II

TZU HSI

Durante el primer mes, según antigua tradición, el hijo era suyo. Ni siquiera en brazos de una nodriza podía salir del palacio de su madre. Yehonala pasaba las horas del día y de la noche en sus habitaciones, que miraban al patio, embellecido por flores de peonía. Aquél era un mes de placer y contento, un mes en que, adulada como favorita del emperador, la joven llevó el nombre de Afortunada Madre. Todos acudían a mirar al niño y admiraban su mucha estatura, su buen color, su lindo rostro y la fortaleza de sus manos y pies.

Sí, todos fueron, excepto Sakota, único punto que faltó a la alegría de la madre. La consorte debió ser la primera en ver al niño y reconocerle como heredero del Trono, pero no lo hizo. Envió excusas diciendo que el mes de su propio nacimiento era, según las estrellas, adverso al mes del nacimiento del niño. ¿Cómo osaría entrar en el palacio donde el pequeño se albergaba?

Yehonala oyó tal excusa sin una réplica. Ocultó su enojo en su corazón y allí fue desarrollándose durante los restantes días del mes del nacimiento. Pero tres antes de que terminase, envió al eunuco Li Lien-ying con este mensaje para Sakota:

En vista de que tú, prima, no vienes a visitarme, he de acudir yo a ti para pedir que favorezcas y protejas a mi hijo, que nos pertenece a ambas, según la ley y la tradición.

Era cierto que la consorte debía proteger al heredero como si fuese su propio hijo. Aquél era su deber. Pero Yehonala temía que alguna envidia secreta o rumor maligno, fomentado por eunucos y competencias de príncipes, hubiese echado raíces en el sencillo corazón de Sakota. Semejantes querellas infestaban la Ciudad Prohibida y, cuando los cortesanos dé menos monta se hacían la guerra entre sí, procuraban dividir a los que estaban por encima de ellos para hacerles tomar también parte en la interminable lucha por el poder. Más Yehonala, por interés de su hijo, determinó no dejar que Sakota se apartase de ella. La obligaría a aliarse de grado o por imposición. Por lo tanto, un día se dispuso a salir de su palacio privado para ir al de Sakota. Entretanto tomó toda clase de medidas para garantizar la seguridad del niño. Encargó a Li Lien-ying que comprase al mejor platero de la ciudad una cadena de pequeños y fuertes eslabones de oro y puso la cadena al cuello de su hijo, enlazando los dos extremos con un candado de oro. La llave del candado colgaba de una fina cadenilla de oro también, alrededor del cuello de la madre, en contacto con su carne. Yehonala no se la quitaba ni de día ni de noche.

Aunque así su hijo quedaba simbólicamente encadenado a la tierra, ello no era bastante. Había que ofrecer el niño, como hijo simbólicamente adoptado, a otras poderosas familias del clan de su madre. Pero ¿qué tenía ella?

Meditó y acabó formando un plan. Pidió a los respectivos jefes de cada una de las cien familias más poderosas del imperio una tira de finísima seda. Cuando tuvo en su poder lo pedido, mandó a los sastres de, palacio que le cortasen un retazo de cada tira, y con los cien distintos trozos confeccionó un vestido para su hijo. Así el niño era miembro simbólicamente, de cien familias de las más poderosas y nobles y bajo esta protección los dioses malignos temerían dañarles. Sabido es de sobra que los dioses se sienten celosos de los niños varones nacidos en mujeres humanas, y les envían enfermedades y accidentes para que mueran antes de llegar a la edad viril y sean como los dioses mismos.

El tercer día, pues, antes de terminar el mes del nacimiento, Yehonala fue al palacio de Sakota. Vestía una túnica nueva, de raso, de imperial color amarillo, bordada con rojas florecillas de granado, y una toca de seda negra orlada de perlas. Se había arreglado la cara untándosela primero con grasa de carnero, lavándosela después con agua perfumada y finalmente pintándosela y empolvándosela. Diose en las finas cejas una pincela de tinta oleosa. Se pintó la boca, siempre bonita, con un ligero color encarnado, y así sus labios denotaban la rebosante dulzura de su corazón. Llevaba en los dedos sortijas con engastes de piedras preciosas y preservaba sus largas y pulidas uñas con laminillas de fino oro batido, realzado por valiosas y menudas gemas. Pendían de sus orejas zarcillos de perlas y jade. Su toca y las altas suelas de sus zapatos la hacían parecer más alta de lo que era. Cuando se ataviaba con verdadero interés, hasta sus damas palmoteaban de entusiasmo, al ver su belleza.

Tomó en brazos a su hijo, que vestía de pies a cabeza, de raso escarlata bordado con diminutos dragones de oro. Madre e hijo se instalaron en un palanquín y fueron llevados al palacio de la consorte. Les seguían las damas de Yehonala y les precedían los eunucos que debían anunciar su llegada.

Cuando llegaron a donde iban, la favorita se apeó del palanquín y traspuso el umbral de la mansión. En la sala de recepción halló a Sakota, que, si siempre era pálida y macilenta, lo estaba más aún, porque no había vuelto a recobrar la salud desde el nacimiento de su hija. Tenía marchita la piel y sus pequeñas manos se habían encogido tanto que parecían las de un niño inválido.

Ante aquella menuda y tímida criatura, Yehonala se sintió hermosa y fuerte como un cedro joven.

—Vengo a verte, prima —empezó diciendo, después de cambiar saludos—, en nombre de nuestro hijo. Cierto que yo le he puesto al mundo, pero tus deberes hacia él, prima, son aún mayores que los míos propios, porque su padre es el Hijo del Cielo, que fue tu señor antes de serlo mío. Pido tu protección para nuestro hijo.

Sakota se medio levantó del sillón en que se sentaba y permaneció inclinada, sujetándose a los brazos del mueble.

—Siéntate, prima —dijo con su voz quejumbrosa de siempre—. Es la primera vez que sales de tus patios, desde un mes a esta parte. Siéntate y descansa.

Yehonala repuso:

—No me sentaré hasta que no me prometas lo que te pido.

Permanecía en pie mientras hablaba, mirando fijamente a Sakota. Procuraba con su fuerza de voluntad que sus pupilas se dilatasen, relampaguearan y pareciesen más negras de lo que eran.

—¿Por… por qué —tartamudeó— me hablas así? ¿No somos primas? ¿No es el emperador nuestro mutuo señor?

—Pido tu favor para nuestro hijo y no para mí —contestó Yehonala—. Yo no necesito ayuda de nadie. Pero quiero cerciorarme de que piensas estar al lado de mi hijo y no contra él.

Las dos mujeres sabían bien lo que la otra quería indicar. Yehonala quería dar a entender que en el seno de las discrepancias y continuas intrigas entre príncipes y eunucos, aspiraba a asegurarse de que Sakota no aceptaría la dirección de quienes se conjuraban contra el heredero del Trono del Dragón para poner a otro en su lugar. El silencio de Sakota demostraba que la consorte no ignoraba la existencia de tal intriga y que no quería prometer nada.

Yehonala dio un paso adelante, después de entregar el niño a una de sus damas, y dijo con voz suave, pero resuelta:

—Dame las manos, prima, y prométeme que no habrá nada que pueda dividirnos. Puesto que hemos de pasar la vida encerradas entre estas paredes, procuremos ser amigas y no enemigas.

Esperó. Sakota vacilaba y no se resolvía a tender las manos. Una expresión furiosa se pintó en los ojos de la favorita. Se inclinó repentinamente y aferró las menudas manos suaves de su prima, apretándolas de tal modo, que hizo asomar las lágrimas a los ojos de Sakota.

De niñas pasaba igual. Si Sakota ponía morritos y se rebelaba, Yehonala le cogía las manos con tal fuerza que le producía dolor.

—Pro… prometo —murmuró Sakota con débil voz.

—Prometo yo también —corroboró Yehonala firmemente.

Colocó las manos de Sakota sobre la seda que cubría su regazo después de asegurarse de que todas las damas presentes habían visto que las láminas de oro que protegían sus uñas habían marcado rojas líneas en las dos finas manos que Sakota juntaba, mientras lágrimas de dolor corrían por sus mejillas.

Yehonala no manifestó ni con una sola palabra su disgusto por lo que había hecho. Inclinose y rechazó con un ademán la taza de té que le ofrecía una dama de Sakota.

—No puedo quedarme, prima —dijo con su bien timbrada voz de costumbre—. Vine para recabar esta promesa y ya la tengo. La comparto mientras mi vida dure, siempre que mi hijo viva. No olvidaré que también yo he prometido.

Con insuperable orgullo aquella soberbia mujer pasó una mirada circular que abarcó a cuantos se hallaban en la estancia. Luego se volvió y con un floreo de su amarilla saya tomó a su hijo en brazos y salió.

Por la noche, después de haber hecho alimentar a su hijo y de verle dormido en brazos de su niñera, llamó a Li Lien-ying. Éste, que nunca se alejaba mucho de ella, acudió en seguida. Yehonala le envió a buscar al eunuco mayor, An Teh-hai.

—Dile que quiero consultarle acerca de una cosa que me preocupa —explicó.

Li Lien-ying volvió con el jefe de eunucos al cabo de un par de horas.

An Teh-hai excusó su tardanza con estas palabras:

—Perdona mi retraso, señora, pero estaba en la cámara del emperador, recibiendo sus órdenes.

—Estás perdonado —repuso Yehonala.

Señaló con el dedo una silla al recién llegado y ella ocupó su sillón, que parecía un trono, junto a la larga mesa esculpida que se apoyaba en el tabique interior de la estancia. Ya había despedido a sus damas y sólo su sirvienta de confianza y Li Lien-ying estaban a su lado.

Li Lien-ying fingió querer retirarse, mas ella le hizo seña de que permaneciese, y manifestó:

—Lo que tengo que hablar os afecta a los dos, porque quiero consideraros como mi mano izquierda y mi mano derecha.

Y procedió a decir que quería informarse bien de las intrigas de que tenía noticias a través de sus damas.

Concluyó preguntando al eunuco jefe:

—¿Es eso verdad? ¿Hay quienes conspiran para arrebatar el Trono a mi hijo si…?

Se interrumpió, porque nadie podía hablar del emperador asociando con él el vocablo «muerte».

El eunuco mayor asintió con un movimiento de su recia cabeza.

—Es verdad, señora.

—Explícate.

El eunuco mayor obedeció.

—Has de saber, Venerable, que ningún miembro de los principales clanes cree que el emperador puede engendrar un segundo hijo. Cuando la consorte tuvo una niña enfermiza, varios de los príncipes, alentados por ese hecho, se conjuraron para robar el Gran Sello Imperial en cuanto el emperador partiese hacia las Fuentes Amarillas.

Volvió de un lado a otro la cabeza.

—Lo lamentable es que no podemos esperar un largo reinado. Aunque el emperador es joven, la difunta emperatriz viuda le mimaba demasiado. De niño le alimentaba de dulces y cuando notaba que su hijo sentía dolores de vientre le hacía tomar opio para calmarlos. A los doce años ya estaba corrompido por los eunucos y a los dieciséis extenuado por las mujeres. Excusa que te hable con franqueza.

Calló el eunuco mayor. Apoyó sobre las rodillas sus manos cuidadas y grandes y habló en voz tan baja que Yehonala hubo de inclinarse para poder oírle.

—En puridad y prudencia —opinó el primer eunuco, con una expresión solemne en su ancho rostro— procede que hagamos recuento de nuestros amigos y enemigos.

Yehonala escuchaba sin moverse. Lo que más contribuía a hacer de ella una figura imperial era la facilidad con que pasaba horas enteras inmóvil en un asiento, erecta y con toda naturalidad. Miró a su interlocutor sin el menor indicio de sentirse temerosa.

—¿Quiénes son nuestros enemigos? —inquirió.

El eunuco mayor cuchicheó:

—En primer lugar, el gran consejero, Su Shun.

Yehonala exclamó:

—¡Y yo que he tomado a su hija como mi dama de honor favorita!

—Pues es adversario nuestro —afirmó An Teh-hai con gravedad—. Y también el propio sobrino del emperador. Me refiero al príncipe Yi, y no olvido al príncipe Cheng. Esos tres, Venerable, son nuestros principales enemigos, sobre todo desde que nos has dado un heredero.

Ella bajó la cabeza. El peligro era tan grande como había imaginado. Los príncipes mencionados eran poderosos, tenían parentesco con el emperador y pertenecían al mismo clan. Y ella no pasaba de ser una mujer…

Alzó la cabeza con orgullo.

—¿Quiénes son nuestros amigos? —preguntó.

—Más que ninguno, Venerable, lo es el príncipe Kung, hermano menor del Hijo del Cielo —contestó el eunuco mayor, no sin un previo carraspeo.

—Si ése es mi amigo —repuso Yehonala—, él solo vale por todos los otros.

Era muy joven aún y le bastaba cualquier cosa para contraer esperanzas. La sangre afluyó a sus mejillas.

El jefe de eunucos declaró:

—En cuanto te vio, señora, dijo a un hombre de su clan, que estaba cerca y que luego me lo contó a mí, que eras una mujer tan inteligente y bella que traerías suerte al Trono del Dragón o lo destruirías.

Yehonala ponderó aquellas palabras en su reflexiva mente. Permaneció silenciosa durante buen espacio de tiempo. Al fin respiró profundamente y exhaló un largo suspiro.

—Para facilitar esa buena suerte necesito armas —aseveró.

—Muy cierto, Venerable —coincidió el eunuco mayor.

Luego calló y esperó.

—Vuelve junto al emperador —mandó Yehonala— y procura imbuirle la idea de que su hijo y heredero está en peligro y de que sólo él puede protegerle. También le imbuirás que debe elevar mi categoría e igualarla a la de la consorte. Hay que evitar que ella pueda tener autoridad sobre el heredero, porque esa autoridad tal vez será usada por los que aspiran al poder.

El jefe de los eunucos sonrió ante aquella prueba de perspicacia. Li Lien-ying rió, haciendo crujir, una tras otra, las junturas de las falanges de sus dedos, para mostrar su complacencia.

—Señora —dijo el eunuco mayor—, procúrate deslizar en el ánimo del emperador la idea de que te recompense al cumplirse el primer mes del nacimiento de su hijo. ¿Qué día ofrecerá mejores auspicios para ti?

—Ninguno.

Miró los negros ojuelos de su interlocutor, profundamente hundidos en sus órbitas, bajo su alta y tersa frente, y súbitamente sonrió. En su faz aparecieron dos lindos hoyuelos y sus grandes pupilas resplandecieron de alegría, astucia y triunfo.

El niño cumplió su primer mes de vida. Nació con luna llena y luna llena volvía a haber. Se habían vencido ciertos peligros iniciales, como la locura de los diez días, de la que tantos recién nacidos mueren antes de llegar a la semana y media; el riesgo de descomposición, que hace que los intestinos de los infantes parezcan convertirse en agua; los vómitos continuos; la tos, los catarros, la fiebre…

Al fin de aquel primer mes el heredero estaba rollizo y sano, mostraba una voluntad imperiosa y un apetito constante, que hacía a su nodriza tener que hallarse preparada continuamente para atender sus exigencias fuese de día o de noche. Yehonala había elegido personalmente aquella nodriza, una recia y joven campesina china, que acababa de tener su primer hijo, y por lo tanto, era adecuada para nutrir el regio vástago. Pero Yehonala no se alegró nada de que los médicos de la Corte hubieran de juzgar sana a la mujer. No, porque era ella quien debía examinar el cuerpo de la nodriza y gustar la dulzura de su leche, y oler su aliento para descubrir si había algún elemento de acidez en él. Ella misma prescribió la dieta de la mujer y atendió a que se le sirviesen únicamente las mejores y más alimenticias vituallas. Con una nodriza así, el príncipe se desarrollaría como el hijo de cualquier labriego.

Al cumplirse el primer mes lunar del nacimiento de su heredero, el emperador decretó que se celebrasen fiestas en toda la nación. En la Ciudad Prohibida se consagró el día entero a fiestas y músicas. El Hijo del Cielo envió al jefe de eunucos a preguntar a Yehonala qué placer deseaba que se le proporcionase aquel día tan fausto. Ella expresó en palabras el secreto anhelo que hacía tanto tiempo aspiraba a satisfacer.

—Hace mucho que no veo una buena representación teatral —oyó decir An Teh-hai—. No he asistido a ninguna desde que resido bajo estas techumbres doradas. A la emperatriz viuda no le agradaban los actores y no me atreví a pedir este favor mientras vivió. Además eran meses de luto. Pero ahora… ¿Querrá el Hijo del Cielo complacerme?

El eunuco mayor no pudo reprimir una sonrisa al ver la femenina faz, arrebolada y ardiente como la de una niña, con un fulgor de esperanza en los ojos.

—El Hijo del Cielo no te negará nada en estos momentos, señora —dijo.

Hizo un guiño y movió repetidamente la cabeza, como dando a entender que la favorita merecía mucha mayor recompensa que la de una función teatral. En seguida salió para cumplir el encargo.

Y así, en aquella fecha de festejos, Yehonala consiguió, mientras aguardaba la obtención del favor principal, alcanzar el menor de los que ansiaba: ver una comedia. También aspiraba a incrementar su rango. Ante todo había de celebrarse la ceremonia del ofrecimiento y aceptación de regalos. El emperador decidió consumar aquellos ritos en el salón del trono, lugar al que se llamaba Palacio del Insuperable Esplendor. Ya al alborear esperaban allí hombres llegados de todas partes del reino, y entre ellos circulaban eunucos encargados de atender los grandes faroles que oscilaban colgados de las vigas en que se veía pintados dragones imperiales de quíntuple zarpa. La luz de aquellos faroles, hechos de cuerno, hacía resaltar las túnicas de eunucos e invitados y realzaba los dorados reposteros y las joyas engarzadas en el Trono. Todos los colores y matices se acusaban a la vez: el carmesí y el púrpura profundo y fuerte, el escarlata y el brillante azul. Centelleaban la plata y el oro.

Todos esperaban, silenciosos, la llegada del Hijo del Cielo. Cuando apuntó la aurora en el horizonte apareció el cortejo imperial. Tremolaban las banderas a la brisa matutina y desfilaban los guardias imperiales con sus túnicas escarlatas. Seguían los príncipes y luego los eunucos, marchando lentamente de dos en dos. Los eunucos se ataviaban con ropones purpúreos y cinturones dorados. En el centro doce portadores conducían el palanquín del sagrado Dragón Amarillo, en el que se sentaba el Hijo del Cielo. En el Salón del Trono todos cayeron de rodillas, golpearon sus cabezas nueve veces contra el suelo y prorrumpieron en clamores de saludo.

—¡Diez mil años, diez mil años, diez mil años!

El emperador descendió de su palanquín y, con la mano derecha en el brazo de su hermano y la izquierda en el del Gran Consejero Su Shun, subió al trono dorado. Allí, sentado con la oportuna dignidad, las palmas de las manos sobre las rodillas, recibió por el oportuno orden a los príncipes y ministros que presentaban obsequios para el heredero imperial. Sus manos no tocaban aquellas dádivas, que llegaban en bandejas o grandes fuentes de plata sostenidas por portadores. El príncipe Kung leía la lista de dones su procedencia, mencionando provincias, puertos, ciudades y regiones agrícolas. El jefe de eunucos, An Teh-hai, provisto de un libro y pincel, registraba el nombre del obsequiante, la clase de su regalo y cuanto valía. Para que fuese generoso en sus estimaciones, los donantes solían previamente hacerle secretos sobornos en dinero y especie. Según el uso, detrás del trono se alzaba un biombo muy grande, de madera olorosa, con dragones de quíntuple zarpa en relieve. Más allá del biombo se sentaban Yehonala y la consorte, con sus respectivas damas.

Terminada la recepción de los dones, el emperador llamó a Yehonala para entregarle su recompensa. El eunuco mayor llevó la llamada y condujo a la favorita hasta el Trono del Dragón, al que ella se aproximó lentamente. Por un instante permaneció erguida, con la cabeza levantada, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Después, poco a poco, para prestar homenaje, se arrodilló, apoyó una mano sobre el embaldosado suelo, colocó la otra encima de la primera y puso la frente sobre las dos manos cruzadas.

El emperador esperó unos instantes después y tomó la palabra.

—Decreto en este día que la madre del heredero imperial arrodillada ante mí, sea elevada a la categoría de consorte, siendo igual en todos los sentidos a la consorte presente. Para evitar confusiones, la consorte actual será conocida por el nombre de Tzu An, emperatriz del Palacio Oriental, y la Madre afortunada será conocida por el nombre de Tzu Hsi, emperatriz del Palacio Occidental. Ésta es mi voluntad, que será declarada en todo el reino, para que sea conocida de todas las gentes del país.

Al oír aquellas palabras Yehonala sintió que su sangre se agolpaba, con jubilosa fuerza, a su cabeza. ¿Quién osaría causarle daño ahora? La mano del emperador la había elevado. Tres veces primero, tres veces más, y aún otras tres veces tocó su frente con las manos. Luego, incorporándose, permaneció en pie hasta que el jefe de eunucos extendió su brazo derecho. Apoyose en él y volvió a su lugar, tras el Biombo del Dragón. Y cuando se sentó, no volvió la cabeza para mirar a Sakota, ni Sakota habló palabra.

Mientras Yehonala estuvo de pie ante el Trono del Dragón, la vasta multitud que llenaba el salón de ceremonias guardó silencio. Excepto la del emperador, no sonaba una voz ni se movía una mano. Y, desde aquel día, a la que fue Orquídea no volvieron a llamarla Yehonala. Su nombre imperial era el de Tzu Hsi, que significaba la Madre Sagrada.

Aquella misma noche el emperador hizo llamar a Tzu Hsi. No lo efectuaba hacía tres meses, es decir, los dos anteriores al nacimiento del niño y el mes posterior. Pero ahora había llegado el tiempo. Tzu Hsi recibió con agrado la llamada, demostrativa de que seguía gozando del favor imperial, lo que le complacía, no tanto por ella como por su hijo. Demasiado bien sabía que, en aquel intervalo, el emperador había llamado a varias concubinas, cada una de las cuales esperaba sustituir a la favorita. Al fin vería si alguna lo había logrado. Alzose, pues, presurosa para seguir al jefe de eunucos, que la esperaba en la entrada de su palacio.

No obstante, resultaba duro abandonar al niño, cuyo lecho se hallaba al lado del de su madre. Desde antes de nacer se habían preparado para el heredero sus habitaciones personales, pero la madre no permitió que lo separasen de ella una sola noche. Ya preparada, perfumada, enjoyada y vestida de raso de suave color rosa no se decidía a separarse del niño que, satisfecho, dormía sobre su colchón de seda. Dos mujeres se habían sentado junto a él: una era la nodriza y otra la camarera de la nueva emperatriz.

Ésta les advirtió:

—No os separéis de él ni siquiera un instante. Si cuando yo vuelva, aunque sea al alba, tiene algún daño o llora, o tiene un solo punto rojo en la piel, haré que os azoten. Y si recibe algún daño grave, lo pagaréis con la cabeza.

Las dos mujeres quedaron pasmadas ante la fiera expresión de su señora. La nodriza experimentó un respetuoso temor, mientras la sirvienta se asombraba al ver cómo obraba la cortés jovencita a quien creía conocer tan bien.

Dijo con voz almibarada:

—Desde que la emperatriz del Palacio Occidental tiene un niño se ha convertido en un tigre. Sosegaos, Venerable, que nosotras le cuidaremos aun mejor de lo que nos recomendáis.

Tzu Hsi dio más órdenes.

—Li Lien-ying quedará fuera y ninguna de mis damas ha de dormir profundamente.

—Todo se hará —prometió la fámula.

Tzu Hsi no se decidía a marcharse. Se inclinó sobre el niño dormido y contempló su faz sonrosada, el pucherito de sus labios, blancos y rojos; los ojos, grandes y de abultados párpados; las orejitas, muy pegadas a la cabeza, largas y de prolongados lóbulos. Todo aquello eran señales de preclara inteligencia. ¿De quién habría el niño recibido su belleza? Seguramente la de ella no alcanzaba a tanta perfección. Su padre…

Dejó de pensar y tomó la mano derecha y luego la izquierda de su hijo. Con levé presión abrió los curvados deditos y olió las suaves palmas del nene, según suelen hacer las madres. ¡Qué tesoro poseía!

—¡Venerable!

Reconoció la voz de An Teh-hai, sonando en la sala contigua.

El jefe de los eunucos empezaba a impacientarse, no por él, sino por ella. Ella sabía que el eunuco era su aliado en la secreta guerra palatina y le convenía atenderle y portarse bien con él. Sólo se entretuvo lo suficiente para hacer otra cosa: sacar de su mesa de tocador un anillo de oro y un fino brazalete con perlas cultivadas. Dio el anillo a su camarera y el brazalete a la nodriza, para estimularlas más en el cumplimiento de su deber. Luego salió presurosa y encontró a Li Lien-ying, su eunuco, esperando con An Teh-hai. Sin pronunciar una palabra dio a su eunuco una pieza de oro. Él ya sabía lo que aquello significaba. En ausencia de su señora debía velar por la seguridad del niño.

Dentro de la pechera de su túnica llevaba también un envoltorio con oro para el jefe de eunucos, pero no pensaba dárselo hasta ver cómo la recibía el emperador. Si la noche transcurría bien, An Teh-hai obtendría el justo premio. Él, comprendiéndolo así, la condujo por los angostos y bien conocidos pasadizos al imperial corazón de la Ciudad Prohibida.

—Ven aquí —dijo el emperador.

Ella se había detenido en el umbral del vasto aposento, para que él pudiera verla en toda la magnificencia de su vigorosa hermosura.

Al oír la orden adelantó lentamente, ondulando, al andar con la gracia que ella sabía bien cómo poner en juego. No era humilde, pero fingía timidez y procedía con una mimosa dulzura que era medio real y medio fingida. Porque el poder de aquella mujer consistía en que llegaba casi a ser lo que fingía y se proponía que creyera que era; y esto en cualquier momento y en cualquier lugar. No engañaba, ya que entonces se engañaba a sí misma tanto como a la persona ante la que se presentaba.

Mientras se aproximaba al lecho imperial, ancho y largo como una habitación, con su nido dorado y sus amarillentas cortinas, sintió una repentina piedad. El hombre que la esperaba hallábase, sin duda, condenado a muerte. Era joven, pero había agotado sus fuerzas demasiado pronto.

Subió de prisa al estrado, olvidando su lentitud inicial en los últimos pasos que dio.

—¡Señor de los Cielos! —exclamó—. Mi soberano está enfermo y nadie me lo decía.

La luz de las grandes candelas colocadas en sus candelabros dorados hacían ver al emperador demacradísimo, con la amarilla piel tan unida a los finos huesos de su rostro y figura, que parecía un esqueleto viviente apoyado en las almohadas de seda amarilla, Sus manos, con las palmas hacia arriba, descansaban inmóviles sobre el suntuoso cubrecama. Ella se sentó en el lecho, extendió sus fuertes y cálidas manos y notó frías y secas las de él.

—¿Sientes dolores? —preguntó con ansiedad.

—Dolores no, pero estoy muy débil.

—Pero esta mano… —insistió, asiéndole la izquierda—. La noto diferente de la otra. Está más fría, más rígida…

Él repuso, como a su pesar:

—Hace tiempo que no puedo usarla lo mismo que antes.

Ella le levantó la manga y vio su brazo desnudo, delgado y amarillo como el marfil viejo, bajo las ropas de seda.

—¿Por qué no me habrán avisado? —gimió ella.

—Lo único que podían decirte —repuso él— es que advierto en este lado una frialdad que ya poco a poco en aumento.

La acercó la mano.

—Ven a mi lecho —mandó—. Ninguna me ha calentado. Sólo tú, sólo tú…

Tzu Hsi vio encenderse en los hundidos ojos del hombre la antigua y ardorosa luz y se dispuso a obedecer. Pero según las horas se acercaban a la medianoche y luego a la madrugada, la joven sintió una tristeza que no había conocido antes. Profundo, profundísimo era el mal que agotaba a aquel pobre hombre, emperador de un poderoso reino. El frío de la muerte había invadido su vida interna y ya no era un varón propiamente dicho. Toda ayuda era inútil. Cuando Tzu Hsi comprendió que incluso ella no podía remediar lo irremediable, se levantó del lecho, sentose junto a la almohada y tomó al hombre entre sus brazos como si fuera un niño, y él, como un niño, sollozó sobre su pecho, comprendiendo que lo que fuera su principal alegría había dejado de serlo para siempre. Aquel joven que no había llegado aún a su tercera década, tenía el cuerpo envejecido y debilitado por sus excesos. Había cedido a sus deseos demasiado pronto. Los eunucos los habían fomentado demasiado a menudo y con demasiada humildad habían los médicos de la corte reavivado su sangre con medicinas y hierbas. Estaba extenuado y sólo le quedaba esperar la muerte.

Aquella certidumbre abrumó a la mujer mientras intentaba consolar al hombre que la amaba. Quiso tranquilizarle con palabras gratas, y emanaba de ella tal serenidad y fuerza que logró persuadirle al fin.

—Estás fatigado —le dijo— y asediado por las preocupaciones. Sé que tenemos muchos enemigos y que los hombres de Occidente nos amenazan con sus hombres y sus barcos. Mientras yo vivía mi vida de mujer, tales conturbaciones, ocultas dentro de tu ánimo, han minado tu fuerza. En tanto que yo llevaba en mi seno a mi hijo, tú te encorvabas bajo las cargas del Estado. Déjame que te ayude, señor. Autorízame a compartir la mitad de tu carga. No me prohíbas sentarme tras el biombo de la sala del Trono, cuando alborea el día, para escuchar a tus ministros. Yo sabré entender el significado interior de sus quejas y cuando todos se vayan te daré mi parecer, dejando en tus manos toda decisión.

Así, de las amarguras del deseo insatisfecho y de los arrebatos del amor, ella le hizo pasar a pensar en los asuntos públicos, las amenazas de los enemigos y el reforzamiento del Trono, ahora que existía un heredero. Y comprendió lo que agobiaban a aquel hombre todas sus cargas, porque comenzó a exhalar grandes suspiros y acabó separándose de su pecho y apoyándose otra vez en los almohadones para, sosteniendo una mano de Tzu Hsi entre las suyas, explicarle sus perplejidades.

—Mis congojas no tienen fin —se quejó—. En los días de mis antepasados el enemigo venía siempre del Norte y la Gran Muralla atajaba el avance de caballos y guerreros. Pero ahora la muralla es inútil del todo. Incontables hombres blancos llegan por el mar. Hay ingleses, franceses, holandeses, alemanes y belgas. En verdad te digo que no sé cuántas naciones hay más allá del limite de las montañas de K’un Lun. Nos hicieron la guerra para vendernos opio, la ganaron y… ¡nunca están satisfechos! Ahora vienen también los americanos. ¿De dónde vienen? ¿Dónde está América? Oigo decir que la gente de allí es algo mejor que la otra. Pero, en cuanto concedemos a la otra algo, los americanos piden los mismos beneficios. Precisamente en este año desean renovar su tratado con nosotros, y yo no quiero renovar tratado alguno con los blancos.

—¡Entonces no lo renueves! —dijo impetuosamente Tzu Hsi—. ¿Por qué has de obrar contra tu voluntad? Manda a tus ministros que rehúsen.

Él se quejó:

—Los blancos usan armas terribles.

—Entonces procura aplazar las cosas —aconsejó ella—. No respondas a sus protestas. Da por no recibidos sus mensajes. Niégate a recibir a sus enviados. Eso nos dará tiempo. Los americanos no nos atacarán mientras tengan esperanzas de que renovaremos el tratado. Por lo tanto, no digas sí ni no.

El emperador quedó sorprendido ante tanta sabiduría.

—Vales para mí más que cualquier hombre —declaró—. Incluso que mi hermano. Es él quien continuamente me insta a que reciba a los hombres blancos y haga nuevos tratados con ellos. Siempre está procurando asustarme con relatos de los grandes barcos y de los enormes cañones que tienen. Negociaciones, negociaciones, dice.

Tzu Hsi rió.

—No te dejes amedrentar por nadie, señor. Ni siquiera por el príncipe Kung. El mar está muy lejos de aquí y no puede haber cañones tan grandes que alcancen los muros de nuestra ciudad.

Tzu Hsi creía firmemente lo que decía y él deseaba creerla y se aferraba a ella cada vez más. Al fin se durmió apoyado en las almohadas. Ella estuvo sentada en el borde del lecho hasta el amanecer. A esa hora el eunuco mayor fue a despertar al soberano porque sus ministros le esperaban para la audiencia matutina. Al entrar el eunuco, Tzu Hsi se levantó y le habló mientras el emperador dormía aún.

—Desde hoy en adelante —dijo— yo me sentaré durante las audiencias, tras el Biombo del Dragón en el salón del Trono. El Hijo del Cielo lo ha ordenado así.

An Teh-hai se inclinó hasta el suelo ante ella y golpeó las baldosas con la frente.

—Venerable —exclamó—, me siento muy contento.

A partir de aquella fecha Tzu Hsi se levantaba en la oscuridad del amanecer. A la luz de las candelas sus mujeres la bañaban y la vestían con ropas de gala. Se instalaba en su encortinado palanquín y Lien-ying la precedía, con una linterna en la mano, hasta el salón del Trono. Allí se sentaba tras el enorme biombo labrado ante el que se hallaba el Trono del Dragón. Li Lien-ying quedaba siempre de guardia junto a ella, en pie y con una daga desenfundada en la mano.

Desde el mismo día el príncipe heredero dejó de dormir en la alcoba de su madre. Le trasladaron a su propio palacio con el jefe de eunucos como primer sirviente. El príncipe Kung, hermano del emperador, fue nombrado su ayo.

Aquel año empezó muy pronto el frío. No había llovido en muchas semanas y, a mediados de otoño, secos y mordientes vientos empezaron a soplar desde el noroeste, esparciendo por doquier la carga de pálida arena que traían del distante desierto. La ciudad aparecía alfombrada por el pálido oro de la arena y el sol iluminaba las techumbres de las casas a la vez que la arena penetraba por los intersticios de los aleros. Sólo las tejas de porcelana de la Ciudad Prohibida, con su real color azul y amarillo imperial detenían la arena y brillaban, claras, bajo la blanca claridad del cielo. Al mediodía, cuando el sol daba aún un suave color, los viejos envueltos en sus ropas forradas salían de sus casas y se sentaban en esquinas abrigadas entre los muros. Corrían los niños por las calles y jugaban hasta que el sudor cubría sus oscuras mejillas. Pero cuando el sol se ponía empezaba un frío seco que congelaba la sangre de jóvenes y viejos. En el curso de la noche el frío aumentaba hasta que, antes de alborear, alcanzaba su mayor, grado. Los mendigos callejeros que carecían de albergue emprendían carreras de un lado a otro para salvar la vida hasta que el sol reaparecía en el cielo. Ni siquiera los perros errabundos podían dormir.

A tan fría y silenciosa hora, y en un día señalado por el Departamento de Astrólogos Imperiales, Tzu Hsi se levantó para ocupar su lugar de costumbre en el salón del Trono. Su fiel camarera dormía a su lado. Cuando el gongo de bronce del vigilante nocturno sonó en la calle, anunciando por tres veces las tres, la mujer se levantó de su lecho, puso carbones frescos en la estufa y colocó sobre las brasas un caldero de agua. Cuando ésta comenzó a hervir, la mujer preparó té en un recipiente de plata y barro. Acercose al vasto lecho donde Tzu Hsi dormía, apartó las cortinas y le tocó en el hombro. Bastaba un solo contacto para que Tzu Hsi se levantara, pues, aunque descansaba bien, tenía el sueño ligero. Abrió mucho sus grandes ojos y, completamente despejada, se sentó en el lecho.

—Ya estoy despierta —dijo.

La mujer vertió la infusión de té en una taza y la presentó con ambas manos. Tzu Hsi bebió lentamente sin extremar la lentitud, porque le gustaba llevar con exactitud el ritmo del transcurso del tiempo. Cuando hubo vaciado la taza, la sirvienta la tomó de nuevo.

En el cuarto de baño el agua caliente, ya preparada, humeaba en la bañera de porcelana. Tzu Hsi se levantó, con movimientos graciosos y precisos —porque la precisión y la gracia constituían un hábito en ella— y a los pocos minutos entró en el baño. La camarera la lavó, sin frotarla mucho, la secó y le puso las ropas con las que iba a asistir tras el biombo a la imperial audiencia. Sobre sus prendas interiores de seda perfumada llevaba una larga veste de raso de intenso color de rosa, ribeteada con cinta de negro color, al estilo norteño. Sobre aquella prenda, abotonada hasta la garganta, colocose una túnica de gasa de matiz amarillo pálido, bordada con pequeños medallones azules que representaban el ave fénix. Cubrían sus piernas medias de fina seda blanca forrada, y calzaban sus pies manchurianos zapatos con altos tacones dobles. Después de peinarla, la mujer de servicio le colocó una toca con figuras y flores de raso, que tenía gemas engastadas y sartas de finas y pequeñas perlas.

Se movían en silencio. La mujer porque estaba fatigada y Tzu Hsi porque colmaban su mente pensamientos sombríos. Los tiempos se hacían cada vez más graves. La víspera, en una audiencia privada, el príncipe Kung le había dicho;

—Los habitantes de cualquier nación no se preocupan de quiénes son sus gobernantes si hay paz y orden en el reino y si se puede reír y asistir a las funciones de teatro. Pero sino hay paz y se perturba el orden, el pueblo censura a los que le rigen. Tenemos la mala ventura de gobernar en tiempos calamitosos. Mi imperial hermano es muy débil. Hoy ni los hombres blancos ni los rebeldes chinos temen al Trono.

Tzu Hsi alegó:

—Si esos extranjeros de piel pálida no hubiesen venido del otro lado del mar, nosotros aplastaríamos a los rebeldes chinos.

El príncipe estuvo de acuerdo, triste y pensativamente.

—¿Y qué podemos hacer? —murmuró—. Ya los tenemos aquí. Nuestra dinastía tiene la culpa de que nuestros antepasados no comprendiesen hace cien años que los extranjeros occidentales son hombres diferentes de todos los demás. Al principio nuestros abuelos se sintieron encantados con sus artificios y sus ingeniosos relojes y baratijas. En consecuencia, no temiendo mal alguno, les permitimos visitarnos, esperando que su cortesía les hiciera abandonar nuestras costas. Ahora sabemos que debimos haberlos arrojado todos al mar, empezando por el primero, porque donde uno llega, ciento siguen y ninguno se marcha.

—Extraño es, en efecto —observó Tzu Hsi—, que el venerable antepasado Ch’ien Lung, que fue tan grande y tan sabio y gobernó durante tantas décadas, no comprendiese el carácter de los hombres del Oeste.

El príncipe Kung, moviendo la cabeza, contestó desoladamente:

—A Ch’ien Lung le engañaron su poder y su buen corazón. No entraba en su ánimo que nadie pudiera ser su enemigo. Se parecía mucho a su contemporáneo Jorge Washington y le agradaba decir que él aquí y Washington en América obraban como hermanos, aunque no se hubieran visto nunca. Cierto es que sus reinados florecieron en la misma época.

Tal había sido la esencia de la plática de Tzu Hsi con el príncipe Kung, quien procuraba todavía seguir instruyéndola, y lo hacía a menudo. Escuchándole y alzando los ojos hacia aquella faz agradable y delgada —aunque cansada y triste para un hombre tan joven— la mujer pensaba cuánto mejor habría sido que el príncipe hubiera nacido antes y llegado a emperador en vez del débil Hsien Feng.

La doméstica anunció:

—Ya estáis preparada, Venerable, y ahora deseo que comáis algo caliente antes de ir a sentaros tras el Biombo del Dragón. Una escudilla de sopa de mijo bien caliente…

—Comeré cuando vuelva —respondió Tzu Hsi—. Necesito ir en ayunas para tener la cabeza clara.

Se levantó y se encaminó a la puerta, con el paso mesurado y el cuerpo erguido. Sus damas debían acompañarla, pero ella, que sabía ser severa y dura cuando se le antojaba, era siempre bondadosa con sus obedientes damas y no exigía que se levantaran temprano. Bastante era que tuviese que hacerlo su mujer de asistencia y que Li Lien-ying, su eunuco, la esperase a la puerta. Con todo, una de las damas se levantaba temprano a menudo, y era Mei, la joven hija de Su Shun, el Gran Consejero. Aquella mañana, cuando la sirvienta abrió la puerta para que pasase Tzu Hsi, Mei estaba allí ya, algo pálida por el madrugón, pero fresca como una gardenia blanca. Contaba por entonces tan sólo dieciocho años de edad y era pequeña de estatura y exquisitamente formada. Por lo tierna, obediente y en muchos sentidos encantadora, Tzu Hsi la tenía en el mayor aprecio, aunque le constaba que Su Shun era su enemigo secreto. Por fortuna, Tzu Hsi era amplia de mente y excesivamente justa y, por lo tanto, no hacía pesar las culpas del cruel padre sobre la inocente hija. Sonrió a la joven.

—¿Cómo te levantas tan temprano?

Mei confesó:

—El frío no me dejaba dormir, Venerable.

Tzu Hsi, siempre sonriendo, dijo:

—Voy a buscarte un marido que te caliente la cama.

Pronunció aquellas palabras con negligente afabilidad, sin saber por qué las decía, pero en cuanto salieron de sus labios comprendió que brotaban de un instinto que no había sabido reconocer. Sí, sí… Las murmuraciones de las mujeres en los patios, donde había poco quehacer, excepto murmurar, habían corrido de boca en boca, desde la fiesta celebrada con motivo de que el heredero imperial cumpliera su primer mes lunar de vida; y Tzu Hsi había captado el rumor de que Mei había sido sorprendida más de una vez mirando a Jung Lu, el gallardo jefe de: la Guardia Imperial y pariente de la madre afortunada. Tzu Hsi había oído esto como solía oírlo todo es decir, con mente siempre atenta, con ojos siempre al acecho, con oídos siempre alerta, ya estuviera despierta, ya estuviera dormida… ¿Quién podía saber las cosas que conocía si no hacía confidente de ellas a nadie?

Mei murmuró, con las mejillas repentinamente sonrojadas:

—Por ahora. Venerable, no quiero marido. Tzu Hsi la pellizcó la mejilla.

—¿No quieres marido?

—Permitidme servir siempre a vuestro lado —rogó la dama.

—¿Por qué no? —respondió Tzu Hsi—. Pero eso no obsta para que tengas marido.

Mei palideció, se sonrojó y volvió a palidecer. ¡Desafortunada ocurrencia aquélla del casamiento! La emperatriz del Palacio Occidental no tenía más que ordenarle que se casara con un hombre para que tuviese que obedecer y, sin embargo, todo su corazón estaba…

La flaca figura de Li Lien-ying, grande y amedrentadora, apareció ante ellas. La luz de la linterna que llevaba en la mano acusaba sus toscas facciones.

—Se hace tarde, Venerable —dijo con su chillona voz de eunuco.

Tzu Hsi volvió a la realidad.

—¡Ah, sí! Y además tengo que ver a mi hijo.

Todas las mañanas tenía la costumbre de visitar a su hijo antes de entrar en la sala de audiencia. Pidió su silla de manos. Corriéronse las cortinillas y los seis portadores se pusieron los extremos de la vara de la silla sobre el hombro y adelantaron con rápido ritmo hasta llegar al palacio del heredero. La dama de honor seguía en una silla pequeña. Ante la entrada del palacio privado del heredero los porteadores pusieron la silla en tierra con la fácil naturalidad que da el hábito. Tzu Hsi descendió y su dama quedó esperando mientras ella se apresuraba para entrar y ver pronto a su hijo. Los eunucos de guardia se inclinaron mientras ella se dirigía al regio dormitorio. Gruesas bujías rojas de sebo de vaca, colocadas en candelabros de oro, lucían sobre una mesa. A su oscilante luz Tzu Hsi vio a su hijo, que dormía con su niñera. Tzu Hsi se detuvo junto al lecho de colchones y cobertores colocados sobre una plataforma de ladrillo caliente. La cabeza del niño se apoyaba en el brazo de la nodriza, con la mejilla contra su pecho. Debía de haber despertado por la noche y la mujer le había amamantado hasta que ambos se quedaron dormidos.

La madre los contempló con extraño y penoso anhelo. Ella hubiera debido ser quien le oyera llorar por la noche, y quien hubiera debido dormirse a su lado en profunda paz. Cuando eligió su destino, ignoraba su precio.

Reprimió una vez más los sentimientos de su corazón. Ya no podía escoger: con su mismo nacimiento su hijo confirmaba su destino. No era madre de un niño corriente, sino del heredero del imperio, y el día que fuera emperador de cuatrocientos millones de súbditos ella sabría hacer cuanto se le antojara. Sobre ella, y sólo sobre ella, descansaba la carga de la dinastía manchú. Hsien Feng era débil, pero su hijo había de ser fuerte. A este fin tendería toda su vida. Incluso las largas y placenteras horas de estudio en la biblioteca de palacio eran pocas y pocas también las lecciones de pintura. Algún día quizás ella tuviera tiempo de pintar los cuadros que su profesora Miao no le permitía hacer; pero ese día no había llegado aún. Poco después volvía a ocupar la silla de manos. Otra vez se corrieron las cortinas para defenderla de los vientos que se levantaban generalmente antes de alborear. El recuerdo de su niño dormido caldeaba su corazón. Había tenido antaño la ambición de ser emperatriz.

¡Cuán grande era su ambición, en que se trataba de conservar un imperio para su hijo!

A través de la oscilante cortinilla de su vehículo. Tzu Hsi distinguía la luz de la linterna del eunuco iluminando los guijarros que pavimentaban la ruta. Por patios y callejas excusadas fue llevada a una puerta lateral del edificio del salón del Trono. Parose la silla de manos y se alzó la cortinilla. El príncipe Kung esperaba.

—Ya es algo tarde, Venerable —manifestó.

—Me he entretenido mucho con mi hijo —confesó Tzu Hsi.

Él la miró con reproche.

—Espero, Venerable, que no haya despertado al heredero. Es necesario que crezca fuerte y lleno de salud. Su reinado será muy arduo.

—No le desperté —repuso ella con dignidad.

No se cruzaron más palabras. El príncipe Kung hizo una reverencia y precedió a la mujer por un pasillo interior hasta el espacio situado tras el Tronó; del Dragón. Allí Tzu Hsi ocupó su asiento, con Mei a la derecha y a la izquierda el eunuco Li Lien-ying. Tenían delante el inmenso biombo con atrevidos dibujos de dragones en bajo relieve. Las escamas y quíntuples garras doradas de los fabulosos animales centelleaban a la luz de los grandes faroles pendientes de las majestuosas vigas pintadas que sostenían el elevado techo.

A través de los intersticios del biombo Tzu Hsi percibía la extensa terraza frontera a la sala de audiencias. La terraza, llena de sombras, rebosaba ya de príncipes y ministros, llegados antes de medianoche en sus coches sin ballestas, pero forrados de piel, para entregar en persona peticiones, memoriales e informes al emperador. Mientras esperaban la llegada del soberano se habían reunido en grupos según sus respectivas categorías y ondulaba sobre cada reunión su bandera de brillante seda y sombrío terciopelo. Reinaba aún intensa oscuridad en los contornos y en el cielo, mas la terraza estaba iluminada por las encendidas linternas que ardían en el patio de más abajo. En los cuatro ángulos de aquel recinto se alzaban elefantes de bronce llenos de aceite, con el que se alimentaban las antorchas que los elefantes sostenían en sus trompas levantadas. Las llamas de las antorchas, elevándose hacia el cielo, proyectaban sobre la escena una claridad desigual y fuerte.

En la sala de audiencias un centenar de eunucos se movían de un lado a otro, atendiendo a los grandes faroles de cuerno, arreglándose los pliegues de sus túnicas enjoyeladas, de vivos colores, cambiando comentarios en apagados cuchicheos… El silencio era profundo; no se oía una sola voz. Según la hora convenida se aproximaba —dicha hora era fijada por el Departamento de Astrología de acuerdo con las indicaciones de las estrellas—, iba adensándose aquel silencio y todo parecía estar en suspensión. Ya nadie se movía, todos los rostros aparecían inexpresivos y graves y las miradas se dirigían vagas al espacio.

Un instante antes de que apuntase el alba hubo una señal, y fue el recio clarinazo de una trompeta de bronce. El Hijo del Cielo había salido de su palacio y el séquito imperial estaba en camino, moviéndose lentamente entre los anchos y bajos edificios que contenían otros tantos salones secundarios del Trono y pasando a través de sucesivos pórticos de palacios. Había que llegar en el exacto momento en que despuntara el día.

Los heraldos clamaron al unísono:

—¡Paso al Señor de los Diez Mil Años!

En aquel momento preciso apareció el cortejo imperial en el patio. Iban delante los heraldos y flotaban al viento de la mañana doradas banderas. Seguía la Guardia Imperial, con túnicas áureas y rojas, y delante, aislado, avanzaba Jung Lu. Detrás, cien portadores con uniforme amarillo sostenían el palanquín de oro macizo del emperador. Cerrando la marcha los hombres de escudo.

Todos los hombres y todos los eunucos cayeron de rodillas y prorrumpieron en el saludo sagrado:

—¡Diez mil años, diez mil años!

Los arrodillados apoyaban el rostro en sus manos cruzadas y así permanecieron mientras los portadores hacían subir el palanquín imperial por los escalones de mármol que llevaban a la Terraza del Dragón, ante el gran salón de audiencias. Descendió el emperador, que vestía ropas bordadas con dragones dorados y, pasando entre las columnas, áureas y rojas, se dirigió a paso mesurado hacia el dosel. Subió sus escasos peldaños y se sentó en el Trono del Dragón, extendiendo sus delgadas manos sobre las rodillas y mirando fijamente ante sí.

Se restableció el silencio. La multitud arrodillada, con las caras apoyadas en las manos, no se movió hasta que el príncipe Kung ocupó su lugar a la derecha del trono y comenzó a leer en voz alta los nombres de príncipes y ministros, según orden de su respectivo rango, señalando a cada uno la hora a que debía presentarse.

Había comenzado la audiencia.

Tzu Hsi, inclinándose hacia delante, desde su puesto de detrás del biombo, se dispuso a no perder una sola palabra de lo que se decía. En aquella posición no veía más que la cabeza y hombros del emperador, que sobresalían del bajo respaldo del trono en que se sentaba. Bajo el imperial gorro con borla, el cuello del Hijo del Cielo se mostraba flaco y amarillento. Lo encuadraban dos débiles y estrechos hombros encorvados bajo la rica ropa. Aquellos hombros y aquel cuello eran los de un jovenzuelo enfermizo y no los de un hombre normal.

Tzu Hsi le miraba con una mezcla de piedad y repulsión. Seguía mentalmente desde los hombros el perfil de aquel cuerpo desmedrado y roído por la enfermedad. ¿Cómo iba a impedir a sus ojos que dirigiesen alguna mirada más allá del trono? En la sala erguido, en la plenitud de su viril juventud, divisaba a Jung Lu, tan separado ahora de ella como el Norte del Sur. No había llegado aún la hora de que ella pudiese elevarle. Tampoco él le tendería la mano pidiéndoselo. Ella debía tomar la iniciativa, mas ¿cuándo llegaría el momento? Bien le constaba que sólo llegaría cuando ella tuviese el poder suficiente para hacer que los hombres la temieran. Había de estar tan alta que nadie se atreviese a acusarla ni a mancillar su nombre.

De pronto, impulsada por un desconocido instinto, sus ojos miraron al soslayo a Mei, su dama de honor. La muchacha, con el semblante pegado al biombo, miraba a…

—¡Échate atrás!

Asió a Mei por la muñeca y se la retorció cruelmente, antes de empujarla y soltarla. La asustada joven volvió la cabeza y sus ojos se encontraron con los de su señora, grandes, negros y llameantes de ira.

Tzu Hsi no habló más, pero sostuvo la mirada de Mei hasta que ésta no pudo soportar los dardos de aquellas pupilas ardientes. Bajó la cabeza y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Sólo entonces apartó Tzu Hsi la mirada. Pero su voluntad le hizo sobreponerse a sus sentimientos. No debía consentir que su corazón delatase lo que pensaba. Se hallaba en la hora de aprender a gobernar y no de anhelar amor.

En aquel mismo momento Yeh, virrey de las provincias del Kwang, comparecía ante el Trono. En barco y a caballo alternativamente, había llegado del Sur, donde se le había destinado para gobernar aquellas provincias. Con las rodillas sobre las baldosas leía en voz alta un rollo que sostenía con ambas manos. Tenía una voz bien timbrada, no fuerte, pero penetrante, y como era un famoso intelectual había escrito su informe en ritmo de a cuatro, según el estilo clásico antiguo. Sólo las personas ilustradas podían comprender lo que leía, y la misma Tzu Hsi, aunque escuchaba con extrema atención, no llegaba a conclusión alguna, salvo la de que había perdido el tiempo estudiando con tanta aplicación los libros de antaño. Pero su inteligencia esclarecía las palabras y le hacía adivinar lo que no podía entender.

El resumen de todo era que los mercaderes occidentales presionaban de nuevo en el Sur, encabezados por los ingleses. Los hombres blancos estaban irritados por una cosa tan pequeña, que el informante, como virrey, se avergonzaba de mencionarla ante el Trono del Dragón. Pero por futilidades semejantes se habían mantenido y perdido guerras en lo pasado; y él, nombrado por el Hijo del Cielo, no podía correr el riesgo de provocar otra contienda. Doquiera que los blancos no veían satisfechos sus caprichos —añadió—, amenazaban inmediatamente con la batalla. No cabía razonar con ellos, porque eran bárbaros e incivilizados. En el caso presente las dificultades habían surgido a propósito de un pabellón.

El emperador murmuró unas palabras y el príncipe Kung habló por él.

—El emperador quiere saber qué significa aquí la palabra «pabellón» —dijo con voz alta y clara.

—Un pabellón —aclaró el virrey sin alzar la vista— no significa más que una bandera.

El emperador volvió a cuchichear al príncipe Kung, el cual dijo, empleando la misma voz alta y clara:

—¿Y por qué los ingleses han de irritarse a causa de lo que después de todo, no es más que un trozo de tela y, por lo tanto, puede sustituirse fácilmente?

El virrey explicó siempre sin levantar los ojos:

—Elevadísima Alteza, los ingleses son un pueblo supersticioso. Debemos considerarlos hombres carentes de cultura, que atribuyen mágicas cualidades a una tela oblonga, cuyas figuras van dibujadas con colores rojos, blancos y azules. Para ellos ese símbolo está consagrado, sin duda, a algún dios que adoran. Jamás toleran una irreverencia a ese fragmento de tela. Dondequiera que lo colocan, es para ellos signo de posesión. En esta ocasión concreta esa tela iba situada en un palo, sobre la popa de un pequeño barco mercante que transportaba piratas chinos. Sabido es que los piratas chinos han sido una maldición, durante generaciones enteras, en nuestras provincias meridionales, esa gente duerme de día y por la noche atacan los barcos anclados e incluso las aldeas ribereñas. El capitán de la pequeña nave había pagado cierta suma de dinero a los ingleses para que éstos le permitiesen arbolar su pabellón, imaginando que yo, el virrey, no osaría ordenarles que cesaran en su perverso oficio. Pero yo, el virrey, indigno servidor de vuestra Elevadísima Alteza, no experimenté temor. Hice apresar al bajel y puse cadenas al capitán. Luego dispuse que se arriase la bandera. Cuando John Bowring, comisario británico de comercio en Cantón, supo esto, declaró que yo había insultado al sagrado símbolo y me exigió que le presentase excusas en nombre del Trono.

Un murmullo de horror recorrió la asamblea. Incluso el emperador se conmovió.

Irguiose en su trono y preguntó personalmente:

—¿Presentar excusas? ¿Por qué?

—Elevadísima Alteza —dijo el virrey—, ésas fueron mis palabras.

—Levántate —ordenó el emperador.

—Levántate, que te lo manda el emperador del Dragón —repitió el príncipe Kung.

Aquello resultaba insólito, pero el virrey obedeció. Era un hombre alto y de edad, oriundo de las provincias septentrionales y, aunque chino, leal —como lo eran todos los intelectuales— al Trono manchú, ya que éste favorecía a los hombres letrados de China y cuando salían con honor de los exámenes imperiales los empleaba en la administración del gobierno. Así los intereses de tales chinos se vinculaban a los de la dinastía gobernante, y lo mismo venía ocurriendo desde hacía muchos siglos.

—¿Y presentaste excusas? —preguntó el emperador.

No hablaba a través de su hermano sino directamente, para significar lo mucho que le preocupaba aquel asunto.

El virrey respondió:

—Elevadísima Alteza, ¿cómo había yo de hacerlo cuando, aunque humilde, he sido nombrado por el Trono del Dragón? Envié al capitán pirata y a sus marineros para que fuesen ellos los que se excusaran ante los ingleses. Y, sin embargo, tal cosa no satisfizo a ese altanero e ignorante Bowring. Me devolvió los chinos, declarando que era yo, y no ellos, quien había de excusarme. En consecuencia, y, extremadamente vejado, hice decapitar a todos ellos por causar estas confusiones,

—¿Contentó eso al inglés Bowring? —inquirió el emperador.

—No fue así, Elevadísima Alteza —repuso el virrey—. Nada le satisfará. Desea un conflicto, para pretextar otra guerra y apoderarse de más parte de nuestra tierra y tesoros. El tal Bowring agranda todo motivo de disputa. Aunque va contra la ley de traer opio de la India, a través de nuestras fronteras, él estimula el contrabando, alegando que mientras haya contrabandistas chinos, los ingleses y hasta los americanos deben ser autorizados a introducir aquí el vil hierbajo que desmoraliza y debilita a nuestro pueblo. Para colmo, también se traen cañones de contrabando a fin de venderlos a los rebeldes chinos del Sur. Cuando los blancos de Portugal apresaron una vez chinos para traficar con ellos, contratándolos como coolies, Bowring declaró que él respaldaba a los portugueses. Además continúa insistiendo en que los ingleses no están satisfechos con el territorio que les hemos concedido para erigir sus casas. Y es lo peor, Elevadísima Alteza, que los ingleses exigen que las puertas del mismo Cantón les sean abiertas a ellos y a sus familias, para que puedan pasear por nuestras calles y mezclarse con nuestra gente, a riesgo de que los varones blancos miren a nuestras mujeres y de que las mujeres blancas, que no tienen pudor alguno, vayan y vengan tan libremente como los varones. Y lo concedido a una tribu será pedido por todas las otras, según ha sucedido antes. ¿No equivale esto a destruir nuestras tradiciones y corromper al pueblo?

El emperador se mostró de acuerdo.

—No podemos, en efecto, permitir a los extranjeros el libre uso de nuestras calles.

—Elevadísima Alteza, lo he prohibido, pero temo que los ingleses hagan, fundándose en una excusa para otra guerra, cualquier cosa que yo prohíba. Y yo, aunque minúsculo, no puedo asumir tamaña responsabilidad.

Tal fue lo que Tzu Hsi oyó desde detrás del biombo. De seguir sus impulsos hubiera prorrumpido en improperios contra los intrusos blancos. Pero, en su calidad de mujer, debía guardar silencio.

El emperador habló:

—¿Has expuesto nuestra opinión al inglés Bowring?

El monarca estaba tan excitado, que su voz se convirtió casi en un débil grito. Ello alarmó al virrey, que nunca había oído subir tanto de tono la voz imperial. Volvió la cabeza hacia el príncipe Kung, sin alzar el rostro hacia el Trono.

—Elevadísima Alteza —dijo— no puedo recibir a Bowring porque impone la condición de tratarme como a un igual. Mas ¿cómo puede ser mi igual cuando yo soy el designado por el Trono del Dragón? Eso sería un insulto al mismo Trono. Le repliqué que sólo le recibiría como a otros hombres de los estados tributarios. Había de acercarse a mí de rodillas cual los demás. Pero se niega a hacerlo.

—Has obrado correctamente —dijo el enojado emperador.

Así alentado, el virrey procedió a hacer ulteriores revelaciones.

—Sobre todo, ¡oh Elevadísima Alteza!, ese Bowring insiste en que yo prohíba a la gente de Cantón imprimir periódicos murales insultando a los extranjeros blancos. Esos papeles, Elevadísima Alteza, suelen pegarlos los chinos en los muros y puertas de la ciudad, y Bowring se siente incomodado porque en esos impresos se llama bárbara a su tribu y se pide que todos los extranjeros abandonen nuestras costas.

—¡Tienen razón! —exclamó el emperador.

—Toda la razón, Elevadísima Alteza —convino el virrey—. ¿Y cómo puedo yo implantar esa prohibición? Siempre ha sido antiguo privilegio y costumbre de China decir lo que la gente pensara, y hacer conocer los deseos del pueblo a los gobernantes mediante protesta pública. ¿Voy ahora a afirmar que no puede hablar el pueblo? ¿No es eso tanto como invitar a nuevas rebeliones? Ya la gente se inquietó el año pasado cuando ordené a los ejércitos provinciales que mataran a todos los rebeldes. Ochenta mil rebeldes fueron muertos entonces, de acuerdo con lo que informé al Trono del Dragón, pero, mientras quede un rebelde vivo, surgirán otros diez mil, porque esto se propaga como la mala hierba. Ceder a las demandas extranjeras, ¿no es tanto como ofrendar bríos a los insurrectos, que obstinadamente piensan que el país debe ser regido por los chinos y no por los manchúes?

La flecha dio en el blanco. El emperador se llevó la mano derecha a la boca para esconder el temblor de sus labios. Temía a los chinos que gobernaba aún más que a los apremios de los extranjeros.

Murmuró con voz insegura:

—Es verdad. No se puede oprimir al pueblo.

En el acto el príncipe Kung aprovechó aquellas palabras y las repitió, según era su deber.

—Es verdad. No se puede oprimir al pueblo —dijo con su alta voz de claro timbre.

La arrodillada multitud de príncipes y ministros emitió un murmullo de aprobación.

Cuando se hizo el silencio otra vez, el emperador se dirigió al virrey.

—Mañana te enviaré órdenes.

El virrey inclinó la cabeza nueve veces hasta el suelo y dejó el puesto al próximo ministro. Pero ya todos sabían por qué el emperador aplazaba su decisión.

Cuando aquella noche fue llamada, Tzu Hsi no ignoraba lo que debía decir. Todo el día había permanecido sola y entregada a sus pensamientos, al extremo de que ni siquiera hizo llamar a su hijo. Luchaba con su íntima cólera. De ceder a lo que sentía, hubiera pedido al emperador que enviase sus ejércitos a atacar a los extranjeros y forzarlos a evacuar las costas de China, llevándose hasta el último de sus hijos, para no volver jamás.

Pero la hora de Tzu Hsi no había llegado aún. Sabía bien que para dominar a otros debía ante todo dominarse a sí misma. Recordaba estas palabras de Las Analectas: «Cuando un gobernante se comporta adecuadamente su gobierno es eficaz sin emitir órdenes. Si su conducta personal no es adecuada, podrá dar órdenes, pero no se obedecerán».

Si tales cosas eran verdades en el caso de un gobernante masculino, ¡cuánto más ciertas serían refiriéndose a una mujer! Tenía que obrar con doble rigor respecto de ella misma. ¡Ah, si hubiese nacido hombre! ¡Ella misma hubiera conducido los ejércitos imperiales contra los invasores! ¿Qué pecado habría cometido ella en alguna vida anterior para haber nacido hembra en unos tiempos en que se necesitaban hombres fuertes?

Meditó en aquella eterna cuestión, procurando que su mente y su memoria exploraran lo más recóndito de su ser. Pero no podía su memoria ir más allá del claustro materno. Era lo que había nacido y debía contentarse con sentir el ánimo de un hombre en el cuerpo de una mujer. Y ese ánimo y ese cuerpo debían combinarse para hacer lo necesario.

Por la noche, cuando el emperador la recibió, hallole demasiado intimidado para entregarse a aquel deseo acrecentado por el hecho de que su cuerpo había dejado de obedecer a su mente. La recibió con una vivacidad en la que ella leyó su temor. Mientras sostenía entre las suyas la mano derecha de Tzu Hsi, le acarició la palma y le preguntó lo que era de esperar que le preguntara.

—¿Qué haremos con ese inglés Bowring? ¿No es verdad que merece la muerte?

Ella repuso con suavidad:

—La merece, como todo hombre que insulte al Hijo del Cielo. Pero ya sabes, señor, que cuando se ataca a una víbora hay que cortarle la cabeza al primer golpe, porque, si no, el animal se vuelve y pica. Por lo tanto, el arma que se use ha de ser segura y afilada. Ahora no sabemos qué arma hemos de usar, y sólo nos consta que el reptil es fuerte y astuto. Así que te recomiendo que contemporices y hasta te excuses, sin conceder ni negar hasta que veamos más claro el camino.

Él escuchaba con la ansiedad pintada en su rostro, macilento y contraído por la preocupación. Oía las palabras de Tzu Hsi como si procedieran del cielo. Cuando ella hubo terminado, Hsien Feng exclamó con fervor:

—¡Se diría, diosa de la gracia, que eres Kuan Yin en persona y que el cielo te ha enviado a mí en la hora de la tribulación! Tú me guías y me confortas.

Él le había dirigido muchas palabras de amor, llamándola su corazón y su cuerpo entero, pero sus palabras de ahora le agradaron más que todo lo que le había dicho hasta entonces.

—Kuan Yin es mi deidad favorita entre todas las del cielo —murmuró Tzu Hsi.

El emperador, con súbita energía, se incorporó en su lecho.

—¡Llama al jefe de mis eunucos y dile que haga venir a mi hermano!

Como todos los hombres débiles, cuando tomaba una decisión se colmaba de impaciencia si no la veía cumplida en el acto.

Tzu Hsi obedeció. A los pocos minutos entró el príncipe Kung. Mirando su rostro bien formado y grave, la mujer comprendió que era el hombre en quien más podía confiar. Los dos tenían un destino común.

—Siéntate, siéntate —dijo el emperador a su hermano.

—Permíteme estar de pie —rogó cortésmente el príncipe Kung.

Y permaneció erguido mientras el emperador hablaba con voz alta, nerviosa, tartamudeante, buscando las expresiones idóneas.

—Hemos decidido no atacar abiertamente a los extranjeros blancos. Sé que merecen la muerte inmediata. Pero cuando se mata a una víbora hay que cortarle… o aplastarle la cabeza en el acto y… Porque, si no…

—Comprendo, Elevadísima Alteza —dijo el príncipe Kung—. Antes de atacar a un enemigo hay que estar seguro de que vamos a destruirlo de un golpe y para siempre.

—Eso sostengo yo —corroboró la voz débil del emperador—. Algún día combatiremos, desde luego. Entretanto convienen dilaciones, contemporizaciones, no conceder, no rehusar…

—¿Obrando como si los blancos no existiesen? —preguntó el príncipe Kung.

—Exactamente —apoyó el emperador.

—Se hará lo que dispones, Elevadísima Alteza. Transmitiré tus instrucciones al virrey Yeh.

Continuó aquel estado de paz inestable. Una mañana de invierno, durante el último mes del antiguo año lunar y el primero del nuevo año solar, Tzu Hsi, al despertar, exhaló un hondo suspiro. Repetidamente, durante la noche, su mente, nunca dormida, la había hecho volver del sueño al estado consciente. Sentía una soledad tan abrumadora, que llegaba a parecerle un monstruoso, invisible, ineludible peligro.

Nunca ya despertaba por la mañana como antaño en su casa de la calle del Peltre. Allí abría los ojos, en la serena mañana, viendo el brillante sol penetrar por las ventanas de celosía. El lecho que antaño compartiera con su hermana era un refugio al que no podía retornar, y su madre un albergue al que ya no le cabía acogerse. Pero en la vasta maraña de pasadizos entre muros, patios y palacios, ¿quién se preocupaba de si ella vivía o moría? El mismo emperador ¡tenía tantas concubinas!

—¡Madre mía! —gimió, revolviéndose entre las almohadas.

Ninguna voz le respondió. Levantó la cabeza y distinguió la claridad grisácea del alba, que iluminaba las altas tapias del patio contiguo. Mirando por la ventana pudo comprobar que había nevado durante la noche. La nieve cubría los remates de los muros y tapizaba el embaldosado jardín, ocultando, además, el estanque circular y doblegando los pinos bajo su carga.

Pensó:

«¡Qué triste estoy! El frío de la tristeza me penetra hasta la médula de los huesos».

Pero ninguna enfermedad la aquejaba. Los brazos, que volvió a ocultar bajo los cobertores, rebosaban calidez y fuerza. Le sobraba sangre y tenía muy despejada la mente. Sólo padecía de añoranza.

«Si pudiera ver a mi madre… —se dijo—. Si pudiera hablar a la que me llevó en su seno…».

Recordó el rostro materno, con su expresión prudente y bondadosa, animada y astuta. Anheló volver al lado de su madre y explicarle la soledad que sufría en los palacios. En casa de su tío, en la vía del Peltre, no había temores ni premoniciones de desastre ni porvenir envuelto en nubes ominosas. Cuando el día alboreaba nadie pensaba en otra cosa que en las sencillas necesidades del sustento y el trabajo cotidianos. Allí no había esplendor ni afanes de grandeza.

—¡Madre mía! —suspiró de nuevo.

Sintió el ansia de un hijo que fuera sólo suyo. ¡Ah, si pudiera remontar las aguas y volver a la fuente de que salió!

Aquel afán, aquella necesidad colmaron por entero su ser. Estuvo melancólica todo el día. Día que era también melancólico. La claridad del cielo se filtraba con trabajo a través de la nieve. Al mediodía aún estaban encendidas las lámparas de las habitaciones.

No fue a sitio alguno, excepto a su biblioteca particular, que tenía en un palacete contiguo, que halló abandonado y destinó a su uso. Allí mandó a sus eunucos que le llevasen los libros que más le agradaban y las pinturas que le placía examinar de cuando en cuando.

Mas aquel día no le atraían los libros y pasó horas enteras desenvolviendo lentamente los rollos de pinturas, hasta que encontró la que buscaba. Ocupaba una faja de diecisiete pies de longitud y había sido pintada por el artista Chao Meng-fu en la época de la dinastía mongola de Yüan. Semejante rollo, de más de quinientos años de antigüedad, estaba inspirado en el pintor favorito de Tzu Hsi, es decir, en Wang Wei, maestro del paisaje, que pintó sus escenas sin salir de su casa, en la que residió treinta años, hasta su muerte.

En aquella tarde de invierno, en la que, más allá de los muros de palacio, Tzu Hsi sólo veía cielo gris y nieve, cúpole contemplar en los rollos pictóricos los verdes paisajes de una primavera perenne. A medida que desenrollaba la pintura un paisaje se fundía con otro, y así podía ella reparar en todos los pormenores de los árboles, arroyos y distantes montañas. Con la imaginación Tzu Hsi iba más allá de las altas tapias que la circundaban y viajaba a través de una deleitosa campiña, siguiendo fluyentes arroyuelos y extensas lagunas. A fuerza de caminar al lado del agua la cruzaba por un puente de madera y escalaba los pedregosos senderos de una ladera abrupta, desde la que se dominaba una garganta por cuyo fondo corría un torrente alimentado por las fuentes de la montaña y originador de repetidas cascadas en su descenso a la llanura. Luego Tzu Hsi bajaba de la montaña, y pasaba al lado de aldehuelas rodeadas de pinares o situadas en los valles, más cálidos, de las espesuras de bambúes. Deteníase en el pabellón de un poeta y al cabo alcanzaba la costa, donde el río desaguaba en una bahía. La barca de un pescador se balanceaba entre los cañaverales a impulsos de la marea alta. Allí terminaba el río y el horizonte se perdía en la inmensidad y en los brumosos montes de la infinita lontananza. Miao había dicho una vez a su alumna que en aquellas pinturas el artista había querido simbolizar peregrinaje del alma humana, pasando a través de las placenteras escenas de la tierra hasta el posterior atisbo del porvenir desconocido y remoto.

Aquella noche, después de extinguido el largo y solitario día, el emperador preguntó a Tzu Hsi:

—¿Y por qué tu alma está tan lejos de mí? Tú no me engañas. Tu cuerpo se halla aquí, pero no tu vida íntima.

Le tomó la mano, suave y bella ahora que había perdido las últimas asperezas propias de las domésticas tareas. Las fuertes palmas remataban en unos dedos delicados.

—Tu mano —insistió él— aprieta la mía, pero del mismo modo que la mano de cualquier otra mujer.

Ella confesó el mal humor experimentado durante toda la jornada.

—He estado hoy muy triste. No he hablado con nadie ni siquiera he enviado a buscar al niño.

Hsien Feng siguió acariciando la mano que apretaba entre las suyas.

—¿Por qué estás tan triste, tú que lo tienes todo?

Tzu Hsi hubiera querido franquearse y hablar de sus extraños temores, pero no se atrevió. Era preciso que aquel hombre no comprendiera las angustias de la mujer en cuya fuerza deseaba apoyarse. ¡Qué pesada carga la de la necesidad de ser fuerte! ¿Y de quién iba ella a extraer fuerzas para tanto? Porque ni sobre ella ni a su lado había nadie. Estaba sola.

Contra su voluntad las lágrimas colmaron sus ojos. El emperador las vio brillar a la luz de las bujías que ardían al lado de su lecho y se asustó.

—¿Qué te pasa? —exclamó—. Nunca te he visto llorar.

Ella retiró la mano que él sujetaba y se enjugó graciosamente los ojos con el borde de su manga de raso.

—Todo el día he sentido nostalgia de mi madre —dijo Tzu Hsi—. Y no sé por qué. ¿Habré sido en algo una mala hija? Desde que entré por tu orden en este recinto no he vuelto a ver la casa de la que me llevó en su seno. No sé cómo se encuentra. Acaso esté moribunda, y por eso he llorado.

El emperador mostró los más vivos deseos de complacerla.

—Vete a visitarla —la instó—. ¿Por qué no me lo decías? Vete a verla mañana, corazón mío. Pero no dejes de estar de regreso a la hora del crepúsculo. No puedo tenerte fuera una sola noche.

Así sucedió que Tzu Hsi pudo ir a ver a su madre por un día, y el precio que por ello pagó al emperador fue su ardor agradecido. Más no podía ir al día siguiente porque procedía anunciar la visita, a fin de que la casa de su tío estuviese preparada. Mas al otro día sí podía ser, y para que todo estuviera en orden fueron enviados dos eunucos muy de mañana, con el anuncio de que Tzu Hsi iría a la casa al mediodía.

¡Qué excitación se produjo en la casa de la calle del Peltre! Tzu Hsi se sentía también excitada y la mañana del día designado se levantó con una animación que no había sentido hacía mucho tiempo. Pasó una hora decidiendo y rectificando la ropa que debía llevar.

Declaró a su camarera:

—No deseo presentarme desplegando magnificencia, porque mi familia pensará que me he vuelto muy orgullosa.

La mujer le recordó:

—Sí has de ir espléndida, Venerable, porque, si no, tus parientes pensarán que no les haces el debido honor.

—Sea un esplendor intermedio —accedió Tzu Hsi.

Examinó todos los vestidos, eligiendo uno primero para luego cambiarlo por otro, hasta que al fin escogió uno de raso, de un delicado color de orquídea purpúrea, forrado con piel gris. Era un vestido muy bello, cuya elegancia consistía en la perfección de sus mangas y ribetes bordados y no en la audacia y originalidad de su corte. Quedó muy complacida de sí misma cuando se hubo ataviado de aquel modo y eligió para sus adornos su favorito jade.

Cuando estuvo lista comió unos bocados, a instancia de sus damas, y subió a su palanquín, que esperaba en el patio. Los portadores cerraron las cortinillas de raso amarillo y comenzó el corto viaje. Recorrieron obra de una milla dentro de las murallas de la Ciudad Prohibida y Tzu Hsi no dejó de anotar mentalmente los patios que atravesaban y los edificios ante los que discurría, siempre camino del Sur. El emperador, en el exceso de su amor, le había concedido el privilegio de usar la Puerta Meridiana, que era la principal y por la que usualmente sólo el Hijo del Cielo podía entrar o salir. Al cruzar la puerta oyó al jefe de la Guardia Imperial ordenar a sus soldados que se cuadrasen mientras ella pasaba. ¡Qué bien conocía la antigua Orquídea aquella voz! Se inclinó hacia delante, apartó las cortinillas cosa de media pulgada y, mirando por la hendidura, vio a Jung Lu a menos de diez pies de distancia, la espada en posición de saludo, el rostro semivuelto y el cuerpo erguido en toda su estatura. No movió la cabeza cuando ella cruzó, pero Tzu Hsi comprendió por el intenso sonrojo de las mejillas de su primo, que él tenía noticias de su salida y sabía quién era la mujer del palanquín. Soltó la cortinilla.

Pasaba del mediodía cuando Tzu Hsi alcanzó la entrada de la calle del Peltre. Aunque escondida tras las cortinillas del palanquín conoció que se hallaba en la vecindad de su antigua casa. Aspiró los familiares olores de los salados manjares fritos en aceite de habas, la almizclada fragancia del palo de alcanfor, el hedorcillo de la orina de los niños y el sofocante regusto del polvo. El día era seco y frío y los pies de los portadores pisaban una tierra que endurecía la escarcha hasta darle la consistencia del pedernal. Sobre aquella tierra seca y pálida, las oscuras sombras de las casas de ambos lados de la calleja parecían menudas y encogidas por contraste con el alto perfil de las murallas. Tzu Hsi, procurando mirar el suelo por los intersticios entre las maderas del palanquín y las cortinillas, adivinó la hora. Tan a menudo había ido y venido a lo largo de aquella calle, que podía decir, casi al segundo, la hora que era. Bastábale saber que las sombras se inclinaban densamente hacia el Oeste por la mañana, para hacerlo hacia el Este por la tarde.

Bajo la luz de un cielo sin nubes, el palanquín se acercaba a la bien conocida puerta. Otra vez aplicó Tzu Hsi la mirada a la abertura de las cortinillas y vio la puerta abierta y a su familia esperando. A la derecha estaban su tío y su madre, con los primos de edad y sus mujeres, y a la izquierda pudo divisar a una joven alta y delgada, que era su hermana sin duda, y a sus dos hermanos, crecidos más allá de toda ponderación. Detrás de ellos estaba Lu Ma. Junto a las paredes se agolpaban los amigos y vecinos de la calle del Peltre.

Viendo en aquellos rostros una grave expresión de bienvenida, las lágrimas humedecieron sus ojos. Seguía siendo la misma para ellos y algo debía hacer para que lo comprendieran. Dentro de su pecho latía el mismo corazón que ellos conocían tan bien. Con todo, no podía abrir las cortinillas ni llamar a las gentes por sus nombres porque, en resumen de cuentas, era ahora Tzu Hsi, emperatriz del Palacio Occidental y madre del heredero del imperio, y como tal debía comportarse doquiera que estuviese.

Sin hacer signo alguno, los eunucos se dirigieron a la puerta, encabezados por su jefe An Teh-hai, porque el emperador le había ordenado que acompañase a su tesoro y no se alejase de su presencia. Subieron los peldaños de acceso y los seis portadores atravesaron la puerta y la entrada del patio, depositando, al fin, el palanquín en tierra ante la casa. Allí el eunuco mayor apartó las cortinas de raso y Tzu Hsi salió a la luz del sol y se encontró ante las puertas de su hogar antiguo, abiertas de par en par. Allí estaba la sala principal, tan conocida, con las sillas y mesas bruñidas y limpias y las baldosas del suelo barridas. A menudo la había correspondido pasar la escoba, limpiar, colocar las sillas en su sitio y quitar el polvo a los muebles. Todo se había hecho como si ella continuase en su antiguo hogar. Un vaso de encarnadas flores de papel adornaba la larga mesa adosada al tabique, bujías nuevas remataban los candelabros de peltre y en la mesa cuadrada, rodeada por las sillas de ceremonia, se habían colocado bandejitas de dulces cubiertas por mantelillos, una tetera y tazas.

Tzu Hsi apoyó la mano en el brazo que le ofrecía el jefe de eunucos y éste la condujo al asiento de honor, a la derecha de la mesa cuadrada. Ella se sentó y puso los pies sobre una banquetilla. Arreglose la falda y se cruzó las manos sobre el regazo. Entonces el eunuco mayor volvió a la puerta y anunció que ya la familia podía aproximarse a la emperatriz del Palacio Occidental. Llegáronse uno por uno, primero el tío, y luego su madre, y los primos mayores de la misma generación, y sus esposas, y los hermanos de Tzu Hsi, y su hermana, y los primos jóvenes de su generación. Todos se inclinaban ante ella, que tenía a su espalda una hilera de eunucos y a su derecha al que los mandaba.

Al principio Tzu Hsi se condujo como una emperatriz debe conducirse. Recibió los homenajes de su familia con gran apariencia de dignidad, con la excepción de que cuando su tío y su madre le hicieron la venia, indicó al eunuco mayor que los mandara levantar e invitara a sentarse.

Concluyeron las ceremonias. Nadie sabía qué decir. Todos habían de esperar a que la emperatriz hablase. Ella paseaba la mirada de un rostro a otro. Había deseado dejar su alta posición, y hablar como solía; y correr por la casa, y tener la libertad que otrora tuviera. Pero allí se encontraba el eunuco jefe vigilando cuanto hacía su señora.

Durante cierto espacio de tiempo Tzu Hsi meditó en la forma de cumplir lo que había anhelado. Pero allí todo era formulario y estaba dispuesto de acuerdo con el orden de las generaciones. Los mayores estaban sentados y los jóvenes de pie, y todos esperaban que ella fuese la primera en hablar. Mas ¿cómo expresarse en la forma grata a su corazón?

De pronto tamboreó con sus largas uñas, calzadas de plata, sobre el lado derecho de la pulida mesa e hizo un signo con la cabeza al jefe de los eunucos para darle a entender que tenía algo que decirle. Él se acercó, inclinose y ella le habló al oído:

—Quitaos de en medio tú y tus eunucos. ¿De qué placer voy a gozar aquí si estáis vosotros para oír cuantas palabras diga y observar cuantos ademanes haga?

El eunuco mayor se sintió disgustado y contestó, en un cuchicheo no tan refrenado que no pudiera ser entendido:

—Venerable, el Hijo del Cielo me ordenó que no me separase de tu lado.

Tzu Hsi se enfureció instantáneamente. Golpeó el suelo con el pie, tabaleó en la mesa y, mirando al jefe de eunucos, hizo con la cabeza tal movimiento de irá que las perlas de su toca temblaron sobre los hilos metálicos que las unían. Su eunuco personal, Li Lien-ying, que se hallaba cerca de ella sosteniendo su abanico y su cajita-tocador, notó que se encendía la furia de su señora y, sabiendo muy bien lo que eso presagiaba, tiró de la manga de su jefe.

—Hermano mayor —cuchicheó—, mejor será dejarla realizar sus caprichos. ¿Por qué no descansas un rato? Yo quedaré aquí cerca y la vigilaré.

Era difícil conjeturar si el jefe de eunucos prefería obedecer a la emperatriz o al emperador, pero se cansaba con facilidad y hallábase fatigado de permanecer tanto tiempo de pie. Aprovechó, pues, la ocasión y se retiró a otro cuarto. Viéndole alejarse, Tzu Hsi se consideró libre de un mentor, ya que Li Lien-ying era para ella poco más que un mueble, sin más misión que tenerle a mano los objetos que ella podía necesitar. Levantose de su asiento, se dirigió a su tío e hizo una inclinación. Luego abrazó a su madre, apoyó la cabeza en su recio hombro y lloró.

—¡Qué solitaria —murmuró— me encuentro en Palacio!

Todos quedaron consternados al oír aquella queja. Ni siquiera la madre sabía qué decir y se limitaba a estrechar entre los brazos a su hija. Y en aquel largo momento Tzu Hsi comprendió por el silencio de los que amaba que también ellos eran impotentes para remediar su mal. Levantó orgullosamente la cabeza, rió, con los ojos húmedos aún, e increpó a su hermana:

—Vamos, quítame esta cosa tan pesada que llevo en la cabeza.

Su hermana se acercó y le quitó el ornamento manchú. Li Lien-ying lo tomó y colocolo cuidadosamente sobre una mesa. Sin aquel atributo de su dignidad todos vieron ahora que Tzu Hsi, a pesar de las joyas de sus manos y muñecas, era la misma alegre muchachita que siempre había sido. Todos comenzaron a platicar, y las mujeres se acercaron, le cogieron las manos, examinaron sus sortijas y brazaletes e hicieron mil ponderaciones de su belleza.

—Tienes el cutis muy blanco y muy suave —decían—. ¿Con qué te lo frotas?

Ella les informó:

—Con un ungüento de la India, hecho de crema fresca y corteza de naranja molida. Eso es todavía mejor que la grasa de carnero que suele usarse.

—¿Con qué preparáis esa crema? —le preguntaron.

—Con leche concentrada de borricas —contestó.

Hiciéronle otras interrogaciones menudas, pero nadie osó formularle ninguna que versara sobre la existencia que llevaba en la Ciudad Prohibida, ni sobre cómo la trataba su señor, ni sobre el heredero del Trono. Temían usar alguna palabra que pudiera acarrearles mala fortuna por casualidad o inadvertencia. Tal sucedía, por ejemplo, con el vocablo «amarillo», el cual, por ser imperial, podría parecer inofensivo. Pero sucedía que también se mencionaba para referirse a las Fuentes Amarillas, lo que significaba muerte, y la muerte no podía ser mencionada cerca del Hijo del Cielo o de su heredero. No obstante, Tzu Hsi no podía ocultar lo que se regocijaba en su hijo, y como nadie hablaba de él habló ella, diciendo con expresión de felicidad:

—Hubiera querido traer conmigo a mi niño para enseñároslo, pero cuando se lo pedí a mi muy alto señor, él me contestó que no convenía, para evitar que un mal aire, o una sombra, o algún espíritu cruel causara daño a su hijo. Mas te aseguro, madre mía, que contemplar a ese niño deleitaría tu alma. Puesto que yo no puedo traerle, menester será que le visites tú.

Formó un círculo con los dedos, uniendo el índice y él pulgar.

—Tiene los ojos así de grandes, y está muy gordo, y huele muy bien, y no llora nunca, y siempre está ansioso de alimento, y va a tener los dientes tan blancos como perlas, y, aunque es tan pequeño todavía, ya quiere ponerse derecho, y tiene las piernas sólidas como columnas y el cuerpo muy fuerte. La madre exclamó:

—¡Calla, mujer, calla! ¿No ves, imprudente, que si los dioses te oyen pueden desear la destrucción de semejante niño?

Y la buena mujer miró arriba y abajo y alrededor, y aseveró en voz alta:

—Nada de eso es como tú dices. He oído asegurar que ese muchacho es caprichoso, y débil, y…

Tzu Hsi, riendo, apoyó una mano en la boca de su madre.

—Yo no tengo tales temores.

—No digas eso —insistió la madre, con voz sofocada bajo la presión de la mano de su hija.

Tzu Hsi seguía riendo. A poco andaba por todas partes, recorriendo las estancias que tan bien conocía y embromando a su hermana a propósito de que ahora tenía toda la cama para ella. A solas con su madre en uno de los aposentos, preguntó qué proyectos matrimoniales se albergaban respecto a la muchacha, y se ofreció a encontrarle un marido entre los jóvenes nobles.

—Porque —dijo— puedo buscar un hombre mozo y apuesto que se case con mi hermana.

La madre se mostró agradecida.

—Si puedes hacerlo —aseguró—, habrás realizado un acto de amor filial y una buena obra.

Así pasaron las horas. Todos se sentían alegres, porque Tzu Hsi lo estaba. Hubo a media tarde un excelente festín. Lu Ma andaba muy ocupada y constantemente reprendía a las cocineras contratadas para la ocasión. Concluyó la merienda cuando el día estaba próximo a convertirse en noche, y el eunuco mayor reanudó sus deberes. Acercándose a Tzu Hsi la requirió para que se preparase a despedirse.

—Ha llegado la hora, Venerable —dijo—. Tengo órdenes de Su Elevadísima Alteza y es mi obligación obedecerle.

Ella comprendió que no había escape y cedió graciosamente. Una vez más volvía a ser la emperatriz. Li Lien-ying le puso la toca y Tzu Hsi tornó a sentarse en la sala con muy compuesto y formulario talante. En el acto sus parientes se tornaron en sus súbditos. Se adelantaron uno a uno, le tributaron homenaje y se despidieron. Ella les correspondió con palabras adecuadas y dio regalos a todos y dinero a Lu Ma.

Al fin terminaron los adioses. Ella permaneció unos pocos minutos en silencio, dirigiendo los ojos a todas partes. Había pasado un día de profunda felicidad, dedicado a renovar los sencillos afectos de la niñez. Adivinaba además que era la última vez que iba a pisar aquella casa. Todo parecía igual, pero ella, a pesar de la fidelidad de su corazón, se daba cuenta de que no era lo mismo. Todos la amaban aún, mas su amor se mezclaba con deseos y esperanzas de lo que ella podía hacer para favorecerlos. Su tío había aludido a las deudas que tenía y no pagaba. Sus hermanos ansiaban diversiones y su madre le rogó que no olvidase la promesa hecha en favor de su hermana. Ella, compasiva y generosa, prometió atenderlos.

Se proponía hacerlo porque estaba a su alcance. Mas ahora retornaba a sus soledades y las encontraba diez veces más pesadas para su corazón, porque conocía que todos la amaban por algo más que por si misma. Al pensar que la apreciaban por lo que podía hacer y por lo que podía dar, sintió que el corazón se le abatía. Había vuelto en cuerpo a su antigua casa y durante algunas horas había compartido la efusión de los espíritus de todos, más ahora comprendía que la separación era para siempre. El destino la impelía hacia delante y los que habían sido los suyos debían de ser dejados atrás. No existía posibilidad de retorno.

Cuando esta certidumbre se apoderó de su ser, disipose toda su alegría. Con firmes pasos atravesó la sala y entró de nuevo en su palanquín, cuyas cortinillas corrió el eunuco mayor. Tzu Hsi volvió de nuevo a la Ciudad Prohibida. Cuando se aproximaba a la gran Puerta Meridiana, la música de la Guardia Imperial anunciaba el fin del día. El tambor mayor batía el parche con ritmo tan rápido que los palillos, con sus rotundos golpes, recordaban el latido de un potente corazón. En el crepúsculo los trompeteros, en pie, levantaban al unísono sus largas trompetas de bronce y precisamente en aquel momento prorrumpían en una larga y trémula clarinada, que comenzaba blandamente e iba aumentando en fuerza, siempre siguiendo el compás del ruidoso tambor. Al fin se extinguieron las voces de las trompetas, después de disminuir la energía de sus notas. Aquella música se repitió una vez y otra, hasta que los trompeteros dejaron morir los sonidos tan lentamente que parecían quejas perdidas en la distancia. El tambor mayor suavizó el redoble y concluyó con tres lentos golpes de sus palillos. Siguió una pausa de silencio y al cabo Jung Lu agitó tres veces una campanilla de bronce.

Y cayó la noche. Y se reiteró la nocturna rutina. Los vigilantes marcharon a sus tareas y Tzu Hsi, en su palanquín, traspasó las vastas puertas y oyó cómo se cerraban a sus espaldas.

El invierno terminó tardíamente y la demorada primavera sufrió nuevas dilaciones en su llegada, porque empezaron a soplar del Norte malignos vientos. Torbellinos de arena torturaban la ciudad. Las gentes cerraban sus puertas y condenaban sus ventanas, pero el viento introducía la fina y pálida arena por todas las grietas de las paredes.

Tampoco faltaban malas noticias del Sur. El virrey Yeh había obedecido los mandatos del Trono del Dragón. Contemporizó, dilató las cosas, no replicó a los muchos mensajes del inglés Sir John Bowring, y cuando se le informó de que un sacerdote francés había sido muerto en un lugar de su jurisdicción, no contestó a tal aviso ni a la demanda de indemnización que formuló el ministro de Francia. Y, con todo, según anunciaba el virrey al Trono del Dragón, los blancos, en vez de apaciguarse con tales métodos, se mostraban cada vez más amenazadores, por lo que el virrey deseaba ulteriores instrucciones del Hijo del Cielo. ¿Qué procedía hacer si la guerra estallaba de nuevo? Entretanto surgía otra pequeña perturbación. Las familias de los hombres decapitados que formaran la tripulación del buque La Flecha estaban encolerizados y sus hijos y nietos se habían unido a los chinos rebeldes para vengarse del virrey, que representaba al distante emperador. Y era lo peor de todo que, según se rumoreaba, el inglés Elgin, noble y poderoso señor, se preparaba a zarpar con la escuadra inglesa, siguiendo la costa hacia el Norte, con el propósito de entrar en el puerto de Tien-tsin. Su finalidad era atacar los fuertes de Taku, que protegían la capital.

Cuando el emperador leyó aquel informe, enfermó, guardó cama y se negó a comer. Hizo llamar a su hermano, el príncipe Kung, y le entregó el documento sin decir palabra. Mandó que Tzu Hsi lo leyese también y que los dos le dieran su consejo.

Aquélla fue la primera vez en que Tzu Hsi entró en franco desacuerdo con el príncipe Kung. Discutieron en la biblioteca imperial en presencia del eunuco mayor y de Li Lien-ying, quienes oyeron todo lo que se decía.

El príncipe Kung observó razonablemente:

—Venerable, te repito que no es prudente enojar a los hombres blancos hasta el punto de despertar su ira. Tienen cañones y barcos de guerra y son bárbaros de corazón.

—¡Qué se vuelvan a sus tierras! ¡Hemos probado a tener paciencia y hasta la paciencia falla! —exclamó Tzu Hsi.

Estaba muy bella cuando se mostraba altanera y el príncipe Kung suspiró al ver tanta hermosura y tanto orgullo. Pero en el fondo de su corazón reconocía que la energía de aquella mujer superaba con mucho a la suya y ciertamente a la de su hermano mayor. No cabía negar que los tiempos exigían vigor.

—Carecemos de medios para obligarlos a irse.

Ella replicó:

—Carecemos de medios si nos falta voluntad. Podemos matarlos a todos, ahora que son pocos aún, y tirar sus cadáveres al mar. ¿Acaso los muertos vuelven?

Él protestó contra tal arrebato:

—¿Y acabará la muerte con todos ellos? Cuando los compatriotas de los muertos conozcan la matanza enviarán cien hombres blancos por cada caído, y llegarán con sus muchos navíos de guerra, y usarán sus mágicas armas contra nosotros.

—No los temo —declaró Tzu Hsi.

—Pues yo les temo grandemente —aseguró el príncipe Kung—. No sólo temo sus armas, sino a ellos mismos. Cuando se ven atacados devuelven diez golpes por uno. No, no, Venerable. El único camino seguro es la mediación, y las dilaciones y los tratos, como tú discretamente aconsejaste hace tiempo. Ésas deben seguir siendo todavía nuestras armas. Necesitamos confundirlos y desorientarlos con aplazamientos y promesas incumplidas, alejando, por ahora, el funesto día de su ataque. Debemos fatigarlos y desdeñarlos, pero mostrarnos siempre corteses cuando les hablemos. Como cediendo siempre, pero sin ceder nunca. Ésta es la más práctica de las sabidurías.

Así se decidió al fin. Pero, como Tzu Hsi seguía manifestándose rebelde, el príncipe Kung aconsejó a su hermano mayor, el emperador, que se le procurasen algunas diversiones. Podía permitírsele que pasase la estación calurosa en el Palacio de Verano, extramuros de la ciudad de Pequín. Allí, entre lagos y jardines, Tzu Hsi podía entretenerse con el heredero del trono y la compañía de sus damas, con lo que acaso olvidara las complicaciones nacionales.

—La emperatriz del Palacio Occidental tiene mucha afición a las representaciones teatrales. Construyamos —sugirió Kung— un teatro en el Palacio de Verano y contratemos actores que la diviertan. Mientras tanto, yo consideraré con los consejeros la réplica que debe enviarse al Sur. Y debemos recordar que, al llegar la verde primavera, hay que celebrar el primer cumpleaños del heredero, por lo que conviene anunciarlo pronto para que el pueblo prepare sus dones. Así todos distraerán su ánimo mientras nosotros estudiamos debidamente los peligros que nos esperan.

El príncipe Kung procuraba de este modo calmar la furia de Tzu Hsi y dirigir sus pensamientos al placer en lugar de meditar soberbias venganzas contra los hombres blancos. En el fondo de su ánimo se sentía muy inquieto y deseaba el consejo con los príncipes, los ministros y cualquier persona en cuya prudencia pudiese confiar. Preveía para un futuro no muy lejano la creciente amenaza de los hombres occidentales. Éstos habían descubierto los tesoros de la antigua Asia y, como pertenecían a naciones jóvenes y pobres, ¿de qué modo se les podía convencer de que abandonasen lo que habían encontrado? Hasta que la defensa se planease había que aplacarlos, aunque él no veía cómo. Se sentía conturbadísimo, no conciliaba el sueño por las noches y había perdido el apetito. Reflexionaba en cosas más profundas que cuantas alcanzaba a sondear. Los antiguos sistemas civilizados que se fundan en la paz y la sabiduría estaban amenazados por una fuerza brutal y nueva. ¿Qué prevalecería y dónde radicaba la fuerza definitiva? ¿En la violencia, o en la paz?

Tan graves eran los tiempos, que el emperador, en el quinto mes del año, renovó un rito rara vez observado por sus antecesores desde la época de la precedente dinastía de los Ming. Durante la Fiesta Primaveral de los Muertos, en aquel año lunar, el emperador, lamentablemente acongojado y temeroso, anunció que iba a adorar a los dioses en el Templo Supremo de los Antepasados Imperiales. Aquel antiquísimo templo se alzaba en un vasto parque donde grandes pinos cubrían en sus copas las techumbres, alejando el sol. Tales pinos, más viejos que la memoria del hombre, estaban retorcidos y sus troncos roídos por el viento y la arena. Al pie de ellos crecían musgos que formaban una alfombra más profunda que muchas amontonadas piezas de terciopelo. En el interior del templo se hallaban los santuarios de los emperadores difuntos, con sus respectivos nombres inscritos sobre tablillas de madera valiosa. Descansaba cada tablilla sobre un cojín de raso amarillo. Solitarios sacerdotes vestidos de amarillo erraban por el parque y cuidaban del templo, y el silencio parecía cubrirlo todo con una losa tan pesada como las centurias transcurridas. En aquel silencioso lugar no cantaba pájaro alguno. Garzas blancas llegaban en primavera y anidaban en los retorcidos pinos. Allí criaban a sus pequeñuelos y en el otoño emprendían el vuelo y se alejaban.

Durante la Fiesta de los Muertos el emperador fue a aquel lugar con sus príncipes, duques, consejeros y ministros superiores. Era la hora que precede al alba y la niebla, insólita en aquel clima septentrional, se elevaba de la tierra al cielo, impidiendo reconocerse entre sí incluso a los más allegados. Dos días antes de la fiesta las antiquísimas tablillas de los difuntos emperadores manchúes habían sido sacadas de su edificio privado, cercano a la biblioteca imperial, y a la luz de linternas de cuerno, porque eran muy oscuras las sombras bajo los pinos, los eunucos, mandados por su jefe, las habían dispuesto dentro del templo en sus correspondientes once santuarios.

Ya todo estaba preparado para la llegada del Hijo del Cielo. Había pasado la noche en el Pabellón de la Abstinencia, sin comer, beber ni dormir. Durante tres días el pueblo de toda la nación no había probado la carne, ni saboreado el ajo, ni el aceite, ni bebido vino, ni oído música, ni asistido a representaciones teatrales, ni invitado a nadie a sus casas. Los tribunales de justicia se cerraron durante aquellos tres días y no hubo en ese tiempo litigio de ninguna clase.

En la hora gris que precedía a la aurora el matarife de la Corte informó que ya había matado las reses destinadas al sacrificio, vertiendo su sangre en cuencos y enterrando sus huesos y su piel. Los príncipes y los duques testificaron que se había escrito ya la plegaria que el Hijo del Cielo había de pronunciar ante los antecesores guardianes del imperio, cuyas tablillas se hallaban colocadas verticalmente sobre los altares en sus almohadones de raso amarillo.

El emperador recibió tales noticias y se levantó para que el jefe de eunucos le revistiera de las solemnes ropas de sacrificio, de color purpúreo oscuro con adornos dorados. Después, apoyándose en dos parientes cercanos, primos carnales suyos, entró en el Templo Supremo, donde su hermano menor, el príncipe Kung, esperaba para recibirle. No había cerca extraño alguno. Incluso los eunucos del templo se retiraron antes de que entrara en él el Hijo del Cielo, cuyos primos permanecieron en pie a la puerta. Los príncipes imperiales se adelantaron hacia el emperador y, después de rendirle pleitesía, le llevaron de uno a otro de los once altares sagrados. El emperador efectuó ante cada uno nueve reverencias y presentó ofrendas de vituallas y vino, repitiendo ante cada altar la misma plegaria. En ella se impetraban la paz y se pedía seguridad contra los nuevos enemigos venidos del Oeste. La plegaria era larga y el emperador la leyó once veces, lentamente y en voz tan alta como le fue posible. Notificó a los espíritus de los grandes muertos lo que habían hecho los hombres occidentales, cómo emprendían la guerra, cómo se adueñaban de territorios y cómo procedían cual miembros de tribus bárbaras, acercándose en buques que vomitaban fuego para amedrentar a las gentes. También especificó la forma en que aquellos hombres insistían en imponer un comercio que no se deseaba.

En el curso de su plegaria el emperador declaró:

—Nosotros tenemos nuestros dioses, ¡oh venerables antecesores! No necesitamos los artilugios occidentales. ¿Qué nos pueden faltar, con la protección del cielo y de nuestros venerables guardianes, los antepasados? Arrojad los extranjeros al mar. ¡Enviad pestilencias que los destruyan! Lanzadles insectos venenosos que los acosen y víboras que los muerdan y maten. ¡Guardianes de nuestro pueblo, devolvednos la integridad de nuestra tierra y dadnos la paz!

Cuando concluyeron las preces era casi la hora en que el sol apunta y, en la indecisa claridad del alba, volaban bandadas de blancas palomas que, anidando ordinariamente en los aleros del templo, despertaban con el nacer del día y, tendiendo las alas, giraban sobre los pinos, describiendo círculos. Las bujías de las linternas no brillaban apenas. Ya salía el sol y en sus pálidos rayos, que penetraban mortecinos por las puertas del templo, danzaban miríadas de partículas de polvo.

Había terminado el sacrificio. El soberano salió del templo, entró en su imperial palanquín y regresó a palacio. Y en toda la nación la gente reanudó su vida acostumbrada. Todos se sentían consolados al saber que el Hijo del Cielo se había inclinado ante sus antecesores, informándoles de la situación y orando en nombre del pueblo.

Los ritos de la Fiesta Primaveral de los Muertos alentaron a tal punto al emperador, que, al acercarse el sexto mes de la luna, cuando ya el calor del verano se intensificaba, él mismo decidió ir con sus dos consortes y el heredero al Palacio de Verano. Toda la Corte le acompañaría.

Hasta entonces, aunque había deseado ir, los disturbios de la nación, que tanto le desasosegaban, se lo habían impedido. ¿Qué pasaría si los rebeldes chinos, aprovechando su ausencia se insurreccionaban, o si los occidentales se enfurecían repentinamente y, según amenazaban hacía tiempo, subían con sus buques y desembarcaban en el Norte? Pero ninguna de tales eventualidades se había producido y, aunque el virrey Yeh seguía preocupado, la táctica de medias tintas, evasivas y dilaciones había dado ciertos resultados y logrado contener hasta entonces a los hombres blancos y a los rebeldes del mediodía.

Una noche en que la luna de verano brillaba, redonda, en el cielo, Tzu Hsi, con encantadora sonrisa, interpeló al emperador:

—Señor —dijo—, ven conmigo al Palacio de Verano. El aire de las colinas te devolverá la salud.

El emperador necesitaba, en verdad, un turgente alivio. La parálisis progresiva que le aquejaba hacía cinco años estaba a punto de inmovilizarle los miembros. Había días en que, imposibilitado de andar, tenía que hacerlo apoyándose en dos eunucos como en dos muletas. En ocasiones no podía levantar la mano a la altura de la frente. Sentía completamente insensible el lado izquierdo, lo que constituía para él una inacabable aflicción, además de que la parálisis gravitaba abrumadoramente también sobre el resto de su cuerpo. Cedió, pues, a las instancias de aquella mujer deliciosa, que le animaba y le daba fuerzas hasta un extremo vedado a cualquier otra criatura viviente, y marcó un día del siguiente mes para el traslado al Palacio de Verano, que distaba nueve millas de su ciudad.

Tzu Hsi, aunque desempeñaba con toda majestad el papel de emperatriz, era tan joven todavía que el mero pensamiento de aquellas vacaciones agitaba todo su ser como una infusión de vino caliente. Aún no tenía amor alguno a los severos y magníficos palacios en que parecía condenada a vivir. Y, sin embargo, habíase procurado en ellos lugares aislados para su uso privado. Incluso supo conseguir jardines secretos apropiándose patios olvidados y terrazas a las que nadie iba nunca. Allí solía retirarse cuando quería olvidar los problemas del estado, que prácticamente dependían de ella. Tenía en su palacio una perrilla que criaba cachorros para la diversión de Tzu Hsi, así como grillos en jaulas y aves de esplendentes colores. Pero no amaba tanto a estos animalitos como a los silvestres que anidaban en los árboles o moraban en los estanques. Imitaba tan bien el canto del grillo, que hacía a un insecto de esa clase subir a su dedo índice, mientras con la otra mano ella acariciaba sus frágiles alas. A fuerza de paciencia llegó a remedar de tal modo el canto del ruiseñor en el crepúsculo, que hacía que aquellos pájaros, embriagados, acudiesen a volar en torno a su cabeza. Cuando esto sucedía experimentaba una felicidad casi infantil. Entonces se sentía amada por sí misma y no por los favores que podía conceder. A veces, con su hijo en el regazo, olvidaba que era heredero del trono. Contemplando los dos las evoluciones de un grupo de patitos recién salidos, o los retozos de los cachorrillos, reían a veces tan fuerte y con tal ingenuidad, que sus damas, maravilladas, disimulaban sus sonrisas detrás de sus abanicos.

Pero Tzu Hsi no temía sonrisas ni reproches. Era como era y continuaría siendo: una criatura tan libre como aquellas con las que le gustaba jugar.

No obstante, aunque las murallas de la Ciudad Prohibida abarcaban un recinto de cuatro millas cuadradas, ella se sentía confinada en aquel ámbito y anhelaba salir del perímetro de los muros y conocer el Palacio de Verano, lugar de delicias del que había oído hablar a menudo, pero donde jamás había estado ni ido de visita siquiera.

Aquel Palacio de Verano, o retiro de placer había sido construido varios siglos antes por los emperadores que entonces gobernaban, los cuales eligieron el emplazamiento porque allí corría una inagotable fuente de aguas claras, puras, potables y siempre frescas. Por sus cualidades se daba a aquel manantial el nombre de Fuente de Jade. El primer Palacio de Verano fue destruido en una guerra y reconstruido hacía dos siglos por el imperial antepasado K’ang Hsi, que reinaba entonces. Su hijo Ch’ien Lung, que le sucedió, unió todos los pabellones separados, conjuntándolos dentro de un vasto parque, salpicado de lagos y surcado de arroyos, que cruzaban puentes de mármol o de dura madera pintada y trabajada por magistrales artífices. Ch’ien Lung tenía mucho amor a su obra y cuando oyó que el rey de Francia poseía palacios y jardines semejantes en su distante tierra, preguntó a los ministros franceses y a los sacerdotes jesuitas si el rey francés tenía algo que faltase al emperador chino. Porque los emperadores de aquellos días no chocaban con los hombres occidentales, e incluso los acogían con gusto, sin presumir que aquella gente pudiera más adelante hacerles daño alguno.

Cuando Ch’ien Lung conoció las cosas bellas que el rey francés atesoraba, quiso imitarlas y añadió elementos de occidental belleza a los que ya encerraba el Palacio de Verano. Por su parte los jesuitas, esperando hallar favor en el gran emperador, trajeron de Francia e Italia reproducciones pictóricas de los palacios europeos y Ch’ien Lung las estudió minuciosamente y tomó de ellas todo lo que complugo a su fantasía. Después de la época de Ch’ien Lung el Palacio de Verano estuvo cerrado durante largo tiempo, porque el nuevo monarca, Chia Ch’ing, prefería el Palacio del Norte, situado en Jehol, y allí murió, herido por un rayo, un día de verano, mientras estaba en compañía de su concubina favorita. T’ao Kuang, hijo de Chia Ch’ing y padre del actual emperador Hsien Feng, era un avaro y no permitía a la Corte trasladarse al Palacio de Verano ni siquiera en la estación calurosa, porque no quería hacer gastos.

La Corte se puso en camino risueña y animada poco después de amanecer un bello día de verano. Cubría la tierra el matinal rocío, sentíase ya calor, y flotaba en el aire una insólita neblina. Tzu Hsi se levantó temprano y ordenó a sus mujeres que la vistieran con prendas sencillas, idóneas para el campo. Pusiéronle, pues, un fino vestido de seda con adornos de fibra de ananás, importada de las islas del Sur. El vestido era de color verdemar y no lo realzaba joya alguna, excepto las acostumbradas perlas. En su prisa pueril la emperatriz estuvo preparada horas antes de que despertasen y vistiesen al emperador. Aún hubo de aguardar Tzu Hsi a que su señor se desayunase.

Era media mañana cuando el cortejo imperial se puso en marcha. Iban primero los nobles, luego los príncipes y sus familias y al fin, la Guardia Imperial a caballo, con Jung Lu a la cabeza, sobre un gran corcel blanco. Tras ellos, y precediendo al palanquín del emperador protegido por amarillas cortinas, Tzu Hsi viajaba en su propio palanquín, con su hijo y la nodriza. Paralelo al de Tzu Hsi avanzaba el de Sakota, la emperatriz del Palacio Oriental. Hacía muchos meses que las dos mujeres no se veían, y al distinguir la pálida faz de su prima aquella mañana, Tzu Hsi se dirigió reproches interiores a sí misma y prometió en su corazón renovar su trato con la otra consorte en cuanto dispusiera de algún tiempo libre.

El séquito imperial recorría calles desiertas y silenciosas. De mañana, triangulares banderines amarillos habían sido colocados a lo largo del itinerario elegido por el Hijo del Cielo, y de este modo se advertía al pueblo que ningún hombre, niño ni mujer debía estar en la calle a aquella hora. Las puertas de todas las casas estaban cerradas, las ventanas tenían corridas las cortinas y, en los cruces de las calles con la calzada principal, cortinajes de amarilla seda prohibían la entrada de los ciudadanos.

Cuando el Hijo del Cielo salió por la Puerta Meridiana, redoblaron los tambores y sonaron los batintines, dando la señal, y al oír este estrépito las gentes se retiraron a sus moradas y escondieron sus rostros. Volvieron los tambores a redoblar y a retumbar los gongos, y entonces se retiraron también quienes alfombraban la ruta con arena amarilla. Por tercera vez hubo una tamborilada y un batir de gongos, y a esta advertencia los nobles de los clanes manchurianos, todos vestidos con sus mejores ropas, se arrodillaron a entrambos lados de la calzada por donde pasaba el Hijo del Cielo escoltado por un millar de guardias. En los antiguos días los emperadores cabalgaban siempre sobre grandes corceles árabes, embridados de oro y con sillas cubiertas de enjoyado terciopelo. Pero Hsien Feng, el actual gobernante, no era capaz de sostenerse a caballo y tenía que viajar en palanquín. Además no le gustaba que le vieran, porque se sabía flaco y macilento, y por eso no permitía a los eunucos que alzasen las cortinillas. Escondido y en silencio fue, pues, llevado a lo largo de la enarenada ruta y los nobles arrodillados no le vieron ni oyeron su voz.

En la aldea de Hai T’ien, fuera de la muralla de la ciudad, el camino doblaba al Este. Los palanquines del emperador y de sus dos consortes, con toda la Corte, atravesaron el pueblo. Reinaba allí gran movimiento, porque los guardias imperiales iban a alojarse en el poblado. Los príncipes, duques y otros nobles tenían mansiones veraniegas y fincas en la campiña circundante, de manera que podían con toda facilidad servir al emperador en el Palacio de Verano. Así los lugareños sentíanse muy optimistas, pues cuando la Corte residiera en el palacio de Yüan Ming Yüan, ellos se enriquecerían.

Cerca de la hora del crepúsculo el cortejo imperial se aproximó a las puertas del Palacio de Verano. Mirando entre las cortinillas Tzu Hsi vio los majestuosos quiciales de blanco y esculpido mármol, flanqueados por dorados leones. La verja estaba abierta con anticipada espera y el palanquín de la joven traspasó el umbral y penetró en la quietud del vasto parque. Sin poder reprimirse, Tzu Hsi descorrió las cortinillas y miró y distinguió un paisaje de ensueño. Sobre verdes laderas parecían estar suspendidas primorosas pagodas y nítidos arroyuelos se deslizaban, rumorosos, al lado de sinuosos caminos pavimentados de mármol. De níveo mármol labrado eran también los múltiples puentes que conducían a cien pabellones todos diferentes entre sí, todos muy bellos, todos cubiertos de aros y azulejos multicolores. Para conocer su conjunto no hubiera bastado una vida entera. Hasta tanto como la emperatriz podía suponer, la mayoría de aquellas esplendideces permanecían desconocidas de casi todos, incluso los grandes palacios trazados hacía tanto tiempo y enriquecidos por cada emperador en su época. ¿Qué decir del famoso reloj de agua, cuyos doce animales arrojaban el precioso fluido procedente de la Fuente de Jade, haciéndolo cada uno dos horas seguidas? Tzu Hsi había oído contar que todos los palacios estaban colmados de tesoros, no sólo de Oriente, sino de Europa y el resto de las tierras occidentales. Su alma, amante del placer, se regocijó. Sentíase impaciente de quedar libre para andar por donde le pareciera.

Ya llegaba el ocaso cuando su palanquín fue puesto en el suelo y apartadas las cortinillas por Li Lien-ying. Salió y miró como quien se halla en un país de hadas, encantado y desconocido. Al contemplar lo que la circundaba, y por una extraña casualidad, sus ojos dieron, sin quererlo ni esperarlo, con Jung Lu. Se hallaba solo, porque sus soldados se agolparon detrás del emperador, cuyo palanquín había llegado ya al gran vestíbulo de acceso. Inesperadamente Jung Lu levantó la cabeza y encontró los ojos que conocía tan bien. Las miradas de los dos se entrecruzaron y por un instante se fundieron sus corazones.

Pero aquel instante pasó en seguida y los dos volvieron apresuradamente la cabeza. Tzu Hsi, seguida de sus damas, entró en el palacio que le habían asignado. Una súbita felicidad había nacido en ella. Rebosaba de vivida alegría acrecida con cuanto iba descubriendo según pasaba de una estancia a otra.

La mansión que le correspondía llamábase Palacio del Contento. Era bastante viejo y hasta su misma antigüedad subyugaba a la joven. Allí habían ido emperadores con sus cortes para buscar el placer y olvidar las cargas de su estado, y allí pudieron encontrar la paz en la alegría.

Cuando Tzu Hsi hubo visto todo lo que aquel día pudo ver, volvió a la entrada del edificio y, de pie sobre el amplio umbral abierto al crepúsculo, extendió los brazos como si quisiera abrazar el paisaje, exquisito y sereno, en la clara magnificencia del sol del expirante atardecer.

—Aquí es dulce hasta el aire —dijo a sus damas—. Respiradlo y sentiréis qué ligero parece al colmar los pulmones. Comparadlo con el aire pesado que nos rodea en el interior del recinto de la ciudad amurallada.

Las damas respiraron como se les ordenaba y todas se manifestaron de acuerdo con la emperatriz. El aire, en efecto, era puro y fresco, aunque no frío.

Tzu Hsi exclamó:

—¡Quisiera pasar aquí toda mi vida y no volver jamás a la Ciudad Prohibida!

Sus damas protestaron contra tal deseo. ¿Cómo se iba a prescindir de ella en aquel centro de la vida nacional?

Tzu Hsi insistió:

—Bien, pero por lo menos no hablemos aquí de nada que no sea causa de regocijo. En este lugar ha de olvidarse todo lo que disguste o sea susceptible de producir dolor o querella.

Un coro de suaves murmullos y suspiros de sus damas expresó la conformidad de todas. Tzu Hsi, deseosa de continuar su examen de la múltiple variedad de jardines y palacios, se entretuvo en el umbral. Pero el día llegaba a su fin, declinaba el sol tras los remates de las pagodas y las últimas claridades vespertinas desvanecíanse sobre lagos y arroyuelos. Pronto hasta las sombras de los puentes de mármol dejaron de proyectarse sobre las aguas. Terminaba el día.

—Voy a retirarme temprano —dijo Tzu Hsi—. Para levantarme al amanecer. Aunque permanezcamos muchos días en este delicioso paraje, no bastarán para ver todo lo que aquí puede verse ni para lograr tanto placer como cabe.

Las damas afirmaron lo mismo y apenas se había levantado la luna, cuando Tzu Hsi entró en sus habitaciones. Se le sirvió una refacción ligera de dulces y otros manjares de capricho, bebió el té verde que tanto le gustaba, se bañó, cambió sus ropas interiores de seda y se fue al lecho. Al principio no conseguía dominarse, en la delicia de respirar el dulce aire de la noche y por dos veces, cuando ya sus cansadas mujeres dormían, se levantó para asomarse a las abiertas ventanas. El palacio dominaba desde la altura los muros que rodeaban el parque y más allá se perfilaban los contornos de las distantes montañas, pálidas bajo la luna.

Descendió sobre su espíritu una paz tan profunda, que parecía el preludio del sueño mismo, aunque seguían despiertos todos los sentidos.

Ante ella se extendía el paisaje bañado en la dorada luz de la luna. Llegaba a su olfato la fragancia de las lilas florecidas de noche y a su oído la límpida llamada de las aves recién llegadas de sus emigraciones. Su soledad se mitigaba, apagábase el temor de guerras y disturbios, se dulcificaba su impetuoso corazón y sus pensamiento fluían por cauces más sosegados. A la derecha, allende la terraza, se levantaba el Palacio de la Nube Flotante, asignado a Sakota.

Al otro día…

No, no al otro, sino cualquier día en que se sintiera completamente feliz cumpliría su resolución de renovar su amistad fraternal con Sakota. Era curioso pensar que las que habían crecido juntas, bajo el mismo techo, en la calleja del Peltre, habían de terminar viviendo también juntas en sus respectivos palacios, teniendo ambas por señor y esposo al emperador.

Su mente, nunca capaz de permanecer largo tiempo en reposo, la llevó a evocar a su primo Jung Lu. Le había visto aquel día un solo momento y las miradas inciertas de sus ojos se habían encontrado, fundido y separado de nuevo a despecho de los dos.

Súbitamente anheló con toda el alma oír la voz de aquel a quien sabía tan cercano. Puesto que era su pariente, ¿no podía llamarle con pretexto de hacerle cualquier consulta? Pero ¿qué consulta? Su ánimo se afanaba en buscar alguna excusa que la justificase. Había prometido a su madre, y no cumplido todavía, casar a su hermana con un príncipe. Respecto a tal punto, ¿no podía pedir consejo a un primo? Diría sinceramente al fiel Li Lien-ying, su eunuco particular: «Por una cuestión de familia, que consiste en unas promesas que he hecho a mi madre, deseo hablar y consultar a mi pariente, el comandante de la Guardia Imperial…».

La luz de la luna se tornaba más dorada y el aire más aromado. Suspiró de felicidad. ¿No podían acontecer cosas mágicas en aquel mágico retiro?

Sonrió para sí con secreta burla. Su alegría tenía un toque, un picante toque del viejo deseo, un recuerdo que despertaba ansiando renovarse.

«Eso no debe ocurrir más», pensó. No necesitaba guardarse, porque Jung Lu se bastaba para eso. Su rectitud sería la salvaguardia de Tzu Hsi, el cerrojo cuya llave él mismo poseería. Cabía confiar en él, que no se dejaría corromper de nuevo.

Sintió de pronto deseos de dormir y se dirigió a su lecho, andando de puntillas entre sus mujeres dormidas en los suyos, sobre los suelos embaldosados. Separó las cortinas y se acostó.

La mañana del siguiente día fue también serena y clara y, aunque sin vientos, refrescada por alguna distante tormenta del Norte. Tzu Hsi dejó pasar la jornada olvidándose de todo, excepto del infantil placer que le producía cuanto encontraba a su alrededor. Transcurrirían muchos días antes de que viese todo lo que había de ver, porque, una vez visitados palacios, lagos y patios, terrazas, pabellones y jardines aún quedaban las casas de los tesoros, anejas al Yüan Ming Yüan, casas en que se acumulaban los dones recibidos durante doscientos años por los emperadores de la dinastía gobernante. Sedas en lotes de un millar de piezas; pieles en balas venidas de más allá del río Siber; curiosidades de todas las naciones de Europa, incluso las Islas Británicas; tributos del Tíbet y el Turquestán; presentes de Corea, el Japón y las demás naciones menores que, aunque libres, reconocían por su jefe y guía al Hijo del Cielo; finas mueblerías y objetos preciosos de las provincias meridionales; jades, cajas y objetos de plata; vasos de oro y gemas de la India y de los mares del Sur… Todo aquello esperaba el examen de los inquisitivos ojos y las activas manos de Tzu Hsi, que sabría juzgar bien de sus pesos, formas y calidades.

Todos los días por la tarde, siguiendo el mandato del emperador, la compañía imperial de teatro representaba una obra ante la Corte. Por primera vez pudo Tzu Hsi satisfacer plenamente su afición al teatro. Había leído libros y escritos que trataban del pasado y examinado las antiguas pinturas, pero en las piezas dramáticas veía hombres y mujeres que existieron en la Historia y que parecía cobrar vida real ante sus ojos. Si la obra era de las que estimulaba el pensamiento, acostábase pensativa, y alegre si era alegre, y en cualquier caso encontraba placer en ellas. Entre los tesoros sobre los que meditó más que acerca de los restantes figuraba la biblioteca que Ch’ien Lung había hecho reunir y que comprendía viejos libros, algunos de los cuales tenían cuatro mil años de antigüedad. Por orden de aquel antepasado tales libros habían sido copiados por los hombres de letras del reino, formando en conjunto un valiosísimo tesoro. Aquellos hombres sabios habían hecho dos copias de los preciosos manuscritos y uno de ellos se guardaba en la Ciudad Prohibida y otro allí, en previsión de que un ejército enemigo o un incendio destruyesen una de las dos colecciones. Tzu Hsi no había conocido semejante tesoro bibliográfico porque, dentro de la ciudad, una de las colecciones se guardaba estrictamente bajo llave en el Palacio de la Gloria Literaria y sólo salía a luz una vez cada año, en la Fiesta de los Clásicos, época en que era deber de los intelectuales sobresalientes sacar los antiguos escritos e interpretar su significado ante el emperador gobernante. Desde que mil ochocientos años antes, el primer emperador quemó libros y enterró intelectuales para acabar con la antigua cultura y convertirse en jefe supremo e indiscutido, había sido el primer cuidado de los hombres de letras conservar los libros para enseñar el respeto que se les debía. Y esta enseñanza se le daba primero al emperador y luego a todos sus súbditos, haciéndole y haciéndoles comprender que los axiomas del sabio Confucio no podían ser destruidos ni borrados por los caprichos de los gobernantes.

Por esta razón los Cuatro Libros de los Cinco Clásicos habían sido grabados en piedra. Aquellos pétreos monumentos se guardaban en el Palacio de los Clásicos, defendido por gruesas barras de hierro. Pero en el palacio de Yüan Ming Yüan incluso una mujer como Tzu Hsi podía leer los antiguos escritos, y así se prometió hacerlo los días que lloviese o cuando; se sintiera saciada de ver otras cosas. Pero en medio de todo lo que hizo durante veinte días, incluso cuando gozaba de fiestas en las casas flotantes del lago, o cuando paseaba por los floridos jardines, o si jugaba con su imperial hijo, quien ganaba a ojos vistas en aquel aire puro, o cuando era llamada al dormitorio del emperador, no olvidaba su obstinado capricho de hablar con Jung Lu, su primo. Aquel plan embrujador se agitaba en su cerebro y era como el germen dentro de una semilla presta a salir a luz en cuanto quisiese. Un día, estimulada por la mucha libertad y el incesante placer, se resolvió súbitamente y llamó a Li Lien-ying con un signo de sus dedos enjoyados. El eunuco procuraba estar siempre cerca de ella y nunca quería perderla de vista. En cuanto la vio alzar la mano acudió inmediatamente y se arrodilló ante ella, bajando la cabeza, para saber lo que le ordenaba. Tzu Hsi dijo con voz clara e imperativa:

—Me encuentro muy preocupada. Hace tiempo que hice una promesa a mi madre respecto al casamiento de mi hermana menor. Pero los meses pasan y no me decido a nada. En casa deben de estar preocupados. ¿Qué hago? Quisiera un buen consejo y no sé a quién pedirlo. Pero he recordado que el comandante de la Guardia Imperial es primo mío. Sólo él puede aconsejarme en un asunto de familia. Llámale y hazle venir a mi presencia.

Habló deliberadamente ante sus damas, porque persona de tan alta posición no debía tener secretos para nadie, y valía más que se conocieran todos sus pasos. Después de hablar se sentó serenamente en un lindo trono, delicadamente esculpido y adornado con marfil de colmillo de elefante birmano. Sus damas la rodeaban y oían, y ninguna dio muestras de pensar en nada que no fuera inocente en absoluto.

Por su parte, Li Lien-ying conocía ya bastante bien a su señora. Obedecio la, pues, en el acto, porque nada la irritaba más que una dilación en el cumplimiento de las órdenes que daba.

Nadie sabía, ni preguntaba, los pensamientos que podían albergar la mente y el sombrío corazón del eunuco, pero no era dudoso que recordara otro día en que, obedeciendo un mandato semejante, llevó a Jung Lu hasta la puerta de Yehonala. Horas enteras había pasado Li Lien-ying esperando en el patio frontero a la puerta de las habitaciones de Yehonala. Y la tarde se había convertido en crepúsculo, mientras el eunuco velaba para que nadie entrase. Sólo él y la anciana sirvienta habían sabido que Jung Lu visitó una vez a Tzu Hsi. Y cuando Jung Lu salió, tenía el semblante turbado y orgulloso. Ninguno de los dos habló. El guardia no miró siquiera al eunuco. Al día siguiente Yehonala obedeció a la llamada del emperador. Transcurridos diez meses lunares, nació el heredero del Trono. Nunca se sabe nada, nunca se sabe nada…

Li Lien-ying, sonriendo y haciendo chascar las coyunturas de los nudillos de los dedos, fue en busca del comandante de la Guardia Imperial.

Si otrora había recibido a su primo en secreto, Tzu Hsi le acogió ahora abiertamente y rodeada de sus damas de honor. Esperole sentada en el trono del salón principal de su palacio. Como siempre, aparecía rodeada de magnificencia. Decoraban las paredes largos rollos de pinturas, tras el trono se extendían biombos de alabastro y a izquierda y derecha se alineaban macetas con arbolillos en flor. Los diminutos perros predilectos de Tzu Hsi jugaban con cuatro gatitos blancos. Allí no estaba sólo la mujer, sino la emperatriz. Rodeada de su esplendor, la gran dama reía mirando a sus lindos animales, y tanto rió, que acabó descendiendo del trono en medio de la más juguetona algazara. Andaba de un lado para otro. Elogiaba a una dama por su aspecto de lozanía y a otra por su peinado y, agitando su pañuelo de seda, hacía que la siguieran los gatitos. Sólo cuando oyó las pisadas del eunuco, seguidas por otras rotundas y fuertes, se apresuró a sentarse en el trono, entrecruzó sus manos cubiertas de joyas y asumió un talante de soberbia grandeza. Las damas disimulaban sus sonrisas detrás de sus abanicos.

Tzu Hsi mostraba un rostro grave y una expresión rayana en el desdén cuando Jung Lu hizo acto de presencia en el umbral de la alta puerta, vistiendo su túnica de raso escarlata y sus calzones de terciopelo negro. A pesar de la actitud de Tzu Hsi, los grandes ojos de ésta centellearon al ver a su primo. Jung Lu dio nueve pasos hacia delante y no miró a la emperatriz hasta haberse arrodillado. Entonces, y antes de inclinar la cabeza envolvió en una mirada intensa a la mujer que amaba.

Tzu Hsi dijo con voz placentera:

—Bien venido, primo. Hace mucho que no nos vemos.

—Mucho, Venerable —repuso él. Y esperó de rodillas.

Ella le miró desde el trono, con las comisuras de la boca plegadas en una sonrisa.

—Necesito pedir cierto consejo y por eso te he mandado llamar.

—Espero órdenes, Venerable.

Ella prosiguió.

—Mi hermana menor está ya en edad de casarse. ¿La recuerdas? Una muchachita traviesa y menuda, que andaba siempre detrás de mí y me llamaba para todo… ¿La has olvidado?

—Yo no olvido nada, Venerable —contestó él, siempre con la cabeza inclinada.

Tzu Hsi comprendió el significado secreto de aquellas palabras y las atesoró en su corazón.

—Mi hermana necesita marido —continuó—. Ya no es la niña traviesa de antaño, sino casi una mujer, muy bonita y esbelta, con unas cejas muy lindas… y parecidas a las mías.

Se interrumpió, levantó los dos índices y se alisó las cejas, que parecían angostas hojas de sauce.

—La he prometido un príncipe. Pero ¿cuál de ellos te parece bien, primo? Mencióname sus nombres.

Jung Lu respondió con tacto:

—Yo, Venerable, no puedo conocer a los príncipes tan bien como tú.

—Los conoces —insistió ella—, porque debes conocerlo todo. Me gustaría saber qué cosas no se comentan en las puertas de Palacio.

Calló para dejar tiempo a que su pariente contestara. Como él no pronunciase una palabra, Tzu Hsi, cambiando de actitud en un momento, se volvió a sus damas de honor y dispuso:

—Marchaos todas. Ya veis que mi primo no quiere hablar delante de vosotras. No ignora que recogeréis sus palabras y las comentaréis por todas partes. Retiraos, grandísimas curiosas, y dejadme a solas con mi pariente.

Las jóvenes se alejaron vivamente, como un grupo de mariposas asustadas. Cuando se hubieron ido, ella, riendo, bajó de su trono. Como él no se moviera, Tzu Hsi le tocó en un hombro.

—Levántate, primo. Nadie hay que nos vea excepto mi eunuco, y éste, ¿quién es? Poco más o menos que una mesa o una silla.

Jung Lu se levantó, algo a disgusto, y se mantuvo a distancia.

—Yo temo a los eunucos —murmuró.

—No temas al mío —dijo ella con indiferencia—. Si me traicionase con una sola palabra, yo le haría cortar la cabeza como si fuese una mosca.

Y, uniendo el pulgar y el índice, hizo ademán de aplastar al insecto que mencionaba.

—Ponte en ese asiento de mármol —ordenó— y yo me instalaré aquí. ¿No te parece que hay bastante distancia? Tampoco debes tenerme temor a mí. Recuerdo que debo portarme bien. ¿Y por qué no hacerlo? Tengo lo que deseaba: un hijo. ¡El heredero del Trono!

—¡Calla! —dijo él, en voz baja y colérica.

Tzu Hsi, alzando sus negras pestañas, le miró inocentemente.

—¿Qué príncipe elegiré para mi hermana? —volvió a preguntar.

Jung Lu, sentado muy rígido, al borde de la dura silla que le señalaran, meditó en aquel problema de la elección de un príncipe para su prima.

Tzu Hsi reflexionó un momento.

—¿A cuál de los siete hermanos de mi señor —murmuró—, daré a mi hermanita?

Su primo observó, con firmeza:

—No es propio que la conviertas en concubina,

—¿Por qué no? ¿No lo fui también yo hasta que nació mi hijo?

—Lo fuiste del emperador —indicó él— y ahora eres emperatriz. La hermana de la emperatriz no debe ser concubina de nadie, ni siquiera de un príncipe.

—En ese caso —repuso Tzu Hsi—, optaré por el séptimo príncipe. Es el único que no tiene mujer. Sólo lamento que sea el menos gallardo de todos, con su boca gruesa y de labio caído, con sus ojos sin brilló y pequeños, con su cara solemne y orgullosa. Confiemos en que mi hermana no dé tanta importancia a la apostura de un hombre como yo la doy.

Y Tzu Hsi miró de soslayo a su primo bajo sus largas y rectas pestañas. Él apartó la vista.

—El príncipe Ch’un no es feo de cara —protestó— . Y, en un príncipe, no es poco que no sea feo.

Ella dijo, burlona:

—¿Tanta importancia das a los detalles? ¿Y en un príncipe? ¿No basta con que lo sea?

Él replicó, sin atender a la burla:

—No me parece bastante.

Tzu Hsi se encogió de hombros.

—Bueno, primo, si me aconsejas al príncipe Ch’un, le elegiré a él y escribiré a mi madre.

Se sintió enojada de pronto al observar la dureza con que su pariente la trataba. Se levantó para dar a entender que la audiencia había terminado.

—A propósito —observó, como al descuido—, supongo que tú te habrás casado ya.

Él se levantó también y permaneció un momento junto a su prima, muy alto y sereno.

—Sabes bien que no es así.

—Pues deberías casarte —insistió Tzu Hsi. Una expresión de repentina felicidad dio a su rostro un aire dulce y juvenil. Así la recordaba él.

—Quisiera que te casases —añadió la emperatriz, arteramente, juntando las manos.

—No es posible, no es posible…

El hombre hizo una reverencia y se alejó de la presencia de su prima sin despedirse y sin volver la vista una sola vez.

Tzu Hsi quedó sola, sorprendida de que aquel hombre se fuera tan rápidamente y antes de que ella se lo mandase. Luego sus ojos sorprendieron el movimiento de una cortina en el hueco de una puerta. ¿Sería un espía? Se adelantó, asió el cortinaje y distinguió tras él una encogida figura. Era Mei, su linda favorita, la hija menor de Su Shun.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Tzu Hsi.

La joven bajó la cabeza y se llevó un dedo a la boca.

—¿Qué hacías aquí? ¿Espiabas? —repitió la emperatriz.

La muchacha cuchicheó tímidamente:

—A vos, Venerable.

—¿Pues a quién? —preguntó Tzu Hsi.

La damita calló.

—¿No contestas?

Tzu Hsi miró fijamente a la agobiada e infantil figura y, antes de agregar una palabra más, cogió a la joven por el lóbulo de una oreja y la zarandeó violentamente.

—Entonces le mirabas a él —dijo en voz baja y airada—. A él… ¿Te parece hermoso? Supongo que estás enamorada…

Entre los enjoyados puños de la emperatriz la menuda carita tenía una desolada expresión. Pero Mei no hablaba,

Otra vez Tzu Hsi sacudió a la joven con toda su fuerza.

—Conque ¿te atreves a amarle?

La damita prorrumpió en ruidosos sollozos. Tzu Hsi la soltó. Tan rudamente la había zarandeado que brotaban gotas de sangre allí donde el metal de los pendientes había penetrado y cortado la piel.

—¿Crees que él te ama a ti? —inquirió Tzu Hsi despectivamente.

—Ya sé que no, Venerable —sollozó Mei—. Sólo os ama a vos, como sabemos todas, menos vos misma.

Tzu Hsi se sintió perpleja. Por un lado debía castigar a quien decía semejante cosa, y por otro le complacía tanto oírlo, que no sabía si sonreír o abofetear a la muchacha. En la duda, hizo ambas cosas. Primero sonrió y luego, viendo que las cabezas de las otras damas asomaban por las puertas para conocer las causas de tal conmoción, descargó en las mejillas de la muchacha un bofetón sonoro, pero no fuerte.

—¡Fuera! —dijo acaloradamente—. ¡Qué vergüenza! No sé cómo no te mato. No aparezcas ante mí en siete días.

Volviose y, moviéndose con exquisita gracia, volvió a sentarse en el Trono, casi sonriendo. Oía el rumor de los piececitos de su favorita, que se alejaba velozmente por los corredores.

Desde aquel día el rostro y la figura de Jung Lu se fijaron de nuevo en la memoria de Tzu Hsi. Aunque no volvió a llamarle, no dejaba de planear la manera de avistarse con él, no por órdenes y rara vez, sino como cosa natural y a menudo. Su primo estaba siempre presente en sus pensamientos doquiera que se bailase durante el día. Luego le volvía a recordar cuando se despertaba por la noche. Si asistía a una función teatral, él era el protagonista y si escuchaba música parecíale oír su voz. Según transcurrían los días estivales y ella se acostumbraba a su casa de placer, se entregaba más cada vez a pensamientos amorosos. Era una mujer hecha para el amor y no tenía hombre alguno a quien amar. El emperador recibía, en cierto modo, los anticipos de aquella necesidad y él se creía amado, pero no era más que él maniquí que ella vestía con las imágenes de sus sueños.

Sólo que los sueños no le bastaban. Anhelaba una carne y una sangre que vibrasen con las suyas. Aquellos sueños debían tener consecuencias. Debía elevar a Jung Lu para tenerle a su lado, manteniendo siempre su parentesco fuera de toda duda, y utilizándolo para sus fines.

No obstante, ¿cómo podía elevar al oficial de guardias sin atraer los ojos hacia ella? Dentro del angosto ámbito comprendido dentro de las murallas de palacio, los escándalos se propagaban como las fiebres infecciosas. Pensaba en sus enemigos, empezando por Su Shun, el Gran Consejero, que la odiaba porque ella estaba por encima de él. Al lado de Su Shun figuraban sus amigos los príncipes Cheng y Yi. Aliado de la emperatriz era An Teh-hai, el jefe de eunucos, a quien había que mantener leal a toda costa. Tzu Hsi frunció el entrecejo al recordar ciertas habladurías según las cuales aquel hombre no era un verdadero eunuco y enamoraba en secreto a las damas de la Corte. Esto la llevó a pensar otra vez en Mei, la cual (y no había que olvidarlo) era hija de Su Shun. Convenía no concitarse también el odio de aquella joven. Debía conservar la amistad de la hija de Shun y procurar impedir que el despecho la llevase a ser espía de su padre. Después de todo era útil saber que la joven amaba a Jung Lu. ¿Por qué Tzu Hsi había incurrido en el error de entregarse a un arrebato de ira que podía ser considerado como celos?

Urgía deshacer lo hecho. Procuraría consolar a la damita, recordando que ella misma, la emperatriz del Palacio Occidental, hablaría recomendando al jefe de los guardias imperiales en el momento oportuno. Además el casamiento de Jung Lu con Mei serviría a una doble finalidad, porque daría pretexto para la elevación de su primo a más altos lugares. Comprendió, repentinamente, que aquélla era la manera de hacer medrar al hombre a quien quería.

Tomada la decisión, resolvió esperar y ser prudente, y cuando pasaron los siete días de prohibición, mandó a Li Lien-ying que buscase a Mei y la llevara a su presencia. Transcurrida una hora, el eunuco apareció con la joven, la cual cayó inmediatamente de rodillas ante su soberana. Tzu Hsi estaba aquel día sentada en el trono del fénix del Pabellón de la Favorita, edificio secundario que ella se había apropiado también.

Después que hubo permitido a Mei arrodillarse sin decir palabra, Tzu Hsi se levantó, descendió del trono e hizo incorporarse a su dama.

—Has adelgazado en estos siete días —observó con voz amable.

—Venerable —respondió Mei con una expresión patética en los ojos—, cuando estáis enojada conmigo no puedo pasar bocado ni conciliar el sueño.

—Pero —adujo Tzu Hsi— yo no estoy enojada ahora. Siéntate, pobrecita, y hablemos de tus asuntos.

Señaló a la joven una silla y se sentó junto a ella. Tomó la fina y estrecha mano de la joven, la acarició y entró en materia.

—Niña, a mí no me importa a quien ames. ¿Por qué no has de casarte con el comandante de la Guardia Imperial? Es un hombre joven y de buena apariencia.

Mei no podía creer lo que oía. Su rostro se sonrojó delicadamente, las lágrimas acudieron a sus negros ojos y sus manos aferraron las de la amable mujer que la interpelaba.

—Os adoro, venerable.

—Calla, no soy una diosa…

La voz de la joven tembló al responder:

—Venerable, sois para mí la encarnación de la deidad de la clemencia.

Tzu Hsi sonrió con serenidad y soltó la manecita que había sostenido entre las suyas.

—Nada de lisonjas, niña. Pero tengo un plan.

—¿Un plan?

—Toda realización exige un plan.

—Haré lo que sea, Venerable.

—Entonces…

Tzu Hsi explicó sus proyectos.

—Ya sabes que se celebran grandes fiestas con motivo del cumpleaños del heredero del Trono. Para entonces, hija, invitaré a mi primo a fin de que todos comprendan que deseo elevarle. Dado el primer paso, seguirán otros, y ¿quién osará atajar la carrera de mi pariente? Deseo elevarle por tu bien, para que pueda, aspirar a ti cuando su categoría sea igual a la tuya.

—Pero, Venerable…

Tzu Hsi alzó la mano.

—No tolero dudas, niña. Mi primo hará lo que yo le mande.

—Sin duda, Venerable, más…

Tzu Hsi escrutó la bonita y ruborizada faz.

—¿Crees que se te hará difícil y largo esperar unos meses?

La joven se cubrió el rostro con la manga. Tzu Hsi rió.

—Antes de hacer un viaje a un sitio nuevo hay que empezar por construir el camino.

Pellizcó las mejillas de la joven, haciéndola enrojecer más aún, y luego la despidió.

El príncipe Kung dijo:

—Durante doscientos años el tráfico de los mercaderes extranjeros estuvo limitado a la ciudad meridional de Cantón. Además semejante tráfico debía verificarse por mediación de los mercaderes chinos autorizados.

Había terminado el verano y pasado la mitad del otoño. Tzu Hsi, escuchando la lección, miraba pensativamente más allá de las anchas puertas abiertas al sol de la media tarde. En maceteros de porcelana florecían tardíos crisantemos, de tonos de oro, sangre y bronce. La joven escuchaba casi sin entender. Las palabras penetraban en su oído y flotaban en su mente como hojas caídas en la superficie de un estanque.

El príncipe Kung habló un poco más alto para sacarla de su ensoñación.

—¿Habéis oído, emperatriz?

—He oído.

Él la miró, dubitativo, y continuó:

—Recordad, emperatriz, que en las dos guerras del opio nuestra nación resultó derrotada. Estas derrotas nos enseñaron la amarga lección de que no debíamos considerar a las naciones occidentales como tributarias. Sus ávidos e implacables hombres, aunque nunca puedan ser nuestros iguales, sí pueden convertirse en dominadores nuestros mediante la fuerza bruta de los ingenios de guerra que han inventado.

Aquellas palabras, que el príncipe pronunció con su profunda voz de bajo, impresionaron a Tzu Hsi y la despejaron de las ilusionadas memorias del desvanecido verano. ¡Cuán odioso era haber vuelto a aquel recinto circuido de muros y de puertas cerradas!

Repitió maquinalmente:

—¿Nuestros dominadores?

—Nuestros dominadores si no mantenemos el cerebro muy despierto —dijo el príncipe firmemente—. Hemos cedido a todas las exigencias: grandes indemnizaciones, muchos nuevos puertos abiertos por fuerza al odioso comercio extranjero… Y lo que una nación ajena gana, lo ganan las otras también… La fuerza… la fuerza es el talismán de los occidentales.

Severa era la expresión del hermoso rostro de aquel hombre alto que, vestido con una túnica de raso gris, se encorvaba ligeramente en su silla esculpida al pie del trono del fénix, del que Tzu Hsi había hecho su sitial favorito en la biblioteca imperial. Cerca de la emperatriz, Li Lien-ying se apoyaba en un pilar de madera esmaltado de rojo, como todos los demás de la sala.

—¿Y en qué consiste nuestra debilidad? —preguntó Tzu Hsi, algo incrédula.

En su indignación se puso en pie, aferrando con las dos manos los brazos de su trono. El semblante de Jung Lu, tan vivido en su mente un momento antes, se perdió en penumbras.

El príncipe Kung la miró de reojo. Sus ojos melancólicos la veían como siempre, en toda su poderosa belleza animada por el ímpetu de su despejado cerebro. ¿Cómo podría él conformar aquellas cualidades en un todo capaz aún de salvar la dinastía? Pero Tzu Hsi era todavía demasiado joven y, por desgracia, sólo una mujer. Pero en su estilo no había quien la igualase.

—Los chinos son demasiado civilizados para nuestra época —agregó Kung—. Sus sabios les han enseñado que la fuerza es un mal y que el guerrero ha de ser despreciado, porque no pasa de ser un instrumento de destrucción. Pero tales sabios vivían en tiempos antiguos e ignoraban por completo el desenvolvimiento de las nuevas tribus bárbaras de Occidente. Nuestros súbditos han vivido sin conocer la existencia de otros pueblos, procediendo siempre como si ésta fuese la única nación de la tierra. Incluso ahora, cuando se rebelan contra la dinastía manchú, no ven que nosotros no somos enemigos, sino los hombres occidentales.

Tzu Hsi oyó aquellas amedrentadoras palabras y captó en el acto su significado.

—¿Ha dejado el virrey Yeh entrar a los blancos en la ciudad de Cantón?

—Aún no, emperatriz, y hemos de procurar impedirlo. Recordaréis el día que os conté cómo, hace nueve años, los extranjeros cañonearon nuestros fuertes en la desembocadura del Río de las Perlas, sobre cuyas márgenes se halla la ciudad, por cuya demostración de fuerza nos vimos obligados a concederles una gran extensión de terreno en la ribera del Sur, para que allí levantaran sus almacenes comerciales y sus residencias. Pidieron también que, en el término de dos años, se les abriesen las puertas de Cantón, pero entonces el virrey no accedió a eso y, de momento, los ingleses no insistieron en tal exigencia. Mas esta situación no equivale exactamente a la paz. Si los extranjeros parecen transigir en algo es porque se hallan seguros de obtener una victoria mucho mayor.

Tzu Hsi insistió:

—Hemos de expulsarlos y no hacer caso de sus peticiones hasta que seamos fuertes.

El príncipe Kung exhaló el hondo suspiro que había llegado a convertirse en hábito para él.

—Veis las cosas con demasiada sencillez, emperatriz —replicó—. La cuestión no termina en los blancos. El conocimiento de las armas extranjeras y el ver entronizada la fuerza en lugar de los hábiles razonamientos son cosas que están cambiando al pueblo chino en muchos sentidos sutiles. La fuerza, para muchos chinos, es ahora más poderosa que la razón. Se piensa que no los discursos, sino las armas, les darán la libertad, y creen que anteriormente han vivido engañados. Y esto, emperatriz del Palacio Occidental, es lo que hemos de ponderar con la debida perspectiva y en todo su profundo alcance. Yo os aseguro que en semejante concepto se gesta un cambio tan inmenso en nuestra nación que, a menos que podamos atajarlo, nosotros, los que gobernamos, nosotros que somos manchúes y no chinos, veremos acabada la dinastía antes que el actual heredero llegue a sentarse en el Trono del Dragón.

—Dad armas a la mayoría china —propuso Tai Hsi.

El príncipe Kung suspiró de nuevo.

—Si para repeler a los occidentales, damos armas a los chinos, éstos las volverán contra nosotros, porque nos consideran extranjeros, aunque vinimos del Norte hace doscientos años. El Trono, emperatriz, vacila sobre sus cimientos.

Miró con ansiedad el bello rostro de la mujer. ¿Comprendería ella el peligro de los tiempos que se atravesaban? Más Kung no podía leer en las facciones de Tzu Hsi la buscada respuesta, porque bien sabía que la mente de la mujer es incapaz de aislarse del resto de su personalidad en sus reacciones. Los hombres ponen en un lado la carne, en otro el corazón y en otro la mente. Pero la mujer junta las tres cosas y constituye una trinidad completa y unificada. Así el príncipe Kung sólo podía suponer la forma en que Tzu Hsi asimilaba las enseñanzas de él, si bien adivinaba que la mente de la emperatriz actuaba poniendo a la vez a contribución todos los sentidos. Seguramente no pensaba en que era la dinastía la amenazada por los blancos, sino también ella y los suyos y, en particular, su hijo, el heredero imperial. Y ella lo veía imperial, no sólo porque fuese el primero que cronológicamente había de sentarse en el Trono del Dragón, sino porque era suyo, porque su energía le había concebido y creado.

Aquel mismo día, cuando se fue el príncipe Kung, lo primero que hizo Tzu Hsi al volver a su palacio fue mandar que le llevasen al niño. Le sostenía en sus brazos, reía con él, le cantaba las canciones que había oído cantar a su madre, le contaba los deditos de las manos, le incitaba a sostenerse en pie y le sujetaba cuando estaba a punto de caer. Efectuaba, pues, lo que hacen todas las madres, mas entretanto su mente se afanaba pensando en el modo de destruir a los enemigos de su hijo. Importaba la nación, pero su niño era antes. Una vez terminados los juegos, entregaba el pequeño a la nodriza. Y desde aquel momento se aplicó, con renovada voluntad, a leer los memoriales enviados al emperador desde todas las provincias, y particularmente desde las meridionales, donde los blancos se esforzaban por facilitar su comercio en la ciudad de Cantón. Aunque los mercaderes chinos y los hombres blancos ganaban dinero, no estaba satisfecho nadie.

Ella no hubiera vacilado en arrostrar el riesgo de una guerra, pero reconocía que era demasiado pronto. El torbellino de las guerras extranjeras fomentaría la rebelión china, minaría el Trono del Dragón y acaso forzara al emperador a abdicar ante la ira de su pueblo. Había que esperar a que su hijo creciese y llegara a la edad viril, en cuyo momento él mismo conduciría la guerra. Era forzoso esperar años y años.

Pero, cuando cayeron las primeras nieves, llegaron emisarios de las provincias del Kwang. Nuevos barcos extranjeros habían anclado en la puerta cerca de Cantón, y no sólo disponían de nuevas y más mortíferas armas de guerra, sino que también iban en ellos importantes enviados procedentes de Inglaterra. Asustado y furioso, el virrey volvió a dirigirse al Trono. Afirmaba que no se atrevía a dejar su ciudad y comparecer ante el Hijo del Cielo después de haber permitido a los extranjeros llegar allí, cruzando los negros mares. ¿Qué órdenes daba Su Elevadísima Alteza? Si se le enviaban por un emisario especial, él las obedecería inmediatamente.

El conturbado emperador no pudo hacer más que convocar al gobierno para consultarle. Día tras día, en el frío amanecer, se reunió en la sala de audiencias el Gran Secretariado, compuesto por cuatro cancilleres primeros, dos manchúes y dos chinos; dos cancilleres asistentes, uno chino y uno manchú; y cuatro subcancilleres, dos manchúes y dos chinos. Participaba en la reunión el Consejo de Estado, formado por los príncipes de sangre real y los grandes secretarios presidentes y vicepresidentes de los seis departamentos ministeriales, que eran el de Hacienda, el de Administración Civil, el de Ritos, el de la Guerra, el de Justicia y el de Obras Públicas.

Aquellas altas corporaciones, con sus dignatarios, oyeron el informe del príncipe Kung ante el Trono del Dragón. Después de muchos debates, cada uno de los grupos decidió formular por separado el consejo que procedía dar al Hijo del Cielo. Hízose así por escrito y se presentó al emperador, quien lo recibió, dispuesto a devolverlo al día siguiente, con los comentarios que se le ocurrieran y que explicarían los signos de su imperial pincel de bermellón.

No ignoraba nadie que la persona que manejaba aquel pincel era la emperatriz del Palacio Occidental. Y si esto se sabía, debíase a los buenos oficios de Li Lien-ying, que andaba frecuentemente pregonando que Tzu Hsi, su señora, era llamada todas las noches a la cámara del emperador, pero no para sus asuntos afectuosos, sino de otro género. Mientras el emperador yacía en su lecho, entregándose a los sueños del opio, ella reflexionaba largamente sobre los escritos que se le presentaban, ponderando a solas el alcance y significación de cada palabra, y pensando cuidadosamente todas las posibilidades.

En esta ocasión, una vez formada su voluntad, empuñó el bermejo pincel, y comenzó a tachar aquellas palabras que estimulaban a la guerra y a las represalias. Y su recomendación fue ésta:

«Buscad dilaciones. No cedáis, pero no resistáis. Aún no. Prometed mucho y quebrantad las promesas. ¿No es nuestra tierra vasta y poderosa? ¿Vamos a destruir él cuerpo porque un mosquito nos pique un pulgar?».

Nadie osó desobedecer, porque Tzu Hsi avaló su escritura con el sello imperial. Sólo ella, además del emperador, podía levantar la tapa del cofre que contenía el Gran Sello y que se hallaba colocado dentro del imperial dormitorio. Todo cuanto ella ordenaba se imprimía en la Gaceta de la Corte, que venía publicando diariamente edictos, decretos y disposiciones desde hacía ochocientos años. Mensajeros especiales llevaban ejemplares de aquella gaceta a cada provincia y su virrey, y a cada ciudad y su magistrado, de modo que así todos conocían la voluntad imperial. Y ahora esa voluntad era la de una mujer joven y bella que meditaba en la regia cámara, mientras el emperador dormía.

Cuando el príncipe Kung leyó lo escrito con tinta de color bermellón sintió un escalofrío de temor.

—Emperatriz —le dijo al día siguiente cuando, en la fría mañana de invierno, se avistaron los dos en la biblioteca de palacio—, nunca os repetiré bastante que el carácter de los hombres blancos es salvaje e impaciente. Tened en cuenta que no tienen la antigüedad de siglos de historia que nosotros tenemos. Son como niños que, si desean algo, adelantan la mano para cogerlo. Promesas y dilaciones no servirán ya más que para enojarlos. Hemos de tratar con ellos, persuadirlos e incluso hasta pagarles para que se retiren de nuestras costas.

Los espléndidos ojos de Tzu Hsi miraron, llameantes, al príncipe Kung.

—Decidme qué pueden hacer. ¿Van sus buques a recorrer mil millas por nuestra larga costa para llegar hasta el Norte? Si amenazan una ciudad del Sur, dejad que la amenacen. ¿O es que queréis dar a entender que los blancos pueden poner en peligró al Hijo del Cielo?

—Me parece muy posible —dijo el príncipe con gravedad.

—El tiempo lo aclarará —replicó ella.

Kung suspiró:

—Confiemos en que lo aclare en momento aún oportuno.

Tzu Hsi sintió compasión del aspecto preocupado del príncipe, cuya gravedad parecía excesiva para un hombre todavía joven y arrogante. Procuró dirigirle palabras de aliento.

—No exageréis el peso de nuestra carga. Parecéis complaceros en la melancolía. Divertíos como otros hombres. Nunca os veo en el teatro.

La respuesta del príncipe Kung fue despedirse de la emperatriz. Desde su regreso del Palacio de Verano, Tzu Hsi había mantenido cerca de ella a los actores de la Corte. Bien pagados por los fondos imperiales, aquellos hombres gozaban de buena manutención y habitaban en un pabellón cercano a la Ciudad Prohibida, en cuyo interior, disponían de un edificio para sus representaciones escénicas. Todos los días de fiesta Tzu Hsi ordenaba una función a la que acudía la Corte y, a veces, el emperador, sin que faltaran nunca las damas y concubinas reales, los eunucos y los príncipes menores, con sus familias. Los hombres y sus parientes habían de salir al llegar el crepúsculo, pero, con todo, la diversión duraba diariamente dos o tres horas. En tales entretenimientos pasó el invierno y llegó la primavera. La paz se mantenía aún.

Cuando empezaron a florecer las ramas de peonía, la Corte se preparó a festejar el cumpleaños del heredero del Trono. La primavera era muy benigna. Aquel año vinieron muy pronto las lluvias, eliminando el polvo.

En el aire, suave y caliente, se producían espejismos sobre el paisaje, como pintadas escenas de cosas que sucedieran en algún distante país de fantasía.

La nación, informada por las gacetas, aprovechó aquella ocasión de regocijo y el pueblo comenzó a disponer sus presentes. Una adormecida paz reinaba en todas las provincias y el príncipe Kung se preguntaba si la emperatriz del Palacio Occidental poseería alguna sabiduría propia y especial que le permitiera predecir el rumbo que iban a tomar las cosas. Los barcos de los hombres blancos seguían ante Cantón y había diariamente disputas, pero las cosas no pasaban a mayores y seguían en forma parecida a la de la ciudad y negándose a recibir a Elgin, un Lord de alta jerarquía. Aquel Lord no aceptaba ser recibido como inferior, inclinándose hasta el suelo, y el virrey, orgulloso y amigo de dar gran importancia a su carga, no estaba dispuesto a recibir a quien no se inclinara ante él, que representaba al emperador. Y como ninguno de los dos cedía y cada uno quería defender el prestigio de su soberano, la situación continuaba indecisa como siempre.

En medio de aquella vaga y superficial paz, el pueblo se aprovechaba de la ocasión de una fiesta para buscar algún placer. La Corte, por su parte, se preparaba a festejar también el cumpleaños del heredero. Todos se fijaban en el talante de sus vecinos y convenían en que lo más sabio era pensar únicamente en el día presente, procurando olvidar todo lo que no se refiriera a los festejos.

Para Tzu Hsi aquel día de gala tenía también otra trascendencia. Durante todo el invierno, con sus muchas complicaciones, había sido paciente, sabido dar tiempo al tiempo y mostrándose severa consigo misma y su propio corazón. Pero mientras resueltamente estudiaba y leía, no había dejado de pensar en su propósito de hacer prosperar a Jung Lu. El día anterior al del cumpleaños, fijándose casualmente en Mei, creyó hallarla meditativa, Tzu Hsi alargó la mano y acarició la fina mejilla de la muchacha.

—No me he olvidado de aquello, niña.

Contempló los lindos ojos que la miraban con sobresalto y tuvo la impresión de que la mujer a quien llamaba «niña» estaba muy enterada de lo que sentía la emperatriz. Tzu Hsi gozaba de secreta fuerza y, a pesar de que pasaba el día y la noche reflexionando en los asuntos públicos, mucho más de cuanto podía imaginar el príncipe Kung, no daba al olvido sus íntimas intenciones. Así, pocas noches antes del cumpleaños, hallándose en la cámara del emperador, pronunció estas palabras:

—Casi no me acordaba…

—¿De que no te acordabas, corazón mío? —pregunto.

Estaba de buen humor. Ella murmuró, fingiéndose medio dormida:

—¿Sabes, señor, que el jefe de la Guardia Imperial es primo mío?

—Sí, ya lo sé. Es decir, lo he oído.

—Hace mucho tiempo hice a mi tío Muyanga una promesa que, ¡pobre de mí!, no he cumplido y que se refiere a ese primo mío.

—¿Sí?

—Si le invitas, señor, a la fiesta del cumpleaños de nuestro hijo, mi conciencia dejará de reprocharme.

El emperador pareció lánguidamente sorprendido.

—¿Invitar a un simple guardia? ¿No despertará eso envidias entre las familias de los príncipes secundarios?

—Siempre hay envidias entre los pequeños. Sin embargo haz lo que mejor te parezca —murmuró ella.

Pero al cabo de poco rato hizo ligeros movimientos de retirada del lado del emperador. Luego bostezó y dijo que se sentía fatigada.

—Me duelen las muelas —afirmó.

Mentía, ya que su dentadura estaba tan blanca y tan sana como el marfil puro.

Tras todo lo cual se deslizó fuera del lecho, se puso los zapatos de raso y anunció:

—No me llames mañana, señor, porque no quisiera decir al jefe de eunucos que no deseo venir si tú me llamas.

El emperador se alarmó. Conocía la fuerte voluntad de la joven y, como sabía que no le amaba, constábale que siempre había de rogarle que le concediera sus favores a cambio de concesiones determinadas. Con todo, y por muy conturbado que se sintiese, durante dos noches no solicitó la compañía de Tzu Hsi, temeroso de que los eunucos se burlasen de él si veían que la emperatriz tornaba a desacatar las órdenes del monarca. Todos sabían los ardides de Tzu Hsi y la frecuencia con que el emperador tenía que enviarle dádivas para lograr que ella volviese a su lado. La última vez había ocurrido algo muy vejatorio, pues ella no quiso obedecerle hasta que él envió al Sur, a cinco provincias de distancia, un eunuco encargado de procurarse marfil del ave de pico cascudo, que sólo vive en las junglas de Malaya, Sumatra y Borneo y cuyo pico contiene esa extraña y rara substancia. Tzu Hsi había oído hablar de aquella ave y anhelaba un adorno hecho con el marfil amarillento del alto pico, rematado de escarlata. El marfil de esa clase se enviaba hacía siglos a la Corte imperial como tributo pagado por Borneo. Tan raro era el producto, que sólo los emperadores lo usaban en sus botones, hebillas, anillos y en la funda escarlata que servía para guardar sus cinturones de ceremonia. En la dinastía a la sazón reinante los príncipes seguían aquel marfil en gran aprecio, por lo que no se dejaba usarlo a las mujeres.

Tzu Hsi se obstinó en que se le proporcionara para uno de sus adornos. El emperador le explicó pacientemente que no se podía conceder lo pedido, ya que los príncipes se enojarían si él cedía a aquel antojo. Ella repuso que lo quería a toda costa y pasó semanas enteras sin ir al dormitorio del emperador. Éste, desesperado, acabó doblegándose, conociendo lo resuelta e inmutable que era la voluntad de la joven.

Hablando con el jefe de sus eunucos el día siguiente, le dijo:

—Quisiera no estar tan enamorado de una mujer que me provoca tantos conflictos.

An Teh-hai rezongó también, para mostrar su respeto al monarca:

—Todos desearíamos lo mismo, Elevadísima Alteza, pero todos la amamos, excepto los muy pocos que la odian.

En esta ocasión también cedió el emperador prometiéndole acceder a su deseo. A la tercera noche la mandó llamar. Era la víspera del día de la fiesta. Acudió Tzu Hsi, muy orgullosa, bella y alegre. Diole plena recompensa, porque era justa y generosa cuando se atendían sus deseos. Y aquella misma noche Jung Lu fue invitado a participar en los festejos del cumpleaños.

El día de la fiesta amaneció despejado y hermoso. Las tormentas de arena habían limpiado el aire. Tzu Hsi despertó entre grandes fragores y rumor de música. En todos los patios de las familias de la ciudad se disparaban cohetes al salir el sol, mientras se tocaban gongos, tambores y trompetas. Aquello sucedía en todas las ciudades, pueblos y aldeas del reino. Durante tres días nadie acudió a sus tareas.

Tzu Hsi se levantó temprano, sintiéndose más decidida que nunca, aunque, en sus costumbre de ser cortés con todas las mujeres de palacio, tan atenta se mostraba con su camarera como con la primera de las damas cortesanas. Se bañó, dejó que la vistiesen y comió las golosinas de cada mañana. Le fue presentado el heredero del Trono, que vestía sus ropas regias de raso escarlata y llevaba en la cabeza el gorro característico de su jerarquía. Su madre le tomó en brazos, sintiendo el corazón a punto de estallar de orgullo y amor. Olió las perfumadas mejillas del muchacho y las palmas esenciales de sus manos diminutas, firmes, gordezuelas y llenas de saludable carne. Le cuchicheó cariñosamente:

—Soy la más afortunada de todas las mujeres nacidas en el mundo.

El chiquitín sonrió puerilmente. Los ojos de Tzu Hsi se llenaron de lágrimas. No debía temer a nada, ni siquiera a los dioses celosos de su hijo. Era muy fuerte y nada podría dañarla en el cielo y en la tierra. Su destino seria su garantía y escudo.

Como llegaba la hora, llamó a sus damas y, precediendo al heredero en su palanquín palatino, se dirigió al Supremo Salón del Trono, centro exacto de la Ciudad Prohibida y lugar donde el emperador había decidido recibir los regalos del cumpleaños. Aquel edificio sagrado tenía doscientos pies de longitud y ciento de anchura, con una elevación de ciento diez, y era el mayor de todos los palacios de la ciudad. Lo flanqueaban dos palacios menores y se levantaba sobre una amplia terraza de mármol, llamada la Explanada del Dragón. Conducían a la terraza cinco órdenes de escaleras de mármol, ornadas con dragones en relieve. Había en la terraza cisternas de dorado brocal, recipientes para quemar incienso, relojes de sol y aparatos medidores de grano, con lo que se simbolizaban el cielo y la tierra. Rodeaban el todo balaustradas marmóreas, cuyas pilastras repetían el número sagrado de los dioses. Brillaba el sol, como oro, sobre la techumbre del edificio. Ni en tejas ni en baldosas surgían musgos o espontáneas hierbas que maculasen pavimentos ni techados, porque cuando, en antiguos tiempos, se construyó el edificio, mezclose con el mortero un cierto veneno que mataba todas las semillas de árbol o planta que hasta allí llevaban las alas del viento.

Tan sagrado era el Supremo Palacio del Trono, que ninguna mujer había entrado jamás. Ni siquiera el orgullo y la belleza de Tzu Hsi sirvieron para que fuese admitida en aquel lugar, aun en día tan señalado. Tuvo que contentarse con mirar la dorada techumbre, los esculpidos umbrales y los pintados aleros. Hubo de retirarse a un palacio menor y eligió el Pabellón de la Armonía Central, prefiriéndolo al de la Exaltada Armonía.

Pero el emperador no la olvidaba, ni aun hallándose sentado en el Trono del Dragón. Con su heredero al lado, en brazos del príncipe Kung, recibió los dones de la nación, y luego mandó que los eunucos los llevasen al Pabellón de la Armonía Central. Tzu Hsi pudo examinarlos y valorarlos. No expresó placer ante su magnificencia, porque todo le parecía poco para su hijo, pero cuantos repararon en su faz advirtieron placer en sus lucientes ojos y su bello rostro radiante, porque, en efecto, los tributos eran muy ricos y de cuantioso valor.

No bastó todo el día para examinar los presentes. Cuando el sol declinó, los regalos que quedaban por ver, que eran todos los de los príncipes de menos rango y gente común, se dejaron momentáneamente de lado. Salió la luna, dando la señal de acudir al festín que iba a celebrarse en el imperial palacio destinado a los banquetes, donde sólo se daban fiestas de gran aparato. El emperador y sus dos emperatrices precedieron a todos y ocuparon una mesa aislada, cerca de la cual había otra a la que se sentaba el príncipe Kung, todavía con el heredero del trono entre los brazos.

El emperador no dejaba de mirar al niño, que se manifestaba alegre en extremo. Los grandes ojos del principito, muy parecidos a los de su madre, iban de una a otra de las largas bujías que oscilaban dentro de los inmensos faroles, adornados con borlas, que colgaban del techo sobre las mesas. Señalaba las luces con los dedos, palmoteaba y reía. Vestía una túnica de raso amarillo que le cubría del cuello a los pies y realzaban el esplendor de aquella vestimenta pequeños dragones bordados en seda escarlata. Se tocaba con un gorro de raso vividamente rojo, del que sobresalía una pequeña pluma de pavo real. Llevaba al cuello la cadenilla de oro con candado que Tzu Hsi le hiciera poner cuando nació, para conjurar el odio de los espíritus malignos que podían desear su muerte. Todos admiraban al heredero, pero no expresaban sus sentimientos en voz alta ni mencionaban lo sano que parecía ni lo desarrollado que estaba, por temor a que ello hiciese descender crueles demonios sobre el infante.

Sólo Sakota, la emperatriz del Palacio Oriental, miraba al niño con tristeza. Por afable que fuese, no pudo reprimir algunas palabras impacientes. El emperador, cortésmente, la exhortó a que probase cierto manjar y ella respondió que no lo comería, que no sentía apetito y que ningún plato le repugnaba tanto como aquél. Tzu Hsi comenzó a darle la razón, mas Sakota fingió no oírla. Parecía delgada como un pájaro. En sus pequeñas manos, descarnadas como garras, llevaba joyas demasiado grandes. Su rostro estaba muy pálido y contraído bajo los adornos de su alto peinado. ¿Quién podía censurar al emperador ni reprocharle que dejara a aquella consorte y prefiriera a la otra? Nunca Tzu Hsi había parecido tan bella y graciosa. A las impertinencias de Sakota respondía con un gran alarde de paciencia, haciendo sentir a todos su magnanimidad y la amplitud de su mente.

Entre las bajas mesas servidas para el millar de invitados que se instalaban sobre cojines de color escarlata, numerosos eunucos ataviados con vistosas ropas se movían con silenciosa rapidez para servir a todos. En el extremo más apartado del salón se hallaban las damas de la Corte, es decir, las mujeres de príncipes, ministros y nobles, y al otro extremo se acomodaban ellos. A la derecha, y muy cerca de Tzu Hsi, tenía su asiento Mei y la emperatriz la miraba, sonriendo. Ambas conocían donde estaba Jung Lu, instalado ante una mesa distante. Sin duda los comensales se preguntaban por qué el jefe de la Guardia había recibido tamaño honor, pero si se hacía alguna discreta pregunta a uno de los eunucos que pasaban, la respuesta sobrevenía en el acto, como si estuviese preparada con antelación:

—Ese guardia es primo de la emperatriz y se encuentra aquí por orden suya.

Y ya no había quien preguntase más.

Mientras transcurrían las horas del festín, los músicos de la Corte pulsaban sus antiguas arpas, acompañados de flautas y tambores. Montose el teatro para quienes se complacían en las representaciones escénicas. El tablado quedaba a la altura del emperador y sus consortes y no más elevado que ellos,

El heredero del Trono acabó por dormirse y el jefe de los eunucos se lo llevó. Goteaban las velas medio consumidas y ya la fiesta se acercaba a su fin.

Cuando volvió el eunuco mayor, el príncipe Kung le ordenó:

—Té para los nobles.

Los eunucos sirvieron té a todos los miembros de la nobleza, pero no al comandante de la guardia, que no lo era. Tzu Hsi, aunque fingía no ver, reparó en todo. Hizo un signo con su mano enjoyada y Li Lien-ying, siempre vigilante y atento, acudió al lado de su señora.

—Lleva esta taza de té a mi primo —dijo con voz penetrante y clara.

Colocó la tapadera de porcelana sobre la taza de té que ella no había probado siquiera y, tomando la vasija con las dos manos, la entregó al eunuco, quien la recibió del mismo modo. Luego Li Lien-ying, orgulloso de ser el portador del obsequio, pasó la taza a Jung Lu, que la recogió, levantándose, entre las dos manos también. Volviose, luego, hacia la mesa en que se hallaba la emperatriz del Palacio Occidental e hizo nueve reverencias para significar su agradecimiento. Cesó toda plática y no hubo quien no mirase a su vecino de mesa. Tzu Hsi no pareció notarlo y se limitó a mirar a Mei y sonreír.

Pasó aquel momento de expectación. El jefe de eunucos hizo una señal a los músicos y nuevas tonadas llenaron los ámbitos, mientras se servían los últimos platos.

La luna estaba muy alta y la hora era muy tardía. Todos esperaban que el emperador se levantase y saliese a la terraza, donde le esperaba su palanquín. Pero el monarca no se levantó. Dio una palmada y el eunuco mayor ordenó a la música que enmudeciese. Tzu Hsi preguntó al príncipe Kung:

—¿Qué hay ahora?

—No lo sé, emperatriz —replicó él. Hízose otra vez el silencio entre los invitados y los ojos se dirigieron a los umbrales por los que los eunucos iban y venían. El Hijo del Cielo se inclinó hacia su bien amada.

—Corazón mío —cuchicheó—, atiende a aquella puerta grande.

Tzu Hsi miró y distinguió seis eunucos portadores de una enorme bandeja de oro tan pesada que, al sostenerla sobre sus cabezas, todos se doblegaban bajo la carga. Sobre el recipiente se alzaba un gigantesco melocotón, de oro por un lado y encarnado por el otro. El melocotón era símbolo de una larga vida.

El emperador ordenó a su hermano:

—Anuncia mi presente a la Afortunada Madre del heredero del Trono.

El príncipe se levantó.

—El presente del Hijo del Cielo a la Afortunada Madre del heredero del Trono.

Todos se levantaron e inclinaron mientras los eunucos se acercaban a Tzu Hsi y le ofrecían la bandeja.

—Toma el melocotón con tus propias manos —dispuso el Hijo del Cielo.

La joven dirigió las manos a la inmensa fruta, la cual se partió en dos mitades. Dentro Tzu Hsi vio un par de bordados zapatos de raso encamado, con finas puntadas, formando flores de hilo de plata y oro. En cada hilo había insertadas piedras preciosas de todos colores. Los tacones, altos y colocados, a la moda manchú, bajo el centro de las suelas, estaban cubiertos de rosadas perlas de la India, tan abundantes que casi hacían desaparecer el raso. Tzu Hsi dirigió sus luminosos ojos al semblante del Hijo del Cielo.

—¿Para mí, señor?

—Para ti sola.

Era un regalo espléndido, que simbolizaba el amor carnal del hombre por la mujer.

Pronto, muy pronto, llegaron malas noticias del Sur. Los hechos desagradables venían produciéndose hacía tiempo, pero el virrey Yeh, gobernador de las provincias del Kwang, había procurado ocultarlos hasta que pasasen las fiestas del cumpleaños. Más ahora ya no cabía encubrir los nuevos desastres que se venían produciendo. Por lo tanto, envió mensajeros, que a toda prisa y relevando caballos hicieron saber en Pequín las últimas noticias.

El inglés Lord Elgin repetía sus amenazas de atacar la ciudad de Cantón, esta vez con seis mil combatientes que esperaban a bordo de sus naves de guerra, ancladas en la desembocadura del Río de las Perlas. Incluso de no haber en la ciudad gente en rebeldía, los ejércitos imperiales no hubieran podido defender sus puertas. Pero, además, la ciudad estaba llena de rebeldes que se daban el nombre de cristianos y obedecían las instrucciones del demente Hung, hombre tan ignorante como poderoso, que continuamente declaraba que el dios extranjero llamado Jesús le enviaba para derrocar el trono manchuriano.

Cuando tan desesperadas noticias llegaron a la ciudad, el príncipe Kung, primero que las recibió, no osó, de momento, transmitirlas al emperador. Desde la fiesta de cumpleaños del heredero, el monarca no se había levantado del lecho todavía. Aquel día había comido en exceso y bebido mucho, y como luego sintiera dolores quiso acallarlos fumando opio, hasta hallarse en un estado en que no distinguía el día de la noche.

Por lo tanto, el príncipe Kung envió recado a Tzu Hsi, pidiendo inmediata audiencia.

Aquel mismo día, una hora después de llegar el sol al cenit, Tzu Hsi fue a la biblioteca imperial y se acomodó detrás de un biombo, sabiendo que esta vez el príncipe se presentaba en compañía de otros hombres. Iban, en efecto, con él el Gran Consejero Su Shun y su aliado el príncipe Ts’al, así como el príncipe Yi, hermano menor del Hijo del Cielo y hombre de poco carácter, falto de talento y aún más de prudencia y, en cambio, dado a la envidia y la mezquindad. Aquellos hombres, rodeados a distancia por los eunucos que estaban a su servido, oyeron las noticias que el príncipe Kung leía en el rollo de papeles escrito por el virrey mismo con su propio pincel.

Su Shun murmuró:

—Muy grave, muy grave…

Su Shun era un hombre alto y ancho, con el rostro tosco y redo. Tzu Hsi se preguntó cómo podía ser el padre de una belleza tan delicada como Mei.

El príncipe Yi se mostró de acuerdo, con voz alta y chillona:

—¡Muy grave!

—Tan grave —apoyó el príncipe Kung—, que hemos de considerar la cuestión de que ese Elgin, después de tomar la ciudad de Cantón y fortificarse en ella, pida ser recibido aquí, en la Corte Imperial.

Tzu Hsi descargó en una de sus manos un golpe con la otra.

—¡Nunca!

El príncipe Kung dijo tristemente:

—Siento indicar, Venerable, que acaso no podamos negar nada a un enemigo tan fuerte.

Ella respondió:

—Nos cabe usar la astucia. Podemos seguir prometiendo y alargar las cosas.

—No lograremos imponernos —afirmó el príncipe Kung.

El Gran Consejero Su Shun intervino:

—Nos impusimos hace dos años, cuando el inglés Seymour irrumpió en la ciudad de Cantón recordaréis, príncipe, fue rechazado. Se ofreció una recompensa de treinta piezas de plata por cada cabeza de inglés que se cortase, y cuando tales cabezas fueron presentadas al virrey, éste ordenó que fueran paseadas por las calles de la ciudad. También mandó que se quemasen los almacenes extranjeros. Y con esto los ingleses se retiraron.

—Así fue —rubricó el príncipe Yi.

Pero Kung se negó a asentir. Aquel hombre de elevada estatura, bien plantado y fuerte, era demasiado joven para hablar tan atrevidamente como lo hacía ante los demás. Pero opinó:

—Los ingleses sólo se retiraron para enviar más tropas. Ahora esas tropas han llegado. Además esta vez los franceses, anhelosos de adueñarse de nuestras posesiones de Indochina, han prometido ayuda a los ingleses contra nosotros y, una vez más arguyen la excusa de que un sacerdote francés ha sido torturado y muerto en Kwangsi. Se dice, para colmo, que Lord Elgin tiene órdenes de la reina de Inglaterra para exigir que resida en nuestra capital un ministro plenipotenciario de la Corte británica cuando a esa reina se le antoje.

La voluntad de Tzu Hsi permanecía inalterable, pero, en su mucho aprecio por el príncipe Kung y en su deseo de serle leal, se expresó cortésmente al objetar así:

—No dudo de que tenéis razón y, sin embargo, me siento tentada a ponerlo en duda. De fijo esa reina de Occidente ignora lo que su subalterno exige en su nombre. Si no, ¿por qué no nos ocurrió nada de esto cuando la otra vez expulsamos a los ingleses?

El príncipe Kung explicó, sin perder la paciencia:

—La demora, emperatriz, se debe a los motines ocurridos en la India, acerca de los cuales os hablé hace algunos meses. Recordad que toda la India está hoy conquistada por Inglaterra y que, al estallar allí la rebelión recientemente y producirse la matanza de muchos ingleses y sus mujeres, dos ejércitos británicos aplastaron el levantamiento con espantosa fuerza. Ahora vienen aquí buscando ulteriores conquistas. Temo, y mucho, que intenten poseer nuestro país como ya poseen la India. ¿Quién sabe adónde puede llegar su ambición? Un pueblo insular es siempre ávido y codicioso, porque, cuando se multiplica, busca sitios por donde extenderse. Si caemos, todo nuestro mundo caerá con nosotros. Hemos de impedir eso a toda costa.

Tzu Hsi aprobó:

—Hemos de impedirlo, es cierto.

Pero sentía incredulidad. Ni su voz sonaba grave ni sus modales parecían preocupados, mientras continuaba:

—A pesar de todo, las distancias son grandes y nuestros muros fuertes. No creo que pueda ocurrirnos un desastre fácilmente, ni de aquí a poco tiempo. Además, el Hijo del Cielo está demasiado enfermo para que podamos enojarle. En breve hemos de salir de la ciudad para pasar el estío. Pospongamos toda acción hasta que transcurra la estación caliente y volvamos del Palacio de Verano. Dad órdenes al virrey de que prometa a los ingleses informar al Trono planteando las demandas extranjeras. Cuando las recibamos enviaremos aviso de que el Hijo del Cielo está enfermo y de que tenemos que esperar la estación fresca, a fin de que él haya mejorado lo bastante para tomar decisiones.

—Eso es hablar con prudencia —aseveró el Gran Consejero.

—Sí, con prudencia —manifestó el príncipe Ts’al.

El príncipe Yi hizo vigorosos signos de aquiescencia con la cabeza. Sólo el príncipe Kung guardó silencio, limitándose a exhalar, desde el fondo de su pecho, intensos suspiros.

Tzu Hsi, que no tenía ganas de oír suspirar, puso término a la audiencia. Desde la biblioteca imperial se dirigió al palacio en que vivía su hijo, rodeado de niñeras y eunucos, y dejó pasar varias horas a su lado. Le miraba mientras dormía, le ponía en su regazo si despertaba y le cogía de la mano si deseaba andar. En el niño estaba la fuente de su resolución y su fuerza, y siempre que se sentía temerosa iba a verle para cobrar alientos. Aquel hijo era su diosecito, la joya del loto de su vida, y le adoraba con todo su corazón y todo su ser. Sentía el corazón henchido y suavizado por el amor. Le abrazó estrechamente y deploró no poderle guardar tan a salvo como cuando lo llevaba en su seno.

Después de aquellas horas con el niño, Tzu Hsi volvió a su palacete, sintiéndose reanimada. Ya allí se aplicó a su perenne tarea de estudiar todas las cartas e informes que llegaban al Trono, para decidir las respuestas y órdenes que debía dar el emperador.

En los meses que precedieron al verano Tzu Hsi gestionó el casamiento de su hermana con el séptimo príncipe, que se apellidaba Ch’un y tenía por nombre propio el de I-huan. Celebró una audiencia privada con aquel príncipe, para pedirle que observase en bien de su hermana.

Aunque Ch’un era feo de cara y tenía una cabeza que, por lo grande, no guardaba proporción con su cuerpo. Tzu Hsi le juzgó persona sincera y sencilla, sin ambiciones propias. Se mostró agradecido por el deseo de la emperatriz de casarle tan honrosamente. El matrimonio se realizó antes de que la Corte se trasladase a Yuang Ming Yüan, pero no hubo fiesta alguna por respeto a la enfermedad del emperador. La misma Tzu Hsi sólo supo que, el día convenido, su hermana fue llevada, con las debidas ceremonias, al palacio del príncipe Ch’un, fuera de las murallas de la Ciudad Prohibida.

El verano pasó tristemente, incluso en Yüan Ming Yüan, porque la dolencia del emperador impedía oír música, asistir a funciones de teatro y, en general, divertirse con nada.

Sucedíanse los espléndidos días estivales, pero Tzu Hsi, celosa de su dignidad imperial, no quiso organizar ni una sola fiesta acuática en el lago del Loto, y en consecuencia vivía retraída y sola. No se atrevía a ver a su primo Jung Lu, porque desde el día de la fiesta del cumpleaños del heredero, las murmuraciones se habían propagado como las llamas en un bosque seco y ya en todas partes se sabía que ella había estado prometida antaño al joven soldado. Hasta que su poder fuese invulnerable a todo asalto, ella no podía hacer más por Jung Lu sin riesgo de que sus intentos se manejasen contra ella ante el emperador, o bien contra su propio vástago, si el Hijo del Cielo moría. Aunque joven y apasionada, Tzu Hsi sabía ser dueña de sí misma y también, de proponérselo, era capaz de desplegar mucha paciencia.

La Corte, volvió a la Ciudad Prohibida cuando empezó el otoño de aquel año. Se observaron sin alharacas las fiestas de la cosecha. Tzu Hsi, viendo que los meses transcurrían sin que se alterase la paz, creía que había decidido discretamente al no permitir que se hiciese la guerra a los extranjeros. El virrey Yeh enviaba mejores noticias que antes. Aseguraba que los ingleses, aunque enojados por las dilaciones, no acertaban a hacer nada y que Lord Elgin, su jefe «pasaba los días en Hong-Kong rabiando y pataleando».

Tzu Hsi declaró, triunfal:

—Eso prueba que la reina del Oeste es aliada mía.

Sólo una cosa entristecía a Tzu Hsi, y era la enfermedad del emperador. No fingía, ni siquiera para sí, amar a aquella figura pálida e inmóvil que yacía casi sin habla, sobre los amarillos cojines de su lecho, pero temía los conflictos que podía provocar la sucesión. El heredero era tan joven aún que, antes de llegar al trono, quizá sobrevinieran querellas muy graves acerca de quién debía ostentar la regencia. Ella sola, sin duda alguna, debía ser la regente, pero ¿podría adueñarse del Trono y conservarlo para su hijo? Los resueltos hombres de los clanes manchúes quizás apareciesen en escena planteando reclamaciones y demandas. Hasta cabía que el heredero legítimo fuese dado de lado y le sustituyese otro gobernante.

Por todas partes se organizaban conjuras, y esto lo sabía ella porque Li Lien-ying le afirmaba que Su Shun conspiraba y quería persuadir al príncipe Yi para que se uniese a él y al príncipe Cheng, quien también llegado el caso, sería un mal enemigo.

No era aquella intriga la única ni aquellos dos los únicos conspiradores, aunque sí los más importantes. ¿Quién sabía cuántos eran los que, de distintos modos, conspiraban? Una fortuna tenía la emperatriz en medio de todo, y consistía en que el príncipe Kung era leal y no conspiraba y en que el eunuco mayor, An Teh-hai, con su autoridad sobre los eunucos y la organización de los palacios, le era leal porque la sabía predilecta del emperador. Primero por costumbre, y luego porque había vivido bien bajo su señor, el eunuco mayor amaba a aquel frágil y débil gobernante y siempre permanecía a la cabecera del vasto e historiado lecho donde el doliente emperador se hallaba inmóvil y casi siempre en silencio. El eunuco jefe era quien se inclinaba hacia él para saber lo que deseaba. A veces, de noche, mientras otros dormían, el eunuco mayor iba, él solo, a buscar a Tzu Hsi para decirle que el emperador se sentía temeroso y ansiaba el contacto de la mano de la emperatriz y deseaba contemplar su faz. Y ella, envolviéndose en alguna ropa oscura, seguía al jefe de eunucos a lo largo de los silenciosos pasadizos y entraba en el dormitorio, siempre en penumbra, a pesar de las bujías encendidas de continuo. Sentábase al lado del enorme lecho y sujetaba entre sus manos las frías e Insensibles del emperador quien la miraba y se emocionaba al ver la tierna expresión con que ella quería consolarle. Así pasaba el tiempo hasta que él se dormía y Tzu Hsi podía regresar a sus habitaciones.

El eunuco mayor, contemplándola a distancia, reparaba en su perfecta paciencia, su sostenida cortesía y su atenta amabilidad, y comenzaba a dedicar a aquella mujer la misma devoción y lealtad con que había servido al emperador desde que, por primera vez, llegó a las puertas de Palacio, siendo un niño de doce años, dispuesto para que pudiera servir dentro de la ciudad imperial. Aquel eunuco procedía como un ladrón en ciertas ocasiones, tomando para sí lo que quería de los surtidos almacenes y tesoros de su señor. Todos sabían que había acumulado grandes riquezas. También era a veces cruel y más de un hombre perecía ahorcado o acuchillado cuando él, bajando el pulgar, daba el signo de muerte. Pero en su solitario corazón, escondido bajo las crecientes capas de su ya fofa carne, amaba a su soberano, y sólo a él, más viéndole acercarse más a la muerte cada día, principió a transferir, hora a hora, su singular y absoluta devoción a la mujer joven, bella y fuerte a quien el emperador dedicaba más afecto que a nadie, como seguramente se lo seguiría dedicando hasta que dejase de alentar.

Nadie se hallaba preparado para las terribles noticias que, a primeros de invierno de aquel año, llegaron un atardecer a las puertas de Palacio. El día había transcurrido como otro cualquiera, frío, gris y amenazando nieve. La ciudad había estado tranquila y se habían hecho, sin exceso de animación, los negocios y transacciones usuales. En el interior del recinto se notó muy poco movimiento. No se concedían audiencias, los asuntos de importancia se sometían al príncipe Kung, como representante del emperador, y las decisiones solían demorarse.

Tzu Hsi había pasado el día pintando. Su profesora Miao se hallaba junto a ella, no dando ya instrucciones, ni imponiendo prohibiciones, sino mirando cómo su imperial discípula pintaba unas ramas de melocotonero en flor. Como complacer a Miao no era fácil, Tzu Hsi trabajaba en silencio y procurando esmerarse. Primero mojaba su pincel de tal manera que, con un solo toque, pudiera dar a las ramas su forma, sombrado y perfil, cosa que hacía con perfección y cuidado.

—¡Muy bien, Venerable!

—No he terminado —respondió Tzu Hsi.

Con idéntico cuidado comenzó a trazar una segunda rama que se entrelazaba con la primera. Miao permanecía en silencio. Tzu Hsi notó que había fruncido el entrecejo.

—¿No le agrada lo que estoy haciendo ahora?

La profesora repuso:

—No es que me guste o no me guste, Venerable. Lo que debéis preguntaros a vos misma es si los pintores que se han denotado magistrales en la pintura de melocotoneros en flor habrían entrelazado dos ramas de esa manera.

—¿Por qué no habían de hacerlo? —preguntó Tzu Hsi.

—No lo harían —afirmó Miao—. En las cuestiones artísticas preside el instinto, no la razón.

Tzu Hsi abrió mucho los ojos y apretó los rojos labios dispuesta a la discusión, pero Miao no quiso aceptarla.

—Si deseáis, Venerable, entremezclar las ramas así, ¿por qué no hacerlo? —dijo suavemente—. Ya estáis en la época en que podéis pintar a vuestro gusto.

Calló y luego dijo pensativamente, alzando su delicada cabeza para mirar a su alumna.

—Sois una aficionada, Venerable, y no necesitáis ser una profesional como yo, que soy artista por oficio, siguiendo el ejemplo de su familia, donde todos lo fueron. Y, con todo, si estuvieseis en libertad de ser artista y no gravitaran sobre vos las cargas de la nación y el estado, podríais, Venerable, haber figurado entre las mayores de todas las artistas. Hay en vuestras pinceladas poder y precisión, y eso es genio y sólo necesitaría práctica para completarse. En vuestra vida no hay tiempo para añadir esa grandeza a las demás que poseéis y…

No pudo terminar. Mientras Tzu Hsi escuchaba, fijando sus grandes ojos en la faz de su maestra, el eunuco mayor irrumpió en el pabellón donde se hallaban las damas. Las dos se volvieron a él, sobresaltadas y sorprendidas ante el espectáculo de aquel hombre. Llegaba a la carrera, no se sabía desde dónde. Los globos de sus ojos parecían a punto de estallar. Respiraba con un jadeo que le desgarraba el pecho. Tenía una piel demudada y, a pesar del frío, nadaba en sudor. Dos cataratas corrían por sus rollizas mejillas.

—¡Venerable —clamó—, Venerable, preparaos!

Tzu Hsi se levantó en el acto. ¿Irían a hablarle de la muerte de alguien? ¿Y de quién? El jefe de eunucos dijo a gritos:

—¡Venerable, ha llegado un mensajero de Cantón! Hemos perdido la ciudad, los extranjeros son dueños de ella y el virrey está prisionero. Cuando trataba de escapar por las murallas…

Tzu Hsi volvió a sentarse. Aquello era un desastre, pero no una muerte. Habló severamente al tembloroso eunuco:

—Procura recobrar tu sentido común. Se pensaría por tu aspecto que tenemos al enemigo dentro del recinto de Palacio.

No obstante, dejó los pinceles y Miao los retiró en silencio. El eunuco mayor esperaba, limpiándose con las mangas el sudor.

—Invita al príncipe Kung a que venga a verme aquí —mandó Tzu Hsi—. Vuelve luego al lado del emperador.

—Sí, Venerable —murmuró humildemente el jefe de los eunucos.

Y se alejó a toda prisa.

A los pocos minutos llegó el príncipe Kung. Iba solo, sin consejeros ni príncipes. Sabía lo sucedido porque el exhausto emisario le había entregado el informe escrito por una mano desconocida, pero con el sello del virrey. Kung llevaba consigo el documento. Tzu Hsi le dio las gracias por su diligente obediencia y le pidió:

—Leamos eso.

Kung leyó lentamente y ella le escuchó, sentada en el diminuto trono de su personal biblioteca, con los ojos pensativamente fijos en el jarrón de orquídeas amarillas que adornaba la mesa.

Supo así todo lo que el mensajero dijera al jefe de eunucos, y mucho más. Seis mil soldados occidentales habían desembarcado, avanzando hasta las puertas de Cantón e iniciado el ataque. Las fuerzas, imperiales habían hecho una momentánea exhibición de estrépito y bravura y luego emprendido la huida. Entonces los chinos rebeldes, que se escondían dentro de la ciudad, abrieron las puertas, dando entrada al enemigo. El virrey, al recibir tan malas noticias, corrió desde su palacio a un lienzo de muralla, de la que sus oficiales empezaron a descolgarle con una soga.

Pero, a mitad de su aéreo camino, los chinos rebeldes le vieron y dieron voces de aviso al enemigo, el cual se precipitó hacia el muro, cortó el camino de aquel dignatario y le hizo prisionero. Prisioneros cayeron también todos los oficiales superiores y el virrey fue deportado a Calcuta en la distante India. Después los hombres occidentales, arrogantes con todos e incapaces de honrar a nadie, nombraron un nuevo Gobierno, todo él compuesto de chinos, desafiando así a la dinastía manchú. Y, lo que era peor, según continuaba el informe: los ingleses declaraban que tenían que presentar nuevas peticiones en nombre de su reina y emperatriz, pero no querían decir cuáles eran. Por lo contrario, insistían en que habían de presentarse en Pequín al emperador, para decirle lo que deseaban de él.

Tales fueron las tremendas nuevas que abrumaron a Tzu Hsi en aquel tranquilo lugar donde, hacía una hora, pintaba plácidamente flores de melocotoneros. Escuchó sin decir una palabra. El príncipe Kung la miraba de reojo, sintiendo compasión de aquella mujer bella y solitaria y esperando que fuese ella la que hablase.

Y, en efecto, lo hizo así.

—No podemos recibir a esos extranjeros en la Corte. Creo, además, que usan el nombre de Victoria sin conocimiento de ella. Pero claro está que yo no puedo llegar desde aquí a su distante trono ni revelar a nuestro pueblo la enfermedad del emperador. El heredero del Trono es muy joven aún y la sucesión no está clara. Debemos negar la entrada a los extranjeros. Cueste lo que cueste, necesitamos seguir defendiéndonos con promesas y dilaciones y convertir el invierno en una excusa para no resolver nada.

Hasta en medio de su profunda alarma Kung se sintió disgustado por la situación de la joven y procuró hablarle con dulzura:

—Os digo, emperatriz, lo que os he dicho ya. Vos no comprendéis el carácter de esos hombres. Su paciencia ha llegado al extremo.

—Ya veremos —contestó ella.

Y no acertó a decir más. A los ruegos, consejos y exhortaciones del príncipe, no respondió más que moviendo la cabeza y mirándole con el rostro pálido, bajo cuyos ojos trágicos se acusaban oscuras sombras.

—Ya veremos —repitió—, ya veremos.

«El cielo me ayuda», se decía Tzu Hsi.

Aquel invierno, realmente, era el más frío que había conocido nadie. Todos los días, cuando la emperatriz se levantaba y miraba por la ventana, veía montones de nieve más altos y profundos que el día anterior. Los correos imperiales despachados al Sur, o que venían de él, tardaban tres veces más tiempo del usual en hacer el viaje hasta o desde la capital y la contestación de la Corte tardaría meses en llegar a Cantón. El anciano virrey Yeh se pudría en una prisión de Calcuta, a donde le llevaran los ingleses, pero Tzu Hsi distaba mucho de comprenderle. Yeh había servido mal al Trono y no había excusas capaces de justificar o hacer perdonar su derrota. Daba lo mismo que muriera. La clemencia y la piedad debían guardarse para aquellos que supiesen colaborar con ella.

Deslizose el invierno lentamente y volvió otra vez la primavera, que fue, por cierto, fría e insegura. Tzu Hsi anhelaba ver nacer las primeras hojas de los datileros y observar cómo los retoños del bambú brotaban de la tierra. Dentro de los palacios florecían, como siempre, lilas sagradas, calentadas por el ardiente carbón que se deshacía en cenizas alrededor de las vasijas que contenían las plantas. También ofrecían, en macetas de porcelana, ciruelos enanos estimulados por estufas calientes. Así la emperatriz lograba crear una ilusión de primavera con aquellas flores cultivadas dentro de los palacios. En las ramas de arbolillos colocados en macetas hacía colgar jaulas de aves que la complacían con sus canciones. Cuando pensaba en los peligros que corría la nación, se consolaba abriendo las jaulas y dejando que los pájaros saliesen y se instalasen en sus hombros y manos, y tomasen de sus labios bocados de comida. También jugaba tiernamente con sus perrillos. A tales criaturas les dedicaba su amor, viéndolos tan inocentes.

Inocente era también su hijito y saberlo le causaba la más profunda alegría, porque él la amaba con un amor exclusivo. Cuando ella entraba en el cuarto donde se hallaba el niño, él, que a veces dejaba de ver a su madre durante un día o dos, si estaba muy ocupada, olvidaba a todos los demás y corría a sus brazos. Aquella mujer sabía ser cruel, y todo el que la ofendía notaba, instantáneamente, su innata crueldad; sin embargo, Tzu Hsi rebosaba en ternura para todos los seres inocentes y débiles y, por supuesto, para quienes la amaban. Por ejemplo, toleraba las artimañas del eunuco Li Lien-ying, porque él la adoraba. Tzu Hsi fingía no reparar en sus raterías menudas, sus ocurrencias malignas y sus intentos de sacar gajes de aquellos que, a través de su señora, buscaban el favor del emperador. Del mismo modo perdonaba al soberano su desvalimiento, decadencia y locuras con las mujeres, porque él hacía llamar concubinas a su lado todas las noches. De todos modos a Tzu Hsi la amaba y a las otras no. Le perdonaba, pues, porque no le amaba, y se mostraba tierna con él porque él sí le dedicaba amor.

Todo esto lo conocía el príncipe Kung y ella no ignoraba que lo sabía, aunque nunca lo tradujera en palabras. Pero se veía comprensión en sus ojos y se percibía también en la dulzura de su voz. Mas Tzu Hsi se sentía solitaria como sólo pueden estarlo los situados muy altos, y, precisamente porque ella no podía referirse a su soledad, Kung le era más íntegramente leal. No, desde luego, en el sentido corriente de los hombres, ya que tenía una esposa amada y bella, mujer tranquila y de dulce corazón, que llenaba todas sus necesidades. Era hija de un viejo y honorable mandarín llamado Kwei Liang, hombre de muy buen sentido común, perpetuamente fiel al Trono y que siempre daba consejos prudentes al emperador Hsien Feng, como antes los diera a T’ao Kwang, el difunto padre del monarca.

La primavera avanzaba lentamente. Comenzó el verano y, sin embargo, Tzu Hsi no decidía si convenía ir o no al Palacio de Verano. Ella anhelaba la paz. Durante todo el invierno no había mirado más allá de la Ciudad Prohibida, y añoraba el paisaje de lagos y montes de Yüan Ming Yüan. Nunca había añorado la belleza tanto como ahora, en que todo era incertidumbre a su alrededor. Ansiaba el natural atractivo del cielo, la tierra y el agua. En sus sueños no veía imágenes de galanes, sino de jardines sin muro y de lejanas y desnudas montañas iluminadas por la claridad quieta de la luna. Pasaba horas enteras contemplando pinturas de escenas del natural y de paisajes, imaginando que andaba por las orillas de ríos o mares, y que por la noche dormía entre pinares o acaso en un templo escondido en un bosquecillo de bambúes. Al despertar lloraba, porque aquellos sueños eran tan reales como auténticas memorias por lo inolvidables y claros, aunque ella nunca viese en su verdadera vida corriente nada de todo aquello.

Pero un día, repentinos como el descargar de una tormenta, los rumores catastróficos que ella esperaba siempre, llegaron al Norte, haciendo que instantáneamente prescindiera de toda esperanza de ir a Yüan Ming Yüan. Los hombres occidentales remontaban la costa china en sus barcos de guerra. Los correos Imperiales, forzando relevos, galopaban día y noche para dar la noticia antes que los navíos extranjeros alcanzasen los fuertes de Taku, en Tien-tsin, ciudad que distaba ochenta millas escasas de la capital.

Una gran consternación cayó sobre todos, tanto cortesanos como gente común. El emperador, dominando su dolencia por un momento, convocó a sus grandes consejeros, ministros y príncipes a una reunión en la sala de audiencias. Avisó también a sus dos consortes para que fueran a sentarse detrás del Biombo del Dragón. Allá fue Tzu Hsi, apoyándose en el brazo de su eunuco, y se sentó en el más alto de los dos pequeños tronos posteriores al del soberano. Poco después llegó Tzu An, la emperatriz del Palacio Oriental, y Tzu Hsi, siempre cortés, se levantó y esperó a que su prima se sentase en el trono. Aquella emperatriz envejecía de un modo desproporcionado a sus años, porque no tenía ni treinta y dos. Su rostro se había tornado alargado, demacrado y melancólico. Sonrió triste y débilmente cuando Tzu Hsi le oprimió la mano.

Pero ¿quién pensaba en las cosas de uno cuando todos estaban amenazados? La importante asamblea escuchó, en silencio, al príncipe Kung, cuando éste, de pie, anunció las malas noticias que se habían recibido. El emperador, vestido con sus ropas doradas y sentado en el Trono del Dragón, inclinaba mucho la cabeza y casi escondía el semblante tras un abanico de seda que sostenía en la mano derecha.

Terminados los saludos de rigor, el príncipe Kung procedió a decir la dura verdad.

Entre otras palabras empleó éstas:

—A pesar de todo lo que el Trono ha hecho para impedirlo, los extranjeros se acercan, no contentos con permanecer en el Sur. En estos momentos sus buques armados, llenos de guerreros, navegan hacia el Norte, siguiendo nuestra costa. Esperamos que su avance se paralice ante los fuertes de Taku, sin entrar en la ciudad de Tien-tsin, desde donde no hay más que una breve marcha a estos nuestros sagrados lugares.

La arrodillada asamblea prorrumpió en un gemido unánime y todos inclinaron los rostros hasta el suelo.

El príncipe Kung pareció titubear antes de proseguir:

—Quizá mis palabras se anticipen a los hechos. Pero temo en verdad que estos bárbaros no obedezcan nuestras leyes ni nuestra etiqueta. A la menor dilación son muy capaces de llegar hasta las puertas de los palacios imperiales, salvo que les paguemos y persuadamos de que regresen al Sur. Pero más vale contar con lo peor y dejar de soñar. Han llegado horas definitivas. Sólo congojas nos esperan.

Cuando se hubo leído por completo el informe escrito por el príncipe Kung, el emperador dio por terminada la audiencia, exhortando a los concurrentes a retirarse y considerar sus consejos y juicios. Se levantó y, apoyándose en dos príncipes hermanos suyos, se dispuso a bajar del trono.

Repentinamente la clara voz de Tzu Hsi sonó detrás del Biombo del Dragón.

—Yo, que no debiera hablar, he de romper, no obstante, mi silencio.

El emperador se detuvo, desconcertado, volviendo la cabeza a derecha e izquierda. Ante él los reunidos seguían arrodillados, con las cabezas inclinadas ante el suelo, y ninguno hablaba.

En el solemne silencio percibiose de nuevo la voz de Tzu Hsi.

—Yo soy quien ha aconsejado paciencia con los bárbaros occidentales, yo soy quien ha propugnado dilaciones y esperas, y ahora soy yo quien digo que he estado engañada. Cambio, pues, de opinión y me pronuncio contra la paciencia, los alargamientos y los aplazamientos. Pido la guerra contra los enemigos occidentales y la muerte de todos ellos, hombres, mujeres y niños.

De haber sido aquella voz la de un hombre, los presentes hubieran gritado «Sí» o «No». Pero era la voz de una mujer, aunque se tratase de una emperatriz. Nadie hablaba, nadie se movía. El emperador aguardó unos instantes, siempre con la cabeza inclinada, y luego, apoyándose aún en sus hermanos, descendió del Trono y, mientras todas las cabezas bajaban hasta el suelo, entró en su palanquín amarillo y, rodeado por armígeros y guardias, retornó a su palacio.

Después de él, y a su debido tiempo, se retiraron las dos consortes sin cambiar entre sí más palabras que las prescritas por la cortesía. Tzu Hsi notó que Tzu An procuraba esquivarla y apartar la vista.

Ya de vuelta en sus habitaciones, Tzu Hsi pasó el día esperando la imperial llamada, pero ésta no se produjo. En silencio, y con la mente abstraída, la joven repasaba sus libros. Al llegar al anochecer hizo llamar a Li Lien-ying y le contó lo que sucedía. El eunuco le explicó que el emperador había pasado el día acompañado de diversas concubinas de poco relieve, sin que mencionara su nombre. Ello lo sabía Li Lien-ying por el eunuco mayor, que había estado toda la jornada en la cámara del soberano, atento de satisfacer sus menores caprichos.

Li Lien-ying añadió:

—Venerable, dad por seguro que el emperador no os ha olvidado. Pero, sin duda, espera conocer el criterio de sus ministros sobre la situación presente, porque teme lo que pueda ocurrir.

—¡En ese caso he sido derrotada! —exclamó Tzu Hsi.

Aquello era hablar demasiado crudamente contra el emperador, y Li Lien-ying fingió no haber oído. Tomó la tetera que se hallaba encima dé la mesa, murmuró que estaba fría y salió con ella. Tenía en el rostro una expresión indefinible y no sonreía.

Al día siguiente Tzu Hsi conoció las noticias previstas. Tampoco se iba a ofrecer resistencia a los invasores occidentales. Lejos de ello, el emperador, siguiendo el parecer de sus ministros y consejeros, enviaba a tres notables del imperio a tratar con Lord Elgin, el comandante inglés. Entre los tres mandatarios figuraba Kwei Liang padre de la esposa del príncipe Kung y hombre conocido por su discreción y prudencia.

Al saber tal nombramiento Tzu Hsi comentó:

—¡Ya veréis lo que saca en limpio ese excelente hombre! Para los tiempos actuales es demasiado viejo, demasiado prudente y transigente hasta el exceso.

La emperatriz no se engañaba. El cuarto día del séptimo mes Kwei Liang firmó con los representantes de los guerreros occidentales un tratado al que el monarca manchú pondría su sello imperial en el plazo de un año justo a contar desde la fecha. Los tres notables volvieron con el texto del tratado. A filo de espada, ingleses y franceses, apoyados por sus amigos americanos y rusos, habían logrado imponer sus exigencias. Los países occidentales debían tener ministros plenipotenciarios en Pequín, comerciantes y sacerdotes blancos podían actuar y circular libremente por el reino sin someterse a las leyes chinas, la importación del opio se consideraría tráfico legal, y el gran puerto fluvial de Han-Kao, a mil millas del mar, pasaba a ser zona de libre residencia para los hombres blancos y sus familias.

Cuando Tzu Hsi supo los términos del tratado se recluyó en sus habitaciones, donde pasó tres días sin asearse, quitarse la ropa ni comer absolutamente nada. Ni siquiera quiso recibir a sus damas de honor. Su camarera llegó a asustarse y su eunuco privado acudió en secreto a informar al príncipe Kung de que la emperatriz del Palacio Occidental no hacía más que llorar y estaba tan agotada y exhausta como una muerta.

El príncipe recibió la noticia en su palacio, fuera de la Ciudad Prohibida, y se apresuró a solicitar audiencia de la emperatriz. Tzu Hsi se levantó entonces, bañose, se vistió y tomó un poco de caldo que le llevó su mujer de servicio. Luego se apoyó en el brazo de su eunuco y se encaminó a la biblioteca imperial. Allí, sentada en su trono, recibió a Kung y escuchó sus razonables palabras.

—¿Pensáis, emperatriz, que un hombre tan razonable como mi suegro hubiera cedido de ver alguna posibilidad de resistir? No había más remedio que doblegarse. De lo contrario, los occidentales hubieran venido aquí y penetrado en la imperial ciudad.

Tzu Hsi adelantó el rojo labio.

—¡Mera amenaza!

—Nada de amenaza —replicó el príncipe Kung con firmeza—. Conozco a los ingleses lo suficiente para saber que no se conforman con amenazas. Cuando algo avisan, se proponen obrar.

Acertase el príncipe o no, Tzu Hsi le constaba que era leal y verídico y que tenía una prudencia muy superior a la que cabía esperar de sus años. Además era inútil todo alegato, una vez que se había firmado ya el tratado. Se sentía muy triste. ¿Estaban perdidas todas las esperanzas? El heredero del Trono era demasiado joven para luchar.

Hizo un gesto de impaciencia y volvió a sus habitaciones en cuanto salió Kung. Pasó retirada y a solas varias noches, planeando sus secretos propósitos. Tenía que disimular lo que sentía y pensaba procurar hacerse amiga de todos, someterse por entero al emperador, evitar hasta el más ligero reproche y esperar. Así endureció su voluntad hasta tornarla dura como el hierro y fría como la piedra.

Entretanto, contentos con el victorioso tratado que habían conseguido, los hombres occidentales no se pusieron en marcha hacia el Norte. Transcurrió el año como otros habían transcurrido y llegó un nuevo verano. El día en que había de firmarse el tratado se acercaba. Tzu Hsi estaba resuelta a lograr que no se pusiese al pacto el refrendo del sello imperial, cosa que obtuvo sin palabras ni amenazas. Le bastó seducir al débil monarca. Éste, observando durante aquel año que la emperatriz se manifestaba siempre gentil y deseosa de acceder a todo, se convirtió en su cautivo de cuerpo y de alma. Siguiendo los consejos que Tzu Hsi procuró imbuirle de sutil manera, el emperador despachó emisarios a los blancos que gobernaban la ciudad de Cantón a través del gobierno chino que había designado. Los delegados tenían la misión de persuadir y hasta de sobornar a los blancos, para que accediesen a no subir hacia el Norte, aunque el tratado no se sellara.

La orden del emperador fue ésta:

—Que los extranjeros se contenten con su comercio en el Sur. Hay que decirles que seremos sus amigos si permanecen donde están. ¿No vinieron aquí para comerciar?

Kung preguntó:

—¿Y si se niegan?

El emperador, recordando las palabras de Tzu Hsi durante la última noche que pasaron juntos respondió:

—Hay que proponerles en caso necesario una ulterior reunión en Shanghai para sellar el tratado. De este modo les ahorraremos la mitad del camino. ¿Podrán entonces quejarse de que no somos generosos?

Tzu Hsi había comentado con el emperador, fingiendo indiferencia por los negocios públicos:

—¿Por qué firmar el tratado? Que los blancos esperen. Y si muestran impaciencia, digámosles que firmaremos en Shanghai, que está a mitad de camino, según se sube por la costa. Si de todos modos vienen, tiempo nos quedará para decidir lo que más proceda.

Mientras esto indicaba, Tzu Hsi pensaba en la guerra como arma y solución definitiva de la situación creada. Si los invasores llegaban a Shanghai, ¿no era ello prueba de que sólo la muerte podía atajar su avancé?

Los emisarios partieron con aquellas órdenes a primeros de año. En primavera, en cuanto la tierra quedó libre de escarcha, el emperador mandó que los fuertes de Taku, cercanos a Tien-tsin, fueran mejor guarnecidos y artillados con cañones comprados a los americanos. Esto sé hizo en secreto y sin que se enteraran los ingleses. Tales planes germinaron en su mente en las horas de descanso, mientras Tzu Hsi procuraba entretenerle y corresponder debidamente a su amor, a la vez que le alentaba leyéndole cuentos y poemas de los libros prohibidos que había logrado encontrar en algunas librerías mediante las gestiones de sus eunucos.

Grande fue el abatimiento que se produjo cuando, a primeros de verano, los ministros del emperador enviaron correos con la noticia de que los hombres occidentales no se avenían a transacciones y que de nuevo sus buques, ahora a las órdenes de Hope, almirante británico, habían puesto rumbo al Norte y rebasado con mucho la altura de Shanghai. Pero tanto la Corte como la gente corriente de la ciudad declararon que no tenían temor alguno. Las defensas de Taku estaban muy reforzadas y se habían prometido buenas recompensas a los soldados imperiales si mostraban bravura. Por lo tanto, todos esperaban el ataque con serenidad y valor.

Esta vez, con la ayuda del cielo, el ejército rechazó, en efecto, al enemigo, causándole trescientas bajas y destruyéndoles tres de sus buques de guerra. El emperador, lleno de alegría, se deshizo en alabanzas de Tzu Hsi. Ella, oyendo aquellos elogios, instó a su señor a que lo negase todo a los invasores. El tratado, pues, no se selló.

Los blancos se retiraron y se restableció la paz. Toda la nación manifestó asombro ante la sabiduría del Hijo del Cielo, que había sabido cuándo era conveniente contemporizar y cuándo hacer la guerra. Todos hacían hincapié en la facilidad con que se había desbaratado a los invasores. Además ¿se les habría batido de aquel modo si la táctica de compromisos y dilaciones no los hubiera llevado a hacer falsas estimas de la debilidad del mando imperial y sus propias fuerzas? Todos tuvieron al emperador por un modelo de inteligencia y sabiduría.

Nadie ignoraba quién era la consejera del emperador. La emperatriz del Palacio Occidental fue considerada mágicamente poderosa y su belleza ensalzada en privado, ya que no parecía correcto hacerlo en público. No había eunuco ni cortesano que no se sometiera a sus menores deseos.

Sólo el príncipe Kung seguía temeroso y comentaba:

—Los hombres occidentales hacen como los tigres, que se retiran para repetir el salto.

Pero se juzgó que se engañaba cuando transcurrió otro año de paz y quietud. Tzu Hsi seguía profundizando su conocimiento de los libros y el heredero del Trono crecía cada vez más fuerte y voluntarioso. Aprendió a montar a caballo y se dedicó a su uso un negro corcel. Le gustaba cantar y reír y siempre estaba de buen humor, ya que no veía a su alrededor más que caras amistosas.

Tzu Hsi, serena en su presente poder, miraba crecer a su hijo y no experimentaba temor a nada.

Llegó otra primavera y, al acercarse el estío, la emperatriz empezó a preparar el traslado al Palacio de Verano, con sus damas y su hijo. Aquel año había transcurrido en paz y la emperatriz esperaba con anhelo el momento de las vacaciones.

¿Quién esperaba lo que iba a suceder? Apenas la Corte había realizado su viaje estival a Yüan Ming Yüan, los guerreros ingleses, ayudados por las fuerzas de Francia, avanzaron, con gran despliegue de medios bélicos, a lo largo de la costa, ansiosos de desquite.

El séptimo mes de aquel año, y como caídos del cielo, doscientos barcos de guerra, con veinte mil hombres armados a bordo, anclaron en el puerto de Chefú en la provincia de Chihli, y sin preparativo alguno, ni iniciación de negociaciones, se prepararon para entrar violentamente en la capital.

Llegaban de día y de noche emisarios con noticias cada vez más lamentables. En la Ciudad Prohibida no hubo tiempo para reproches ni dilaciones. Kwei Liang, el anciano y sabio consejero, acompañado por otros varios nobles, fue enviado con orden de solicitar del mando enemigo que suspendiese sus movimientos de tropas.

El amedrentado emperador dijo a los negociadores, cuando pasaron a despedirse de él:

—Haced las promesas necesarias y acceder a todo, porque, de lo contrario, estamos perdidos.

Tzu Hsi, que estaba en pie junto al emperador en la cámara de las audiencias privadas, exclamo:

—¡No, no, señor; eso es vergonzoso! Recordad nuestra reciente victoria. Hay que reforzar al Ejército y enviar más soldados. Éste es el momento de la batalla, señor.

El soberano no quiso oírla. Extendió la mano derecha, apartó a la mujer y dijo, dirigiéndose a Kwei Liang:

—Ya habéis oído mis órdenes.

El anciano respondió:

—Oigo y obedezco, Alteza Elevadísima.

Y, bien informados de los deseos del emperador, los plenipotenciarios montaron en sus coches de muías y se dirigieron a toda prisa a Tien-tsin, porque ya las fuerzas invasoras habían tomado los fuertes de Taku. En cuanto se hubo ido Kwei Liang, Tzu Hsi, ansiosa por su hijo, pero resuelta, comenzó a usar en secreto las armas de sus brazos cariñosos, de sus labios mimosos y de sus miradas tiernas, y por estos medios puso otra vez incertidumbre en la mente del emperador.

Aquella misma noche, en la alcoba del soberano, observó:

—Si los blancos no nos atienden, será discreto ver de salvar nuestras vidas.

Y convenció al emperador de que mandase al general mongol Seng-ko-lin-chin que condujera los ejércitos imperiales a un ataque, por sorpresa, contra los soldados blancos. Aquel general pertenecía a la casa principesca de los Korchiw de la Mongolia interior, familia muy favorecida por los emperadores manchúes, que la tenían por notablemente leal. Al general solía llamársele el príncipe Seng. Era hombre bravo y, con su destreza y valor, había logrado impedir que los rebeldes meridionales invadieran las provincias del Norte. Dos veces había realizado tremendas matanzas de ellos. La primera vez sólo distaban ya veinticuatro millas de Tien-tsin. Luego los alcanzó en Lien-chin y logró coparlos, obligando a los que quedaron con vida a replegarse a la región de Shantung, hasta donde los persiguió.

A aquel hombre invencible quiso ahora apelar Tzu Hsi. El emperador se manifestó conforme, y, sin informar siquiera de sus propósitos a su hermano, dio órdenes privadas al príncipe Seng. Éste, obedeciendo el secreto mandato, condujo a sus hombres hasta las cercanías de los fuertes de Taku y allí los dispuso en emboscada.

Los emisarios franceses e ingleses, ignorantes de aquellos preparativos, se adelantaron con el propósito de entrevistarse con la misión imperial encabezada por Kwei Liang. Iba ante el grupo un oficial con una bandera blanca de parlamento, pero Seng creyó que aquella bandera indicaba rendición y dio órdenes de avance a sus hombres, éstos se precipitaron, entre gritos de ira, sobre el contingente occidental. Los dos jefes del grupo fueron capturados y todos sus hombres prisioneros. La bandera fue desgarrada y pisoteada y los cautivos aherrojados y torturados por su osadía al invadir el país chino.

Con gran regocijo lleváronse aquellas noticias a la capital. ¡Otra vez habían sido derrotados los hombres occidentales! Volvió el emperador a dedicar loores a Tzu Hsi y le regaló un cofrecillo de oro lleno de joyas. Hizo proclamar una fiesta de siete días en toda la nación y en los palacios imperiales se organizaron funciones de teatro para satisfacción de la gente de la Corte. Se anunciaron que se darían a Seng grandes recompensas y honores tan pronto como regresaran a la capital.

Mas aquella alegría era demasiado prematura, y las fiestas y funciones teatrales no tuvieron buen término. Cuando los occidentales se informaron de la traición a sus camaradas, concentraron sus fuerzas y atacaron con tal ímpetu a los hombres de Seng que los pusieron en fuga. La retirada fue desordenada y desastrosa y las bajas de las tropas imperiales muchas, porque no tenían cañones adecuados para oponerse a los extranjeros. Los invasores avanzaron en triunfo hacia la capital y sólo se detuvieron ante el puente de mármol llamado Palikao, sobre el río Peiho, junto a la pequeña población de Tungchow. Con esto el ejército extranjero se situaba a diez millas de Pequín. En aquel puente chocaron con refuerzos imperiales enviados presurosamente por el emperador, que ya sabía, por un emisario especial, la derrota del príncipe Seng. Riñose batalla y el triste resultado fue que las tropas del emperador volvieron a ser batidas. Los vencidos huyeron a la capital, proclamando públicamente su derrota. Llorosas gentes de aquellas comarcas corrieron a refugiarse dentro de los muros de Pequín, esperando que las puertas se cerrasen y afianzasen, para salvarles de la ferocidad del enemigo extranjero. Toda la ciudad estaba revuelta y las gentes corrían de un lado para otro, sin saber adónde dirigirse. Niños y mujeres prorrumpían en chillones gritos, mientras los hombres lanzaban maldiciones y juramentos y se dirigían insultos unos a otros, a la vez que pedían al cielo que los salvase. Los mercaderes cerraban las puertas de sus tiendas y todos los ciudadanos que tenían mujeres bellas, hijas y concubinas se apresuraban a salir de la ciudad para buscar seguridad en la campiña.

En el Palacio de Verano reinaba parecida confusión. Los príncipes se reunieron a toda prisa para tratar de salvar el Trono y al heredero. Había que proteger a la emperatriz y a las concubinas imperiales.

No se llegó a conclusión alguna, porque todas las opiniones discrepaban. El emperador, temblequeante y lloroso, no encontraba más recurso que anunciar que iba a absorber una dosis mortal de opio.

Sólo el príncipe Kung no perdió la cabeza y seguía siendo dueño de sí mismo. Acudió a las habitaciones privadas del emperador y encontró allí a Tzu Hsi con el heredero, en medio de eunucos y cortesanos. Todos protestaban contra la decisión del emperador al anunciar su propósito de matarse.

—Menos mal que habéis venido —exclamó Tzu Hsi, al ver al príncipe.

Siempre la consolaba enfrentarse con aquel hombre de rostro sereno, de ordenadas ropas, de calmosos modales.

El príncipe Kung hizo una reverencia y habló al soberano, no como a un hermano, sino como al jefe de Estado.

—Deseo dar un consejo al Hijo del Cielo —comenzó.

—Habla —murmuró el emperador.

El príncipe Kung continuó:

—Con ese permiso pido que se me autorice a escribir al jefe del Ejército enemigo solicitándole una tregua. Esa carta ha de llevar el sello imperial.

Tzu Hsi escuchaba en silencio. Había pasado lo que el príncipe previera. El tigre había retrocedido para volver a saltar y vengarse. Así, la emperatriz guardó silencio mientras estrechaba entre sus brazos a su hijo, oprimiendo su mejilla contra la de él.

El príncipe prosiguió:

—Y tú, señor, con las dos emperatrices, el heredero y la Corte debes abandonar este palacio y trasladarte a Jehol.

—Sí, sí… —convino el emperador.

Las mujeres y los eunucos expresaron su aprobación.

Tzu Hsi se levantó de la silla en que se sentaba y, siempre con su hijo entre los brazos, protestó contra el príncipe Kung:

—El emperador no debe abandonar la capital. ¿Qué pensaría el pueblo de tal deserción? La gente cederá ante el enemigo y todos seremos destrozados. Bien está que procuremos salvar al heredero del Trono y esconderle donde convenga, pero el emperador debe quedarse, y yo permaneceré a su lado para servirle.

Todos los ojos se volvieron a ella. Nadie podía negar su ardor ni la majestad de su belleza. Pero el príncipe Kung no podía hacer más que compadecerla. Habló con voz muy suave:

—Emperatriz, he de protegeros contra vuestro propio valor. Al pueblo basta explicarle que el emperador va de cacería a Jehol. La marcha puede ser de aquí a unos días, sin prisas y de la manera usual. Entretanto, procuraré contener a los invasores con una petición de tregua y la promesa de castigar al general mongol.

Tzu Hsi calló, comprendiéndose derrotada. Desde el emperador hasta el último eunuco todos estaban contra ella. ¿Qué podía hacer?

Entregó en silencio el niño a su aya, hizo una profunda reverencia y salió de la cámara imperial en compañía de sus damas.

A los cinco días partió la Corte, dirigiéndose hacia Mongolia por el camino del Noroeste. Se cerraron las puertas de la ciudad para prevenirse contra el enemigo y puso en marcha la larga procesión cortesana, con sus pesados equipajes. Largo era aquel desfile de palanquines y coches de muías. Mil personas emprendieron, en conjunto, el que iba a ser un viaje de cien millas. Marchaban en cabeza los armígeros, con sus multicolores banderas, y, tras ellos, la Guardia Imperial a caballo, llevando a su frente a Jung Lu. Ocupaba el emperador su encortinado palanquín, de color amarillo con armazón de oro. Seguíales la emperatriz del Palacio Oriental en un coche de muías, y tras ella el heredero del Trono, acompañado de sus atendedoras. En otro coche, a continuación, iba Tzu Hsi sola, porque no deseaba que nadie la acompañase. Sentía el vivo deseo de llorar horas seguidas para lograr desahogarse. ¡Qué vencida se sentía! Valiente era su ánimo, pero ni el valor servía entonces de nada. ¿Qué sucedería? ¿Cuándo podría volver? ¿Se había perdido todo? Nadie podía contestarle, ni siquiera el príncipe Kung, de quien entonces dependía la nación. Había quedado a retaguardia, pero no dentro de la ciudad con sus cerradas puertas, porque quería avistarse con el enemigo fuera del recinto, si acontecía lo peor, para evitar daños a la ciudad. Instalose, pues, en su mansión de verano, cerca de Yüan Ming Yüan.

Su hermano le dijo en un cuchicheo, al despedirse de él:

—Procura obtener todo lo que puedas.

El soberano estaba enfermo y cansado. El eunuco mayor había tenido aquella mañana que levantarle en brazos como a un niño, a fin de colocarle en el vehículo que le debía transportar fuera de la ciudad.

—Confía en mí, señor —repuso el príncipe Kung.

A pesar de lo tremendo del momento, Tzu Hsi no podía llorar. Sus lágrimas se secaban. Se sentía aislada de todos y forzada a aceptar su suerte presente. Transcurrían despacio las horas. El camino estaba pavimentado con piedras sin desbastar y el coche, que carecía de ballestas, traqueteaba terriblemente, lanzando a la emperatriz de lado a lado, sin que los cojines de raso pudieran salvarla de contusiones. El cortejo se detuvo a medio día para comer. Se habían enviado previamente emisarios a fin de preparar la colación.

Tzu Hsi era aún tan joven que, aparte de sus deseos de llorar, cuando bajó de su coche de muías y miró en torno, sintió reanimado el corazón al verse rodeada de lozanos campos verdes, árboles frutales y plantaciones de alto maíz. A lo menos vivía aún. Oyose llamar por su hijo y corrió hacia él, para estrecharle entre los brazos. No, no se había perdido todo mientras el niño viviera y ella pudiera abrazarle. Por otra parte, ella no había visto nunca el norteño palacio de Jehol. Su mente, siempre ganosa de novedades y aventuras, sentía el ansia de obedecer los mandatos de su corazón.

En aquel momento su mirada dio con Mei, que se hallaba próxima. Sonrieron las dos y entablaron animada plática.

—He oído afirmar, Venerable, que el Palacio del Norte es el lugar más bello de todas las residencias imperiales —repuso Mei.

Tzu Hsi contestó:

—Lo mismo me han asegurado. Procuremos, al llegar allí, pasarlo lo mejor posible.

Poco más tarde, al ir a subir a su coche de muías para reanudar el viaje, sus ojos se dirigieron a la ya lejana capital, obedeciendo involuntariamente a los impulsos de su corazón. Allá donde se unían el cielo y la tierra, se elevaba una oscura humareda. Tzu Hsi exclamó, alarmada:

—¿Está ardiendo nuestra ciudad?

Todos volvieron la vista y distinguieron las negras nubes de humo que elevaban sus volutas hacia el cielo, intensamente azul, del verano. Era evidente que la capital ardía,

—¡Démonos prisa! —mandó el emperador desde su palanquín.

Todos se apresuraron a montar en sus coches y el cortejo se puso en marcha con celeridad renovada.

Por la noche, la Corte descansó en un vivac que se les había preparado. Tzu Hsi no pudo descansar en la tienda que le asignaron. Continuamente hacía salir a Li Lien-ying para ver si había noticias de la amada ciudad. Al fin, cerca de medianoche, llegó un emisario a toda prisa. Li Lien-ying, que vigilaba, corrió hacia él. Le asió por el cuello y llevole a presencia de su imperial señora. Tzu Hsi seguía esperando. Había prohibido a sus mujeres que la arreglasen para pasar la noche, aunque ellas dormían a su alrededor, sobre la alfombra colocada en el duro suelo. Viendo llegar al eunuco, en compañía del pálido emisario, la emperatriz se llevó un dedo a la boca, a fin de recomendar silencio.

—Traigo a este hombre aquí, porque sé que el emperador está durmiendo. El jefe de eunucos me ha dicho que, por dos veces, le ha preparado la dosis de opio.

Tzu Hsi fijó sus grandes ojos en la faz del atemorizado mensajero.

—¿Qué noticias puedes darnos?

El hombre cayó de rodillas, impelido por el eunuco, y murmuró jadeante:

—Venerable, el enemigo atacó con todas sus fuerzas poco después de amanecer. La tregua duraba hasta la noche, mas durante todo el día los bárbaros han estado cometiendo desafueros, porque dicen que quieren castigar al príncipe Seng por haber torturado a los parlamentarios y roto la bandera blanca que llevaban.

Tzu Hsi sintió que se le helaba la sangre y que el temor paralizaba los latidos de su corazón.

—Suelta a ese hombre —mandó al eunuco.

Li Lien-ying aflojó la presión que ejercía sobre el emisario, el cual se desplomó sobre la alfombra y ocultó su rostro en ella. Tzu Hsi le miró.

—¿No han resistido las puertas de la ciudad?

Tenía la boca seca y su lengua no podía articular palabra.

El hombre golpeó la tierra con la frente.

—El enemigo, Venerable, no ha atacado las puertas.

Ella preguntó:

—¿Pues de qué provenía ese humo que, negro como nubes de tormenta, he visto alzarse bajo el cielo esta mañana?

El hombre explicó:

—Venerable, Yüan Ming Yüan ya no existe.

—¿El Palacio de Verano? —gritó Tzu Hsi, escandalizada.

Se cubrió los ojos con las manos.

—Creí que era la ciudad lo que ardía,

El hombre insistió:

—No, Majestad, sino el Palacio de Verano. Los bárbaros lo han saqueado y robado todos sus tesoros. Además han quemado los palacios. El príncipe Kung se apresuró a presentarse allí para impedir tales abusos. Pero no lo consiguió y sólo salió con vida huyendo por la puerta de servicio del patio de los eunucos.

Tzu Hsi sintió un espantoso remolino dentro del cráneo. Ante su mente se alzaban humo y llamas y creía ver desplomarse torres de porcelana y techumbre de oro. Miró al hombre inclinado ante ella.

—¿No queda nada del Palacio?

—Cenizas, sólo cenizas —replicó el emisario sin levantar la cabeza.

Tzu Hsi mandó:

—Cerrad las ventanas.

Soplaba sobre Jehol, desde el Noroeste, un viento cálido y seco que la emperatriz no podía soportar. Las flores del jardín estaban agostadas y las hojas de los datileros pendían, desgarradas, como telas rotas. Hasta las agujas de los retorcidos pinos amarilleaban por sus bases. Y el emperador no había hecho llamar a Tzu Hsi una sola vez desde que llegaron al Palacio del Norte, que a la joven le parecía con razón una fortaleza.

La camarera cerró las ventanas. Su señora añadió otra orden:

—Abanicadme.

Li Lien-ying apareció, saliendo de detrás de un pilar. Acercose a la emperatriz, se Inclinó y comenzó a manejar un enorme abanico de seda.

Tzu Hsi se recostó en el respaldo de su asiento y cerró los ojos.

Se sentía ajena al mundo, extranjera donde estaba, planta desarraigada de la tierra… ¿Por qué no la llamaba el emperador? ¿Qué mujer la habría sustituido? En el último cumpleaños del emperador, el quinto día de la sexta luna, hacía un mes, el soberano había recibido a toda la Corte para aceptar sus felicitaciones y regalos. Sólo Tzu Hsi no había sido llamada. Esperó en sus habitaciones, vestida de fino raso y ornada con sus mejores joyas, mas no se le envió aviso alguno. Horas y horas pasaron hasta terminar el día y, al fin, temerosa y enojada, rasgó sus vestiduras y se dispuso a pasar una noche de insomnio.

Sus noticias eran que el emperador seguía enfermo y cada vez más débil, lo que podía justificar su olvido. Diariamente empeoraba el estado del monarca, a pesar de que el Departamento de Astrología había dado como buen presagio en el cumpleaños de su nacimiento el hecho de que se produjera entonces una favorable conjunción de estrellas y de que un cometa cruzara los cielos del noroeste. Hsien Feng estaba ya moribundo, según se dijo a la emperatriz, mas ésta seguía sin ser llamada.

Se volvió al eunuco.

—¡Basta de abanicarme!

Li Lien-ying dejó pender el brazo y permaneció inmóvil.

Ella se incorporó en su asiento y dirigió sus grandes ojos al vacío. Necesitaba saber lo que pasaba en la cámara imperial. Pero no podía presentarse en ella sin ser avisada. De haber estado allí el príncipe Kung, le habría pedido consejo, pero Kung seguía en la lejana capital, solicitando y gesticulando una tregua a los bárbaros, que ya habían ocupado la ciudad. Cierto que todos éstos eran rumores que recogían y propalaban los eunucos, ya que ella, por no ser avisada para ir a las habitaciones del emperador, ignoraba los mensajes que el Hijo del Cielo podía recibir.

Entretanto residía en el ala que le habían reservado en Palacio. Dos días atrás, sintiéndose abrumada por su soledad, había dicho a Sakota que deseaba visitarla, mas su prima se excusó pretextando un dolor de cabeza.

Tzu Hsi ordenó al eunuco:

—Acércate.

Li Lien-ying obedeció y quedó parado ante la emperatriz, inclinándose.

—Haz venir al jefe de eunucos —indicó Tzu Hsi.

El eunuco repuso:

—No le dejan salir del dormitorio imperial.

—¿Quién lo impide? —inquirió ella.

—Los tres, Venerable…

Los tres eran el príncipe Yi, el príncipe Cheng y Su Shun, el Gran Consejero. Aquellos enemigos de la emperatriz habían conseguido el poder mientras ella se hallaba sola y los bárbaros mandaban en la capital.

—Abanícame —pidió ella otra vez.

Apoyó la cabeza nuevamente en el respaldo de la silla y tornó a cerrar los ojos. El eunuco reanudó el lento movimiento del abanico. Los pensamientos de Tzu Hsi se agolparon en su mente sin que pudiese organizarlos.

Estaba más que sola, ya que carecía hasta de casa. El hogar de su corazón, Yüan Ming Yüan, era un montón de ruinas. Los extranjeros, acreditando su barbarie, habían saqueado sus tesoros e incendiado biombos, muebles, paredes y zócalos esculpidos. Monstruosas historias circulaban en el palacio, fundándose en las noticias del emisario informante, a quien Tzu Hsi mandó a llamar de nuevo para obtener la confirmación de tales referencias.

El hombre explicó que, apenas la familia imperial hubo abandonado el Palacio de Verano, los extranjeros entraron en él. Lord Elgin, el jefe inglés, conmovido por la belleza de los edificios, prohibió su destrucción, pero no pudo imponer su mandato a las bárbaras hordas que acaudillaba. El príncipe Kung, desde un cercano templo en que se había refugiado, envió su protesta a Lord Elgin y éste le respondió que sus hombres estaban como enloquecidos por la tortura y asesinato de sus camaradas a manos del príncipe Seng.

Oyendo esto, Tzu Hsi guardó silencio. Era ella quien había aconsejado que el soldado mongol atacara a los hombres blancos.

El emisario añadió:

—Tengo la cabeza humillada en el polvo, pero no puedo dejar de decir la verdad. Es lo cierto que todo lo que podía llevarse fue arrebatado del Palacio de Verano. Se arrancaron de los altares las imágenes de oro. Las joyas incrustadas en los tronos imperiales fueron quitadas de sus engastes y los biombos enjoyelados se sacaron en carros. Se destruyeron finas porcelanas arrojándolas contra el suelo, salvo cuando los más inteligentes las robaban sabiéndolas de valor. Igualmente se robaron o destruyeron magníficas piezas de jade. A pesar de tanto latrocinio, ni siquiera la décima parte de nuestros tesoros se salvaron para ser gozados por el enemigo. El resto de nuestras preciosas y delicadas posesiones, el tesoro heredado de nuestros imperiales antecesores, ha sido despedazado por las culatas de los bárbaros o roto, tirándolo al aire, en brutales juegos, por los aullantes hombres blancos. Finalmente se prendió fuego a todo el palacio. Durante dos días con sus noches las llamas iluminaron el cielo y la humareda ensombreció las nubes. No satisfechos con esto, los bárbaros registraron hasta los últimos rincones de las alturas, destruyendo todas las pagodas, santuarios y pabellones. Podemos estar seguros de que detrás de los bárbaros habrán llegado también los ladrones de la comarca.

Recordando las palabras de aquel mensajero, las lágrimas acudieron a los ojos de la emperatriz. Su mujer de servicio se acercó con un pañuelo.

—No llores, Venerable, —dijo tiernamente.

—Lloro por lo que ya no existe —contestó Tzu Hsi.

Li Lien-ying dijo para consolarla:

—También este palacio es bello, Venerable.

La emperatriz no respondió. Para ella Jehol no tenía belleza alguna. Hacía siglos que el antiguo emperador Ch’ien Lung había construido aquel palacio fortificado, unas cien millas al norte de Pequín. Le placía el seco y arenoso paraje en que la mansión se alzaba, entre millas y millas de arena y roca, limitadas a distancia por montañas de desnuda piedra arenisca perfiladas bajo el cielo que contrastaba con ellas por su perenne color azul.

En medio de aquella tierra desolada Ch’ien Lung hizo erigir un ostentoso palacio. Cubrían las paredes sedas, brocados y telas bordadas de muchos colores, y maderas pintadas de escarlata y oro ornamentaban los techos, en los que campaban dragones dorados cubiertos de joyas. Joyas decoraban también las esculpidas mesas, sillas y vastos lechos traídos del Sur,

Pero Tzu Hsi anhelaba lagos, jardines y arroyos. En Jehol el agua tenía más valor que el jade. La llevaban acarreadores desde minúsculos pozos cavados en el desierto. Aquellos pozos se secaban a veces, obligando a ir, en busca del precioso líquido, hasta los árboles de un lejano oasis.

El corazón de la emperatriz ardía de cólera al pensar que Yüan Ming Yüan había quedado reducido a cenizas y que, en la capital, el príncipe Kung tenía que formular súplicas a los bárbaros. Y todo porque ella, en aquel apartado y tétrico palacio no podía acercarse al emperador. Se sentía frenética de ira y ansiedad y tascaba el freno de la disciplina que tenía que imponerse para ocultar sus sentimientos y que parecía extraerle hasta de la médula de los huesos la última reserva de sus energías.

¿Cómo prevalecer contra sus enemigos cuando no tenía amigos a su lado? Los Tres se habían declarado contra ella aquel trágico día en que la Corte huyó del Palacio de Verano. Y era uno de los motivos el que ella no había dejado de oponerse a la evacuación cuando toda la Corte la propugnaba. Pero sus enemigos habían persuadido al débil y necio hombre que tenían por emperador de que se hallaban en inminente riesgo de la vida. Tzu Hsi recordaba la facilidad y rapidez con que él había accedido, llegando al extremo de dejar olvidados en la mesa de su dormitorio sus papeles, gorro y pipa. ¡Cómo la impresionó pensar en las risas de los bárbaros al descubrir cuán asustado se sentía el emperador manchú, Hijo del Cielo! ¿Por qué también aquella flecha había de clavarse en el corazón de Tzu Hsi cuando tantas cosas se disipaban en él?

Levantose bruscamente, apartó con un movimiento de la mano el abanico que Li Lien-ying seguía esgrimiendo con paciencia y comenzó a pasear inquietamente de un lado a otro de la estancia.

Aullaba el ardoroso viento más allá de los cerrados postigos de las ventanas.

Bien conocía el origen de la conspiración con que se enfrentaba. Su Shun y sus aliados y subalternos habían acompañado al soberano en la fuga, pero no sin hacer todo lo necesario para que quedaran detrás y distantes cuantos ministros podían oponerse a sus planes y apoyar a la emperatriz. Tzu Hsi no pudo oponerse a la conjetura, porque no reparó en ella hasta que era demasiado tarde.

¿No tenía pues, ningún aliado? Sí: uno, aunque uno solo. Su Shun no podía impedir que la Guardia Imperial cumpliese con su deber de proteger al emperador.

Se volvió a Li Lien-ying y le mandó con imperiosa autoridad:

—Llama a mi primo, el jefe de la Guardia Imperial.

Li Lien-ying no había dejado nunca de obedecer nada que ella le mandara. Por eso la sorprendió ver que el eunuco no se apresuraba a salir y titubeaba con el abanico pendiente de la mano.

—¡Vamos! ¡De prisa! —insistió la emperatriz.

El eunuco cayó de rodillas.

—Os ruego, Venerable, que no me obliguéis a rogaros el favor de no tener que cumplir esa orden.

—¿Por qué? —preguntó ella con severidad.

No era de creer que fuese Jung Lu el que no deseara verse con ella.

Li Lien-ying tartamudeó:

—Os pido, Venerable, que no me forcéis a hablar. Me haríais cortar la lengua después de oírme.

—Te prometo que no.

Pero él seguía mostrándose atemorizado y no quería hablar bajo ningún pretexto. Al fin Tzu Hsi fue presa del más violento enojo y amenazó al eunuco con mandarle decapitar si no hablaba sin demora. Apremiado en extremo, Li Lien-ying manifestó que el emperador no la hacía llamar porque los enemigos de la emperatriz habían esparcido hablillas malévolas acerca de sus relaciones con Jung Lu.

—¿Se nos acusa de ser amantes? —preguntó ella.

Él tapándose la cara con las manos, asintió con un movimiento de cabeza.

—¡Embusteros! —murmuró Tzu Hsi—. ¡Embusteros!

Para desahogar su rabia golpeó con el pie al arrodillado eunuco, quien se dejó caer de bruces mientras su señora empezaba a pasear de un lado a otro del aposento, con los movimientos, entre bruscos y trabajosos, de quien está escalando una montaña.

Se paró súbitamente ante el agobiado eunuco.

—¡Levántate! —mandó—. Creo que no me lo has dicho todo. ¿Qué otra cosa se rumorea?

El hombre, arrastrándose a los pies de la imperial dama, se secó con la manga el rostro.

—Venerable, no he podido conciliar di sueño por la noche desde que tuve noticias de la conspiración de esas tres personas.

La mujer abrió intimidada sus grandes ojos.

—¿Qué conspiración es ésa?

—Venerable —balbució el infeliz eunuco—, no quisiera pronunciar palabras que, contra mi deseo, pueden parecer traidoras. Pero es verdad que existe una maquinación para adueñarse de la regencia. Y luego…, y luego…

—¡Y luego matar a mi hijo! ¿No es eso? —exclamó ella.

—Venerable, os suplico que os serenéis. No he oído tal cosa.

—¿Cuándo te enteraste de lo que me dices?

—Oí rumores hace muchos meses, Venerable. Meras hablillas, por supuesto.

Ella se sentó y se cubrió la cara con las manos.

—¡Y te callaste! —reprochó.

—Venerable —repuso él humildemente—, si os contase cuanto se oye en Palacio me haríais callar llevándome a una prisión. Los que ocupan posiciones viven siempre rodeados de críticas y murmuraciones, chismorrerías y ofensas. Y vos, Venerable, estáis en una situación más alta que nadie. ¿Quién iba a imaginar que el Hijo del Cielo acabaría dando oídos a tales vilezas?

—Debiste obrar con la cabeza y no proceder como un estúpido —increpó ella—. ¡Mira que recordar que, antes de que yo viniera a palacio, Su Shun era el favorito del emperador! Los dos fueron amigos en su mocedad y mi señor, como hombre débil e indeciso, contrajo verdadera admiración por la personalidad fiera y absorbente de este individuo, porque caza, bebe y juega como un salvaje. Hubiste de tener en cuenta que Su Shun se elevó desde un cargo modestísimo en el ministerio de Hacienda hasta el puesto de Gran Secretario ayudante, sin vacilar en causar la muerte del bueno y honorable Po Ch’un para suplantarle en el poder.

Así había sucedido, en efecto. En tiempos en que aún no había nacido el hijo de Tzu Hsi ni ella conseguido plenamente el amor del soberano, la había visitado, empero, un anciano príncipe: el Gran Secretario Po Ch’un. Ella, demasiado joven entonces y no hecha a las intrigas palaciegas, no pudo comprender los pormenores de la maquinación. Por lo tanto, oyó sin gran interés el ruego de aquel hombre, que le pedía que hablara en su favor al emperador.

—Yo no disfruto de su confianza, señora —había afirmado él, frotando su escasa barba, blanca ya.

—¿De qué os acusa Su Shun?

—De enriquecerme, señora, a expensas del Trono. Ese malvado Su Shun ha afirmado al emperador que yo me lucro con el dinero de la Tesorería Imperial.

—¿Y por qué asegura eso?

—Porque sabe perfectamente que yo sé que él es quien roba a mansalva.

Tal fue en aquel caso la contestación del anciano príncipe.

Ella, sin poner en duda su veracidad y juzgando por el aspecto sincero, sencillo y honrado del viejo político, habló en favor de él al emperador. Pero éste, que creía entonces a pies juntillas en Su Shun, le prestó oídos y el buen Po Ch’un fue destituido, decapitado y remplazado por su denunciante.

La ira de la emperatriz subió de punto cuando recordó la forma en que Su Shun principió a odiarla. Sólo se había salvado de sus iras merced a lo pronto que ella supo suscitar un vivo amor en el monarca. Pero, demasiado segura de su poder, venía a encontrarse ahora en una difícil situación.

En repentino movimiento, y sin poder refrenar los impulsos de su corazón, se levantó y con la mano derecha golpeó repetidamente las mejillas de Li Lien-ying hasta hacer brotar las lágrimas de sus ojos y casi cortarle la respiración. Pero el eunuco no protestó contra la dura ira de su señora, porque el aguantar sus arrebatos formaba parte integrante de su deber.

—¡Toma, toma, toma! —exclamaba ella a cada golpe—. ¡Para que aprendas a hablar a su tiempo! ¡No sabes el mal que has causado con tu silencio!

Después la emperatriz se sentó, cubriose la cara con las manos y durante cosa de cinco minutos no cesó de suspirar. Li Lien-ying, arrodillado ante ella, permanecía mudo como una piedra, porque nunca la había visto en un estado semejante.

Pasaron otros cinco minutos y la ira de Tzu Hsi comenzó a remitir. Sentía la mente más despejada. Se levantó con impetuosa gracia y se dirigió a su mesa de escritorio. Sentose, requirió tinta y mojó el pincel en ella. Luego tomó un fragmento de sedoso pergamino y escribió una carta al príncipe Kung; explicándole el trance en que se encontraba y pidiéndole inmediata ayuda.

Dobló el escrito, lo cerró con su sello personal e hizo a Li Lien-ying señas de que se le acercara.

—Vas a partir sin demora para la capital —ordenó—. Busca al príncipe Kung, entrégale esta carta y vuelve con su respuesta. Has de efectuarlo todo en el término máximo de cuatro días.

—Venerable —quiso comenzar él—, ¿cómo voy a poder…?

Ella le interrumpió.

—Has de poder porque tienes que hacerlo.

Li Lien-ying asumió el aspecto de quien se siente muy dispuesto. Golpeó el pecho y rezongó, pero ella se mantuvo inflexible y el eunuco acabó por obedecer, y lo hizo con premura.

Cuando el servidor se fue, la emperatriz reanudó sus paseos por la estancia, con gran desconcierto de su camarera.

Sus damas de honor se acercaban de vez en cuando y la atisbaban entre las cortinas, pero en seguida se alejaban, temerosas de hablarle y hasta de que las viera.

Al cabo de cuatro días llegó el príncipe Kung en persona. Sin siquiera ocuparse de mejorar su aspecto físico, desordenado por el viaje, buscó en el majestuoso palacio el ala en que residía Tzu Hsi.

Ésta no había salido hacía días de sus habitaciones, comiendo poco y durmiendo menos, en espera de la contestación del príncipe, en quien había puesto todas sus esperanzas. Grande fue su alegría cuando Li Lien-ying le anunció la presencia de Kung.

El eunuco estaba enflaquecido y desaseado. Para ver con urgencia a su señora no se paró ni a tomar una reconfortante escudilla de mijo.

Pero Tzu Hsi no reparó en la apariencia de su fiel eunuco ni se preocupó de que estuviera hambriento. Se levantó a toda prisa y salió a la antesala, donde esperaba el príncipe Kung. Saludóle, dio gracias a los dioses y rompió a llorar. Nunca un rostro fatigado pudo mostrar expresión más amable ni ningún hombre parecer tan decidido y digno de confianza. Tzu Hsi sintió que se le aligeraba la carga que oprimía su corazón.

Kung indicó:

—Aquí estoy, aunque hasta el momento secretamente, porque era mi deber presentarme primero a mi emperador y hermano mayor. Y he tenido, antes de las vuestras, graves noticias. El jefe de eunucos me las envió por un subalterno suyo, su criado particular, que hizo el viaje hasta mi residencia disfrazado de pordiosero. Resulta que ese triunvirato de infames que conocéis me ha denunciado al Trono del Dragón. Han asegurado a mi hermano mayor que yo conspiro contra él, que mantengo en Pequín secretas connivencias con los enemigos extranjeros y que éstos han ganado mi voluntad prometiéndome el Trono si faltara mi hermano. Al recibir vuestro escrito, Venerable, comprendí que debía apresurarme a venir y deshacer esta maraña de ardides indignos.

No pudo pronunciar otra palabra, porque la sirvienta de confianza de Tzu Hsi irrumpió de repente en la habitación, sollozando:

—¡Venerable, dueña mía señora! Vuestro hijo, el heredero del Trono…

—¿Qué le pasa? ¿Le han hecho algo?

Asió a la mujer por los hombros y la zarandeó como para sacarle del cuerpo toda la verdad.

El príncipe Kung interpeló a la enloquecida camarera:

—Habla, mujer, y no estés ahí como pasmada, mirándonos con la boca abierta.

La servidora anunció, sin interrumpir sus sollozos:

—¡Nos lo han robado! Le han puesto en manos de la esposa del príncipe Yi. Esta mañana la llamaron al Pabellón de Caza, entregaron el heredero a su cuidado y el de sus damas e hicieron salir de allí a las demás mujeres. Y el niño está con la princesa y sus azafatas…

Oyendo aquellas palabras, Tzu Hsi se dejó caer en su asiento. Pero el príncipe no la permitió que cediese al temor.

—Venerable —dijo—, no podéis permitiros el lujo del terror.

No necesitó hablar más. Ella se mordió los labios y se retorció las manos.

—¡Hemos de anticiparnos a todos! —exclamó—. Necesitamos apropiarnos del Gran Sello Imperial, y con él la autoridad y el poder serán nuestros.

El príncipe no ocultó su admiración.

—No hay mente como la vuestra. Me inclino ante ella.

Tzu Hsi se levantó sin oírle.

El príncipe le tendió la mano.

—Os ruego que no salgáis de estas habitaciones por ahora. Antes debo averiguar yo la extensión de los peligros que amenazan al heredero. La conjura adquiere más incremento del que esperábamos. Esperad que yo vuelva, Venerable.

Inclinose y salió rápidamente.

¿Cómo podría ella esperar con calma? Y, sin embargo, tenía que hacerlo y no exponerse al riesgo de morir asesinada traicioneramente en cualquier corredor de palacio. Porque entonces ¿quién se cuidaría de su hijo? ¡Pobre vástago suyo, sometido lamentablemente a las intrigas que se urdían en torno a la sucesión del Trono del Dragón!

Así, después de salir de la estancia el príncipe Kung, Tzu Hsi permaneció inmóvil. Oía aullar el viento entre las múltiples torres del palacio. Volviose para mirar por la ventana. Las ráfagas levantaban grandes remolinos de arena que batían los muros de piedra y caían en el foso. Aquel implacable viento lo cegaba y secaba como parecía secar las nubes del cielo.

Sin duda fue aquel viento maldito el que arrebató los restos de la resistencia que aún latía en el cuerpo del emperador cuando, en su palanquín, atravesaba las planicies del desierto. ¿Cómo podría ella salvar a su hijo?

Sólo estuvo ociosa unos instantes. Luego, ante las atentas miradas de su camarera y su eunuco, se dirigió a la mesa y se dispuso a escribir. Con delicada prisa derramó agua sobre la barra de tinta para formar una pasta muy fluida, y humedeció en ella un pincel de pelo de camello, hasta empaparlo y tornarlo fino como la punta de una aguja. Entonces, y con una serie de enérgicas pinceladas, comenzó a redactar un decreto de sucesión.

El texto rezaba:

Yo, Hsien Feng, emperador del Imperio del Medio y de sus dependencias de Corea y el Tibet, de la Indochina y de las islas del Sur, soy en este día llamado a unirme a mis imperiales antecesores. Así yo, Hsien Feng, en pleno dominio de mi voluntad y mente, declaro que el heredero del Trono Imperial es el hijo varón engendrado por mi en Tzu Hsi, emperatriz del Palacio Occidental. Todos han de reconocerle como emperador futuro y sucesor mío en el Trono del Dragón. Y, hasta que alcance la edad de dieciséis años, designo como regentes del imperio a mis dos consortes, la emperatriz del Palacio Occidental y la emperatriz del Palacio Oriental. En este día de mi muerte…

Tzu Hsi dejó un espacio en blanco, para intercalar la fecha, y añadió estas palabras:

Y añado mi firma y el sello dinástico imperial a ésta mi última voluntad y decreto.

Dejó otro espacio en blanco, arrolló el pergamino y se lo guardó en la manga. Sí, tendría a Sakota como compañera de regencia. La haría su aliada y así evitaría el tenerla quizá como enemiga.

Tzu Hsi, complacida de su astucia, dejó aflorar una sonrisa a sus labios.

Entretanto Li Lien-ying y la camarera permanecían atentos a las órdenes de su señora. Aunque rendido de cansancio, el eunuco no osaba pedir un rato de bien ganado descanso.

De pronto la mujer de servicio volvió la cabeza hacia la puerta.

Había percibido pisadas. Tenía un oído muy bueno, aguzado por largos años de constante atención a las llamadas de su imperial señora.

—Oigo pasos —musitó.

—¿De quién serán? —ponderó el eunuco.

Se recogió la túnica con la mano derecha y se acercó a la puerta. Descorrió el cerrojo, entreabrió el batiente y miró por la hendidura. La mujer le siguió y colocándose de espaldas a la puerta, cerrada otra vez por el eunuco. Sonó la suave llamada de una mano en la madera. Ella abrió la puerta un tanto, miró y se volvió a su ama.

—Venerable —anunció—, aquí está vuestro primo. Tzu Hsi, que seguía sentada a la mesa escritorio, volvió rápidamente la cabeza.

—Hacedle entrar —dijo.

Al hablar se levantó. La sirvienta abrió la puerta y Jung Lu penetró en el aposento. La mujer cerró la puerta tras él y pasó el cerrojo, mientras el eunuco salía para montar la guardia en el exterior.

Tzu Hsi habló con voz apagada y dulce:

—Buenos días, pariente.

Jung Lu no pronunció palabra. Adelantó unos pasos e hizo una rápida reverencia.

Ella mandó:

—No te arrodilles, primo. Siéntate y hablemos con toda naturalidad, según hablábamos antaño.

Pero Jung Lu no tomó asiento. Alzó la cabeza, acercose más a la joven y fijó los ojos en el suelo.

Inmediatamente comenzó a hablar:

—Venerable, no tenemos tiempo para cortesías. El emperador está agonizando y el eunuco mayor me envía a advertírtelo. Su Shun estaba en la cámara imperial hace menos de una hora y con él los príncipes Yi y Cheng. Han preparado una intriga consistente en hacer firmar al emperador un decreto designándolos regentes durante la minoridad del heredero del Trono. El monarca no quiso firmarlo y perdió el sentido cuando ellos intentaban persuadirle y forzar su voluntad. Pero de seguro volverán a la carga.

Tzu Hsi no perdió un solo momento. Se precipitó hacia el corredor, pasando a la carrera ante el joven. Él la siguió con toda celeridad y Li Lien-ying hizo lo mismo. Mientras andaba, la emperatriz volvió ligeramente la cabeza para dar órdenes al eunuco.

—Anúnciame al Hijo del Cielo y dile que iré con el heredero dentro de muy poco rato.

Rápida, como impelida por el viento, corrió al Pabellón de Caza. Atravesó el umbral sin que nadie se atreviese a detenerla. Oyó el llanto de un niño, se paró a escuchar y oyó la voz de su hijo. ¡Afortunado lloro que la conducía tras él!

Empujó a las asustadas mujeres, y atravesando cuarto tras cuarto penetró en aquel donde el llanto sonaba. Pasó y distinguió a una mujer que atendía al niño sin conseguir hacerle callar. Tzu Hsi le tomó en brazos y se lo llevó. El pequeño asía con las dos manos el cuello de su madre. El asombro le hacía callar, pero no le infundía temor.

La emperatriz recorrió pasadizos y galerías, subió escaleras de piedra, dejó atrás la cámara y salones y al fin alcanzó los aposentos más interiores de todos.

Sin hacer la menor pausa cruzó rectamente la puerta que el eunuco mayor mantenía abierta para ella.

—¿Vive todavía el Hijo del Cielo? —preguntó.

—Aún respira —dijo el eunuco mayor, con la voz enronquecida por los sollozos.

El alto y vasto lecho parecía un sarcófago. Rodeado de eunucos arrodillados, que lloraban con el rostro apoyado en las manos. La emperatriz pasó entre ellos, como entre árboles doblegados por el aire en un bosque. Llegó a la cabecera del emperador y se detuvo allí con el niño en los brazos.

—¡Señor!

Hablaba en voz clara y fuerte. Esperó sin que él contestara.

—¡Señor! —repitió en la esperanza de que le sirviese de algo la mágica manera que tenía de atraerle.

Esta vez el emperador oyó y levantó sus hinchados párpados. Volvió un tanto la cabeza y sus moribundos ojos repararon en la faz de la emperatriz.

Ella dijo:

—Señor, aquí está vuestro heredero.

Los grandes y oscuros ojos del niño miraron al enfermo, muy abiertos.

—Señor —repitió ella—, habéis de declarar que vuestro hijo es vuestro heredero. Si me oís, alzad la mano derecha.

Todos se fijaron en la mano del agonizante. Aquella mano permanecía inmóvil y no era más que un amarillo conjunto de piel y hueso. El emperador movió los dedos con un esfuerzo tan grande, que los presentes prorrumpieron en gemidos.

Tzu Hsi dijo imperiosamente:

—Yo debo ser la regente del niño, porque sólo yo puedo defender su vida contra los que quieran quitársela. Agitad otra vez la mano derecha para hacernos entender vuestros deseos.

De nuevo se repitió el débil movimiento de la amarilla mano. La emperatriz, aproximándose al lecho, la cogió.

—Señor —rogó—, procurad recobraros por un momento.

Con un gran esfuerzo el alma y el entendimiento del emperador parecieron realentarse al oír la voz de Tzu Hsi. Fijó en el rostro de su predilecta la mirada de sus ojos, ya opacos por la agonía. Tzu Hsi sacó de su seno el pergamino con el decreto de sucesión. Atendiendo rápidamente el implícito deseo de su prima, Jung Lu tomó el pincel bermellón en la mesa de escritorio que había cerca y lo entregó a Tzu Hsi, En seguida le cogió el niño que ella tenía en brazos.

La emperatriz dijo al agonizante, con voz clara:

—Habéis de firmar este escrito, señor. Poned los dedos en el pincel. Yo os guiaré la mano.

Él puso, en efecto, la mano en la de la emperatriz y sus dedos se movieron, o parecieron moverse, al trazar su nombre.

Ella dijo, guardándose el pergamino en el pecho.

—Gracias mi amadísimo señor.

Con un ademán hizo señal a todos que se apartasen. Jung Lu sacó al niño del dormitorio y los eunucos se agruparon en un extremo de la estancia y esperaron, llevándose las mangas a los ojos. La emperatriz se sentó al borde del lecho, alzó la cabeza del emperador y la hizo descansar bajo su brazo.

¿Vivía aquel hombre aún? Tzu Hsi, escuchando creyó percibir un hálito de vida en el pecho del agonizante. Éste abrió mucho los ojos y realizó una inspiración profunda.

—¡Qué dulce es tu perfume!

Suspendió la respiración un instante, la retuvo en la garganta y luego la exhaló con un gran suspiro. Así murió.

La mujer puso suavemente la cabeza del cadáver en la almohada, se inclinó sobre él y gimió:

—¡Ay!

Repitió su lamento y derramó algunas lágrimas de pura compasión por aquel hombre que moría tan joven y sin que nadie le amase.

Ella pudo haberle amado. Por un momento la abrumó el disgusto de no haberlo conseguido nunca.

Se levantó y salió de la cámara imperial con el paso lento propio de una emperatriz viuda.

Más rápidas que el viento se extendieron por Palacio las noticias de la muerte del emperador. Éste había sido depositado en el salón de audiencias, cuyas puertas se cerraron para impedir el acceso de todo ser viviente. En cada puerta del vasto edificio montaba la centinela un centenar de hombres de la Guardia Imperial, designados por Jung Lu. Sólo los pájaros estaban en libertad de ir, venir y posarse entre los dragones dorados que ornaban las nobles techumbres. Reinaba un silencio profundo bajo los grandes aleros que coronaban las galerías exteriores, con su multiplicidad de pilastras.

Mas aquel silencio no simbolizaba paz alguna. Los muros del palacio escondían en su interior una enconada lucha por el poder. ¿Quién sabía dónde iba a reñirse la batalla final?

Como progenitora del heredero del Trono, Tzu Hsi se había convertido en emperatriz madre. Era joven aún, puesto que no contaba ni siquiera treinta años de edad. La rodeaban príncipes de la sangre y jefes de los fuertes clanes manchúes, tan envidiosos entre sí. ¿Podría ella imponerse, aunque sólo fuese como emperatriz madre?

Todos sabían que Su Shun era enemigo de la emperatriz, así como dos de los más influyentes príncipes, hermanos del difunto emperador. ¿Seguiría el príncipe Kung siendo aliado de la emperatriz? La Corte esperaba, irresoluta, sin saber a quién convenía ofrecer su lealtad. En consecuencia, todos los cortesanos callaban y cada uno procuraba mantenerse sereno y no dar signo alguno de amistad u hostilidad hacia el otro.

Entretanto, el Gran Consejero Su Shun, tan pronto como sus observadores le informaron de la muerte del emperador, llamó al jefe de eunucos y le dio un recado que debía transmitir a la emperatriz viuda.

Su Shun dijo arrogante:

—Manifiesta a Su Imperial Majestad que el príncipe Yi y yo fuimos destinados regentes de la nación por el Hijo del Cielo poco antes de que su espíritu nos abandonara. Añade que deseamos que nos conceda una audiencia.

El eunuco mayor se inclinó profundamente y, sin responder, se apresuró a cumplir lo que le encargaban. De camino parose para cuchichear unas palabras al oído de Jung Lu, que estaba de guardia.

Jung Lu dio inmediatas órdenes.

—Lleva a los Tres, tan pronto como puedas, a la presencia de la emperatriz madre. Yo permaneceré escondido al otro lado de la puerta y entraré en cuanto ellos salgan.

Entretanto Tzu Hsi se hallaba en sus habitaciones, vestida de blanco de pies a cabeza para significar su duelo y su profunda aflicción. Blancos eran sus vestidos, blancos sus zapatos, blanco su tocado. Así estaba desde que se anunció la muerte del emperador, sin probar bocado ni beber siquiera una taza de té. Sus grandes ojos miraban inexpresivos el vacío, y sus manos se entrelazaban sobre el regazo. Sus damas de honor se hallaban cerca de ella, llevándose de continuo sus pañuelos de seda a los llorosos ojos. Pero la emperatriz no lloraba.

Cuando llegó el jefe de los eunucos, ella, sin abandonar su mirada inexpresiva ni ningún pormenor de su aspecto, habló, pareciendo hacer un esfuerzo con el que quisiera desembarazarse de algún deber penoso.

—Haz el favor de mandar venir el príncipe Cheng, al príncipe Yi y al Gran Consejero Su Shun. Manifiéstales que debemos cumplir la voluntad del emperador, mi señor, que ahora mora en las Fuentes Amarillas.

El indicado jefe salió para cumplir el encargo. En un término de tiempo increíblemente corto, Tzu Hsi vio entrar a Su Shun, con los príncipes Yi y Cheng.

La emperatriz volvió la cabeza y habló a Mei, su azafata favorita, que era la hija de Su Shun.

—Sal, Mei, porque no parece correcto que permanezcas presente mientras hablo con tu padre.

Esperó a que la esbelta jovencita se retirase. Luego aceptó los ceremoniosos saludos y reverencias de los príncipes y, para probarles que, aun después de fallecido su esposo, no tenía nada de orgullosa, se levantó y correspondió a las inclinaciones de los visitantes.

Su Shun, en cambio tenía orgullo sobrado para todos. Se acarició con la mano la corta barba, alzó los ojos y los clavó en el rostro de la emperatriz.

Ella reparó muy bien en aquella falta de cortesía, pero no hizo nada para censurarla.

Su Shun habló:

—Señora, venimos a tratar del decreto de regencia. En su última hora, el Hijo del Cielo…

Tzu Hsi le atajó.

—Esperad, mi muy buen príncipe. Si tenéis algún pergamino al efecto y lleva la firma imperial, estad seguro que obedeceré.

Su Shun repuso:

—No tengo pergamino alguno, pero sí testigos. El príncipe Yi…

Ella le volvió a interrumpir.

—Pues yo sí tengo un pergamino de esa clase. El emperador lo firmó en mi presencia y en la de muchos eunucos.

Buscó con la mirada al eunuco mayor, pero este prudente sujeto había traspuesto la puerta y esperaba fuera, no deseando estar presente a lo que podía llegar a ser un verdadero encuentro entre tigres enfurecidos.

Tzu Hsi no se intimidó y sacó del seno el pergamino con el texto del decreto sucesorio que la mano del difunto emperador había firmado. Con voz serena y dulce, cada una de cuyas sílabas sonaba con la claridad de una campanilla de plata, leyó el decreto del comienzo al fin, mientras Su Shun y los dos príncipes escuchaban con atención.

Su Shun, al acabar la lectura, se tiró de la barba y pidió, con acento rezongón:

—Permitidme ver la firma.

Ella le mostró el pergamino, aunque sin soltarlo. El Gran Consejero exclamó:

—¡No lleva el sello imperial! Ningún documento es válido sin él.

No esperó a oír la respuesta de su interlocutora ni descubrió la expresión consternada que se pintó en su rostro. Volviose y salió a la carrera, seguido por los dos príncipes como por su sombra.

Tzu Hsi comprendió en el acto los motivos de tanta premura. Aquellos hombres iban en busca del Gran Sello Imperial, que se guardaba en un cofre, en el dormitorio del fallecido soberano. Quien se adueñara primero de aquel sello, sería el vencedor en la lucha entablada.

Apretó los dientes hasta hacerlos rechinar, reprochándose internamente el no haberse acordado del refrendo del Gran Sello. Fuera de sí, se arrebató de la cabeza el blanco tocado, tirolo al suelo con la loca rabia, y cerrando los puños, descargose sendos golpes en los oídos.

—¡Estúpida! —se increpó—. ¡Eres la más estúpida de las mujeres! Y más estúpido todavía ese príncipe, Kung, que no me advirtió a tiempo, y entupidísimo mi primo Jung Lu, y estúpidos y traidores esos eunucos que no están en nada y no me advirtieron a tiempo. ¿Cómo apoderarme del sello?

Se precipitó a la puerta y la abrió violentamente. Pero allí no había nadie. No se veía en sitio alguno al jefe de eunucos, ni siquiera a Li Lien-ying.

Nadie podía alcanzar en aquellos momentos a los príncipes reales y el Gran Consejero.

La abatida emperatriz se dejó caer al suelo y lloró.

Había perdido años y años: la vida entera… Y ahora todos la traicionaban.

En aquel momento Mei, atisbando por entre las cortinas de brocado, distinguió a su señora tendida en el pavimento y como muerta. Se lanzó hacia ella y se arrodilló a su lado.

—¡Oh, Venerable! —gimió—. ¿Estáis herida? Decidme quien os ha maltratado.

Intentó levantar la cabeza de la emperatriz, pero no pudo. Entonces se alzó y corrió hacia la puerta, abierta aún. En el mismo instante apareció Jung Lu llevando tras de él al eunuco Li Lien-ying.

—¡Oh! —exclamó la joven.

Y retrocedió al ver que la sangre se agolpaba en sus mejillas.

Pero Jung Lu no la vio siquiera. Llevaba en la mano un paquete envuelto en seda amarilla.

—He traído el sello —anunció.

Ella se puso en pie de un salto. Jung Lu, erguido y alto a su lado, se mostraba reservado y grave como era su costumbre hacía tiempo.

Evitando la mirada directa de su prima, el soldado volvió a empuñar entre las manos el Gran Sello, sólido bloquecillo de jade, que tenía profundamente grabado el símbolo imperial del Hijo del Cielo. Aquél era el distintivo del Trono del Dragón, fabricado hacía más de mil ochocientos años por disposición de Ch’in Shih-huang, el emperador entonces gobernante.

Jung Lu explicó:

—Oí las palabras de Su Shun desde atrás de la puerta, donde me hallaba para guardarte, y así supe que al pergamino del decreto de sucesión le faltaba el sello. Se trataba de una competencia de celeridad entre nosotros. Corrí, pues, por un lado de la cámara mortuoria, mientras enviaba a tu eunuco por otra parte, por si yo no llegaba a tiempo.

En este punto Li Lien-ying, siempre dispuesto a reclamar algún mérito en su favor, intervino para esclarecer:

—Llevé conmigo a un eunuco subalterno, Venerable, y penetré en el dormitorio imperial por una ventana, ya que la puerta estaba cerrada. ¡Hay que tomar tantas precauciones contra los bandidos en este país desolado! Mientras el otro eunuco vigilaba fuera, yo asomé la cabeza a la alcoba y, como no vi a nadie, entré, tomé un jarrón de jade y con él golpeé y rompí la tapa de madera del cofre donde se guarda el sello. Cogí éste, pasé de nuevo por la ventana, con ayuda de mi compañero. Entretanto ya el Gran Consejero y los príncipes forcejeaban para abrir a toda costa la puerta. Por fin introdujeron una llave en el ojo de la cerradura. ¡Me hubiera gustado ver la cara que, sin duda, pusieron al advertir que el sello había desaparecido!

Jung Lu dijo:

—Ahora no es momento de reír. Has de saber emperatriz, que esos hombres intentarán quitarte la vida en vista de que no han podido arrebatarte el poder.

—No me dejes sola —imploró ella.

La camarera de Tzu Hsi había pasado todo el tiempo mirando desde detrás de la puerta, con el oído apoyado en la madera para no perder palabra de lo que se decía. Repentinamente la abrió y entró el príncipe Kung. Tenía el rostro muy pálido y llevaba arremangadas las ropas, sin duda para moverse más de prisa.

—¡Venerable —exclamó—, el sello imperial ha desaparecido! He ido en persona a la cámara mortuoria y ordenado a los guardias que la abrieran. Pero me contestaron que eso lo habían hecho ya por orden de Su Shun, y entonces, penetrando, hallé que el cofre del sello estaba vacío.

Se interrumpió, porque en aquel momento sus ojos descubrieron el envoltorio de seda amarilla que contenía el sello del emperador. Abrió mucho la boca y los ojos, y se pasó la punta de la lengua por el labio superior, sonriendo de un modo extraño.

—Comprendo —dijo—, y hasta me hago cargo de que por qué Su Shun asegura que una mujer como vos debe recibir la muerte si no queremos que acabe gobernando el mundo.

La emperatriz, el príncipe y el eunuco se miraron unos a otros y los tres soltaron una alborozada carcajada.

Escondieron el sello Imperial bajo el lecho de Tzu Hsi y corrieron las cortinas de raso granate. Así, en todo el palacio, sólo la emperatriz, su camarera y el eunuco conocían su escondrijo. El príncipe Kung pidió:

—No me digáis dónde habéis ocultado el sello, porque de este modo, sin mentir, podré afirmar que no conozco su paradero.

Una vez garantizada la posesión del sello imperial, Tzu Hsi podía hacer lo que se le antojase. Su febril inquietud cedió a una sensación de seguridad y paz. Ahora podía actuar como si fingiera que ignoraba la agitación que reinaba en palacio, donde ya se conocía la desaparición del sello y se ignoraba el lugar en que, a la sazón, podía encontrarse. Todos adivinaban que lo tenía la emperatriz, y la cortesía y la obediencia más profunda sustituyeron a la impudencia y a la creciente arrogancia de los que eran o se disponían a ser enemigos de la emperatriz.

Sus tres principales adversarios procuraban no hacerse ver de ella. Tzu Hsi estaba segura de que no cabían en sí de disgusto al ver fracasado su intento. Y, en medio de toda esta confusiva consternación, ella se movía con toda naturalidad y dominio de sí misma.

Su primera decisión consistió en mandar a su eunuco a dar las gracias a la mujer del príncipe Yi por los cuidados que había dedicado al heredero, añadiendo que, como a ella ya no le era preciso dedicar su tiempo al emperador, con gran desolación suya, podía atender personalmente a su hijo sin producir molestias a nadie más. Y así volvió a su cargo el heredero.

Esto efectuado Tzu Hsi fue a visitar a su prima Sakota. Sentose, sollozando, junto a ella y le explicó cómo el emperador en su lecho de muerte había resuelto que las dos emperatrices fueran corregentes durante la minoridad del muchacho.

—De modo, querida prima —añadió—, que tenemos que proceder como hermanas. Así quiso unirnos nuestro señor para que las dos recordemos siempre lo que nos amó. Yo te juro afección y lealtad durante toda la vida.

Tomó la mano menuda de Sakota y miró su desconcertada cara.

¿Y qué iba Sakota a contestar? Devolvió la sonrisa, asumió una expresión de semiagradecimiento y, con un acento en el que vibraba parte de su antigua sinceridad infantil, dijo:

—Verdaderamente, prima, me alegro de que vivamos como amigas.

Tzu Hsi rectificó:

—Como hermanas.

Sakota se apresuró a enmendar sus palabras:

—Sea como hermanas. En realidad, siempre he temido ese Su Shun. Tiene una mirada tan fiera y astuta… Me prometió muchas cosas, pero nunca se sabe…

—¿Qué te prometió? —quiso saber Tzu Hsi, exagerando la gentileza de su voz.

Sakota se ruborizó.

—Me dijo, entre otras cosas, que mientras él fuera regente, yo siempre sería considerada la emperatriz viuda.

Tzu Hsi interrogó con la misma voz serena:

—Y a mí me daría muerte, ¿verdad?

—Con eso nunca estuve de acuerdo —repuso Sakota con sospechosa celeridad.

Tzu Hsi mantuvo su usual cortesía.

—Tengo la seguridad de ello, y creo que ahora debemos olvidarlo todo.

—Excepto…

Sakota titubeó y calló.

—¿Excepto…? —preguntó Tzu Hsi.

Sakota dijo, no muy espontáneamente:

—Ya que tanto sabes, también puedes saber que Su Shun se proponía matar a todos los extranjeros; que hay en el reino, y así mismo a los hermanos del emperador que no hubieran participado en la conjura. Los edictos para la ejecución de estos proyectos estaban ya redactados y sólo faltaba ponerles el sello.

—¿Es posible? —murmuró Tzu Hsi.

Sonreía, pero sentíase muy impresionada. Además de su vida propia ¡cuántas otras había salvado sin saberlo! Oprimió la mano de Sakota entre las suyas.

—De ahora en adelante, hermana, no debemos tener entre nosotras secreto alguno. Nada temas, porque los conspiradores no tienen sello imperial y, en consecuencia, los decretos y edictos que intentaban promulgar carecen de toda validez. Sólo puede reclamar la sucesión del Trono del Dragón aquel que tenga en su poder el antiguo sello que ha llegado a nuestras manos por legado de nuestro antepasado Ch’in Shih-huang, y en el que están grabadas las palabras. «Autoridad Legalmente Transmitida».

Tzu Hsi parecía tan noble, serena y pura, que Sakota no se atrevió siquiera a preguntarle dónde se guardaba el sello, inclinó la cabeza y murmuró con voz débil:

—Sí, hermana.

Se llevó el pañuelo primero a los labios y luego a los párpados y gimió:

—¡Ay, ay!

Con esto significaba su pena por la muerte de su señor. Tras esto Tzu Hsi se despidió de ella.

En el transcurso de los días que debían preceder a su regreso a la capital, la emperatriz no tenía más que esperar ulteriores revelaciones sobre sus enemigos o provinientes de ellos. Aguardó, pues, con ánimo sereno, al que se mezclaba cierto íntimo deleite. Pero exteriormente no daba la menor señal de esto último. No se le notaba sino la gravedad que debe caracterizar a una buena viuda. Seguía llevando ropas blancas y había prescindido de toda joya o aderezo.

Entretanto el príncipe Kung retornó a Pequín con el propósito de negociar una tregua con el enemigo para poder llevar allí el cadáver del emperador y proceder a las ceremonias de su entierro.

El príncipe Kung dijo a Tzu Hsi al partir:

—Una sola advertencia debo haceros, Majestad; y es que no tengáis ninguna entrevista con vuestro primo, el jefe de la Guardia Imperial. Y no es que yo dude del valor y fidelidad de vuestro pariente, porque estas cosas me constan bien y las estimo en cuanto merecen, pero los enemigos que tenemos se fijarán en Vuestra Majestad, ahora más que nunca, para ver si hallan algún fundamento de verdad en ciertas habladurías. En cambio, podéis poner la mayor confianza en An Teh-hai, el eunuco mayor, que está consagrado por completo a vuestro servicio y al del heredero del Trono.

Tzu Hsi levantó los ojos y dirigió al príncipe una mirada de reproche.

—¿Acaso me tomáis por una estúpida?

—Perdonad —dijo él.

Tales fueron sus últimas palabras antes de despedirse.

La emperatriz, en efecto, no necesitaba el consejo que había recibido, más siempre era una garantía contra cualquier tentación. Era mujer, al fin y al cabo, y mujer de corazón ardoroso, y desde que el emperador había muerto, a menudo se le ocurrían arrojados y secretos pensamientos. Más de una vez soñaba con deslizarse a lo largo de los corredores oscuros, salones solitarios y estancias desiertas hasta llegar al pabellón contiguo a la verja donde se estacionaba la Guardia Imperial.

Allí podía encontrar al hombre que amaba y a cuyo alrededor giraban los pensamientos de Tzu Hsi como palomas enlutadas de blanco. Recordaba a Jung Lu lo mismo que en los días de su niñez, siempre joven, alto y erguido. Y también, en rigor, algo inclinado a la tenacidad, sin ceder nunca en nada si su voluntad no se lo pedía, y de carácter más fuerte que el de ella, que no lo tenía nada flojo. Seguía pareciéndole hermoso como antaño, con una hermosura varonil, sin delicadezas ni afeminamientos. No se parecía en nada al pobre emperador difunto. No había sido inútil, por lo tanto, para defenderla de tales pensamientos y memorias, la advertencia del príncipe Kung, que podía escucharla contra sus desenfrenados deseos. Exteriormente la emperatriz se mantenía grave y serena, pero por dentro su corazón era todo llama.

No, no podía entregarse a los caprichos de su corazón. Su tarea distaba mucho de haber concluido. No le cabía dar pretextos y ayudar a sus enemigos ni concederse libertad a sí misma hasta que el Trono fuera suyo y pudiera retenerlo para su hijo. Había de mostrar encanto, dignidad y cortesía con todas las gentes que le rodeaban.

Y tan bien lo hizo así, que todos, excepto sus enemigos declarados, se sentían atraídos por ella, y más que ninguno los soldados de la Guardia Imperial, a quienes hacía dádivas y con quienes mostraba especiales amabilidades, sin que nunca hiciese diferencia ostensible entre la tropa común y la persona de su comandante. Diariamente enviaba a darles gracias por la centinela que hacían en torno al cadáver del difunto emperador.

Consideraba su principal aliado al jefe de eunucos, An Teh-hai, quien estaba siempre junto a ella como antaño lo estuviera junto al soberano. Por el eunuco sabía lo atribulados y airados que sus adversarios estaban, en particular los Tres y sus más directos secuaces. Al día siguiente de la muerte del emperador ya habían empezado ellos a divulgar un edicto en que se declaraban regentes por voluntad que, en su lecho de muerte, expresara el monarca. A esto añadían la prohibición de que Tzu Hsi interviniera para nada en la gobernación del Estado. Pero, cuando no pudieron encontrar el sello, quisieron aplacar las posibles iras de su enemiga y, suspendiendo la circulación del primer edicto, publicaron otro en que se proclamaba emperatrices viudas a las dos consortes del fallecido soberano.

El jefe de eunucos dijo, en parte seriamente y en parte bromeando:

—Eso, Venerable, no se debe tanto a que seáis la madre del nuevo emperador como que os habéis ganado la voluntad de los soldados manchúes que guardan el palacio.

Tzu Hsi contrajo las facciones, haciendo que aparecieran en sus mejillas lindos hoyuelos.

—¿Y quieren matarme todavía? —preguntó con exagerada inocencia.

—No, hasta que se sientan seguros de su posición en la capital.

Los dos rieron y se separaron, él para despachar el emisario que diariamente enviaban al príncipe Kung y ella para reanudar su papel de emperatriz dolorida y mujer encantadora. Cuando se reunía con alguno de los Tres, expresaba tanta cortesía y parecía tan indiferente al peligro, que ellos —o al menos el príncipe Yi— no pensaba que le constase que los conspiradores proseguían sus manejos.

El segundo día del noveno mes lunar, habiéndose ya alcanzado tregua con los invasores, la regencia decidió que el cortejo del cadáver del emperador emprendiera la marcha hacia la capital. Era secular costumbre que, cuando moría un emperador fuera de donde debía ser enterrado, las consortes se adelantaran al cortejo para recibir el cadáver imperial cuando llegase a su última morada.

Así, con la debida gravedad y tristeza, Tzu Hsi se preparó para partir con su hijo. Aquella antigua costumbre daba a la emperatriz ventajas que la alegraron mucho, aunque lo disimuló. Los Tres que seguían siendo sus enemigos estaban obligados por sus deberes a acompañar el imperial catafalco, cuyo gran peso, que exigía ciento veinte hombres para sostenerlo, obligaba a avanzar con tal lentitud que el viaje a la capital iba a exigir diez días, con paradas y descanso cada quince millas de marcha. Por lo contrario, la emperatriz madre, usando un sencillo coche de muías, podía llegar a la capital en la mitad del tiempo y asentar allí su residencia y poder antes de que estuviera en manos de Su Shun el impedirlo.

La noche del día anterior a la partida, el jefe de eunucos habló a la emperatriz de esta manera:

—Venerable, vuestros enemigos están desesperados y, en consecuencia, hemos de vigilar cada paso que demos.

Ella respondió:

—Confío en lo que me digas.

An Teh-hai prosiguió:

—Nos hallamos ante una nueva faceta de la conspiración. En lugar de que os acompañen vuestros leales guardias manchurianos, Su Shun ha ordenado que sean sus propios soldados los que os escolten, so pretexto de que la Guardia Imperial debe custodiar el cadáver del difunto emperador. Hasta a mí me han ordenado permanecer al lado del sarcófago. Igual medida abarca a vuestro eunuco Li Lien-ying.

—¡Oh!

El eunuco mayor aconsejó silencio con un movimiento de su ancha mano.

—Algo peor tengo que comunicaros, señora. Jung Lu ha recibido instrucciones para quedarse en Jehol y guardar el palacio.

Tzu Hsi se retorció las manos.

—¿Y eso es definitivo?

El jefe de eunucos inclinó afirmativamente su voluminosa cabeza.

—Así me lo ha dicho él.

La emperatriz preguntó, llena de inquietud:

—¿Y qué voy a hacer? Se trata de asesinarme. En cualquier aislado desfiladero ¿quién oirá mis gritos si pido socorro?

—Tengo la certeza, Venerable, de que vuestro pariente ha planeado algo para salvaros. Afirma que podéis confiar en él y que procurará no estar lejos de Vuestra Majestad.

Sin más fe ni esperanza que la sostuviese, Tzu Hsi emprendió el viaje al despuntar la mañana siguiente. Iba primero el coche de su hijo y seguían el suyo propio y el de Sakota, rodeados por una ajena guardia de hombres desconocidos. Ella miraba a todos con calma y sin temor, y a todos hablaba cortésmente, transmitiendo disposiciones sueltas y pidiendo al fin, como si fuese cosa que pudiese olvidársele, que le pusieran a su lado su caja-tocador, por si necesitaba unas gotas de perfume o un pañuelo. Aquella caja contenía el Gran Sello Imperial, pero esto sólo era conocido de la emperatriz y de su fiel sirvienta personal.

Cuando todo estuvo preparado, Tzu Hsi montó en su coche, corrió las cortinillas y principió su triste viaje. Mucho había anhelado abandonar aquel sombrío palacio, más se daba el caso de que le parecía un seguro refugio ahora que no sabía lo que la esperaba, ni dónde podría dormir aquella noche, ni si dormiría siquiera.

Había terminado la sequía estival y, mientras el día avanzaba, caía cada vez más intensa y monótona una lluvia clara y mordiente que empapaba el arenoso suelo, hacía desbordarse los arroyos de las montañas y casi obstruía los estrechos caminos de los desfiladeros.

Llegó el anochecer y lo mucho que se había atrasado la comitiva hacía que se encontrase lejos de cualquier punto de reposo. Esto, y las aguas que rebasaban los cauces de los ríos, forzaron a la caravana a detenerse en una garganta de Monte Largo. Para pernoctar se instalaron lo mejor que pudieron en las tiendas de campaña que llevaban consigo.

En la oscuridad, mientras se comenzaba a plantar las tiendas, surgieron nuevos motivos de preocupación. El capitán de la guardia hostil declaró que la emperatriz madre y el heredero del Trono dormirían en una tienda muy separada de las restantes.

La alta calidad de aquellas personas así lo imponía.

—Yo personalmente guardaré vuestra tienda, Venerable —dijo el oficial.

Permanecía ante ella ataviado con sus ropas soldadescas. Era un individuo tosco, de voz alta y bronca. Mientras se inclinaba para parecer cortés, apoyaba la mano en las guardas de una espada que le colgaba hasta los talones.

La emperatriz contempló a su guardián y sus ojos se fijaron casualmente en su mano derecha. En el dedo, y brillando a la luz del farol de la tienda, tenía un anillo de puro jade encarnado. Tal clase de jade no era común y su color impresionó la mente de la viajera, que dijo con grave calma:

—Te doy las gracias. Pienso recompensarte bien cuando lleguemos a nuestro destino.

—No hago más que cumplir con mi deber, Venerable. No hago más que cumplir con mi deber.

Y tras esta aserción el hombre salió.

Avanzaba la noche. Bramaba el viento y la lluvia en la angosta garganta y en el fondo de una quebrada lateral oíase el rugido de las aguas del henchido río que descendía por la vertiente de la montada. De las laderas desprendíanse rocas que rodaban, con atronador estrépito, no lejos de la tienda donde Tzu Hsi permanecía sentada al lado de su hijo. Gradualmente se durmieron, primero la niñera, luego el niño, que sostenía entre sus manos una de su madre, y al fin la misma camarera de la emperatriz.

Sólo Tzu Hsi no dormía. Estaba sola y silenciosa en su tienda, contemplando la goteante bujía contenida en el farol de cuerno y vigilando atentamente el tocador portátil que contenía el Sello Imperial. Aquel sello era un tesoro por el que ella se sentía capaz de perder la vida.

No ignoraba los riesgos que se cernían sobre ella. Aquella hora era la adecuada para que el enemigo arremetiese. Sola con dos pobres mujeres y un niño, estaba demasiado lejos para que alguien pudiera oír sus gritos en demanda de socorro. Además ¿quién podía oírla? En todo el día ningún signo le había indicado dónde podía estar su primo. Mientras rodaban los coches, ella había examinado las peñas y las faldas de los montes, pero él no estaba escondido por allí. Tampoco iba entre los guardias bajo el disfraz de soldado raso. Si ella clamaba pidiendo ayuda, ¿estaría Jung Lu lo bastante cerca para oírla? Nada podía hacer Tzu Hsi más que esperar. Y cada aislado momento equivalía a una aislada tortura.

A medianoche, la guardia anunció la hora golpeando tambores de bronce. Ello significaba que no había novedad. La emperatriz empezó a reprocharse el exceso de su inquietud. ¿Por qué sus enemigos habían de elegir aquel lugar y aquella noche, y no otra y otro sitio cualquiera para asesinarla? ¿No era fácil sobornar a un cocinero de palacio para que le envenenase los alimentos, o pagar a un eunuco de malos instintos para que se ocultara tras una cortina o puerta ante la que ella hubiera de pasar y donde podía ser fácilmente apuñalada?

Ponderaba sus pensamientos, decíase que había de rechazar el temor y meditaba en los inconvenientes que tiene el desembarazarse del cadáver de una emperatriz asesinada. ¿Acaso no querrían conocer sus súbditos lo que había sido de ella y no amedrantarían a sus enemigos los peligros que entrañaba el despertar la ira del pueblo?

La hora siguiente pasó más de prisa. Lo que más inquietaba a la sazón a Tzu Hsi, era que se extinguiese la bujía. Tampoco osaba moverse por no interrumpir el plácido sueño del niño, que seguía oprimiendo, entre sus manos, una de las de su madre. Tendría que llamar, con voz contenida, a la camarera, para que ésta colocase una nueva vela en él farol.

La emperatriz alzó la cabeza con aquel propósito y su mirada, hasta entonces fija en la carita del niño dormido, notó en aquel instante el movimiento de la cortina de la tienda. Debía de moverla el viento o batirla la lluvia, mas ella, aun así, no se atrevía a apartar los ojos de la entrada, ni siquiera a llamar. Y, mientras miraba, una daga afilada y corta rajó la tela silenciosamente y, tras la empuñadura del arma, apareció una mano. Una mano de hombre que ostentaba en un dedo un anillo de jade encarnado.

Sin un sonido, Tzu Hsi cogió al niño en brazos y atravesó la tienda corriendo. En el mismo momento apareció una segunda mano que aferró la que sostenía la daga y la hizo retroceder. Nada se veía ya en la abertura producida por el hierro. ¡Bien conocía Tzu Hsi aquella segunda y salvadora mano! Detúvose y escuchó. Se percibía en el exterior ruido de lucha entre hombres. Las paredes de la tienda temblaron cuando los que contendían cayeron sobre ella.

Hubo un gemido. Luego, silencio.

Fuera sonó, apagada, la voz de Jung Lu.

—¡Bien muerto estás!

Un inmenso consuelo invadió todo el ser de Tzu Hsi, haciéndole latir con fuerza el corazón. Depositó al dormido infante en su lecho y avanzó sobre la alfombra que conducía a la entrada. Abrió la cortina y contempló la noche tormentosa. Allí estaba Jung Lu.

Él dio tres pasos hacia ella y los dos se miraron a los ojos.

—Sabía que estabas aquí —musitó Tzu Hsi.

—No te dejaré sola —dijo él.

—¿Y ese hombre?

—Le he matado.

—¿Dónde está su cuerpo?

—Lo he tirado al fondo del barranco.

—¿No se darán cuenta sus soldados?

—Sí, pero dudo mucho de que ninguno proteste cuando me vean ocupar su lugar.

Ambos seguían mirándose fijamente, pero ninguno de ellos osaba avanzar hacia el otro.

Ella dijo:

—Cuando yo conozca una recompensa proporcionada al servicio que me has prestado, te la concederé.

Él contestó:

—Bastante recompensa es para mí que conserves la vida.

Callaron los dos. Al fin Jung Lu dijo, un tanto desazonado:

—No podemos entretenernos mucho, Venerable. Por doquiera nos rodean enemigos. Vale más que te retires.

—¿Has venido solo? —preguntó ella.

—No. Me han acompañado veinte hombres, pero yo me adelanté porque mi caballo era el más rápido de todos.

Jung Lu añadió:

—¿Conservas el sello?

—Sí.

Él dio un paso atrás, giró sobre sus talones y desapareció en las tinieblas. Ella dejó caer las cortinas y de puntillas se dirigió a su lecho. Podía dormir tranquila. Todo temor quedaba disipado. Su primo velaba por ella fuera de la tienda. La noche le ocultaba, pero ella le sabía cercano. Por vez primera durante muchas semanas la joven durmió profundamente y en paz.

Al filo de la aurora cesó la lluvia y se levantaron las nubes. Saliendo a la puerta de la tienda, Tzu Hsi contempló un cielo azul que dominaba las peladas y rocosas alturas entre cuyas laderas abríanse verdes valles.

Habló cortésmente a la niñera y a la mujer de servicio, sin mencionarles para nada los terrores de la noche. Luego tomó la mano del heredero del Trono y, sacándole de la tienda, buscó entre la arena piedrecillas de colores para distraerle.

—Las envolveré en mi pañuelo —le dijo— y así podrás jugar con ellas mientras seguimos el viaje.

Nunca se había sentido más tranquila. Todos los que la veían notaban, admirados, su serena resignación. No reía ni sonreía, lo que hubiera sido muy inoportuno en lo que sólo era la avanzada de un cortejo fúnebre, pero exteriorizaba conformidad y resolución.

Ningún soldado de la escolta comentó nada cuando por la mañana, en vez de a su capitán, advirtieron que Jung Lu, con veinte hombres de la Guardia Imperial, tomaba el mando. En tiempos tan inciertos no convenía hacer preguntas, pero no había quien no se diese cuenta dé que la emperatriz había ganado una victoria, y cada uno se esforzaba con redoblado ahínco en cumplir su deber.

Después de comer se plegaron las tiendas, se prepararon los vehículos y se reemprendió el viaje. Junto al heredero y su imperial progenitora cabalgaba Jung Lu sobre un corpulento caballo blanco. A cada lado avanzaban diez de sus guerreros. Nada se interrumpió y Tzu Hsi pareció no reparar en el cambio de guardia. Iba sentada, silenciosa, en su banqueta cubierta de cojines. El coche llevaba las cortinillas lo bastante separadas para que la emperatriz pudiera contemplar el paisaje. Si alguien espió su mirada, ni una sola vez la vieron dirigida hacia el comandante de la Guardia Imperial. ¿Quién podía saber cuáles eran los pensamientos de la viajera?

Ni ella misma, pues su mente estaba en reposo como pocas veces. Aquellos cortos días de itinerario eran exclusivamente suyos y, por añadidura, sentíase ya a salvo de todo mal. La culminación de su esfuerzo, la lucha decisiva por el Trono del Dragón, producirían cuando llegase a Pequín el catafalco imperial.

Viajando a la misma velocidad que llevaban, las dos consortes debían llegar a la Ciudad Prohibida cinco días antes que el séquito fúnebre. En cuanto estuviese allí, Tzu Hsi convocaría a los hombres de clan y a los hermanos del emperador que podían considerarse leales, y con ellos estudiaría la manera de prender a los traidores, no por fuerza, para evitar protestas populares, sino con todo orden y decoro, probando que obraban como unos malvados y que la razón y el derecho se hallaban con las regentes, y particularmente con ella, como madre del heredero. Los problemas de Estado resultaban para la mente de Tzu Hsi oscuros y amenazadores, pero tenía la facultad de saber olvidarse de ellos, en sus preocupaciones o intereses por otras cosas, con lo que, al llegar los momentos duros, se encontraba fuerte y en condiciones de afrontarlos.

Y era placentero aquel viaje por la campiña, bajo los cielos de otoño, quedando de hora en hora más distantes las tétricas montañas de Jehol, con sus peligros, y con Jung Lu cerca de ella. Cierto que no aproximaba su caballo y que siempre se mantenía silente y orgulloso, sin que entre los dos primos se cambiasen miradas ni palabras. Pero, en fin, lo tenía a su lado y eso era siempre muy placentero.

Así pasaron los días. Por las noches, la emperatriz dormía excelentemente y despertaba, de mañana, con un apetito magnífico. El frescor del aire septentrional estimulaba su sangre y sentaba muy bien a su salud.

El vigesimonono día del noveno mes de aquel año lunar, la emperatriz vio recortarse, a lo lejos, elevándose sobre la planicie, las murallas de la capital. Las puertas estaban abiertas.

En el interior del casco urbano las calles aparecían solitarias, pero Tzu Hsi no quiso descorrer las cortinillas del coche, temerosa de distinguir a un enemigo o ser avistada por él. Más no se vio ninguno. Parecía existir un compás de espera. Las noticias, circulando más veloces que los seres humanos en sus desplazamientos, habían llegado a todas partes, y hasta los más pobres ciudadanos sabían que estaba planteada una guerra entre tigres y que no se veía con claridad cuál podía ser el bando vencedor. Y en tales ocasiones las gentes prefieren aguardar.

Tzu Hsi había planeado ya lo que debía hacer. Entró en el palacio rigurosamente enlutada, vistiendo ropas de blanca tela burda y sin adornarse con joya alguna. Sin mirar a derecha ni izquierda, se apeó del vehículo, mientras los eunucos se arrodillaban a ambos lados de ella. Luego, con perfecta cortesía, se llegó al coche de Sakota y la ayudó a descender. Sosteniéndole la mano izquierda con la suya derecha, la condujo a los palacios que ambas conocían tan bien. Y, para no dejarse ganar en cortesía por nadie, acompañó a su prima al Palacio Oriental antes de encaminarse ella al Occidental.

Antes de que hubiese transcurrido una hora tuvo noticias del príncipe Kung. El emisario fue un eunuco, quien le dijo:

—El hermano menor de vuestro esposo, señora, esto es, el príncipe Kung, pide perdón a la emperatriz madre por molestarla tan pronto, cuando la sabe agotada por la congoja y rendida por el fatigoso viaje. Pero la urgencia de los asuntos de Estado veda a mi señor el príncipe toda dilación, por lo que me manda avisaros que espera audiencia en la biblioteca imperial. Están con él otros príncipes, sus hermanos, con los nobles jefes de los poderosos clanes manchúes.

Tzu Hsi respondió:

—Di al príncipe que voy sin demora.

Y, sin esperar a hacer colación alguna ni cambiarse de ropa, la emperatriz volvió al palacio de Sakota y entró en él sin ceremonia alguna. Su prima estaba acostada. Sus damas y mujeres de servicio rodeaban su lecho, y una le peinaba el cabello mientras otra le servia té y una tercera le ofrecía su perfume favorito.

Tzu Hsi las apartó.

—Hermana —manifestó—, levántate, si te place. Nosotras no podemos descansar. Hemos de presidir una importante audiencia.

Sakota hizo un mohín de desagrado, pero el hermoso y soberbio semblante de su prima le impidió toda queja. Levantose, suspirando, vistiéronla sus mujeres con otras ropas y, apoyándose en dos eunucos, bajó con Tzu Hsi al patio, donde las aguardaban sendos palanquines.

Las dos damas fueron transportadas rápidamente a la biblioteca imperial. Cuando se apearon, Tzu Hsi cogió a Sakota de la mano y entró, emparejada con ella, en el edificio.

Todos los allí reunidos se levantaron e hicieron profundas reverencias. Luego se adelantó gravemente el príncipe Kung. Su talante era el propio de quien se enluta con blancas ropas de estameña. Llevó a entrambas mujeres hasta sus tronos y se colocó, en pie, al lado derecho del de Tzu Hsi.

La conferencia se prolongó durante largas horas. Había guardia en las puertas y a los eunucos se les envió a puntos extremos del edificio, para que no pudiesen oír nada referente a los temas que se trataban.

El príncipe Kung dijo:

—Un serio problema tenemos planteado. Pero nos asiste una fuerza muy grande. La emperatriz madre tiene guardado el Gran Sello Imperial en un lugar secreto, y ese sello vale más que un ejército poderoso. La sucesión legítima está ahora en sus manos como regente durante la minoridad de su hijo, el heredero, con la cooperación, en calidad de corregente, de la emperatriz viuda del Palacio Oriental. Pero hemos de proceder con la mayor equidad, limpieza e idoneidad de métodos. ¿Cómo actuaremos para inmovilizar a los traidores? ¿Hemos de apelar a la violencia cuando el cadáver del emperador que hasta ahora nos ha gobernado está esperando el momento de recibir sepultura? No existen precedentes que autoricen manera de actuar. Entrar en batalla con los enemigos, y aun proponerlo, cuando puede decirse que están calientes las cenizas de un sagrado antecesor, sería demasiado impío. El pueblo no miraría bien a quienes lo hicieran y el reinado del legal heredero empezaría bajo una nube desfavorable.

Todos convinieron en que el príncipe Kung hablaba bien. Al fin, tras muchas reflexiones, palabras, propuestas y réplicas, se acordó que cada medida que se tomase debía aparejar serenidad, prudencia, dignidad y cautela, de acuerdo con la alta tradición de la dinastía. Tzu Hsi se mostró conforme, como madre del heredero del Trono y nueva emperatriz reinante, y Sakota se limitó a inclinar diversas veces la cabeza, sin decir nada en pro ni en contra de los temas discutidos.

Pasaron tres días y llegó la hora que todos esperaban. Tzu Hsi había dedicado aquellos días a la meditación, preguntándose cómo debía presentarse y qué debía hacer cuando el fúnebre cortejo del extinto emperador llegase a las puertas de la capital.

La emperatriz no podía exteriorizar el menor signo de debilidad y, sin embargo, había de demostrar, en todo y con todos la más impecable cortesía. La audacia debía combinarse con la dignidad y la implacalidad con la rectitud.

Repetidamente, en el curso de cada uno de aquellos días, llegaban emisarios que coincidían en anunciar que el imperial sarcófago llegaría por la mañana del segundo día del mes duodécimo de aquel año lunar. El último de los mensajeros avisó que la triste procesión entraría por la Puerta Florida, al este de la Ciudad Prohibida.

Tzu Hsi estaba preparada. Por su orden, desde el día anterior, el príncipe Kung estacionó una hueste de soldados leales junto a aquella entrada, con el fin de atajar la posibilidad de que los tres aprovecharan la ocasión para proclamarse regentes alegando que tal había sido la voluntad del emperador.

Reinaba en Palacio una melancólica quietud. Cuando se supo que se acercaba el cortejo imperial, las emperatrices viudas salieron a recibirlo, con el heredero del Trono. Por calles vacías y silenciosas avanzaron los regios palanquines, cubiertos de arpillera blanca y escoltados por una guardia de militares vestidos de blanco. Al final, y a caballo, seguían los príncipes y jefes de clan, todos de luto. La procesión se movía con sombrío talante y en un silencio sólo quebrantado por los sacerdotes budistas, que tenían a su cargo la música fúnebre y tañían lastimeramente sus flautas precediendo al desfile de los imperiales enlutados.

Al llegar a la vasta puerta se detuvieron sin traspasar sus umbrales. Todos se apearon de caballos y palanquines para arrodillarse cuando estuvo cerca el ataúd imperial, en un catafalco conducido por un centenar de portadores. El primero en arrodillarse, colocándose ante todos los otros asistentes, fue el heredero del imperio, vestido de blanca estameña.

Lágrimas de susto y dolor surcaban la rosada faz del niño. Tras él permanecían, también arrodilladas, Tzu Hsi y Sakota, las dos emperatrices viudas. Luego seguían hileras de arrodillados príncipes, jefes de clanes y altos funcionarios. Lamentaciones en voz alta, sollozos y suspiros llenaban el aire, y las gentes del pueblo, escuchando detrás de las cerradas ventanas y puertas, oían las deploraciones de quienes los gobernaban.

Los tres más notorios traidores —el príncipe Yi, el príncipe Cheng y el Gran Consejero Su Shun—, una vez cumplida la primera parte de su misión, debían completarla dando noticia al heredero de todo lo ocurrido. Para ese efecto se había levantado un gran pabellón junto a la puerta, ya en terrenos de la Ciudad Prohibida. Y en él penetró Tzu Hsi con su hijo, y Sakota, silenciosa y amedrentada, pero obediente, los acompañó. Príncipes y dignatarios de la Corte, conducidos por dos Grandes Secretarios, se agolparon en torno. Tzu Hsi se situó a la derecha, del heredero del Trono y a su izquierda Sakota. Usando de sus derechos, Tzu Hsi se dirigió a los traidores, sin dilación alguna, pero siempre con serena gracia.

—Os estimamos a vos, príncipe Yi, a vos príncipe Cheng, y a vos Gran Consejero, los fieles cuidados y atenciones que habéis tenido con el que fue nuestro amado sobre todas las cosas. En nombre del Hijo del Cielo, el nuevo emperador que ahora nos gobierna, nosotras, las dos consortes del emperador difunto, os damos las gracias, ya que ambas somos regentes legítimas, según decreto firmado por el anterior emperador en persona. Habéis cumplido con vuestro deber y es nuestra voluntad que en adelante quedéis libres de ulteriores cuidados.

Tal fue en esencia lo que dijo Tzu Hsi, y lo hizo con todos los pormenores de la gentileza y todas las delicadezas de la cortesía, no hubo quien no comprendiera que tras aquellas perladas palabras se ocultaba una voluntad inquebrantable.

El príncipe Yi, al oír aquellas expresiones, experimentó en el acto viva contrariedad. Veía sobre él, en el trono, al gallardo muchacho y a la izquierda de éste a la desvalida emperatriz Tzu An. Y a la derecha del emperador estaba la verdadera gobernante, la hermosa y enérgica mujer que no temía a nada y cuya voluntad y atractivo todo lo sometía. Tras ella se alineaban los jefes de clan y los príncipes manchúes. Y, finalmente, la Guardia Imperial.

El príncipe Yi miró a Jung Lu, que le pareció altivo y fiero, y se le abatió el corazón. ¿Qué esperanza les quedaba a los conjurados?

Su Shun se inclinó hacia él y le dijo al oído:

—Si ese diablo de mujer hubiese perecido mucho antes, cuando yo empecé a aconsejarlo, no nos veríamos en el brete en que nos vemos. Pero vos, tonto tímido, no quisisteis y propugnasteis un plan intermedio, como consecuencia del cual nuestras cabezas oscilan sobre nuestros hombros. Por lo tanto, y ya que sois el jefe, ved cómo os arregláis para sacarnos de la complicación en que estamos hundidos.

El príncipe Yi reunió todos sus pobres recursos de valor y, acercándose al Trono del Dragón, habló en un alarde de audacia, desmentido por el temblor de sus labios.

—Nosotros, Elevadísima Alteza, somos los designados regentes por el llorado emperador. Nuestro imperial antecesor, vuestro padre, nos nombró al príncipe Cheng, al Gran Consejero Su Shun y a mí como regentes para gobernar en vuestro nombre. Somos vuestros fieles servidores y se puede confiar en nuestra lealtad. Como regentes debidamente nombrados decretamos aquí que las dos consortes no tengan autoridad fuera de la que naturalmente les corresponde, a la sazón no están ni pueden estar presentes en esta ceremonia, salvo con nuestro permiso, como regentes efectivos.

Mientras pronunciaba tan decididas palabras con voz insegura, el diminuto emperador miraba de un lado a otro, bostezaba y jugueteaba con el cordón que le ceñía al talle la túnica de luto, hecha de burda tela blanca. En un momento dado extendió la mano, buscando la de su madre, pero ésta, firmemente, hizo que el muchacho volviese a colocar los dedos sobre la túnica. El emperadorcito obedeció y no volvió a mover las manos. Parecía esperar que acabara la alocución del príncipe.

Cuando éste calló y dio un paso atrás, Tzu Hsi no vaciló. Alzó la mano derecha y bajó el pulgar, mientras decía, con voz tranquila y clara:

—¡Arrestad a los tres traidores!

Jung Lu se adelantó, seguido de sus guardias. Asieron a los tres y los ataron con cuerdas. Los conspiradores no hicieron resistencia, ni siquiera verbal.

¿Quién se atrevía a defenderlos en aquel momento? Ni una sola voz habló.

El cortejo fúnebre se reorganizó y volvió a ponerse en marcha con toda compostura y en el mayor orden. El emperador niño iba detrás del catafalco de su padre, y a izquierda y derecha lo acompañaban las dos emperatrices viudas. Seguían los nobles y príncipes. Cerraban la marcha los traidores, pisando el polvo de la calzada, con las cabezas bajas. La carrera estaba cubierta por soldados y los ojos de todos se clavaban en los conspiradores.

Así el emperador Hsien Feng volvió a su capital, y así se reunió con sus gloriosos antepasados. Su féretro se colocó en el sagrado templo, velado día y noche por los soldados de la Guardia. En tanto, el clero budista encomendaba sus tres almas al cielo y aplacaba sus siete espíritus terrenales quemando incienso y entonando profusión de salmos.

Y Tzu Hsi, comprendiendo que todo acto debe realizarse de modo oportuno y de acuerdo con los antiguos precedentes, publicó un edicto que decía en esencia que el reino se había visto muy turbado por los enemigos. Y esto había sido culpa del príncipe Yi y sus amigos, que no vacilaron en avergonzar al país usando ardides sucios y malas artes en sus tratos con los hombres blancos. Éstos, por lo tanto, se irritaron y quemaron en venganza el Palacio de Verano. Y, sin embargo, los traidores, recalcitrantes en el mal, pretendieron que el difunto emperador los nombrara regentes poco antes de morir. Luego, aprovechando la extrema juventud del nuevo emperador, se instalaron deliberadamente en el poder, desoyendo los expresos deseos del anterior soberano y diciendo que no serían regentes sus consortes cuando se convirtiesen en emperatrices viudas.

El edicto concluía:

El príncipe Kung, previa consulta con los grandes secretarios, los seis departamentos y los nueve ministerios, estudiará y presentará al Trono propuesta del castigo que parezca adecuado aplicar a esos traidores en proporción a sus delitos. Las mismas personas y entidades deberán examinar y aconsejar por escrito un procedimiento adecuado para que las emperatrices viudas ejerzan su poder de regentes.

La emperatriz madre puso al pie de aquel edicto el sello imperial. Cuando el primero de sus edictos fue comunicado al pueblo, Tzu Hsi preparó otro en el que ella y la corregente, la emperatriz viuda Tzu An, decretaban que los traidores fueran desposeídos de todos sus honores y cargos. Y, tras esto, Tzu Hsi promulgó una tercera disposición, esta vez firmada por ella sola, en donde se incluían estos párrafos:

—Su Shun es culpable de alta traición. Ha usurpado la autoridad, dejándose sobornar y cometiendo todo género de maldades. Ha usado contra Nos un lenguaje blasfemo, olvidando el sagrado género de relaciones que existen entre soberano y súbdito. Además, trajo consigo su esposa y concubinas mientras escoltaba el catafalco imperial en su traslado desde Jehol, y ello fundándose en su propia responsabilidad, aunque todos sabemos que permitir que vayan mujeres en el cortejo fúnebre de un catafalco imperial constituye un crimen penado con la muerte.

»Por lo tanto, venimos en decretar que Su Shun muera descuartizado y que le sea arrancada la carne, según el uso, en un millar de millares de tiras. Todas sus propiedades, incluyendo las que tiene aquí y en Jehol, le serán confiscadas y no se le distinguirá, ni tampoco a su familia, con clemencia alguna.

Atrevido era el decreto, porque Su Shun era el hombre más rico que se había conocido en la historia de la dinastía, exceptuando un tal Ho Sh’en, que vivió bajo el reinado del antecesor, Ch’ien Lung. Y este emperador, en acto de gobierno, mandó matar a Ho Sh’en en cuando se probó que este hombre había acumulado su riqueza mediante latrocinios y usuras. El edicto de Tzu Hsi hacía que pasaran a ser propiedad del Trono las riquezas de Su Shun, como en tiempos anteriores pasaran las de Ho Sh’en. No se sabía a cuánto podían ascender los bienes de Su Shun; pero Tzu Hsi mandó que, ante todo, fueran incautadas las bibliotecas del condenado, con sus archivos y documentos particulares. De este modo se tendrían datos concretos sobre las propiedades y tesoros de Su Shun.

Entre los papeles de Shun se descubrió un acreditativo de un hecho tan singular como satisfactorio para Tzu Hsi. Y ello consistía en la prueba efectiva de que la joven Mei no era hija carnal de Su Shun.

Cuando se dio tal informe a la emperatriz, ésta mandó que le llevasen el documento, porque quería examinarlo personalmente. Se lo llevaron, lo leyó y halló en él una nota marginal en la que un anónimo secretario que debía de tener algún resentimiento contra Su Shun, su jefe, incluía estas palabras junto al inventarío de un lote de casas y tierras:

Procede advertir que estas propiedades pertenecían a un noble, miembro del clan de la Blanca Bandera Rasa. Su Shun, al apoderarse de sus tesoros después de hacerle matar en virtud de una falsa acusación, fue a tomar posesión de su casa y encontró en ella una niña, hija del muerto. Su Shun se llevó a la pequeña y la hizo educar en su propia casa. Aquella niña es la actual dama Mei, azafata de la emperatriz del Palacio Occidental.

En cuanto Tzu Hsi se hubo informado de tales palabras, mandó llamar a Mei y la mostró e hizo leer el documento. La joven lloró, secose los ojos con un pañuelo de seda blanca y luego, reportándose, dijo:

—Ahora comprendo por qué nunca tuve por Su Shun el amor de una hija. ¡Cuánto he sufrido creyéndome culpable de desafecto! Ahora puedo tranquilizar mi corazón.

Se arrodilló ante Tzu Hsi, le dio las gracias y desde aquel día amó a su señora aún más entrañablemente que antes.

—Soy una huérfana, venerable —dijo—, y tengo en Vuestra Majestad a mi padre y mi madre.

Esta venganza indirecta contra Su Shun no bastaba para satisfacer a Tzu Hsi. Resuelta a poner en práctica su decreto, lo sometió a los príncipes ministros y miembros de los departamentos. Todos inclinaron la cabeza. Sólo el príncipe Kung osó alzar la voz.

—Majestad —declaró—, sería muy propio de la emperatriz viuda mostrar su clemencia en el caso de Su Shun. Condenadle no a descuartizamiento, sino a decapitación.

Nadie se atrevió a dirigir los ojos a la faz de Tzu Hsi, muy bella y severa mientras oía aquellas palabras.

Todos comprendieron que la emperatriz se sentía muy contrariada por la propuesta de Kung. Dejó pasar unos cuantos minutos en silencio.

—Seamos, pues, clementes —concedió, al cabo—. Pero la decapitación ha de efectuarse en público.

Y, en consecuencia, a Su Shun le cortaron la cabeza en la plaza del mercado de la ciudad. La mañana era soleada y clara, y el pueblo tomó como festejo el ir a ver morir al condenado. Su Shun avanzó altivamente entre la muchedumbre. Podría ser un malvado, pero llevaba la cabeza alta y su resuelto rostro aparecía impasible. Orgulloso hasta el fin, él mismo puso la cabeza en el tajo. Alzó el verdugo su ancha espada y descargó el golpe. Bastó con el primero para que la cabeza de Su Shun quedase separada del tronco.

Cuando rodó por el suelo, la multitud prorrumpió en un gran clamor de alegría, porque el hombre al que acababan de ejecutar había causado daños a mucha gente.

Por orden de la emperatriz los príncipes Jui y Liang estuvieron presentes en el suplicio, como testigos oficiales. Cuando vieron cortada la cabeza de Su Shun, volvieron a Palacio para informar al Trono.

Como los príncipes Yi y Cheng pertenecían a la Casa Imperial, no fueron decapitados. Se los condujo a la Cámara Vacía, que era la prisión de la Corte Imperial, y allí se les ordenó que se ahorcasen. Jung Lu entregó a cada uno un cordón de seda y permaneció a su lado. Cada uno utilizó una viga de la techumbre. Uno eligió el extremo septentrional de la estancia y otro el meridional. El príncipe Cheng murió valientemente y sin dilaciones, pero al príncipe Yi le costó mucho trabajo decidirse, hasta que al fin, entre hipidos y lágrimas, se apretó el cordón al cuello.

Así perecieron los tres. Los que con su triunfo pensaban elevarse, fueron enviados al destierro. Desde aquel día Tzu Hsi asumió públicamente el título de emperatriz madre, que el emperador moribundo le otorgara en Jehol. Y así principió el régimen del joven emperador, aunque todos supieran que, pese a su femenina atención y cortesía con todos, era la emperatriz madre la que reinaba, suprema y absoluta, sobre el pueblo de China.