábanla, a la sazón, sus azafatas.
—Divertíos como queráis, pequeñas —dijo—. Andad por donde se os antoje. Mirad los peces de colores de los estanques. Hablad, a vuestro albedrío, en voz alta o baja. Recordad únicamente que hemos venido aquí para contemplar las wisterias y no habléis de cosas desagradables.
Ellas le dieron las gracias con voces que eran apagados murmullos. Las jóvenes y hermosas damas vestían ropas de todos los colores y matices. El sol iluminaba sus impecables cutis y sus bonitas manos arrancando destellos a sus negros ojos y quebrándose en titilantes chispas sobre las floridas tocas de sus cabezas.
Obedecieron, aunque teniendo la prudencia de dejar siempre a alguna al alcance de la voz de la emperatriz. Tan pronto como una veintena de azafatas se alejaban, otra veintena de ellas acudía. Pero la emperatriz no parecía ni verlas siquiera. Sus ojos permanecían fijos en su sobrino, el pequeño emperador que se divertía con sus juguetes en una terraza cercana. Estaban con él dos eunucos jóvenes, a quienes ella no dedicaba la menor atención.
Alzó de pronto la mano derecha y, volviendo la palma hacia abajo, indicó al chiquillo que se acercase.
—Ven acá, hijo mío.
Como no era su hijo, tales palabras hacían que su corazón le mirase con desagrado. Pero las pronunció porque ella le había elegido para sentarse en el Trono del Dragón en sustitución del muerto.
El niño la miró y se acercó lentamente, acompañado por uno de los eunucos.
La emperatriz dijo con viveza:
—¡No le toques! ¡Ha de venir por su propia voluntad!
Pero el niño no lo hacía así. Cuando estuvo cerca miró a su tía con los ojos muy abiertos. Llevose el dedo a la boca y dejó caer sobre las rosas del sendero el juguete que llevaba en la mano.
—Coge eso —ordenó la emperatriz—, y tráemelo, para que yo vea lo que es.
Su expresión no cambió. Bella y serena, no sonreía ni se enojaba. Esperó hasta que, obligado por su autoritaria quietud, el niño se inclinó, recogió el juguete y se acercó a la emperatriz. Aunque pequeño, no dejó de arrodillarse ante ella mientras le enseñaba el juguete.
Ella preguntó:
—¿Qué es?
El niño contestó en voz tan baja que apenas se le oía:
—Una máquina.
Ella, sin alargar la mano para tomar el juguete, comentó:
—¡Dichosas máquinas!
Agregó en seguida:
—¿Y quién te la ha dado?
—Nadie —respondió el niño.
—¡Tonterías! ¿Acaso te ha venido por magia a la mano?
Hizo seña al joven eunuco de que hablase por el niño.
El eunuco explicó:
—Alta Majestad, el emperador vive siempre muy solo. En los palacios no hay niños con los que pueda jugar. Para que no llore, solemos traerle muchos juguetes. Suele preferir los de la tienda extranjera del Barrio de las Legaciones.
La emperatriz preguntó con voz cortante:
—Conque ¿le compráis juguetes extranjeros?
—La tienda, muy alta majestad —aclaró el eunuco—, es propiedad de un danés que trae de todas partes de Europa juguetes para nuestro emperador.
—¡Una máquina! —repitió ella.
Extendió la mano y tomó el juguete, que era de hierro y pequeño, pero pesado. Por debajo tenía ruedas y una chimenea encima.
—¿Y cómo se juega con esto? —inquirió la emperatriz.
El niño, olvidando su temor, se puso en pie.
—Mira, anciana madre.
Cogió la diminuta locomotora y abrió una puertecilla que había en ella.
—Aquí dentro se enciende fuego y se echan taruguitos de madera. Este otro sitio se llena de agua y, cuando el agua hierve, el vapor se escapa por aquí y las ruedas empiezan a dar vueltas. Engancho unos cochecitos y la máquina tira de ellos. A esto, anciana madre, se le llama un tren.
—Y lo es —comentó ella.
Miró pensativamente al niño. Le parecía demasiado pálido, demasiado delgado, con la expresión demasiado débil… En fin, un alfeñique.
—¿Qué otra cosa tienes? —preguntó.
—Más trenes —dijo vivamente el muchacho—. Algunos andan dando vueltas a una llave que llevan debajo. También tengo muchos soldados. Un gran ejército.
Ella interrogó:
—¿Cómo son esos soldados?
—De muchas clases, madre —contestó él.
Olvidó su temor, se acercó a su tía y apoyó los codos en las rodillas de ella, que experimentó un singular dolor allí donde se apoyaba el brazo del niño.
Dentro de su corazón vibró el anhelo de algo perdido.
El pequeño explicaba:
—Mis soldados llevan fusiles y uniformes pintados. Son soldados de plomo, no de verdad. Ella quiso saber:
—¿Tienes soldados chinos?
—Chinos, no; pero sí ingleses y franceses, alemanes, americanos y rusos. Los rusos usan…
—¿Sabes distinguirlos?
Él soltó una risa.
—Muy fácilmente, madre. Los rusos usan barbas así de largas.
Hizo con las manos signo de que les llegaban a la cintura. Prosiguió:
—Los franceses sólo tienen pelos aquí… Se tocó el labio superior con el índice, antes de añadir:
—Y los americanos…
Ella dijo, con el mismo singular acento de voz:
—Todos tienen la cara blanca.
Él dijo, sorprendido:
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé —repuso ella.
Le apartó, tocándolo el codo con la mano y él retrocedió, extinguida la luz de entusiasmo que un momento antes iluminara sus ojos.
Apareció la emperatriz viuda, acompañada de cuatro de sus damas. Sakota andaba muy lentamente y su figura se encorvaba bajo el pesado aderezo que ornaba su cabeza y hacía tan pequeño su rostro. Él emperador niño corrió a su encuentro.
—¡Mamá —exclamó—, creí que no llegabas nunca!
Sus cariñosas manos buscaron las de él y apoyaron las palmas en sus infantiles mejillas. Por encima de la morena cabeza del pequeño, Sakota miró el otro extremo del patio y halló la imperial mirada fija en la suya.
—Suéltame, hijo —murmuró.
Pero él no consintió en soltarla. Mientras la emperatriz los miraba, él avanzó al lado de Sakota, sujetándole la túnica con las manos.
—Ven y siéntate junto a mí, hermana —indicó la emperatriz.
Y señaló con su pulgar, lleno de sortijas, un esculpido sitial próximo al suyo. Sakota llegó hasta ella, se inclinó y tomó asiento.
El niño seguía al lado de la corregente, sin dejarle libre la mano. La emperatriz reparó en ello cómo reparaba en todo, pero sin parecer notarlo. Sus grandes ojos serenos se posaron un momento en él niño y después en las plantas de wisteria. Las plantas fecundadoras, grandes y viejas, se habían colocado junto a las destinadas a ser fecundadas para que las flores pudieran desarrollarse mejor. Unas y otras se prendían a las pagodas gemelas, contorneaban sus paredes y estallaban en una espuma purpúrea y blanca sobre las techumbres cubiertas de amarillas láminas de porcelana. Bajo el caliente sol, las abejas zumbaban sobre las flores, sintiéndose enloquecidas por su fragancia.
La emperatriz observó:
—Cualquiera diría que todas las abejas de la ciudad se dan cita aquí.
—Y lo hacen, hermana —contestó Sakota.
Pero no miraba las flores y se limitaba a acariciar la infantil mano que tenía entre los dedos. Una mano delgada y muy pequeña, de venas demasiado débiles y piel muy suave.
Murmuró:
—Nuestro Hijo del Cielo no come lo suficiente.
La emperatriz replicó:
—Lo que pasa es que come lo que no debe comer.
Aquélla era ya una vieja disputa entre las dos. La emperatriz creía que la salud se fundaba en tomar comidas sencillas, como hortalizas poco hervidas, carnes no grasas y pocos dulces. Ésas eran las vituallas que mandaba dar al emperador. Pero le constaba perfectamente que él las rechazaba en cuanto su tía carnal le volvía la espalda y que corría en busca de Sakota para que ésta le alimentara con dulces bollos redondos, ricos pasteles y trozos de cerdo asado que goteaban azúcar. No ignoraba tampoco la emperatriz que, el niño sentía dolores de vientre, Sakota, en su ciego amor, le permitía dar algunas chupadas a su pipa de opio. Ésta era otra queja que la emperatriz tenía de su prima: la de que se hubiese entregado al extranjero vicio del opio y fumara en secreto aquel asqueroso producto negro que llegaba de la India bajo extraños pabellones. Y, sin embargo, aquella mujer, lamentablemente necia, creía ser la única que amaba de verdad al emperador niño.
Aquellas reflexiones quitaron a la emperatriz él goce del esplendor de la mañana. Viendo Sakota endurecerse la faz de su prima se asustó. Llamó a un eunuco.
—Llévate al emperador a jugar —cuchicheó.
Pero la emperatriz oyó el cuchicheo, como lo oía todo, y ordenó al eunuco:
—No te lleves al niño.
Volvió la cabeza y miró a Sakota.
—Ya sabes, hermana, que no quiero que el pequeño se quede solo con los eunucos jóvenes. No hay uno de ellos que sea puro. Corromperían al emperador antes de que creciera. Muchos emperadores han sido pervertidos así.
Oyendo tales palabras, el eunuco, un joven de quince o dieciséis años, se alejó con la cabeza baja.
La pálida cara de Sakota se cubrió de manchas carmesíes.
—Hermana… —murmuró.
—¿Qué? —preguntó la emperatriz.
—No está bien hablar ante cualquiera —dijo Sakota con leve tono de reproche.
La emperatriz sostuvo con firmeza:
—He dicho la verdad. Ya sé que crees que no amo al regio niño. Pero ¿quién de las dos le quiere más? ¿Tú, que accedes a todos sus caprichos, o yo, que fortalezco su salud con buenas comidas y juegos saludables? ¿Tú, que le confías a esos demonios en miniatura que son los eunucos jóvenes, o yo, que procuro apartarle de su corrupción?
Sakota se tapó la cara con la manga y comenzó a llorar en silencio. Sus damas corrieron hacia ella, pero la emperatriz les hizo seña de que se apartasen. Después se levantó, tomó a Sakota de la mano y la condujo al edificio que había a la derecha del patio. Ya allí, se sentó en un diván dorado e hizo que Sakota se sentara junto a ella.
—Ahora que estamos solas —dijo— quisiera que me explicases por qué estás molesta siempre conmigo.
Pero Sakota, con una suave obstinación que le era muy propia, no contestó y empezó a sollozar. La emperatriz esperó, mas no tenía mucha paciencia y pronto la perdió y desistió de seguir escuchando los quejumbrosos sollozos de su débil prima.
—Llora —le dijo con incomodo— hasta que te sientas satisfecha. Creo que nunca eres más feliz que cuando lloras a mares. Me asombra que no hayas perdido la vista ya.
Tras eso se levantó, cruzó el jardín y penetró en su biblioteca. Allí pasó el resto del luminoso día de primavera leyendo libros y aspirando la fragancia de las wisterias, que llegaba por las anchas puertas abiertas.
Pero sus pensamientos no estaban en lo que leía. Aunque sentada, e inmóvil como una imagen de marfil labrada, sus pensamientos bullían en el interior de su bien formada cabeza. ¿Acaso no existiría nunca quien la amara? Esa pregunta se la planteaba asaz a menudo en el curso de los atrafagados días de su vida. Millones de personas dependían de su prudencia y nadie podía vivir en Palacio si ella no lo deseaba. Era justa, considerada, amante de favorecer a los fieles, y sólo aplicaba castigos a los que verdaderamente eran malos. Y, sin embargo, en ninguno de los rostros que contemplaba veía amor alguno, ni siquiera en el del niño imperial, aunque ella le hubiese elegido, aunque perteneciese a su propia sangre y aunque ella le considerase como hijo suyo. Incluso aquel hombre solitario a quien ella había amado y seguía amando desde lo más hondo de su ser, no le hablaba hacía dos o tres años, excepto cuando se lo exigían sus deberes de cortesano. No acudía a su presencia como antaño, no buscaba excusas para pedirle audiencias y, cuando ella le mandaba llamar, llegaba tan distante y altanero como cualquier príncipe y se mantenía a distancia desempeñando meramente su deber y nada más. De todos modos, era un hombre tan incomparable que, según la maledicencia aseguraba, había en la ciudad doncellas que no se mostraban dispuestas a casarse con quien no fuera tan gallardo como el príncipe Jung Lu.
Porque ella, actualmente, le había elevado a la categoría de príncipe, sin por eso lograr acercarle más a ella. Era leal, sí, pero la lealtad no bastaba a su prima. Ella anhelaba mucho más que eso.
Cerró, suspirando, sus libros. Entre todos los seres humanos, a ninguno conocía tan poco como a sí misma. Conociéndose, pues, tan poco, ¿le era posible decir por qué aquella tarde se había mostrado tan cruel con Sakota?
Era harto sincera para pretender eludir su propia pregunta. Descontenta de sí misma, hubo de reconocer que sentía celos de Sakota porque le suplantaba en el amor del niño. Y aquellos celos tenían sus raíces en el pasado, cuando su propio hijo buscaba el cariño de Sakota con preferencia al de su madre.
Pensó:
«Sin embargo, mío y de nadie más era el deber educarle y prepararle. De haber vivido, él hubiera acabado por comprenderlo».
Pero no había vivido.
La emperatriz se levantó. Sentíase tan desazonada como siempre que recordaba a su hijo. No acertaba a comprender que él pudiera estar muerto y en la tumba. Salió otra vez a los jardines y paseó sola. Luego recordó que sus pacientes damas llevaban espejándola varias horas en el jardín.
Había refrescado el aire crepuscular y ya no se notaba el perfume de las wisterias. La emperatriz sintió un escalofrío y parose a contemplar el esplendor de la escena que la rodeaba: los estanques iridiscentes, las entrelazadas ramas florecidas de blanco, los brillantes techos áureos, coronados por figuras de animales, las veredas embaldosadas y las encarnadas tapias.
Todo aquello era suyo. ¿No le bastaba? Había de bastarle, porque ¿qué otra cosa podía conseguir? Habíale correspondido en el mundo lo que ella misma escogiera.
El emperador niño contaba a la sazón nueve años y era alto y esbelto como una caña de bambú joven. Tenía la piel traslúcida y demasiado fina, pero su voluntad era fuerte. No procuraba encubrir que amaba a Sakota más que a su tía carnal y madre adoptiva. Excepto la emperatriz, nadie le aventajaba en orgullo. Pero ella no estaba dispuesta a doblegarse a un chiquillo ni podía ocultar el desagrado que le inspiraba, a causa de su profunda desilusión.
La creciente lucha entre la ya madura emperatriz y el emperador todavía niño trascendía a toda la corte, dividiendo en dos bandos a cortesanos y eunucos.
A favor de la existencia de aquellas facciones, la tímida Sakota parecía empezar a acariciar ciertos sueños de poder. ¡Esos sueños ella, que había sido siempre la mujer más gazmoña y asustadiza de Palacio! Por Li Lien-ying supo la emperatriz que, según se rumoreaba, la consorte viuda afirmaba su intención de recobrar el puesto que en derecho le correspondía y le había sido usurpado por su prima.
La emperatriz rió a mandíbula batiente. Su hilaridad se despertaba siempre que le decían un absurdo.
—Una gata contra una tigresa —comentó.
Y no prestó atención alguna a aquello ni censuró al jefe de eunucos cuando éste rió también.
Pero en aquel mismo año Sakota asestó un golpe que, aunque débil, era golpe, al fin y al cabo. Ello ocurrió el sagrado día en que toda la Corte había de honrar las venerables tumbas orientales. Cuando la emperatriz llegó al mediodía, se quedó asombrada al encontrar que Sakota había resuelto ser la primera en ofrecer sacrificios ante la tumba del difunto emperador Hsien Feng, con lo que le correspondería la precedencia en todas las ceremonias del día.
Pero la emperatriz acudía allí con toda la debida preparación de mente y de ánimo. Tras observar ayuno el día antes, sin probar comida ni bebida, se levantó al alborear y salió del palacio, donde había meditado durante toda la larga y solitaria noche. Fuera la esperaba Jung Lu con los demás príncipes y ministros que debían acompañarla al panteón imperial. La emperatriz fue llevada en su palanquín a través de la oscura y poblada floresta en cuyo centro se elevaban las tumbas de los ocho emperadores.
Viajaban en silencio. En el lívido amanecer ni siquiera un pájaro hacía oír sus trinos en las copas de los árboles. La emperatriz iba llena de solemnidad y reverencia, y reflexionaba en la carga que le imponía su posición, ahora que sus muchos súbditos dependían únicamente de ella. Sobre ella sola descansaba el agobiador deber de defender a su pueblo contra los muchos enemigos extranjeros que lo amenazaban con su creciente poder.
Por eso ella, que rara vez oraba, en aquellos momentos pedía fervientemente al cielo, desde el fondo de su corazón, que le concediese sabiduría y fuerza. Rogaba también a los imperiales antepasados que la orientasen y guiaran en sus pensamientos y planes. Y cada vez que pronunciaba una oración, hacía pasar una cuenta de jade de su rosario budista.
Aquella grave disposición que la inspiraba hizo aumentar su ingrata sorpresa al descubrir que aquella pobre sandia de Sakota, persuadida por el príncipe Kung, que seguía celoso de Jung Lu, se había adelantado a su prima, llegando a las regias tumbas antes que ella. Y ya se hallaba preparada ante el altar de mármol, en el puesto central y de honor. Cuando vio que la emperatriz descendía de su palanquín, esbozó una sonrisilla maligna y le hizo seña de que se colocase a su derecha, mientras el lado de la izquierda quedaba vacío.
La emperatriz abrió mucho sus grandes ojos negros y dirigió a su prima una mirada asombrada y altanera. Luego, sin atender la invitación de Sakota, salió presurosamente y entró en un pabellón cercano. Sentose e hizo llamar a Jung Lu. Cuando él se arrodilló, ella le dijo:
—No me dignaré consultar nada a nadie. No hago más que ordenarte que lleves a la corregente un recado que consiste en hacerle saber que, si no me cede en el acto el sitio del honor, haré que la Guardia Imperial la prenda para reducirla a prisión.
Jung Lu inclinó la cabeza hasta el suelo. Su agradable rostro que ya mostraba signos de envejecimiento, se mantuvo tan orgulloso y frío como siempre.
Levantose y llevó el aviso a Sakota. Volvió en breve, postrose ante la emperatriz y dijo:
—La corregente ha recibido tu mensaje, muy alta majestad, y contesta que está ocupando el puesto a que tiene derecho, pues que tú no fuiste más que la primera concubina del emperador difunto. El puesto vacío a la izquierda es el correspondiente a la hermana mayor de la emperatriz viuda. Ésta, tras la muerte de la primera, fue elevada al rango de primera emperatriz.
La emperatriz, oyendo aquellas palabras, alzó la cabeza y miró la lejanía de los bosques. Resaltaban en primer término grandes figuras de mármol. La emperatriz se expresó con voz serena:
—Vuelve al lado de la corregente y repítele mi encargo. Si lo rechaza, haz que la Guardia Imperial arreste a mi prima y también al príncipe Kung, con el que siempre he sido indulgente en exceso. De aquí en adelante, me propongo no tener con nadie piedad alguna.
Jung Lu se levantó y llamó a los guardias. Ellos le siguieron, gallardos, con sus uniformes azules, alzadas las armas, que relampagueaban en sus manos.
Jung Lu habló de nuevo a Sakota. A poco tornó para anunciar que la corregente había cedido.
—Muy elevada majestad —explicó con voz fría y sin inflexiones—, tu lugar ante el altar te espera. La corregente se ha trasladado a la derecha del puesto que ocupaba.
La emperatriz dejó su asiento y se dirigió al Panteón con toda pompa. Sin mirar a derecha ni a izquierda, se situó en el centro y cumplió los ritos con gracia y majestad. Terminadas las ceremonias, volvió al Palacio, sin dar las gracias ni saludar a nadie.
La vida cortesana siguió su cauce habitual después de aquel rozamiento. Todo discurría en aparente paz. Más todos sabían que existía una lucha sorda entre las dos damas, cada una de las cuales tenía su partido. Jung Lu, con el eunuco mayor, eran secuaces de la emperatriz, y a Sakota la apoyaba el príncipe Kung, viejo ya, pero siempre orgulloso y exento de temor.
El desenlace se preveía, pero ¿quién iba a adivinar que lo precipitara una inesperada e insólita locura de Jung Lu? Lo cierto fue que, en el otoño de aquel año, comenzó a correr el rumor, que se propagó con la celeridad de un maléfico miasma, de que el noble y leal Jung Lu había cedido a los encantos de una de las concubinas del difunto emperador T’ung Chih.
Cuando la emperatriz oyó aquel obsceno informe de boca del eunuco mayor, empezó por negarse a creerlo.
—¡Mi primo hacer eso! —exclamó—. Me parece tan inverosímil como si se me acusase a mí misma de una atrocidad semejante.
Li Lien-ying murmuró, sonriendo:
—Venerable, os juro que es verdad. La concubina imperial sólo tiene ojos para él en las reuniones de la Corte. No olvidéis que es bella y lo bastante joven para ser su hija, y pensad que el príncipe ha alcanzado la edad en que los hombres prefieren mujeres no mayores que sus hijas. Tened también en cuenta, majestad, que el príncipe nunca ha estado enamorado de la dama que le disteis por esposa. Tres y tres son siempre seis, venerable, y cinco y cinco, diez.
La emperatriz se limitó a reír y mover la cabeza, mientras tomaba un dulce de la bandeja de porcelana que tenía a su lado. Pero cuando el eunuco le aportó, pocas horas más tarde, la prueba irrefutable de sus palabras, la soberana no se mostró risueña. Li Lien-ying aseguró que el eunuco personal de la emperatriz había localizado a una mujer de servicio cuando depositaba un papel doblado en un altar del santuario interior del principal templo imperial budista. Allí un sacerdote lo recibió, cobró una recompensa y puso el escrito dentro de un recipiente destinado al incienso, de donde lo recogió un eunuco joven, sobornado también. El eunuco lo llevó a las puertas y lo dio a un criado de Jung Lu. Todos estaban remunerados por la concubina, a quien el amor hacía cometer tales locuras.
El eunuco dijo:
—Os ruego que vos misma leáis, majestad.
La emperatriz tomó el perfumado papel, que, en efecto, contenía una cita.
El texto rezaba:
Ven a verme una hora después de medianoche. El vigilante está sobornado y te abrirá la tercera Puerta de la Lima. Mi camarera estará escondida tras el árbol de casia que hay allí, y te conducirá a mi aposento. Soy una flor anhelosa de lluvia.
La emperatriz releyó la carta y la volvió a doblar, guardándola luego en su manga. Li Lien-ying esperó de rodillas, mientras su señora meditaba.
«¿Por qué andar con más dilaciones cuando tengo la prueba en la mano?», preguntábase la emperatriz.
Estaba tan cerca de Jung Lu por el corazón y por la carne, que una palabra que él hablase penetraba en su corazón derecha como una flecha despedida por un certero arco. Cualquier ocasión o circunstancia había carecido de valor cuando los corazones de los dos se comunicaban. Y por esa misma razón ahora no le perdonaría.
Mandó al jefe de eunucos, que continuaba esperando:
—Haz venir aquí al gran consejero. Y, cuando llegue, cierra las puertas, corre las cortinas y no dejes pasar a nadie hasta que me oigas golpear este gongo de bronce.
Li Lien-ying se levantó y, en su afán de cumplir todo lo que fuese complicación y enredo, salió con tanta prisa que sus vestiduras flotaban tras él como si fuesen alas. En menos tiempo del necesario para aplacar la ira de la emperatriz, apareció Jung Lu. Vestía largo ropón azul, con un cuadrángulo bordado en la pechera, llevaba en la cabeza un alto gorro, dorado también, y empuñaba una pieza alargada de jade labrado, que se puso ante la cara al acercarse a la emperatriz.
Ella no quiso reparar en la espléndida belleza de aquel hombre. Permanecía en el trono privado que usaba en su vasta biblioteca. Sus vestiduras de raso carmesí, con adorno de dorados dragones, le caían hasta los pies, y la espléndida toca que la cubría, aparecía realzada por blancas flores de jazmín recién cortadas, que la aureolaban con su fragancia incomparable.
Miró a su primo como a un enemigo. ¡Incluso a él!
Jung Lu se preparaba a arrodillarse cortesanamente, pero la emperatriz se lo prohibió.
—Siéntate, príncipe —dispuso, dando a su voz el más argentino de sus tonos—, y quítate ese jade de la cara. No te he llamado oficialmente. Quiero hablarte en privado a propósito de una carta que he recibido a través de mis espías palatinos, que, como sabes, están en todas partes.
Él no se sentó, a pesar de la orden de su prima, mas no se arrodilló tampoco. Permaneció en pie y cuando ella sacó de su manga el aromado billete, no alargó la mano para tomarlo.
Ella preguntó:
—¿Sabes lo que es esto?
El rostro de él no cambió.
—Sí; ya lo veo.
—¿No sientes vergüenza?
—Ninguna.
Ella dejó caer la carta en el suelo y cruzó las manos sobre el regazo cubierto de raso.
—¿Tampoco crees haberme sido desleal?
—No, porque no lo soy.
Jung Lu añadió:
—Te he dado lo que me pedías y necesitabas. De lo que me sobra, dispongo como quiero.
Aquellas palabras confundieron de tal modo a la emperatriz, que no acertó a responder. Jung Lu esperó un momento y luego hizo una inclinación y se fue. No pidió permiso ni ella pronunció su nombre para llamarle. La dejó sola, inmóvil como una imagen, meditando en lo que le había dicho. Tan acostumbrada estaba a obrar con justicia, que a la sazón sopesaba en su corazón las expresiones que él empleara. ¿Acaso no había dicho él la verdad? ¿Por qué otorgar tanto crédito a un eunuco? ¿Y por qué, sobre todo, tan de prisa y sin pensarlo? En realidad, no había en el reino mujer que no soñara con tener por galán a Jung Lu. ¿Era culpa de él? No. Y probablemente Jung estaba por encima de las murmuraciones, amores y envidias de la gentecilla menuda de Palacio.
En tal caso, ella había cometido con él una gran injusticia al acusarle de deslealtad a su soberana. ¿Podía, además, reprocharle por el hecho de ser hombre? Pensó que convenía otorgarle una nueva recompensa para obligarle a ser más fiel.
Durante un día o más se mostró fría con Li Lien-ying y muy cauta en creer lo que le decía. Él, prudentemente, se batió en retirada y buscó otro modo de hacerse creer de la emperatriz.
En consecuencia, unas semanas más tarde, en ocasión de dar la soberana audiencia a príncipes y ministros, no Li Lien-ying, sino otro eunuco, le entregó el memorial privado de Weng T’ung-ho, ayo del emperador, diciendo que deseaba darle unos informes particulares acerca de un asunto secreto. Inmediatamente la emperatriz sospechó que aquello tenía algo que ver con el asunto de la joven concubina. Le constaba que el ayo del niño aborrecía a Jung Lu, el cual se había burlado de él en un concurso de tiro de arco en el que Weng quiso acreditar habilidad y fracasó miserablemente. No resultaba raro porque, al fin y al cabo, era un intelectual y de frágil contextura.
No obstante, la soberana dio por recibido el memorial que se le enviaba de modo tan secreto. En el escrito se decía sencillamente que, si la emperatriz aparecía a una hora, que se mencionaba, en las habitaciones de una concubina cuyo nombre se daba también, podría asistir a una escena que la dejaría muy sorprendida. Weng T’ung-ho agregaba que no pretendía arriesgar su vida a trueque de descubrir un secreto, pero que creía su deber advertir de los escándalos que se produjeran en Palacio, ya que, de ocurrir impunemente, se difundirían por toda la nación. ¿Y qué pensaría entonces el pueblo, para quien la emperatriz era una diosa?
Luego de leer el memorial, la emperatriz, con un ademán, despidió al eunuco que se lo había llevado. Llamó a sus mujeres de servicio y se dirigió con ellas al Palacio de las Concubinas Olvidadas. Una vez allí, buscó las habitaciones en que residía la concubina que ella antaño eligiera para su hijo y a la que éste nunca había mandado llamar.
Abrió sigilosamente la puerta con sus propias manos. Sirvientas y eunucos, sorprendidos y atemorizados por la inesperada presencia de la emperatriz, cayeron de rodillas, escondiendo los rostros entre las mangas. La emperatriz irrumpió violentamente y se halló ante la hórrida escena que con espanto había supuesto.
Jung Lu estaba allí, sentado en un butacón, al lado de una mesa donde había una bandeja con dulces y un jarro de humeante vino caliente. A su lado permanecía arrodilla la concubina, con las manos apoyadas en las rodillas de su galán, mientras éste, sonriente, contemplaba con amor el atrayente semblante de su enamorada.
Tal fue la escena que presenció la emperatriz.
Sintiose tan ultrajada y tan ardientemente le afluyó la sangre al corazón que, para reprimir sus latidos, hubo de llevarse las dos manos al pecho. Jung Lu alzó la cabeza y divisó a su prima.
Un instante permaneció mirándola. Luego apartó de sus rodillas las manos de la joven, se levantó y esperó, con los brazos cruzados, que la imperial venganza cayese sobre él.
La emperatriz no habló. Miró al hombre y a la mujer a quienes había sorprendido y comprendió en un momento que mediaba entre el gran consejero y ella misma un amor tan exasperado, tan inmarcesible y eterno, que era inútil cuanto se intentara para destruirlo. Notó que el orgulloso espíritu de su primo permanecía inalterado y su amor inmaculado aún. Lo que hiciera en aquella habitación era de muy poca significación y consecuencia.
La emperatriz cerró la puerta con tanta suavidad como la había abierto y regresó a su palacio.
—Dejadme —mandó a sus eunucos y mujeres de servicio.
Ya sola, reflexionó en la escena que había descubierto. No, no podía dudar del amor y lealtad de Jung Lu, pero —y eso la hería más que nada— obviamente él era un hombre como todos, un mero complejo de carne y espíritu. La carne le había incitado con sus exigencias y él había cedido.
Murmuró:
—Ni siquiera tiene mi primo la grandeza de soportar esta soledad que yo soporto.
Le dolían las sienes. El aderezo de su cabeza le pesaba mucho. Quitóselo, lo puso sobre una mesa y procuró reducir la jaqueca que padecía pasándose los dedos por la frente.
¡Cuán dulce hubiera sido saber que él, como sacrificio a la que amaba, se negaba la satisfacción de los vulgares placeres de la carne! Así, la soledad en que ella se debatía hubiera quedado aliviada por el conocimiento de que había bajo ella alguien capaz de igualar su grandeza propia.
Sus pensamientos, errando por las cosas y por el mundo, se detuvieron en Victoria, su hermana de realeza, a quien nunca había visto. Intentó establecer secreta comunicación mental con ella. Incluso viuda, la reina inglesa era más feliz que su colega china. La muerte se había llevado su amor sin culpa alguna. Nadie había engañado a Victoria con una mujer estúpida y vulgar.
Pero Victoria no podía oírla. La emperatriz suspiró.
Corrieron las lágrimas por sus mejillas y cayeron, como gemas, sobre su pecho. El amor desbordaba de su corazón.
Pensó, sombría: «Sabía que estaba sola. Lo sabía ya. Pero ahora debo cargar con todo el peso de mi soledad».
Pasaba el tiempo. Ella seguía meditando y con cada momento que transcurría, aumentaba su sensación de aislamiento absoluto. Acabó notando que su corazón se llenaba, hasta rebosar, de una amargura concentrada e insuperablemente total.
Suspiró de nuevo y se secó las lágrimas. Con el aspecto del que sale de un trance, se levantó del trono y empezó a pasear de un lado a otro de la amplia estancia. Ya no pensaba más que en su deber y en el castigo que debía infligir a Jung Lu, y él aceptar, si ella procedía con justicia. Y justicia pensaba aplicar a Jung Lu, como a todos.
Al día siguiente, en la audiencia, antes de salir el sol, anunció por un edicto imperial, que el gran consejero Jung Lu quedaba desde aquel momento relevado de su cargo y dispensado de seguir participando en las actividades de la vida de la Corte. Era un completo retiro. No se le hacía cargo alguno, ni era menester hacérselo, porque el rumor de lo acontecido había rebasado con mucho los muros de la Ciudad Imperial.
Así, al apuntar la aurora, ella se sentó en el Trono del Dragón que venía ocupando desde que murió su hijo, y sus ministros y príncipes oyeron condenar a su compañero sin que ninguno osase formular una observación. Pero todos escuchaban con preocupada gravedad, porque, si caía alguien tan elevado como Jung Lu, nadie estaba seguro.
La emperatriz reparó en el aspecto de todos sin ofrecer signo alguno de que se diese cuenta de nada. Si el amor no la servía de escudo, el temor le serviría de arma ofensiva. Reinaba sola, nadie estaba moralmente a su lado y todos la temían.
Pero ya con la intimidación no bastaba. En la segunda luna del año sucesivo, el príncipe Kung se echó sobre las espaldas una tarea que le era desagradable, pero a la que se juzgaba obligado. Una fría mañana de primavera, después de la audiencia oficial, el príncipe pidió a la emperatriz que le oyera en privado, cosa que no solicitaba hacía mucho tiempo.
La emperatriz tenía vivos deseos de dejar el salón de audiencias, porque había planeado pasar el día en sus jardines, donde las flores de los ciruelos empezaban a brotar a efectos de la primavera. Pero tenía que atender al príncipe, porque era su principal consejero y su intermediario en la continua lucha contra las exigencias de los blancos. Los extranjeros simpatizaban con el príncipe Kung y confiaban en él. Por sentido común, pues, la emperatriz se valía del príncipe en todo lo que podía serle útil para las tareas de gobierno.
Quedose en la sala y, cuando los demás ministros y príncipes hubieron salido, el príncipe Kung se adelantó y, tras su breve reverencia usual, se explicó así:
—No voy, Majestad, a hablaros en mi provecho, porque harto me han recompensado vuestras pasadas generosidades. Pero apelo a vuestra grandeza en nombre de la emperatriz viuda y corregente.
La emperatriz preguntó con benigno interés:
—¿Está enferma?
—Bien puede afirmarse, majestad, que lo está a causa de sus preocupaciones.
—¿Qué le pasa? —inquirió la emperatriz, siempre con acento indiferente.
—Ignoro, majestad, si ha llegado a vuestros oídos la noticia de que el eunuco Li Lien-ying está acreditando una desmesurada insolencia. Se califica a sí mismo de Señor de los Nueve Mil Años, título que fue concedido al más perverso eunuco de que hay memoria, por el emperador Chu Yu-chiao, de la dinastía Ming. Vuestra majestad sabe que, con eso, el eunuco jefe trata de que le consideren el segundo después del emperador, que sólo es Señor de los Diez Mil Años.
La emperatriz sonrió con frialdad.
—¿Tengo yo la culpa de que el menor de los que sirven en mis palacios; hable mal de quien es su jefe?
El eunuco de que habláis gobierna mis palacios en mi nombre. Es necesario que sea así porque, si yo me ocupo en cosas menudas, no puedo atender a los negocios importantes del Estado. Si administro mi regia casa, ¿quién administrará la nación y el pueblo? Además ya sabéis que todos miran mal a quienes los mandan.
El príncipe Kung se cruzó de brazos. No ponía los ojos más arriba del estrado imperial, pero sus labios tenían una expresión adusta.
—Majestad —repuso—, si el rebelde fuera el menor de nuestros servidores no estaría yo ante el Trono del Dragón. Pero con quien el eunuco mayor, Li Lien-ying, se muestra rudo e insolentísimo es con la emperatriz viuda, corregente de la nación.
La emperatriz observó:
—Si es así, ¿por qué mi hermana en la regencia no me presenta sus quejas personalmente? ¿No soy generosa con ella en todos los sentidos? ¿He faltado, en nuestra relación, alguna vez a mis deberes? No lo creo. Si no puede ejecutar las ceremonias y ritos, ello consiste en que su salud es frágil y su cuerpo débil, aparte de que padece de depresión de ánimo. Por eso me ha sido preciso sustituirla. Si de algo se queja, que acuda a mí.
Alzó la mano derecha y despidió al príncipe, que se alejó seguro de haber incurrido en el desagrado de la emperatriz, la cual tuvo la sensación de que Kung le había echado a perder el día. Ya no tenía deseo alguno de pasear por los jardines, aunque las recientes tempestades de arena y viento habían refrescado el aire y un sol sin nubes embellecía cielos y tierra.
Se encaminó a un palacio distante y se recluyó en él. La envolvía la soledad como un inmenso manto. Ya no soñaba en el amor y sólo el temor la embargaba. Pero, para que el temor bastase al alma, había de ser absoluto y no llegaba a eso. Nadie debía —y esa consideración mitigaba las inquietudes— quejarse de ella ni de quienes la servían. Haría callar toda lengua que no la lisonjeara. Y, sin embargo, prefería la clemencia, si con la clemencia tenía suficiente.
Fue con sus damas al templo budista que había en el imperial recinto y quemó incienso ante Kuan Yin, su diosa predilecta. Arrodillose ante la imagen de la deidad, suplicándole que iluminara su corazón y la enseñase a ser piadosa. Impetró también de su protectora que llamase a Sakota al sendero de la gracia, haciéndole ver que ante todo debía salvar la vida.
Fortalecida por sus plegarias, la emperatriz envió emisarios al Palacio Oriental para anunciar su visita. Llegó al crepúsculo, pasó y encontró a Sakota acostada en el lecho, bajo una colcha de ambarino raso.
La corregente dijo con voz plañidera:
—Hoy quise levantarme, hermana, pero las piernas se negaron a obedecerme. Me duelen tanto las articulaciones, que no me atrevo a dar un paso.
La emperatriz se sentó en un sillón que le acercaron y despidió a sus damas. Quería quedar sola con aquella mujer tan débil. En cuanto no hubo presente nadie extraño, habló con tanta franqueza como cuando las dos eran niñas y vivían bajo el mismo techo.
—Sakota —empezó— no acepto mensajeros de quejas. Si estás descontenta, dime lo que quieres. Cedería en todo lo que pudiera, pero no consentiré que siembres disensiones en Palacio.
¿Habría infundido el príncipe Kung energías en aquella pobre mujer? ¿O estaría desesperada y ello le daría fuerzas? Lo cierto fue que, al oír aquellas palabras, se incorporó sobre un codo, miró a la emperatriz con opacos ojos y contestó:
—Has olvidado, Orquídea, que, según toda ley y derecho yo soy superior a ti. Eres una usurpadora y no faltan quienes me lo adviertan. Aunque pienses otra cosa, tengo amigos y partidarios.
Si hubiese visto a una gata convertirse de repente en fiera, la emperatriz no hubiera quedado más asombrada. Se levantó de su asiento, cogió por las orejas a Sakota y la zarandeó.
—¡Sabandija! ¡Inútil! —exclamó, apretando los dientes—. ¡Desgraciada ingrata! ¡Y pensar que todavía procuro ser buena contigo!
Sakota, viéndose maltratada, alargó el cuello y mordió a su prima en la parte carnosa del dedo pulgar. Tanto apretó que la emperatriz hubo de soltar su presa. La sangre corría por su mano, se deslizaba por la muñeca y empezaba a empapar su vestido de imperial raso amarillo.
Sakota dijo con voz rabiosa y atropellada:
—No siento lo ocurrido. Me alegro de ello. Quedas enterada de que no soy una mujer indefensa.
La emperatriz no respondió palabra. Tomó el pañuelo de seda que colgaba de su botón de jade y con él se vendó la mano herida. Siempre sin hablar, salió de la estancia con majestuoso paso. Fuera, eunucos y mujeres formaban grupos y aplicaban el oído a puertas.
Al verla, todos retrocedieron y sus damas permanecieron cerca de ella, con el rostro grave y los ojos muy abiertos. Se limitaron a inclinarse mientras ella pasaba. Luego, en silencio, la siguieron. ¿Quién se atreve a ser irreverente con un tigre cuando éste va a entrar en batalla?
Volvió la emperatriz a su palacio. En el corazón de la noche permaneció sola y pensativa, apoyándose contra el pecho la mano lesionada.
Finalmente tocó su pequeño batintín e hizo que acudiera Li Lien-ying. El eunuco entró y se detuvo ante ella. Estaban solos.
Aquellos dos seres vivían constantemente unidos. Y ya él sabía, por lo que le dijeron los que habían escuchado, todo lo sucedido.
—Os duele la mano, majestad —dijo.
—Sí —repuso ella—. El mordisco de una mujer es peor que la picadura de una víbora.
—Permitid que os vende la herida —rogó el eunuco—. Tuve un tío médico y de él aprendí cierta destreza profesional.
La emperatriz permitió a su eunuco mayor que le quitase el pañuelo de seda. Hízolo él con la mayor delicadeza. Puso en un vaso agua caliente, tomada del recipiente que siempre estaba sobre un braserillo, y añadió agua fría en cantidad bastante para que el líquido tibio no hiciese más que calentar ligeramente la carne. Después que el agua hubo reblandecido la costra formada ya, el eunuco lavó la herida y la secó con una toalla.
Luego preguntó:
—¿Podéis soportar más dolor, majestad?
—¿Necesitas preguntarlo? —contestó ella.
—No.
Tomó entre el pulgar y el índice una ascua del braserillo y la puso en contacto con la herida para desinfectarla. Ella no hizo movimiento alguno denotador de que nada le doliera ni gritó. En seguida Li Lien-ying dejó el ascua, abrió una caja que su señora le indicó y sacó un pañuelo blanco de seda con el que vendó nuevamente la mano dañada.
—Un poco de opio esta noche, Majestad, y mañana se os habrá disipado el dolor —dijo el eunuco.
Ella respondió:
—Bien.
Li Lien-ying permaneció a su lado. Ella meditaba. Dijérase que no sentía el dolor de la mano cauterizada.
Al fin habló:
—Cuando en un jardín hay un yerbajo qué estorba, ¿qué cabe hacer?
—Arrancarlo.
—¡Ay! —murmuró ella—. No puedo confiar más que en alguien que me sea infinitamente leal…
—Ése soy yo, vuestro servidor.
El eunuco, tras una reverencia, salió.
La emperatriz llamó a sus servidoras, quienes le prepararon una pipa de opio y la ayudaron a acostarse. Y, aspirando el humo dulzón, la emperatriz se quedó dormida prontamente, sin que la turbase pesadilla alguna.
El décimo día de aquel mismo mes, Sakota, la emperatriz viuda, fue acometida de repentina y rara enfermedad que no pudo curar todo el celo de los médicos de la Corte. Antes que los remedios que la prescribieron hiciesen efecto alguno en sus órganos vitales, murió atenazada por terribles dolores internos. Una hora antes de morir, cuando ya sabía lo que la esperaba, se incorporó y pidió que le llevasen un escribano al que mandó redactar un edicto que debía hacerse conocer a todos.
Las últimas palabras que Sakota ordenó anotar en el edicto, fueron éstas:
Aunque soy de salud sólida y había contado alcanzar una edad avanzada me ha aquejado de repente una dolencia desconocida, excesivamente dolorosa, y parece que debo abandonar este mundo. La noche se acerca y toda esperanza se ha disipado. Tengo cuarenta y cinco años. Durante veinte he desempeñado el elevado cargo de regente del imperio. Muchos títulos me han dado y muchas recompensas a la virtud y a la gracia. ¿Por qué temer a la muerte? Pido que los habituales veintisiete meses de luto por una emperatriz sean reducidos a veintisiete días, para que él orden y sobriedad con que he vivido no se desmientan en mi hora final. No he buscado pompas ni vanos alardes en mi existencia, ni deseo que en mis exequias los haya.
El príncipe Kung expidió el edicto en nombre de la muerta. La emperatriz no alegó nada, aunque sabía que las últimas palabras equivalían a reprocharle sus extravagantes caprichos y su exagerado amor a la belleza. Pero guardó dentro de su corazón aquella amargura más y cuando, al otro año, cayó sobre la nación un nuevo desastre, ella achacó la culpa de ello al príncipe Kung.
Lo que sucedió no fue cosa de poca monta. Los franceses reclamaban la provincia de Tonquín y la emperatriz envió, para desalojarlos, una flotilla de juncos. Los franceses hicieron frente a tal escuadra y la desbarataron. La emperatriz, poseída de furiosa rabia, promulgó un edicto, redactado por ella misma, en el que acusaba al príncipe Kung de incompetencia, ya que no de traición. Empleó palabras clementes y suaves, pero el golpe que asestó era serio.
Entre otras cosas el decreto decía:
Reconocemos los méritos anteriores del príncipe Kung y, por lo tanto, nuestra clemencia nos hace que le conservemos su principado hereditario, con todos los emolumentos inherentes, pero le privamos, a partir de ahora, de cuantos cargos ejerce y también de su doble salario.
A la vez que al príncipe Kung, la emperatriz destituyó también a varios de los que con él colaboraban. En su lugar puso al príncipe Ch’un, marido de su hermana y padre del emperador, adscribiéndole como colega a varios príncipes designados por ella misma.
Los miembros del clan de la emperatriz se enojaron, porque las medidas tomadas hacían al príncipe Ch’un gobernador efectivo del Estado a las órdenes de la emperatriz. Los jefes de clan temían que Ch’un aspirase a implantar una dinastía propia, que suplantase a la de T’ung Chih. Pero la emperatriz no temía a nadie en la tierra ni en los cielos. Habían desaparecido todos sus enemigos y ella estaba dispuesta a hacer frente a cuantos se la opusieran. Hízolos, pues, callar a todos.
Pero no le convenía aparecer, sin razón, como una tirana. El censor Ehr-hsün le envió un memorial declarando que, si el príncipe Ch’un recibía tan gran poder, el Gran Consejo sería inútil. Ella recordó que aquel censor era hombre bueno, recto y experto, que había sido virrey de Manchuria y de la provincia de Szechuen. Por lo tanto, le respondió con prudencia y tacto. Luego, en un edicto que se hizo circular por todo el reino, la emperatriz indicó que nunca, ni por ley ni por costumbre, se había dado a un príncipe de la sangre tanta autoridad como tuviera el príncipe Kung. Pero ella le había autorizado plenamente, con miras a devolver a la nación su antigua fuerza y su gloria. Añadía que, además, el nombramiento del príncipe Ch’un era solamente momentáneo.
El edicto acababa así:
Vosotros, príncipes y ministros, no comprendéis los grandes y numerosos problemas con que nos hemos de enfrentar sin ayuda de nadie. En cuanto al Gran Consejo, guárdense los que lo componen de buscar en la autoridad del príncipe Ch’un un pretexto para eludir su responsabilidad. En conclusión, deseamos que, en lo por venir, los ministros presten más atención a los motivos que pueden encubrirse tras los actos de la soberana, lo que se probará absteniéndose de incomodarnos con extemporáneas quejas. En consecuencia, rechazamos desde ahora toda clase de memoriales.
Era costumbre de la emperatriz escribir en estilo claro y firme, sin perder tiempo en palabras ceremoniosas. Cuando príncipes y ministros recibieron el edicto, no hallaron más recurso que guardar silencio. Y merced a él pudo la emperatriz gobernar durante siete años como graciosa y absoluta tirana.
Y aquellos años fueron buenos. La emperatriz, circundada por el mutismo de sus ministros y príncipes, daba pocas audiencias. Sin embargo, observaba cuidadosamente las ceremonias rituales y atendía a cuanto que juzgaba deseo del pueblo. Hacía proclamar todas las fiestas oportunas y muchas especiales. Los cielos aprobaban su reinado, porque en aquellos siete años no hubo inundaciones ni sequías y las cosechas fueron abundantes. Tampoco sobrevinieron guerras en el reino. Los extranjeros se mantenían en distantes puntos del territorio, pero no provocaban batallas. Además, desde que gobernaba por el temor, la gente no se entregaba a rumores que pudieran llegar a sus oídos y los consejeros, si tenían opiniones discrepantes, las ocultaban dentro de sus mentes.
A favor de tanta tranquilidad la emperatriz pudo dedicarse sin obstáculos a la realización de su sueño. Quería iniciar y completar la construcción del nuevo Palacio de Verano. Decidió que su plan se hiciera público y, cuando el pueblo lo conoció, mucha gente envió presentes de oro y plata y las provincias doblaron sus tributos. En edictos que dirigió a sus súbditos les anunciaba, a más de darles las gracias, que el Palacio de Verano se convertiría en su personal retiro cuando entregase el Trono a su legítimo heredero, el joven emperador Kwang Hsü, su sobrino e hijo adoptivo.
Tal hecho se produciría cuando el heredero cumpliese diecisiete años.
Así logró la emperatriz que llegase a parecer legítima al pueblo la ilusión que albergaba, como ya se lo parecía a ella misma. Y entonces acometió, como un placentero deber, la tarea de diseñar y ordenar la construcción de vastos palacios magníficos y bellos que diesen satisfacción a su alma. Eligió como emplazamiento el mismo lugar antaño escogido por Ch’ien Lung. Este emperador fuerte, hijo de una fuerte madre, construyó aquel palacio de placer tal como su progenitora quiso. Aquella dama había estado una vez en Hang-Chen, ciudad de pura belleza, admirándose de las magníficas casas de placer emplazadas allí. Y tanta fue su admiración, que su hijo acabó prometiéndole erigir un palacio del mismo estilo en las cercanías de Pequín.
Aquél fue el Palacio de Verano, en que Ch’ien Lung acumuló toda clase de comodidades y gracias, además de concentrar allí tesoros procedentes de todos los lugares del mundo. Pero tan soberbio conjunto había sido destruido por orden del jefe inglés lord Elgin, sin que quedasen más que las invencibles ruinas.
El mismo emplazamiento eligió la emperatriz cumpliendo de este modo, no sólo su deseo, sino la voluntad de sus antecesores. Con inimitable gusto incluyó en sus planes el templo de los Diez Mil Budas, erigido por Ch’ien Lung y que no habían destrozado los extranjeros, y los pabellones de bronce, que no pudieron abrasar las llamas, y asimismo el bello y plácido lago. Pero existían otras ruinas que no podían reconstruirse ni eliminarse. Ella decidió que se dejasen en pie, para que los hombres pudiesen meditar sobre el fin de la vida y recordar que también los palacios estaban expuestos a ser destrozados por el tiempo o por los enemigos.
En la región sudoriental del lago quiso que se construyesen su palacio y el del emperador. De este modo vivirían cercanos pero no juntos. Allí instaló también un vasto teatro para poder, en su vejez, consagrarse a su pasatiempo favorito, el de presenciar representaciones escénicas. Junto a las puertas de mármol, y bajo su azul tejado, se alzaban los muros del edificio del salón de audiencias, ya que era opinión de la emperatriz que los gobernantes debían estar dispuestos a escuchar a sus súbditos, ministros y príncipes en todo momento, incluso durante sus etapas de descanso. Aquel salón de audiencias tenía majestuoso aspecto y amplitud. Había en él maderas labradas, preciosas lacas cubrían muebles y ornamentos, y en las puertas de cristal se leían inscripciones relativas a los méritos de la longevidad. Ante el edificio se abría una amplia terraza, terminada en una escalera cuyos marmóreos peldaños comunicaban con las aguas del lago. Pájaros y otros animales de bronce decoraban la terraza y en verano piezas de seda entoldaban las frescas galerías que corrían junto a las tapias.
En la zona occidental de aquella parte del recinto la emperatriz levantó su morada. Un edificio seguía a otro y los rodeaban columnas por las que la emperatriz gustaba de pasear, meditando. Si llovía, placíale mirar las aguas del lago y las copas goteantes de los cipreses. En el estío ordenaba cubrir con alfombras de fresca hierba todos los patios y los convertía en cuartos exteriores, en los que abundaban las flores y había peñascosas grutas. Amaba entre todas las flores las pequeñas orquídeas verdes a las que debía su nombre de niña. En torno al lago hizo construir una columnata de una milla de extensión, por la que solía pasear a veces, contemplando la montaña de peonías que había hecho levantar y en la que crecían también oleandros y granados. Cada vez amaba más la belleza, y hasta de un modo exclusivo, pensando que sólo la belleza merecía la pena de ser amada.
Animada por la buena voluntad de su pueblo, la emperatriz cada vez sentía más intenso afán de magnificencia. Protegían su lecho amarillas colgaduras de raso, donde habilísimas bordadoras reprodujeron bandadas de aves fénix en pleno vuelo. La soberana hizo llevar de todos los puntos del mundo occidental profusión de relojes de oro con engastes de piedras preciosas. Algunos tenían artificiosas combinaciones de pájaros que cantaban y gallos que lanzaban su quiquiriquí. Otros descansaban sobre pequeñas corrientes de agua que ponían en movimiento sus mecanismos, Aparte de tales entretenimientos, la emperatriz se procuró una rica biblioteca, envidiada por los más célebres intelectuales. En ella pasaba horas enteras leyendo.
Doquiera que dirigiese los ojos siempre hallaba su vista las aguas azules del lago. En el centro de éste había una isla, con un templo dedicado al Rey Dragón, y conducía a él un puente con diecisiete arcadas de mármol. Bordeaba la isla una playeta en cuya menuda arena aparecía, medio enterrada, la sacra vaca de bronce de Ch’ien Lung, efigie que había resistido intacta largos siglos de inundaciones.
La emperatriz mandó tender muchos puentes sobre lagos y arroyos para poder llegar con facilidad a todos los parajes del imperial recinto. Pero había un puente que prefería a los otros y que formaba en el centro como una corcova, elevándose hasta treinta pies de altura. Desde allí la alegraba contemplar las pagodas, techumbres y terrazas de su vasta posesión.
Arrullada por aquellas bellezas dejó transcurrir un año tras otro, hasta que un día su eunuco, cuyo deber era recordarle lo que a ella se le olvidaba, la indicó que se acercaba el momento en que su sobrino, el emperador Kwang Hsü, iba a cumplir los dieciocho años. Procedía, por lo tanto, escogerle una consorte.
Aquel día la emperatriz estaba vigilando la terminación de las obras de una nueva pagoda, erigida en la picuda cumbre de una montaña, a espaldas del Palacio de Verano. La soberana comprendió en el acto que Li Lien-ying tenía razón y que no convenía seguir demorando el casamiento del heredero.
Rememoró la atención que había puesto en la búsqueda de consorte para su verdadero hijo. Ahora no había de ser así. Bastaba dar con una mujer que fuera fiel a la emperatriz, que la amase y que no resultara una Alute.
—Sólo aspiro ahora a vivir en paz —dijo la emperatriz al eunuco—. Busca la mujer que quieras, con tal que no nos salga una Alute y acabe por enamorarse del emperador. No puedo soportar las ludias inútiles ni deseo verme perturbada por el amor o el odio.
Li Lien-ying estaba engordando mucho y quizá se debiera a eso la dificultad con que se arrodilló ante ella. Pero, en realidad, lo que tenía el eunuco probablemente era desazón ante el encargo que le confiaba la emperatriz. Por lo tanto, ella le mandó levantarse y descansar mientras pensaba en los nombres que debía sugerir.
El eunuco se incorporó muy a su satisfacción. Respiraba con alguna dificultad. Suspiró y comenzó a abanicarse. Hacía un calor prematuro para la primavera, y árboles y arbustos estaban floreciendo ya.
—Majestad —dijo Li Lien-ying, tras larga reflexión—, ¿por qué no buscar a esa joven, no bella, pero sí buena, que tiene por hija vuestro pariente el duque Kwei Hsiang?
La emperatriz palmoteó con aprobación y miró afectuosamente el feo rostro del eunuco.
—¿Por qué no? —apoyó—. Esa dama figura entre las más jóvenes de la Corte y es callada y diligente, modesta y muy apegada a mi persona. La considero mi favorita porque sabe hacer olvidar su existencia.
Li Lien-ying preguntó:
—¿Y las concubinas imperiales?
—Mencióname unas cuantas muchachas bonitas —murmuró descuidadamente la emperatriz, volviendo a fijar los ojos en la techumbre superior de la pagoda, alta sobre los pinos de la ladera.
—Procura sólo que no sean inteligentes.
El eunuco dijo:
—Majestad, el virrey de Cantón merece recompensa, porque sabe tener a raya a los rebeldes, siempre inquietos en esas provincias. Y yo sé que tiene dos hijas, una linda y otra muy rolliza, y las dos sin inteligencia.
La emperatriz contestó como al descuido:
—Las nombraré. Prepárame el decreto.
Con esta orden, Li Lien-ying se levantó trabajosamente, entre grandes suspiros. Ella rió y él se sintió complacido. Manifestó, pues, que su Vieja Buda no debía preocuparse por cosa alguna, porque él lo arreglaría todo y sólo faltaba que ella determinase el día de la boda.
—¿Cómo te atreves a llamarme Vieja Buda? —reprendiole la emperatriz, apuntándole con el meñique.
Él respondió, jadeante por el asma:
—Majestad, así os llama la gente desde que invocasteis y trajisteis la lluvia él pasado verano.
Era cierto. El pasado verano siguió a un invierno sin nieves. En primavera el cielo continuaba endurecido como un inmenso zafiro azul. Ni siquiera el estío trajo lluvia alguna. Entonces la emperatriz decretó ayunos y plegarias generales y ella misma rezó y ayunó e impuso que la Corte lo hiciera. Y al tercer día se ablandó Buda, se abrieron las fuentes del cielo y vertieron beneficiosos chubascos. La gente, satisfecha, se precipitó a la calle, bebió la bendita lluvia, se lavó con ella las manos y caras, alabó el gran poder que tenía la emperatriz incluso ante los dioses, y clamó:
—¡Es nuestra Vieja Buda!
Desde entonces el jefe de eunucos la daba siempre ese nombre. Tal lisonja era excesiva y a ella, que lo sabía, le agradaba.
¡Vieja Buda! Era el supremo nombre que el pueblo chino podía dar a su gobernante, porque equivalía a equipararle a un dios. Ella casi había olvidado a la sazón que era mujer. A sus cincuenta y cinco se consideró más allá de todo eso, como Buda lo está.
A la sazón dijo, riendo:
—¡Largo de aquí, monstruo! ¡Quién sabe la enormidad que se te ocurrirá después!
Y cuando él partió, la emperatriz comenzó a pasear, solitaria, por los fabulosos jardines que había hecho plantar. El sol iluminaba su rostro, que ya envejecía y centelleaba en sus brillantes adornos y vestiduras, siempre vistosos, según su gusto. A la distancia que les exigía seguíanle, cual de costumbre, sus damas, que parecían un afanado enjambre de mariposas.
Se acercaba el día de la boda, día malhadado y no bendecido por los cielos. Los presagios no eran buenos. La noche anterior sopló un devastador viento norte y arrancó las esterillas que los eunucos habían montado en soportes junto a la entrada principal del patio mayor de la Ciudad Prohibida. La emperatriz había decretado que se celebrasen las ceremonias nupciales.
Vino la aurora, lívida y sombría. Cayó desde muy temprano una pertinaz lluvia. Las rojas luces de la fiesta no disipaban las sombras y los dulces de boda estaban reblandecidos por la lluvia.
Cuando la novia entró en el vasto patio y se sentó junto al novio, éste volvió la cabeza con disgusto. La emperatriz, viendo ofendida así a su elegida, hubo de reprimir con un violento esfuerzo la exteriorización de la rabia que hervía en sus venas y llenaba su corazón, haciéndola concebir verdadero odio contra aquel sobrino que así la desairaba. Y allí permanecía él, un muchacho pálido y mimbreño, débil, imberbe, de manos siempre temblorosas y, sin embargo, obstinado.
¡Aquél era el heredero que ella había elegido para ocupar el Trono! Su debilidad equivalía a un reproche y su terquedad le deparaba un enemigo. La emperatriz refrenó su secreta furia, mientras las lágrimas corrían por la macilenta faz de la joven desposada.
Siguieron los ritos. La emperatriz se mostraba indiferente. Cuando terminó la jornada, dejó la Ciudad Prohibida y se encaminó al Palacio de Verano, que iba a ser su residencia desde entonces.
Ya allí, en el primer mes de su quincuagésimo sexto año, anunció por edicto que por segunda vez dejaba la Regencia y que en lo sucesivo el emperador ocuparía solo el Trono. Ella, afirmó, moraría fuera de la Ciudad Prohibida. Hizo llevar a continuación sus muchos tesoros al Palacio de Verano, donde se proponía vivir y morir, contra el consejo de sus príncipes y ministros. Todos ellos deseaban que, la emperatriz, por lo menos, contribuyese al manejo de las riendas del gobierno, ya que el emperador tenía la voluntad débil y a la vez era muy testarudo, combinación peligrosa que motivaría muchas concesiones y torpezas.
Y todas coincidían en un punto.
—Se deja llevar demasiado de sus ayos, K’ang Yu-wei y Liang Ch’i-Ch’ao.
El jefe de censores añadió:
—Además, le gustan en exceso los juguetes extranjeros. Aunque ya se haya hecho un hombre, le entusiasma poner en marcha sus trenes de juguete, dándoles cuerda con una llave o encendiendo un pequeño fuego en las máquinas, con lo que hace correr sobre vías los diminutos convoyes. Pero dudamos que eso lo haga por mero juego. Tememos que en lo futuro se proponga construir ferrocarriles a estilo extranjero en nuestro antiguo suelo.
Ella reía, sintiéndose muy contenta al pensar que iba a vivir descargada de cuidados y preocupaciones.
—Eso es asunto vuestro, señores y príncipes —declaraba siempre—. Entendeos con vuestro soberano y dejadme descansar.
Todos se sentían turbados, y más sabiendo que Jung Lu y el príncipe Kung habían sido alejados de la Corte.
—Pero —insistían— si el joven emperador nos defrauda, ¿cómo acudiremos a ti, venerable madre?
—No estoy en un país extranjero, sino a nueve millas de distancia —respondió la última vez la emperatriz—. No permitiré que se os decapite mientras me seáis leales. Dispongo de eunucos, espías y cortesanos.
Lucían sus ojos, y sus labios, aún rojos como los de una joven, se curvaban y sonreían. Viendo su buen humor, todos se tranquilizaron y partieron con más confianza.
Ella les permitió salir, uno a uno, aunque mantenía su vigilancia sobre ellos a través de los informadores con que contaba en todos los palacios. Así supo que el emperador no se avenía con su consorte, que los dos habían disputado y que el emperador vivía con sus dos concubinas, llamadas Perla y Lozana.
Li Lien-ying, al relatar los chismorreos cortesanos en su diaria conferencia con la emperatriz, la tranquilizó:
—Como no son inteligentes —expuso—, no debemos temerlas.
Ella repuso con indiferencia:
—Lo que harán será corromperle. No confío en él ni en hombre alguno.
Mas su actitud era fingida. Sus ojos, por un momento, se tornaron opacos y sin expresión.
Se levantó y apartó la cabeza, murmurando únicamente:
—Dejémoslo.
Pero seguía siendo tan enérgica en sus mandatos como lo pudiera ser cualquier gobernante. Los príncipes de su clan de Yehonala le presentaron un memorial pidiendo que se elevase el título del príncipe Ch’un, padre del emperador, para que éste pudiese mostrar así su piedad filial colocando a su padre en un puesto más alto que el suyo propio, según la ley de las generaciones. Mas la emperatriz se negó. La línea imperial había de transmitirse a través de ella y no de nadie más. El emperador lo era porque ella le había adoptado y debía tenérsela, en consecuencia, como su imperial antecesora. Con todo, y usando su clásica gracia, no quiso efectuar nada que pudiera ofender al príncipe Ch’un, a quien había elegido como esposo de su hermana muchos años antes. Alabó, pues, al príncipe, encomió su acendrada lealtad y terminó diciendo que él, en su modestia, rehusaría tal honor.
Declaró, por edicto:
Siempre que he deseado otorgar algo al príncipe Ch’un, él lo ha rechazado con lágrimas en los ojos. Hace mucho le concedí el derecho de utilizar un palanquín con cortinillas de color amarillo de albaricoque, de categoría imperial, y ni una sola vez se ha aventurado a hacerlo. Eso prueba su inequívoca modestia y su lealtad con el pueblo y conmigo.
Pocos años después de publicado aquel edicto, el digno príncipe cayó mortalmente enfermo, la emperatriz se había entregado tan profundamente a la vida plácida que ni siquiera se molestó en visitarle, aun cuando era su cuñado. Recordáronle los censores su deber y ella les contestó agriamente, diciéndoles que se ocupasen en sus propios asuntos, porque ella sabía muy bien lo que debía hacer y lo que no.
Sin embargo, el exceso de su mismo enojo acabó convenciéndola de que no debía extremarlo, y por lo tanto, visitó al príncipe Ch’un y siguió haciéndolo a menudo hasta que en el verano siguiente el príncipe murió. Entonces ella, en su «Decreto relativo a la defunción del príncipe Ch’un», elogió altamente la forma en que el muerto había desempeñado sus deberes de chambelán de Palacio, comandante de la armada y jefe general de las fuerzas manchurianas de campaña, con todos cuyos títulos le había distinguido ella. Además la propia emperatriz se ocupó en los detalles del funeral. Regaló un manto sagrado para que cubrieran el cadáver y mandó a sus sirvientas que bordaran en la tela muchas inscripciones con plegarias budistas. Y cuando ya estaba el príncipe en la tumba, todavía hizo más la emperatriz en su favor. Y fue dividir el palacio del difunto en dos partes uno para su familia y clan, y otra —que era aquella en que el joven emperador había nacido y de donde ella le sacó en secreto una lejana noche—, para que fuera convertida en santuario imperial.
Corrían los años y advino el día en que aquella honorable emperatriz debía celebrar su sexagésimo aniversario. Con incomparable vigor había estimulado la total terminación del Palacio de Verano, aquella mansión de paz y belleza que reservaba para su vejez. Por orden suya, que el joven emperador no osó desobedecer, todos los departamentos gubernamentales hubieron de aportar a la soberana tesoros para aquellas construcciones. Al fin, cuando todo estuvo concluido, la emperatriz sintió un último capricho: construir en medio del lago una vasta barca de mármol unida a la orilla por un puente, igualmente marmóreo.
¿De dónde había de sacarse el dinero necesario para aquel trabajo nuevo? El emperador suspiró y movió turbado la cabeza al recibir el mensaje de su madre adoptiva.
Como resultado, decidió expresarle sus dudas, expuestas en delicadas y filiales, palabras. Más ella se enfureció y rasgó las hojas de papel de seda. Tiró los fragmentos al aire y cuando cayeron al suelo ordenó a un eunuco que los barriese y echara al fuego de la cocina.
—¡Ese haragán de mi sobrino sabe dónde puede encontrar el dinero! —afirmó a voz en grito.
Desde que se sentía vieja bastaba que le negasen o aplazasen la satisfacción de sus deseos para que se entregase a locos accesos de rabia, con voces y chillidos. Nunca le había sucedido cosa igual, salvo en su niñez. Ello sorprendía y aun pasmaba a todos.
Li Lien-ying procuró calmarla.
—Si vuestra majestad sabe dónde está el dinero, dígalo y lo tendrá.
El asma hacía jadear al eunuco.
—¡Odre hinchado de viento! —rugió la emperatriz—. ¿No sabes que hoy todos los fondos se destinan a la armada?
Era cierto que la tesorería de Marina contaba con millones de dólares en lingotes de plata, y a eso se debía la excusa del emperador. Porque en aquellos años también los hombres diminutos de la isla de los mares del Este amenazaban con la guerra en las costas chinas. Aquellos insulares estaban acostumbrados al mar y a los buques, mientras los chinos, hombres de tierra, no poseían más barcos que los viejos y toscos juncos en que vivían los pescadores y sus familias y los hombres que traficaban por vía acuática. Pero los juncos no servían más que para el cabotaje. En cambio, los enanos de las islas orientales, a quienes los chinos llamaban japoneses, habían aprendido a fabricar vapores de guerra en cuyas cubiertas montaban cañones como los blancos hacían.
Los ciudadanos de todas las naciones chinas, muy alarmados, se habían apresurado a reunir fuertes sumas que remitían a su gobernante. Las colectas empezaron en tiempo de la emperatriz y seguían enviándose al emperador, para que el Trono construyese una marina de guerra, con buques de hierro y cañones extranjeros. De este modo, cuando los hombres de las islas orientales atacasen, serían rechazados.
La emperatriz añadió, con intenso desprecio:
—¿Es que hemos de temer a esos enanos isleños? Podrán hostigar las costas, pero nuestro pueblo no les permitirá adentrarse en el país. Es necedad gastar nuestro oro en barcos extranjeros, que no valdrán más que los juguetes que tan gratos son al emperador porque proceden de otros países. Digo que son, porque creo que todavía juega con ellos.
Y aún agregó la emperatriz, airada por el mensaje recibido:
—Apostaré a que mi sobrino quiere esos barcos para jugar, sólo que ahora surcando los mares. ¡En eso quiere dilapidar los imperiales tesoros!
Tan insistente se mostró, que el emperador acabó por ceder, contra el consejo de sus profesores, y la emperatriz consiguió su barca de mármol. Y en esa barca planeaba festejar su sexagésima fecha de cumpleaños.
En el décimo mes lunar de aquel año todo quedó dispuesto. Habría treinta días de celebraciones, fiesta oficial en toda la nación y muchos premios, recompensas y honores para los súbditos leales. Para pagar los gastos de tan grandes festivales los funcionarios fueron invitados a entregar la cuarta parte de sus salarios del año, y la emperatriz anunció que no rechazaría regalos y donativos antes de su cumpleaños, a fin de que todos pudieran gozar de las fiestas y diversiones que se preparaban.
Dentro de su corazón la emperatriz proyectaba proporcionarse otro placer privado. En todos los años pasados desde que privó a Jung Lu del poder, a causa de una concubina, ella no había vuelto a ver a su primo. Mas la concubina había muerto, y con ella la ira de la emperatriz, la cual no veía ya motivo para seguir castigándose al castigar al hombre a quien amaba. Pasada la edad de los amores, Jung Lu y ella podían reanudar su amistad como primos.
Por una vez la emperatriz dejó que el sentimiento se sobrepusiese a los dictados de su hábil cerebro. Una débil llama refulgió entre las cenizas de su corazón. La emperatriz encontró dulce pensar que iban a volver a verse, que se sentarían juntos, olvidando sus mutuas locuras, y que hablarían de lo que eran ahora que ella cumplía sesenta años y él los tenía rebasados hacía tiempo.
Le escribió, pues, sin dar a su carta forma de decreto.
Su pincel trazó con delicados trazos el texto de la comunicación:
No te dirijo estas líneas como un decreto —empezaba—. Me limito a saludarte e invitarte a que nos veamos con el corazón tranquilo y la mente en paz y entregada a prudentes pensamientos. Ven a las ceremonias de mi sexagésimo aniversario y pasaremos una hora juntos antes de asistir a las ceremonias de la Corte.
Añadíale que fuese a verla la víspera de su cumpleaños a media tarde. Ella le esperaría en su biblioteca. Sabiendo la aversión que Jung Lu sentía por los eunucos, envió previamente a Li Lien-ying a examinar en la ciudad ciertos jades recién llegados del Turquestán.
Hacía una bella tarde de un cálido día sin viento. Corrían las últimas semanas de otoño. El sol iluminaba los patios de Palacio, ornados con millares de crisantemos tardíos. El mes era ya el décimo del año, pero los jardineros de la Corte alargaban la vida de las flores, para que la emperatriz pudiese tenerlas siempre adornando su biblioteca.
La emperatriz se sentó allí, cruzadas las manos sobre el regazo. Vestía de amarillo color imperial, con aves fénix azules bordadas en la tela.
Era la tercera hora de la tarde cuando oyó en las galerías rumor de pisadas. Las damas abrieron la puerta y penetró en la estancia Jung Lu. Se sintió abatida al notarse otra vez emocionada.
«Aquiétate, corazón», se dijo.
Jung Lu seguía siendo el más hermoso de los hombres. Pero tenía el aspecto grave, vestía una larga túnica de raso azul oscuro y llevaba un gorro negro. Ornábase su pecho de raso carmesí y en su mano un cetro de príncipe señalaba el muro alzado entre los dos.
La emperatriz permaneció inmóvil hasta que él se acercó. Se miraron y Jung Lu se aprestó a arrodillarse en muestra de su antigua obediencia. Ella se lo impidió con un ademán, descendió de su trono, tomó la manga de su primo entre el pulgar y el índice de la mano derecha y le condujo hasta las cercanas sillas, donde hizo signo de que se sentara.
—Quítate esa pieza de jade —mandó imperiosamente.
Jung Lu la depositó, como si fuera una espada de castidad, en la mesita que había entre los dos. Luego esperó a que ella volviese a hablar.
—¿Cómo has vivido este tiempo? —pregúntole la emperatriz con voz tierna.
Y en sus ojos se pintó una repentina ternura.
—Majestad… —empezó él.
—No me llames majestad.
Él inclinó la cabeza y dijo:
—Yo soy quien debo querer saber cómo has estado tú. Aunque ya lo veo. Estás lo mismo que la imagen que he llevado todos estos años dentro de mi corazón.
No hablaron de los años transcurridos. ¿Para qué ocuparse en lo pasado? Ninguna alma se interponía entre las suyas. Cuando estaban juntos, no existía nadie más. Mirándole francamente con ojos bellos como la juventud y sabios como la vejez, la emperatriz comprendía que no había otro hombre como aquél, que era de su propia carne. Resultaba extraño poder mirarle con un amor sin ansia carnal, todo serenidad y consuelo.
Suspiró, sintiendo que la invadía una dicha íntima y suave.
—¿Por qué suspiras? —inquirió él.
—Porque esperaba hablarte de muchas cosas y ahora veo que es innecesario, puesto que sabes de mí todo lo que hay que saber.
—Y tú cuanto hay que saber de mí —repuso Jung Lu—. Soy para ti el mismo que era cuando nos conocimos.
Ella no respondió. Bastaban aquellas palabras. Los años consumidos en palacios donde hasta las paredes tienen oídos habían puesto en sus labios la costumbre del silencio. Permanecieron callados un prolongado espacio, sintiendo sus almas renovadas por tal comunicación.
Ella habló al fin, con voz dulce y humilde:
—¿Tienes algo que decirme? En estos años en que no te he tenido, no he querido escuchar el consejo de ningún príncipe.
Él movió la cabeza.
—Has gobernado bien.
Ella leyó en los ojos de él algo escondido que no le diría nunca.
—Tú y yo siempre nos hemos hablado con confianza. ¿Qué he hecho que tú no apruebes?
—Nada. No quiero disgustarte en el día de tu cumpleaños. ¿No vas a gozar del privilegio que en un día como éste puede tener hasta el menor de tus súbditos?
Ella comprendió que tenía razón. Era la celebración de su cumpleaños. No obstante, le instó:
—¡Vamos! La verdad, la verdad…
Jung Lu repuso, contra su voluntad.
—Conozco tu sentido de la sabiduría. Por eso creo que si los japoneses, atrincherados en el débil estado de Corea desde que lo invadieron el verano pasado, inician un asalto nuevo y nos derrotan, no creerás oportuno entregarte a ningún regocijo.
Ella reflexionó y, bajando los ojos, permaneció inmóvil durante un espacio de tiempo.
Suspiró. Levantose y lentamente se dirigió al Trono y volvió a sentarse. Él se acercó y se arrodilló, sin que la emperatriz lo impidiese.
La emperatriz miró la ancha y abombada frente de su primo y dijo:
—A veces preveo tantas complicaciones futuras, que no sé ni a quién dirigirme. Cuando despierto por las noches y medito en el porvenir, veo cercanas, como al alcance de mi mano, las nubes que se concentran sobre nosotros. ¿Qué será del reino? Cuando mi cumpleaños haya pasado me propongo convocar adivinos que me predigan lo que va a acontecerme, por monstruosos que sean los males que nos amenazan.
La voz fuerte y profunda de Jung Lu dijo:
—Mejor que confiar en adivinos es estar preparados.
Ella mandó:
—Pues encárgate de la jefatura de mis fuerzas de la capital. Quiero tenerte cerca, para que me protejas como solías. Recuerdo aquella noche en las montañas, cuando yo volvía de Jehol. Entonces tu espada salvó mi vida y… la de mi hijo.
Sentía una fría amargura al haber de retener en su corazón las palabras que anhelaba pronunciar: «Salvaste a nuestro hijo».
Pero no hablaría. Aquel hijo estaba muerto y enterrado. Había sido emperador y pasado por hijo de emperador. No sacaría su recuerdo de la tumba imperial.
—Acepto el encargo —dijo Jung Lu.
Se levantó, asió con sus dos firmes manos su cetro de príncipe y salió.
Pero el cumpleaños de la soberana no había de celebrarse nunca. El pueblo había aportado mucho dinero para alzar arcos de triunfo en los caminos que desde la capital conducían a la Ciudad Prohibida. Se erigieron altares donde los sacerdotes budistas debían recitar sutras. Toda la nación, incluyendo los territorios exteriores, se preparó para regocijarse durante treinta días con motivo de la celebración del cumpleaños de la soberana. Pero antes de que comenzasen los festejos, la escuadra de las islas niponas cayó súbitamente sobre la armada imperial china, compuesta de juncos, y la destruyó por completo.
El pueblo coreano, que estaba bajo la soberanía del Trono del Dragón, lanzó angustiosas peticiones de auxilio. Los nipones habían invadido su territorio y, a menos que los coreanos fuesen ayudados, dejarían de existir como nación independiente.
La emperatriz recibió tan desastrosas noticias, llevadas por presurosos mensajeros, muy poco antes del aniversario de su nacimiento, y sufrió un acceso de cólera. Su activa mente reconocía en el fondo que la culpa la tenía ella, por haber gastado los millones que hubiesen permitido a la tesorería de la armada construir barcos capaces de vencer y rechazar a los enemigos. Pero estaba en su naturaleza el reconocer sus faltas y no confesarlas si ello podía debilitar su poder imperial. El Trono había de permanecer inviolable y supremo.
Sintió una devoradora ira contra sus enemigos y resolvió fomentarla dentro de sí. Empezó por no comer el primer día. Al segundo no durmió ni descansó. Pasó la jornada uniendo al desayuno continuos paseos por su habitación. Tampoco consintió que la divirtieran sus perros favoritos, ni los cantos de las aves de sus jaulas, ni la presencia de sus flores. No abrió un libro, ni desenrolló una pintura, ni se ocupó en ninguno de sus habituales pasatiempos.
Paseó primero por la gran biblioteca y luego por los corredores. Y tanto lo hizo, que no tardó en saberse que la emperatriz estaba enfurecida. Nadie sabía cómo descargaría aquella furia. Pero tenía que descargar.
En medio del torbellino que fermentaba en su cabeza en torno al conocimiento de quien tenía la culpa de lo que pasaba, resolvió buscar alguien en quien centrar su ira. Y no una sola persona, sino dos. Y decidió elegir primero a Li Hung-chang, su general de confianza.
Mandó, pues, el eunuco mayor que le llamase y esperó, a la hora convenida, en su sala privada de audiencias. Antes ordenó que se dejasen las puertas abiertas, para que los ecos de su airada voz sonasen fuera y se difundiesen por toda la Ciudad Prohibida y toda la capital.
Cuando el alto y recio general estuvo ante ella, le gritó, sin dignarse señalarle con los índices, y sí sólo con los meñiques, al extender la mano:
—¿Cómo has dejado perder nuestra escuadra y sobre todo el Kowshing, nuestro excelente transporte de tropas? Ahora yace en el fondo del mar y ¿dónde hallaremos dinero para reponerlo? ¡Eso es lo que tu estupidez ha hecho a la nación!
El general, sabiendo que convenía callar, permaneció silencioso y arrodillado, con las anchas vestiduras extendidas por el suelo.
—¡Óyeme, insensato!
Las palabras sonaron como una maldición. La emperatriz alargó hacia él los dos meñiques, como para apuñalarlo.
—¿En qué has pensado todos estos años? ¡En olvidar el bienestar de la nación! Y en los vapores mercantes que has hecho navegar por nuestros ríos, y en los ferrocarriles extranjeros que has construido sabiendo lo que odio las cosas extranjeras. Sé también que has erigido en Shanghai una industria textil mecánica, con cuyos beneficios te lucras. ¿No sabes que una acendrada devoción al Trono del Dragón requiere todo el tiempo y todos los pensamientos? ¿Cómo has osado pensar sólo en ti mismo?
Él siguió silencioso. Los meñiques de la emperatriz le amenazaban aún, mientras sus índices acuchillaban el aire.
—Durante estos diez años hemos perdido muchas cosas exclusivamente a causa de tu avidez y egoísmo. Francia se ha apoderado de Anam y atacado Taiwan y sólo con grandes dificultades hemos podido evitar una guerra extranjera. ¿Por qué las naciones enemigas nos amenazan y asaltan? Porque nuestros ejércitos y flotas son débiles. Y de esto ¿quién tiene la culpa sino tú? Quedarás en tu puesto, haragán y traidor, pero por lo que no has hecho serás despojado de todos tus honores. Trabajarás como un esclavo y como tal serás castigado.
Bajó las manos, respiró fuerte y repetidamente y despidió al general.
—Vete a cumplir con tu deber —mandó—. Has de deshacer lo hecho. Procura obtener la paz con todo el honor que puedas salvar para nuestro soberano.
El hombre se levantó, se sacudió el polvo de las rodillas y anduvo hacia atrás, inclinándose mientras lo hacía. Su cuadrada faz exteriorizaba una expresión paciente que afectó al corazón de la emperatriz. Aquel hombre, obediente a sus órdenes, le había salvado más de una vez, y ella le sabía leal. Algún día sería benigna con él, pero no entonces. Aún le faltaba descargar la parte más terrible de su venganza y no quería ser blanda con nadie.
Hizo llamar por escrito al emperador, poniendo el sello imperial al pie de su nombre.
Pero, a poco de despachar el mensaje, un animado tumulto estalló en el Palacio de Verano. En el atardecer, mientras ella descansaba en el Pabellón de las Orquídeas, una de sus azafatas cruzó corriendo la puerta marmórea, de redondeados quicios. La mujer llevaba las ropas flotantes y el cabello en desorden.
La camarera que, acurrucada, abanicaba a la emperatriz, extendió la mano recomendando silencio, en señal de que su señora dormía. Pero la dama, en su susto, no reparó en nada y chilló:
—¡Majestad, majestad, he visto…!
La emperatriz despertó de pronto, completamente despejada, como siempre, y fijó en la recién llegada una mirada penetrante.
—¿Qué has visto?
La dama jadeó:
—Un hombre afeitado como un sacerdote…
Se llevó las manos al pecho y comenzó a llorar de susto.
—Pues sacerdote sería —apuntó la emperatriz.
La mujer insistió:
—No. Sólo llevaba afeitada la cabeza. Quizá fuera un monje tibetano…, pero no vestía ropas amarillas. Iba de negro de pies a cabeza. Era más alto que ningún hombre que haya visto yo y tenía las manos muy grandes. Y es el caso, majestad, que las puertas están cerradas, que no hay en el recinto más hombres que los eunucos.
La emperatriz miró al cielo, en el que brillaba el telón purpúreo del muriente crepúsculo, iluminando el patio del pabellón. En efecto, ningún hombre podía hallarse allí en aquel momento.
Habló a la necia azafata:
—Sueñas —dijo—. Los eunucos de guardia no dejarían entrar a ningún hombre.
—Le vi, majestad, le vi —insistió la mujer.
—Pues voy a buscarle —dijo la emperatriz con firmeza.
Mandó a la camarera que llamase el eunuco mayor. Cuando éste se enteró de lo sucedido convocó otra veintena de eunucos y todos, con linternas encendidas y espadas desenvainadas, llevando en medio a la intrépida emperatriz, iniciaron una búsqueda que resultó infructuosa.
La emperatriz exclamó:
—¡Esta dama ha tenido una pesadilla o bebido en exceso! Que los eunucos dejen la tarea, Li Lien-ying, y tú acompáñame con una linterna.
Él alumbró hasta que llegaron a la vasta biblioteca. Apenas había cruzado el umbral, la emperatriz divisó sobre la mesa una hoja de papel encarnado en donde, escritas en atrevidos trazos en tinta negra, se leían estas palabras: «Tengo vuestra vida metida en un puño».
La emperatriz tomó el papel y lo arrojó a Li Lien-ying, después de leerlo dos veces.
—¡Lee esto! —gritó—. Hay que reanudar la búsqueda. ¡En mi palacio se esconde un asesino!
Las damas se agruparon en torno a la emperatriz, mientras Li Lien-ying salía presuroso, consolando a su señora con palabras y suspiros.
—No os preocupéis, majestad, que a ese hombre lo encontrarán mis eunucos.
Todos declararon que, puesto que el intruso de la cabeza afeitada no era una fantasía, darían con él rápidamente.
Encendiendo una veintena de bujías, y rogándole que se acostase sin desazón alguna, porque la velarían toda la noche, los eunucos la acompañaron a su dormitorio. Más cuando entraron en él vieron una hoja de papel encarnado prendido de la almohada de raso amarillo. En el papel se leía escrito, con la misma caligrafía de antes, este aviso: «Cuando llegue la hora tiraré de la espada. Despierta o dormida, has de morir».
Las damas gritaron, horrorizadas, pero la emperatriz se limitó a enojarse. Asió el trozo de papel, lo estrujó, entre las manos y lo tiró al suelo.
Rió después y sus negros ojos centellearon.
—Vamos —mandó—, tranquilizaos, hijas mías. Se trata de algún payaso que quiere embromarnos. Acostaos sosegadas, que yo voy a hacer lo mismo.
Se elevó un coro de protestas.
—No, majestad, no. Permaneceremos a vuestro lado toda la noche.
Cedió, sonriente, y con su natural gracia se dejó desnudar y se acostó. Seis damas se instalaron en el propio dormitorio de la soberana, y allí se tendieron sobre esterillas que les llevaron las mujeres de servicio. Otras seis damas se retiraron a sus aposentos, donde pensaban dormir hasta medianoche, hora en que dejarían el puesto a seis azafatas más, que reposarían hasta que el día apuntara. Entretanto, Li Lien-ying dispuso a sus eunucos en torno a las habitaciones imperiales, donde permanecerían toda la noche.
Cuando llegó el alba la emperatriz despertó de un plácido sueño y bostezó tapándose la boca con la mano. Sonrió y dijo que la emoción producida por el episodio del hombre de la cabeza afeitada le había sentado bien.
—Después de tanta indolencia en este palacio de placer, me siento hoy más activa —declaró.
Ya bañada, vestida y adornada la cabeza con flores frescas, la emperatriz salió de su cámara para ir a tomar el desayuno. Miró alrededor a fin de cerciorarse de que todo estaba en su lugar.
Y entonces descubrió entre los platos una hoja del mismo papel encarnado, de la noche anterior, con idéntica caligrafía vigorosa.
Los negros trazos anunciaban: «Mientras tú dormías, operaba yo».
Las damas prorrumpieron otra vez en gritos y no faltó alguna que llorase. Las camareras corrieron a ellas y les aplicaron golpecitos en las mejillas para calmarlas. Y afirmaban:
—Hemos puesto ahora mismo los platos en la mesa y no había aquí nada ni vimos entrar a ningún hombre.
—Ya le hallaremos —dijo la emperatriz, con el tono de quien se refiere a una cosa sin importancia.
Otra vez hizo una bola con el papel y lo tiró al suelo. No permitió que se retirasen los platos, aunque sus temblorosas damas se lo suplicaran, aduciendo que podían haber sido envenenados.
Comió como de costumbre, sin notar la menor molestia. Durante todo el día continuó la busca. Nadie vio al hombre misterioso, pero se encontraron otras cuatro hojas de papel rojo en diversos lugares.
Dos meses enteros prosiguieron los eunucos entregados a las pesquisas noche y día. Y eran las investigaciones diligentes, porque de vez en cuando un eunuco o una dama atisbaban a distancia al hombre de faz tan pálida como el cráneo y vestido de negro de pies a cabeza. Una azafata enfermó y acabó padeciendo trastornos mentales. Afirmaba que, al despertar una mañana, había visto la cara del hombre misterioso contemplándola. Ella lanzó un grito y entonces la figura desapareció. La dama creía que había empezado a desvanecerse alzando la cabeza hacia el techo.
Pero la emperatriz no tenía miedo, aunque no por ello los eunucos dejaban de montar guardia constante. Fuera de los muros de palacio nadie sabía nada, porque la emperatriz había prohibido que se hiciese comentario alguno. Convendría evitar que la gente perturbadora de fuera se enterase y pudiera suscitar agitaciones.
Una noche, mientras la emperatriz dormía en su alcoba, los eunucos velaban, como siempre, en patios y antesalas. En las quietas horas de la madrugada oyeron de pronto el crujido de una puerta al abrirse. Luego la tenue luz de la luna dejó ver primero un pie, luego una pierna y al fin un muslo vestido de negro, que surgían por la angosta hendidura. Los eunucos saltaron sobre aquel ser enigmático, pero éste huyó. Sin embargo, los eunucos vigilaban por todas partes, y en uno de los jardines, tras una roca que la emperatriz hiciera llevar desde una distante provincia, los centinelas pusieron las manos sobre el hombre de la cabeza afeitada.
Las voces y gritos de los eunucos despertaron a la emperatriz. Se levantó en el acto, porque había ordenado que en cuanto apresasen al desconocido le llevasen a su presencia. Sus mujeres la envolvieron en sus ropas y le pusieron en la cabeza la toca manchú.
Un momento después la soberana se sentaba en el trono de su sala de audiencias. Allí le presentaron los eunucos al preso, a quien habían amarrado sólidamente.
El hombre permaneció de pie ante la emperatriz, sin arrodillarse. Los eunucos le asieron por el cuello para forzarle a inclinarse, pero la emperatriz mandó:
—Dejadle así.
Hablaba con voz suave y fría.
Miró a la alta figura, que tenía, en efecto, la cabeza afeitada. Era un joven, de extraña faz de tigre, con la frente en ángulo muy acusado, los ojos oblicuos y la boca apretada. Un traje negro, cortado a su medida, se ajustaba a su cuerpo como si fuese parte de él.
—¿Quién eres? —preguntó ella.
—Nadie. No tengo nombre, o no significa nada.
—¿Quién te envía aquí?
—Puedes matarme —repuso el desconocido con indiferencia—, porque nada te diré.
Aquella impudencia escandalizó a los eunucos, que intentaron arrojarse sobre él con las armas en la mano.
La emperatriz, alzando la suya, los contuvo.
—Ved lo que lleva encima —ordenó.
Le registraron sin que él perdiera su impavidez, y no le encontraron nada.
Li Lien-ying intervino:
—Majestad, entregadme ese hombre. Ya veréis cómo habla si se le tortura. Mandaré que se apalee lentamente con cañas de bambú finas y agudas. No se moverá, porque le ataré a tierra con alambres sujetos a estacas. Dejádmelo, majestad.
—Llévale y haz lo que quieras —consintió la emperatriz.
Miró directamente a los ojos del preso y vio que no eran negros sino amarillentos y dotados de una expresión provocativa, como la de esas bestias salvajes que no temen al hombre. La emperatriz no apartó en un rato sus ojos de aquellos otros, aborrecibles, sí, pero extrañamente bellos.
—Haced el trabajo bien —encargó a los eunucos.
Dos días después Li Lien-ying retornó para informar.
—¿Qué nombre ha dado ese hombre? —preguntó la emperatriz.
—Ninguno, majestad.
—Pues proseguid la tortura, pero dos veces más lenta.
Li Lien-ying contestó con un movimiento de cabeza.
—Ya no se puede, majestad. Murió sin decir palabra y cualquiera hubiera pensado que se extinguió cuando quiso.
Por primera vez en muchísimo tiempo la emperatriz sintió temor. Los extraños ojos casi amarillentos parecían mirarla todavía. Mas ¿cuándo se había ella autorizado a sí misma a tener temor?
Extendió la mano, arrancó una flor de un jazmín que crecía en un cercano macetero de porcelana, y aspiró con agrado la fragancia de los delicados pétalos.
«Olvidemos eso», se dijo.
Pero no pudo olvidar al hombre de la cabeza rasurada, que dejaba tras él la sombra de la sospecha y la duda. La belleza del palacio parecía empañada. La emperatriz salía todos los días a los jardines y mostraba el interés de siempre por toda flor y toda fruta en sazón. También hacía que los actores de la Corte representaran en el teatro piezas regocijantes, pero su natural alegría se había disipado. No sentía temor de morir, mas sí una abrumadora tristeza al pensar que había alguien cercano que deseaba su muerte. De encontrar a tales enemigos los hubiera matado, pero ¿dónde estaban? Nadie lo sabía y todos andaban turbados.
Un día, al oscurecer, mientras la emperatriz estaba entre sus damas en la isleta de mármol que representaba un bote, vio acercarse a Li Lien-ying. Ella jugaba a lo que se había consagrado todo el día. Tenía en una mano la taza de té y con la otra movía las piezas del tablero. El eunuco dijo:
—Se os enfría el té, majestad.
Le cogió la taza y la dio a un eunuco sirviente para que la llenase. Al ponerla sobre la mesa susurró que tenía noticias que dar.
Ella fingió no oírle. Terminó de jugar y entonces hizo ademán de que el eunuco la siguiera.
A solas en el palacio de la emperatriz, mientras las damas se apartaban sabiendo que el eunuco tenía que dar informes, ella movió su abanico en ademán de que Li Lien-ying no se arrodillara y hablase pronto.
—Majestad… —empezó él, acercándose al oído de su señora.
Ella le dio un golpe con el abanico.
—Habla desde más atrás. No sabes cómo te huele el aliento.
Él se tapó la boca con la mano y comenzó su relato.
—Hay una conjura, majestad.
Ella volvió la cabeza y se cubrió la nariz con el abanico. Se censuró por el delicado olfato que la hacía aspirar con doble viveza que otros todos los aromas y hedores. Si aquel eunuco no la sirviera de todo corazón, no le tendría a su lado.
Él principió a explicar la conspiración. El joven emperador había prestado oídos a su ayo Weng T’ung-ho, quien le había propuesto fortalecer la nación para hacer frente a los enemigos que, al acecho, abrían las mandíbulas y babeaban, prestos a devorar China. A la pregunta del emperador sobre qué convenía hacer, su ayo le contestó que urgía consultar a un sabio intelectual, llamado K’ang Yu-wei, no sólo muy versado en historia, sino en los progresos de los occidentales. Él aconsejaría sobre la construcción de ferrocarriles, barcos, y escuelas donde educar a la juventud de la nación. Y el emperador había hecho llamar a K’ang Yu-wei.
La emperatriz volvió un tanto la cabeza, interponiendo el abanico entre ella y el eunuco.
—¿Está ese K’ang en la Ciudad Prohibida? —preguntó la emperatriz.
—Majestad —repuso el eunuco—, habla a diario con el emperador. He sabido que pasan horas juntos y que lo primero que propone es que, a la mayor brevedad, todos los chinos se corten la coleta.
La emperatriz dejó caer su abanico.
—¡Pero si esas coletas son el símbolo de la sujeción de los chinos, desde hace más de doscientos años, a nuestra dinastía manchú!
Li Lien-ying asintió con la cabeza e hizo tres reverencias.
—Majestad, K’ang Yu-wei es un revolucionario de Cantón. Y conspira contra vuestra majestad. Pero lo peor es que el emperador ha llamado a Yuan Shih-k’al, el general que sigue en el mando a Hung-chang. Yuan tiene órdenes imperiales para arrestaros por fuerza.
El eunuco soltó un fuerte suspiro. Tan mal le olía el aliento, que la emperatriz volvió a recoger el abanico para taparse la boca. Y dijo, muy suavemente:
—Seguramente mi sobrino se propone quitarme la vida.
—No —aseguró el eunuco—. El emperador no es tan malvado. Quizá se lo haya aconsejado K’ang Yu-wei, pero él ha prohibido que se haga daño alguno a vuestra sagrada persona. Eso aseguran mis espías. Se propone confinaros en el Palacio de Verano. Se os permitirán toda clase de placeres, mas se os quitará el poder.
—Bien —dijo ella, que sentía un extraño placer al pensar en la delicia de batallar de nuevo. Estaba segura de la victoria.
Y rió. Li Lien-ying se sorprendió, pero en seguida compartió su hilaridad silenciosamente, con una mueca que afeaba todavía más su desagradable rostro.
—Nadie —dijo con ternura— hay bajo el cielo como vuestra majestad. No sois varón ni mujer, sino superior a una cosa y otra.
Se miraron con mutua malicia. Ella le dio con el abanico un golpecito en la cara y le despidió.
—Cierra la boca —aconsejole—. Porque te juro que ese aliento tuyo te rodea como una aureola cuando caminas.
—Sí, majestad —repuso él alegremente.
Y se cubrió los labios con una mano, como con una zarpa de oso.
Tzu Hsi tenía la imperial costumbre de no apresurarse por nada. Meditó mucho en lo que le había contado su espía. Entretanto, pasaba los días entre el ocio y los placeres y no mostraba temor alguno. Pasaban los largos y encantadores días de verano y ella seguía sus costumbres habituales, divirtiéndose con su perro, de blanco pelaje, que era feroz con todos menos con su señora, junto a cuyo lecho dormía durante la noche. Sus perritos mangueros, de color de cinamomo, sentían celos y rodeaban al perrazo, ladrándole como diablillos y provocando con ello la risa de su dueña.
Pero mientras paseaba por los jardines, o merendaba junto al lago, o presenciaba piezas teatrales, pensaba intensamente en el mundo exterior y en la forma de que ella se valdría para conservar la paz y la belleza presentes. Por dos veces los isleños del Japón habían recibido pagos a cambio de conservar la paz. Una vez se les entregó oro y otras se les dieron derechos sobre Corea, pueblo tributario del imperio chino. Pero eso lo atribuía a la flaqueza de su leal Li Hung-chang, a quien no le permitiría que la convenciera dos veces. No serían aquellas islas enanas las que devoraran su vasto imperio. La guerra abierta contra el enemigo, por tierra si no por mar, sería su postrera defensa. Y Yuan Shih-k’al no comenzaría la guerra en China, sino en Corea, para expulsar a los japoneses hasta sus islas roqueras. Que se muriesen de hambre allí.
Una deliciosa tarde de verano llegó al fin a aquella decisión, mientras oía una linda canción de amor entonada por un joven eunuco vestido de muchacha. La canción pertenecía a la antigua obra teatral La leyenda del pabellón oriental. La emperatriz sonreía y escuchaba, tarareando el aire de la canción mientras en sus adentros planeaba la guerra. Por la noche llamó a Li Hung-chang y le dio órdenes, sin atender las suspirantes quejas del general respecto a que los ejércitos imperiales eran débiles y sus barcos escasos.
—No necesitas grandes ejércitos ni abundante flota —contrapuso ella—, aun cuando el enemigo atacara al suelo de China. El pueblo se levantaría, arrojaría al mar a los invasores y las olas los devorarían.
Él gruñó:
—No conocéis, majestad, lo malos que están los tiempos. Vivís en vuestro palacio apartada de todo y soñando irrealidades.
Y el general salió suspirando y meneando su conturbada cabeza.
No pasó el año antes de que librase la guerra y se conociese la derrota. El enemigo atacó muy pronto, y en cortos días sus barcos cruzaron el mar. El general Yuan Shih-k’al fue expulsado de Corea y el enemigo penetró en China. La emperatriz se había engañado aquella vez. Su pueblo cedía. Los aldeanos permanecían silenciosos viendo a los diminutos japoneses cruzar sus pueblos camino de la capital. Los invasores llevaban armas de fuego y los campesinos no tuvieron la imprudencia de apelar a sus cuchillos y guadañas, que hubieran sido como meros juguetes. Cuando los triunfadores pedían agua y vituallas, los labriegos, siempre en silencio, les daban vino, té y escudillas con carne.
Tan malas noticias hicieron actuar rápidamente a la emperatriz. Como buena jugadora, sabía cuándo, en vez de ganar, iba a perder. Ordenó a Li Hung-chang que se rindiera y aceptara cualesquiera exigencias para evitar que el reino se perdiese. Hubo que firmar un duro tratado. La emperatriz abrumada, se retiró a sus habitaciones durante tres días y tres noches, sin comer ni dormir. Li Hung-chang hubo dé acudir a consolarla, asegurando que, si el tratado era duro, China había ganado un amigo al Norte, en el zar de Rusia, que por su conveniencia no permitiría a los nipones fortalecerse en exceso.
La emperatriz, oyendo a su general, recobró los ánimos.
—Pues entonces procuremos que esos diablos amarillos evacuen pronto nuestras costas, que es lo más esencial —dijo—. Desde ahora dedicaré todas mis energías a hallar el modo de desembarazarme de todos los extranjeros, blancos o amarillos, sin que ninguno pueda pisar nuestro suelo. No volverán a hacerlo hasta el fin de los tiempos. Los chinos, a quienes los manchúes gobernamos, volverán a ser ganados por mí, exceptuando aquellos jóvenes que han bebido extranjeras aguas y aspirado extraños vientos. Mi Gran Consejero Kan Yi me exponía el otro día que nunca debimos permitir a los cristianos abrir aquí escuelas y colegios, porque así estimulan la ambición de los chinos, haciéndoles creer que podrán gobernarse a sí mismos. Con esto los jóvenes de China se sienten rebeldes y orgullosos, sólo porque recibieron falsos conocimientos extranjeros.
Dio una palmada y su pie golpeó el suelo.
—¡Juro no morir sin, antes de envejecer, expulsar a los extranjeros de nuestra tierra y devolver al reino su antigua historia!
El general admiraba a aquella mujer que tenía por soberana. Seguía siendo bella, fuerte, con el cabello tan negro y los ojos tan chispeantes y grandes como en su mocedad. Sobre todo, su voluntad no había sido abatida.
—Sólo vos podréis hacerlo, Majestad —dijo él.
Y con sencillas expresiones juró servirla siempre.
Transcurrió el tiempo. La emperatriz parecía limitarse a divertirse día tras día y mes tras mes. Pintaba soñados paisajes, escribía poemas, jugaba con sus joyas y proyectaba nuevos engarces para sus esmeraldas y perlas, a la vez que compraba diamantes a los mercaderes árabes. Más, en medio de todo eso, no dejaba de urdir planes. Parecía indiferente al emperador y a sus asesores. Pero de noche, mientras reinaba la quietud en los oscuros palacios, escuchaba las noticias de sus espías y cuanto el emperador tramaba contra ella, y preparaba sus proyectos propios. Empezó por volver a elevar a Jung Lu, haciéndole virrey de la provincia, a lo que contribuyó la muerte del príncipe Kung, quien, si no su enemigo, no era su amigo hacía tiempo. El décimo día del cuarto mes lunar de aquel duro año, Kung murió, enfermo del corazón y los pulmones.
Ella esperaba. Ya sabía que el emperador había llamado a Yuan Shih-k’al, para que mandase sus tropas. Cuando lo supo, se le ocurrieron a la emperatriz varias ideas. ¿Esperaría más tiempo para recobrar el Trono u obraría sin demora? Resolvió esperar, para aparecer en escena como un Buda revivido y, cuando todo estuviera manifiesto, proceder al castigo. Entretanto sus espías la notificaron que Yuan Shih-k’al había salido de la ciudad a escondidas, sin que nadie supiese su paradero.
«Esperaré aún —pensó ella—. Siempre he acertado esperando. Me conozco y siento que no ha llegado la hora todavía».
Y dejó que siguiesen corriendo los días. Al calor del verano sucedió un otoño prematuro. Los días eran calientes, pero frías las noches. Las flores otoñales abrían sus pétalos con retraso. Los últimos lotos florecían en el lago, los pájaros tardaban en volar hacia el sur y los grillos entonaban su frágil canto al pie de los pinos.
Un día, poco después que el príncipe Kung hubo sido enterrado con los honores debidos, la emperatriz se sentó en su biblioteca para componer un poema. El aire era suave y ella, mientras mezclaba sus tintas, miró casualmente el patio bañado en sol. Una azul mosca-dragón volaba con las alas extendidas.
Pareciole a la emperatriz que nunca había visto un insecto de aquella clase con tal intenso color azul ni con las alas tan quietas. Seguramente era un presagio, pero ¿de qué? Lamentó que el color de la mosca-dragón fuese tan azul, porque tal era el signo de la muerte.
Levantose con prisa y fue hacia la puerta abierta para espantar al animalejo. Más éste no la temía y, esquivando las manos de la soberana, revoloteaba sin cesar sobre su cabeza. Las damas imperiales, que esperaban en la biblioteca, acudieron y, agitando manos y abanicos, quisieron ayudar a su señora, pero fue infructuoso. La emperatriz llamó a un eunuco y le mandó que echase al animal usando una larga caña de bambú.
Iba a obedecerla el sirviente cuando se oyó en la puerta una conmoción súbita y el eunuco mayor apareció, sin que le llamaran, para anunciar que el virrey Jung Lu había llegado de Tien-tsin.
No era frecuente, desde que Jung Lu, obligado, se casó con Mei, que acudiese ante el Trono sin que le avisaran. Siempre esperaba que se lo ordenasen, y hasta una vez ella se lo reprochó. Él repuso que ya se sabía que era un servidor leal, y por eso la emperatriz necesitaba enviarle un eunuco con un emblema de jade. Entonces Jung Lu se presentaba, cualquiera que fuese la hora y doquiera que se hallase.
La emperatriz mandó a los eunucos que se preparasen a acogerle y volvió a sentarse. La mosca-dragón había desaparecido y la emperatriz no llegó a terminar el poema. Veía un portento y presagio en la aparición súbita del insecto, pero no quería hablar de ello ni siquiera a los adivinos de la Corte, porque Jung Lu no se presentaría sin causa grave y ella no pensaba molestar a los cortesanos hasta que no supiera de qué se trataba. Con fiera impaciencia encubrió sus pensamientos y dejó calmosamente los pinceles para luego pasear por los jardines hasta mediodía. No quiso descansar ni comer hasta que Jung Lu apareciese y le hablara.
Hacia la noche aparecieron eunucos manifestando que el palanquín del virrey estaba en el gran patio exterior. La emperatriz le esperó en el patio central, que se usaba mucho en el ardiente verano. Esterillas de anea, de color de miel, se montaban sobre armazones de bambú para defenderse del sol. Bajo ellas se colocaban mesas y sillas y en torno a las muchas galerías laterales de los patios se instalaban macetas con flores y arbolillos. La emperatriz solía sentarse en su silla labrada, bajo sus viejos cipreses favoritos, que los jardineros imperiales recortaban dándole el aspecto de hombres provectos y graves. La emperatriz quería recordar así las figuras de sus antecesores, que siempre habían amado la belleza y la dignidad sencilla.
Un calor estival había renacido aquel día y el viento sur diseminaba la fragancia de los últimos lotos del lago. Se acercaba la noche. La fragancia floral embalsamaba el aire, y la emperatriz aspirándola, comparaba lo perdurable de la belleza con el tumulto de los conflictos humanos. ¡Ah, si Jung Lu llegase a ella como un amado y antiguo marido y ella le esperase como su antigua y amada mujer! Ya ninguno era joven y su pasión se extinguía sin satisfacerla, pero la memoria de su amor permanecía inalterable. El corazón de la emperatriz evocaba a su primo cada vez con mayor ternura y le hacía pensar que nada de lo sucedido entre ambos dejaría de ser perdonado.
Dos grandes candelabros de bronce alumbraban la penumbra del anochecer cuando la emperatriz vio llegar a Jung Lu. Él avanzaba solo hacia la que le esperaba sin un movimiento. Cuando llegó a su lado inició la venia, pero ella se lo impidió poniéndole la mano en el antebrazo.
—Siéntate —dijo, señalando una silla vacía a su izquierda.
Él se incorporó y sentose entre las sombras del suave anochecer. Los dos contemplaron las luces que ardían junto al lago, dando claridad a la noche.
Él dijo al fin:
—Quisiera que vivieses aquí sin preocupaciones. Tu mansión es muy bella como te corresponde. Pero he de decirte la verdad. La conjura contra ti llega a su punto culminante.
Apoyó las manos en el regazo de su túnica incrustada de oro. Los ojos de la soberana miraron aquellas manos grandes y fuertes. Eran todavía las de un joven. ¿No envejecería su primo nunca?
Murmuró:
—Es increíble y, no obstante, he de creerlo porque tú me lo aseguras.
Jung Lu se explicó:
—Yuan Shih-k’al me habló hace cuatro noches en secreto, y por eso vengo para prevenirte. El emperador le llamó hace doce días. Los dos se entrevistaron en el saloncito que hay a la derecha de la gran sala de audiencias.
—¿Hubo alguien más?
—El antiguo ayo del emperador. Weng T’ung-ho.
—Tu enemigo —comentó ella—. ¿Por qué me recuerdas a otra mujer ahora? Yo la había olvidado.
Jung Lu repuso:
—Mientras tú le odias cruelmente, yo le he perdonado. El pálido amor que florece en el alma de una mujer solitaria no significa nada para mí. Sin embargo, de él aprendí una lección.
—¿La necesitabas?
—Sí, porque así supe que tú y yo somos diferentes de los demás seres humanos. Vivimos solitarios como dos estrellas en el cielo y hemos de soportar nuestra soledad porque no podemos remediarla. A veces imagino que nuestra soledad nos ha salvado de otras cosas.
Ella se agitó inquieta.
—Creí que venías a hablarme de una conspiración contra mí.
—Y antes hablé para ahora manifestarte que otra vez me comprometo a serte fiel.
Ella se aplicó el abanico a la mejilla, como si quisiera poner una pantalla entre los dos.
—¿Quién más había en dónde se reunieron?
—La llamada Perla de las concubinas, favorita del emperador. Sabrás, porque todo llega a tu conocimiento, que el emperador no recibe a la consorte que le elegiste. Y ella ha transformado todo su amor en odio y es tu aliada.
La emperatriz dijo:
—Lo sé.
Jung Lu prosiguió:
—Debemos aliarnos, porque la Corte está dividida. Hasta la gente de la calle lo sabe. Un partido se llama el de la Venerable Madre y el otro el del Muchacho.
—Muy lamentable —observó ella—. Debiéramos guardar en secreto nuestros asuntos de familia.
—No podemos —respondió él—. Los chinos son como gatos. Se deslizan por todas las aberturas en silencio, oliendo nuestros rastros. El país está muy agitado y los rebeldes chinos esperan derrocar la dinastía manchú y adueñarse del poder. Tienes que volver a encargarte de él.
—Ya sé que mi sobrino es un necio —dijo ella con tristeza.
—Pero no quienes le rodean —replicó Jung Lu—. ¿Has leído los edictos de tu sobrino? Más de ciento en cien días.
—Se lo he permitido.
—¿Y no le preguntas nada cuando te visita cada siete días?
—Nada. Tengo mis espías.
Él repuso bruscamente:
—Por esa razón te odia. Sabe que tu eunuco espera siempre, arrodillado, junto a la puerta. ¿Se arrodilla el emperador ante ti?
—Lo hace por obligación —repuso ella con indiferencia—. Soy mayor que él.
Pero le constaba que Li Lien-ying, en su impudencia y confianza, era quien hacía arrodillarse al emperador. Y ella no estaba exenta de culpa, puesto que aquello le constaba. Fingía lo contrarío, desde luego. Su grandeza estaba mezclada con aquellas pequeñeces, y se aceptaba tal como era en lo chico y lo grande.
Jung Lu siguió:
—Sé también que tus eunucos han hecho que tu sobrino los soborne para que consientas que le traigan a tu palacio, como si sólo fuera un funcionario palatino. Eso es incorrecto y no lo ignoras.
Ella emitió una risilla.
—No, pero le veo tan blando y tan temeroso de mí, que me despierta el deseo de torturarle.
Jung Lu adujo:
—No te teme tanto como crees. Sus cien edictos no son obra de un hombre débil. Recuerda, además, que es tu pariente y miembro del clan Yehonala.
Los grandes ojos y la solemne voz de su primo hicieron concentrarse los pensamientos de la emperatriz. Apartó la cabeza. A Jung Lu sí le temía. Su corazón tembló al haber de reconocerlo y un impulso de su perdida juventud circuló por su sangre. Tenía la boca seca y le ardían los párpados. ¿Habría echado a perder la finalidad de su vida? Mas ya estaba demasiado vieja para pensar en el amor ni en su recuerdo siquiera. Lo perdido se había perdido sin remisión.
Murmuró:
—Háblame de la conjura.
—Se trata de rodear tu palacio y obligarte a que te inmoles prometiendo no firmar más decretos, despedir a tus espías, devolver el Gran Sello Imperial y, desde ahora, no cuidarte más que de tus flores, tus pájaros canoros y tus perros favoritos.
—¿Por qué? —preguntó ella, soltando el abanico y dejando caer, desalentada, las manos sobre las rodillas.
—Porque eres el obstáculo que se opone a que ellos moldeen una nación moderna, al estilo de las de Occidente.
—Sí —alegó ella—; supongo que con ferrocarriles, cañones, navíos, guerras, ejércitos, ataques a otros pueblos y rapiñas.
Se levantó de un salto, alzó las manos y se arrancó la toca manchú.
—No, no quiero ver mi reino destruido. Es el legado de gloría que nos dejaron nuestros antecesores. Amo al pueblo que gobierno y no soy extraña a él. Durante doscientos años el Trono del Dragón ha sido nuestro y ahora es mío. Mi sobrino me ha traicionado a la vez que a todos nuestros ascendientes.
Jung Lu se levantó también.
—Mándame, majestad.
Aquellas palabras la tranquilizaron.
—Óyeme. Has de convocar en mi nombre a mi Gran Consejo. Todo en secreto. Que los hombres de nuestro clan imperial vengan también. Ellos me ayudarán a deponer a mi sobrino y me pedirán que vuelva yo a ocupar el Trono del Dragón. Afirmarán que mi sobrino ha traicionado el país para entregarlo a sus enemigos. Esta vez los oiré y accederé a lo que pidan. Tus ejércitos han de remplazar a los guardias imperiales en la Ciudad Prohibida. Cuando el emperador entre mañana en el palacio de Chung Ho para ejecutar los sacrificios de otoño, le prenderás y le llevarás prisionero a la isla que hay en medio del lago y que llamaremos Terraza del Océano. Allí aguardará, encerrado, mi llegada.
Volvía a ser la de siempre y su vigoroso cerebro trabajaba con actividad, viendo con la imaginación las escenas que planeaba. Jung Lu, tapándose la boca con la mano, habló. Tenía los ojos relumbrantes.
—Eres la emperatriz del universo. Para pensar lo mismo que tú un hombre tendría que reflexionar de aquí a pasado mañana. No tengo más que preguntarte, el plan es perfecto.
Se miraron largamente. Luego él la dejó sola.
A las dos horas llegaron los Grandes Consejeros, a hombros de portadores de palanquines que habían ido a la carrera en la noche. La emperatriz se hallaba en su trono, con sus vestiduras regias, de raso con aves fénix dorados, y en la toca manchuriana en la cabeza. Dos grandes antorchas flameaban a su lado, iluminando los hilos de oro de sus ropas y arrancando resplandores a sus joyas y a sus ojos. Los príncipes y sus hombres la rodeaban, y todos, a un signo de los eunucos, cayeron de rodillas.
—Grandes, príncipes, parientes, ministros y consejeros —comenzó ella—, en la ciudad imperial se prepara una asonada contra mí. Mi sobrino, a quien hice emperador, proyecta aprisionarme y matarme. Conseguido eso, os matarán a vosotros y nombrarán nuevos hombres de gobierno entre los que siguen la voluntad de mi sobrino. Nuestros antiguos hábitos terminarán, se abolirá la antigua sabiduría y se destruirán nuestras escuelas. Escuelas nuevas, nuevos pensamientos y nuevas costumbres sustituirán a lo nuestro. Los enemigos extranjeros serán nuestros guías. ¿No es eso una traición?
Todos gritaron a una:
—¡Traición, traición!
Ella extendió las manos con su antigua gracia.
—Os ruego que os levantéis, que os sentéis y que estudiemos, como entre hermanos, los medios de deshacer ese vil invento. No temo la muerte, pero sí la de nuestra nación y esclavitud del pueblo. Cuando yo falte, ¿quién lo protegerá?
Jung Lu tomó la palabra:
—He llamado a tu general Yuan Shih-k’al, que te explicará mejor la conjura.
La emperatriz inclinando la cabeza, dio permiso. Yuan Shih-k’al se adelantó. Vestía de uniforme, con la ancha espada al cinto. Hizo una reverencia y habló en voz alta y sin inflexiones:
—En la mañana del quinto día de esta luna fui llamado por última vez ante el Hijo del Cielo. Tres veces me había llamado, pero no me mencionaron la conspiración hasta esta postrera vez. Era tan temprano que el emperador estaba en el trono casi a oscuras, porque la claridad del día no alumbraba aún el salón. Me mandó acercarme para darme órdenes en voz baja y obedecí. Me encargó que me dirigiese a toda prisa a Tien-tsin y diera muerte al virrey Jung Lu. Luego yo debería volver sin demora a Pequín con mis soldados, apresaros, Sagrada Madre, y encerraros en vuestro palacio. Yo debía buscar el sello imperial y llevarlo al Hijo del Cielo, quien afirmó que era suyo desde que ascendió al Trono. Esto, dijo, no os lo perdona, majestad, porque hace que el pueblo piense que no confiáis en él. Para probarme que sus órdenes eran definitivas, me entregó una flecha de oro como símbolo de mi autoridad.
Yuan Shih-k’al extrajo de su cinturón una flecha de oro. Todos rezongaron al verla.
La emperatriz preguntó con voz muy blanda y ojos muy brillantes:
—¿Qué recompensa te prometió?
—El virreinato de esta provincia, majestad —repuso Yuan.
—Poco para tanto servicio. La mía será mucho mayor —dijo ella.
Los grandes consejeros escuchaban al general, indignados contra tanta perfidia. Luego cayeron de rodillas y pidieron a la emperatriz que tomase para sí el Trono del Dragón y salvase al pueblo de los bárbaros de los mares occidentales.
Ella dijo, gracilmente:
—Os otorgo lo que pedís.
Se levantaron, razonaron y, bajo la dirección de la soberana, acordaron que Jung Lu volviera secretamente a su puesto tan pronto como relevara con sus propios hombres la guardia de la Ciudad Prohibida. Cuando el emperador, al amanecer, fuese a pronunciar la letanía que el Departamento de Ritos había preparado para el sacrificio a las deidades tutelares, guardias y eunucos le arrestarían, le llevarían a la Terraza del Océano y allí le harían esperar la llegada de la venerable madre.
A medianoche quedó aprobado todo. Los consejeros volvieron a la ciudad y Jung Lu, sin despedirse, se dirigió a su puesto. La emperatriz descendió del trono y, apoyada en el brazo de su eunuco, se encaminó a su alcoba. Allí, como todas las noches, la bañaron, perfumaron, peináronla y le dieron los vestidos de noche, de perfumada seda. Ya iba a apuntar la aurora, momento en que debía prenderse al emperador, pero ella cerró los ojos y se durmió apaciblemente.
Despertó. Reinaba silencio en los palacios. Estaba ya alto el sol y el aire era suave y fresco. A pesar de las advertencias de los médicos de la Corte, que creían perniciosos los aires nocturnos, la emperatriz siempre dormía con las ventanas abiertas y las cortinas incluso descorridas. Dos damas hacían guardia cerca de ella y junto a la puerta velaban una veintena de eunucos, no más ni menos que los habituales.
Se levantó como siempre, y su camarera procedió a ejecutar su tocado, tardando algo más que otras veces porque la emperatriz vaciló en la elección de sus alhajas, optando al fin por unas amatistas oscuras, piedras sombrías que no solía utilizar. También escogió un vestido oscuro, de raso gris con brocados. Las mujeres le llevaron orquídeas para adornarse la cabeza, pero las rechazó, porque todo en aquel día debía ser solemne.
Tomó con el acostumbrado apetito un buen desayuno, jugó con sus perros y embromó a uno de sus pájaros imitando su voz hasta que la pobre ave casi enloqueció cantando para sofocar aquella voz que le remedaba.
Li Lien-ying esperó en la antesala hasta que le llamó su señora.
—¿Ha ido todo bien? —le preguntó ella cuando lo vio entrar.
—Se han cumplido vuestras órdenes, majestad.
—¿Está nuestro huésped en el islote de la Terraza del Océano?
Los rojos labios de la emperatriz temblaban como si reprimiese la risa.
—Dos huéspedes, majestad. La Perla de las concubinas corrió detrás de nosotros y se asió fuertemente a la cintura de su señor. No quisimos retrasar el cumplimiento de la orden ni nos atrevimos a dar muerte a la imperial concubina sin vuestra autorización.
Ella dijo:
—Yo tengo la culpa por no mandar… Pero nada importa eso sí él está allí. Mi sobrino me responderá de su traición. Iremos tú y yo solos. Ni necesito guardia para tratar con un ser tan desvalido.
Hizo crujir el pulgar y el índice, llamando a su perro del septentrión, y el blanco y enorme animal, grande como un oso, se puso en movimiento, acompasando su andar al de su ama. Li Lien-ying los seguía.
Anduvieron, sin hablar, hasta el lago, y cruzaron un puente de mármol. Contempló las muchas bellezas que ella había creado: los acres en las colinas, los tardíos lotos rosáceos del lago, las doradas techumbres, las esbeltas y primorosas pagodas, los jardines terraplenados y los bosquecillos de pinos. Y la emperatriz pensó que todo se debía a ella y a su invención. Mas ¿de qué le habría servido aquello si habitase allí como una prisionera? No le bastaba la belleza si perdía la libertad y el poder. No hubiera querido hacer a su vez un prisionero, pero debía efectuarlo por sí misma y por su pueblo. Esperaba sinceramente que su prudencia salvase el país de las locuras de su sobrino.
Afirmada allí su propia voluntad, llegó a la isla y, con el perrazo a su lado y su eunuco como escolta, entró en el pabellón que se alzaba en la isla.
El emperador, que vestía las ropas rituales de adoración, se levantó al verla llegar. Su alargada faz estaba pálida, sus grandes ojos expresaban tristeza y su boca, delicada como la de una mujer, con labios finamente trazados y siempre entreabiertos, aparecía temblorosa.
—¡De rodillas! —mandó su tía.
Y ocupó el asiento de honor. En todos los palacios, pabellones, cámaras o lugares de retiro, el asiento central era siempre el suyo.
El joven se arrodilló ante ella y bajó la frente hasta el suelo. El perro le olió minuciosamente de cabeza a pies y luego se tendió en el suelo, aprestándose a guardar a su dueña.
La emperatriz miró con acritud al hombre arrodillado.
—Mereces ser estrangulado, descuartizado y arrojado en pedazos a las bestias feroces.
Él no habló ni hizo un solo movimiento.
—¿Quién te puso en el Trono del Dragón? —preguntó su pariente.
No levantaba la voz, ni le era necesario, porque su acento sonaba como frío acero en los oídos del joven.
—¿Quién estaba a la cabecera de tu lecho cuando eras niño pequeño? ¿Quién, di, te hizo emperador?
Él murmuró unas palabras ininteligibles. La emperatriz le empujó con el pie.
—¿Qué tienes que decir? Alza la cabeza y mírame si te atreves.
El joven levantó la cabeza.
—Digo que hubiera preferido que, siendo niño, no me hubieras sacado de la cuna.
Ella replicó:
—¡Desgraciado a quien concedí el lugar más elevado del mundo! ¡Cómo un hombre fuerte se regocijaría, cómo estaría agradecido a su madre adoptiva, cómo se mostraría digno de que me enorgulleciese de él! Y tú no pensando más que en tus juguetes extranjeros, y tus diversiones, dejándote corromper de los eunucos, temeroso de tu consorte, poniendo a concubinas insignificantes por encima de la emperatriz… ¿Puede haber un príncipe manchú, ni hasta un hombre común, que no me pida que recobre el Trono? Día y noche me lo vienen solicitando. ¿Y quién te apoya, no siendo los chinos rebeldes? Se proponían, necio, lisonjearte y convencerte y, cuando te tuvieran en su poder, derrocarte y acabar con la dinastía. Me has traicionado a mí y a nuestros sagrados antecesores. Querías sacrificar a los grandes seres que nos han gobernado. A los rebeldes se les ajusticiará y a ti…, a ti…
La emperatriz respiraba con trabajo. Detúvose, se llevó la mano al corazón y vio que latía como a punto de estallarle. El perro la miró y gruñó. Ella forzó una sonrisa.
—Una bestia es más fiel que un hombre —dijo—. Pero no te haré matar, sobrino. Incluso conservarás el nombre de emperador. Vivirás prisionero, vigilado e infeliz. Me implorarás que te devuelva tu cargo y gobierno. Y yo te lo devolvería, muy contra mi voluntad en verdad, si fueses un hombre fuerte que supiera gobernarnos. Pero, siendo débil e inepto para el gobierno, me veo obligada a ocupar tu puesto. Y desde aquí hasta que mueras…
Abriéronse las cortinas de una puerta y asomó la Perla de las concubinas. Corrió junto a su señor, se lanzó a los pies de la emperatriz y, sollozando, pidió:
—Os ruego que no le reprochéis más, santa madre. Mucho siente haber conturbado vuestro ánimo. Sólo desea el bien, porque nunca he visto hombre más amable y gentil. Es incapaz de dañar ni a un ratón. Os aseguro, madre imperial, que el otro día mi gato atrapó un ratón y mi señor se lo quitó trabajosamente de la boca y se esforzó en volverle la vida.
—Calla, niña boba —ordenó la emperatriz.
Pero la Perla de las concubinas no estaba dispuesta a callar. Alzó la cabeza, se sentó sobre los talones y, sin dejar de llorar, habló así a la altiva soberana:
—No callaré, aunque me matéis si os place. No tenéis derecho a disponer del Trono. Mi señor es emperador por voluntad del cielo y vos sólo fuisteis un instrumento del destino.
—Basta —dijo la emperatriz, con una expresión tan severa como la de un hombre—. Has rebasado tanto los límites permitidos, que no volverás a ver a tu señor.
El emperador se incorporó de un salto y gritó:
—¡No, sacra madre! No matarás a esta inocente criatura, única que me ama, que no adula, ni finge, ni tiene culpa alguna…
La concubina se levantó también y se asió al brazo del joven.
—¿Quién te cocinará las cosas como te gustan? ¿Quién te calentará el lecho cuando tengas frío?
La emperatriz repuso:
—No serás necesaria, porque mi sobrina, la consorte, vendrá a residir aquí.
Se volvió imperiosamente a Li Lien-ying, que se acercó para recibir órdenes.
—Llévate a la Perla de las concubinas. Condúcela a la parte más separada del palacio. En el de las Concubinas Olvidadas hay dos pequeños cuartos interiores. Ésa será su prisión hasta que muera. No se cambiará de ropa hasta que se le caiga a pedazos la que lleva encima. Su comida será arroz inferior y col de la más ordinaria. No se mencionará su nombre en mi presencia. Cuando muera, no se me dará la noticia.
—Sí, majestad —dijo el eunuco.
Pero su pálido rostro delataba que no le placía la dura tarea que le encomendaban y que sólo la cumplía porque no tenía otro remedio. Tomó a la mujer por la muñeca y salió con ella. Cuando se hubo ido, el emperador cayó sin sentido al suelo, retorciéndose, inconsciente, a los pies de la soberana. El perro blanco miraba y gruñía, y la emperatriz permanecía inmóvil y silenciosa, con los ojos fijos en el paisaje que se divisaba más allá de las abiertas puertas.