LA EMPERATRIZ MADRE
Llegó el invierno, con sus fríos vientos del Norte, y Pequín quedó aterido. Los árboles de los patios, que en verano, con su lujuriante esplendor, los hacían parecer vastos jardines tropicales, estaban desprovistos de hojas, y sus esqueletos, grises bajo la escarcha, parecían espectrales centinelas de las techumbres. Se habían helado los lagos y se hallaban bloqueadas por carámbanos las bocas de canalones y gárgolas. Los vendedores callejeros de batatas asadas hacían muy buenas ventas, porque el terrícola producto calentaba las manos y llenaba los vientres de la gente pobre. Los transeúntes andaban por las vías públicas con la cabeza cubierta y tiritando de frío. Cuando se abría la boca para hablar, la respiración parecía solidificarse y formar en el aire volutas de espeso vapor. Las madres decían a los hijos que no llorasen para que no se les fuese con las lágrimas el calor interior.
Era el invierno más crudo que podía recordarse, con un frío que no se limitaba a la carne tan sólo, ya que penetraba hasta la médula de los huesos y dejaba congelados los corazones.
Ya sepultado el emperador y dirimida la cuestión sucesoria, una larga serie de años sombríos se presentaba a las mentes sensatas de quienes no querían engañarse a sí mismos. El tratado hecho por el príncipe Kung con los invasores blancos se limitaba a reconocer paladinamente la victoria de los enemigos.
Un día de Invierno, la emperatriz madre se hallaba sola en su despacho privado. Tenía extendido en la mesa el pergamino que contenía el tratado. Aunque nadie estuviera con ella, su soledad era muy relativa, ya que el eunuco Li Lien-ying andaba siempre lo bastante cerca para acudir a una mera llamada de su señora. Su vida consistía en esperar a que ella le llamase o se moviera. Entretanto, Tzu Hsi se conducía como si aquel servidor suyo no existiera.
En la fría mañana la emperatriz madre leía repetidamente el tratado. Lo hacía cuidadosamente y sin prisa, ponderando cada una de sus palabras y dando forma en su imaginación al significado de cada concepto.
De entonces en adelante, Francia, Inglaterra y otras naciones extranjeras tendrían en Pequín ministros representantes de sus gobiernos, Ello implicaba que los acompañarían sus mujeres, hijos, criados, empleados, guardias y emisarios, con sus respectivas familias. Los brutales hombres blancos encontrarían, sin duda, maneras de engañar y burlar a las pobres mujeres chinas, y todo sería confusión bajo el cielo.
Además, el tratado imponía a la emperatriz madre y regente el deber de reunir millares de libras de oro para indemnizar a los vencedores, sufragándoles los gastos de una guerra a la que ellos habían forzado a China. ¿Existía alguna justificación en el hecho de que hubiese de pagar la guerra la parte que no la había buscado, ganado ni querido?
Para colmo, el tratado determinaba que se abriesen a los blancos nuevos puertos, incluyendo el de Tien-tsin a menos de cien millas de la capital. ¿No significaba aquello que iba a comenzar un continuo aflujo de mercancías? ¿Y quién ponía en tela de juicio que la vista de los artículos extranjeros suscitaría en las mentes de las personas de poca instrucción deseos que no podían conducir a nada bueno? ¡Nuevos motivos de confusión, santos cielos!
Algo más añadía el tratado; y era que los ministros de las religiones extranjeras podrían entrar en el país a su capricho, circular por él libremente, instalarse donde quisieran y enseñar al pueblo la religión de los dioses extranjeros. ¿No iba ello a producir desastres a la nación?
Estos males y otros muchos parecidos veía la emperatriz en el funesto tratado que examinaba, sola en su habitación de trabajo de la Ciudad Prohibida.
Pero no hablaba de ello a nadie. Le llevaban alimentos y no se los llevaba a la boca. Se hacía de noche y no reparaba en ello siquiera. Su eunuco solía ponerle al alcance de la mano una taza de su predilecto té verde, pero la emperatriz no se daba cuenta. Ni bebía el aromado líquido ni extendía la mano hacia la taza.
Llegaba la madrugada, y ella, a veces, apartaba a un lado el pergamino. Pero no por eso se levantaba de la silla para ir a descansar en su dormitorio. Grandes bujías encarnadas ardían lentamente en candelabros dorados, y sus llamas, al elevarse, formaban extrañas sombras en las pintadas vigas del alto techo. El eunuco, fiel a su deber, entraba y salía con la suficiente oportunidad para sustituir las velas muy gastadas. Y la emperatriz continuaba sumida en una meditación tan profunda como nunca había conocido, sin separar la barbilla del hueco de la mano en que la apoyaba.
Su hijo, el joven emperador, iba a cumplir seis años pasados unos meses. Y ella misma tenía veintiséis solamente. El niño no se sentaría en el Trono hasta que cumpliese los dieciséis años. Por lo tanto, a ella le correspondía perder diez de juvenil femineidad rigiendo el país en nombre del emperador.
¿Y qué era aquel país? Una extensión tan vasta como nadie podía imaginar, una nación más vieja que la historia misma, un pueblo tan numeroso que nadie lo había contado jamás, una raza a la que ella misma era ajena. Incluso con paz, semejante reino constituía una carga monstruosa. Y no había paz. La rebelión progresaba, el país estaba dividido y el rebelde Hung gobernaba como emperador en Nanquín, la capital meridional de los Ming, la última dinastía china. Los ejércitos imperiales luchaban incesantemente contra él, pero Hung mantenía su poder y la gente común, indecisa entre los dos ejércitos, perecía de hambre. La emperatriz madre sabía muy bien que sus tropas no obraban mucho mejor que las rebeldes, porque casi nunca se les pagaba a tiempo y, para no padecer escaseces, se dedicaban a vivir de la propiedad del pueblo, robando tanto como combatían. Y por eso las gentes del campo, viendo quemadas sus aldeas y taladas sus cosechas, tenían igual odio por los rebeldes que por los imperiales.
Tal era la carga de la joven emperatriz.
Por aquel entonces había sobrevenido una rebelión nueva: la de los musulmanes de la provincia meridional de Yun-nan. Aquellos musulmanes eran descendientes de árabes procedentes de tribus del Oriente Medio, que habían venido como comerciantes en anteriores siglos, quedándose en el país, casándose con mujeres chinas y originando una raza mestiza. Esa gente adoraba a sus propios dioses y, como el número de sus descendientes había crecido mucho, aquellos adoradores de dioses ajenos eran cada vez más atrevidos. Los virreyes chinos, aunque nombrados por el Trono del Dragón, vivían muy lejos, por lo que procedían con dureza y codicia. En consecuencia los musulmanes se rebelaron, proponiéndose separar su país del resto del reino y darse gobierno propio.
Tal era la carga de la joven emperatriz.
A esas cargas había una más que añadir. La de que era mujer. Y los chinos no confían en las mujeres como gobernantes, asegurando que; en general, desconocen las reglas del gobierno. La emperatriz madre no dejaba de admitir que había en eso muchos puntos de verdad. En sus largas horas de soledad había leído detenidamente la historia. Así sabía que en el siglo octavo, bajo la dinastía de los Tang, la emperatriz Wu, esposa del gran emperador Kao Tsung, se había apoderado del Trono, arrebatándoselo a su hijo, maldad que había mancillado para siempre el nombre de todas las mujeres. Los hombres se levantaron contra ella y libertaron al joven emperador de la prisión en que le había encerrado su madre. No por eso quedó seguro el soberano, porque ocurrió entonces que su mujer, la emperatriz Wei, codició a su vez el Trono y adquirió la mala costumbre de esconderse tras las cortinas y escuchar todas las habladurías que circulaban, produciendo tantos desórdenes que sólo la muerte pudo tranquilizarla. Tan pronto como estuvo en la tumba, con una pesada lápida encima para impedir que saliera, la princesa T’al-p’ing, que había sido enemiga de la muerta, preparó una conjura para envenenar al hijo y heredero del emperador, por lo que también fue necesario matarla. Pero ese mismo heredero, cuando llegó a emperador con el nombre de Hsüan Tsung, cayó bajo el poder de su hermosa concubina Kuei-Sei, que tanto hechizó al emperador con su belleza y el ingenio y despejo de su mente y en tal ruina le sumió con su amor a las joyas, las sedas y perfumes, que el pueblo volvió a rebelarse, a las órdenes de un jefe que obligó a Kuei-Sei a ahorcarse ante los ojos de su egregio enamorado. Y con ella murió la gloria de los Tang, ya que el emperador no volvió ocuparse en los asuntos de gobierno. La historia aquellas mujeres era una sucesión de males y no había una de ellas que no siguiese siendo, aun después de tantos años de muertas, enemiga del imperio y de la emperatriz actual. ¿Cómo, recordando aquellos ejemplos, podía el pueblo creer que una mujer podía gobernar bien y con justicia?
Tal era la carga de la joven emperatriz.
Una carga más remachaba todas las otras; y era la de su personalidad propia. Aunque tenía una cultura que superaba a la de muchos hombres de letras, Tzu Hsi conocía sus faltas y peligros y sabía que, como joven y de corazón apasionado, podía ser traicionada por sus deseos individuales. Le constaba bien que no era una mujer de una pieza y no tenía una personalidad de aquellas en las que no se encuentran fisuras. En su interior vibraban una veintena de mujeres diversas y no todas eran serenas y fuertes. La emperatriz conocía sus blanduras, sus temores, su anhelo de alguien más fuerte que ella, de un hombre en quien pudiera confiar. Pero ¿dónde estaba ese hombre?
Al llegar a esta pregunta la emperatriz puso fin a su meditación y se levantó. Notábase helada hasta en el alma. Li Lien-ying apareció en el acto.
—Ya es tiempo de que vayáis a descansar, Venerable.
Hablando así, el eunuco extendió su brazo. Ella apoyó la mano encima y se dejó conducir a la cerrada puerta de su alcoba. Él la abrió y cediole el paso. La mujer de servicio, que esperaba siempre, recibió a su señora y cerró la puerta.
Un brillante sol de invierno despertó de su sueño a Tzu Hsi. Tendida en el lecho empezó a meditar en las cosas que sintiera la noche antes. Si era cierto que tenía pesadas cargas, ¿acaso le faltaban los medios de sobrellevarlas? Verdad que era muy joven, mas también la juventud significa fuerza. Si bien era mujer, había, como tal, dado la vida al hijo de un emperador. No seguiría el mal camino de aquellas otras mujeres que lo habían sacrificado todo, incluso sus propios hijos, a su deseo de gobernar solas.
Ella sólo pensaría en su hijo. En los diez años que le quedaban de ser regente hablaría siempre con dulzura y sería cortés con todos, sin enojarse nunca con nadie, salvo si viera en peligro a su hijo. Había de pensar ante todo en el futuro poder de aquel muchacho. Procuraría construir para él un imperio sólido y recio, y cuando ascendiese al poder efectivo, ella se retiraría para que nadie fuese rival del emperador, ni siquiera su madre.
Sí, sabría demostrar que incluso una mujer sirve para el gobierno. En eso la ayudaban su juventud, salud y buena voluntad.
Se levantó del lecho fortalecida por la energía que le prestaban aquellos pensamientos.
A partir de aquel día, todos vieron una nueva emperatriz. Una mujer fuerte, dulce y de modales corteses como nunca. Hablaba a los hombres sin mirarlos a la cara, apartaba la cabeza incluso de los eunucos y se dirigía con iguales atenciones a los que eran muy pequeños y a los que eran muy grandes. Dijérase que siempre estaba distante de todos y muy próxima a ellos. Nadie tenía intimidad con ella ni conocía lo que pensaba o soñaba. Aquella emperatriz vivía sola entre los inexpugnables e invisibles muros de su cortesía. Muros en los que no había ninguna brecha ni puerta alguna. Como para aislarse más del pasado, abandonó los palacios en que había morado hasta entonces y eligió como residencia un distante edificio situado en el Camino Oriental. Aquel edificio se llamaba el Palacio de Invierno y sus seis grandes salones y sus muchos jardines habían sido construidos por el antepasado Ch’ien Lung, que amuebló aquel pabellón a su gusto. Había cercana una vasta biblioteca, también erigida por el mismo antepasado y colmada con treinta y seis mil libros en los que se guardaban los recuerdos y los asertos de todos los grandes intelectuales.
A la entrada de aquellos palacios había un especie de vasta mampara decorada con nueve dragones imperiales de porcelana, pintados de múltiples colores. Pasado aquel que pudiera llamarse inmenso biombo, seguían dos grandes salones, el mayor de los cuales era el de audiencias, que daba a una ancha terraza de mármol. Seguían los demás, cada uno con su respectivo patio. La emperatriz escogió uno de ellos para su privada estancia del trono. Allí se arrodillarían ante ella los príncipes y ministros que deseasen una conferencia a solas. Tras aquel salón hallábase su cuarto de residencia, al fondo del cual se abría su alcoba. Era esta pequeña y tranquila, con el lecho incrustado en una pared. El colchón estaba cubierto por una colcha de tela de raso amarillo. Las cortinas, de gasa amarilla también, se realzaban con bordado de flores rojas de granado, por las que la emperatriz tenía predilección especial. El pabellón siguiente le servía de santuario secreto y tenía un altar de mármol con un Buda de oro encima. A la derecha de la imagen veíase un pequeño Kuan Yinn de oro, y a la izquierda un dorado Lohan, que era el espíritu de la sabiduría orientadora. Pasado el santuario abríase una larga estancia donde montaban la guardia los eunucos de la emperatriz, que podían acudir inmediatamente a cualquier orden suya, sin molestar a nadie, entretanto, con su presencia.
Las habitaciones que a la sazón ocupaba la emperatriz estaban amuebladas con el lujo que le era tan grato. Había mesas labradas y sillas y divanes cubiertos de cojines de raso escarlata. Allí tenía sus muchos relojes, sus flores, su mesa de escritorio y los mueblecillos en que guardaba sus rollos de pintura. Cada estancia estaba separada de la contigua por puertas pintadas de bermellón, con cornisas doradas. Una puerta lateral conducía desde el más privado de sus patios interiores a un jardín mandado plantar por el antepasado Ch’ien Lung.
Allí se sentaba aquel antiguo emperador cuando llegó a viejo, para soñar bajo los rayos solares que se filtraban bajo las hojas de los bambúes. Los batientes de la puerta de aquel jardín tenían forma de media luna y eran sus quicios de mármol delicadamente trabajados. Los muros tenían incrustados pequeños mosaicos de lindos colores. Bajo los pinos seculares, que la edad inclinaba hacia la tierra, crecía una espesa capa de musgos. El olor de los pinos perfumaba el aire bajo el brillo del sol. En un rincón apartado, pero más claro bajo el cielo que ninguno, se alzaba un reducido pabellón, cerrado siempre y del que sólo la emperatriz tenía la llave. Allí el antepasado Ch’ien Lung había descansado en su féretro en espera del fausto día en que lo enterraran.
En aquel silencioso y antiguo lugar la joven emperatriz madre paseaba a menudo, siempre sola, llevando sobre sus hombros la carga de las cosas que la preocupaban. Cargas que le parecían cada día más pesadas. Muy fuerte había de ser para soportar cuanto le deparaba la vida que se había buscado. Se levantaba diariamente en los crudos amaneceres y tan pronto como se vestía hacíase llevar en su imperial palanquín amarillo al salón de audiencias. No iba sola porque, fiel al propósito de ser siempre modesta e irreprochable por su cortesía, pedía a su fraternal corregente que la acompañara y asistiese a las audiencias en su respectivo trono, tras una cortina. Sin tal cortina no se sentaba nunca la emperatriz madre. El Trono del Dragón estaba vacío y ella afirmaba que lo seguiría estando hasta que el juvenil emperador tuviera edad suficiente para regir el estado. Entretanto las dos emperatrices viudas permanecían sentadas tras las cortinas de seda y allí, rodeadas por sus damas y eunucos, escuchaban cómo el príncipe Kung, en pie a la derecha del trono vacío, recibía informes y memoríales de los príncipes, ministros y cuantos deseaban formular alguna propuesta o petición.
Un día de invierno aparecieron entre los convocados unos hombres que rogaron a las regentes que se acabase con el gobierno del rebelde Hung en la ciudad meridional de Nanquín. Los virreyes de las provincias colindantes habían sido arrojados de sus gobiernos por los insurgentes y acudían a solicitar que se rectificase esa situación.
El por la edad decano de los virreyes, que había gobernado largo tiempo la provincia de Kiangsu, era viejo y gordo. Una diminuta barba brotaba de su barbilla y un largo bigote gris se mezclaba con aquella barba. Se arrodilló desasosegadamente. El frío del mármol del suelo traspasaba los cojines de pelo de caballo en que descansaban sus rodillas. Pero era de rigor que permaneciese en aquella postura ante el desierto trono y la cortina de seda que le servía de fondo. El virrey declaró:
—El rebelde Hung empezó su carrera siendo cristiano. Por lo tanto, ha bebido las enseñanzas de una religión extranjera. Tampoco es un verdadero chino. Su padre era un labriego, hombre ignaro que nunca profesó la cultura y que pertenecía a la tribu de oscura piel de los Hakkas, rudos habitantes de los montes del Sur. Mas su hijo Hung, cuyo verdadero nombre es Hsiu Tsuan, deseaba elevarse, y por lo tanto hizo estudios y se presentó a los exámenes imperiales, con la esperanza de llegar a gobernador. Se examinó y fue rechazado; volvió a presentarse y sufrió nueva repulsa… Tres veces fracasó.
»En el curso de sus movimientos conoció a un cristiano que le habló del descenso a la tierra del dios extranjero Jesús y de cómo, cuando le mataron sus enemigos, resucitó al tercer día y tornó a ascender a lo alto. Hung, abatido en aquellos momentos por el tercer fracaso, sintió viva admiración y envidia de aquel dios. A partir de entonces comenzó a tener sueños y visiones. Acabó declarando la doctrina de la encarnación humana de Jesús y convocó a todos los descontentos, gente desordenada e hijos rebeldes, llamándolos a seguirle y diciéndoles que con su ayuda derrocarían la dinastía y establecerían un nuevo reino mandado por él, y al que se llamaría el Reino de la Gran Paz. También juró que todos los ricos serían hechos pobres y todos los pobres ricos, que los soberbios serían humillados y ensalzados los humildes. Con tales promesas encontró muchos secuaces que, al correr el tiempo, se ha convertido en millones. Se ha apoderado de tierras y oro, merced a los cuales ha comprado cañones a los hombres blancos. A diario se le unen más personas adversas al orden, y todos le dan el título de Rey Celestial. Bajo la influencia de su mágico poder sus partidarios caen en trances y ven visiones. Se dice que ese Rey Celestial, si necesita soldados, los recorta en el papel e infundiéndoles su soplo los convierte en hombres aptos para combatir.
»En todas partes la gente honrada está enloquecida de terror. Opino que todo nuestro país será destruido si no acabamos con ese demonio. Pero ¿quién se atreve a aproximarse a él? Carece de conciencia y de temor, no le preocupa nada el bien ni el mal, y confunde a los justos.
La emperatriz madre, detrás de la amarilla cortina de seda oía aquel informe con cólera que crecía a cada palabra. ¿Iba un hombre solo a destruir la nación mientras el hijo de ella era solamente un niño? Urgía reorganizar los ejércitos imperiales. Era menester nombrar generales nuevos. Bueno estaba ser benigna donde convenía la benignidad, pero no podía seguir tolerándose a aquel rebelde, que acabaría devorando todo el reino. Y entonces, ¿quién podría eliminarle?
Concluida la audiencia de aquel día, cuando el príncipe Kung fue, como de costumbre, al cuarto privado del trono de la emperatriz, hallose con una mujer fría, altanera y llena de determinación. Aquél era otro aspecto de su personalidad. Porque, entre las muchas que concurrían en ella, había dos predominantes que diferían entre sí tanto como difiere la mujer del hombre. Sabía ser tan bondadosa que hacía que las gentes la llamasen Nuestra Benévola y Sagrada Madre y la Kuan Yin del Muy Benigno Rostro. Más también sabía desplegar la endurecida crueldad de un verdugo junto al tajo. Y aquel día concreto el príncipe Kung no encontró ninguna benévola madre ni rostro benigno, sino una reina fuerte y enojada, no dispuesta a tolerar lenidades en sus ministros.
Empezó preguntando desde su trono:
—¿Dónde está ese general que manda nuestros imperiales ejércitos? ¿Dónde está Tseng Kuo-fan?
Tseng Kuo-fan, que mandaba las fuerzas imperiales que combatían a los rebeldes chinos, era hijo de una gran familia de terratenientes de las provincias semimeridionales de Hunan. Su abuelo le había enseñado los principios y aplicaciones de la sabiduría y la cultura, y Tseng, inspirado por aquel antecesor, estudió bien y se presentó a los exámenes imperiales. Aún muy joven, ganó elevados honores y pronto se le recibió en la capital y se le concedió un cargo en la administración pública. Al empezar la rebelión Tseng Kuo-fan, ya experto en los asuntos gubernamentales, fue nombrado por el Trono para ir al Sur y reorganizar los ejércitos imperiales, a los que estaba poniendo en derrota el rebelde Hung.
Tseng Kuo-fan levantó el importante ejército llamado los Bravos de Hunan, y para avezarlos al combate comenzó por dedicarlos a hacer la guerra a los bandoleros locales.
Tanto duró aquel adiestramiento de los soldados campesinos de la provincia, que otros generales se enojaron, porque el rebelde Hung estaba conquistando la mitad del Sur. En consecuencia hubo fuertes quejas contra las largas dilaciones de Tseng Kuo-fan. Y ahora la emperatriz madre hizo suya la queja de aquellos guerreros.
Dirigiéndose al príncipe Kung, le interpeló:
—¿Cómo es que Tseng Kuo-fan se atreve a mantener a esos famosos bravos en su provincia mientras los insurrectos se apoderan del restó de las del Sur? ¿Para qué valdrán tales bravos cuando hayamos perdido el reino?
El príncipe repuso:
—Elevadísima Alteza, los bravos no pueden estar en todas partes a la vez, incluso cuando atacan.
La emperatriz madre declaró:
—Pues han de estar en todas partes a la vez. Es el deber de su jefe llevarlos dondequiera que convenga, para atacar los puntos dónde se concentren los rebeldes. Prepárese allí donde el enemigo planee un ataque y vigile cualquier sitio donde amenace pasar a través de nuestras filas. Muy terco debe de ser ese Tseng Kuo-fan, que se empeña en llevar adelante por su cuenta planes propios.
El príncipe notificó:
—Alteza Elevadísima, me aventuro a proponer un método estratégico. Los ingleses, con quienes ahora vivimos en tregua, nos han propuesto que aceptemos un soldado británico para organizar nuestra resistencia a los rebeldes. Al principio los hombres blancos aprobaban al insurrecto Hung porque se hacía pasar por cristiano. Pero como ahora le consideran loco, tenemos para cualquier efecto esa ventaja.
La emperatriz madre meditó en lo que el príncipe Kung le decía. Sus finas manos descansaban sobre los esculpidos brazos de su trono y parecían, por lo serenas e inmóviles, dos pájaros enjoyados. Mas al presente sus dedos comenzaron un inquieto tamboreo. Las láminas de oro que protegían sus uñas golpeaban rítmicamente la fina madera.
Finalmente inquirió:
—Quisiera saber lo que opina Tseng Kuo-fan de la oferta de los ingleses.
—La conoce —dijo el príncipe Kung—, y no quiere ni oír hablar de semejante cosa. Tengo por tan tenaz a ese general, que creo que es capaz de dejar que el reino se pierda a manos de un rebelde chino antes que verlos vencidos por un extranjero.
Tzu Hsi comenzó repentinamente a sentir simpatía por el general Tseng Kuo-fan.
—¿Qué razones aduce? —preguntó.
—La de que si aceptamos ayuda dé los ingleses seguramente nos pedirán algo a cambio.
—En eso tiene razón. Probablemente querrían quedarse con las tierras que arrebaten a los sublevados. Comienzo a sentir confianza en Tseng Kuo-fan. Pero tampoco admito más dilaciones. Ese hombre ha de acabar con los preparativos y pensar en el ataque. Que descienda a Nanquín y que cerque con sus fuerzas la ciudad. Si en el curso del asedio se mata al jefe Hung, los secuaces de éste se desbandarán.
El príncipe murmuró fríamente:
—Elevadísima Alteza, digo, aun cuando sea por cuenta y riesgo, que dudo que sea prudente que vos aconsejéis a Tseng Kuo-fan en asuntos de guerra.
La emperatriz, abriendo sus grandes ojos, miró de soslayo a Kung.
—No he pedido vuestro consejo, príncipe.
La voz de la mujer era muy dulce, pero el príncipe Kung observó que la ira había tornado vivida la faz de su interlocutora, cuyo cuerpo temblaba de rabia reprimida.
Dominando la furia que comenzaba a poseerle, el príncipe Kung se inclinó profundamente y casi en el acto se marchó.
Cuando él se hubo ido la emperatriz descendió de su trono, se acercó a su mesa y redactó una comunicación personal al distante jefe de guerra.
Después de los usuales saludos decía:
Aunque os encontréis muy presionado, debéis saber que ha llegado la hora de poner en juego todas nuestras fuerzas. Llamad a vuestro lado a vuestro hermano menor Tseng Kou-ch’uan. Mandadle que avance desde Kiang-si para enlazar con vos en la provincia de Anhuei. Tomad Anking, la capital de la provincia, y considerad esto el primer paso en el más vasto plan de recobrar a Nanquín. Sabemos que los rebeldes ocupan Anking desde hace nueve años y, sin duda, la consideran su morada y cuartel general. Arrojadlos de allí para que se sepa que pensamos desalojarlos de todos sus atrincheramientos. Después decid al general Pa’o Ch’ao que desista de su guerra de guerrillas. Ese hombre no conoce el miedo, es valiente en el ataque y nos consta su fidelidad al Trono. Bien recordamos cómo batió a los rebeldes en Jochow y Wuchan, a pesar de las varias veces que resultó herido. Mantened a las fuerzas de este general en estado de disponibilidad continua. Es preciso que pueda moverse rápidamente con sus ejércitos, facilitándoos el poder apretar gradualmente el sitio de Nanquín. Si los rebeldes se levantaran otra vez en armas en Kiang-si, destacaréis a Pa’o Ch’ao para reprimirlos. Vuestra tarea es doble: matar en primer término al cabecilla Hung, sin dejar nada pendiente con miras a ese fin; y a la vez sofocar los levantamientos que acaso surjan en la retaguardia. Mientras tanto, procede no molestar al Trono con informes en que se mencionen las dificultades que se produzcan. Evitad las quejas. Lo que ha de hacerse, será hecho por vos, y si no, por otro. La recompensa será generosa una vez muerto el rebelde Hung.
Esto, más las cortesías y cumplidos de rigor, formaron parte del texto de la orden que la emperatriz madre decidió remitir a Tseng Kuo-fan. Con sus propias manos Tzu Hsi estampó en el pergamino el sello imperial. Llamó el jefe de eunucos y mandó que llevase el escrito al príncipe Kung, a fin de que hiciese sacar copias para los archivos y luego expediese el documento, con un mensajero urgente, a Tseng Kuo-fan.
El eunuco mayor volvió con el emblema de jade mediante el cual el príncipe Kung respondía que estaba en su poder el escrito y obedecería lo que se le mandaba. Viendo el emblema, la emperatriz madre sonrió. Eran sus ojos como oscuras gemas bajo sus negras y bellas pestañas.
—¿Ha dicho algo el príncipe?
El eunuco mayor contestó:
—Benévola, cuando el príncipe leyó la orden, lo que hizo línea a línea, comentó: «En el cerebro de esa mujer se encierra el de un emperador».
La emperatriz madre sofocó con la manga una suave risilla.
El jefe de eunucos, sabiendo lo que aquel elogio placía a la emperatriz, acrecentó:
—Venerable, yo le dije que opinaba como él. Y así lo pensamos todos.
Llevose la punta de la lengua al labio superior y sonrió, marchándose inmediatamente para evitar una reprensión de su señora.
Ella, sonriendo todavía cuando él se fue, entregose a una intensa reflexión. Se preguntaba, entre otras cosas qué nombre debía llevar su hijo en el nuevo régimen. Los tres traidores habían elegido el apelativo de Chi Hsiang, que significa «Felicidad con Buenos Auspicios». Pero la emperatriz no estaba dispuesta a aceptar palabras hueras, sin significación alguna. No, ella deseaba una paz práctica y fuerte, fundada en la unidad interior de la nación, en unos súbditos sumisos y en un trono benévolo. La paz y la benevolencia convenían. Ella amaba las palabras adecuadas, justas, oportunamente dichas, idóneas para su momento y exactas en su significado.
Su buen gusto en la elección de vocablos se había forjado con la lectura de los maestros de la prosa y la poesía chinas, a lo que se había dedicado durante tanto tiempo. Así, pues, y tras largas reflexiones, eligió dos palabras que le parecieron convenientes para darlas a su hijo una vez proclamado emperador. Esas palabras eran «T’ung», que significa penetración, y «Chi», que significa paz. Y paz, una paz tranquila y profundamente arraigada en corazones y espíritus era cuanto ella quería. Ciertamente, era cosa atrevida en tiempos turbulentos y estando la nación asediada de enemigos. En todo caso ella deseaba paz y quería que todos conociesen su voluntad de obtenerla.
Había conseguido que el pueblo tuviese fe en ella. Los asuntos grandes y pequeños de todo el reino se discutían diariamente en la sala de audiencias. La emperatriz madre tenía paciencia para oírlo todo, incluso asuntos menudos, como el castigo de un magistrado lejano, que oprimía a su región cruelmente, o el problema que planteaba la escasez de arroz en una comarca, lo que hacía que unos cuantos adquirieran los excedentes, retirándolos del mercado con vistas a elevar los precios; o un decreto referente a que, puesto que la nieve llevaba sin caer hacía tres años y no fertilizaba las cosechas, convenía hacer rogativas públicas a los dioses durante tres días, ofreciéndoles arrepentimiento general, así como que los sacerdotes sacaran las imágenes de sus templos para llevarlas a recorrer los campos agostados y cubiertos de escarcha. También había cosas serias, como proteger las costas contra las naves de los enemigos extranjeros o regular el odioso tráfico del opio con los blancos. A todo ello tenía que atender la joven emperatriz.
A la vez no olvidaba la vasta cantidad de personal que tenía a su cargo dentro de los palacios de la Ciudad Prohibida. Se cuidaba asiduamente de su hijo al que tenía a su lado tanto tiempo como podía. Era muy corriente que el pequeño corriera por la sala de audiencias o por la biblioteca mientras ella trabajaba leyendo documentos o redactando órdenes. A veces alzaba la vista para mirarle y, de vez en cuando, se cercioraba de que su carne seguía recia y sana, y su cutis no reseco ni sudoroso. Examinaba el color de sus ojos para ver si las pupilas seguían estando luminosamente negras y los globos muy blancos. También le miraba la boca a fin de asegurarse de que los dientes estaban sanos, la lengua encarnada y normal el aliento. Nada le placía más que oír su risa y escuchar su voz. Y mientras hacía esto, no olvidaba las necesidades de los demás. Repasaba las cuentas domésticas, las listas de las vituallas que se recibían como tributo, las sedas y rasos que se habían almacenado. No había pieza de seda que se sacase de los almacenes sin que ella lo ordenase, poniendo en la orden su sello privado. Sabía muy bien que los robos que se cometen en un palacio trascienden a toda la nación. Procuraba que todo servidor o sirvienta, como todo príncipe y ministro, supiese que ella tenía fijos los ojos sobre él.
Esto no obstaba a que diese con frecuencia recompensas muy ricas. Si un eunuco la servía bien, recibía dádivas en plata, y cualquier camarera voluntariosa podía conseguir una chaquetita de raso. No todas las mercedes eran costosas. Cuando había comido todos los platos que se le apetecían, con asistencia de sus damas, sabía llamar a una que en algo la hubiera complacido y la invitaba a participar de su manjar favorito. Con esto había hecho carrera la tal dama, porque, sabiéndola todas en Palacio distinguida por la emperatriz madre, se apresuraban a servirla y honrarla.
A nadie había manifestado las grandes recompensas que se proponía otorgar a sus dos más grandes valedores: Jung Lu y el príncipe Kung.
Venía aplazando aquellos compromisos consigo misma porque no sabía a quién debía atender primero. Jung Lu había salvado su vida y la del emperador, y esto hacía que mereciera una remuneración tan grande como la que ella le pensaba otorgar. En cambio, el príncipe Kung había salvado la capital, no por las armas, sino por su destreza en pactar con los enemigos. Realmente se había perdido mucho. El tratado con los blancos gravitaba pesadamente sobre el Trono y Tzu Hsi no podía olvidar que dentro de la capital habitaban hombres blancos con sus subordinados y familias. Pero la ciudad estaba intacta y el enemigo había amenazado con destruirla. La emperatriz procuraba no acordarse del Palacio de Verano, aunque contra su voluntad le acudían a la memoria imágenes de sus lagos y jardines, de sus grutas de roca artificial, de sus bellas pagodas, que parecían suspendidas en las laderas, de los pabellones donde es atesoraban los tributos traídos de los cuatro mares, de los libros y pinturas contenidas en las bibliotecas, de la profusión de jades, de los espléndidos muebles de las alcobas. En esos momentos su corazón se endurecía contra todos, incluso contra el príncipe Kung, que, por lo visto, no había encontrado medio de oponerse a aquella ominosa destrucción. Aquel desastre y pérdida no lo era sólo para ella misma, ni para una nación, sino para la belleza en general y para todos, puesto que ciertas cosas superan al alcance de lo individual y minúsculo.
Por lo tanto, Jung Lu había de ser premiado primero. Él, al menos, no había permitido destrucción alguna. Mas el corazón de la emperatriz se había endurecido lo bastante para decidirla, antes de hacer nada, a llamar al príncipe Kung y fingir que pedía su consejo.
Esperó, pues, un día favorable, día que no tardó en llegar. Los dioses debían de haber visto al fin la aterradora sequía, porque, para no ser más apremiados, enviaron una intensa nevada para alivio de los famélicos labradores.
Campos y ciudades quedaron cubiertos de tan profunda nieve, que pasaron semanas antes de que se disiparan los últimos copos blancos. Las campiñas, hasta entonces horriblemente secas, empezaron a brillar con dulce verdor bajo la nieve y, cuando el sol hubo lucido durante unos cuantos días benignos, el trigo de invierno cubrió las planicies hasta donde podía alcanzar la vista. El agradecimiento general repercutió sobre la emperatriz, ya que la gente aseveraba que era su gracia y poder lo que había procurado la benevolencia de los dioses.
Sobrevino, pues, un día afortunado, de los últimos de invierno y muy cercano a la primavera. El caliente sol estimulaba el crecimiento de las plantas en la tierra y pendía sobre la ciudad una neblina ligera. La emperatriz madre dio al jefe de eunucos el encargo de llamar al príncipe Kung, citándole en la sala de audiencias.
No tardó en presentarse el príncipe. Iba espléndido con su traje de ceremonia. Vestía de brocado azul de pies a la cabeza, y era aquel azul de un matiz oscuro, porque la corte estaba en luto y había de seguir estándolo hasta que pasasen tres años desde la muerte del emperador.
Tan sobriamente majestuoso parecía Kung, a medida que se acercaba al trono, que suscitó en la emperatriz cierto desagrado. Kung se inclinó, un tanto libre y familiarmente, como si fuera habituándose a la importancia de su cargo y a tratar muy frecuentemente a la emperatriz. Una secreta ira colmó el pecho de la soberana, pero la supo disimular. Lo principal allí era convencerle de lo que deseaba. Había que prescindir de todo lo demás.
Dijo, pues, dando a su voz una entonación que sonaba como música pura:
—No andemos con ceremonias y hablemos de igual a igual. Vos sois el hermano de mi señor, que siempre me recomendó fiarme en vos en caso necesario.
Viéndose así invitado, el príncipe Kung se sentó en la esquina derecha del salón. A la emperatriz no le complugo nada la prontitud con que su consejero se apresuró a obedecer su disposición. Desde luego Kung comenzó insinuando unas palabras de protesta, pero fueron muy pocas y en seguida se sentó en presencia de su soberana.
Ella le dijo:
—Me propongo otorgar una recompensa al comandante de la Guardia Imperial. No he olvidado que me salvó la vida cuando los traidores querían arrebatármela. Su lealtad al Trono del Dragón es tan inquebrantable como los Montes Omei, donde tempestad alguna puede causar terremoto. No doy exagerada importancia a mi vida, pero, de morir yo, los traidores se habrían apoderado del Trono y nunca hubiera llegado mi hijo a ser emperador. Por lo tanto, no quiero premiar al jefe de la Guardia pensando en mí, sino pensando en mi hijo y, a través de él, en el pueblo, porque, de haberse impuesto los traidores, el Trono hubiera caído.
El príncipe Kung no miró a la emperatriz mientras ella hablaba, pero su agudo oído y su despejada mente captaron el significado interno de lo que Tzu Hsi decía.
—¿En qué recompensa pensáis, Elevadísima Alteza?
Ella aprovechó audazmente la ocasión. No entraba en sus costumbres soslayar una crisis.
—Desde la muerte de Su Shun está vacante el puesto de Gran Consejero. Es mi voluntad designar para ese cargo a Jung Lu.
La emperatriz levantó la cabeza y él, sintiendo la potente mirada de aquella mujer, la afrontó sin titubeos.
—Eso es imposible.
Tales fueron las palabras del príncipe Kung, mientras su mirada se cruzaba con la de la emperatriz madre.
—Nada es imposible si yo lo mando.
De este modo se expresó la emperatriz mientras sus ojos miraban al príncipe y parecían despedir llamas. Pero él se mantuvo inexorable.
—Sabéis bien cómo las hablillas circulan y arraigan en una corte. No ignoráis la forma en que los rumores corren de boca en boca entre los eunucos. Yo rechazo siempre las habladurías por el honor del Trono y de mi clan, pero no puedo extirparlas.
Ella dio una expresión inocente a su mirada.
—¿A qué habladurías os referís?
El príncipe Kung no conseguía persuadirse de la inocencia de su interlocutora y, sin embargo, su mucha juventud hacía que se la pudiera creer inocente por completo. Pero quien había hablado tanto, podía y debía hablar y además así lo hizo.
—Algunos dudan de la paternidad del joven emperador.
Ella apartó la mirada y entornó los párpados. Le temblaban los labios y se los cubrió con el pañuelo de seda.
—Creí —gimió— que habían muerto ya mis enemigos.
Kung repuso:
—Hablo por vuestro bien, señora. Y bien sabéis que no soy vuestro enemigo.
La cólera hizo que se secasen las lágrimas que brotaban de los ojos de la emperatriz.
—Pero pudisteis hacer matar a quienes tantas inmundicias han proferido contra mí. No debisteis dejarlos vivir ni una hora. Si por lo menos me hubieseis advertido, yo hubiera decretado su muerte.
¿Era inocente Tzu Hsi? Kung lo ignoraba y lo ignoraría siempre. Guardó silencio. La emperatriz irguió el busto.
—No pienso solicitar más consejos. Hoy mismo, en cuanto salgáis, pienso designar Gran Consejero a Jung Lu y si alguien osa hablar mal de él…
Kung atajó:
—¿Qué haréis? Puede toda la Corte dejarse arrastrar por las calumnias.
Ella se inclinó hacia delante y olvidó toda cortesía.
—Haré callar a todos y os aconsejo, príncipe, que vos mismo calléis.
Nunca en tantos años habían llegado los dos a tan abierto choque. Más en seguida recordaron la necesidad de guardarse lealtad mutua en beneficio de ambos.
El príncipe tomó la iniciativa.
—Perdonadme, Elevadísima Alteza.
Se puso en pie y se inclinó profundamente.
Ella respondió con voz dulcísima:
—No sé cómo os he hablado así a vos, que sois quien me enseñó todo lo que sé. Vos sois quien ha de perdonarme a mí.
Él hubiera protestado sin duda inmediatamente, pero ella lo impidió extendiendo la mano.
—No, no habléis aún. Hace mucho que proyecto daros la mejor de todas las recompensas. Quiero que recibáis el noble título de Príncipe Consejero del Trono, con plenas atribuciones y emolumentos. En mi decreto especial…
Interrumpiose y añadió:
—Me propuse decir por nuestro decreto, esto es, por el de las regentes, que somos mi prima y yo. Pienso que se os otorgue otro galardón; y es que el título de duque de Ch’in, que mi difunto señor os concedió como recompensa a vuestra lealtad, sea desde ahora hereditario.
Sumos eran aquellos honores, y el príncipe quedó desconcertado por la repentina propuesta. Hizo una reverencia otra vez y habló amable y gentilmente, como solía:
—Elevadísima Alteza, no deseo recompensa alguna por hacer lo que era mi deber. Mi primer deber era el de servir a mi hermano mayor, y después al emperador, que en este caso era mi hermano mayor también. Ahora ese mismo deber me liga al hijo de mi difunto hermano como tal, y además como emperador. Huelga decir que luego os debo servicio a vos, como emperatriz madre, y en cuarto lugar a vos y a vuestra prima, la muy noble Sakota, como regentes. Ya veis cuánta es toda la extensión de mis deberes y cómo por cumplirlos no debo ser recompensado.
La emperatriz madre insistió:
—Aún así, habéis de aceptar.
Así comenzó entre los dos una batalla de cortesía. Ella insistió y él rehusaba, mas por fin llegaron a un acuerdo.
—Os pido que me permitáis por lo menos, no aceptar título alguno que puedan heredar mis hijos —dijo el príncipe Kung—. No entra en la tradición de nuestra familia el que los hijos hereden lo que los padres ganaron. Deseo que mis hijos ganen por sus propios medios los honores que consigan.
La emperatriz madre no pudo dejar de acceder a este punto.
—Aplacemos, pues, este extremo hasta momento más afortunado. Pero quiero pediros un servicio muy honorable, príncipe.
—Dadlo por hecho —respondió Kung.
—Dejadme que adopte a vuestra hija, Jung-chung, como princesa real. Concededme esta dicha para mi consuelo, a fin de que me parezca que he recompensado, de alguna manera, vuestra ayuda contra los traidores cuando estábamos en Jehol. ¿No acudisteis entonces a todas mis llamadas? Porque yo no recuerdo ninguna dilación.
Llegole entonces al príncipe el turno de ceder y lo hizo con magnanimidad.
A partir de aquel momento la hija del príncipe Kung se convirtió en princesa real, y tan a conciencia sirvió a su soberana señora, que ésta la autorizó a usar un palanquín con cortinillas de raso amarillo, y ello durante toda su vida, como, si en efecto, fuese una auténtica princesa real.
De esta manera la emperatriz preparaba sus planes. No hacía nada al descuido ni con precipitación. Cada proyecto suyo germinaba a base de un deseo. La semilla, una vez sembrada, podía tardar en florecer un año, dos o diez, pero en la hora oportuna era seguro que florecería.
Llegó otro verano, placentera época del año en que los vientos soplaban del sur y del este, trayendo nieblas y suaves lluvias y el olor de los salados mares que nunca había visto la emperatriz, aunque le gustaba el agua en lagos, fuentes y ríos. A medida que el intenso y adormecedor calor de la canícula se acercaba, la emperatriz madre empezó a evocar, desde dentro de los muros de la Ciudad Prohibida, los palacios de Yüan Ming Yüan, ya inexistentes. Tzu Hsi no había querido ver nunca las cenizas de lo que era de tan grato recuerdo. Pero se acordó de que existían los famosos Palacios del Mar. ¿Quién la impediría convertirlos en un lugar de placer y reposo para ella? En consecuencia, un día determinó que sus damas y eunucos acompañaran su palanquín en sus sillas de mano, caballos o coches de muías, según uso de cada uno. El viaje a los Palacios del Mar era corto, puesto que no distaban más de media milla, pero aun así el viaje de la Corte suscitó tal interés y movimiento que la Guardia Imperial hubo de despejar las calles para impedir que cualquier malvado aprovechara la ocasión con fines perversos.
Los parques de placer de los tres Palacios del Mar no eran nuevos para la emperatriz madre, que los había visitado muchas veces para hacer en primavera los sacrificios rituales al dios de las moreras en el Altar de los Gusanos de Seda, o bien a la diosa de los Gusanos de Seda, en el templo dedicado a tales larvas. Esto constituía su deber anual, pero además solía ir otras veces a pasear en bote por uno de los tres lagos a los que se llamaba mares. En invierno acudía también a ver patinar en las aguas heladas del llamado Mar de Septentrión. Le gustaba presenciar cómo los eunucos, vistosamente vestidos, patinaban diestramente sobre el espeso hielo alisado antes de la fiesta con grandes planchas de hierro caliente. Aquellos lagos eran antiguos, porque fueron mandados hacer, quinientos años antes, por los emperadores de la dinastía tártara de los Nurchen. Pero aquellos soberanos no soñaron, sin duda, con las bellezas más tarde añadidas por Yung Lo, primer emperador de la dinastía china de los Ming. Yung Lo, mandó aumentar la profundidad de aquellos lagos y construir puentes que unían las orillas con isletas donde se levantan pabellones de paredes trabajadas de tal suerte que no había dos pabellones iguales. Lleváronse del sur y noroeste grandes piedras curiosamente desgastadas y contorneadas por las aguas de los ríos y con ellas se adornaron los jardines, donde se encontraban palacios y templos; entre grupos de antiguos y retorcidos árboles que se cuidaban con tanta atención como si fueran seres humanos. Llegábase al extremo de dar a algunos de ellos títulos como los de duque, rey y otros normalmente sólo atribuibles a los hombres. En el templo de Luster había un gran buda, llamado el Buda de Jade, aunque el material de la imagen no era jade, sino una piedra de puro color blanco, traída del Tibet y muy diestramente trabajada. El antepasado imperial Ch’ien Lung amaba los Palacios del Mar y levantó entre ellos una biblioteca a la que llamó Otero de los Pinos. A cada uno de los tres palacios les dio un nombre. Al primero lo llamó Palacio de las Aguas Cristalinas; al segundo, Galería del Lavatorio de las Orquídeas, rito floral que se cumplía el quinto mes del año lunar; y el tercero, Palacio de la Nieve Placentera, nombre tomado del poema del bardo Wang Shi-chih, quien, mientras escribía un día de invierno, sintió un trasporte de loca alegría al ver caer ante él una nevada. Los versos del poeta se grabaron en mármol, pero luego se perdieron y así permanecieron varios siglos hasta que los encontró un trabajador en medio de unas ruinas y los entregó a Ch’ien Lung, que gobernaba entonces y que hizo colocar la marmórea piedra en aquel lugar tan adecuado.
No había parte alguna de los Palacios del Mar a la que no enriqueciese en el orden moral alguna leyenda semejante. La emperatriz madre las conocía todas, por los muchos libros que había leído.
Ningún lugar de aquel placentero retiro le gustaba más que una construcción al lado del lago, al que se conocía con el nombre de Mar del Sur, edificio llamado el Pabellón de la Añoranza. Tenía dos pisos y los construyó Ch’ien Lung, para que su favorita, la Concubina Fragante, pudiese mirar desde lo alto el camino de su perdida tierra. El verdadero nombre de la Concubina Fragante —a la que se apellidaba así porque el sudor de su delicado cuerpo parecía dulce como el perfume— era Hsiang Fei; y aquella mujer había sido arrebatada a su hogar y marido, porque procedía del Turquestán, donde era princesa de Kachgar. Ch’ien Lung la consiguió como botín de guerra. Habiendo oído hablar de su mágica hermosura y, sobre todo, de la finura de su blanca piel, envió generales al Turquestán con orden de conseguirle aquella mujer de grado o por fuerza. Pero ella, fiel a su esposo, no quiso abandonar su morada y cuando él, derrotado, se quitó la vida, la indefensa princesa, aunque fue obligada a ingresar en el gineceo del emperador de la China, no quiso tomarla por la fuerza, prefiriendo el pleno y sutil placer de ver cómo acababa por entregársele por su propia voluntad. Mandó, pues, erigir aquel pabellón desde cuya torre podía mirar la cautiva en dirección a su perdida patria. Y esperó pacientemente a que ella cesase en su resistencia. Hacía esto contra el consejo de su madre, la emperatriz viuda, quien, enojadísima por semejante actitud, continuamente exhortaba a su hijo a que devolviese aquella mujer a sus tierras del Turquestán. Porque la Concubina Fragante había anunciado que si la tocaba el emperador, aunque fuese con la palma de la mano, ella le mataría y se suicidaría después. Al parecer, no toleraba ni que se le acercase.
Un día de invierno, mientras Ch’ien Lung cumplía el deber de ir a orar ante el Altar del Cielo, en nombre de su pueblo, la emperatriz viuda mandó llamar a su presencia a la Concubina Fragante y la dio a escoger entre doblegarse a los deseos del monarca o quitarse la vida. La princesa optó por este segundo recurso y entonces la emperatriz madre dispuso que la condujeran a un edificio vacío y le dieran un cordón de seda. La solitaria mujer se pasó el cordón al cuello y se estranguló. Un eunuco fiel corrió a dar las fatídicas noticias al emperador y éste, aunque estaba ayunando en el Templo de la Abstinencia a fin de purificarse para ejecutar los sacrificios sagrados, olvidó su deber y corrió a su palacio. Pero llegó demasiado tarde. Su adorada había huido de él para siempre. Así rezaba la leyenda.
La emperatriz madre eligió para su residencia los muchos salones y patios, estanques y jardines floridos del Palacio de la Compasión, que se levantaban junto al Mar del Centro. Le placían especialmente los jardines de rocas. No se permitía la asistencia a partidas de diversión o reuniones alegres, como aquellas a las que estaba acostumbrada en el Palacio de Verano, de Yüan Ming Yüan, donde ella y sus damas acostumbraban a disfrazarse de hadas o de diosas para satisfacer sus instintos retozones. Por primera vez, desde el fallecimiento de su señor, comenzó a asistir a representaciones de teatro, no aparatosas ni de entretenimiento, sino sencillas y melancólicas, en las que se pintaba y reflejaba la sabiduría del alma humana. Para realizar sus propósitos mandó alzar, en el principal de sus jardines pequeños, una puerta que comunicaba con un patio no utilizado, junto a un templo desierto, y ordenó a aquellos de sus eunucos que eran pintores, carpinteros y albañiles que levantasen un vasto tablado. Así, ella y sus damas podían ver trabajar a los actores desde un lugar recoleto y placentero. Su palco real, grande como una habitación corriente, fue erigido a orillas de un estrecho arroyo que atravesaba el patio y cuyas cristalinas aguas hacían más suaves las voces de los actores como si diesen música a sus palabras. Un puente de mármol, no más ancho que una vereda, permitía vadear el arroyuelo.
Cuando juzgó que sus secretos planes estaban bien maduros, la emperatriz madre mandó llamar un día a Jung Lu. Era costumbre suya no realizar nunca dos cosas demasiado seguidas, porque si la gente pensaba que tras efectuar una cosa había de ejecutar otra semejante, podía saber siempre cuáles eran sus recónditas ideas. Así dejó pasar dos meses desde la adopción de la hija del príncipe Kung hasta el momento en que hizo llamar a Jung Lu. Lo cual efectuó como un capricho femenino, aun cuando era ya lo bastante discreta para no permitirse capricho alguno.
Estaba representándose ante sus ojos una obra totalmente interpretada por eunucos, ya que las mujeres no podían actuar en escena desde los tiempos del antecesor imperial Ch’ien Lung. Éste había sido hijo de una actriz y, para honrarla, impidiendo que mujer alguna la pudiese igualar, decretó que nunca más las mujeres pudieran actuar como artistas en un tablado.
La obra que se representaba aquel día era muy conocida y se llamaba El huérfano del clan de Ch’ao. La emperatriz la había visto representar muchas veces y estaba harta de escuchar el texto de sus recitados. Pero no daba a entender su hastío porque no quería ofender a los actores ni a nadie y, mientras atendía con indiferencia, preguntose: «¿Por qué no aprovechar este momento en que estamos reunidos tantas personas presenciando una función para llamar a Jung Lu y hacerle conocer mi voluntad?».
Sí; sería conveniente que su primo conociera los propósitos de la emperatriz antes de recibir recompensa en público.
Hizo un signo a Li Lien-ying y le dijo:
—Manda a mi primo que venga. Tengo que darle una orden.
El eunuco sonrió, hizo una reverencia y se fue, sin olvidarse de crujir las coyunturas de los dedos. La emperatriz madre volvió la cabeza al escenario y pareció absorberse en la contemplación de la obra. Sus damas se hallaban alrededor de ella. Cada vez que miraba a una, ésta debía levantarse. Y por esto, pocos minutos más tarde, Mei, siempre atenta a la soberana, notó una mirada fija sobre sí. Apartó la vista del tablado y observó que la emperatriz madre la contemplaba con ojos escrutadores. Se levantó en el acto y se inclinó. La emperatriz la hizo un signo volviendo hacia abajo la palma de la mano. Mei se acercó, algo turbada y tímida, a su señora.
—Inclínate un poco hacia mí —mandó Tzu Hsi.
Las voces y cánticos de la escena impedían que la oyese otra persona que no fuese la interesada. Ésta bajó la cabeza y la soberana le dijo al oído:
—No he olvidado las promesas que te hice, niña. Y las pienso cumplir ahora.
Mei no se movía y procuraba inclinar la cabeza lo más posible, para que no se le notase el rubor que cubría sus mejillas. La emperatriz madre sonrió.
—Ya veo que recuerdas a qué monarca me refiero.
—¿Me es dable olvidar una promesa hecha por vuestra majestad? —contestó Mei.
La emperatriz acarició la mejillas de su azafata.
—Bien contestado, niña. Verás…
En aquellos instantes Jung Lu se encaminaba al palco regio. El sol iluminaba su alta estatura y su cabeza erguida. Llevaba el uniforme azul oscuro, en señal de duelo por la muerte del emperador, y la vaina de plata de la ancha espada pendiente de su cinturón centelleaba a la luz solar.
Con firmes pasos se aproximó al dosel e hizo una reverencia. Con un movimiento de cabeza la emperatriz madre le señaló un asiento cercano al bajo estrado de su trono. Tras una vacilación, el joven obedeció.
Durante un rato Tzu Hsi no pareció atenderle. El protagonista de la función apareció en escena para entonar la canción más famosa de las incluidas en aquella pieza. Todos los ojos se fijaban en él, incluso los de la emperatriz. Repentinamente tomó la palabra sin apartar la mirada de lo que pasaba en escena.
—Hace mucho tiempo, primo, que proyecto darte una gran recompensa por el servicio que nos prestaste al emperador y a mí.
Jung Lu repuso:
—No he hecho más que cumplir con mí deber, majestad.
—Ya sabes que nos salvaste la vida —le recordó ella.
—Era mi deber —contestó su pariente.
Ella respondió:
—¿Y piensas que lo he olvidado? No he olvidado ni olvido nada. Quieras o no, es mi voluntad recompensarte haciéndote que te encargues del puesto dejado libre por el traidor Su Shun.
—Majestad… —empezó él con ímpetu.
Ella le hizo callar extendiendo la mano.
—Has de aceptar —manifestó ella, siempre con los ojos fijos en el escenario—. Te necesito cerca de mí. ¿En quién voy a confiar si no? Adivino que vas a contestarme que en el príncipe Kung. Y, en efecto, en él confío. Pero no me ama ni yo le amo.
Él murmuró:
—No hables de esa manera.
La voz del escenario sonaba muy alta, redoblaban los tambores y las damas prorrumpían en elogios en voz alta y lanzaban dulces y flores al afortunado eunuco que desempeñaba el principal papel en la obra.
—Yo no he dejado nunca de amarte —cuchicheó ella.
Él no volvió la cabeza.
La emperatriz prosiguió:
—Y bien sabes tú que me amas.
Jung Lu continuó silencioso. Ella le miró.
—¿Acaso me engaño?
Jung Lu murmuró, en voz muy baja, mirando al escenario:
—No quiero que caigas y pierdas la posición a que te has elevado si ello ha de suceder por culpa mía.
La emperatriz sonrió y, aunque volvió la cabeza de nuevo, había una luz de satisfacción en sus ojos.
—Cuando seas mi gran consejero podré llamarte tan a menudo como se me antoje, porque tú compartirás conmigo la carga de regir el reino. Un emperador ha de apoyarse en los príncipes, grandes consejeros y ministros.
—No obedeceré tales llamadas si no es para entrevistas en presencia de esas personas.
Ella se obstinó:
—Sí obedecerás.
—¿A riesgo de mancillar tu nombre?
—Yo salvaré mi nombre casándote con una mujer de mi elección. Si tienes una esposa joven y bella, ¿quién puede pensar mal?
—No me casaré con nadie —repuso Jung Lu entres dientes, con acre voz.
En el escenario el famoso actor que hasta entonces actuaba hizo una última reverencia y se retiró. Un hombre le llevó una taza de té. El actor se quitó su pesado y abigarrado capacete y se secó el sudor con un pañuelo de seda. En el pequeño teatro los eunucos de servicio mojaban suaves toallas en vasijas de agua caliente, la retorcían y las lanzaban a las manos levantadas para pedirlas. Li Lien-ying llevó una caliente toalla perfumada, en una bandeja de oro, a la emperatriz madre. Ésta tomó el pañito, se humedeció primero las sienes y luego las palmas de las manos, y habló con voz muy baja y decisiva:
—Te ordeno que te cases con Mei, mi dama de honor. No alegues nada. Es la mujer más gentil de la corte y la más sincera de todas. Además te ama.
Él replicó, con acento casi imperceptible:
—¿Vas a mandar en mi corazón?
Tzu Hsi respondió con crueldad:
—No es necesario que te enamores.
—Si esa joven es como aseguras, yo cometería con ella una injusticia que pugna con mi carácter —insistió él.
—No, si ella te quiere y, sabiendo que no la correspondes, insiste en ser tu mujer.
Jung Lu reflexionó. Había aparecido en escena otro actor, muy joven, que cantaba lo mejor que podía. Los servidores eunucos atendían a la concurrencia, llevando bandejas de dulces, calientes y fríos. Como el actor era desconocido, nadie se fijaba en él y los ojos empezaban a converger en la emperatriz madre. Ella, observándolo, comprendió que debía alejar a Jung Lu.
Habló entre sus apretados dientes:
—No puedes desobedecerme. Se ha decretado que aceptes este matrimonio y que el mismo día tomes puesto entre los consejeros. Ahora retírate.
Jung Lu se levantó e hizo una profundísima reverencia. Su silencio equivalía a una conformidad. Ella inclinó la cabeza. Luego la levantó graciosamente y dirigió la mirada al escenario.
Por la noche, cuando se quedó sola, Tzu Hsi evocó nítidamente la escena de aquella tarde. Había olvidado qué obra representaban en el teatro y qué actores intervenían en la función y hasta las canciones que cantaban. Había permanecido en el palco abanicándose lentamente. El escenario era una confusa mancha ante sus ojos. Todo su cuerpo experimentaba una tensa congoja. En un momento dado cerró el abanico y permaneció inmóvil, contemplando la escena maquinalmente, mientras una intensa tortura dominaba todo su ser. Amaba a un hombre y le amaría mientras viviera. Él era el amante a quien deseaba, el esposo que se había negado a sí misma.
Su mente pasaba de un pensamiento a otro como un pájaro encerrado que se mueve y de continuo tropieza con los barrotes de la jaula. Pensó en la reina inglesa, Victoria, de la que el príncipe Kung la hablara tan a menudo. ¡Afortunada soberana aquélla, que podía casarse con quien amaba! Pero Victoria no era concubina ni viuda de un emperador. Había nacido reina y podía casarse con el hombre a quien deseara llevar hasta ella. Mas no había mujer que naciese para ocupar el Trono del Dragón y a ella no le cabía otro recurso que procurar adueñarse de él a viva fuerza.
La emperatriz madre meditó: «Y, sin embargo, yo soy mucho más fuerte que la reina Victoria de Inglaterra, puesto que he sabido hacerme dueña de un trono».
Pero ¿acaso tener fuerza puede consolar a una mujer?
Yacía insomne en su vasto lecho. El vigilante nocturno había golpeado dos veces su batintín de bronce para indicar que la medianoche había pasado hacía dos horas. La emperatriz continuaba inmóvil, transida por un dolor que dominaba todo su cuerpo. Su respiración era jadeante y hasta el respirar le costaba un ímprobo esfuerzo. ¿Por qué ella no sería enteramente femenina como otras mujeres? ¿Por qué se resistía a dejar el Trono para ser mera esposa del hombre a quien amaba? ¿Qué clase de orgullo era el que la impelía a intentar conseguir un poder mayor aún? ¿Qué le importaba a ella, una mujer, que una dinastía perviviese o se extinguiera?
Al fin se veía como era: una mujer que tenía una secreta necesidad y anhelo y a la par una mujer deseosa de otras satisfacciones a la vez que la del amor, como el poder, la posición, la soberbia de estar por encima de todas… Eso también era una necesidad para ella. En lo que, desde luego, se juzgaba una mujer genuina era en el amor que sentía por su hijo. Mas su inquieto ser interior insistía en asegurarle que aquel hijo para ella, por supuesto, su niño ante todo, y ella para él ante todo una madre.
Pero les unía otro vínculo más, que consistía en que a la calidad de emperador del niño correspondía la suya de emperatriz madre. Las normales relaciones entre madre e hijo no la bastaban. ¡Ah, aborrecible mujer, que había nacido con el cuerpo de una hembra y el cerebro y corazón de un hombre!
Dio una vuelta en la cama y rompió en lágrimas que le arrancaba su compasión de sí misma.
«No puedo amar —pensaba—. No puedo amar lo bastante para sacrificarlo todo al amor. ¿Y por qué sucede esto? Porque me conozco muy bien a mí misma. Si me entregase desordenadamente a todo evento al hombre a quien amo, renunciando a todo lo demás por él, se me agostaría el corazón y acabaría no sintiendo más que odio hacia el que ahora amo. Porque es evidente que le sigo queriendo».
El vigilante nocturno batió su gongo y profirió la usual cantinela:
—¡Las tres de la madrugada, y sereno!
Tzu Hsi seguía pensando. ¡Y siempre pensando en el amor! A veces su angustia era tanta que la hacía volver a llorar. Podía admitirse que ella, después que Jung Lu se casase con la damita Mei, le convenciera de que se viesen en cualquier secreto aposento de cualquier olvidado palacio. Su eunuco podía velar por la seguridad de los dos. Bastaba pagarle bien y, si alguna vez se sospechaba de su lealtad, una palabra era suficiente para que alguien le introdujese un puñal en el corazón. Si una o dos veces, o pocas más, en el curso de su vida podía entregarse al amor de una forma enteramente femenina, ello podía hacerla feliz, ya que tantas otras cosas tenía, sino todas. Sí, le cabía ser dichosa si acertaba a sobreponerse a su corazón.
Pero ¿se sobrepondría? Mientras ella se sentaba en su trono, otra mujer ocuparía el lecho del hombre amado. Y él, hombre al fin, ¿recordaría siempre que era la emperatriz su amada y no la mujer que tenía entre sus brazos?
Sus lágrimas corrieron, ardientes, por sus mejillas. Se sentía repentinamente celosa. Apartó la colcha de seda, se incorporó en el lecho, levantó las piernas, apoyó la cabeza en las rodillas, se mordió los labios y sollozó silenciosamente, para que no la oyese la camarera.
Otra vez el batintín del vigilante nocturna Y otra vez su voz:
—¡Las cuatro de Ja madrugada, y sereno!
Cuando se hubo hartado de llorar, la emperatriz volvió a tenderse en el lecho. Estaba exhausta.
Había nacido lo que era: una mujer y a la vez algo más que una simple mujer. El mismo peso de su genio podía ser su destrucción. Otra vez, las lágrimas temblaron en sus párpados.
Y del fondo de sí misma empezó a surgir entonces una fuerza nueva, que a cada momento se agitaba. ¿Destrucción? Si se dejaba destruir por su amor y sus celos, se destruiría, en efecto, a sí misma, porque no sacaría de su persona todo lo que la permitía la especial contextura de su naturaleza.
«Pero soy muy fuerte», reflexionó.
Sí: lo era y debía buscar en su fuerza un consuelo. Las lágrimas se secaron en sus ojos y pareció circular por sus venas aquella sensación de fe en sí misma, que era lo que siempre le reanimaba.
Procuró ordenar sus pensamientos y separar en ellos lo verdadero de lo ficticio. Locura, sandez, sueño vano imaginar una cámara secreta en un palacio olvidado. Jung Lu no accedería nunca a semejante propuesta.
Si ella no renunciaba a todo por su amor, él era lo bastante orgulloso para negarse a convertirse en su amante clandestino. Una vez había ocurrido. Una vez, sí; pero él era entonces un muchacho. Bien: ella había obtenido de aquel momento una memoria que guardar, un recuerdo inolvidable. Algo que sucedió una vez y nunca se repetiría.
Y de pronto se le ocurrió un pensamiento que la colmó de pasmo, por lo nuevo que era en su mente. Admitido que no pudiera dar nunca a un hombre lo bastante para dejarlo todo por su amor. Admitido, sí, puesto que ella había nacido de aquella manera. Pero ¿por qué no dejar que Jung Lu considerase como una bendición del cielo el poder amarla, mientras ella convertía aquel amor en una arma puesta a su servicio? Pensó:
«Quizá mi amor sea incluso más perfecto si dejo a mi primo que me ame y, sabiendo que sucede así, puedo en sus sentimientos encontrar moralmente un refugio».
Esta reflexión prudente pareció infundir nueva vida en sus venas y llevar la tranquilidad a su alborotado corazón.
Cerró los ojos.
Otra vez sonó fuera el gongo del vigilante y su voz, esta vez, con el aviso matutino:
—¡Es de día, y sereno!
Señaló para la boda una fecha cercana. Cuanto más pronto mejor, porque más irrevocable sería. No obstante, Mei no podía casarse en el palacio imperial y no tenía otra casa.
—Hay que llamar al eunuco mayor —dijo la emperatriz.
Li Lien-ying salió en el acto para obedecer. Permanecía como de costumbre junto a la puerta de la biblioteca imperial, en la que Tzu Hsi había pasado cuatro días seguidos sin hablar con nadie, excepto para dar órdenes.
Li Lien-ying halló a su jefe en sus habitaciones privadas tomando, como solía hacerlo a media mañana, un almuerzo de varios platos, que despachaba lentamente y saboreaba con fruición. Desde la muerte de su soberano se venía entregando como nunca a los placeres corporales.
Al saberse llamado, se apresuró a obedecer.
La emperatriz madre alzó los ojos, dejó de leer, y observando a su fiel An Teh-hai intentó reprimir una expresión de disgusto.
—¿Cómo engordas tanto? Has ganado grasas incluso durante esta época de luto.
El eunuco mayor asumió una hipócrita expresión de tristeza.
—Estoy lleno de agua, venerable. Pinchadme y manaré más líquido que una fuente. Enfermedad tengo, señora; no propiamente gordura.
Tzu Hsi le miró con la expresión severa característica en ella cuando creía necesario reprender a un subordinado. Nada escapaba a su observación, ni en los momentos en que vivía asediada de preocupaciones propias y temores secretos. Y, sin embargo, no dejaba de reparar en cosas tan prolijas como que el jefe de eunucos estuviera engordando más de la cuenta.
—Sé que comes y bebes mucho —le advirtió—. Y no ignoro que estás enriqueciéndote. Procura no allegar demasiados caudales y no olvides que tengo los ojos continuamente fijos en ti.
El eunuco mayor respondió con humildad:
—Todos sabemos que Vuestra Majestad tiene los ojos en todas partes a la vez.
Ella siguió mirándole severamente por un momento. Parecía quererle abrasar con sus inmensos ojos resplandecientes. Aunque la cortesía impedía al eunuco dirigir la mirada a su señora, sintió perfectamente la de ella sobre su cuerpo y comenzó a sudar. La emperatriz sonrió.
—Eres demasiado bien parecido para que te deje engordar —observó—. Si no puedes ceñirte bien el cinturón, ¿cómo vas a desempeñar papeles de héroe cuando trabajes en el tablado?
An Teh-hai rió. Era cierto que le agradaba desempeñar papeles escénicos en las funciones teatrales de la Corte.
—Majestad —prometió— me mataré de hambre para satisfaceros.
Ella dijo, ya de buen humor:
—No te había llamado para eso, sino para que veamos el modo de casar honorablemente a Mei, mi dama de honor, con Jung Lu, el comandante de la Guardia Imperial. ¿Sabías que iban a contraer matrimonio?
—Sí, Majestad —respondió el jefe de eunucos. An Teh-hai sabía aquello como sabía cuanto pasaba en palacio. Li Lien-ying le había contado lo que había oído y ya no había eunuco ni mujer de servicio que lo desconociese. Ello le constaba muy bien a la emperatriz madre, la cual continuó:
—Mi dama Mei no tiene padres y yo debo sustituirlos. Pero a la vez, soy regente en nombre de nuestro joven emperador y no me parece propio hacer, con mi presencia en el casamiento de Mei, que la demos honores de princesa. Vas a llevarla, pues, a casa de mi sobrino, el duque de Hui. Procura que sea acompañada con todo honor y ceremonia. Mi primo, el comandante, irá a buscarla a casa del duque. El eunuco preguntó:
—¿Qué día ha de efectuarse el traslado, Majestad?
—Mei irá mañana al domicilio del duque. Hoy la precederás tú para que preparen la recepción. Como Hui tiene dos tías ancianas, ellas podrán estar en compañía de Mei y sustituir a su madre. Luego buscarás al comandante para anunciarle que las nupcias han de efectuarse dentro de dos días. Cuando todo esté consumado vienes y me lo avisas. Entretanto no me molestes para nada.
—Soy vuestro servidor, majestad.
Y el eunuco se inclinó, Pero ella había vuelto a prestar atención al libro y no levantó la cabeza.
Dos días permaneció atenta a la lectura. Hasta muy entrada la noche —tanto que los eunucos habían de despabilar las bujías repetidamente y la emperatriz tenía que disimular los bostezos con una manga— leía lenta y despaciosamente libro tras libro. A la sazón estudiaba obras de medicina, ciencia de lo que conocía poco menos que nada y en la que por eso mismo deseaba profundizar, porque todo lo que ignoraba era lo que más ansiaba dominar. Ello no se debía solamente a deseo de saber y de satisfacer su curiosidad en cuanto concernía al universo, sino a que se proponía, con fines prácticos, saber más cosas que persona alguna a la que hubiese de hablar.
Así, en aquellos dos días que precedieron al matrimonio, Tzu Hsi frenó del todo su imaginación y concentró su mente en el estudio de antiguas obras de jurisprudencia médica. Aplicose, sobre todo, a un libro en muchos tomos conocido en todos los tribunales del imperio, hasta el punto de que incluso los magistrados de salas subalternos de justicia lo estudiaban cuando querían adoctrinarse en lo que era más procedente en los casos en que procedía emitir dictamen sobre casos de defunción por motivos no conocidos. El departamento de Justicia guiaba sus prácticas por los aforismos de aquel tratado, y hacía dieciocho años el emperador T’iai Huang, enojado por el desorden que presidía la distribución de los primitivos volúmenes de la obra, encomendó a un juez muy conocido, llamado Sung T’su, que compilase en una sola edición todas las versiones pasadas. Y a aquel libro dedicó entonces toda su atención la emperatriz, prescindiendo en absoluto de todo otro pensamiento.
Así pudo informarse de que el cuerpo humano tiene trescientos sesenta y cinco huesos, que son tanto como el número de días en que el sol sale y se pone en el curso completo de un año solar. Informose también de que los varones tienen en cada lado doce costillas, ocho largas y cuatro cortas, mientras el número de costillas de las mujeres asciende a catorce por lado. Averiguó también que si padres e hijos, o marido y mujer, mezclan sus sangres respectivas en una vasija de agua, el líquido forma una mixtura unitaria, mientras las sangres de personas no unidas por esos vínculos no se funden totalmente jamás.
Del mismo modo llegó a conocimiento de la emperatriz la ciencia de los venenos, su uso con fines terapéuticos o letales y el modo de ocultar su utilización.
Transcurrieron, pues, dos días sin que saliese de la biblioteca imperial para ir a su palacio, excepto a las horas de comer o dormir.
En la tercera mañana el eunuco Li Lien-ying tosió desde prudencial distancia, para anunciar su aproximación. La emperatriz levantó la cabeza, separando los ojos de la página en que estudiaba el empleo de la mandrágora como veneno,
—¿Qué hay? —preguntó.
—El eunuco mayor ha regresado a palacio, Majestad.
La emperatriz cerró el libro, asió un extremo del pañuelo de seda que colgaba del botón de jade de la hombrera de sus vestiduras, y se tocó los labios con él.
—Hazle pasar —ordenó.
Entró el eunuco mayor e hizo la oportuna reverencia.
—Acércate a mí y dime lo que hayas de decirme —mandó la emperatriz.
An Teh-hai obedeció y se situó a espaldas de su señora. Ésta le escuchaba mientras su mirada se dirigía, más allá de las grandes puertas abiertas, al amplio jardín, donde los crisantemos esplendían, áureos y escarlata, bajo el límpido y brillante sol del día otoñal.
El eunuco empezó:
—Majestad, todo se ha hecho con el debido honor y la adecuación debida. Vuestro primo, el comandante, envió el palanquín nupcial encarnado a casa del duque de Hui, y los portadores se retiraron. Las dos respetables tías del duque condujeron a la novia hasta el palanquín, la acomodaron en él, corrieron las cortinillas y cerraron las portezuelas. Llamose a los portadores y éstos llevaron el palanquín al palacio del comandante. Las dos tías la escoltaron en sus sillas de manos. En la morada del comandante, otras dos señoras de edad, primas del padre del novio, esperaban el palanquín, y las cuatro señoras juntas hicieron guardia a la dama Mei al entrar en el palacio. Dentro esperaba el comandante con los parientes de su generación, ya que sabemos que no tiene padres vivos.
La emperatriz madre inquirió:
—¿Y las señoras de edad cubrieron de polvos de arroz el rostro de la novia?
El jefe de eunucos se apresuró a rectificar su falta de memoria.
—Sí lo hicieron, Majestad, y para ello hubieron de quitar el velo de seda roja de la prometida. Luego ella saltó, según los ritos, sobre la silla de montar de su esposo (que es la silla mongol que le legaron sus antepasados) y al fin pasó las ascuas de carbón y ya con esto, y rodeada por las señoras de respeto, penetró en el palacio. Allí aguardaba un anciano casamentero, que hizo arrodillarse dos veces a la pareja para dar gracias a la tierra y al cielo. Como resumen de todo, las señoras ancianas llevaron a los novios hasta el dormitorio nupcial y les mandaron que se sentasen, juntos, en el borde del lecho.
—¿Quién puso su ropa más adentro del lecho? —preguntó la emperatriz.
El eunuco mayor contuvo una risa.
—El novio, Majestad. El será quien mande en su casa.
—Ya lo sé —dijo ella—. Ha sido obstinado desde que nació. Sigue.
El eunuco continuó:
—Acto seguido, los recién casados bebieron vino en tazas envueltas en piezas de raso encarnado y cambiaron las tazas para la segunda libación. Comieron bollos de arroz en la misma forma correcta, y, sin más, se celebró el festín de bodas.
—¿Fue un festín suntuoso? —preguntó la emperatriz madre.
An Teh-hai respondió con tacto:
—Discreto, señora. Sin ostentaciones y sin escaseces.
—Y terminaría, sin duda —dijo ella—, con ristras de embutido en caldo de pollo.
—Lo que significa larga vida —confirmó el eunuco mayor.
Y calló, esperando la pregunta ritual que se formula por los padres u otros parientes, después de una noche de bodas, en todas las familias de la nación.
Tras una larga pausa sobrevino la pregunta.
—¿Se consumó el matrimonio?
La voz de la mujer sonaba extraña y sofocada.
—Se consumó —manifestó el jefe de eunucos—. Permanecí en la casa toda la noche y por la mañana la doncella de la novia acudió a hablarme. El comandante alzó el velo de la desposada a medianoche usando la fórmula ritual. La criada se retiró entonces y acudió cuando la llamaron, una hora antes del alba. Todo se hizo a la perfección.
La emperatriz madre calló. Pasado un largo espacio de tiempo, el jefe de eunucos tosió para recordar su presencia.
Ella se sobresaltó como si hubiese olvidado que An Teh-hai se hallaba en la estancia.
—Vete —dijo al eunuco—. Has cumplido lo que te mandé. Mañana te enviaré la recompensa.
—Vuestra Majestad es muy bondadosa —murmuró el eunuco mayor.
Pronunció aquellas palabras mientras se alejaba.
La emperatriz madre permaneció con la vista fija en las brillantes flores. Una mariposa de imperial color amarillo se posó, con las alas temblorosas, sobre una corola de encendido rojo.
¿Un presagio? Convendría consultar al departamento de Astrología para saber de qué clase era aquel augurio. Probablemente afortunado. Y aparecía cuando la emperatriz sentía el corazón desgarrado. Pero ella no se dejaría quebrantar un corazón que era suyo, y más cuando tenía una mano, también propia, para curar sus heridas.
Levantose, dejó el libro y, seguida a distancia por su feo y fiel eunuco, salió de la biblioteca con dirección a Palacio.
A partir de aquel día la emperatriz madre cambió la orientación de su vida y la consagró por entero a su hijo. Él era la razón de cuanto ella había hecho y en torno a él se centraban todo el ser y todas las actividades de su madre. El niño no se separaba nunca de su pensamiento. En él se afincaba la salud moral y el consuelo de la emperatriz. Durante las muchas noches en que no podía conciliar el sueño y en que imaginaba escenas que no podía compartir, solía levantarse y buscar al amado pequeñín. Se sentaba a la cabecera de su cama, oprimía su caliente manecita y, si él se movía y despertaba, Tzu Hsi aprovechaba la ocasión para tomarle en brazos y hacerle dormir apoyado en su pecho.
El niño crecía fuerte y hermoso, y tenía el cutis tan blanco y suave que las mujeres afirmaban que era una lástima que no fuese niña. Pero valía más que por eso por otra cosa, y era por su mente, que la emperatriz sabía brillante y capaz.
Cuando el niño cumplió los cuatro años, la emperatriz madre le buscó profesores. A los cinco años el joven emperador no sólo sabía leer en su nativo idioma manchuriano, sino también en chino. Sostenía, por instinto, el pincel, al escribir, como un consumado artista. Su madre reconocía en la infantil escritura de su hijo una decisión y una firmeza que algún día harían de él un calígrafo dotado de estilo y energía. Su memoria era prodigiosa, hasta el extremo que le bastaba leer una o dos veces una página para repetirla línea a línea. Mas su madre no permitía que los maestros le echasen a perder con alabanzas y admiraciones. Si alguno proclamaba sus excelencias, ella reprendía al lisonjeador diciendo:
—No lo compares con otros niños. Compara lo que hace con lo que puede hacer. Repítele muchas veces que su antecesor Ch’ien Lung era mejor alumno que él a los cinco años de edad.
Mientras así aconsejaba a los profesores del niño, la emperatriz madre procuraba infundir en él un orgullo tan grande como el suyo propio. Ni siquiera los que le enseñaban podían sentarse ante el emperador, derecho que se reservaba Tzu Hsi para si sola. Si algún profesor desagradaba al chiquillo, aunque sólo fuese por un pormenor de presencia o movimiento, ella le despedía en el acto, sin permitirle reclamaciones ni quejas.
—Lo que se hace es por voluntad del emperador —decía.
De haber tenido una naturaleza mezquina, el niño se habría maleado con tanto poder moral como se le daba, pero el mérito de aquel niño consistía en no dejarse corromper. Daba su jerarquía por cosa tan natural como el sol o la lluvia, mas tenía tan tierno corazón que, si sabía que un eunuco iba a ser azotado, intentaba evitarlo inmediatamente. Y ni siquiera la emperatriz madre podía tener la ocurrencia de tirar de las orejas a aquellas de sus mujeres de servicio que cometían alguna torpeza, porque el emperador rompía en lágrimas.
En tales ocasiones la emperatriz dudaba si su hijo sería lo bastante fuerte para regir un imperio tan vasto como el de China, pero otras veces le veía tan furioso, imperativo y acalorado, que se sentía consolada. Una vez se creyó obligada a intervenir en una de las ocurrencias del niño. Éste encargó al eunuco Li Lien-ying que le comprase en una tienda extranjera de la ciudad una caja de música. El eunuco cumpliendo su deber, consultó en primer lugar a la emperatriz madre antes de obedecer al emperador niño. Sabiendo lo que su hijo deseaba, Tzu Hsi prohibió la compra con estas palabras:
—No puede comprarse a mi hijo ese artilugio extranjero. Vete al mercado y busca tigres y otros animales de juguete. Así el emperador se distraerá y olvidará la caja de música.
Li Lien-ying obedeció y marchó al mercado, de donde volvió cargado con un cesto de juguetes de los que la emperatriz le encargara. Dijo al niño que no había encontrado la tienda extranjera, pero que, en el camino, había visto aquellos otros juguetes, que seguramente agradarían a su señor. Eran animales de madera y marfil, con ojos de piedras preciosas.
El emperador, viéndose defraudado, se sintió en el acto un niño despótico. Tiró los animales, se incorporó con rabia, descendió de su pequeño trono, cruzó los brazos sobre el pecho y empezó a pasear por su estancia. Sus ojos, grandes y negros como los de su madre, relampagueaban de ira.
—No quiero eso —gritó—. ¿Acaso soy un chiquillo para entretenerme con animales de juguete? ¿Cómo te atreves, Li Lien-ying, a desobedecer a tu soberano? ¡Haré que te corten en diez mil pedazos! ¡Qué vengan aquí mis guardias!
Y dio orden de que el eunuco fuese partido en diez mil pedazos, arrancándole la carne de los huesos para castigar su insubordinación al Trono.
Nadie osaba desobedecer. Llegaron sus guardias y permanecieron en pie ante él, irresolutos y titubeantes. Un eunuco marchó a buscar a la emperatriz madre, que llegó corriendo, con las ropas flotantes.
—¡Hijo —exclamó—, no puedes condenar a muerte a un hombre! ¡Todavía no!
El niño dijo majestuosamente:
—Madre mía, este eunuco no me ha desobedecido a mí, sino al emperador de China.
Impresionada por aquella inesperada distinción entre la persona privada y el cargo imperial, Tzu Hsi permaneció silenciosa un instante, sin atreverse a imponer su autoridad.
—Hijo —murmuró al fin—, este eunuco es Li Lien-ying, que te sirve de cien distintas maneras. ¿Acaso lo has olvidado?
Mas el niño se mantuvo firme, sosteniendo que el eunuco debía ser descuartizado, hasta que la emperatriz madre, sumariamente, lo prohibió.
Pero aquel minúsculo detalle le hizo entender que el pequeño necesitaba quien hiciese para él las veces de padre, ocupación que debía recaer en un hombre completo y auténtico.
Así, hizo llamar decididamente a Jung Lu, a la sazón ya gran consejero por decreto de la emperatriz. No le había visto cara a cara desde el día de su casamiento y, por lo tanto, para ponerse en guardia contra su penetración y sagacidad, le recibió sentada en el Trono, vestida con ropas de gala y rodeada de sus damas. Cierto que éstas se mantenían a prudencial distancia, pero se hallaban presentes, con sus vestiduras brillantes como sutiles alas de mariposa.
Entró Jung Lu. Ya no vestía uniforme de guardia, sino ropa de consejero, consistente en toga de raso recamado de oro, botas de terciopelo y una sarta de piedras preciosas que le colgaban desde el cuello hasta la cintura. Se tocaba con un gorro ornado con un botón de jade.
A Tzu Hsi su primo le había parecido siempre señorial y majestuoso, pero entonces su femenino corazón latió como un pájaro apretado por una mano.
Necesitaba dominar su corazón, único que debía conocer su secreto. Permitió que Jung Lu se arrodillase ante ella y no le mandó levantarse.
Hablole casi desganadamente, con acento imperioso y cansado.
—Mi hijo —dijo, después de los saludos de rigor— está ya lo bastante crecido para aprender a montar a caballo y manejar el arco. Creo recordar que montas bien y sabes dominar el corcel. He oído decir, además, que eres un arquero superior a los mejores cazadores. Te he designado, pues, para una nueva misión. Y consiste en que enseñes a mi hijo a colocar rectamente una flecha en el blanco.
Él no levantó los ojos.
—Cumpliré ese mandato, Majestad.
Ella pensó:
«Mi primo es frío y orgulloso, y quiere hacerme sentir el peso de su venganza. Sea por amor o por odio, nunca querré saber lo que hay entre su esposa y él ¡Ay, desventurada de mí!».
Pero no cambió la expresión de su mirada.
—Comenzarás mañana —ordenó—. No debe haber dilaciones. Llévale, para adiestrarle en el acto, al campo de ejercicios. Cada mes comprobaré los progresos que ha hecho, y así conoceré tu capacidad como instructor.
Él, siempre arrodillado, repuso:
—Obedeceré, majestad.
A partir de aquel día el joven emperador, después de pasar la mañana con sus profesores, estaba toda la tarde en compañía de Jung Lu. El recio hombre instruía al niño con cuidado y ternura, y padecía los más vivos temores cuando el muchachito lanzaba al galope su negro caballo de Arabia. Pero no podía decir nada, porque había que huir de infundir temor en el alma del niño.
Sintiose orgulloso cuando comprobó que el pueril emperador tenía la mano firme y acertado el ojo si se trataba de empuñar el arco y elegir el objetivo. Y cuando, cada mes, la emperatriz madre acudía al campo de ejercicios, acompañada de sus damas, Jung Lu podía mostrarle con orgullo los progresos del niño.
Ella, viendo lo bien que se entendían el maestro y su alumno, se limitaba a unas palabras de fría alabanza.
—Mi hijo aprende bien, como era de esperar —solía decir.
Y no daba a entender en lo más mínimo lo que sucedía en su anheloso corazón. Le bastaba sentir que se le inflamaba de orgullo y alegría viendo a los dos seres a quienes tanto amaba hallarse en tan estrecho contacto como deben estarlo un padre y un hijo.
Pocos días después el príncipe Kung dijo:
—Majestad, he ordenado, a nuestros dos grandes generales Tseng Kuo-fan y Li Hung-chang que se presenten en la capital.
La emperatriz madre, que se preparaba a salir hacia el campo de tiro de arco, como ya tenía por costumbre hacerlo diariamente, se detuvo en el umbral de su privado salón del trono. El príncipe Kung era el único hombre con quien hablaba cara a cara. No violaba con ello costumbre alguna, puesto que la ley le consideraba su primo, como hermano del difunto emperador. Todo, pues, aunque aquel hombre fuera joven y agradable, resultaba correcto, mas aun así ella se sintió enojada.
Porque el príncipe se había presentado allí sin que se mandase, y ello constituía una ofensa. Nadie debía mostrar tal presunción.
Tzu Hsi procuró apagar la repentina cólera de su corazón. Y en seguida, con sus extremadas gracia y dignidad, retrocedió para instalarse en el trono que se levantaba en el centro de su sala. Ya sentada, asumió su aspecto imperial corriente, con las manos ligeramente enlazadas sobre el regazo y las mangas sobre ellas.
Esperaba que el príncipe permaneciese en pie y no le agradó nada que Kung, después de la ceremoniosa reverencia ritual, se sentase, sin ser invitado, a la derecha del estrado de la emperatriz madre.
Para mostrarle su desagrado, Tzu Hsi guardó silencio, mientras fijaba en él la penetrante mirada de sus grandes ojos negros. Pero no cometió el acto improcedente de mirarle a las pupilas, sino al botón de jade con el que el príncipe abrochaba su túnica por la garganta.
Kung no esperó a que la emperatriz madre hablase primero. Usando su manera directa y espontánea, se apresuró a exponer el motivo de su visita.
—Hace tiempo, majestad —empezó—, que no os incomodo con negocios de Estado cuando son lo bastante pequeños para poder yo mismo resolverlos. Más hoy he recibido emisarios de los ejércitos imperiales que continúan sosteniendo una incesante lucha en el Sur contra los rebeldes.
Ella habló con voz fría.
—Estoy informada de esa guerra. ¿No mandé hace un mes a ese mismo Tseng Kuo-fan que atacase por todos lados a los rebeldes?
El príncipe Kung, sin reparar en el enfado de la emperatriz madre, prosiguió hablando:
—Cumplió esas órdenes, señora. Pero los rebeldes le han rechazado. Hace quince días el enemigo anunció que iba a iniciar un ataque contra el propio Shanghai. Ello excitó a los mercaderes ricos, incluyendo, además de a los chinos, a los de raza blanca, y comenzaron, en consecuencia, a organizar un ejército propio, temerosos de que el nuestro no pudiera defender la ciudad. Por lo tanto, he hecho llamar a los dos generales para que nos hagan conocer sus planes estratégicos.
—Tomáis demasiadas responsabilidades sobre vos —dijo la emperatriz con obvio desagrado.
Aquel reproche dejó pasmado al príncipe Kung. Hasta entonces la emperatriz madre había, en efecto, confiado tanto en el príncipe, que éste se había atrevido a encargarse, por su cuenta, de medidas que podían entrañar responsabilidades excesivas. Cierto que lo hacía movido de su mucho celo por servir al Trono. Además Tzu Hsi no pasaba de ser una mujer y él no creía en la capacidad de las mujeres para dirigir los asuntos públicos en un momento en que había que entenderse con los peligros de una guerra civil ferocísima, que amenazaba conmover hasta los mismos cimientos del Estado. Los rebeldes se extendían por todas las provincias del Sur, quemando ciudades, pueblos, aldeas y cosechas y haciendo que las gentes huyeran, horrorizadas, de sus lugares de residencia. Millones de personas habían perecido y todos los esfuerzos de los ejércitos gubernamentales no habían podido reprimir la rebelión, que cundía de continuo por todas partes, como un incendio en un bosque. Y el príncipe Kung estaba informado de que el pequeño ejército de voluntarios de Shanghai, que había sido mandado por un hombre blanco llamado Ward, estaba siendo reforzado y a la sazón iba a ser puesto a las órdenes de un inglés conocido por el nombre de Gordon, ya que Ward había perecido en batalla.
Todo esto era claro y en conjunto bastante bueno. Pero existía un blanco —Bourgevine— que tenía envidia de Gordon y que con el apoyo de sus compatriotas americanos quería suplantarle en el mando. Y corría el rumor de que Bourgevine era un pícaro y un aventurero, mientras Gordon pasaba por hombre bueno y soldado experimentado. Y, por otra parte, en caso de que Gordon resultase victorioso, ¿no se atribuiría Inglaterra la gloria de haber restablecido el orden y no pediría la condigna recompensa de sus servicios?
Por lo tanto, no se discutía allí el mero hecho de reñir y ganar o perder la guerra. Asediado por tantas preocupaciones, el príncipe Kung había creído su deber y conveniencia del Trono llamar a los generales Tseng Kuo-fan y Li Hung-chang. Sólo cuando llegaron pensó en lo mucho que había hecho y en la posibilidad de no haber complacido a la orgullosa emperatriz madre. No quería reconocer que, en el fondo de su corazón, se sentía también envidioso del hecho de que Tzu Hsi diera más importancia que a sus consejos los de Jung Lu, al que consultaba para todo. Así lo había oído rumorear Kung y hasta pensado preguntar sobre el caso al eunuco mayor, cosa que, sin embargo, no hizo porque sabía el fiel aliado que tenía en An Teh-hai la madre del emperador niño. El eunuco la juzgaba capaz de acertar siempre en sus opiniones,
—Majestad —dijo, esforzándose en parecer humilde—, si en algo he rebasado mis atribuciones, os ruego que me perdonéis y que me aceptéis como excusa el hecho de haber querido serviros lo mejor posible.
A la emperatriz no le satisfizo aquella que le pareció orgullosa disculpa.
—No os he hablado de excusas —dijo con su voz bella y fría—, y por tanto importa muy poco que os excuséis vos mismo.
El príncipe Kung, confundido, pero, respondiendo al orgullo con orgullo, se levantó, hizo una profunda reverencia y murmuró:
—Majestad, me retiro de vuestra presencia y os pido perdón por haberos ofendido acudiendo a veros sin ser llamado.
Salió llevando muy alta su noble cabeza, y ella, pensativa le miró alejarse. No importaba que se fuese, puesto que siempre se le podía llamar. Entretanto procuraría averiguar personalmente cuál era la situación en el Sur, tras lo cual vería si estimaba o no procedente tomar el consejo del príncipe Kung. Hasta que se informase de lo que en el Sur pasaba, no determinaría cosa alguna.
Hizo que Li Lien-ying fuera a buscar al jefe de eunucos. A los pocos momentos llegó An Teh-hai, que había estado durmiendo y tenía la expresión soñolienta. Se inclinó profundamente al arrodillarse y mantuvo el rostro muy bajo para ocultar sus bostezos.
—Hay que llamar mañana a los generales Tseng y Li. Avísales y manda que se presenten en la sala de audiencias. Informa también al príncipe Kung y al gran consejero Jung Lu de que requiero su presencia. Invita a la emperatriz viuda del Palacio Oriental a que acuda a la audiencia una hora antes que de costumbre. Tenemos que debatir asuntos muy graves.
Se volvió a Li Lien-ying y le dijo:
—Manifiesta al gran consejero que hoy no pienso ir al campo de ejercicios. Indícale que ordene que el caballo negro del emperador no sea alimentado con grano, para evitar que se altere y se muestre rebelde a la brida.
—Sí, majestad —dijo el eunuco.
Y salió a cumplir la orden.
La emperatriz se acomodó más a su gusto en el trono y comenzó a meditar en lo que había dicho el príncipe Kung.
El eunuco regresó a los pocos minutos.
—¿Qué acontece? —preguntó la emperatriz—. ¿Por qué se me molesta de nuevo?
—Majestad —explicó el jefe de eunucos—, el emperador llora porque no vais a ver su silla nueva. El gran consejero os ruega que vayáis.
Ella se levantó inmediatamente, porque no podía soportar la idea de que su hijo llorase. Así, pues, seguida de sus damas se dirigió al campo donde su hijo se ejercitaba en el tiro al blanco con el arco en compañía de Jung Lu. Éste tenía a su lado su caballo árabe, al que atendía un eunuco.
«¡Qué majestuosamente bello es mi hijo!», pensó la emperatriz madre.
Se detuvo un momento para contemplarlos antes que el niño reparase en ella. Cabalgaba sobre su nueva silla, de tostado color de arena, que estaba cubierta por una manta de tela negra bordada con hilos de muchos colores. Sus cortas piernas apenas alcanzaban los flancos del caballo y sólo los extremos de sus botas de terciopelo rozaban los dorados estribos. Su túnica escarlata estaba recogida hasta la altura de su enjoyado cinturón, permitiendo ver sus pantalones de amarillo brocado. Se había quitado el gorro imperial, dejando al descubierto su cabello anudado en dos trenzas sujetas por un par de rígidos cordoncillos de seda roja. Jung Lu levantaba hacia el niño su rostro varonil, iluminado por el amor, y a la sazón por la risa y el contento, mientras escuchaba su infantil voz quejumbrosa.
El pequeño emperador reparó en su madre y exclamó:
—¡Madre, ven a ver la silla que Jung Lu me ha regalado!
Ella hubo de acercarse a inspeccionar la silla y sus ojos se encontraron con los de Jung Lu, que exteriorizaba, como los de ella, júbilo y orgullo. Luego, mientras el niño blandía su látigo, la emperatriz preguntó en voz baja:
—¿Sabes, Jung Lu, que han venido del Sur los dos generales que mandan el ejército?
—Lo he oído comentar —repuso él.
—Proponen que se permita a los comerciantes de Shanghai aumentar los efectivos de la fuerza militar propia de que disponen y tener un jefe extranjero. ¿Es eso prudente?
Jung Lu contestó:
—Lo que urge ante todo es poner fin a la rebelión. En realidad, estamos sosteniendo dos guerras a la vez: una con los rebeldes y otra con los hombres blancos. Entre unos y otros nos apretarán al extremo de no dejarnos vivir. Aplastemos a los rebeldes utilizando todos los medios posibles y luego, ya más fuertes, nos podremos medir con los blancos y expulsarlos de China.
La emperatriz asintió. No había dejado en todo aquel tiempo de sonreír y mirar a su hijo, como si sólo pensara en él. En aquellos momentos el niño paseaba por el campo. Jung Lu montó a caballo para estar al lado de su educando, y ella permaneció de pie, rodeada de sus damas, flotante al aire su larga túnica de raso azul. Aún llevaba luto por la muerte del emperador.
Miró a los dos seres a quien más amaba —el niño, tan pequeño y galano, y el hombre, tan alto y arrogante—, mientras galopaban, erectos y flexibles, sobre sus respectivos corceles. El hombre dirigía la vista al niño, en continua actitud de advertencia y consejo, siempre pronto a sostenerle si había peligro de caída. Pero el pequeño se sostenía bien en la silla, llevando la cabeza alta y manejando las bridas con una destreza maravillosa.
Tzu Hsi pensó:
«Un emperador nato, y es hijo mío…».
Los jinetes frenaron sus animales al extremo opuesto del campo. La emperatriz madre les saludó con el pañuelo y luego, en medio del cortejo de sus damas, retornó a palacio.
Al día siguiente, en la fría y gris claridad del amanecer, las dos emperatrices viudas se hallaban sentadas, una al lado de la otra, en sus tronos respectivos. Era la hora de la audiencia del Gran Consejo y, a través del amarillo cortinón, las dos regentes podían ver, sin ser vistas, las figuras de los consejeros, según iban entrando por orden de jerarquía.
El primero en entrar fue, como correspondía a su calidad, el príncipe Kung. Era misión del eunuco mayor anunciar los nombres de los que llegaban, pero el príncipe Kung, aunque también debía esperar, aquel día no lo hizo.
Li Lien-ying se inclinó y cuchicheó, no lejos del oído de la emperatriz madre.
—No es cosa que me incumba, majestad, pero mi celo por vuestra dignidad me hace advertiros que el príncipe Kung ha entrado en el salón de audiencias sin ser llamado.
Tan acostumbrado estaba el eunuco a la manera de ser y a las reacciones de su soberana, que supo adivinar inmediatamente que el príncipe Kung había incurrido de momento en el disfavor de la emperatriz.
La emperatriz madre aparentó no oír, pero el eunuco sabía que le había oído y hasta quizá sospechase que ella volvía a anotar en los registros de su memoria aquella segunda descortesía del príncipe.
Más era demasiado discreta para lanzarse a una acción precipitada. Porque el príncipe Kung no podía ser su enemigo. Con todo, la emperatriz pensaba que sólo podía contar con Jung Lu, y aun éste se hallaba casado con otra mujer.
Dejó de lado aquellos pensamientos. Debía, para garantizar su seguridad, sospechar intrigas de todos y en todo momento, pero no en aquel caso preciso. Sin embargo, el príncipe Kung que vivía fuera de la Ciudad Prohibida, podía entrar y salir a todas horas y moverse a su albedrío, mientras la emperatriz, forzada a permanecer intramuros del recinto regio, no siempre estaba en condiciones de saber si el príncipe se proponía algo contra ella.
¿Qué garantía existía del honor del príncipe, no siendo su propia palabra?
Suspiró, sintiéndose muy sola. Más también había de aceptar aquello. Formaba parte de su destino.
A su lado estaba Sakota, al parecer meditando y oyendo, pero en realidad no viendo ni enterándose de nada. Odiaba las audiencias, porque se celebraban al amanecer, y ella era una de esas personas que no gustan de madrugar ni de levantarse hasta el mediodía. Se hallaba soñolienta y deseando que todo acabase para volver al lecho.
Entretanto, ya se había congregado el Gran Consejo.
Sus componentes se hallaban arrodillados ante el Trono del Dragón, con los rostros en tierra.
El príncipe Kung comenzó a leer el informe que sostenía entre las manos. Leía bien, con voz profunda y sonora, dando a cada palabra la entonación justa y moldeándola con tanta precisión e individualidad que las hacía parecer sueltas y en conjunto, distintas joyas engastadas en una cadena de oro.
Expresose así:
—En el cuarto mes de este año lunar y quinto de este año solar, los chinos rebeldes llamados T’al Ping se tornaron excesivamente peligrosos en las campiñas que rodean la ciudad de Shanghai. No contentos con haber establecido su reino en la capital meridional de Nanquín, se acercaron a Shanghai y hasta irrumpieron en el recinto de la población causando daños y quemando casas.
»Los soldados del ejército de Shanghai, denominados los Siempre Victoriosos, rechazaron a los asaltantes y los persiguieron, pero no mataron muchos, porque el enemigo conocía todos los accidentes del terreno y los aprovechó para huir, franqueando con toda facilidad hoyedos y zanjas.
»Los campesinos de los contornos están aterrorizados y más de quince mil se han refugiado en la ciudad, creando problemas y motivos de desorden. Los mercaderes extranjeros se muestran muy enojados, porque entre las mujeres, niños y personas ancianas que buscan refugio en Shanghai figuran muchos hombres fuertes y jóvenes que deberían estar luchando contra los rebeldes. Para persuadir a todos los jóvenes de que resistan, dichos mercaderes proponen que se llame a un inglés apellidado Gordon, al que se conoce por su indómito valor y recta naturaleza, para que tome el mando de los Siempre Victoriosos.
ȃste es el informe que los generales Tseng y Li presentan al trono.
Al amparo de la cortina de seda, la emperatriz madre se mordió los labios. No le complacía que el príncipe Kung hubiese leído aquella memoria. Dijo con voz clara y firme:
—Oigamos lo que los generales Tseng y Li desean declarar en persona ante el Trono del Dragón.
El príncipe Kung no podía, viéndose así reprendido, hacer otra cosa que llamar al general Tseng, como más veterano.
El general se adelantó, postrose ante el Trono del Dragón y manifestó:
—Ruego que se autorice al general Li Hung-chang mi compañero de armas, a deponer ante el Trono porque es el gobernador de la provincia de Kuangsi, con su cuartel general en Shanghai. Aunque sólo cuenta treinta y nueve años, Li Hung-chang es el más capaz de mis generales jóvenes y yo le presento al Trono con todo lo que valga mi recomendación.
Sin esperar orden alguna de la emperatriz madre, el príncipe Kung dispuso:
—Adelántese Li Hung-chang.
La emperatriz no habló, pero su secreto enojo crecía más cada vez. El biombo protector hacía que nadie pudiese reparar en su airada expresión. Había, empero, que reportarse mientras los negocios de Estado lo exigiesen.
Li Hung-chang se adelantó, postrándose ante el Trono del Dragón y, previas las cortesías de rúbrica, comenzó:
—En el tercer mes de este año lunar, o, como dicen los extranjeros, en el cuarto de este año solar, conduje mi ejército a la ciudad de Shanghai, por orden del general Tseng Kuo-fan, mi superior. Al llegar a la ciudad la encontré guarnecida, no por el ejército imperial, que en realidad está ocupado en otras partes, ya que casi todas las provincias del Sur se hallan en poder de los rebeldes, sino por huestes de mercenarios a quienes llaman los Siempre Victoriosos y que están a sueldo de los comerciantes de la población. Era su jefe un mercenario americano denominado Ward. Ese Ward era un buen soldado, pero desgraciadamente resultó muerto en un ataque rebelde durante el noveno mes del presente año solar, que es el octavo del año lunar. Ocupó el puesto del puerto otro americano, Bourgevine de nombre, que desgraciadamente es un aventurero. Sus mercenarios le aman mucho, porque reparte con ellos todos los despojos que toma, pero desde el principio se mostró insubordinado y recio a acatar mis órdenes. Se considera un rey y mira a los Siempre Victoriosos como su ejército particular. Viendo que sus mercenarios le son grandemente leales no hace la guerra sino donde y cuando quiere. Ocurrió que mi jefe superior me ordenó que me dirigiera a Nanquín, porque la situación era crítica en aquel sector y se necesitaban urgentes refuerzos y he aquí que Bourgevine se negó a cumplir mi decisión de ponerse en movimiento. Yo le censuré y avisé que le privaría del mando, y entonces Bourgevine atacó la tesorería del Gremio de Mercaderes, entidad encargada de recaudar el dinero para los soldados de los Siempre Victoriosos. Puede afirmarse que entró allí abofeteando literalmente a los que guardaban el dinero y edificio, y después ordenó a sus soldados que tomasen de los cofres cuarenta mil taeles de plata, suma que, en verdad, se debía por atrasos a los mercenarios. Bourgevine distribuyó el dinero entre sus hombres, obteniendo así de ellos más fidelidad de la que ya le consagraban. Entonces le destituí definitivamente y amenacé con licenciar y desbandar a los Siempre Victoriosos, porque si el jefe de éstos no está a mis órdenes como yo a las de mi jefe, hasta los mismos soldados pueden constituir el núcleo de una nueva rebelión.
El príncipe Kung observó:
—Así que la hueste de los Siempre Victoriosos se ha quedado sin jefe.
—Exactamente, Alteza —respondió Li Hung-chang.
La emperatriz madre había escuchado aquel informe con gran atención. No podía ver claramente al general y sólo a través de las cortinas podía discernir la figura de un hombre alto. En cambio se oía con nitidez su voz resuelta y profunda, y cuanto hablaba era comprensible y bien expresado. Aquel hombre podía serle muy útil y la emperatriz resolvió darle un lugar en sus pensamientos. Pero nada dijo, porque de nuevo la había desagradado el príncipe Kung al tomar la palabra sin permiso de la madre del emperador. No cabía censurar al general Li Hung-chang por responder a Kung, que era su superior pero sí podía y debía censurar al príncipe.
Después de un rato de silencio, Tzu Hsi preguntó:
—¿Piensas de veras licenciar a los mercenarios de Shanghai, general?
Aquella voz clara y argentina que brotaba de detrás del biombo amarillo, sonó inesperadamente, sobresaltando a los dos hombres que hasta entonces habían hablado. Los dos dirigieron la mirada hacia el trono de la emperatriz, pero no pudieron verla.
Li respondió:
—Majestad, esos soldados están muy bien instruidos y aunque son arrogantes e insolentes, no sería acertado prescindir de su pericia, que tan necesaria nos es para combatir a los rebeldes. Yo propondría que se diera el mando de los Siempre Victoriosos a cierto inglés llamado Gordon, para conducirlos sin demora a la batalla.
—¿Conoce alguno de los presentes al tal Gordon? —preguntó la emperatriz.
El príncipe Kung miró al trono e hizo una reverencia.
—Por casualidad, majestad, yo le conozco.
—¿Y qué casualidad es ésa? —preguntó la mujer. Todos notaron el desagrado que vibraba en su voz, pero el príncipe Kung, sin reparar en ello y sin hacer pausa alguna, respondió:
—Cuando los invasores, majestad, destruyeron el palacio de Yüan, ya no pude contenerme, y me apresuré a ver si me era posible salvar nuestro tesoro nacional. Pero ya las llamas alcanzaban hasta el cielo y no estaba en mano de hombre alguno el remediarlo. Mientras yo me hallaba lamentándome y sintiendo verdadero dolor de corazón, reparé en que había cerca de mí un hombre alto y pálido. Llevaba uniforme de oficial inglés y se apoyaba en un bastón de caña. Le miré al rostro y, con gran sorpresa mía, descubrí en él una expresión de disgusto. Cuando me vio, acercose y hablando muy tolerablemente en idioma chino, me dijo que le avergonzaba que sus compatriotas ingleses y demás extranjeros mostrasen tal avidez e instintos de rapiña, llegando al extremo de quemar y destruir lo que no podían saquear. Los espejos, los relojes, los biombos labrados, los biombos de marfil en relieve, los biombos de coral, los fardos de seda, los tesoros almacenados hacía tantos siglos…
—¡Silencio!
La voz de la emperatriz madre sonaba extraña y sofocada detrás de la cortina. El príncipe Kung persistió:
—Majestad, yo vi a un soldado francés pagar a un saqueador un puñado de moneditas por un collar de perlas imperiales que al día siguiente vendió por varios millares de dólares de plata. Se echaron a la hoguera y destruyeron ornamentos de oro auténtico, tomándolos por metal dorado. Los zócalos de ébano que rodeaban el salón del Trono…
Vibró de nuevo la voz de la emperatriz madre.
—¡Silencio!
El príncipe Kung, demasiado orgulloso para ceder, volvió a hablar y lo hizo con severidad incluso.
—Majestad, pido el derecho de que me dejéis expresarme. Me dirigí a Gordon y le pregunté: «¿No puede usted hacer que se retiren sus soldados?». Él dijo: «¿Y por qué el emperador de ustedes ha permitido que fueran sometidos a tortura nuestros oficiales y nuestros hombres, a quienes enviamos de buena fe, con una bandera blanca, para negociar la propuesta de tregua?». ¿Qué podía yo responder a eso, majestad?
—¡Callaos! —insistió en voz alta la emperatriz madre desde detrás del cortinón.
Tzu Hsi estaba furiosa, porque sabía que el príncipe Kung le reprochaba públicamente su ocurrencia al persuadir al difunto emperador de que enviase al príncipe Seng, el general mongol, a apresar el grupo de emisarios extranjeros que iban a tratar de la tregua. Así, se mordió los labios y guardó silencio por espacio de un minuto. En ese intervalo el príncipe Kung hizo una reverencia al Trono del Dragón y, andando de espaldas, volviose a su lugar.
Todos esperaban la voz de mando que debía salir de detrás de la cortina amarilla.
La emperatriz madre dijo al fin, procurando que su acento sonase con calma y resolución:
—Concedemos permiso a ese inglés para que nos sirva.
Guardó silencio. Los congregados en la sala esperaban volver a oír las órdenes de la madre del emperador. Y lo que ella dijo fue:
—Parece que nos vemos obligados a aceptar incluso los servicios del enemigo.
Y tras estas palabras dio por terminada la audiencia.
Pero cuando volvió por la noche a su palacio comenzó a meditar y así pasó, absorta, muchas horas, sin que nadie osase interrogarla para conocer sus pensamientos. La alarmaba que el príncipe Kung, en quien depositaba tanta confianza, quisiera elevarse por encima de ella. ¿Sería aquello una muestra de que su poder declinaba? Su mente procuraba recordar los acontecimientos del año último, tratando de evocar los signos y presagios malos o buenos. Y acudiole a la memoria el hecho de que el día vigésimosexto del cuarto mes del año solar habíase levantado en la campiña, en estación inapropiada, un tremendo torbellino de polvo, tan denso y amplio que oscureció la tierra antes del anochecer. Ennegreciose el cielo e imponentes columnas de sombrío polvo se abatieron sobre una vasta comarca, impelidas por un viento huracanado. El canal entre Pequín y Tien-tsin, que alcanzaba unas cincuenta millas de longitud, una anchura de dieciocho pies y una profundidad de siete, se llenó de un polvo que absorbió materialmente sus aguas, haciendo que las barcas hubieran de descansar sobre montones de arena.
La tempestad duró dieciséis horas y en su curso muchos viajeros se extraviaron. La fuerza del viento lanzó a algunos al interior de pozos y zanjas, donde el polvo los sofocó. De los qué intentaron seguir caminando en medio de la negrura, buscando algún albergue, muchos perdieron la vida y otros se volvieron locos. En los palacios se encendieron las lámparas a las tres de la tarde, y fue lo más extraño de aquella tempestad la circunstancia en que, luego que había pasado una columna de polvo, se divisaba un brillante cielo claro y azul. Y esto persistía durante los momentos que tardaba en llegar la próxima nube.
Disipada la tempestad y ya limpias de polvo y arena las márgenes del canal —trabajo que exigió muchos días—, el departamento de Astrología envió un informe al Trono, aseverando que aquella tempestad debía ser considerada como un gran portante y, en conjunción con las estrellas, significaba que iba a producirse en la nación una formidable lucha que causaría gran número de muertos. No obstante, llegaría de Occidente un extranjero, comparable al enorme viento reciente, y ese hombre daría la victoria a los ejércitos imperiales.
Al rememorar semejante signo, la emperatriz se sintió confortada y nuevamente recuperó el ánimo. No, no fracasaría. La victoria había sido vaticinada, y ¿sobre quién podía producirse esa victoria sino sobre los rebeldes del Sur? ¿No debía ser Gordon el aludido extranjero occidental? Entonces ¿a qué venía temor alguno? La emperatriz debía obrar de modo que demostrara al príncipe Kung que ella, y no él, era la regente hasta que el emperador legítimo ocupara el Trono. Hacía miles de años el vizconde Kê había aconsejado de esta manera al emperador Wu, que gobernaba en aquella época:
«En tiempos de desorden, el gobierno debe ser fuerte. En tiempos de orden y paz, ha de ser blando.
»Pero en cualquier tiempo que sea, no debe permitirse a un príncipe o a un ministro que usurpe las prerrogativas reales».
Mientras la voluntad de la emperatriz obraba así, como un tónico en sus venas le acudió un pensamiento que la animó tanto como si, hallándose bajo un cielo cubierto de opacas nubes, éstas se abrieron repentinamente y el áureo ojo de los cielos luciese y le enviara un rayo de consoladora luz. Iba a hacer más que humillar a un príncipe soberbio. ¡Aquel mismo día sentaría a su hijo en el Trono del Dragón! Habría en el regio sitial un emperador y ella, tras la cortina que servía de fondo al Trono, cuchichearía órdenes a su hijo para que éste las pronunciase en voz alta como si fueran propias.
No ejecutó su propósito el mismo día, como primero se le ocurriera, pero procedió a llevar su plan a la práctica. La ocasión se la deparó el hecho de que An Teh-hai acudió a los pocos días y le dijera en secreto que el príncipe Kung había visitado por dos veces a la corregente Sakota. Los eunucos de servicio habían manifestado a su jefe que el príncipe Kung había reprochado vivamente a la emperatriz viuda la debilidad que mostraba, sosteniendo que ella no debía permitir que la emperatriz madre impusiera siempre su criterio.
El eunuco mayor, aun cuando se regocijaba intensamente con aquella clase de intrigas, fingió, con todo, sentirse muy disgustado por lo que tenía que añadir. Dijo, como dolorido:
—Y, después, majestad, el príncipe Kung expuso que desde que vos dais diariamente oídos a Jung Lu, a quien permitís tratar al joven emperador casi como a un hijo, él lamentaba mucho empezar a dar cierto crédito a unas hablillas que se había negado a creer antes…
—¡Basta! —mandó la emperatriz.
Se levantó. La furia que centelleaba en sus grandes ojos negros hizo que el jefe de los eunucos se retirase de su presencia.
Él de todas maneras, sentíase contento de haber sembrado aquella semilla, porque le constaba que la rápida imaginación de su señora sabría interpretar una historia a través de unas pocas palabras.
La emperatriz madre acudió aquella misma tarde a visitar a su prima Sakota, la emperatriz viuda. Hablando muy suavemente, y sin referirse para nada a lo que sabía, comenzó, después de los usuales saludos, a hablar de cosas menudas y placenteras entre las que intercaló algunas graciosas lisonjas. Después cambiando de voz y talante, dijo:
—Mi verdadero propósito al visitarte hoy, hermana, es advertirte que debes unirte a mí para abatir el orgullo del príncipe Kung, que ha puesto al desnudo los fines que persigue. Está rebasando sus atribuciones y despojándote de tu poder. No es necesario hablar de mi persona.
Notó que la emperatriz viuda comprendía en el acto lo que le daba a entender su prima. Parte de lo que caracterizaba a la antigua Sakota infantil se escondía dentro de la ajada persona de la corregente. Un enfermizo rubor coloreó sus mejillas.
—Veo que compartes mis sentimientos —dijo la emperatriz madre—. Ya viste como el príncipe Kung se permitió hablar antes que yo durante la última audiencia. Puesta a pensar en ello, encuentro muchas más faltas en el príncipe. Incluso entró en el Salón del Trono sin esperar a que le anunciara el eunuco mayor.
La emperatriz viuda intentó una leve defensa del acusado.
—Ten en cuenta que Kung ha probado que nos es fiel.
La emperatriz madre replicó:
—No le perdono que quiera asumir una indebida importancia fundándose en que cree haberme salvado la vida.
La emperatriz viuda pretendió demostrar valor,
—¿Y no te la salvó?
La emperatriz madre frunció sus rojos labios con desdén.
—No debería recordarlo aunque lo hubiera hecho. ¿Acaso un hombre de mentalidad amplia puede alabarse de haber cumplido con su deber? Yo opino que no. Además quisiera saber de qué modo me salvó la vida. No sería por acudir a Jehol cuando se lo ordené.
Marcó una pausa y añadió audazmente:
—En realidad, fue mi primo Jung Lu quien alargó la mano para detener la daga del asesino.
Sakota no dijo nada. Su prima, como si reparase en su silencio, prosiguió, moviendo elocuentemente las manos, con el triunfo relampagueando en sus ojos:
—¿Oíste de qué modo levantaba la voz; como si fuéramos un par de mujeres estúpidas?
Sakota esbozó una débil sonrisa.
—Bien me consta que lo soy.
La emperatriz madre declaró:
—No lo eres ni yo tampoco, ni toleraré que nos tomen por tales. Y, aun admitiendo que fuéramos estúpidas, porque los hombres nos juzgan así a todas las mujeres (aunque, en realidad, sólo lo imaginan los tontos), el príncipe Kung ha de comportarse con humildad y cortesía, porque para algo somos las regentes. Te aseguro, hermana mayor, que, si no refrenamos a ese príncipe, veremos como cualquier día nos usurpará la regencia y nos secuestrará en algún cuarto secreto dentro de ese recinto. ¿Quién podrá salvarnos entonces? Los hombres prefieren obedecer a los hombres antes que a las mujeres, y nosotras terminaremos oscuramente y sin que nadie sepa lo que nos ha acontecido. Es preciso que actúes a mi lado, Sakota.
Al pronunciar el nombre que daba a su prima durante su infancia, la miró intensamente con sus negros ojos, a la vez que fruncía el entrecejo. Sakota se amedrantó, como siempre lo había hecho, y se apresuró a mostrarse de acuerdo.
—Haz lo que te parezca mejor, hermana.
Luego de oír la tímida aquiescencia de Sakota, la emperatriz madre se levantó, hizo una reverencia y se despidió de su pariente. Las damas de las dos emperatrices las miraban a distancia, pero se hallaban bastante lejos y no podían oír la conversación.
La atrevida y bellísima Tzu Hsi sabía, a pesar de todo, tomarse el tiempo preciso para ejecutar sus planes una vez que mentalmente los ultimaba. Así aguardó mientras maduraba interiormente sus propósitos. Quería que la rebelión fuese sometida en el Sur, y hubo de dejar transcurrir todo el año. Porque era evidente que el inglés Gordon no se daba prisa alguna ni lanzaba sus soldados a la batalla. No podía correr el riesgo de una derrota. Con orgullosa modestia sugirió que debía autorizársele para recorrer el campo de los contornos de Shanghai antes de convertirse en comandante supremo de la hueste Siempre Victoriosos, a fin de conocer la forma en que debía presentar combate. La emperatriz madre, aunque se sentía impaciente, resolvió conceder a Gordon aquel plazo. Y mientras él se preparaba lentamente, un hombre blanco de menor prestigio, bajo y pomposo, le sustituyó en el mando de las fuerzas. Aquel individuo, anheloso de ganar gloria personal, entró en acción. Con su tropa mixta de mercenarios procedentes de múltiples naciones, que se llamaban los Siempre Victoriosos y que sumaban dos mil quinientos hombres, uniose a una brigada imperial, que alineaba doble cifra de soldados. Con aquellas tropas puso sitio a la ciudad amurallada de T’aitan, cerca de Shanghai, pensando que si la ciudad caía le sería dable atacar a Nanquín directamente. Pero era tal su necedad, que no se le ocurrió reconocer las defensas de T’aitan, conformándose con el parecer de los mandarines chinos, quienes le afirmaron que el foso que rodeaba la muralla de la población no era más que una zanja seca. Y he aquí que por la mañana, cuando los asaltantes se preparaban a cruzar el foso, hallaron que tenía treinta y cinco pies de anchura, que estaba lleno de agua hasta el borde y que no había botes para franquearlo. Sin embargo, el jefe de los mercenarios ordenó a sus hombres que cruzaran el obstáculo a toda costa, utilizando para ello las escaleras de bambú que pensaba aplicar a las murallas en el momento de ataque. Mas, cuando se había llegado a la mitad de la anchura del foso, se quebraron las escaleras y muchos soldados cayeron al agua y se ahogaron. Entretanto, los rebeldes que defendían los muros disparaban sus armas sobre el enemigo y se burlaban de los que hacían esfuerzos para no ahogarse.
Después de su victoria, los insurrectos se jactaban de ella en términos como los siguientes:
«¡Cuánto nos hemos reído presenciando la forma en que el ejército de los Siempre Victoriosos llegó a la orilla del agua sin llevar puentes para atravesarla! Y mayor fue la risa al ver partirse las escaleras de asalto y hundirse los enemigos en el foso.
»Nuestro Rey Celeste lanzaba más carcajadas que ninguno de nosotros, diciendo: «¿Qué general es ése que envía a sus hombres al ataque de una ciudad sin averiguar primero si el foso tiene agua o no?». Después se enfureció al observar el pequeño número de enemigos que había venido a desalojarnos de la ciudad. «¿Nos han tomado por unos cobardes? —exclamó y ordenó en seguida—: ¡Adelante, y expulsemos a esos diablos de esta tierra!». Todos a una nos levantamos y gritamos a gran voz: «¡Sangre, sangre, sangre!». Avanzamos hacia los imbéciles Siempre Victoriosos matando a todos los que no se salvaron huyendo, entre ellos los oficiales ingleses.
»Porque los ingleses habían violado la línea que ellos mismos señalaron para aislarse de nosotros. Como era justo, les hicimos sufrir todo lo posible. Eso aparte, agradecimos mucho al capitán inglés las armas que abandonó y que cayeron en nuestras manos, incluyendo treinta y dos cañones, que ahora aparecen montados en nuestras murallas como prenda de nuestra victoria. No es posible creer en lo necio que es ese jefe de guerra. Baste decir que se llevó las piezas ligeras de artillería antes que las pesadas, con lo que, al retirarse, careció de armas con que cubrir sus movimientos. Y no deben los ejércitos imperiales pensar que sólo ellos cuentan con la ayuda de gentes de fuera de nuestra tierra. También en nuestras filas pelean muchos hombres blancos, entre ellos un francés que mandó nuestra artillería en T’aitan. No transgrediremos lo acordado ni pasaremos el límite que se fijó, pero sostendremos el terreno que ocupamos y destruiremos por completo a los diablos que marchen contra nosotros».
Cuando aquellas monstruosas jactancias fueron incluidas en los informes presentados al Trono del Dragón, la emperatriz madre se sintió más arrebatada de ira que nunca. Despachó, por lo tanto, emisarios a Gordon, ordenándole que tomase el mando de los Siempre Victoriosos y de los ejércitos imperiales, para vengar al Trono del fracaso de T’aitan.
Gordon obedeció en tal punto, pero no creía que él debiera sólo vengar el revés padecido ante aquella población. En otros sentidos no obedecía a nadie, sino que, tomándose tanto tiempo como juzgaba necesario, tendía a batir en batalla el enemigo, eliminando hasta el mismo núcleo de la rebelión. Así acostumbró a sus hombres a descargar repentinos golpes donde menos se esperaba, cambiando de sector con vigorosa celeridad y logrando tantos éxitos, que acabó por forzar a los rebeldes a ponerse a la defensiva. Operaba en estrecha unión con Li Hung-chang y las fuerzas de ambos jefes convergían, tomando como eje la línea que enlazaba las ciudades claves de Chanzu y Quin-San, cercanas a Shanghai. Desde aquella línea Gordon avanzaba sistemáticamente hacia la victoria.
Mientras esto pasaba, el príncipe Kung, engañado por las amabilidades de la emperatriz madre, olvidó los anteriores desaires recibidos y, abrumado de preocupaciones y creyéndose familiarizado ya con la manera de ser de la viuda de su hermano, prescindía cada vez con más frecuencia de tener con ella cortesías menudas. Ella lo veía y callaba a todo, hasta que un día, absorta la mente en los asuntos de Estado, llegó el descuido de Kung, en el curso de una audiencia, al extremo de levantarse cuando estaba de rodillas, sin que la emperatriz lo ordenara. Rápida como un tigre, ella se incorporó y habló duramente al príncipe, con el entrecejo fruncido y la voz de una soberana ofendida:
—Olvidáis vuestros deberes. ¿No es ley y costumbre, decretada por nuestros antecesores, que toda persona haya de arrodillarse ante el Trono del Dragón? —Después de una breve pausa añadió—: El propósito de esa ley es proteger al Trono de cualquier ataque repentino. ¿Osáis estar de pie cuando todos los demás se arrodillan? Conspiráis contra la regente.
—Llamad a la guardia y mandadle que se lleven al príncipe Kung.
El príncipe quedó tan sorprendido, que se limitó a sonreír pensando que la emperatriz bromeaba. Pero los eunucos de servicio oyeron la orden y se apresuraron a llamar a los guardias imperiales, los cuales pusieron mano sobre el príncipe y lo retiraron de delante de la emperatriz.
Kung protestó:
—¿Es posible que después de tantos años…?
Ella atajó toda queja.
—Por muchos años que hayan transcurrido y por muchos que sean los servicios prestados, no permitiré a nadie que viole la seguridad del Trono del Dragón.
Él le dirigió una larga mirada y se dejó conducir fuera de la estancia. Y aquel mismo día Tzu Hsi expidió un edicto, con el sello imperial y las firmas de ella y de la emperatriz viuda, en su calidad de regentes.
El texto del documento rezaba:
Siendo así que él príncipe Kung se ha mostrado indigno de nuestra confianza y ha mostrado excesiva predilección por sus sobrinos al designarlos para altos cargos, venimos a revelarle de su cargo de gran consejero. Además todos los otros altos empleos con que le hemos recompensado le son retirados. Por este decreto reprimimos severamente su espíritu rebelde y su ambición usurpadora.
Nadie osó oponerse a aquel decreto, aunque muchas personas visitaron en secreto a Jung Lu para rogarle que interpusiera sus buenos oficios cerca de la emperatriz en favor de aquel noble príncipe, a quien nadie creía desleal. Pero Jung Lu no quería intervenir, a lo menos por el momento. Por lo tanto, su respuesta fue:
—Esperemos a que el pueblo manifieste su voluntad. Si la emperatriz ve que el pueblo no la aprueba, cambiará de opinión. Es demasiado discreta para oponerse a la voluntad popular.
Durante un mes todos esperaron. Y se confirmó que la gente coincidía en opinar que la emperatriz madre había sido injusta con el hermano de su difunto marido y leal súbdito suyo. No había quien no recordase que el príncipe Kung se había quedado en la capital, para intentar salvarla, cuando llegaron los blancos y el emperador huyó con toda la Corte. No se olvidaba que él y Kwei Liang habían negociado con los extranjeros el tratado de paz, aparte de lo cual Kung había, repetidamente, impedido con su destreza que el enemigo atacase el país.
La emperatriz madre se enteraba de tales quejas sin darse por enterada ni preocupada. Escuchaba y callaba, serena la faz, bella como una flor de loto. Pero secretamente ponderaba cuál podía ser el alcance exacto de su poder. Y cuando vio que el príncipe Kung acataba su sentencia sin hacer esfuerzo alguno para oponerse a ella, como dando a entender que le parecía justa, y cuando conoció las murmuraciones del pueblo, Tzu Hsi firmó dos nuevos edictos, firmados con los nombres de ambas regentes. En el primer edicto se exponía al pueblo que las regentes tenían el deber de castigar con igual severidad a todos los que ofendían al Trono, fuesen quienes fuesen. En el segundo se decía así:
El príncipe Kung ha reconocido el mal que ha hecho y está arrepentido de sus faltas. Nos no tenemos perjuicio alguno contra él, más nos vimos obligados a hacer lo que hicimos. No es nuestro propósito prescindir de los servicios de un consejero tan hábil, ni privarnos de la útil ayuda de semejante príncipe. Le restablecemos, pues, en su cargo en el gran consejo, aunque no en calidad de consejero especial del Trono. Le exhortamos, a la vez, a que de hoy en adelante recompense nuestra clemencia demostrando redoblada fidelidad en sus servicios al Trono y le aconsejamos que purifique su alma de toda clase de malos pensamientos y envidias.
Así, el príncipe Kung volvió a su puesto, y a partir de entonces se aplicó a sus tareas con orgullosa dignidad y humildad correctísima.
La emperatriz madre resolvió que en lo sucesivo no había de quedar nunca vacío el Trono del Dragón más allá de la cortina amarilla, desde detrás de la cual ella dictaba órdenes imperiales. Colocó allí a su hijo y le enseñó a mantener la cabeza alta, a cruzar las manos sobre las rodillas y a escuchar los informes que los ministros presentaban al Trono. En éste debía sentarse el niño, vestido con sus ropas de ceremonia, bordadas con dragones de cinco garras, un botón de rubí adornaría su hombro y se tocaría la cabeza con el gorro imperial.
Para efectuar aquel adiestramiento se levantaba temprano —cuando empezaba a clarear en invierno y antes de alborear en verano— y mandaba que despertasen al emperador. A veces iban a pie, porque a ella le gustaba andar, y si el tiempo era malo iban en palanquines y penetraban en la sala de audiencias, donde ambos ocupaban sus respectivos puestos, él sobre el trono y ella tras la cortina amarilla, pero tan cerca del niño que sus labios quedaban casi en contacto con los oídos del pequeño.
Poco a poco el infantil emperador pudo ya desempeñar con toda realidad su cargo. Cuando un príncipe le presentaba una exposición o un antiguo ministro leía, con voz monótona, un largo informe, el emperador movía un tanto la cabeza e interrogaba:
—¿Qué digo, madre?
Ella se lo indicaba y él repetía las instrucciones maternas palabra por palabra.
Así pasaban las horas y el niño acababa por cansarse y, olvidando donde estaba, comenzaba a tocarse el botón del hombro o a recorrer con el índice los contornos de los dragones de los bordados de sus vestiduras.
Entonces la voz de la madre sonaba brusca a sus oídos.
—¡Ponte bien! ¿Has olvidado que eres el emperador? No te comportes como un niño común.
La emperatriz era tan tierna con su hijo, habitualmente y en todas partes, que él, asustado y sorprendido, se erguía en el trono, notándose dominado por la insólita fuerza de su progenitora. Su constante pregunta era:
—¿Qué digo ahora, madre?
Y ella contestaba siempre, por mucho que las preguntas menudeasen.
La emperatriz madre leía, con tanto afán como si fuesen cartas de amor, los despachos que a diario le enviaba desde el Sur el general Tseng Kuo-fan. La grandeza que vibraba en aquella mujer hacía que la atrajese, como un imán, la grandeza ajena; y actualmente Tseng Kuo-fan era para ella el hombre más apreciado del imperio después de Jung Lu. Aquel general no era una mera masa de jactancia y bravuconería, como suelen serlo casi todos los militares de oficio, sino que era un hombre instruido, como fuera su abuelo y su padre. Por esta razón, a su destreza profesional añadía buena dosis de prudencia y cultura.
Pese a esto, la emperatriz no sentía interés personal alguno por aquel hombre, sino por lo que hacía, por la excitación de las batallas, por el peligro de las derrotas, por el orgullo de los éxitos.
En tanto que transcurrían y se acercaban a su fin los años de luto que la costumbre imponía que se observase por la muerte del emperador, la emperatriz madre dedicaba toda su actividad al empeño de aplastar los rebeldes del Sur. Diariamente circulaban sus mensajes entre la ciudad imperial y el frente de Nanquín; y eran tan rápidos los relevos, que los correos llegaban a recorrer seiscientas millas al día. Al llegar la medianoche el jefe de eunucos, An Teh-hai, entregaba a la emperatriz el paquete que contenía el parte diario de Tseng Kuo-fan. La emperatriz, a solas en su cámara, leía a la luz de las dos grandes bujías, colocadas en macizos candelabros al lado de sus cabecera.
Así durante los fríos meses de aquel invierno, la emperatriz estuvo constantemente enterada de la maravillosa estrategia con que el caudillo del Sur atacaba a los rebeldes por tierra y agua. Le auxiliaban otros dos generales bajo su alto mando: uno era P’eng Yulin y otro Tsen Kuo-ch’uah, hermano menor del jefe supremo de las tropas. En el decurso del invierno se recobraron más de cien poblaciones en las cuatro provincias de Kiangsu, Kiangsi, Anhuei y Chekiang. Más de cien mil rebeldes perecieron y el resto de sus fuerzas se retiró lentamente hacia su reducto principal de Nanquín.
Todos los días, antes de amanecer y de que llegase la hora de la audiencia, la emperatriz madre se dirigía, a lo largo de los corredores de Palacio, al Templo del Gran Buda Blanco, el de las mil cabezas y manos. Se arrodillaba ante aquella imagen de la Fuente Desconocida, le daba gracias y le pedía ayuda para Tseng Kuo-fan. Los sacerdotes se prosternaban a su vez, mientras ella oraba, y permanecían así hasta después que la emperatriz quemaba incienso en el recipiente de oro destinado a aquel efecto. Y Buda oyó sus plegarias de tal modo que, en el verano de aquel mismo año, exactamente el día decimosexto del sexto mes solar y séptimo lunar, Tseng Kuo-fan ocupó los reductos exteriores de Nanquín y mandó colocar grandes bombas de pólvora al pie de los muros de la ciudad. El efecto fue grande. Abriéronse anchas brechas en las murallas y por allí penetraron miles de soldados imperiales en la capital rebelde.
El palacio del Rey Celeste era el último objetivo del ataque, mas lo rodeaban muchos desesperados defensores. A despecho de ellos lanzose una bomba incendiaria de hierro, cargada de pólvora, en el centro de aquellos edificios, y una hora después de mediodía las llamas se elevaban hasta el cielo. Los que había en el recinto del palacio lo abandonaron corriendo como ratas espantadas. Todos fueron apresados y muertos, sin que se conservara la vida más que a su jefe, que resultó ser un hombre llamado Li Wan-ts’al. A este individuo se le sometió a interrogatorio y entonces confesó que el Rey Celeste se había suicidado, envenenándose, unos treinta días antes, aunque su muerte se había ocultado a sus partidarios hasta que el hijo del muerto ocupase su lugar y fuera proclamado rey. Pero también el hijo había muerto.
Cuando la emperatriz madre leyó los partes en que Tseng Kuo-fan le daba cuenta de la victoria, publicó las noticias en una serie de edictos, anunciando que los rebeldes habían muerto y que la regencia acordaba decretar un mes de fiesta en todo el país. Después ordenó que el cadáver del Rey Celeste fuera sacado de su tumba y se le cortara la cabeza, la cual debía ser paseada por todas las provincias a fin de que no hubiera ninguno de sus súbditos que dejara de saber el destino reservado a los rebeldes. A la vez los jefes insurrectos que aún quedaban vivos debían ser llevados a la capital, interrogados y luego ejecutados por el procedimiento de cortar a cada uno en diez mil pedazos, arrancados lentamente. Además la emperatriz anunció que iría, en compañía del joven emperador, a todos los templos y santuarios reales para agradecer a los dioses su venturosa ayuda y a los imperiales antepasados su sempiterna protección.
Poco después llegó Tseng Kuo-fan para dar personal cuenta de sus hechos al Trono, y relató acerca del Rey Celeste multitud de extrañas anécdotas que le habían contado algunos cautivos antes de ser ejecutados.
El Rey Celeste no era, en realidad, más que un hombre vulgar cuyo cerebro se había trastornado. Hasta el último momento había alardeado de que vencería, aunque le constaba bien que su causa estaba condenada al desastre. Solía sentarse en su trono, cuando veía amedrentados a sus secuaces, y les decía:
«El último Dios me ha transmitido su sagrado secreto. Me mandaron descender en forma carnal a este mundo y dominar sobre todos los reinos y razas de esta tierra, convirtiéndome en su auténtico señor. Siendo así, ¿qué tengo que temer? Seguid a mi lado si queréis, o dejadme si lo preferís. Si vosotros no protegéis mi derecho a este imperio del mundo, otros lo protegerán, porque tengo conmigo una hueste celestial compuesta de un millón de ángeles. ¿Cómo pueden, pues, esas minúsculas huestes de soldados imperiales, que no pasan de cien mil hombres, llegar a tomar mi ciudad?».
Sin embargo, a mediados del quinto mes lunar de aquel año, el Rey Celeste comprendió que estaba perdido y mezcló un activo veneno en su taza de vino, que bebió de tres tragos. Luego exclamó:
«No es Dios quien me ha abandonado, sino yo, quien le he desobedecido».
Murió y su cuerpo fue envuelto en una pieza de raso amarillo cuyos bordados representaban dragones. Se le enterró por la noche y en secreto, en un rincón de los jardines de su palacio, sin colocarle en un ataúd. Sus amigos planeaban entregar el trono al hijo del muerto, que contaba dieciséis años, pero también el muchacho murió. Súpose lo sucedido y los rebeldes se desalentaron y dejaron perder la ciudad.
De todo esto dio cuenta Tseng Kuo-fan en la sala de audiencias imperiales, ante el Trono del Dragón, donde se sentaba el joven monarca. Tras la amarilla cortina de seda la emperatriz madre escuchaba todas las palabras que se decían y Sakota, sentada a su lado, permanecía inmóvil.
La emperatriz madre inquirió:
—¿Está ya descompuesto el cadáver de ese rey rebelde?
—Estaba singularmente bien conservado —respondió Tseng Kuo-fan—. La seda que le envolvía todo el cuerpo, incluso los pies, era de la mejor calidad y mantuvo incólume la carne.
La emperatriz madre hizo otra pregunta:
—¿Y qué aspecto tenía ese jefe de la insurrección?
Tseng Kuo-fan contestó:
—Era muy alto y corpulento, con la cabeza redonda, la cara ancha y el cráneo calvo. Usaba barba, ya veteada de gris. Obedeciendo el mandato imperial, se le cortó la cabeza para poderla llevar de provincia en provincia. Mandé quemar el cuerpo, cuyas cenizas he tenido yo mismo ante los ojos. Los dos hermanos mayores del Rey Celeste fueron capturados vivos, pero también habían perdido el juicio, y dispuse que los decapitaran.
Antes que la cabeza del insurrecto fuese exhibida por las provincias, la emperatriz madre manifestó que deseaba contemplarla ella misma.
—Muchos años —declaró— he sostenido guerra contra ese rey rebelde y al fin he quedado vencedora. Deseo, por tanto, conocer cómo era el enemigo a quien he derrotado.
Trajo la cabeza un jinete que la llevaba guardada en una bolsa arzonera. Li Lien-ying recibió el trofeo. Éste iba envuelto en una seda amarilla, sucia y con manchas de sangre. Cogiola el eunuco con ambas manos y la llevó al salón particular del trono de la emperatriz madre.
Ella, que estaba sentada en el solio, ordenó a Li Lien-ying que colocase en el suelo el envoltorio y lo deshiciera. Li Lien-ying obedeció, en tanto que la emperatriz le contemplaba con los ojos fijos. El eunuco apartó el último pliegue de seda y quedó al descubierto el macabro semblante. La emperatriz madre la contempló largamente. Su mirada parecía chocar con la inmóvil del muerto, cuyos ojos nadie había tenido tiempo de cerrar. Sí, aquellos ojos negros, terribles en la faz exangüe, devolvían la mirada de la emperatriz. La boca del muerto estaba pálida, y aumentaba su palidez la negra barba, rala y entrecana, que circundaba unos labios muy abiertos tras los que se veían unos dientes blancos y sólidos.
Las damas que rodeaban él trono se taparon los ojos con las mangas para no presenciar aquel horroroso espectáculo. Una de ellas, siempre tímida y timorata sintió náuseas precursoras del vómito y exclamó que iba a desmayarse. El mismo Li Lien-ying no pudo reprimir un gruñido.
—Tenía cara de malvado —rezongó— y la sigue teniendo después de muerto.
Pero la emperatriz madre levantó la mano para restablecer el silencio.
—Éste —observó— es un rostro extraño, un semblante desesperado sí… Aterra el contemplarlo, pero no es el semblante de un malvado. Careces de sentimientos, eunuco. No, ésta no es la cara de un criminal, sino la de un poeta que se volvió loco porque profesaba una fe que fue, para él, vana… Te aseguro, por el poder de los cielos, que es la cara de un hombre que se sabía perdido desde que nació.
Suspiró, bajó la cabeza y se tapó los ojos con la mano por un momento. Luego la posó en el regazo y alzó la mirada.
—Llévate la cabeza de mi enemigo —ordenó a Li Lien-ying— y haz que sea paseada por todas partes para que la vea mi pueblo.
Li Lien-ying volvió a envolver la cabeza y la sacó de allí. El jinete tornó a colocarla e inició, el largo viaje que le esperaba. En todas las ciudades de todas las provincias la cabeza fue expuesta en lo alto de un poste para que la gente la viese, hasta que al fin la carne se secó y empezó a caerse, y finalmente quedó el cráneo pelado. Y dondequiera que la cabeza se exhibía, quedaba restablecida la paz.
Así terminó la rebelión de los T’al P’ing en el año solar de mil ochocientos sesenta y cinco. Quince años había durado aquella guerra cruel, entre alternativas, en nueve provincias del reino, y durante ella perecieron veinte millones de personas, incluyendo las que murieron de hambre. En ningún sitio se había asentado en definitiva el Rey Celeste, limitándose con lo conquistado a consolidar su reino, pero siempre quería ir adelante con sus secuaces, que primero mataban y luego saqueaban. Había entre ellos muchos hombres blancos desarraigados de sus tierras perdidos para su sociedad. La mayoría eran desechos; de sus pueblos, pero algunos, aunque pocos, seguían al Rey Celeste porque eran cristianos y él tomaba como bandera el nombre de Cristo. También estos blancos fueron muertos.
Salvada aquella rebelión, los ejércitos imperiales, alentados por la táctica militar que les enseñara Gordon, pusieron fin a dos insurrecciones menores: una en la provincia de Yunnan, de donde procedía el mármol jaspeado que se pagaba como tributo al Trono del Dragón; y otra de musulmanes en la provincia de Shensi. Pero estos alzamientos tenían poca importancia comparados con la gran rebelión ya extinguida, y pronto quedaron terminadas.
De suerte que la emperatriz madre, cuando examinaba la situación del reino, lo veía en paz y prosperidad. El pueblo la alababa porque, gracias a su buen consejo, veía concluidas las guerras con los rebeldes y asistía a la derrota de éstos. Así la emperatriz comprendía que su poder había crecido mucho ante el pueblo, y a continuación se consagró rápidamente a procurar el establecimiento de su poder en la Corte, a fin de asegurar la dinastía.
No olvidaba, desde luego, al inglés Gordon. Mientras Tseng Kuo-fan marchaba sobre Nanquín, con el ejército imperial, Gordon había llevado las fuerzas de los Siempre Victoriosos contra los mismos rebeldes que operaban en la región del bajo Yang-tsé, donde Li Hung-chang tenía el mando de los soldados imperiales. De no haber sido por Gordon, Nanquín no hubiera caído con tanta facilidad, y Tseng Kuo-fan no se recató en decirlo ante el Trono.
La emperatriz madre hubiera deseado ver a aquel inglés, pero no era posible, porque no existían precedentes de que un extranjero hubiera sido recibido nunca en el palacio imperial. Pero leyó cuantos escritos se referían a él y escuchó cuanto de él hablaban los que le habían conocido.
Li Hung-chang escribió de este modo su informe:
La fuerza de Gordon consiste en su rectitud. Según declara, cree su deber acabar con los rebeldes porque así conviene a nuestro pueblo. En verdad, nunca he visto a un hombre como Gordon. Llega al extremo de invertir su dinero en mejorar la situación de sus soldados, y en ayudar a personas robadas o heridas por los rebeldes, Incluso nuestros enemigos le califican de «alma elevada» y afirman que no deshonra una derrota causada por un hombre como él.
Al recibir este escrito, la emperatriz decidió que se concediese a Gordon la Cruz del Mérito de primera clase y se le diese una recompensa de diez mil taeles por su participación en los honores de la campaña. Pero cuando los portadores enviados por la tesorería imperial se presentaron a Gordon, llevando en la cabeza grandes orzas que contenían el oro de la dádiva imperial, el inglés rechazó el regalo. Los incrédulos portadores no se resolvían a irse, mas él los obligó a alejarse, amenazándolos con el bastón.
Las noticias de semejante negativa corrieron por toda la nación, y no hubo en el imperio un ciudadano que no considerase increíble que un hombre rechazara tan gran tesoro. Entonces Gordon hizo saber por qué no quería admitir dádiva alguna. Y sus razones eran éstas: Li Hung-chang, abusando de su triunfo, cuando ocupó la gran ciudad de Soochow, mandó matar a muchos jefes enemigos que se habían rendido. Gordon había prometido la vida a aquellos hombres en caso de que se rindieran, y cuando supo que su palabra había sido violada y que el general chino incumplía su promesa, le acometió tan frenética ira que espantó al propio Li Hung-chang, quien hubo de retirarse por algún tiempo a su casa de Shanghai.
—No le perdonaré mientras viva —había dicho Gordon a voces.
Li Hung-chang miró la blanca cara del británico y pudo ver que, en efecto, se exteriorizaba una expresión implacable en sus azules ojos, fríos como la escarcha.
Y Gordon confirmó su inexorabilidad en esta orgullosa carta dirigida a la emperatriz madre:
El comandante Gordon recibe con la mayor satisfacción la expresión del buen concepto en que le tiene Vuestra Majestad, pero lamenta muy sinceramente que los acontecimientos subsiguientes a la ocupación de Soochow le impidan aceptar muestra alguna de reconocimiento procedente de Su Majestad el emperador. Por lo tanto, da respetuosamente las gracias a Vuestra Majestad por las mercedes que se proponía hacerle, y le pide que le permita declinarlas.
La emperatriz madre recibió aquella carta pocos días después, hallándose en el jardín de invierno del Palacio del Mar Central. Dos veces leyó la misiva. Luego reflexionó largamente en la clase de hombre que era aquel Gordon, capaz, por razones tan elevadas, de rehusar una notable recompensa. Por vez primera acudió a su mente la idea de que entre los hombres occidentales había algunos que no eran venales, ni salvajes, ni crueles. Y allí, sola en el tranquilo jardín, semejante pensamiento conmovió su alma. Si resultaba cierto que entre los hombres blancos existían hombres buenos, debía sentirse temerosa todavía. Si eran justos los extranjeros, resultaban mucho más fuertes de lo que ella creía. Aquella idea la colmó de un terror que le acompañó toda su existencia.
La emperatriz madre retuvo a Tseng Kuo-fan en la ciudad muchos días, mientras meditaba la recompensa que debía darle para premiar sus éxitos y bravura. Porque a la sazón aquella imperiosa mujer no pedía consejos a ministros ni a príncipes ni a nadie. Al fin resolvió hacerle virrey de la gran provincia septentrional de Chihli, con residencia en Tien-tsin.
El día decimosexto de la primera luna del año nuevo, la emperatriz presidió en el palacio regio un banquete en el que se sirvieron manjares de una fastuosidad que rebasaba todo lo conocido hasta entonces, Tseng Kuo-fan ocupó el sitial de honor. Los actores de la Corte representaron seis famosas obras. Y tras aquella fiesta la emperatriz mandó a Tseng Kuo-fan que partiese hacia Tien-tsin, dónde podía encontrar la paz que tan bien ganada tenía.
Pero no hubo tal paz, porque repentinamente estalló en Tien-tsin una asonada contra las monjas francesas.
Las tales monjas regían un orfanato y ofrecían una recompensa en metálico por cada niña que les llevasen. Entonces hubo malhechores que se dedicaron a raptar pequeñas para obtener dinero, y las monjas se negaban a devolver las niñas a sus padres cuando éstos aparecían y reclamaban. Las monjas alegaban que habían pagado lo ofrecido, y los reclamantes decían que por qué no preguntaban a qué familias pertenecían las niñas que les eran entregadas.
La emperatriz madre hizo llamar otra vez a Tseng Kuo-fan.
—¿Para qué —preguntó— quieren esas extranjeras niños chinos?
El ilustrado Tseng respondió:
—Por mi parte, Majestad, creo que se proponían convertirlos a su religión. Pero el vulgo está lleno de supersticiones y asegura que las mágicas medicinas de los blancos están hechas con ojos, corazones e hígados de niños, y que por eso las monjas los compran.
—¿Es posible? —exclamó ella, horrorizada.
Él la tranquilizó.
—No lo creo en modo alguno. Generalmente, las monjas se hacen cargo de hijos de gente pordiosera, a los que recogen medio muertos ya. Otras veces buscan a las hijas recién nacidas de los muy pobres, a las que sus padres dejan en las calles para que allí mueran. Las monjas las cuidan y convierten a su creencia, porque es cosa que se considera meritoria en esas mujeres. Si alguna niña muere, la entierran con decoro en sus cementerios cristianos.
La emperatriz no sabía si Tseng Kuo-fan acertaba o no, porque era hombre muy tolerante y no pensaba mal de nadie, ni siquiera de sus enemigos. Pero en el quinto mes de aquel año lunar una gran calamidad se abatió sobre las monjas del orfanato de Tien-tsin; y fue que muchas de las niñas a su cargo murieron, y entonces una horda de gentes turbulentas y baldías agrupadas en una sociedad llamada «Las Relumbrantes Estrellas» empezaron a propalar el rumor de que las monjas se dedicaban a matar a sus acogidas. Encolerizose el pueblo, y las monjas, atemorizadas, aceptaron que unos cuantos hombres escogidos visitaran el orfanato y comprobasen que aquél era un centro de clemencia y no de muerte. Pero el cónsul francés se enfureció a su vez, acudió al orfanato y expulsó a aquellos hombres elegidos. Chung Hou, superintendente de las aduanas de Tien-tsin, advirtió al cónsul que su proceder era peligroso, pero aquel extranjero, en su soberbia, no quiso tratar con él y exigió que fuese un funcionario a tratar con él en el consulado. Y entonces, aunque el magistrado de la ciudad hizo cuanto pudo para aplacar al pueblo, éste, aumentado en su furor, congregose ante el convento e iglesia de las monjas, amenazando con usar armas de fuego.
Y he aquí que en aquel momento el inepto cónsul francés salió a la calle, pistola en mano, para socorrer a las monjas y fue apresado por las turbas y seguramente muerto pues no se le volvió a ver nunca más.
El príncipe Kung acudió en ayuda de Tseng Kuo-fan. Diose el caso de que, por casualidad y suerte, Francia estaba entonces en guerra con Prusia, lo que hacía a sus representantes más propicios a la negociación. No obstante, la emperatriz madre hubo de avenirse a que la tesorería imperial pagase cuatro mil taeles de plata como indemnización por la muerte del cónsul y el susto dado a las monjas. A Chung Hou, el superintendente de las aduanas de Tien-tsin, se le ordenó que fuese en persona a Francia, para presentar excusas en nombre del Trono.
Antes que Tseng Kuo-fan pudiera terminar aquel conflicto, otra vez fue llamado por la emperatriz, quien había recibido graves noticias del Sur. Aunque el Rey Celeste había muerto, la ciudad de Nanquín y cuatro provincias más, habituadas a largos años de rebelión, seguían muy inquietas, y en ellas habían ocurrido disturbios, en el curso de los cuales fue asesinado el virrey. Ello hizo que la emperatriz llamase presurosamente a Tseng Kuo-fan y le encargara que ocupase el lugar del muerto en Nanquín.
El fatigado y envejecido general hubo de acudir otra vez, un amanecer, a la sala de audiencias del palacio para arrodillarse sobre un cojín ante el trono donde se sentaba el joven emperador. Tras la amarilla cortina de seda se hallaban las dos emperatrices. La emperatriz madre ocupaba el sitial de la derecha y la corregente el de la izquierda.
El arrodillado general oyó la voz de la emperatriz madre mandándole ir a Nanquín y asumir el virreinato. Entonces Tseng Kuo-fan pidió a la emperatriz licencia para hablar con franqueza. Y dijo que no se encontraba bien, que le fallaba la vista y que rogaba que se le dispensase de nuevas tareas.
De detrás de la cortina surgió una voz interrumpiéndole:
—Aunque tengas mala vista, muy bien puedes vigilar la labor de tus subordinados.
Así rechazó la emperatriz la súplica de su súbdito.
Éste quiso insistir, recordándole que aún no estaba pacificada la provincia de Chihli. Había que tener en cuenta que, en Tien-tsin, las turbas habían asesinado a un funcionario francés cuando intento proteger a unas monjas, compatriotas suyas.
La emperatriz preguntó:
—¿Aún no han sido ejecutados los perturbadores del orden?
—Majestad —contestó Tseng Kuo-fan—, el ministro francés y su amigo el ministro de Rusia insistieron vivamente en enviar delegados para presenciar las decapitaciones. Como no llegaron a tiempo, he encargado a mi general ayudante Li Hung-chang que vigile las ejecuciones. Éstas debieron de realizarse ayer.
La emperatriz exclamó con disgusto:
—¡Esos sacerdotes y misioneros extranjeros! Daría algo por poderles prohibir que actuaran en el reino. Cuando estés en Nanquín, debes mantener un ejército grande y disciplinado para contener al pueblo, que odia a los extranjeros.
Tseng Kuo-fan respondió:
—Pienso, Majestad, construir fuertes a todo lo largo del río Yang-tsé.
—Muy enojosos son esos tratados que el príncipe Kung ha hecho con los extranjeros —comentó la emperatriz madre—. Y lo peor de todo son esos cristianos que van y vienen por el país a su albedrío.
—Es verdad, Majestad —contestó Tseng Kuo-fan.
El general seguía arrodillado y, como las usanzas de la Corte le hacían permanecer con la cabeza descubierta, sentía que el frío invernal le penetraba hasta lo más profundo de los huesos. Sin embargo, siguió hablando con cortesía y coincidiendo en todo con la emperatriz.
Dijo, pues:
—Los misioneros causan perturbaciones en todas partes. Sus conversos oprimen a los que se niegan a absorber la religión extranjera y son protegidos por los misioneros, a los cuales, a su vez, protegen los cónsules. Cuando el año que viene se haya de revisar el tratado con Francia, será oportuno estudiar la manera de impedir que las religiones extranjeras se difundan libremente entre el pueblo.
La emperatriz madre, más irritada cada vez, observó:
—No sé por qué hemos de tolerar una religión ajena cuando tenemos tres buenas religiones propias.
—Lo mismo pienso, Majestad.
Siguió un silencio y terminó la audiencia. Como aquel año era el sexagésimo cumpleaños de Tseng Kuo-fan, la emperatriz organizó otro gran festín en su honor y le colmó de ricas dádivas. Además, compuso un poema en su honor, alabándole por su edad y sus muchos merecimientos. Escribió los versos con su propia y vigorosa caligrafía e hízolos grabar sobre una tablilla, dándoles este título:
«A nuestra majestuosa columna de sostén y vigoroso peñasco de defensa».
Enviole también una imagen dorada de Buda, un cetro de madera de sándalo con incrustaciones de jade, una pieza de tela bordada con dragones de oro, diez rollos de seda imperial y otros diez de seda corriente.
Tan poderosa era la influencia de Tseng Kuo-fan, que bastó la presencia en el palacio del virreinato de Nanquín para que la tranquilidad renaciese en la comarca. Lo primero que hizo el nuevo virrey fue apresar al asesino de su antecesor y condenarle a muerte, lo que se ejecutó mediante descuartizamiento en diez mil pedazos. El suplicio se realizó en público, con objeto de que el pueblo viera la forma en que perecía aquel criminal. Todos contemplaron en silencio cómo la fina y recia hoja del cuchillo del verdugo cortaba el viviente cuerpo del hombre en tiras de carne y fragmentos de hueso.
Tras esto el pueblo volvió a su trabajo cotidiano y a sus usuales diversiones. De nuevo los barcos de flores bogaron por los lagos de lotos y encantadoras cortesanas cantaron y tocaron laúdes, mientras sus clientes escuchaban y se entregaban a copiosos festines. Tseng Kuo-fan se sintió complacido al ver retornar los viejos modos de vida y pudo informar al Trono de que Nanquín y su región se hallaban tranquilos como antes de la gran rebelión de los T’al P’ing.
Mas, aparte de los honores conseguidos, de su alta posición y de su rectitud, Tseng Kuo-fan tenía muy poco tiempo de vida. En la primavera del año siguiente padeció un ataque apoplético que le enviaron los dioses, cuando, en su silla de manos, iba a recibir a un ministro que la emperatriz madre le enviaba con instrucciones, desde Pequín. Según su costumbre siempre que se hallaba solo, iba recitando en voz alta ciertos pasajes de los clásicos confucianos, cuando sintió repentinamente que se le trababa la lengua y se le paralizaba la voz. Hizo señas a sus servidores para que le llevasen otra vez al palacio. Sentíase ofuscado, y oscilantes manchas negras le flotaban ante los ojos. Hubo de guardar cama y en ella permaneció, silencioso, durante tres días.
Sufrió posteriormente otros dos ataques y, después del tercero, llamó junto a su lecho a su hijo y, no sin trabajo, le hizo estas indicaciones:
—Estoy a punto de cruzar el abismo que me separa de las Fuentes Amarillas. Inútiles han sido mis actividades, porque he dejado tras mí muchas tareas sin acabar y no pocos problemas sin resolver. Te mando que recomiendes a la emperatriz mi colega Li Hung-chang. No te preocupes por mí, pues soy como el rocío mañanero, que se desvanece muy pronto. Cuando llegue la hora y me encuentre en el ataúd, haz que mis servicios fúnebres se efectúen según los antiguos ritos y con acompañamiento de cantos búdicos.
—No hables de muerte, padre —exclamó su hijo, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos y corrían por sus mejillas.
Aquellas palabras parecieron reanimar a Tseng Kuo-fan. Hízose conducir al jardín para contemplar los ciruelos en flor. Allí padeció un nuevo ataque, pero ya no retornó a su lecho. Hizo gestos de que le llevaran al palacio virreinal y se sentó en el trono del salón de audiencias. Y en esta posición, como si presidiese una reunión de ceremonia, murió.
En el momento que expiró, elevose en la ciudad un gran clamor, porque cayó del cielo una estrella errante y las gentes temieron alguna calamidad. Y al circular la noticia de que el virrey había muerto, todos tuvieron la sensación de haber perdido un padre.
La emperatriz madre, al recibir, dos días después, aquella mala noticia, inclinó la cabeza y durante algún tiempo lloró silenciosamente. Luego dijo:
—Decrétense tres días de luto y no haya diversión alguna, ni festín, ni representación teatral.
Y mediante un edicto dispuso que se construyera un templo en cada provincia en honor de aquel hombre tan bueno y tan grande, que había devuelto al reino la paz.
Al atardecer del tercer día la emperatriz hizo llamar a Jung Lu. Éste se arrodilló ante ella en su sala privada de audiencias. La emperatriz le preguntó:
—¿Qué piensas de ese Li Hung-chang a quien Tseng Kuo-fan me recomienda como sustituto suyo?
Jung Lu respondió:
—Majestad, puedes confiar en Li Hung-chang más que en cualquier otro chino. Es culto y valiente, cuanto más confíes en él, más leal será al Trono. No obstante, debes recompensarle generosamente y a menudo.
La emperatriz escuchó aquellas palabras fijando en su pariente la mirada de sus grandes ojos, y comentó:
—Tú eres el único que no buscas recompensa por cuanto haces en mi servicio.
Jung Lu no contestó, sino que continuó arrodillado ante ella, en silencio. La emperatriz le tocó el hombro con su cerrado abanico y dijo:
—Te ruego, primo que cuides mucho tu salud. Después de ti yo apreciaba más que a nadie a Tseng Kuo-fan. Puesto que él nos falta, temo que los dioses quieran desencadenar sobre mí alguna venganza que no acierto a precisar, y en cuyo curso pueden faltarme soportes y ayudas.
—Majestad —repuso él—, sigues siendo para mí la que eras en los días de la infancia.
—Levántate —mandó ella—, levántate y déjame verte la cara.
Jung Lu se incorporó y se mantuvo, erecto y vigoroso, ante la emperatriz. Por un momento los ojos de los dos se fundieron en una sola y mutua mirada.
En el otoño del año siguiente, el Departamento de Astrólogos Imperiales proclamó el día oportuno para el sepelio del difunto emperador. Durante los varios años transcurridos entre la muerte y aquel momento, el enjoyado féretro del soberano había descansado en un templo distante del palacio. A la sazón comenzaron a verificarse solemnes preparativos para el funeral del emperador. La construcción de la nueva sepultura había llevado años y, como signo de su renovada confianza en el príncipe Kung, la emperatriz madre le había encargado que recaudase las vastas sumas exigidas para la erección del sepulcro. El príncipe Kung, sin formular queja alguna, emprendió aquella misión que le habían encomendado y que no tenía nada de fácil, porque las provincias meridionales, las más ricas del imperio y de las cuales debían salir las mayores sumas de dinero, estaban tan empobrecidas por guerras y rebeliones, que sólo muy trabajosamente podían participar en el pago de las cantidades solicitadas. Con todo, el príncipe Kung consiguió reunir diez millones de taeles de plata, ora por fuerza, ora por persuasión, imponiendo tasa a todas las provincias y gremios. De aquella suma había que apartar comisiones para funcionarios altos y bajos, desde ministros, príncipes menores y virreyes hasta eunucos y recaudadores de tributos, porque todos habían de recibir la recompensa de sus esfuerzos.
En la intimidad de su morada, el príncipe Kung se quejó de la ardua empresa que le habían encargado. Y se quejó ante su amable mujer, única persona en cuya presencia podía desahogar su corazón.
—Sin embargo, he de obedecer a la madre del Dragón, porque, si la ofendo otra vez, es muy capaz de destruirnos a todos.
La mujer del príncipe respondió:
—Quisiera, marido, que fuéramos gente pobre para poder vivir en paz.
Pero Kung había nacido príncipe y como tal tenía que comportarse. En efecto, así lo hacía.
Cuatro años pasó el príncipe Kung dirigiendo la construcción de la tumba, porque no sólo se necesitaba tiempo para recaudar los fondos, sino que, además, había que esculpir los enormes elefantes y los guerreros de mármol que, de dos en dos, habían de guardar la entrada del sepulcro. Bloques marmóreos cuyo peso fluctuaba entre cincuenta y ochenta toneladas fueron transportados desde las canteras, situadas a unas cien millas de la ciudad imperial. Cargábase cada bloque en un carro de seis ruedas, arrastrado por seiscientos caballos y muías. Tales bloques tenían forma oblonga, salvo los destinados a cada pareja de elefantes, porque ésos medían quince pies de longitud por doce de anchura y doce de altura. Los tiros de caballos y muías iban unidos entre sí por gruesas cuerdas de cáñamo reforzadas con alambre, y la longitud de aquellas cuerdas eran de un tercio de milla. Sobre cada carro un armígero imperial enarbolaba el pabellón de la dinastía, y le acompañaban cuatro eunucos. El cortejo se detenía cada media hora para descansar, y uno de los eunucos daba la señal de parada o partida golpeando un gran batintín de bronce. Ante cada equipo de caballos y muías cabalgaba un soldado de la guardia empuñando un banderín de señales.
En esta forma se llevaron los cincuenta grandes bloques de mármol que, al llegar al emplazamiento de la tumba, fueron inmediatamente entregados a los mejores escultores del reino para que, con mazo y cincel, esculpieran las figuras de animales y hombres.
La tumba estaba rematada por una cúpula, y dentro, y en su centro, se alzaba un amplio pedestal de oro con joyas engastadas. Allí había de colocarse el sarcófago imperial.
Un claro y frío día del otoño de aquel año, el cadáver del emperador fue conducido, con abundante cortejo, a su definitivo reposo. En presencia de la emperatriz madre y de la emperatriz viuda, como regentes, con asistencia del joven emperador y de los príncipes y ministros de la Corte, el enorme ataúd fue colocado sobre el pedestal, entre flamear de cirios y humear de incienso. El ataúd era de madera de catalpa, muy alisada y bruñida. Antes de cerrarlo se depositaron gemas sobre el embalsamado cuerpo del emperador. Se le ciñó un collar de perfectas perlas amarillas y se le pusieron encima jades, rubíes y esmeraldas de la India. Tras esto se selló la tapa del ataúd con pez y cola de tamarisco, mezcla que se endurece hasta formar una substancia tan dura como la piedra. Sobre el ataúd se habían labrado sutras de Buda y en torno se colocaron figurillas de arrodillados eunucos hechas de papel y seda con armazón de bambú. Aquellas figuras simbolizaban a los acompañantes que, en días antiguos y menos civilizados, hubieran sido seres humanos de carne y hueso destinados a ser enterrados con su señor para que no anduviese solo más allá de las Fuentes Amarillas.
Con el cadáver del emperador se dio sepultura al de su primera consorte, la hermana mayor de la emperatriz viuda, que también se llamaba Sakota. Durante quince años el cadáver de aquella consorte había descansado en un apartado templo, sito en una aldea a siete millas de la ciudad, esperando la muerte del emperador. Ahora se reunía con su señor y su ataúd se colocó a los pies de él, en un pedestal bajo y sencillo.
Después que los sacerdotes entonaron sus plegarias y el emperador y las regentes se arrodillaron ante el sepulcro, todos se retiraron del lugar. Dejáronse encendidos los cirios hasta que se extinguieran. Entretanto sus indecisas llamas proyectaban su claridad sobre los ornamentos de joyeles y las pintadas tablillas que cubrían los muros de la tumba. Se cerraron y sellaron las grandes puertas de bronce y el imperial séquito retornó a sus palacios.
Al día siguiente la emperatriz madre publicó un edicto en el que se concedía perdón completo al príncipe Kung. El texto rezaba:
Por orden nuestra, el príncipe Kung se ha ocupado, durante los pasados cinco años, en preparar las ceremonias del sepelio del difunto emperador. En ello ha desplegado decoro y diligencia. Y nuestra pena se ha mitigado en tanto contemplando el esplendor de la tumba imperial y la solemnidad de las exequias. Y, por eso, y para que el jade del noble nombre del príncipe Kung nunca deje de esplender en los anales de nuestro reinado, decretamos que el recuerdo de su anterior sanción quede borrado y que el príncipe sea repuesto con todo honor. Así deseamos recompensar a nuestro buen servidor, cuyo nombre deseamos ver inmaculado siempre.
Al terminar aquel día, la emperatriz madre se dirigió, sola, a su jardín favorito. Caía una dulce tarde otoñal y en el cielo lucían los débiles arreboles del crepúsculo. La emperatriz se sentía melancólica, pero no acongojada, porque no tenía motivo alguno de disgusto. Si su espíritu vivía en la soledad, ya se había acostumbrado a ello. Porque la soledad era el precio de la grandeza y en la soledad moraba día tras día y noche tras noche. Mas la emperatriz era mujer y por un momento su agudísima mente imaginó un hogar donde un hombre y una mujer habitaban juntos y engendraban hijos. Precisamente el día del funeral su eunuco le había dicho que a Jung Lu le acababa de nacer un hijo. Sí; a las tres de la madrugada Mei había puesto en el mundo un robusto hijo varón. Repetidamente, en el curso de aquel día de condolencia, la emperatriz madre había pensado en el niño de su antigua azafata. Pero Jung Lu estuvo presente en el sepelio, y su prima no percibió signo alguno de júbilo en su faz. Cierto que era su deber no exteriorizar satisfacción alguna, pero, cuando por la noche volviese a su casa, ¿no se manifestaría alborozado? La emperatriz no lo sabría nunca.
Paseó lentamente de un lado a otro del jardín. Caminaba por senderos bordeados por los últimos crisantemos en flor. La seguían sus leales perros, qué eran fuertes animales mongoles, que la guardaban de día y de noche, y pequeños canes mangueros que la servían para divertirse. Y, como tantas veces lo hiciera antes, apeló a toda su voluntad para relegar a lo profundo de su ser su imaginación. Urgía enfrentarse con las grandes tareas de su poder.
Cierto día, dos veranos más tarde, la emperatriz madre se hallaba, con la Corte, en el Palacio del Mar, gozando de las bellezas de sus jardines. Hallábase sentada en su trono ante el teatro imperial, contemplando una representación escénica. No se trataba de una obra antigua, sino de una pieza escrita por un inteligente autor sólo doscientos años antes. El personaje malvado de la obra era un narigudo europeo, un capitán de la marina portuguesa, que llevaba un espadón a la cintura y, encima del labio superior, unos bigotes grandes como las extendidas alas de un cuervo. El protagonista era un primer ministro de la Corte china, papel que desempeñaba el jefe de eunucos, An Teh-hai, al que se le consideraba un actor genial.
De pronto el eunuco Li Lien-ying, que hasta entonces había reído a carcajadas, guardó repentino silencio y se levantó de su escaño, procurando alejarse de su imperial señora para salir sin que ella lo notara. Pero la emperatriz madre, que siempre lo veía todo, hízole signo de que regresara. Él, un tanto avergonzado, obedeció.
—¿Adónde ibas? —preguntó ella—. ¿Es muestra de respeto salir del teatro cuando está en escena tu superior?
Li Lien-ying murmuró:
—Majestad, al ver ese perverso extranjero me ha recordado una promesa que hice ayer al joven emperador y que hasta ahora había olvidado.
—¿Y qué es tal promesa? —preguntó la emperatriz.
—El emperador ha oído hablar de un vehículo extranjero de juguete, que anda sin ayuda de caballo ni hombre, y me ha encargado que le compre uno para examinarlo. Yo me pregunté dónde podría encontrar ese artilugio. Consulté al eunuco mayor, y él me dijo que lo hallaría en la tienda que tiene un extranjero en la calle de las Legaciones. Allí me dirigía ahora.
La emperatriz madre frunció el negro entrecejo.
—¡Prohíbo eso! —exclamó.
—Majestad, bien sabéis el carácter del emperador. Desobedecerle me costará ser apaleado —se permitió indicar el eunuco.
La emperatriz declaró:
—Le diré que yo lo he prohibido. Ya no es tan niño para andar con juguetes.
El eunuco observó:
—Majestad, yo he sido quien ha empleado la palabra juguete, teniendo en cuenta que en todo nuestro país no hay un solo coche que se mueva empleando combustible.
—Juguete o no —insistió la emperatriz madre—, es un objeto extranjero y, por lo tanto, lo prohíbo. Siéntate.
Li Lien-ying no podía hacer más que obedecer. Sentose y no rió más durante toda la representación, aunque An Teh-hai, con su ejecución, hacía lo posible para que se desternillase la emperatriz. Pero tampoco ella se reía, sino que su bella faz permanecía grave. Al fin hizo señas a sus damas de que iba a retirarse a su palacio y, cuando lo hubo efectuado, mandó llamar al jefe de eunucos.
Apareció An Teh-hai. Seguía siendo apuesto y gallardo, a pesar de su creciente gordura. Realizó la venia, procurando contener la insolencia de sus negros ojos. No le estimaba menos la emperatriz por saber el descaro que se encubría tras de su mirada, aparentemente humilde. Se rumoreaba a menudo que An Teh-hai no era un verdadero eunuco. Sólo que la emperatriz madre había aprendido a no preguntar nada sobre cosas que prefería ignorar. Miró severamente a su subordinado.
—¿Cómo te has atrevido a conspirar con Li Lien-ying? —inquirió.
—¿Yo conspirar?
—¡Has conspirado para traer a mi hijo un vehículo extranjero que anda solo!
El eunuco intentó sonreír.
—¿Eso es una conspiración, Majestad? Sólo quería divertir al emperador.
La emperatriz dijo con el mismo tono severo:
—Sabes que no quiero que se lleven a mi hijo objetos extranjeros. ¿Es que aspiras a que su alma se aparte de las costumbres de su pueblo?
El jefe de eunucos aseveró:
—Juro, Majestad, que no he tenido intento semejante. ¿No ha de ser obligación nuestra complacer todos los deseos del emperador?
La emperatriz dijo, implacable:
—No, si lo que pide es inoportuno. No quiero que aprenda los vicios que aprendió su padre. Si has cedido en eso, ¿en qué otra cosa no cederás?
—Majestad… —empezó el eunuco.
La emperatriz madre arrugó el entrecejo.
—¡Aléjate de mi vista, sirviente infiel!
Aquellas palabras asustaron al eunuco mayor. Había sido durante mucho tiempo favorito de la soberana. Pero todos los eunucos saben que el favor de los que reinan es tan inestable como un sol de principios de primavera. De un momento a otro podían darle el retiro, y la cabeza de un eunuco rueda con mucha facilidad.
Arrojose a los pies de la emperatriz y lloró.
—Majestad, sabéis que toda mi vida es vuestra. Vuestras órdenes están para mí por encima de todo.
Ella le empujó con el pie.
—No quiero verte, no quiero verte.
El eunuco se alejó andando a gatas. Tan pronto como hubo cruzado la puerta salió del palacio corriendo. Iba a casa de Jung Lu, único que podía salvarle de aquel brete en que, de pronto, se había adentrado.
A aquella hora del día tenía costumbre Jung Lu de estudiar los informes que veinticuatro horas más tarde había de presentar al Trono. Antaño, ello había correspondido al príncipe Kung, pero era ahora misión de Jung Lu, como gran consejero, estudiar lo que había de saber el Trono. Y por eso estaba aquel día sentado en su despacho, ante una mesa grande de negro ébano, con la cabeza inclinada sobre las hojas manuscritas de los memoriales que había de conocer la soberana.
Un sirviente anunció el nombre del eunuco mayor. Tan pronto como se pronunció su nombre pasó, hizo una reverencia y saludó según las fórmulas.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Jung Lu.
En pocas palabras An Teh-hai explicó la situación en que se encontraba y concluyó diciendo:
—Deseo que me salvéis de la venganza imperial.
Con gran alarma del eunuco mayor, Jung Lu no prometió ayudarle.
Hizo señas al eunuco de que se sentara y dijo después:
—Hace un par de años que me viene preocupando lo que veo en el palacio imperial.
—¿Y qué es lo que habéis visto, venerable? —preguntó An Teh-hai, cuyo rostro aparecía muy pálido a la luz de las bujías.
Una expresión de severidad se pintó en la faz de Jung Lu al continuar hablando.
—Hsien Feng, padre del actual emperador, fue pervertido por los eunucos, uno de los cuales eras tú, An Teh-hai. Ciertamente no tenías entonces el cargo de jefe de eunucos, pero estaba en tu mano poder persuadir al emperador entonces reinante para que ejecutase actos rectos y tuviese pensamientos limpios. En vez de eso, lo que hiciste fue mimarle, y él se aficionó a ti porque eras joven y de buen aspecto. En lugar de ayudarle a ser bueno, le llevaste por el mal camino, fomentando sus flaquezas y lascivias, lo que le costó morir envejecido cuando aún no había cumplido los cuarenta años. Y ahora quieres que su hijo…
Calló y se tapó las recias líneas de su boca con su fuerte mano.
An Teh-hai se sintió amedrentado. Había ido en busca de ayuda y se encontraba con un nuevo ataque.
Dijo, pues:
—Venerable, es muy triste ser eunuco y tener que desobedecer a su señor.
—¡Pues puede hacerse! —declaró Jung Lu—. Y al final acabarías siendo honrado por tus buenas obras. En todo hombre, sea el más humilde, o sea el emperador, existen elementos de mal y de bien. En la infancia una parte de esos elementos se extingue y otra queda viva. Tú, elegiste lo malo.
El eunuco tartamudeó:
—Venerable, no se me ofreció manera de elegir.
Jung Lu habló con más severidad:
—Ya sabes lo que quiero decirte. Recuerdas muy bien que siempre que el anterior emperador estaba agotado, o sentía dolores, tú le administrabas opio. Si sentía antojos extraños, tú se los satisfacías. Le enseñaste a refugiarse en el vicio en cuanto se veía conturbado o enfermo. Y, como resumen, cuando llegó a la pubertad su virilidad había sido destruida.
An Teh-hai no era cobarde ni estúpido. Tenía en sus manos una arma peligrosa y no le faltaba decisión para usarla.
—Venerable, si eso es así, ¿cómo es que ha engendrado un hijo tan robusto como el joven emperador?
Jung Lu no movió un músculo de su rostro. Miró fijamente al eunuco.
—Si la casa imperial cae —dijo—, tú caerás, caeré yo, y caeremos todos, y con nosotros la dinastía. ¿Vamos a destruir a ese niño en quien tenemos nuestra última esperanza?
De tal modo Jung Lu desvió el puñal con que le amenazaba el eunuco mayor. Éste comprendió que el gran consejero y él habían de ser aliados y no enemigos, y fingió humillarse y rebajarse.
Expuso:
—Sólo he venido a pedir que se me salve de la venganza de la emperatriz madre. Y conste que no sé a qué viene todo esto, puesto que la cosa empezó por un tren, un tren de juguete que Li, ese a quien llamamos «Cerote de Remendón», se olvidó de comprar al joven emperador. No sé cómo en palacio una menudencia como ésa puede ponerse por encima de la vida de un hombre.
Jung Lu se pasó la mano por los ojos con expresión de cansancio.
—Hablaré por ti —prometió.
—No he pedido otra cosa, venerable —contestó el jefe de eunucos.
Hizo una reverencia de despedida y salió. Estaba contento. Usando el arma que tenía a su alcance había logrado asegurarse la ayuda de Jung Lu.
Tanto tiempo permaneció solo Jung Lu en su despacho, que su gentil mujer acabó entreabriendo las cortinas para ver qué le pasaba. Notándole tan preocupado, se alejó. Bien sabía Mei que él no la amaría nunca, pero se daba por satisfecha con la atención benigna que la dedicaba y con su ternura, siempre cortés y paciente. Nunca estaba moralmente cerca de ella, ni siquiera cuando la tenía entre sus brazos. Y aunque no le temía, porque su bondad era constante e invariable, Mei sabía que jamás franquearía la distancia que la separaba de su marido.
La noche avanzaba y ella, impelida por la ansiedad, se calzó unas zapatillas de raso que apagaban el rumor de sus pisadas y entró en el despacho de su marido. Apoyole la mano en el hombro con tanta suavidad, que él no la sintió siquiera.
—Esta casi amaneciendo —le dijo— y no te has acostado todavía.
Él, sobresaltado, se volvió hacia su mujer. Había en aquel semblante viril una expresión tan sinceramente horrorizada, que Mei, en un arranque, le echó los brazos al cuello.
—¿Qué te pasa, amor mío? —preguntó.
Jung Lu procuró dominarse y apartó de su cuello los brazos de su mujer.
—Dificultades antiguas —murmuró—. Problemas viejos que no he podido resolver. Soy un necio al pensar en ellos. Anda, vete a dormir.
Se dirigieron juntos a sus habitaciones, a lo largo de los pasillos. A la puerta de la alcoba de Mei, él le preguntó:
—¿Sobrellevas mejor este embarazo que el del otro niño?
Mei estaba de nuevo encinta.
—Sí, Jung; muchas gracias.
Él sonrió y apuntó:
—Entonces tendremos una hija, si no mienten los dichos que de muchacho he oído a las viejas. Son los hijos varones los que protestan por estar dentro del claustro materno.
—¿No te importa que sea una hija lo que te dé? —murmuró ella.
—No, si se parece a ti —contestó él cortésmente.
Se inclinó ante Mei y se retiró.
Al día siguiente, cuando el reloj de agua señalaba las tres de la tarde, el eunuco Li Lien-ying, más ansioso que nunca de complacer a su egregia señora, anunció que el gran consejero Jung Lu le pedía audiencia para el momento que le pareciese oportuno.
La emperatriz dijo:
—¿Cuándo no es conveniente para mí recibir a mi primo? Dile que pase ahora mismo.
Al cabo de pocos instantes Jung Lu entró en la sala privada de audiencias de la emperatriz. Ella le recibió sentada en su trono. Hizo alejarse al eunuco con un signo y mandó a su pariente que se pusiera en pie y se sentara a su lado.
—Háblame con franqueza —dijo—. Quiero saber lo que piensas verdaderamente. No olvides que bajo la capa de la emperatriz está la misma mujer que conociste de niña y de doncella.
La emperatriz hablaba con toda naturalidad, mientras Jung Lu se sentía alarmado al recordar el hábil golpe que le dirigiera el jefe de eunucos. Volvió la cabeza y procuró cerciorarse de que Li Lien-ying no los escuchaba detrás de las cortinas. Pero ninguna de ellas se movía, lo que denotaba que el eunuco debía de estar apartado, quizá leyendo algún libro. Tan vasta era la estancia que, a menos de hallarse muy próximo al trono, no era posible oír lo que la emperatriz decía, porque ella hablaba con un acento muy bajo y dulce. Él tras cambiar con la mujer una larga mirada, se cubrió la boca con su fuerte mano.
—Quítate la mano de la boca —ordenó la emperatriz.
Jung Lu obedeció, y ella le vio morderse el labio inferior. La emperatriz dijo.
—Tus dientes son fuertes y blancos como los de un tigre. No te muerdas los labios así, porque vas a hacerte daño.
Jung Lu apartó la mirada.
—He venido para hablarte del emperador.
—¿Le pasa algo malo? —preguntó ella.
Jung Lu se sintió en libertad de hablar. El vínculo de sumisión que los unía parecía un tanto relajado.
—No me complace nada que tus pervertidos eunucos estén pervirtiendo a un muchacho joven. Sabes lo que quiero decir, majestad. No desconoces la sucia corrupción en que pusieron al emperador difunto. No quisiera que a tu hijo le pasara una cosa semejante. Hay que salvarlo antes que sea demasiado tarde.
Ella se ruborizó y calló durante unos instantes. Luego dijo:
—Celebro mucho que hables como el padre de un niño que no lo tiene. También estoy muy preocupada por eso mismo, pero sólo soy una mujer y no puedo hacer nada. No puedo ensuciar mi boca hablando de cosas que no debo conocer. Eso es propio de hombres.
—Por eso he venido, para aconsejarte que, cuanto antes, busques mujer para tu hijo. Déjale elegir la que quiera, con tu consentimiento. Aunque no puede casarse hasta dentro de dos años, cuando cumpla los dieciséis, el recuerdo de la imagen de su prometida le ayudará a mantenerse moralmente limpio.
—¿Cómo sabes eso? —interrogó ella.
—Lo sé —dijo él, sin explicaciones.
No habló más y, viendo que la emperatriz buscaba sus ojos, Jung Lu volvió a apartar la mirada.
Ella suspiró y acabó por ceder a la bondadosa obstinación de aquel hombre.
—Haré lo que me aconsejas. Dentro de poco convocaré a las jóvenes manchúes para que se preparen a la elección, como yo fui preparada. ¡Cómo pasan los años, cielos! Parece que fue ayer cuando la emperatriz viuda se sentaba al lado del difunto emperador para ayudarle en su elección de consorte. ¿Recuerdas que yo no la agradaba?
—Pero la ganaste como ganas a todos —respondió él, que seguía con la mirada obstinadamente apartada de la emperatriz.
Ella rió, casi sin ruido. Había en sus rojos labios la expresión de quien va a pronunciar una frase atrevida, Pero se contuvo y se levantó. Volvía a ser la emperatriz.
—Haremos lo que dices, primo. Te agradezco el consejo.
Hablaba con voz tan clara, que Li Lien-ying, aunque estaba a distancia, la oyó bien y se guardó dentro de la túnica el libro que leía, acudiendo en seguida para acompañar al gran consejero. Jung Lu se inclinó hasta el suelo. La emperatriz madre bajó levemente la cabeza y los dos se separaron una vez más.
Entretanto el jefe de eunucos se sentía muy desasosegado. Siempre había creído que su cargo era tan seguro como el Trono. Los emperadores eran proclamados y pasaban, pero siempre quedaban los eunucos y, por encima de ellos, su jefe. Y he aquí que la emperatriz madre podía enojarse con él. Se hallaba preocupado e inseguro y anhelaba escapar del recinto de la Ciudad Prohibida. «Siempre he vivido aquí —reflexionaba— y nunca he visto nada más allá de estos muros».
Acudió a su memoria un antiguo sueño suyo y resolvió exponerlo a la emperatriz.
—Majestad —le dijo—, sé que va contra la ley de la Corte el que un eunuco salga de la ciudad. Pero ha sido mi secreto anhelo, durante muchos años, navegar por el Gran Canal hacia el Sur, y ver lo que hay digno de verse en nuestra tierra. Os ruego que me dejéis hacer ese viaje, en la certeza de que volveré.
Cuando la emperatriz madre oyó aquella petición guardó silencio unos instantes. Sabía que los príncipes y las damas de la Corte censuraban, a espaldas suyas, los honores y favores que concedía a los eunucos. Sólo una vez en la historia de la dinastía, más de dos siglos antes, el emperador Fu Lin había permitido a los eunucos dirigir los negocios de palacio. Aquel emperador demasiado inclinado a la meditación y los libros y deseoso de convertirse en monje, fue engañado por los ávidos y poderosos eunucos, que se hicieron dueños del palacio, corrompiendo todo aquello en que ponían las manos.
Un día, el príncipe Kung, aunque sin decir palabra supo poner bajo los ojos de la emperatriz madre un libro en el que se narraba el reinado de los eunucos bajo la emperatriz Fú Lien. Aquellos tiempos fueron llamados el período de Shun Chih. Según leía la obra la emperatriz iba poniéndose lívida de rabia. Cuando terminó, cerró el libro y lo devolvió al príncipe Kung el cual no levantó la vista para afrontar la mirada de la emperatriz. En todo caso, ella había meditado mucho sobre el presente poder de los eunucos. Los usaba como espías en todas partes y los recompensaba ricamente cuando le hacían saber los rumores y hablillas que corrían por la ciudad. Más que a ninguno honraba y premiaba al eunuco mayor, An Teh-hai, no sólo por su lealtad, sino porque era un hombre apuesto y tenía mucho talento de actor, como lo demostraba en el teatro imperial. Además, con sus dotes de músico, sabía alejar la tristeza del ánimo de su señora. Reflexionando en esto se había excusado muchas veces a sí misma de su dependencia de los eunucos. Después de todo era mujer, y sabido es que una mujer no puede confiar en nadie. Cuando un hombre se sienta en el Trono tiene, desde luego, enemigos, pero también gente que le es leal por su propia conveniencia. Esa lealtad no la conoce nunca mujer alguna. Así, los espías le son necesarios para poder saber aquello que le permita actuar antes que el enemigo sospeche lo que ella sabe.
En esta ocasión dijo a An Teh-hai:
—Me pones en un gran aprieto. Si te dejo ir a donde quieres, todos me acusarán de faltar a la ley y a la tradición.
Él suspiró tristemente:
—Gran sacrificio hice al prescindir de tener mujer e hijos. Y para colmo parece que debo contentarme con vivir encerrado toda mi existencia dentro de los muros de una sola ciudad.
El eunuco era lo bastante joven para poder jactarse de tener buena apariencia. Medía alta estatura y tenía un semblante decidido y orgulloso. La corrupción, desde luego, había dejado su huella en las sensuales líneas de su recia boca y en sus facciones, mejillas y entrecejos, además de lo cual se había puesto demasiado grueso. Pero tenía una voz melodiosa, aunque no débil y afeminada como suele ser la de los eunucos, y hablaba con clásica perfección, pronunciando cada palabra de una manara perfecta y dándole el tono y énfasis adecuado, por lo que podía decirse que cuanto hablaba sonaba musicalmente. A estas ventajas unía una insuperable gracia en sus movimientos y hasta en la manera de expresarse al agitar sus manos, grandes y bellas.
La emperatriz madre no podía negar que el buen aspecto del eunuco decía mucho en su favor. Recordó también su constante lealtad y la forma en que la obedecía, divertía y consolaba. Decidió, pues, ceder.
Dijo, pensativamente, mientras examinaba el escudillo de oro que protegía el dedo meñique de su mano izquierda:
—Podría enviarte a la ciudad de Nanquín, con la misión de inspeccionar las tapicerías imperiales que allí se tejen. He encargado géneros especiales para mi hijo, el emperador, pensando en el día de su casamiento y definitiva subida al Trono, porque tales tapices necesitan tiempo para ser debidamente tejidos. Y, aunque he enviado instrucciones exactas, sé lo fácilmente que pueden cometerse errores. A veces, en tiempo de nuestros antepasados, los tejedores de Nanquín enviaban rasos de un color amarillo demasiado pálido para ser imperial. De manera que vas a ir allí para cerciorarte de que el color de esos tapices es amarillo como el oro auténtico, y el azul no flojo, sino con el debido matiz. Ya sabes que el azul celeste es mi color predilecto.
Así, ya decidido este punto, la emperatriz madre, según tenía por costumbre, procuró que no se le escapase ningún signo de debilidad y se esforzó en mantener la cabeza alta ante cualquiera que protestase contra lo que ella hacía. De allí a muy pocos días el jefe de los eunucos se hizo a la vela para Nanquín, llevando un séquito que ocupaba seis barcas grandes, en todas las cuales ondeaban imperiales banderas. En la nave que él se reservó, mandó que se arbolase la propia insignia del Dragón. Cuando las barcas pasaban por cualquier población, grande o pequeña, de las que se hallaban al borde del Gran Canal, los magistrados, viendo las banderas y la insignia, se apresuraban a llevar dádivas a An Teh-hai, haciéndole tantas reverencias como si fuera el propio emperador.
Viéndose alentado así, el orgulloso eunuco diose a solicitar obsequios.
Las noticias de los excesos cometidos en el viaje llegaron a oídos del príncipe Kung, porque los magistrados provinciales le enviaron informes personales y secretos, ya que sabían cómo la emperatriz madre favorecía a los eunucos. A la vez los eunucos que odiaban a An Teh-hai, por alguna pasada crueldad o secreta injusticia, acudían a Sakota, la emperatriz viuda del Palacio Oriental con referencias de lo que él hacía ahora. Sakota hizo llamar secretamente al príncipe Kung, y, cuando él la visitó en su palacio, le dijo suspirando:
—No es frecuente que yo me oponga a lo que hace mi hermana. Si ella es un brillante sol, yo soy a su lado una pálida luna. Pero, eso aparte, nunca me ha gustado que favoreciese a los eunucos, y especialmente a ese An Teh-hai del modo que lo hace.
Así supo el príncipe Kung que Sakota había oído hablar de los rumores concernientes al eunuco mayor.
Dijo, por lo tanto, resueltamente:
—Éste es el momento, majestad, de que la emperatriz madre aprenda la lección que vos procuráis enseñarle. Con vuestro permiso haré prender y decapitar a ese infame, An Teh-hai. Nada más podrá seguir diciéndose cuando su cabeza ruede por el suelo del patíbulo.
La emperatriz viuda lanzó un grito sofocado y se llevó a la boca los crispados puños.
—No me gusta que se mate a nadie —protestó.
El príncipe Kung repuso, con talante sereno y voz firme:
—Es el único modo de desembarazar a la Corte de un favorito. Y siempre se ha hecho igual en la historia. Para colmo, An Teh-hai ha corrompido a dos generaciones de emperadores. Al emperador difunto le pervirtió el mismo eunuco de quien hablamos. Y he oído comentar, y hasta visto con mis propios ojos, que ese mismo eunuco conduce al emperador presente por malos caminos. Se ha llegado a hacerle salir, absurdamente disfrazado, para llevarle de noche, a través de las calles, a burdeles y teatros donde se representan obras lascivas.
La emperatriz viuda volvió a suspirar y murmuró que ella no sabía qué hacer. El príncipe Kung planteó una atrevida pregunta.
—¿Si preparo un decreto, majestad, le pondréis vuestro sello imperial?
Sakota se estremeció y su delicado cuerpo fue poseído por un temblor vivísimo.
—¿Y qué dirá mi prima? —murmuró.
El príncipe Kung insistió:
—¿En qué puede dañaros, majestad? Toda la Corte y toda la nación la condenaría si os tocase con propósito avieso.
Sakota, persuadida, firmó el decreto cuando lo redactó el príncipe y la orden fue rápidamente expedida por un emisario secreto.
Por entonces An Teh-hai había pasado más allá de Nanquín y llegado a la bella ciudad de Hang-Chen. Allí confiscó la vasta casa de un comerciante rico y comenzó a imponer tributos a la gente, exigiendo regalos de dineros y otros tesoros y presentes de bellas muchachas. Todos los ciudadanos se sentían enfurecidos y ansiosos de venganza. Pero ninguno se atrevía a negarle lo exigido, porque An Teh-hai disponía de sus eunucos y de una guardia de seiscientos hombres armados. Sólo el magistrado de la ciudad tuvo el valor de quejarse y de enviar, además, memoriales secretos al príncipe Kung, describiendo las orgías y los males que causaba aquel arrogante eunuco. De suerte que fue a aquel magistrado a quien el príncipe Kung envió el secreto edicto de muerte. Inmediatamente el magistrado invitó a An Teh-hai a un gran festín, donde, según le dijo, podrían ser vistas las más hermosas vírgenes de la ciudad. An Teh-hai, ebrio de alegría, se preparó para la fiesta. Mas, cuando entró en el salón de recepciones del palacio del magistrado, se halló asido por varios hombres y forzado a arrodillarse, mientras a sus eunucos y guardias se les entretenía en el patio exterior.
El magistrado mostró el decreto imperial y declaró que debía ser instantáneamente obedecido. El eunuco mayor dijo a voces que la disposición no llevaba más sello que el de la emperatriz viuda, y no el de la emperatriz madre, que era su señora y la gobernante verdadera. El magistrado replicó:
—Según la ley, las emperatrices son dos y yo no reconozco a ninguna por encima de la otra.
Alzó la mano, cerró el puño e inclinó el pulgar hacia el suelo. A este signo su verdugo se adelantó y segó la cabeza de An Teh-hai con un solo tajo de su ancha espada. La cabeza cayó sobre el suelo de baldosas con tal fuerza que se quebró el cráneo y los sesos saltaron y se esparcieron.
Cuando la emperatriz madre supo que su favorito y leal servidor había muerto, experimentó tal furia que hubo de guardar cama cuatro días seguidos. Perdió el sueño y el apetito, sintiéndose irritada inmensamente contra su prima la corregente, pero mucho más contra el príncipe Kung.
—¡Sólo él podía haber convertido a esa rata en una leona! —exclamó.
Y hubiera hecho decapitar al príncipe Kung si no fuera porque Li Lien-ying, aterrado ante tal locura acudió secretamente a buscar a Jung Lu.
Voló el gran consejero a palacio y, sin dilaciones ni ceremonias, llegose a la puerta del dormitorio donde la emperatriz madre descansaba, airada, sobre su lecho y, desde el otro lado de la cortina, le dijo con voz fría y quieta en la que vibraba una paciencia triste:
—Si en algo valoras tu puesto no hagas nada. Te levantarás del lecho y efectuarás lo que tienes por costumbre. No se puede negar que el eunuco mayor era un hombre excesivamente malvado y que tú le favorecías. También es verdad que violaste la tradición y la ley al permitirle salir de la ciudad.
Ella, oyendo aquella voz condenatoria, guardó largo rato silencio. Al fin dijo, con acento de quien pide clemencia:
—Ya sabes por qué trato tan bien a los eunucos. Estoy aislada aquí. Soy una mujer sola.
Jung Lu no contestó más que una palabra.
—Majestad…
Ella esperó, pero no oyó más. Su primo se había ido.
La emperatriz se levantó y se dejó bañar y ataviar. Luego tomó algún alimento. Todas sus damas permanecían taciturnas, sin que ninguna osase abrir la boca. Pero ella no parecía notar si hablaban o no. Se dirigió a su biblioteca, con lentos y cansados pasos, y durante muchas horas estuvo leyendo los informes que allí había acumulados desde hacía varios días en espera de que ella los despachara.
Al oscurecer hizo llamar a Li Lien-ying y le dijo:
—Desde hoy quedas nombrado jefe de eunucos. Pero has de servirme a mí, a mí exclusivamente. El eunuco, se sintió embargado de alegría. Alzando la cabeza desde el suelo, donde estaba arrodillado, juró lealtad.
A partir de aquel día la emperatriz madre odió con todo su corazón al príncipe Kung. Siguió aceptando sus servicios, pero aborreciéndole y esperando el momento en que pudiese someter para siempre su orgullo.
En medio de tantas dificultades, la emperatriz madre no había olvidado el consejo de Jung Lu relativo a la conveniencia de buscar pronto mujer para el joven emperador. Cuanto más meditaba en aquella apreciación de su pariente, más de su gusto la encontraba, por una razón que sólo ella conocía. Su hijo, que tanto se le parecía en el buen aspecto y en lo orgulloso de su corazón, había encontrado un modo de herirla hasta tal extremo que ella ni se atrevía a mencionárselo. Procuraba atajarlo por todos los medios, excepto los verbales, porque temía que él le confirmase de palabra lo que era obvio de hecho.
Ya desde su primera infancia el emperador había preferido el palacio de Sakota al de la emperatriz madre. A menudo, cuando no era más que un niño pequeño y ella iba a buscarle, no le hallaba en las habitaciones de su palacio y, cuando preguntaba por su paradero, los eunucos le decían que había pasado al palacio de Sakota. Y, a la sazón, era más frecuente todavía que ella le mandase buscar y supiera que se hallaba al lado de la emperatriz viuda.
Demasiado orgullosa para mostrarse herida, la emperatriz madre nunca reprochaba a su hijo, pero meditaba en su corazón las causas de que el mozo prefiriese su tía a su madre. Le amaba con posesoria fiereza y no osaba preguntarle nada por miedo a oír la confirmación de sus temores. Tampoco quería humillarse hablando a Jung Lu o al príncipe Kung de la herida que tan hondamente laceraba su corazón.
Por otra parte, no necesitaba preguntar cosa alguna. Sabía muy bien por qué su hijo visitaba tanto el otro palacio y permanecía en él largas horas, mientras al de su madre no iba mientras no era llamado y, además, por poco tiempo. Así son de crueles los niños. Él no comprendía que su madre tenía muchas veces que contrariar su voluntad porque debía enseñarle y prepararle para el porvenir. Había de convertir en hombre y emperador a un jovenzuelo inexperto y que se resistía a dejarse modelar. Pero su madre adoptiva, aquella blanda Sakota, que también era regente, no se creía en el deber de reprobarle ni enseñarle nada. Y el joven emperador se mostraba ante su tía tal como era: un niño juguetón, un muchacho travieso, un rapaz alegre que sólo sonrisas hallaba en Sakota. Si sentía caprichos, ella siempre se los satisfacía, ya que no tenía que llevar carga alguna por él.
Una celosa cólera invadía a la emperatriz madre cuando pensaba en aquello. Podía ocurrir que Sakota hubiese comprado al niño el juguete prohibido y escondiera en sus habitaciones el tren extranjero. Allí podía el mocito ir a jugar a escondidas cuando le pluguiera. ¿Sería así? No cabía duda de que aquella mañana, después de la audiencia, su hijo tenía verdadera prisa por separarse de su madre y de apartarse de sus deberes. No obstante, ella le había obligado a permanecer en su biblioteca particular para examinar y sondear su pensamiento y ver si se había dado cuenta del alcance de los memoriales e informes presentados al Trono. En efecto, el joven no había escuchado con atención. A los reproches de su madre respondió con voz enojada:
—¿Acaso he de acordarme de las tonterías que cualquier viejo masculla entre los pelos de su barba?
Incomodada al verse ofendida de tal modo por su hijo, y prescindiendo de que él era el soberano, Tzu Hsi alzó la mano y le abofeteó. Él no habló ni se movió, limitándose a clavar en su madre sus ojos, llenos de furia. Una mancha encarnada apareció en la parte de su mejilla donde recibiera el golpe. Inclinose rígidamente y, siempre sin hablar, abandonó el aposento. Podía darse por seguro que había ido a visitar a su tía. Sin duda Sakota le habría consolado y tranquilizado, explicándole que su madre había tenido siempre un carácter duro y que, con frecuencia, le había pegado cuando las dos habitaban, juntas, bajo el mismo techo.
La orgullosa emperatriz madre prorrumpió en un repentino sollozo. Si no poseía el corazón de su hijo, no poseía nada. Pensó cuán poco se puede esperar de un hijo. Y ella lo había dado todo por él, dedicándole su vida, salvando una nación para entregársela, conservándole el Trono…
Siguió llorando para desahogar su angustia. Luego secó sus lágrimas con el pañuelo sujeto al enjoyado botón de sus vestiduras. Había que pensar en el modo de lograr sus fines y no perder a su hijo. A Sakota había de sustituirla por otra mujer, joven y atrayente, que encantara al hombre que ya afloraba en el muchacho. El consejo de Jung Lu era discreto y bueno. Había que buscar consorte para el emperador, no para preservarle de los eunucos, sino contra aquella mujer dulce y silenciosa que trataba maternalmente a un hijo que no era suyo. La emperatriz pensó que no consentiría que Sakota la suplantase en su papel de madre. ¡Sakota! ¡Una mujer que no había podido poner en el mundo más que a una niña llena de deficiencias cerebrales!
Sintiéndose más fuerte, como siempre que se irritaba, la emperatriz dio una palmada. Llamó a su eunuco privado y le mandó que avisase a Li Lien-ying, ahora eunuco mayor de palacio. Antes de una hora el jefe de eunucos tenía órdenes de preparar el llamamiento de las jóvenes manchúes y sabía dónde debían realizarse las pruebas que se exigirían para la admisión. No se admitirían doncellas que no perteneciesen a las clases imperiales manchúes, ni a ninguna que tuviera la nariz chata o que rebasase en más de dos años la edad del emperador. Bien estaba esa pequeña diferencia de edad, porque así la mujer podría orientar y dirigir, pero pasar de tal límite equivaldría a perder posibilidades de fecundidad.
El eunuco mayor dijo que se aplicaría a la tarea y que sabía bien cuáles eran los gustos del emperador. Pidió unos seis meses para prepararlo todo, pero la emperatriz madre rechazó un plazo tan largo y dijo a Li Lien-ying que todo había de quedar realizado en un trimestre. Luego le mandó retirarse.
Después de decidir lo concerniente a su hijo, comenzó a ocuparse en aquellos negocios públicos que nunca la dejaban en paz. Había asuntos grandes y pequeños, y los más enojosos eran los debidos a la continua obstinación de los intrusos occidentales, empeñados en tener derecho a enviar emisarios al Trono del Dragón sin someterse a las leyes de la sumisión y la cortesía, que exigían postrarse en tierra en presencia del emperador. Cada vez que se le presentaban tales demandas, la regente perdía la paciencia.
—¿Y cómo —preguntaba— podemos recibir a emisarios que no se arrodillan? ¿Vamos a degradar al Trono del Dragón permitiendo a nuestros inferiores permanecer en pie ante nosotros?
Como de costumbre, optó por prescindir de lo que no podía resolver. Determinado miembro del Departamento de Censores, llamado Wu K’otu, comenzó a dirigirse al Trono en favor de los enviados extranjeros. Pero la emperatriz rechazó sus consejos, diciéndole que aquel asunto no era nuevo ni podía resolverse en un instante. A través de sus lecturas históricas ella sabía que, doscientos años antes, un representante ruso había pedido el derecho de permanecer en pie ante el emperador, cosa que no consiguió. Hubo de volverse a Rusia sin haber visto cara a cara al emperador entonces gobernante. Un emisario de Holanda se había sometido a la costumbre imperial y arrodillándose ante el Trono, pero los demás representantes extranjeros se negaban a seguir ese precedente. Verdad era que en una ocasión se permitió a una misión diplomática inglesa, dirigida por lord McCartney, presentarse al antepasado Ch’ien Lung haciendo profundas inclinaciones, en lugar de arrodillarse y poner la frente en tierra. Pero aquella entrevista se celebró en una tienda de campaña del parque imperial de Jehol y no en el palacio propiamente dicho. Sólo veintitrés años antes, otro inglés, lord Amherst, fracasó en su misión, porque el emperador Chia Ch’ing había insistido en que se hiciese el debido acatamiento al Trono. Idénticas razones, como la emperatriz madre señaló al censor Wu habían hecho que el emperador T’ao Kuang y su sucesor Hsien Feng no recibiesen nunca emisarios occidentales. ¿Cómo, pues, iba ella a hacer lo que aquellos dos antecesores consideraron inapropiado? Y aun recordó la soberana a aquel censor de quince años antes, el honorable Kwei Liang, padre político del príncipe Kung, había discutido con el ministro americano Ward y alegándole que, de ser él embajador de China en los Estados Unidos, no vacilaría en quemar incienso ante el presidente norteamericano, puesto que todo rector de un pueblo merece el mismo respeto que se tributa a los propios dioses. Pero Ward no se mostró de acuerdo en este punto y, por lo tanto, no fue recibido.
La emperatriz declaraba:
—No permitiré que se aproxime al Trono del Dragón quien no le tribute el debido respeto. Lo contrario alentaría a los rebeldes.
Dentro de su ánimo estaba determinada a no permitir nunca a un extranjero cruzar el umbral de la Ciudad Prohibida. Aquellos occidentales eran cada vez más peligrosos en el reino. Recordaba que su gran general Tseng Kuo-fan, desgraciadamente difunto, la había contado cómo los habitantes de la ciudad de Yang-cheu, a orillas del río Yang-tsé, se habían levantado contra los sacerdotes extranjeros, destruyendo sus templos y casas y expulsándolos de la ciudad, a causa de que aquellos misioneros predicaban que los jóvenes no debían obedecer a los ancianos, sino sólo al dios exótico de que eran misioneros. Y no desconocía lo profundamente que se encolerizó el pueblo de Tien-tsin cuando los representantes franceses convirtieron un templo en la casa de su consulado, quitando los dioses de los altares y arrojándolos a un montón de estiércol como si fuera basura.
Aquellos extremos, que en su día la emperatriz madre había considerado secundarios y no dignos de dedicarles atención por más de una fecha, habían cobrado tal importancia, que ella pensaba que el mayor peligro que amenazaba al reino era el de una invasión de cristianos, hombres que podían ir y venir por doquiera que se les antojase, enseñando, predicando y proclamando que su dios era el único verdadero. Las mujeres cristianas eran poco menos peligrosas que los hombres, porque no permanecían recluidas en sus casas, sino que andaban libremente por donde querían, sin ocultarse de la presencia de los varones y conduciéndose como sólo lo hacen las hembras de mala reputación.
Hasta entonces nunca habían existido personas que proclamasen que su religión era la única verdadera. Durante cientos de años los seguidores de Buda, de Confucio y de Lao-Tse habían convivido con toda paz y cortesía, honrando todos a los dioses y enseñanzas de las otras religiones. Pero los cristianos querían extirpar a todos los dioses, menos los suyos. Y ya se sabía que tras los misioneros cristianos nunca dejaban de llegar comerciantes extranjeros y buques de guerra.
Cuando tales rumores llegaban hasta el Trono, la emperatriz madre solía expresarse análogamente a cómo un día lo hizo ante el príncipe Kung:
—Más pronto o más tarde, tendremos que desembarazarnos de los extranjeros, y creo que debemos empezar por los cristianos.
Más el príncipe Kung, siempre muy dispuesto a alarmarse cuando la soberana hablaba de expulsar a los extranjeros, adujo:
—Recordad, Majestad, que esos hombres poseen armas de cuyo manejo nada sabemos. Si me lo permitís, me propongo redactar una especie de reglamento que gobierne las actividades de los cristianos sin perturbar a nuestro pueblo.
La emperatriz concedió el permiso solicitado y el príncipe no tardó en presentarle un documento que contenía ocho reglas. Ella le recibió en su salón particular de audiencias, sentada en su trono. Después que el príncipe Kung hubo hecho la debida reverencia y expresado el motivo de su visita, la emperatriz le dijo:
—Me duele la cabeza. Decidme de palabra el contenido de vuestro reglamento y me evitaréis molestias a los ojos.
Y, hablando así, cerró los ojos para escuchar.
Él comenzó:
—Majestad, a raíz del alzamiento de los chinos de Tien-tsin contra las monjas francesas, creí justo disponer que los cristianos no pudieran recibir en sus orfanatos más que a los hijos de sus conversos.
La emperatriz, con los ojos cerrados todavía, asintió con la cabeza.
El príncipe Kung, inclinado ante la emperatriz madre, prosiguió:
—Creo también que las mujeres chinas no deben permanecer en los templos extranjeros en compañía de los hombres, porque ello es contrario a nuestras costumbres y usanzas.
—Muy de razón —observó la emperatriz madre.
—Además —continuó diciendo Kung— propuse que los misioneros occidentales no rebasaran los límites de su oficio. Esto es, que no pretendieran sustraer a sus conversos de la jurisdicción de las leyes de nuestro país si tales conversos cometiesen un crimen. O sea, que los sacerdotes extranjeros no deberían interponerse entre sus catecúmenos y los magistrados, como acontece ahora.
—Enteramente sensato —aprobó la emperatriz.
—Tampoco se debe permitir a los malhechores —especificó el príncipe Kung— refugiarse en templos ajenos para huir de la acción de la justicia.
—La justicia debe actuar sin entorpecimientos —declaró la emperatriz.
—Éstas son —resumió el príncipe Kung— las peticiones que presenté a los representantes extranjeros que residen en nuestra capital.
—Peticiones leves son —comentó la emperatriz.
La expresión del rostro del príncipe Kung se tornó más grave.
—Lamento informaros, señora, de que los representantes extranjeros no las aceptan. Insisten en que todos los extranjeros deben tener derecho a circular libremente por donde les parezca, sin fiscalización, restricción, ni posible prisión de clase alguna. Y, lo que es peor, se han negado a recibir mi documento. Hay una excepción, la del embajador de los Estados Unidos. Desde luego, rechaza nuestras propuestas, pero al menos lo hace con la debida cortesía.
Al tener noticia de ofensa tan monstruosa, la emperatriz no supo sobreponerse a sus sentimientos. Abrió mucho los ojos, golpeose una mano contra otra y comenzó a pasear de un lado a otro de la sala, murmurando airadas palabras. Detúvose de pronto y miró al príncipe Kung.
—¿Habéis dicho a los blancos que no es justo que pretendan erigir un estado extranjero dentro del nuestro? En realidad, son muchos estados los que crean. Porque cada una de sus sectas religiosas impone sus propias maneras de vivir y sus leyes, con menosprecio de las nuestras y de nuestro Estado.
El príncipe Kung dijo con abatida resignación:
—Así he hablado, majestad, a los ministros de las naciones extranjeras aquí representadas.
La emperatriz madre preguntó:
—¿Y les habéis preguntado lo que pensarían de nosotros si fuésemos a sus países, obrando como ellos obran, negándonos a cumplir sus leyes y recabando la libertad de actuar como si todo nos perteneciera a nosotros?
—He hecho esa pregunta —contestó el príncipe Kung.
—¿Y qué respondieron? —quiso saber la emperatriz.
Tenía las mejillas enrojecidas y despedía fuego por los ojos.
—Aseguran que no hay comparación entre su civilización y la nuestra, que nuestras leyes son inferiores a las suyas y que no tienen más remedio que proteger a sus connacionales.
Ella apretó los dientes.
—No obstante, son ellos los que han venido aquí. Insisten en vivir en nuestro país y se niegan a marcharse.
—Cierto, majestad —asintió Kung.
Ella se sentó en el trono.
—Ya veo que no quedarán satisfechos hasta que no se apoderen de todas nuestras tierras, como se han apoderado de la India, de Birmania, de las Filipinas y de todas las islas de los mares del Sur.
El príncipe Kung no contestó, porque no sabía que decir. Compartía los temores de la emperatriz.
Ella alzó la cabeza. Su rostro había palidecido y tenía una expresión severa.
—Hay que expulsar a los extranjeros.
Él preguntó:
—¿Y cómo?
—Como sea —repuso ella—. Y a pensar en la forma de conseguirlo voy a dedicar todos los pensamientos de mi mente y todos los sentimientos de mi corazón hasta que me muera.
Se irguió decididamente y guardó silencio durante varios minutos.
El príncipe comprendió que debía considerarse despedido.
Y, desde entonces, en todos los momentos, trabajara o se divirtiera, todas las facultades de la emperatriz se concentraron en una sola idea: encontrar la manera de arrojar del reino a los extranjeros.
El otoño del año en que el joven emperador T’ung Chih cumplió los dieciséis años de edad, la emperatriz madre decidió buscar consorte para su hijo, previa consulta con el gran consejero, príncipes y jefes de clan. Esperaba que todos se mostrasen de acuerdo con ella.
En consecuencia, el Departamento de Astrología prescribió el día favorable y fueron convocadas seiscientas hermosas vírgenes, entre las que el eunuco mayor, Li Lien-ying, eligió ciento una para que desfilaran ante el emperador y la emperatriz madre.
Era un día de brillante sol otoñal. En jardines y terrazas brillaban, como luces florales, los crisantemos. La emperatriz madre y la corregente preparábanse a revisar a las muchachas en el Palacio de la Eterna Primavera. Aquel lugar era predilecto de la emperatriz, porque las pinturas de los muros de las galerías que rodeaban el patio del palacio reproducían escenas de El sueño de la cámara encarnada, libro que le gustaba mucho leer. Tan diestramente había hecho el artista su trabajo, que las pinturas parecían escenas vistas más allá del patio, a través de aberturas en las paredes. En el centro de aquel lugar de bellezas se levantaban tres tronos. En el de en medio y más alto sentose el emperador, que vestía sus ropas de amarillo color imperial ornadas de dragones. Se tocaba con un gorro redondo al que iba prendido, con un botón de jade la sagrada y simbólica pluma de pavo real. Manteníase erecto y con la cabeza alta, y su madre le sabía excitado y complacido. Tenía las mejillas encendidas y relampagueantes los grandes ojos. La emperatriz pensó que aquél era el joven más hermoso que cabía encontrar bajo la capa del cielo, y se enorgulleció de tenerle por hijo. Sus sentimientos oscilaban entre el amor y el orgullo. En su alma despertaba celos la idea de que una de las doncellas le arrebatara con su belleza el amor de su hijo. Mas aun así deseaba elegirle la más bella para hacerle dichoso.
Una dorada trompeta dio tres largos toques señalando el principio del femenino desfile. El jefe de los eunucos preparose a leer nombres de las jóvenes a medida que fueron pasando. Cada una debía pararse un instante frente al trono, inclinándose profundamente y alzando la cabeza después.
Una por una fueron apareciendo en el extremo más lejano del salón. Aún distaban mucho para que se pudiera ver bien otra cosa que los vistosos colores de sus vestidos. El sol matutino, entrando por las grandes puertas abiertas, arrancaba destellos a sus esplendentes tocados. Otra vez la trompeta dejó oír sus áureas notas. Escuchando sin volver la cabeza, fijos los ojos en las flores de la ancha terraza con que comunicaba el salón, la emperatriz madre recordaba aquel día en que ella fue una de las elegidas para desfilar ante el emperador. Parecía haber transcurrido una vida entera y, sin embargo, no habían pasado más que veinte años. ¡Y qué diferencia entre el emperador anterior y este gallardo hijo suyo! ¡Cómo se había abatido el corazón de la joven Orquídea de entonces al contemplar aquella figura prematuramente marchita y de mejillas pálidas! En cambio, ¿qué mocita de las de ahora dejaría de amar a su hijo? Los ojos de la emperatriz buscaron los del joven, pero éste tenía fija la vista en el extremo del salón. Las muchachas avanzaban una a una, pisando gentilmente las finas losas del suelo. Formaban una larga, móvil y deslumbrante línea de beldades. Ya llegaba la primera, que se llamaba…
Pero era imposible recordar sus nombres. La emperatriz madre miró los datos escritos que un eunuco había colocado en una mesita a su lado con el nombre, la edad y la genealogía de la muchacha. No, ésta no. La joven pasó con la cabeza humildemente inclinada.
Prosiguió el desfile. Las había altas, bajas, de aire soberbio y de aire infantil. Primorosamente bonitas y hombrunamente arrogantes. El joven emperador las miraba a todas sin hacer signo alguno.
Avanzaba la mañana, ascendía el sol en el cielo y las sombras de las anchas vigas del techo iban estrechándose hasta desaparecer. Una claridad tenue y ligera llenaba la sala. Los crisantemos, bajo el sol parecían llamas en las terrazas.
Atardecía cuando pasó la última joven. Sonó trompeta largo rato, lanzando tres clarinadas finales.
La emperatriz madre habló:
—¿Has visto ya alguna virgen que te guste, hijo mío?
El emperador tomó las hojas en que constaban las indicaciones relativas a cada muchacha y puso el dedo sobre un nombre.
—Ésta —dijo.
La madre leyó la descripción de la jovencita:
Alute, de dieciséis años de edad, hija del duque Chung Yi. El duque es uno de los primeros armígeros del imperio y un intelectual de elevada cultura. Es manchú, y manchú, sin mezcla alguna, su familia, teniéndose referencia de su genealogía desde hace trescientos sesenta años. No obstante, este duque ha estudiado los clásicos chinos y alcanzado la preeminente categoría de letrado de Han Lin. Su hija reúne cuanto se puede pedir a la más pura belleza. Sus medidas son correctas, su cuerpo sano y su aliento dulce. Además es mujer instruida en los libros y las artes, y goza de buena reputación, no siendo su nombre conocido fuera de su familia. Tiene muy buen carácter y le gusta más callar que hablar, como resultado de la natural modestia que la distingue.
La emperatriz madre leyó atentamente aquellas elogiosas palabras.
—Hijo mío —manifestó—, han pasado tantas muchachas que ya no recuerdo a ésa. Que pase ante nosotros otra vez.
El emperador se volvió a la emperatriz viuda, que estaba a su izquierda.
—Madre adoptiva, ¿la recuerdas tú?
Con gran sorpresa de todos la emperatriz viuda contestó:
—La recuerdo. Tiene una faz muy amable y no parece orgullosa.
La emperatriz madre se sintió secretamente disgustada al pensar que había fracasado donde su prima no; pero en su respuesta no mostró otra cosa que cortesía.
—Tienes los ojos mucho mejor que yo, hermana. Así que soy la única que necesita ver de nuevo a la muchacha.
Hizo señas con la mano a un eunuco, que trasladó su mandato a Li Lien-ying. Alute volvió para ser examinada. Las tres imperiales personas la contemplaron mientras recorría la larga distancia de la puerta al trono.
Era una jovencita esbelta, que andaba con tímida gracia, llevando baja la cabeza y medio escondidas en las mangas las manos.
—Acércate más, niña —ordenó amablemente la emperatriz madre.
Sin gazmoñería, pero con exquisita modestia, la muchacha obedeció. La emperatriz madre alargó la mano, tomó la de Alute y la oprimió gentilmente. Era suave, pero firme; fresca, mas no fría.
No tenía húmeda la piel de la palma, y las uñas eran lisas y transparentes.
Sin soltar la estrecha y juvenil mano, la emperatriz madre miró el rostro de la candidata. Aquel semblante era ovalado y suavemente redondeado, con los ojos grandes y las cejas negras, rectas y largas. Era pálida, pero con una palidez que no tenía nada de macilenta, y su cutis parecía rebosante en salud. La boca no excesivamente pequeña, tenía unos labios delicadamente perfilados, con las comisuras hondas y atrayentes. La frente, bastante ancha, no era demasiado alta ni demasiado baja. El cuello, quizás un poco largo, era gracioso y no exageradamente delgado. La principal belleza de aquella mujercita consistía en la buena proporción de sus contornos y rasgos. Todo en ella guardaba la debida euritmia. Su estatura era media y su figura esbelta, mas no carente de redondeces femeninas.
La emperatriz madre preguntó, dudosa:
—¿Será conveniente esta elección?
Siguió mirando a la muchacha. ¿No había una insinuación de excesiva firmeza futura en el corte de su barbilla? Los labios eran muy lindos, pero no infantiles. En conjunto, aquel semblante exteriorizaba una discreción y femineidad superiores a lo presumible en una niña de dieciséis años.
—Si sé juzgar bien —prosiguió la emperatriz—, los rasgos de esta joven indican una naturaleza obstinada. A mí me gustan las jóvenes de rostro suave, aunque no tan delgadas como ésta. Por otra parte, incluso a los hombres comunes les convienen mujeres obedientes, y la mujer de un emperador ha de ser muy sumisa.
Alute seguía todavía en pie, con la cabeza levantada y los ojos bajos.
—Parece inteligente, hermana —aventuró la corregente.
La emperatriz madre contrapuso:
—No quisiera para mi hijo la maldición de una mujer inteligente.
—Pues tú tienes inteligencia por todos nosotros madre —rió el emperador.
La emperatriz madre no pudo menos de sonreír ante tal ocurrencia.
Y queriendo ser generosa, y amable en tan señalado día, dijo:
—Bien, hijo, elige a esta muchacha, si quieres, pero si te resulta antojadiza no me eches la culpa.
La doncella se arrodilló de nuevo, cruzó las manos sobre el suelo y apoyó la cabeza en ellas. Tres veces hizo reverencia a la emperatriz madre, tres al emperador, su consorte ya, y tres a la corregente. Luego se levantó y alejose como había entrado, con el mismo paso airoso y grácil. Y así desapareció de la vista de todos.
La emperatriz madre murmuró:
—Alute… El nombre es bello.
Se volvió a su hijo.
—¿Qué concubinas escoges?
Era costumbre designar para concubinas las cuatro muchachas más bellas después de la buscada para consorte.
El emperador repuso con indiferencia:
—Nombra tú las que quieras, madre.
Esto satisfizo a la emperatriz, porque si alguna vez deseaba relajar el vínculo que hubiese entre su hijo y la consorte podía conseguirlo ganándose con favores la ayuda de una concubina que se interpusiese entre la real pareja.
—Mañana lo haré —prometió—. Hoy estoy harta de ver tanta chiquilla bonita.
Levantose y sonrió a su hijo. Había terminado el día de la elección.
Después que la emperatriz madre hubo elegido las concubinas al día siguiente, no quedaba más que esperar a que el Departamento de Astrólogos designase, previa consulta a los cielos, el día en que las estrellas serían más favorables para la celebración del matrimonio. Los astrólogos dictaminaron que ese día sería el decimosexto del décimo mes del año solar, exactamente a medianoche. Aquel día, y poco antes del momento marcado, llegó un miembro de aquel departamento para cerciorarse de que la boda se celebraba a la hora prevista.
Aquel hombre precedió al palanquín nupcial, tras de cuyas rojas cortinas se sentaba Alute para ser llevada desde la casa de su padre al palacio del emperador. El sabio empuñaba una gruesa bujía de cera roja con las horas marcadas, a fin de que no pudiera pasarse el momento determinado para la ceremonia sin que él lo observase. A la hora, minuto y segundo exactos, el emperador, que esperaba a su novia en unión de los cortesanos y las dos emperatrices, recibió a Alute como consorte. La joven, acompañada de dos matronas, abandonó el palanquín nupcial.
Otras dos mujeres se adelantaron para recibirla y presentarla al emperador. A las cuatro se las llamaba enseñadoras del lecho nupcial.
Siguieron treinta días de festejos. De día y de noche había representaciones teatrales, conciertos y diversiones. Al pueblo de toda la nación se le prohibió trabajar o buscarse dificultades, recomendándole que se entregase al holgorio y las distracciones.
Terminado aquel espacio de tiempo, el emperador y la joven emperatriz podían ya posesionarse del Trono, aunque primero había de darse por terminado el período de regencia, dejando el poder efectivo las dos regentes, pues dos eran al fin y al cabo y así lo decía siempre la emperatriz madre, aunque todos sabían que gobernaba sola. Otra vez hubo de intervenir el Departamento Astrológico para aconsejar el feliz día de la transmisión de poderes, y fue designado, una vez consultadas las estrellas y tenidos en cuenta los presagios, el vigesimosexto día del primer mes lunar del año siguiente. El día vigesimotercero del mes designado la emperatriz madre redactó un edicto firmado por el emperador y avalado por el sello imperial, que seguía en poder de ella. En ese edicto el emperador anunciaba que las dos emperatrices le instaban a encargarse del poder, porque deseaban dar por terminada su regencia. El emperador afirmaba que creía su deber filial obedecer la orden de sus mayores. El edicto concluía de este modo:
En respetuosa obediencia a los mandatos de Sus Majestades, Nos en persona nos posesionaremos del Trono, en el día vigesimosexto del primer mes lunar del duodécimo año del reinado de T’ung Chih, pasando a ejercer el importante deber a Nos asignado.
Tras esto la emperatriz madre anunció que pensaba retirarse a gozar, sin preocupaciones, de los años que le quedaban de vida. Y así quería hacerlo, dejando a su hijo la misión de gobernar. Ella había cumplido su misión, puesto que había conservado el reino para su hijo, el emperador, y se lo entregaba intacto.
Siguieron días de placer y sosiego para la emperatriz madre. Ya no tenía que levantarse antes del alba para conceder audiencia a quienes se le presentaban llegando desde los puntos más cercanos y más alejados del reino. Ya no había de ocuparse en los asuntos públicos, ni emitir juicios, ni determinar castigos, ni dar recompensas.
Dormía hasta tarde, se levantaba cuando quería y, si despertaba antes de apuntar la aurora, permanecía, agradablemente tranquila, en la cama, pensando en el descansado día que la esperaba, sin tener que preocuparse sino de sí misma. Mientras los años pasados habían estado consagrados a las preocupaciones del reino, ahora le cabía, cuando despertaba, no pensar sino en su montaña de peonías. En el mayor de sus jardines había mandado construir una montaña en miniatura, disponiendo en sus laderas terrazas que hizo cubrir de lechos de peonías. Ya las hojas alcanzaban enorme anchura y los prístinos capullos se convertían en flores de color rosado, carmesí o blanco. Todas las mañanas la esperaban centenares de nuevos capullos que acudía a contemplar con tanto interés como antaño, en otro sentido, acudía al salón del Trono para las audiencias oficiales.
Dormía, como de costumbre, con su pantalón sujeto por cintas a los tobillos y con su usual y holgada túnica de anchas mangas, más la ropa exterior consistente en una vesta de seda azul, ornada de brocado, que sólo le llegaba basta la altura de los tobillos. Esto lo hacía si quería pasar el día con sus pájaros y flores, en cuyo caso le hubiera incomodado llevar un vestido largo. Mientras un provecto eunuco le peinaba el cabello, ella contemplaba cómo sus damas le aderezaban el vasto lecho, porque no toleraba que eunucos ni viejas interviniesen en el arreglo de las ropas de su cama, aseverando que eran gentes sucias a las que les olía el aliento o tenían un defecto por el estilo. Así, sólo sus jóvenes y saludables azafatas le hacían el lecho, y ella asistía a la operación vigilando.
En primer lugar se sacaban los tres colchones y las colchas para ser llevados a orearse al patio, única operación que consentía que le hiciesen los eunucos. Luego las azafatas levantaban el fieltro sobre el que descansaban los colchones y limpiaban el fondo del lecho con un plumero hecho de trenzadas crines. Limpiaban también las esculpidas maderas y la armazón que sostenía las cortinas de raso.
Más tarde se colocaban sobre el fieltro los tres colchones, ya debidamente oreados y puestos al sol durante el día anterior. Se cubría el todo con una pieza de brocado amarillo. Sobre ésta se ponían sábanas de seda delicadamente teñida y muy suave y lisa. Completaba la operación el colocar en el lecho seis cobertores de seda de color purpúreo pálido, azul, verde, rosa, gris y marfileño. Las damas de servicio ponían luego la colcha, de raso amarillo, con dragones de oro bordados entre nubes azules. De las barras que sostenían las cortinas del lecho colgaban bolsitas con flores secas mezcladas con almizcle y cuando el perfumado aroma que daban se desvanecía, se sustituían las bolsas por otras nuevas.
Una vez que el eunuco la peinaba, partiendo su cabello en dos grandes crenchas y anudándolas en lo alto de la cabeza, se acomodaba sobre las sienes el alto aderezo manchú que siempre llevaba, y aseguraba el moño pasando por él dos largos alfileres. La emperatriz madre en persona se adornaba el cabello con sus flores preferidas.
Un día, concluido todo lo referente a su tocado, eligió para su ornato unas cuantas pequeñas orquídeas, de tenue perfume, que sus servidores acababan de cortar. Una vez combinado el aderezo con las florecillas, volvió a lavarse la cara, esta vez ella misma, y se frotó su fina piel, de tono de cremosa blancura con la espuma de un jabón perfumado. Tornó a lavarse por tercera vez, quitándose la espuma con agua muy caliente, y se frotó la piel con una loción compuesta de miel, leche de burra y aceite extraído de cáscara de naranjas molidas. Cuando aquella mixtura hubo sido absorbida, la emperatriz se cubrió el semblante con polvos de pálido color de rosa muy fino, impalpable y aromático.
Sólo le quedaba escoger las joyas que debía llevar durante la jornada. Hizo pedir la lista de ellas y leyó en voz alta el número de uno de los joyeros. La dama que tenía a su cargo la custodia de las alhajas pasó al cuartillo en que se guardaban, contiguo al dormitorio de la emperatriz madre. Los muros de aquella habitación aparecían cubiertos de anaqueles y había en ellos cajas de ebonita, con cerraduras y llaves de oro. Cada caja estaba numerada y llevaba un letrero con indicación de las joyas que contenía. Había allí tres mil estuches en conjunto y, sin embargo, aquellas joyas eran sólo para el uso cotidiano. Al cuarto indicado sucedía otro, reciamente cerrado, donde se atesoraban las joyas de ceremonia que la emperatriz se ponía en las solemnidades cortesanas.
Como se había vestido de azul, eligió zafiros y perlas cultivadas engastadas en zarcillos, brazaletes y sortijas. Completó su adorno con una larga cadena que se puso al cuello.
Después de colocarse las alhajas, faltábale decidir la clase y color del pañuelo que debía llevar. Aquél era el último toque de su atavío. Optó por uno de gasa de la India, de fondo blanco, con flores azules y amarillas, y lo ajustó al botón de zafiro de la hombrera de su vestidura. Quedó, pues, preparada para el desayuno, que la esperaba en el refectorio de su pabellón. Cada uno de los platos estaba montado sobre el soporte de una lamparilla que lo conservaba caliente.
La emperatriz examinó los manjares, picoteando un poco de cada uno, mientras sus damas la contemplaban a distancia. Había una veintena de platos, y ella probó unos cuantos dulces diversos y concluyó sorbiendo el contenido de una escudilla de caldo de mijo. Cuando hubo acabado sus damas se adelantaron para desayunarse con lo mucho que restaba, e hiciéronlo con cierta timidez, porque no podían tocar los manjares que su señora había elegido.
Pero la emperatriz madre se encontraba de buen humor. No reprendía a nadie, jugueteó con sus perros, esperando cortésmente a que sus damas concluyesen. No siempre se mostraba tan amable. Cuando sentía mal humor, daba de comer a sus canes antes de permitir que empezasen la refacción sus damas. Porque sólo a los perros tenía por verdaderos amigos, viéndolos siempre cariñosos y leales.
Cuando todas hubieron concluido el desayuno, salieron al jardín y se dirigieron a la montaña de peonías. Corría la estación en que regresan las aves migratorias, y la emperatriz madre escuchaba con placer la dulcísima música de sus trinos. A veces, si un pájaro lanzaba su llamada, la emperatriz plegaba los labios y le respondía. Hacíalo con tanta perfección que, pasado un breve rato, mientras ella se hallaba en medio del jardín y sus damas, a cierta distancia, cuidaban de los perros, un pajarito de amarillo pecho salió volando de entre los bambúes, y la emperatriz con blandos y acariciosos sonidos, lo persuadió para que se posara en su mano extendida. Y allí permaneció, dominando su alarma, como si se sintiera embrujado. Pintose en las facciones de la emperatriz madre una expresión tan tierna y encantadora, que las azafatas se conmovieron al verla, maravilladas de que aquella misma cara pudiese a veces tornarse tan dura y cruel.
El ave emprendió el vuelo y la emperatriz llamó a sus damas. Cuando se le acercaron comenzó a adoctrínalas como solía:
—Ya veis, hijas, que el amor y la amabilidad lo vencen todo y hasta granjean el aprecio de los animales. Procurad que esta lección se grabe bien en vuestros corazones.
—Sí, majestad —murmuraron ellas.
Y otra vez se pasmaron de que aquella mujer imperial fuese tan variada, generosa y afable, y, a la vez, como ellas conocían secretamente, tan implacable y tan vengativa.
Pero aquel día exteriorizaba muy buen humor y de continuo decía y hacía cosas agradables. Así, sus damas se prepararon a pasar una jornada entretenida con ella. Aquél era el tercer día del tercer mes del año lunar, y la emperatriz madre se preocupaba principalmente de una pieza teatral que ella misma había escrito. Ahora que las pesadas cargas del gobierno gravitaban sobre su hijo, la emperatriz consagraba su tiempo no sólo a caligrafiar y pintar, sino también a escribir otras teatrales. Aquella mujer, tan diversa y rica en su género, podía haberse buscado una grandeza propia al margen del Trono, porque para ella hubiérale bastado consagrarse con predilección a cultivar una de sus muchas facultades. Pero como no sabía qué le gustaba más, dedicábase a hacer un poco de todo aquello en que sobresalía. En cuanto a los negocios de Estado que la habían absorbido cuando se sentaba en el Trono del Dragón, parecía haberlos olvidado, pero los eunucos seguían siendo sus espías y la tenían al corriente de cuanto pasaba, aunque ella pareciese desconocerlos. Paseó por los jardines, descansó una hora, hizo la segunda comida del día y otra vez habló amablemente a sus azafatas, diciéndoles:
—Hoy hace buen tiempo. Calienta el sol, y no molesta el aire. Sería un entretenimiento para nosotras ver una representación escénica de mi drama La diosa de la merced. ¿Qué os parece?
Las damas palmotearon. Pero el eunuco mayor, Li Lien-ying hizo una reverencia y expresó:
—Temo, Majestad, que los actores no hayan aprendido bien sus papeles. La obra es muy sutil y las palabras que contiene han de recitarse con celeridad y seguridad, para que no se pierda ningún pormenor del humor y fantasía que la inspiran.
La emperatriz no aprobó la opinión de Li Lien-ying.
—Los actores —dijo— han tenido tiempo de sobra para aprender sus papeles. Vete y diles que espero que estén preparados para cuando el reloj de agua señale el próximo período del día. Entretanto, me aplicaré a mis cotidianas plegarias.
Tras estas palabras la emperatriz atravesó un pabellón y, andando con su gracia usual, se dirigió a su templo privado. Allí un Buda de jade blanquecino se alzaba sobre una amplia hoja de loto de jade verdoso. La imagen tenía en la mano derecha una flor de loto de tono rosado. A su derecha la efigie de la esbelta Kuan Yin y a la izquierda el dios de la Larga Vida.
La emperatriz madre se detuvo ante el Buda sin arrodillarse, pero inclinando la orgullosa cabeza ante el Venerado, mientras pasaba las cuentas de un rosario de madera de sándalo que tomó en el altar.
Por cada cuenta que hacía correr ante sus dedos murmuraba:
—O mi to ju.
Repitió la expresión ciento ocho veces, tantas como cuentas había en el rosario. Luego dejó éste y quemó una barrita de incienso en la vasija que había ante el altar.
Volvió a inclinar la cabeza mientras la fragante humareda del incienso ascendía en el aire.
La emperatriz oraba diariamente y, aunque dedicaba sus plegarías en primer lugar a Buda, como Señor de los Cielos, nunca dejaba de hacer la venia a la diosa de la Merced, a la que profesaba una devoción rayana en lo extravagante. En sus pensamientos secretos imaginaba que las dos eran hermanas. La una reina del cielo y la otra de la tierra. A veces, a mitad de la noche, se dirigía a la diosa, murmurando tras las cortinas del lecho:
—Celestial hermana mía, piensa en mis dificultades. Porque los eunucos…
Se interrumpía para intercalar:
—¿Tienes eunucos en el cielo, hermana? Lo dudo, porque no creo que ningún eunuco pueda ir al cielo. Cierto que ¿quién es merecedor de ti y de tus ángeles, celestial hermana? De fijo no hay en la tierra, ni siquiera en el cielo, hombre lo bastante grande para aproximarse a ti.
Algunas veces, ahora que tenía tiempo para pensar en ella, preguntaba a la diosa si en el cielo cabe reunirse al fin con un fiel enamorado.
Incluso llegaba a mencionar su nombre.
—Hermana celestial, tú conoces a mi primo Jung Lu y sabes que hubiéramos sido marido y mujer de no interponerse mi destino entre los dos. ¿Estaré en libertad de casarme entonces con él, o seré demasiado grande para eso? Cuando me siente a tu diestra en el cielo, hermana, te pediré que por lo menos le hagas igual a mí, del mismo modo que Victoria, mi hermana en la realeza, tiene por igual a su consorte.
Todo se lo contaba a la diosa y pocas verdades había que no le dijera. En aquellos momentos, contemplando la pura y pensativa faz de la imagen, conocería toda la verdad, proferida o callada, de sus pensamientos nocturnos…
Cuando salió del templo condujo a sus damas y canes a través de un ancho patio donde, en dos inmensos maceteros de madera de cedro entretejida, crecían añosas plantas de wisteria purpúrea. Aquellas plantas, en plena floración, perfumaban el aire haciendo llegar su fragancia al interior de los pabellones y pasadizos de los palacios, del contorno. Corría la estación en que florecía la wisteria y la emperatriz madre iba todos los días a contemplarla. Después de admirar las flores, la emperatriz, acompañada de su séquito, dejó atrás el patio y se internó en una galería subterránea abierta bajo un otero. Por aquel camino llegó al imperial teatro. Teatro que difería de todos los del reino y según ella suponía, de todos los del mundo. En torno a un gran patio abierto se alzaba completamente abierto por la parte que miraba al patio. Los tres pisos superiores eran almacenes de decoraciones y vestuarios. De los pisos que quedaban debajo, y que servían de escenarios, el superior se destinaba a las funciones sagradas en que intervenían dioses y diosas. Tenía, pues, la forma de un templo. Las representaciones sacras gustaban mucho a la emperatriz madre, siempre curiosa de conocer la vida de los seres celestes. Dentro del patio había dos edificios de líneas alargadas, que servían de palcos y salas a la Corte cuando la emperatriz madre la invitaba a solazarse. La parte utilizable de aquellos pabellones se elevaba a una altura de diez pies sobre el suelo, al nivel del escenario inferior, y su parte delantera estaba protegida por cristales, con lo que la emperatriz podía presenciar las funciones los días de viento o de frío. En verano se retiraban los cristales y se los sustituía por un mosquitero de gasa tan tenue que no estorbaba la visualidad y a la vez impedía que pasaran mosquitos y moscas. Sobre todo moscas, porque la emperatriz odiaba la proximidad de tales insectos, al extremo que, si uno se posaba en un recipiente con alimentos, ella prohibía que se usasen ni para los perros siquiera. Dentro de los dos edificios había tres habitaciones reservadas exclusivamente para la emperatriz. Uno de los aposentos servía de gabinete, otro de biblioteca, para que la emperatriz pudiera leer si la obra teatral se hacía pesada; y el tercero era un dormitorio donde ella dormitaba cuando quería, despertando sólo cuando la representación se tornaba interesante.
Aquella vez, como ya la hora pasaba de la del mediodía, la emperatriz optó por instalarse en su palco. Desde allí, sentada en un trono cubierto de cojines y rodeada de sus damas, se preparó a contemplar la pieza que ella misma había escrito. No era la primera vez que la presenciaba, pero, descontenta de la forma en que la ofrecían los actores, había introducido ciertos cambios en ella. Los histriones quejábanse secretamente de que la emperatriz esperaba que trabajasen por arte de magia. Mas, como era inútil discutir con ella, aquel día procuraron superarse en la ejecución. Alcanzaron, por lo tanto, prodigios tales como hacer aparecer una gran flor de loto en medio del escenario y sobre ella una viviente diosa de la Merced, interpretada por un joven eunuco de tan fino cutis y tan delicados contornos, que, más que un eunuco, parecía una primorosa muchachita. Cuando la diosa se irguió en el centro del loto, aparecieron a su derecha un adolescente y a la izquierda una rapaza, que actuaban como ayudantes suyos. La jovencita empuñaba una botella de jade de cuya boca brotaba una rama de sauce, porque quiere la leyenda que si la diosa toca con un renuevo de sauce un cuerpo muerto lo revive.
La emperatriz madre hacía intervenir en sus obras muchos efectos de magia, porque le gustaba todo lo que a eso oliese. Y oía con placer todos los cuentos de viejas y las leyendas de los sacerdotes eunucos de los templos budistas del palacio imperial. Y nada le placía tanto como los relatos de encantamiento que narraban los peregrinos budistas que de la India hacía un millar de años llegaron. Allí se hablaba de runas y rimas sagradas y talismanes, y palabras de pase que, si se cantaban, hablaban o pronunciaban, volvían a los seres humanos invulnerables contra las armas y los golpes. A pesar de su natural sagacidad y desconfianza, siempre había creído en aquellas historias, porque se sentía demasiado fuerte para morir y se preguntaba, a menudo, si no existiría alguna hechicera que la defendiera contra la muerte.
Su creencia en las maravillas, sus esperanzas, su anhelo, por no dudar de los poderes celestiales eran en ella medio fe y medio fantasía, y todo lo llevaba a sus obras teatrales. Exigía, pues, una pericia lindante con la brujería el ejecutar semejantes piezas. La emperatriz dirigía sus propias obras, montaba las escenas, trazaba telones de fondo, bastidores y efectos no imitados de nadie, sino fruto de su fértil imaginación.
Cuando terminó la representación, la emperatriz madre aplaudió calurosamente. Los actores habían trabajado bien y ella se sentía satisfecha como autora. Según costumbre cuando se sentía alegre, declaró que tenía apetito, y en consecuencia los eunucos acudieron con mesas para la próxima comida. Era hábito de la emperatriz yantar dondequiera que se hallara. A la sazón, mientras esperaba, hablaba con sus damas de honor y les preguntaba sus opiniones respecto a la pieza que habían visto hacía poco, instándolas a que le dijeran los defectos que se habían encontrado. Era demasiado amplia de criterio para temer los juicios ajenos y además necesitaba siempre mejorar lo que hacía.
Cuando las mesas estuvieron puestas, los eunucos que servían formaron una doble y larga fila desde el teatro a las cocinas imperiales, para llegar a las cuales había que atravesar varios patios. Las bandejas y fuentes de calientes viandas llegaban con rapidez a los cuatro eunucos de más categoría, que las colocaban sobre las mesas. Las damas esperaban mientras la emperatriz elegía lo que le gustaba y comía con excelente apetito. Como se encontraba de muy buen ánimo, sintió compasión de las hambrientas damas y así dijo a un eunuco que tomaría el té en la biblioteca. Luego se retiró. Seguíanla dos eunucos. Uno llevaba su taza de jade blanco, con tapa de oro, en un platillo también de oro. El otro sostenía una bandeja de plata con dos jarrones de jade, uno lleno de secas flores de madreselva y el otro de pétalos de rosa. Completaban los efectos que llenaban la bandeja dos palillos con extremo de oro. La emperatriz madre tenía costumbre de mezclar aquellas flores con su té, haciéndolo en proporciones tan delicadas que sólo ella realizaba siempre la operación.
Mientras bebía el té, la sombra que al presente oscurecía su vida se abatió bruscamente sobre ella. Mientras se sentaba en su acolchado diván, oyó cerca una seca tosecilla y comprendió en el acto que se trataba de Li Lien-ying. Ordenó, por lo tanto:
—Entra.
Él obedeció e hizo la venia, mientras los demás eunucos esperaban. La emperatriz inquirió:
—¿Por qué vienes a molestarme?
El eunuco alzó la cabeza.
—Quisiera, majestad, hablaros a solas.
Ella dejó la taza de té e hizo un movimiento con la mano. Los eunucos se retiraron. Uno cerró la puerta.
—Levántate y siéntate —mandó la emperatriz—. ¿Es que ha hecho algo él emperador?
El eunuco se sentó al borde de una labrada silla, procurando apartar su feo rostro del de su soberana.
—He robado este informe de los archivos y debo devolverlo en el término de una hora —dijo.
Se levantó y sacó de los pliegues de su ropa un documento envuelto en un papel largo y estrecho. Se acercó a la emperatriz y le alargó el documento, sosteniéndolo con ambas manos. Se había arrodillado y no se levantó mientras la emperatriz leía rápidamente él escrito.
Bien conocía ella la escritura. Era la de Wu K’o-tu, el miembro del Gabinete de Censores que antes se propuso hacer saber su opinión al Trono acerca de la admisión de extranjeros, y a quien ella había rechazado. El informe presente se dirigía al emperador.
Yo, esclavo humildísimo del Trono, preséntele este memorial secreto en súplica de que se termine el conflicto que tenemos con las naciones extranjeras permitiendo a sus representantes que se presenten ante el Trono del Dragón sin arrodillarse, sino sólo manteniéndose en pie. Ello eliminará muchas dificultades y acrecerá en nuestro soberano su prestigio de hombre superior. Hasta el momento nada hemos conseguido con insistir en que se cumplan las fórmulas tradicionales, y todo lo logrado ha sido enajenarnos la buena voluntad de los ministros extranjeros.
La emperatriz madre sintió que la furia rebosaba en su corazón. ¿Otra vez la discutían? ¿Querían malquistarla hasta con su hijo? Si el Trono del Dragón no era venerado ¿qué honor le quedaba?
Saltó varias líneas del escrito hasta topar con la cita de un antiguo sabio.
Como dijo Mencio, ¿debe el hombre superior entrar en contienda con los seres inferiores como lo son las aves y otras bestias?
Ella exclamó con rabia:
—¡Este condenado censor hasta desvirtúa los dichos de los grandes filósofos antiguos para servir a sus fines propios!
No obstante, prosiguió la lectura, para quedar bien informada de lo que aquel hombre había escrito:
Tengo entendido que los monarcas de las naciones extranjeras son, con frecuencia, depuestos por sus súbditos como si fuesen fantoches. ¿No se deberá eso a que tales gobernantes son meros hombres y ninguno Hijo del Cielo? Con mis propios ojos he visto que esos extranjeros andan por las calles de Pequín a pie, como si fueran meros criados y sin sentir vergüenza por ello. Sus mujeres van delante de ellos en muchas ocasiones, e incluso utilizan palanquines. En todos los tratados que esos extranjeros han hecho con nosotros, no hay ninguna palabra concerniente al respeto que se debe a los padres y ancianos y nada que trate de la observancia de los nueve cánones de la virtud. Nunca se mencionan los cuatro principios a saber: el cumplimiento de la ceremonia, el deber del individuo hacia los demás seres humanos, la integridad del carácter y el sentido de lo vergonzoso. Esa gente occidental habla siempre únicamente de los provechos e intereses comerciales. Hombres así ignoran lo que significa el deber y la ceremonia, la sabiduría y la buena fe. Y, sin embargo, hay quienes pretenden que les consideremos seres civilizados. Ha de tenerse en cuenta que desconocen él alcance de los cinco estados de la relación humana, él primero de los cuales es la relación entre soberano y súbdito, por lo que no podemos esperar que se conduzcan como gente ilustrada. Es como si, admitiendo cerdos y perros ante el Trono del Dragón, esperáramos que esos animales se arrodillaran ante él. Si insistimos en que semejantes hombres se arrodillen ¿qué puede tal circunstancia acrecer el prestigio del Trono?
Además, esos extranjeros sostienen que sus jefes, a los que se obstinan en llamar emperadores, son iguales en dignidad a nuestro sagrado soberano. Si optamos por no atender tal pretensión, ¿a qué dar tanta importancia a que los representantes de esa gente se nieguen a arrodillarse? Lo cierto es que, cuando hace años, los bárbaros rusos confluyeron sobre China, avanzando desde allí y todas las regiones del noroeste y adueñándose de grandes extensiones de nuestro territorio, nuestros gobernantes no se sintieron avergonzados. ¿A qué, pues, tanto escándalo en torno a que los extranjeros no acceden a arrodillarse ante el Trono del Dragón? Y de hecho ¿cómo hemos de obligarles a postrarse si se niegan? ¿Tenemos armas y ejércitos suficientes para forzarlos a obedecernos? Porque también eso debe tomarse en consideración.
El maestro de los sabios, Confucio, interrogado una vez sobre en qué consistía el arte de gobernar, repuso que para mantener un gobierno eficaz hacen falta tres requisitos: abundantes alimentos, abundantes tropas y la confianza del pueblo. Solicítasele aclaración acerca de cuál es aquel requisito de que mejor se puede prescindir en caso de necesidad y contestó: «En ese caso se puede primero prescindir de las tropas y luego de la abundancia de vituallas». Por lo tanto, si nuestro gobierno imperial no está en condiciones de imponer su voluntad a los extranjeros, mejor será hacer ver que obramos por generosidad antes que suscitar las dudas del pueblo. En consecuencia, paréceme lo adecuado que el Trono expida un edicto dispensado a los extranjeros de cumplir con las imposiciones de la etiqueta palatina. Y si en lo futuro la gente blanca incurre en omisiones propias de su ignorancia, debemos pasarlas por alto, porque esos extranjeros no merecen que disputemos con ellos. Además, debe hacerse entender a extranjeros y gente de nuestro pueblo que lo que se decreta es un acto de clemencia y no sienta precedente. Entretanto tomémonos tiempo y procuremos aumentar la fuerza de que disponemos.
Yo, el autor de este insignificante memorial, no soy más que un habitante de un distrito remoto y atrasado, y no conozco nada de los asuntos públicos. Me expreso, pues, de manera imperfecta y tosca, y no ignoro que al presentar un memorial corro el riesgo de ser condenado a muerte.
En su natural cólera contra la audacia de los representantes extranjeros, a la que ahora se unía el descarado memorial de aquel censor, la emperatriz sintió impulsos de hacer pedazos el escrito entre sus dedos. Pero a su arranque se sobrepuso su natural prudencia. Al fin y al cabo, Wu K’o-tu, era un hombre cargado de años y honores. No sólo preconizaba el cumplimiento de deberes y ceremonias, sino que él mismo lo observaba con todo rigor, sin descargar de sí el menor de sus pesos. Cuando la Corte huyó a Jehol, y los extranjeros se apoderaron de Pequín, Wu K’o-tu permaneció en la capital, atendiendo a su madre, postrada ya de la enfermedad que había de llevarla a la tumba. Le constaba el peligro que corría, pero no vaciló en hacer lo debido, a la vez que encargaba el mejor ataúd que pudo encontrar en unos momentos tan difíciles. Cuando la enferma murió el censor cerró sus ojos y se cuidó de instalarla cómodamente en el ataúd y hacerle los debidos honores. Incluso entonces no quiso dejarla sola, sino que alquiló un vehículo, sufragando grandes gastos y condujo a un templo apartado de la ciudad hasta que llegase la hora de darle sepultura definitiva. Bien sabía la emperatriz madre que tan estricto cumplímiento de las obligaciones era muy raro. Reprimió, sus ímpetus de venganza, dobló el memorial y lo devolvió a Li Lien-ying.
—Ponlo donde lo encontraste —dijo.
Y, sin dignarse revelar sus pensamientos, le despidió de su presencia. Pero habían volado sus buenas disposiciones. Ya no encontró placer alguno aquel día en el teatro. Todo el tiempo lo pasó meditando en su palco. Ni siquiera escuchó las más seductoras canciones. Llegó la última escena, en la que se volcaban todos los recursos teatrales imaginables. Los actores vestían de seres celestiales y fingían rodear y cantar loores a la reina de los cielos, mientras a sus pies una veintena de diminutos monos amaestrados desempeñaban el papel de demonios vencidos por la bondad y poder de las deidades. Y en medio de todo aquel esplendor, la emperatriz se levantó bruscamente y se alejó tan de prisa que sus damas, entretenidas con el espectáculo, no advirtieron que su señora se iba, hasta que casi se hallaba en la puerta. Entonces, presurosas y confusas, la siguieron. Ella las mantuvo a distancia, con un ademán imperioso, y entró sola en su palacio. Entonces habló, y fue para encargar a un eunuco que llamase a Li Lien-ying.
Acudió el eunuco mayor, dando grandes zancadas, y se detuvo ante ella, sentada en un sitial de la biblioteca, sin leer libro alguno. Aparecía inmóvil como una diosa. Tenía pálido el rostro y sus grandes ojos despedían un extraño fulgor.
—Di a mi hijo que venga —mandó con voz tan fría como si fuera de hielo o de plata.
El eunuco se inclinó y se fue. Abriose la puerta y apareció una de las damas de honor. La emperatriz madre le hizo señas de que se alejase y ella se apresuró a obedecer. Pasaban los minutos y el emperador no aparecía ni el eunuco mayor tampoco. Transcurrió una hora y no había llegado nadie ni enviado mensaje el emperador. La luz de la tarde se desvanecía en los jardines y la emperatriz madre seguía aguardando. Descendió el crepúsculo llenando de penumbras la vasta biblioteca. Y seguía la espera. Llegaron los eunucos encargados de disponer las luces. Ella no habló hasta que la última lámpara no estuvo encendida. Entonces preguntó con argentina voz:
—¿Dónde está vuestro jefe?
Uno de los eunucos respondió a la vez que se inclinaba:
—En la sala de espera, majestad.
—¿Y por qué no entra?
—Porque teme hacerlo, majestad.
La voz del eunuco temblaba.
—Hazle pasar —ordenó la emperatriz.
Esta vez la espera fue breve. Entre las sombras que ya oscurecían el jardín, apareció la alta figura de Li Lien-ying. Humilló la cabeza ante la emperatriz. Ésta contempló la postrada figura.
—¿Dónde está mi hijo?
Salvo en la frialdad de su voz melodiosa, en nada se notaba signo alguno de ira.
—No me he atrevido, majestad…
El eunuco tartamudeaba al hablar.
Calló inmediatamente.
—¿No me traes respuesta alguna de él?
El eunuco, siempre cubriéndose la cara con unas manos grandes como platos, explicó:
—Me ha enviado, majestad, noticia de que está indispuesto.
—¿Indispuesto?
La voz glacial de la emperatriz sonaba como si hablase de algo que la importase poco.
—Majestad…
—No está indispuesto —dijo la emperatriz.
Se levantó, procurando dominar todos los movimientos de su armoniosa figura.
—Ya que él no viene a verme —dijo—, tendré que ir a verle yo.
Y se alejó con tan graciosa rapidez que el eunuco mayor se lastimó las rodillas al levantarse, presuroso para seguirla. Ella no le atendió para nada ni volvió la vista atrás. Y como había mandado a sus damas que prescindieran de hacerle compañía, nadie supo que la emperatriz había salido, excepto Li Lien-ying y los eunucos que estaban de guardia en salones, pasillos y puertas. Ninguno osó moverse, todos se miraron después que ella pasó.
La emperatriz madre andaba tan de prisa como si le hubiesen nacido alas en los pies. Llevaba la cabeza erguida y sus negros ojos despedían llamaradas. La seguía Li Lien-ying que, lleno de temor, se cuidaba mucho de no detenerse para explicar lo que había sucedido, porque ni siquiera sus largos pasos le permitían seguir el de aquella rauda figura imperial cubierta con brillantes vestimentas doradas y azules.
La emperatriz fue en línea recta al palacio del emperador y, cuando llegó al espléndido patio exterior, subió la marmórea escalera que conducía a la terraza. Las puertas estaban cerradas, pero la fina seda que defendía las puertas dejaba pasar raudales de luz. La emperatriz miró sin entrar. Allí estaba su hijo en un butacón con cojines, y Alute inclinada sobre él. La joven consorte acercaba un racimo de cerezas a los labios del emperador, a quien gustaban mucho aquellas frutas tempranas que venían del Sur. Él jugueteaba esquivando las cerezas, y echaba la cabeza hacia atrás, riendo como nunca le viera reír la emperatriz madre. Rodeábanlos sus eunucos y las damas de la joven emperatriz.
La madre del emperador abrió la puerta y se detuvo en el umbral, esplendente como una diosa en el fondo de oscuridad de la noche. La luz de un millar de bujías hacía resaltar sus centelleantes ropas, su soberbio tocado y su rostro, furioso y bello. Sus almendrados ojos, enormes y destellantes, pasearon una mirada sobre todos los reunidos y al fin se fijaron en su hijo y en Alute.
La emperatriz madre dijo con voz cruel y dulce:
—Hijo mío, me han dicho que estabas malo y he venido a ver qué te pasaba.
El emperador se puso en pie de un salto. Alute se quedó inmóvil como una estatua, con las cerezas en la mano aún.
—Ya veo que te encuentras, en efecto, muy enfermo —comentó la emperatriz madre, sin separar los ojos del rostro de su hijo—. Voy, por lo tanto, a avisar en seguida a los médicos de la Corte.
Él no acertaba a hablar. Miraba a su madre con un morboso temor pintado en las pupilas.
—Óyeme, Alute —dijo la emperatriz madre recalcando sus palabras, como si las recortase en un bloque de hielo—: Me extraña mucho que no tengas en cuenta la salud de tu marido, que no debe comer fruta fresca encontrándose indispuesto. Como tienes muy poco en cuenta tus deberes, tendré que aplicarte un castigo.
El boquiabierto emperador apretó las mandíbulas. Parecía estar pasando un amargo trago.
Tartamudeó:
—Te ruego, madre, que no eches la culpa a Alute. He vuelto cansadísimo de una audiencia que ha durado todo el día, y me he sentido mal.
La terrible mirada de la emperatriz se fijó en el joven haciéndole literalmente sentir en sus ojos las llamas que se desprendían de los de ella.
—Ponte de rodillas —mandó—. ¿Crees que por ser emperador no eres hijo mío?
Alute no se había movido. Manteníase erguida, con una expresión de orgullo en la delicada faz y ninguna muestra de temor en los ojos. Pero al oír la orden de su suegra dejó caer el racimo de cerezas que tenía en la mano y asió el brazo del emperador.
—No —dijo en voz blanda y suave—, no te arrodilles.
La emperatriz madre avanzó dos pasos y, extendiendo la mano, apuntó el suelo con el índice.
—¡De rodillas!
El joven emperador vaciló unos momentos y luego desprendió su brazo de la presión de la mano de Alute.
—Tengo que cumplir con mi deber —dijo.
Y cayó de rodillas.
La emperatriz, en mortal silencio, se inclinó para mirarle. Lentamente dejó caer a lo largo de su costado la mano derecha.
—Es natural que recuerdes el respeto que debes a los que son mayores que tú. Un emperador no es más que un niño ante su madre, mientras ella viva.
Alzó la cabeza y su escrutadora mirada se fijó en los eunucos y damas que había en la estancia.
—¡Fuera, y dejadme sola con mi hijo! —dispuso.
Todos obedecieron y sólo permaneció en la estancia la consorte del emperador. La implacable emperatriz madre insistió:
—Tú también.
Tras un titubeo, la abatida Alute salió, silenciosas sus pisadas.
Cuando todos hubieron salido, la emperatriz madre cambió como cambia de pronto el cielo de un lluvioso día de primavera. Sonrió y pasó la perfumada palma de su mano por la mejilla del arrodillado.
—Levántate, hijo —pidiole con suavidad—. Vamos a razonar un poco los dos.
Pero en el acto se sentó en la especie de trono que era el sitial de su hijo, mientras él ocupaba el bajo escabel de Alute.
El emperador temblaba. Su madre veía sus manos y sus labios, que se movían convulsivamente.
—Incluso en un palacio ha de haber orden —manifestó ella con sereno y amistoso tono—. Me ha sido necesario restablecer la jerarquía de las generaciones en presencia de los eunucos y de la consorte del soberano, que para mí no es otra cosa que la mujer de mi hijo.
El joven no respondió. La punta de su silenciosa lengua aparecía entre los dientes para humedecer sus resecos labios.
La emperatriz madre continuó:
—Me han asegurado que tratas de desafiar mi voluntad. ¿Es verdad que te propones recibir a los representantes extranjeros sin exigir el homenaje que impone nuestro protocolo?
El emperador hizo apelación a toda su altivez.
—Así me lo han aconsejado personas entendidas. Incluso el príncipe Kung —replicó.
—¿Y piensas seguir el consejo?
¿Quién mejor que él podía captar el peligro que amenazaba en el especial timbre de aquella voz argentina?
—Sí, lo pienso.
—Pues yo soy tu madre y te lo prohíbo.
Sentía, empero, enternecérsele el corazón, contra su voluntad, mirando el hermoso y juvenil rostro de su hijo. A pesar de su energía y su tenacidad aparentes, ya expresadas de niño, ella discernía bien el respeto que, como entonces, le tenía el emperador. Una ráfaga de tristeza le atravesó el corazón. Ella le hubiera querido tan fuerte que no tuviese temor a nadie ni a nada, porque toda debilidad es signo de flaqueza. Quien temía a su madre llegaría a temer a Alute, a cuya voluntad cedería de tal modo que ella acabaría siendo la más fuerte. ¿No era cierto que él, secretamente, había ido en tiempos a buscar consuelo en su tía Sakota?
Pero quizá la intervención materna de aquella noche y su intimidación hubieran librado al emperador del yugo de Alute. ¿Cómo una muchacha iba a saber amar mejor que una madre que había renunciado a toda su vida femenil por un hijo?
Ante la escrutadora mirada de su madre el emperador bajó las pestañas. Pestañas que parecían demasiado largas para un hombre. Pero eran como las de ella. Ella se las había dado y, si una mujer puede transmitir su hermosura a su hijo, ¿por qué no ha de poder transmitirle su fuerza?
Suspiró, se mordió los labios y pareció ceder.
—En último caso —dijo—, ¿qué me importa que los extranjeros se arrodillen o no ante el Trono del Dragón? Yo no me preocupo más que de ti, hijo.
—Ya lo sé, madre. Ya lo sé —repuso él—. Todo lo que tú haces es por mí. Yo quisiera poder hacer por ti algo. No en asuntos de Estado, madre sino en algo que te guste. ¿Qué deseas, qué puede complacerte? Un jardín, una montaña en un jardín… Soy capaz de mover una montaña con tal de…
Ella se encogió de hombros.
—Ya tengo jardines y montañas.
Pero se sentía conmovida por el deseo que su hijo tenía de complacerla.
Murmuró lentamente:
—Lo que yo acaso anhelara no puede ser restaurado.
—Dime lo que es —rogó él.
Ansiaba recuperar el aprecio de su madre y no incurrir en sus iras de nuevo.
Ella contestó, pensativa:
—Es inútil. No se puede dar vida a lo que son meras cenizas.
El emperador comprendió a qué se refería su madre. Recordaba el Palacio de Verano. A menudo hablaba a su hijo de sus pagodas, pabellones y grutas de roca. Jamás la emperatriz madre perdonaría a los extranjeros aquella destrucción.
—Construiremos un nuevo Palacio de Verano, madre —dijo él—. Uno como el antiguo que tanto evocas siempre. Como no podemos sacar dinero de tesorería, recabaremos tributos especialmente en las provincias.
Ella dijo sagazmente:
—Lo que quieres es sobornarme, para que no contraríe tus deseos y los de tus ministros.
—Acaso —convino él.
Enarcó las cejas y la miró de soslayo.
La emperatriz rompió a reír.
—Bueno. ¿Por qué preocuparme? ¿Quieres hacer un Palacio de Verano? ¿Por qué no?
Levantose, acarició las mejillas de su hijo con sus perfumadas manos y salió. Li Lien-ying apareció entre las sombras para seguirla.
Pero no hay límites a los disgustos que los hijos proporcionan a los padres, ya sea en un alcázar, ya en una choza.
En el curso de los inmediatos días, Li Lien-ying, a través de los informes de sus eunucos, pudo asegurar a la emperatriz madre que su hijo le había mentido al asegurarle que el príncipe Kung le había aconsejado que dispensase a los representantes extranjeros de arrodillarse en su presencia. Muy al contrario, el príncipe recordó ahincadamente al emperador que jamás uno de sus antepasados había concedido a gentes de otros países lo que negaba a sus propios súbditos. En tiempos del venerable antepasado Ch’ien Lung se exigió al lord británico MacCarhney que se arrodillara ante el Trono del Dragón, aunque ello hubiera de compensarse haciendo que un príncipe manchuriano se prosternase ante un retrato del rey Jorge de Inglaterra.
El príncipe Kung procuraba dar continuas largas cuando los enviados extranjeros insistían ser recibidos en la Corte imperial. En aquellos momentos solía argüirles que el primer secretario del Departamento Imperial de Asuntos Extranjeros se hallaba enfermo. Aquella enfermedad se prolongó cuatro meses hasta que lo terminó el emperador en persona, disponiendo que los representantes de las naciones extranjeras fuesen llevados ante el Trono del Dragón, con lo que probaba que él, y sólo él, era el débil y el tolerante en exceso. Tal fue el informe que la emperatriz madre oyó un día, hallándose en su jardín de orquídeas. Habían pasado los meses de primavera y comenzaban los de verano. Pensar en esta estación, que a la emperatriz madre le parecía la más encantadora de todas, la llevaba a procurar no intervenir en los asuntos de Estado. Aquel día de claro sol había entrado en la biblioteca y, sentada a una mesa, se ocupaba en trazar los planos de aquel nuevo Palacio de Verano que le ofreciera su hijo. Quería tener el proyecto preparado antes de llamar a los arquitectos y constructores que habían de traducir sus sueños en ladrillo y mármol. El jefe de eunucos concluyó su informe.
—Haz venir al príncipe Kung —ordenó ella después de informada de todo.
E impacientemente dejó los pinceles en la mesa, sintiéndose ansiosa de hablar con el príncipe. Éste la encontró paseando, de un lado a otro, ante las anchas puertas que se abrían al jardín. Estaban en plena floración los granados, cuyas encarnadas flores parecían gemas entre las hojas, verde oscuro, de los robustos árboles. A la emperatriz madre gustábanle vivamente los granados, sus flores y sus frutos. Placíale ardientemente el rojo anaranjado de sus pétalos y el agridulce de la jugosa pulpa que rodea cada uno de los mil granos que encierra la espesa cáscara colorida del fruto.
El príncipe Kung, que conocía aquella inclinación, empezó hablando de los granados tan pronto como llegó e hizo la venia.
—Muy bellos son los árboles de Vuestra Majestad. No conozco otros iguales. Todo lo que os está próximo, parece adquirir nueva vida.
Kung había aprendido ya a hablarle con sumisión.
La emperatriz inclinó la cabeza. Siempre le complacían las alabanzas y por entonces sentíase dispuesta a ser generosa con el príncipe.
—Vamos a hablar al jardín —sugirió.
E invitó al príncipe a sentarse en un banco de porcelana. Él tras empezar rehusando, accedió a instalarse en un banco de bambú.
—Mucho siento robaros vuestro tiempo —empezó ella—. Pero he oído afirmar que mi hijo el emperador desea recibir a los enviados extranjeros excusándoles de rendirle pleitesía en la forma acostumbrada, y eso me conturba mucho.
El príncipe contestó:
—El emperador, Majestad, es curioso como un niño y tiene interés en conocer un rostro extranjero.
—¿Es que los hombres no salen nunca de la niñez?
Alzó la mano, arrancó una encendida flor de granado, la deshojó y dejó caer los pétalos.
El príncipe contestó con un silencio que acabó haciendo perder la paciencia de la emperatriz.
—Vos, que sois de una generación más vieja, debéis prohibirle ese intento.
El príncipe Kung arqueó las cejas.
—Majestad, ¿cómo puedo negarle nada al emperador cuando tiene en su mano mandarme cortar la cabeza?
Ella alegó:
—Bien sabéis que yo no lo permitiría.
—Os doy las gracias, majestad —respondió el príncipe Kung—. Pero creo que debéis saber que la consorte influye en el emperador más profundamente cada día. Desde luego, es una buena influencia, porque eso le aleja de la compañía de los eunucos y de las rastreras casas de flores a que ellos solían llevarle antaño.
—¿Y quién influye en la consorte? —preguntó la emperatriz madre acremente—. Esa mujer no viene a verme más que cuando el deber la obliga a presentar sus cumplimientos. Si la veo en otro momento permanece callada.
—De eso no sé nada, majestad —dijo Kung.
Ella se quitó del regazo algunos pétalos que habían caído allí.
—Sabéis quién influye en Alute. Es mi prima Sakota, la emperatriz viuda.
El príncipe inclinó la cabeza y siguió silencioso. Luego propuso tranquilizador:
—Creo, majestad, que, por lo menos, los representantes extranjeros no deben ser recibidos en el gran salón de las audiencias imperiales.
—Por supuesto que no —decidió ella.
Había distraído su atención, como su interlocutor esperaba. Meditó un momento.
La luz del sol atravesaba la copa del granado y hacía resaltar las manos de la emperatriz, quietamente plegadas sobre el regazo. Sonrió repentinamente.
—Ya sé lo que podemos hacer. Recibiremos a esos hombres en el Pabellón de la Luz Purpúrea. Ignorarán que eso es el palacio propiamente dicho, con lo que atenderemos a la realidad y a la vez les haremos sentir una ilusión.
El príncipe Kung no pudo dejar de reconocer la traviesa astucia de la emperatriz, aunque viese sin agrado la perspectiva de atenerse a semejante añagaza. El pabellón de la Luz Purpúrea estaba más allá de la orilla más lejana del Lago del Centro, en el límite occidental de la Ciudad Prohibida. Allí el emperador, de acuerdo con la tradición, no recibía más que a los comisarios de las tribus exteriores, y eso sólo una vez cada primer día del Año Nuevo.
El príncipe Kung resumió sus pensamientos con estas lisonjeras palabras:
—Es vuestra majestad tan inteligente como el más inteligente de los hombres. Admiro vuestra capacidad y vuestro ingenio. Daré órdenes para que todo se haga de acuerdo con vuestras indicaciones.
Ella que estaba de buen humor, se sintió tan complacida por aquel elogio que creyó oportuno invitar al príncipe Kung a entrar en la biblioteca, donde vería los planos preparados para la construcción del nuevo Palacio de Verano. Una hora pasó el príncipe Kung en la biblioteca, junto a la larga y ancha mesa donde la emperatriz trasladaba a los rollos que usaba para pintar lo que en realidad, eran sueños de su mente. El príncipe escuchó la fluida charla de ella, oyó hablar de riachuelos que serpenteaban entre rocas y desembocaban en lagos; de montañas llevadas desde las provincias occidentales y sembradas de árboles y albercas; de palacios y pagodas de doradas techumbres erigidos en las laderas y en las riberas de un vasto lago…
El príncipe, sumido en súbito abatimiento, no acertó a decir una palabra. No se atrevía a hablar, ni aun a abrir la boca, temeroso de que pensar en las grandes sumas que en aquella empresa habían de consumirse, le hicieran expresar desagrado, lo que podía motivar su muerte. Logró contenerse y murmurar, al fin:
—¿Quién sino vos, majestad, concebiría un palacio tan digno de un imperio?
Pidió que se le permitiese salir y se fue apresuradamente, sin pérdida de tiempo, a visitar al gran consejero Jung Lu. La emperatriz madre adivinó lo sucedido cuando, en la tarde de aquel mismo día, antes del toque de queda, llegó su eunuco para anunciarle que Jung Lu esperaba audiencia particular. En aquel momento la emperatriz se inclinaba sobre sus planos y ocupaba su pincel en perfilar los contornos de una airosa pagoda.
—Que pase el gran consejero —dijo sin volver la cabeza.
Sabía que su primo no aprobaría sus proyectos y por eso le permitió permanecer a sus espaldas, sin mirarle antes de hablar.
Al cabo de unos instantes preguntó:
—¿Quién está ahí?
Jung Lu replicó:
—Ya lo sabes, majestad.
La emperatriz sintió que la profunda voz de su pariente penetraba en su corazón tan inmediatamente como siempre. Pero fingió lo contrario.
Preguntó, pues, con indiferencia:
—¿A qué has venido? Precisamente ahora estoy muy ocupada.
Él adujo:
—Pues ésa es la razón de mi visita. Y te pido majestad, que me oigas, pues falta muy poco para que den el toque de cubrefuegos y se cierren las puertas.
Ella reconoció el antiguo poder de mando que emanaba de la voluntad de su primo. En todo el mundo no temía más que a aquel hombre, precisamente porque le amaba y porque él no quería ceder ante ella. La emperatriz seguía siendo tan antojadiza como cuando de muchacha se consideraba prometida a él. Lentamente, para hacerle esperar a propósito, colocó la tapa de jade sobre el tintero y en una pequeña vasija de agua lavó cuidadosamente el pincel.
Efectuaba adrede aquellas tareas menudas que corrientemente hubiera confiado al eunuco de servicio. Él esperó, sabiendo muy bien los motivos de que ella procediese de esa forma y seguro de que la constaba que él estaba al corriente de todos sus proyectos.
Al fin, ella se dirigió lentamente a su trono y se sentó en él. Él se acercó y se arrodilló, como la costumbre lo demandaba. La emperatriz consintió que siguiera arrodillado. En sus ojos había una expresión, a la vez cruel, risueña y tierna.
Pasado un buen espacio de tiempo, ella preguntó:
—¿Te duelen las rodillas?
—Eso no tiene importancia, majestad —respondió él.
—Levántate —ordenó ella—. No me gusta verte arrodillado ante mí.
Jung Lu se alzó con digna compostura y permaneció erguido ante su prima. Ella le contempló de pies a cabeza. Cuando su mirada encontró los ojos de Jung Lu le examinó fijamente. Estaban solos y no había nadie que los viera ni pudiera reprocharlos. El eunuco más cercano estaba a bastante distancia, haciendo guardia más allá de la puerta de la estancia:
Habló con voz dulce, como la de un niño suplicante:
—¿Qué he hecho de malo?
—Bien lo sabes —contestó él.
Ella encogió sus hombros cubiertos de raso.
—Nada te he dicho del nuevo Palacio de Verano porque sabía que te lo dirían otros. En este caso habrá sido sin duda el príncipe Kung. Pero has de saber que recibo este nuevo Palacio de Verano por deseo y como dádiva de mi hijo.
Jung Lu alegó con la mayor gravedad:
—Te consta perfectamente que en esos tiempos la Tesorería no tiene dinero para erigir un palacio de placer. El pueblo está ya agobiado por las contribuciones. Y si ese palacio se levanta, habrá que imponer tributos extraordinarios en todas las provincias.
La emperatriz tornó a encogerse de hombros.
—No hace falta dinero. Basta con disponer de piedra, madera, jade y artesanos. Y eso abunda en todas partes.
—Pero hay que pagar a los obreros y artífices —recordó él.
—No veo por qué —respondió ella descuidadamente—. El primer emperador no pagó a los campesinos que construyeron la Gran Muralla. Cuando morían, mezclaba sus huesos con las piedras y los ladrillos, y así no había necesidad ni de pagar el entierro.
Él alegó con la misma gravedad:
—En aquellos tiempos la dinastía era fuerte. La gente no se atrevía a rebelarse. El emperador era chino y no manchú, como nosotros somos, y la muralla tenía por objeto proteger al país contra las invasiones del Norte. Pero ¿crees que la gente de ahora enviará con gusto hombres y materiales con el exclusivo objeto de que se erija un Palacio de Verano para ti? ¿Y encontrarías placer en habitar una residencia cuyos muros estuvieran hechos en parte con huesos de hombres que trabajaron y murieron sin percibir nada en cambio? No te creo tan dura.
No existía en el mundo nadie capaz, no siendo Jung Lu, de hacer asomar lágrimas a los ojos de la emperatriz. Volvió la cabeza para esconderlos.
Habló en cuchicheo:
—No soy dura. Soy… una mujer muy sola.
Tomó el extremo del pañuelo de gasa con flores bordadas que colgaba del botón de jade de su vestido y se enjugó los ojos. Las cuerdas íntimas que enlazaban al hombre con la mujer estaban tensas hasta el extremo. Ella anhelaba oír los pasos de su pariente acercándose a ella y el contacto de la mano de él con la de ella.
Pero él no se movió y siguió hablando con voz seria y solemne.
—Debiste decir a tu hijo el emperador que es impropio de él hacerte ahora un regalo de palacios mientras la nación está asediada por amenazas de guerra y padece miseria e inundaciones en las provincias orientales. Sabes que era tu obligación recordárselo.
Oyéndole, ella volvió la cabeza y las lágrimas brillaron en sus pestañas negras y en sus pupilas, qué tenían una expresión trágica.
—¡En este reino —exclamó— siempre hay miseria!
Crispó las manos. Le temblaban los labios. Observó:
—¿Por qué tú, que has sido un padre para él, no eres quien se lo dices?
Jung Lu murmuró:
—Calla, y ten en cuenta que hablamos del emperador.
La emperatriz inclinó la cabeza, dejando caer sobre el raso rojo de su vestido las lágrimas que vertía.
—¿Qué te pasa? —preguntó él—. Posees todo aquello a que has consagrado tu vida. ¿Qué más deseas? ¿Hay una mujer en el mundo más alta que tú?
Ella no respondió. Sus lágrimas continuaban fluyendo mientras él hablaba.
—La dinastía está segura, al menos mientras tú vivas. Has hecho un emperador y le has dado una consorte. Como él la ama y ella es joven y agradable, le dará un heredero.
La emperatriz levantó la cabeza. Sus ojos brillaron.
—¿Ya?
—No lo sé —aclaró Jung Lu—. Pero indudablemente sucederá así, porque conozco su mutuo amor.
Dirigió a su prima una mirada compasiva.
—Los vi juntos hace pocos días, ignorando que los tenía cerca. Era tarde ya y yo me dirigía a la puerta principal antes de que sonara el toque de queda. Se hallaban los dos en el Pabellón de los Vientos Favorables.
—Que queda muy cerca del palacio de la emperatriz viuda —murmuró ella.
Jung Lu añadió:
—La puerta estaba abierta y miré sin querer. Entonces vi a los dos, en el crepúsculo. Paseaban como dos niños, asiéndose mutuamente del talle.
La emperatriz se mordió los labios, tembló su redondeada barbilla y sus lágrimas brotaron con más fuerza. Aquella faz, bellísima en su disgusto, hizo perder la ecuanimidad a Jung Lu. Adelantó tres pasos y luego dos más. Estaba más cerca de ella que lo estuviera en muchos años.
Habló en voz baja, que nadie podía oírle.
—Corazón mío, esos dos jóvenes tienen lo que tú y yo no tendremos nunca. Procuremos que lo conserven. Guíalos por el buen sendero. Ayuda con toda tu fuerza a este nuevo reinado, porque se funda en el amor.
Ella no pudo soportar más. Se cubrió la cara con las manos y estalló en sollozos.
—Vete y déjame sola, como lo he estado siempre.
Tan intensa y apasionadamente sollozaba la emperatriz, que Jung Lu pensó que debía obedecer para evitar que continuase el lloro y las gentes quisieran conocer sus causas.
Vaciló, suspiró y dio un paso atrás para alejarse, como ella había pedido que hiciese. Pero la emperatriz mientras lloraba, contemplaba a su primo a través de sus dedos y cuando vio que él se iba sin consolarla, apartó las manos de su cara con tanta ira que las lágrimas se secaron instantáneamente en sus ojos.
—Supongo —observó— que no amas a nadie más que a tus hijos. ¿Cuántos hijos tienes con…?
Él se cruzó de brazos.
—Tres, majestad.
—¿Hijos varones?
Jung Lu repuso:
—No tengo verdaderos hijos.
Durante un largo momento los ojos de los dos se cruzaron con auténtico dolor y anhelo. Luego él se alejó y la emperatriz quedó sola.
Antes de fines del sexto mes solar, el emperador T’ung Chih recibió a los enviados de Occidente. Li Lien-ying contó a la emperatriz madre todo lo que había pasado, como era su deber. Ella le escuchó en silencio.
El eunuco dijo que las audiencias se celebraron a las seis de la mañana, poco después de salir el sol, en el Pabellón de la Luz Purpúrea. Se había levantado un estrado en el que el emperador se sentaba, con las piernas cruzadas, detrás de una mesa baja. Desde allí contempló los extraños rostros blancos del grupo de hombres occidentales de elevada estatura. Estaban presentes los ministros plenipotenciarios de Inglaterra, Francia, Rusia, Holanda y los Estados Unidos. Excepto el representante ruso, los demás vestían extravagantes ropas oscuras de corte angular, hechas de tela de lana. Llevaban las piernas encajadas en pantalones estrechos y sus torsos se cubrían con una especie de chaquetas cortas, como si fueran labradores; y era lo más notable que no vestían túnica. Se adelantaron por turno desde el lugar que se les asignara, y todos se inclinaron ante el emperador, pero no hicieron la pleitesía ritual. Es decir, que no se arrodillaron ni golpearon con la cabeza el suelo de baldosas. Cada uno, de pie, entregó al príncipe Kung un documento que debía ser leído en voz alta. Todos los escritos estaban redactados en chino y su contenido era siempre el mismo, reduciéndose a los parabienes que las diversas naciones occidentales enviaban al emperador con motivo de su exaltación al Trono, a lo que se añadían múltiples buenos deseos y augurios de que se esperaba que fuera feliz su reinado.
El emperador contestaba a todos en análoga manera. El príncipe Kung subía al estrado, se arrodillaba con la máxima ceremonia, inclinaba la cabeza hasta el suelo y tomaba de manos de su imperial sobrino el escrito ya preparado. Al descender del estrado seguía minuciosamente todas las leyes de conducta establecidas, siglos atrás, por el sabio Confucio. Lo hacía para que los extranjeros se percataran de cuál debe ser lo que se llama un comportamiento correcto. Procuraba parecer diligente en el cumplimiento de su deber, abría ampliamente los brazos como si fuesen alas, daba el adecuado vuelo a sus ropas, y la expresión preocupada de su faz indicaba el deseo de servir eficazmente a su soberano.
De tal guisa fue entregando a todos los emisarios extranjeros el respectivo documento regio. Tras esto, los emisarios blancos depositaron sus credenciales en una mesita auxiliar. Y luego, caminando de espaldas, se retiraron de la imperial presencia, sin duda complacidos al pensar que habían impuesto sus deseos y, por supuesto, desconocedores de que el edificio en que habían estado no era el palacio, sino un mero pabellón.
Todo lo oyó la emperatriz madre sin salir de su silencio. Aunque plegaba los labios despreciativamente y sus ojos indicaban el desdén, el corazón le hervía en el pecho. ¿Cómo su hijo había osado desafiarla hasta el punto, sintiéndose fortalecido por Alute, al extremo de atender a su consorte más que a su propia madre? Pensó en la pareja tal como Jung Lu la había visto, entrelazada por la cintura, y sintió traspasado el corazón más que nunca, si bien aquella herida se lo endurecía más.
La emperatriz madre preguntaba a su dolido corazón por qué ella no había conseguido lo que anhelaba. Puesto que su hijo amaba a la joven Alute, la madre del emperador tendría un Palacio de Verano más espléndido de lo que al principio se propusiera.
De pronto, como una saeta descendida del cielo, un terrible pensamiento perforó su cerebro, que trabajaba sin cesar. Si Alute estaba encinta, y sin duda llegaría a estarlo, porque, como opinaba Jung Lu, el amor siempre engendra hijos, aquella jovenzuela pasaría a convertirse en emperatriz madre.
—¡Oh, estúpida de mí! —murmuró a media voz—. ¿Cómo no he comprendido que Alute aspira a deponerme? ¿Y qué seré entonces más que una vieja que vive en Palacio?
Volviose al eunuco y le gritó:
—¡Quítate de delante!
Alejose precipitadamente el eunuco, con el timbre de aquella voz zumbándole en los oídos, y ella permaneció inmóvil, como una esfinge de piedra, reflexionando en la forma de recobrar el poder.
Necesitaba destruir el amor que sentía por su hijo por Alute. Pero ¿cómo?
Recordó súbitamente las cuatro concubinas que había elegido para el emperador el día que éste designó esposa. Las cuatro vivían juntas en el Palacio de la Elegancia Acumulada, esperando el momento en que él las llamase. A ninguna se la había avisado todavía ni era probable que las avisasen, puesto que Alute había conquistado el corazón del emperador. Mas la emperatriz madre recordaba que una de aquellas concubinas era muy hermosa.
Tres habían sido escogidas por cuna e inteligencia y la cuarta porque poseía una belleza lozana y juvenil capaz de encantar a cualquier corazón. ¿Por qué no había la madre de alinear en su bando a las cuatro concubinas? Lo haría, las aleccionaría y presentaría al emperador so pretexto de que él necesitaba diversión, de que Alute era demasiado seria, de que le obligaba a trabajar con exceso en los asuntos de Estado, de que tenía demasiada conciencia y exigía mucho de un hombre tan joven y tan amante de los placeres.
La cuarta concubina no era de alto linaje, sino de baja cuna, demasiado baja, incluso para una concubina. Sólo su mucha belleza había persuadido a príncipes y ministros, llevándolos a que la incluyeran en la lista de mujeres manchúes. Y aquella hermosura sería útil, porque arrebataría al emperador y le haría reanudar sus excursiones fuera de los muros de palacio. Era preciso que Alute perdiese el amor de su esposo.
Mientras la emperatriz madre se ocupaba en estos planes, sus pensamientos no dejaban de reconocer que se comportaba mal. Y, sin embargo, estaba resuelta. ¿No se sentía solitaria en el ancho mundo? Ninguno osaba amarla y su única arma era el temor. Y, si nadie la temía, se convertiría en lo que había previsto: una vieja en el palacio. El sombrío velo de los años la iría envolviendo paulatinamente y encubriendo su mente y su corazón bajo el aspecto de su carne marchita. De manera que durante la época en que aún fuese bella y fuerte, debía intentar readueñarse del Trono y eludir la muerte en vida que la esperaba.
Rememoró los años transcurridos. Volvía a verse siendo niña pequeña y trabajando hasta rendirse en casa de su tío Muyanga, donde su madre no pasaba de ser una cuñada viuda y ella poco más que una criada que trabajaba por casa y manutención. Doquiera que fuese había de llevar un hermanito a la espalda y hasta que ellos no crecieron nunca tuvo tiempo para jugar, ni siquiera para andar sola. Y aun entonces, encontrándola activa e inteligente, la hacían trabajar en la cocina y en el repaso de la ropa, con lo cual siempre estaba empuñando una escoba, o bien cocinando, cosiendo, yendo al mercado para comprar pescado o aves. Por la noche se dormía en cuanto se acostaba en el lecho que compartía con su hermana. Ni el mismo Jung Lu podía aliviar sus tareas, porque era un mozalbete que rápidamente se convertía en hombre y no podía ayudarla en cosa alguna.
De haberse casado los dos, él habría quedado siempre en simple guardia y ella hubiera pasado la existencia en su casa, afanándose en el patio y la cocina, disputando con su criada y su esclava y siempre atenta a que no la sisasen ni hurtasen menudencias. ¡Cuánto había bendecido a su amor, convirtiéndose en su soberana y no en su esposa! Más él se lo agradecía y no usaba su poder sobre ella más que para reprocharla.
Y por añadidura, su hijo, que por derecho y por deber hubiera debido amarla siempre, prefería el cariño de su consorte. Incluso dedicó antaño más afecto a Sakota, su madre adoptiva que a su progenitora. ¡Y ella que había pasado tantas horas luchando por un emperador pueril y únicamente pensando en conseguir el Trono para su hijo! ¡Oh, qué fatigosas horas! Recordó la faz pálida y amarilla de aquel de quien había sido concubina, y sus manos enfermizamente calientes, siempre buscando su cuerpo, y notó que se le repetían las náuseas de entonces.
¡Cuán firmemente había ella mantenido el Trono durante los doce años de regencia, impidiendo que la conquista o la rebelión le arrebataran a su hijo! Ella, sólo ella, pudo mantener a raya a los hombres blancos y recabar tributos hasta de las turbulentas tribus de Mongolia. Únicamente ella supo reprimir los alzamientos de los musulmanes de las provincias de Yun-nan y Sen-kan. Gracias a eso gobernaba su hijo en paz y seguridad. Más, a pesar de conocer la sabia prudencia de su madre, no acudía a ella para pedirle consejo.
Semejantes pensamientos hicieron que brotase una sombría y salvajemente aislada fuerza en su mente. La sangre la afluía con ímpetu al corazón y todo su ser se aprestaba a batallar contra la adversidad de su sino presente. Tan herida y acorralada se sentía que, olvidando todo amor, resolvió centrar su voluntad, fina y aguda como una espada, en la conquista del poder.
Pero era demasiado justa por naturaleza para no encontrar, además del deseo de venganza, otras razones que abonaran su retorno al mundo. Cuando, hacía un año, subió su hijo al Trono, el reino estaba tan en paz como no lo estuviera en una veintena de años. Y ahora, bruscamente, surgían nuevas dificultades. A la distante isla de Taiwan, habitada por tribus casi bárbaras, llegaron los marineros de un buque náufrago. Viendo los salvajes a aquellos extranjeros, cayeron sobre ellos y los mataron. Pero resultaron ser navegantes japoneses y cuando el emperador del Japón conoció lo ocurrido, envió a la isla soldados y barcos de guerra. Los expedicionarios en nombre de su monarca, reivindicaron la posesión de Taiwan y otras islas cercanas.
El príncipe Kung, jefe del Servicio Extranjero de China en Pequín, protestó contra la invasión, y el emperador nipón contestó anunciando que se proponía declarar inmediatamente la guerra a China.
Todo no acababa en eso. Hacía quince siglos que los emperadores de China regían el país de Anam como soberanos, y las gentes de aquel país agradecían su protección, porque las libertaba de bandidos y aventureros, puesto que el emperador chino era tan poderoso que garantizaba contra todo ataque a sus pueblos tributarios.
Sí, los garantizaba contra todo, pero no contra los hombres blancos. Hacía unos cien años que los franceses habían empezado a penetrar en Anam, y en los últimos veinte tanto habían prosperado allí los mercaderes y sacerdotes franceses, que al fin Francia obligó a los anamitas a firmar un tratado por el que el rey de Anam perdía la provincia septentrional de Tonquín, a la cual y desde la cual diariamente iban y venían bandidos chinos y gentes fuera de la ley para ejecutar más fácilmente sus malas obras. La emperatriz madre sabía todo esto hacía mucho, pero, diciéndose que no era cosa de su jurisdicción, habíase dedicado solamente a planear su nuevo palacio. Pero en los actuales instantes decidió que aquello sí caía dentro de su radio de acción. Declararía que su hijo no hacía nada, que los príncipes se entregaban al placer y que, a menos que tal apatía terminara, el imperio estaba destinado a caer antes de que acabase la vida de la emperatriz. Era, en consecuencia, su deber empuñar las riendas del gobierno.
Cierto día de principios de verano, a una orden suya, las cuatro concubinas entraron en su palacio, jubilosas como pájaros libertados de su jaula. Hacía tiempo que habían perdido la esperanza de ser llamadas por el emperador. Pero su esperanza renacía. Y de aquí que todas rodearan devotamente a la emperatriz madre, como ángeles en torno de una diosa.
La emperatriz no pudo menos de sonreír y congratularse de aquella adoración, aunque bien sabía que no la amaban a ella, sino a sí mismas, y que todo se debía a que confiaban obtener beneficios por su intercesión. De ella dependía el que fuesen llamadas a la cámara imperial. La emperatriz las compadeció. Luego les hizo señas para que se acercaran.
—Pajaritas mías, sabéis que no puedo enviaros a la vez a presencia del emperador. La consorte se enojaría y os haría despedir a todas. He de mandaros una a una, y la razón pide que la más bonita sea la que vaya primero.
Sentía repentino afecto por las cuatro muchachas que se congregaban en torno de ella. En su mismo caso había estado otrora cuando fue a residir entre los muros de palacio. Mirolas a todas sucesivamente, sonrió viendo sus ojillos brillantes de confianza y deseo, y se sintió dolorida al pensar que sólo podía escoger a una. Le faltaba corazón para ello.
—¿Cómo puedo decidir quién ha de ser la primera? Elegid vosotras mismas.
Las cuatro alegres voces juveniles se unieron en una sola risa. La más alta y menos agraciada de todas exclamó:
—¿Cómo puede nuestra Venerable antecesora afirmar que no sabe a quién elegir? Jazmín es la más bonita de todas nosotras.
Todas se volvieron a mirar a Jazmín.
La aludida se ruborizó, negó con la cabeza y se tapó la cara con el pañuelo.
—¿Eres la más bonita? —preguntó la emperatriz madre, sonriendo.
Le gustaba divertirse y bromear con todas las criaturas jóvenes, fuesen animales o seres humanos.
Jazmín sin responder, hizo repetidos movimientos negativos de cabeza, mientras las demás redoblaron sus risas.
La emperatriz madre mandó al fin:
—Bueno, bueno niña. Aparta las manos del rostro para que yo pueda verte.
Las jóvenes apartaron las manos de Jazmín y la emperatriz examinó su rosada carita, que no tenía nada de tímida, sino más bien de traviesa, por lo menos, alegre. Tampoco exteriorizaba mucha suavidad. Sus labios, llenos y curvos, denotaban atrevimiento y descaro, y también sus ojos grandes y las aletas contráctiles de su naricilla, algo respingona.
En cambio, Alute se parecía a su padre, antiguo auxiliar del ayo del emperador y hombre de rostro y figura delicadamente gallardos. Para una mujer como Alute, indudablemente Jazmín constituía una seria competidora. Alute tenía el cuerpo esbelto, gracioso y alto para mujer, mientras que Jazmín era pequeña y llenita, con un cutis —su mayor detalle de belleza— al que no podía oponerse reparo alguno. Era una piel como la de un niño, de un blanco color de crema, salvo en sus encarnadas mejillas y sus rojos labios.
La emperatriz madre, satisfecha ya, cambió súbitamente de modales. Hizo signo a las concubinas de que se retiraran y bostezó, cubriéndose la boca con la mano.
—Ya te haré llamar cuando llegue el día —dijo descuidadamente a Jazmín.
Las muchachas se retiraron con las manos plegadas como alas de colores. Lo que había que hacer era evidente: bastaba que el eunuco mayor preguntase a la mujer de servicio qué días del mes no debía la consorte entrar en la cámara del emperador. Faltaban en aquella fecha siete días y, por lo tanto, la emperatriz madre envió aviso a Jazmín para que estuviese preparada el día octavo.
Le encargó que se vistiese con ropas de un rosado color de melocotón, añadiendo que no se preocupara en absoluto de los perfumes, porque ella le enviaría algunos frascos de los suyos propios.
El día previsto, Jazmín se presentó debidamente vestida a la emperatriz, quien la examinó de pies a cabeza. En primer lugar mandó que se quitase las joyas de poco valor que llevaba puestas.
—Traed del cuarto de mis alhajas el estuche número treinta y dos —dijo a sus damas.
Lleváronle el joyero y la emperatriz sacó dos peonías de rubíes y perlas y se las dio a Jazmín para que se adornase las orejas. También entregó a la joven algunos de sus brazaletes. La encantada muchacha se mordía los labios y sus negros ojos centelleaban de júbilo.
Terminado el atuendo, la emperatriz madre dispuso que le llevasen un frasco de perfume de almizcle concentrado y mandó a Jazmín que se frotase con él las palmas de las manos, la parte posterior de las orejitas, la barbilla y el pecho.
—Muy bien —dijo la emperatriz, cuando todo estuvo concluido—. Ven con mis damas y conmigo a ver a mi hijo el emperador.
Apenas hubo pronunciado aquellas palabras, pensó que no tenía pretexto alguno para visitar al joven emperador. Alute se enteraría de su presencia, merced a los espías que, sin duda, tenía y aprovecharía la ocasión para presentar los debidos respetos a la madre de su marido. En cambio, no se atrevería a visitar el palacio de la emperatriz madre sin ser llamada. Así Tzu Hsi detuvo a todas con un ademán.
—Esperad —dijo—. Sé que mi hijo está solo y quiero invitarle a que venga a mis habitaciones. Mandaré a mis cocineros que preparen un festín en el que figuren los platos favoritos del emperador. Mi hijo comerá conmigo. Puesto que el día es bueno, colocaremos las mesas bajo los árboles del jardín, tendremos músicos que alegren el banquete y, después de comer los actores imperiales representarán una obra.
Empezó a dar órdenes a unos y a otros. Distintos eunucos se dispersaron para servirla, mientras sus damas se afanaban también en la tarea.
Se dirigió a Jazmín.
—Tú —dijo— permanecerás junto a mí sirviéndome el té. No pronuncies palabra hasta que yo te lo indique.
—Sí, venerable antecesora —respondió la muchacha con los grandes ojos fúlgidos y purpúreas las mejillas.
Dos horas más tarde los clarines anunciaron la llegada del emperador, quien entró en el patio en su palanquín. Los eunucos esperaban cerca de las mesas y los músicos requirieron sus instrumentos.
La emperatriz madre se hallaba sentada en el trono de su salón de audiencias privadas. Jazmín estaba a su lado, con la cabeza inclinada, jugando con un abanico. Detrás de las dos, las damas de honor formaban un semicírculo.
El emperador entró. Llevaba la túnica celeste, bordada con dragones de oro, y sostenía entre los dedos una pieza de jade destinada a refrescarle las manos.
Se inclinó ante su madre sin arrodillarse, puesto que era el emperador, y ella recibió sus saludos sin levantarse. Aquello era un símbolo, porque todos habían de alzarse ante el Hijo del Cielo. Las azafatas se miraron unas a otras, como preguntándose cuál sería el motivo de que la emperatriz madre no se levantara.
El emperador no pareció reparar en nada. Sentose en un pequeño trono al lado de su madre, mientras sus eunucos y guardias salían al patio. La emperatriz madre dijo:
—He oído que hoy estabas solo, hijo, y, para entretenerte mientras la consorte pueda volver contigo, he resuelto que pases a mi lado un rato. El sol no quema mucho, por lo que comeremos en el jardín bajo los árboles, al son de los compases de la música. Después los actores imperiales representarán la pieza que tú mismo elijas. Con eso llegará el crepúsculo y habremos pasado a gusto todo el día.
Mientras hablaba con voz dulce y cariñosa, extendió su mano para tocar la que su hijo mantenía apoyada en la rodilla.
El emperador sonrió, no sin ostensible sorpresa, porque hacía tiempo que su imperial progenitora no le manifestaba amabilidad alguna. Lejos de ello, le había dirigido muchos reproches y de fijo él no hubiera acudido aquel día de no mediar el hecho de que temía provocar la ira materna y tener que afrontarla solo. Ver a su lado a Alute le infundía fuerzas.
Dijo a su madre, al comprobar que no estaba molesta con él:
—Gracias, madre. Es verdad que me hallaba solo y no menos verdad que no sabía como invertir la jornada.
La emperatriz habló a Jazmín:
—Hija, pon té a tu señor.
El emperador alzó el rostro, vio a Jazmín y no separó la mirada de ella mientras la joven tomaba la tetera que le ofrecía un eunuco entre las dos manos.
—¿Quién es esa dama? —preguntó el joven, como si Jazmín no estuviera presente.
La emperatriz fingió sorpresa.
—Es una de las cuatro muchachas que elegí para ti. ¿Es posible que no las conozcas todavía?
El emperador, algo confuso, movió la cabeza y sonrió excusatoriamente.
—No, no he llamado a ninguna. No ha llegado el momento.
La emperatriz frunció los labios.
—Por cortesía —dijo—, deberías haber llamado a una cada vez. Alute no debería ser tan egoísta y absorbente mientras sus hermanas menores se consumen esperando.
El emperador no respondió. Empuñó su taza, esperó a que su madre bebiera el té y luego bebió él. Jazmín se arrodilló y volvió a coger la taza. Al hacerlo levantó la cabeza hacia el monarca y, por un instante, él contempló la viva y alegre faz de la joven, muy infantil con sus matices de crema y rosa bajo el sedoso cabello negro. Pasó bastante tiempo antes de que apartase la vista.
Así comenzó el día. En el transcurso de las horas la emperatriz madre llamó varias veces a Jazmín para que asistiese al emperador, ora abanicándole, ora alejándole las moscas, ora sirviéndole té y llevándole dulces mientras se representaba la obra teatral, ora colocándole un taburete bajo los pies, ora acercándole un cojín para apoyar el codo. Eso duró hasta que llegó el crepúsculo. El emperador acabó sonriendo francamente a Jazmín, la cual correspondió a la sonrisa, ni tímida ni descaradamente, sino con la naturalidad con que la niña sonríe a un compañero de juegos.
La emperatriz madre se sintió muy complacida al notar aquellas sonrisas. Cuando hubo atardecido y terminó la jornada, dijo al emperador.
—Tengo que expresarte un deseo,
—Exprésalo, madre —contestó él.
Se sentía feliz. Tenía el estómago lleno de sus manjares predilectos, alegre el corazón y estimulaba la imaginación por la bonita muchacha que le pertenecía y a quien podía llamar cuando quisiera.
La emperatriz madre explicó:
—Ya sabes como anhelo salir de la ciudad en cuanto comienza la primavera. Hace muchos meses que deseo salir del encierro de estos muros. ¿Por qué no vamos juntos, tú y yo, a venerar las tumbas de nuestros antecesores? No hay más que ochenta millas de distancia y yo pediré a nuestro virrey en la provincia, Li Hung-chang, que nos envíe una guardia para la ida y el regreso. Sólo tú y yo, hijo, podemos representar a nuestras respectivas generaciones, porque no está bien llevar la consorte a un viaje en el que se trata de visitar un panteón.
La emperatriz madre había resuelto llevar consigo a Jazmín para que la sirviese. De esa forma no sería difícil encontrar ocasión para hacer que Jazmín visitase la tienda del emperador.
Éste meditó, apoyándose un dedo en el labio inferior.
—¿Cuándo quieres que vayamos? —preguntó.
—De hoy en un mes —repuso la madre—. Entonces te encontrarás solo como ahora, y aprovecháremos la ocasión de que estés sin compañía de la consorte. Haremos solos el viaje y ella te acogerá con más alegría cuando regreses.
El emperador se preguntó cómo había cambiado tanto su madre, puesto que hablaba así de Alute. ¿Qué razones tendría para ello? La verdad era que, aunque cruel en ciertos momentos, se mostraba con él afable y amorosa. El joven monarca había pasado su vida oscilando entre aquellas dos facetas de la personalidad de su madre. Terminó por asentir:
—Iremos. Al fin y al cabo es un deber visitar esas tumbas.
—¿Qué otra cosa se podía esperar de ti? —comentó ella.
Se sentía muy complacida de la inteligencia que había demostrado.
Todo resultó como lo planeara. Una noche, muy lejos de las murallas de Pequín, a la sombra de los sepulcros de los antepasados el emperador envió un eunuco para llamar a Jazmín y conducirla a su tienda. El joven había pasado la jornada adorando las tumbas, siempre con su madre al lado, instruyéndole y aconsejándole cuándo debía arrodillarse y cuándo orar. El día había empezado soleado, pero por la tarde se desencadenó una tormenta que después se convirtió en una lluvia continua, que persistió toda la noche. Bajo la lona de su tienda el emperador permanecía desvelado y se sentía muy solitario. No le parecía adecuado mandar al eunuco que tocara el violín o cantase, porque aquellos días exigía luto y respeto en honor de los ocho emperadores que yacían en las tumbas del panteón. Escuchaba la lluvia, pensaba en los muertos y decíase que él era el noveno que había de yacer entre aquellas seculares paredes. Tales pensamientos le infundieron una tremenda melancolía. Acometiole el terror de morir prematuramente, en plena juventud, sin haber gozado de la vida. Sintió escalofríos y temblores y anheló la presencia de su joven esposa, que tan lejos estaba. Habíala prometido serle fiel y esto le había impedido hasta entonces llamar a ninguna concubina a su cámara regia. Pero no había hecho promesa alguna respecto a aquellos días de visita al imperial panteón, porque ni él ni Alute sabían que la emperatriz madre iba a llevar, como compañera, a Jazmín. La madre del emperador no le había dicho nada. Tampoco en todo el día dio él signo alguno de que hubiese visto a la joven, aunque, en efecto, había notado su presencia aquella noche mientras, en la tienda de su madre cenaba copiosamente después del ayuno ritual. Y a la sazón pensaba en la muchacha y no lograba alejar de la mente su pensamiento. Al eunuco sólo le confió que tenía frío.
—Me siento helado hasta la médula de los huesos —dijo—. Jamás he sentido un frío como ahora.
El eunuco, como los demás del emperador, había sido sobornado por Li Lien-ying y, en consecuencia, manifestó:
—Señor, ¿por qué no hacéis llamar a la primera concubina?
El emperador fingió sentirse poco atraído por aquella idea.
—¿Aquí, a la sombra de los sepulcros de mis antepasados?
El eunuco insistió:
—Tened en cuenta majestad, que se trata de una concubina. Una concubina y nada son una misma cosa.
El emperador convino, fingiendo sentir pocos deseos:
—Bien, bien…
Quedó solo muy tembloroso, mientras el eunuco corría desafiando la húmeda oscuridad de la noche.
La lluvia tamboreaba sobre la embreada lona de la tienda. A poco rato el emperador divisó los resplandores de una linterna y las cortinas de acceso se abrieron suavemente.
Jazmín apareció en el umbral. La protegía de la lluvia un manto de seda impermeabilizada. El agua le había desordenado el fino cabello, haciéndolo pender sobre su rostro en mojadas crenchas. Gotas de agua brillaban también en sus mejillas y sus pestañas. Refulgían, como luces rojas, sus pómulos y sus labios.
El emperador murmuró:
—Te he mandado llamar porque tengo frío.
—Pues aquí estoy, señor —dijo ella.
Se quitó el manto de seda impermeable y luego sé despojó lentamente de sus ropas.
En su tienda la emperatriz madre permanecía despierta en las tinieblas y escuchaba el constante golpeteo de la lluvia. Aquel sonido mitigaba sus inquietudes, llenando de paz su corazón y su mente. El eunuco le había contado su estratagema, siendo recompensado con una onza de oro.
No era necesario hacer más. Alute y Jazmín emprenderían la guerra del amor y ella, que conocía a su hijo, no ignoraba que sería vencedora Jazmín.
Pasó el verano. La emperatriz madre suspiraba, quejándose que cada vez envejecía más y asegurando que cuando estuviese construido el Palacio de Verano se retiraría para pasar en él el resto de su existencia. Insistía en que tenía los huesos doloridos, en que se le estaba echando a perder la dentadura y en que algunas mañanas no podía levantarse del lecho. Las damas de honor no sabían que pensar de aquella enfermedad y anticipada vejez, ya que la verdad era que la emperatriz, lejos de acercarse a la ancianidad, parecía cada vez más joven y fuerte. Cuando yacía acostada, lamentándose de sus jaquecas, resultaba tan bella y juvenil, brillaban tanto sus ojos y se le veía un cutis tan transparente, que las damas se miraban unas a otras y se preguntaban, sin hablar, qué proyectos se fraguaban dentro de aquel privilegiado cerebro. La emperatriz madre no había comido nunca tanto ni con tanto apetito, y no sólo las refacciones corrientes, sino gran profusión de golosinas entre horas. Si se movía, no lo efectuaba con pasos inseguros y lentos, sino con gracia y agilidad.
Pero repetía que no se hallaba bien cuando Jung Lu iba a pedirle audiencia. Lo mismo hizo un día que quien se la pidió con mucho apremio fue el príncipe Kung.
Se limitó a llamar al eunuco mayor para preguntarle:
—¿Qué desea ahora de mi ese tirano de príncipe?
Li Lien-ying sonrió. Sabía bien que la enfermedad de su señora era un pretexto para disimular algún propósito que él desconocía, pero que requería alguna espera.
—Majestad —exclamó—, el príncipe Kung está muy conturbado por la presente conducta del emperador.
Ella que conocía muy bien lo que pasaba, preguntó:
—¿Y qué conducta es ésa?
El jefe de eunucos respondió:
—Majestad, todos opinan que el emperador está cambiado. Pasa los días jugando y durmiendo. Y por las noches recorre las calles de la ciudad, vestido de hombre común y acompañado por dos eunucos y la primera concubina.
La emperatriz madre dio muestras de horror.
—¿La primera concubina? ¡No puede ser!
Quiso incorporarse sobre la almohada, más dejose caer hacia atrás y cerró los ojos exhalando un gemido.
—Me siento mal… Muy mal. Di al príncipe Kung que estas noticias me hacen sentirme al borde de la muerte y agrégale que no es dable hacer nada. Mi hijo es ahora el emperador y sólo pueden aconsejarle los príncipes. A mí no me atendería. En todo caso se puede disponer del Gran Gabinete de Censores. ¿Por qué no le aconsejan ellos?
Y no concedió audiencia al príncipe Kung.
El príncipe tomó aquellas palabras como una orden y así decidió afrontar a solas a su sobrino y reprocharle su comportamiento. Pero sus palabras sólo consiguieron despertar las iras de su imperial pariente. Como resultado de semejante gestión, el décimo día del noveno mes solar de aquel mismo año, el emperador expidió un decreto, firmado con su nombre y avalado con el sello imperial, declarando que el príncipe Kung y su hijo Ts’al Ch’ing quedaban desposeídos de todos sus cargos. Así se castigó al príncipe Kung por haber usado un lenguaje indebido ante el Trono del Dragón.
Esto enfureció a la emperatriz madre quien al día siguiente emitió un contraedicto, firmado por ella misma y por Sakota como corregente. En aquel decreto se disponía que se devolviese al príncipe Kung y a su hijo todos los cargos y honores de que habían sido privados. La emperatriz madre expidió tal decreto por propia iniciativa, sabiendo que la débil emperatriz viuda no protestaría ni siquiera de que tomaran su nombre y su firma. Y tal era la importancia de la posición de la emperatriz madre, que nadie osó discutir ni descartar el edicto, con cuya prueba de firmeza adelantó mucho más hacia el poder, al mostrar aquel claro deseo de favorecer al príncipe Kung, que pertenecía a la generación anterior al joven emperador y era por lo tanto muy respetado por todos.
Antes de que el emperador pudiese decidir lo que debía hacer, cayó enfermo de unas viruelas negras contraídas en el curso de una de sus expediciones de placer por la ciudad. En el curso del décimo mes del año, después de muchos días de continuada fiebre, en cuyo curso la piel se le cubrió de pústulas, el emperador pareció a punto de muerte. La emperatriz madre acudía con frecuencia a la cabecera de su lecho, ya que de niña había contraído las viruelas también, las cuales la dejaron inmune a la enfermedad y sin una sola señal en su liso e impecable cutis. Obraba en todo como una madre y lo hacía sinceramente, sintiéndose poseída de un singular disgusto que le oprimía el corazón. Hubiera querido sentir un disgusto igual al corriente a las demás madres, porque le constaba que en esa clase de congoja hubiera hallado un secreto alivio. Pero, así como no había podido ser esposa a secas, tampoco podía ser madre. Su destino gravitaba sobre ella abrumadoramente.
El vigesimocuarto día del mismo mes el emperador mejoró. Cedió la fiebre y la torturada piel del enfermo se tornó mejorada y fresca. La emperatriz madre dio un decreto anunciando al pueblo que podía considerar renovadas sus esperanzas. El mismo día también el emperador hizo llamar a la consorte, que hasta entonces había permanecido recluida en su cámara, porque se hallaba encinta. Mas, puesto que ya la piel del emperador se encontraba limpia, el médico declaró que no había riesgo en que la joven entrase en el dormitorio imperial. Alute lo hizo así, porque tantas semanas de aislamiento la tenían desolada.
Había pasado los días orando en el templo, por las noches no conciliaba el sueño y en ningún momento probaba bocado. Cuando entró en la alcoba regia se hallaba pálida y delgada. Su delicada hermosura, que dependía en gran manera de sus sentimientos y su salud, se había disipado por el momento y, en su impaciencia por ver pronto a su esposo, ni siquiera se había cambiado de ropa y llevaba unas vestiduras grises que le sentaban muy mal. Entró muy presurosa, con el ansia de abrazar al emperador, pero en el umbral se detuvo en seco. Junto al vasto lecho donde yacía su egregio enamorado permanecía sentada la emperatriz madre.
Alute se llevó las manos al corazón y murmuró:
—¡Ah!
La emperatriz madre preguntó acremente:
—¿A qué viene esa exclamación? ¿No ves que mi hijo está mucho mejor? Si hay que lamentarse por alguien es por ti, que te has puesto pálida y amarilla como una vieja. Eso me parece muy mal en quien está preparándose a poner un hijo en el mundo. Te juro que me siento incomodada contigo.
—Te ruego que no la molestes, madre —rogó el emperador con tono suplicante.
Pero Alute no pudo contener el impulso de su ira. Después de tantos días de espera y ansiedad, su habitual paciencia se desbordó de sus cauces. En realidad, no era paciente en exceso, porque tenía una naturaleza fuerte, una mente clara y disciplinada y un sentido de la verdad de esos que producen muchas dificultades en la vida corriente.
Irguiendo su esbelta figura en el quicio de la puerta, Alute respondió, pues:
—Deja que me diga lo que quiera. No pido favor alguno a la emperatriz madre. No te importe, señor, que descargue su ira conmigo, ya que va a descargarla de todos modos.
Al hablar brotaban de sus finos labios las palabras con toda claridad y energía.
La emperatriz madre se precipitó hacia la infortunada muchacha con las manos levantadas. Cuando hubo llegado lo bastante cerca de ella, abofeteó sus mejillas repetidas veces, hasta que las escudillas de metal precioso que protegían sus uñas se llenaron de sangre.
El emperador, decaído y desesperado, comenzó a sollozar en su lecho y dijo con voz llorosa:
—Dejadme morir de una vez. ¿Para qué quiero vivir cuando me encuentro preso entre vosotras, como un ratón entre dos ruedas de molino?
Volvió la cara a la pared, sin poder contener su llanto. Y no lo contuvo ni aun cuando ambas mujeres corrieron a su lado, mientras los eunucos de servicio entraban en el dormitorio.
La emperatriz madre hizo llamar a los médicos de la Corte, pero nadie pudo reprimir los sollozos del emperador. Al fin acabó perdiendo la conciencia de sí mismo y ya no sabía ni por qué lloraba. Sólo le constaba que no podía dejar de llorar. De pronto le acometió una debilidad extrema y se le paralizó el pulso.
El médico principal de Palacio hizo una reverencia a la emperatriz madre, que se había sentado junto a la cabecera del lecho en un sitial bellamente esculpido.
—Majestad —dijo con tristeza—, temo que no haya pericia humana capaz de prestar servicio en este caso. La enfermedad ha sellado el destino del Hijo del Cielo y no conocemos los medios de evitar que nuestro soberano parta. Nosotros, los médicos de la Corte, temíamos un desenlace semejante, porque el noveno día del décimo mes solar, es decir, hace dos días, llegaron a nuestra ciudad dos extranjeros de nacionalidad americana y con su llegada coincidieron varios hechos notables. Llevaban consigo un enorme instrumento dotado de un enorme y largo tubo, con el que apuntaron al cielo y a través del cual miraron, después de fijar en tierra su soporte. En aquel mismo momento majestad, la estrella de la tarde se volvió radiante y clara, y en su brillante superficie distinguimos un punto negro poco más denso que una sombra. En vista de eso hicimos partir a los extranjeros, pero era demasiado tarde. Su malévola magia había obrado ya sobre la estrella y los médicos de la Corte nos miramos unos a otros, advirtiendo que el temor inundaba nuestros corazones. En aquel momento conocimos lo que hoy ha venido a acontecer.
La emperatriz madre, al oír aquello, gritó que no podía ser verdad. Llamó en el acto a Li Lien-ying y le ordenó a voces que le dijese si lo que le contaban era cierto. El eunuco mayor se arrodilló y golpeó la frente contra el suelo, pero no pudo hacer más que confirmar lo que decía el médico mayor de Palacio.
Así terminó la breve vida del emperador. Cuando cesó de alentar y su carne se tornó fría, la emperatriz hizo salir a todos incluyendo a los príncipes y ministros, que habían acudido a testimoniar el fallecimiento, así como a los eunucos, la gente de servicio y hasta la misma Alute.
La emperatriz madre dijo a la joven viuda:
—Vete y déjame con mi hijo.
La mirada que dirigió a la consorte no era cruel, sino glacial y desolada, como si su dolor de madre fuese mucho mayor que el de esposa.
¿Qué podía hacer Alute más que obedecer? La madre del difunto era ahora su soberana.
Cuando todos hubieron salido, la emperatriz se sentó junto al lecho de su hijo y meditó acerca de la muerte y la corta vida de aquel muchacho. Todavía no lloraba, porque su dolor no había llegado al límite. Pensaba ante todo en sí misma y en que al fin volvía a ejercer el poder supremo. Estaba sola en la tierra y era algo más que una mujer, ya que ocupaba una altura inaccesible a cualquier otro ser humano.
Sentíase muy sola. Contempló el rostro del hijo que había llevado en su seno y que era un rostro hermoso, sereno y orgulloso ahora que había dejado de existir. Las facciones de su hijo parecían haberse tornado otra vez juveniles, y ella poco a poco iba reconstruyendo retrospectivamente sus rasgos, hasta que le vio convertido en aquel niño pequeño a quien había adorado. Las lágrimas brotaron, ardorosas, de sus ojos. Y su corazón, no conmovido hasta aquel momento, tornábase tembloroso y blando, como cualquier corazón de un ser común. Sollozó. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y caían sobre la colcha de raso. Tomó la mano del muerto entre las suyas, la acarició y se la acercó al rostro, como cuando él era niño. Del fondo del alma le brotaban extrañas palabras que parecían desgarrarle los tejidos como si fueran sangrantes heridas.
—Niño mío —sollozó—, hubiera debido comprarte aquel trenecito, aquel tren extranjero, aquel juguete que tanto anhelabas y que nunca tuviste.
Su disgusto se centró súbitamente y sin razón, en el juguete que negó años atrás al malogrado joven. Había dejado de ser otra cosa que una madre que acaba de perder a su hijo.
De noche, muy de noche, porque ella no sabía qué hora podía ser, abriose la puerta y entró un hombre. Ella, inclinada sobre el lecho, llorando silenciosamente, ni se dio cuenta. Impensadamente notó que la asían por los hombros y se volvió en el acto. La faz del recién llegado la miraba intensamente. Ella cuchicheó:
—Tú…
Jung Lu dijo:
—Yo. He pasado tres horas al otro lado de la puerta. ¿A qué esperas? Los clanes andan muy revueltos y desean nombrar un heredero antes de que se divulgue que el emperador ha muerto.
Añadió:
—Tú debes actuar primero que nadie.
Inmediatamente ella dominó la angustia de su corazón. Estaba resuelta a poner en práctica el plan que había ideado hacía tiempo.
—Mi hermana tiene un hijo de tres años. Deseo que él sea el heredero del Trono. Su padre es el séptimo hermano de mi difunto marido.
Los negros ojos de los dos se encontraron. Ella estaba mortalmente pálida, pero mantenía su expresión indómita y apretaba los labios con firmeza.
Jung Lu habló con voz extraña y preocupada.
—Esta noche tienes una belleza amedrentadora. El peligro te hermosea. No sé qué magia hay en ti…
Ella, oyéndole, alzó la cabeza, abrió los tristes labios y la expresión trágica de sus ojos se convirtió en dulcísima.
—Sigue hablándome, amor…
Jung Lu movió la cabeza y tomó la mano de su prima. Los dos juntos, con las manos enlazadas, contemplaron el lecho donde dormía su sueño postrero el emperador difunto. Ella notó que la mano y todo el cuerpo de su pariente temblaba y se volvió a él.
—Amor mío —murmuró—, es hijo nuestro…
Jung Lu atajó:
—Calla; no hablemos una palabra de lo pasado. Los muros de los palacios tienen oídos.
—Sí, no podemos hablar ni hablaremos nunca.
Tras un momento de silencio se soltaron las manos y él retrocedió, e hizo una reverencia antes de llegar a la puerta. Volvía a ser el súbdito y ella la emperatriz.
Jung Lu dijo en voz muy baja para evitar que nadie los oyese:
—Vete majestad, a buscar ese niño. Previendo este momento he enviado aviso al virrey Li Hung-chang. Los ejércitos están ya junto a las puertas de la ciudad, pero nadie lo sabe. Las patas de los caballos de las fuerzas vienen cubiertas con trapos y los soldados llevan trozos de madera metidos en la boca para que no se les escapen palabras indiscretas. Al amanecer debes tener aquí a tu sobrino, mientras tus leales soldados atraviesan las calles de la ciudad. ¿Quién se atreverá entonces a disputarte tu imperio?
Los corazones fuertes se entienden con los que son fuertes también, y además aquellas dos personas estaban unidas por mutuo amor. Se separaron, de acuerdo sobre el propósito que los aliaba.
En cuanto Jung Lu se fue, la emperatriz salió de la cámara mortuoria.
Pasada la puerta encontró a Li Lien-ying, que la esperaba y que la siguió, con otros eunucos secundarios y con las damas que le eran fieles. Nadie preguntó como Jung Lu había entrado en la ciudad a horas en que estaba vedado el paso a todos los hombres. En la turbulenta noche nadie ansiaba saber nada de nada.
La emperatriz se aplicó rápidamente a ejecutar su voluntad. Mandó al eunuco mayor:
—Haz traer aquí mi palanquín y di a los portadores se envuelvan los pies en trozos de tela. Impide que nadie hable, ni siquiera cuchichee con otra persona.
A los pocos minutos se envolvió en un manto y, sin hablar palabra a su camarera ni a las azafatas, pasó ante todas y entró en su palanquín, cuyas cortinas fueron corridas sin pérdida de tiempo. Habíase abierto una puerta secreta de la parte posterior del palacio y el jefe de eunucos condujo el grupo por calles oscuras y solitarias. La nieve había caído durante todo el día y formaba una profunda alfombra sobre los guijarros, ahogando el rumor de las pisadas. Al lado del palanquín corría en silencio la delgada y gigantesca figura del eunuco mayor, entre los copos de nieve.
Así llegaron al palacio del príncipe Ch’un. Los portadores pusieron en tierra el palanquín y el eunuco mayor llamó a la verja. Y, en cuanto la abrieron, puso la mano en la boca del portero y penetró sin explicaciones. Le seguía la emperatriz madre. Los dos cruzaron numerosos patios hasta llegar a la casa, en la que todos dormían, excepto el vigilante de noche. Éste, amedrentado al ver a la emperatriz entró y despertó al príncipe y a su esposa. Aparecieron los dos, vestidos a toda prisa y con expresión de susto en los rostros. Inmediatamente se inclinaron ante ella, haciéndole la venia.
La emperatriz madre dijo:
—Hermana, no puedo explicarte nada, sino que mi hijo ha muerto y que necesito el tuyo para hacerlo heredero del trono.
El príncipe Ch’un gritó:
—¡Te luego, majestad, que libres a mi hijo de semejante destino!
La emperatriz madre opuso:
—¿Cómo puedes hablar así? ¿Qué destino hay más grande que el de emperador?
El príncipe Ch’un aclaró:
—Me veja mucho pensar que yo, padre, he de inclinarme y arrodillarme ante mi hijo. Por mi culpa se confundirán las generaciones y el cielo enviará un castigo sobre mi casa.
Rompió a llorar y golpeó el suelo tan vehementemente con la cabeza, que se hizo una herida en la frente. Brotó la sangre y él cayó desvanecido.
Pero la emperatriz madre no estaba dispuesta a detenerse por él ni por ningún hombre. Empujó a su hermana, corrió al cuarto del niño, lo tomó en sus brazos y le sacó envuelto en las mantas de su cuna. El pequeño gimió en sueños, pero no despertó, y la emperatriz se dispuso a salir con él.
Su hermana corrió tras ella y la asió por una de sus flotantes mangas.
—El niño —dijo— llorará si despierta en una habitación extraña. Permíteme que pueda estar a su lado durante los primeros días.
—Sígueme —dijo la emperatriz madre—. Pero no me entretengas. Necesito tenerle en palacio antes que amanezca.
Y así lo hizo. Transcurrió la noche. Cuando salió el sol y los sacerdotes comenzaron a convocar a las plegarias matinales golpeando sus batintines, los heraldos de la Corte salieron a la calle para anunciar la muerte del emperador Mu Tsung, que era el nombre dinástico del monarca fallecido. Inmediatamente pregonaron la exaltación de un nuevo emperador al Trono del Dragón.
El soberano niño se despertó de zozobra, en su nueva habitación. Su madre le tenía continuamente en brazos, pero ni ella misma lograba aquietarle. Cada vez que el pequeño alzaba el rostro y veía los dragones dorados y esculpidos que rampaban en las altas vigas del techo, lanzaba redoblados gritos de temor y no había manera de acallarle ni de impedirle que volviese a mirar hacia arriba.
Al cabo de dos días, su madre envió un eunuco a la emperatriz, asegurándole que, a fuerza de llorar, el niño había acabado por ponerse enfermo.
—Déjale que llore —contestó la emperatriz madre.
Se hallaba en su biblioteca trabajando en los planos de su palacio y ni siquiera volvió la cabeza para contestar al eunuco.
Agregó:
—Ha de enseñársele a saber que no conseguirá nada con llorar, por muy emperador que sea.
Sin levantar la cabeza siguió trabajando hasta que la luz de aquel día nevoso se extinguió en el cielo. Cuando ya no veía bien, la soberana dejó el pincel y comenzó a meditar. Después llamó a uno de los eunucos de guardia.
—Vete a llamar a la consorte —ordenó—. Y dile que venga sola.
El eunuco salió corriendo, para probar su celo.
A los pocos minutos Alute llegó con él e hizo la debida reverencia a la emperatriz madre. Ésta despidió al eunuco y mandó a la joven que se levantase y se sentara a su lado, en un labrado escabel. Contempló la gentil figura vestida de blanca estameña de luto.
La emperatriz madre dijo al fin:
—No has comido hoy.
Alute dijo:
—Venerable antecesora, no puedo pasar bocado.
—Nada te queda en la vida —expresó la emperatriz madre.
—Nada, Venerable antecesora —asintió Alute.
La emperatriz madre continuó:
—En ese caso, yo seguiría el camino de mi marido.
Alute levantó la inclinada cabeza y miró el bello y severo rostro de la dama, sentada en un butacón que parecía un trono. Se levantó lentamente, permaneció en pie un momento y otra vez se puso de rodillas.
—Os ruego que me permitáis morir —murmuró.
—Te autorizo a ello —repuso la emperatriz madre.
Las dos cruzaron una larga mirada. Después Alute se levantó y se dirigió a la abierta puerta. El eunuco cerró la puerta tras la que la joven parecía una mera sombra, juvenil y triste. La emperatriz madre permanecía inmóvil como si fuera de mármol.
Dio una palmada para llamar al eunuco.
—Enciende todas las lámparas, que tengo mucho que hacer.
Y empuñó el pincel de nuevo.
El anochecer se convertía en oscuridad completa. Ella mojó el pincel en los colores que tenía preparados y siguió completando sus planes arquitectónicos. Al fin, dejando a un lado el pincel, contempló el largo rollo en que anotaba sus ideas y trazaba líneas. Los soñados palacios se levantaban en torno a un ancho lago, con floridos jardines entre uno y otro. Alimentaban el lago arroyos cruzados por puentes marmóreos. La emperatriz madre sonrió ante la bella pintura que acababa de rematar y volvió a tomar el pincel, mojado en los botes que contenían los colores más brillantes. Como detrás de los palacios, en la ladera de una montaña dibujó una pagoda alta y grácil, con techos de oro y muros de porcelana azul celeste.
A medianoche el eunuco mayor tosió a su puerta. Ella se levantó del lecho y avanzó silenciosamente para abrirle. Li Lien-ying dijo:
—Alute ya no existe.
La emperatriz madre preguntó:
—¿Cómo ha muerto?
—Ingiriendo opio —dijo él.
Los dos cambiaron una larga mirada de secreta comprensión.
—Celebro que haya muerto sin padecer —comentó la emperatriz madre.