YEHONALA
En la ciudad de Pequín corrían las semanas de abril, quinto mes del año solar de 1852, tercer mes del año lunar y año doscientos ocho de la gran dinastía manchú de los Ch’ing. La primavera llegaba retrasada y los vientos del Norte, cargados de la fina arena amarilla del desierto de Gobi, soplaban sobre las techumbres tan fríos como ráfagas invernales. La arena se acumulaba en las calles, giraba en remolinos y se filtraba, por ventanas y puertas. Formaba montoncillos en los rincones, alfombraba mesas y sillas, deslizábase en las costuras y aberturas de los vestidos, se secaba en los semblantes de los niños que lloraban y se depositaba en los surcos de las arrugas de los viejos.
En la casa del armígero manchú Muyanga, en la calleja del Peltre, la arena resultaba más molesta de lo usual, porque los postigos de las ventanas no ajustaban bien y los batientes de las puertas tampoco encajaban debidamente en sus goznes de madera.
Orquídea, hija mayor del hermano difunto de Muyanga, despertó aquella mañana escuchando el ruido del viento y los crujidos de la madera. Se sentó en el ancho lecho chino que compartía con su hermana menor y frunció el entrecejo al ver la capa de arena que, como coloreada nieve, cubría la colcha encarnada. En un instante se deslizó fuera de las ropas de la cama, procurando efectuarlo con tiento, para no despertar a la otra durmiente. Sus pies descalzos sintieron el desagradable contacto de la arena que tapizaba el suelo. Suspiró. El día anterior había barrido cuidadosamente la casa y tendría que volver a hacer lo mismo en cuanto cesase el viento.
Orquídea podía pasar por una hermosa muchacha. Parecía más alta de lo que era, porque a su esbeltez natural unía el que andaba muy erguida. Tenía las facciones acusadas, pero no toscas, la nariz recta, las cejas finas y la boca bien formada y no demasiado pequeña. Su principal atractivo radicaba en sus ojos, grandes y muy límpidos, con la negra pupila nítidamente separada del blanco de los globos. Pero su belleza podría haber formado un conjunto insignificante sin el espontáneo despejo y la inteligencia que rebosaba de todo su ser, a pesar de su juventud. Era muy dueña de sí y su energía innata se transparentaba en la ductilidad de sus movimientos y la serenidad de sus maneras.
En la calma de la mañana, teñida por el tono grisáceo de la arena, Orquídea se vistió de prisa y sin ruido. Luego, separando las cortinas de algodón azul que servían de puerta a la alcoba, pasó al cuarto principal y entró en la reducida cocina contigua. Humeaba el amplio caldero de hierro puesto en el hornillo de barro.
Saludó a la criada diciéndole:
—Lu Ma, te has levantado temprano esta mañana.
Su dominio de sí misma se exteriorizaba en la extrema suavidad de su linda voz, que mantenía deliberadamente baja.
La voz cascada de una mujer de edad respondió desde junto al hornillo:
—No he podido dormir, amita. ¿Qué va a ser de nosotros cuando nos dejes? Orquídea sonrió.
—La emperatriz madre puede no elegirme. Mi prima Sakota es mucho más bonita que yo.
Dirigió una mirada al hornillo. Lu Ma, acurrucada junto al fuego, lo alimentaba con briznas de hierba seca, procurando sacar el mayor partido de cada hoja del escaso combustible.
—Sí, te elegirá.
El acento de la vieja sonaba definido y triste. Alzándose desde detrás del hornillo mostró el aspecto desolado de una mujer china jorobada y baja, con ropas azules raídas y remendadas. Tenía ligados los pies y el rostro surcado por una red de oscuras arrugas contorneadas de pálida arena. Arena había también en su cabello gris y arena en sus cejas y en el borde de su labio superior.
Quejose:
—Esta casa no puede ir adelante sin ti. Tu hermana pequeña no dará una sola puntada, por la costumbre que tiene de que tú se lo hagas todo. Cada uno de tus dos hermanos rompe un par de zapatos todos los meses. ¿Y qué me dices de tu pariente Jung Lu? ¿No puede considerársele tu prometido desde vuestra infancia?
—En cierto modo, si puede considerársele —contestó Orquídea con la misma placentera voz de antes.
Tomó de al lado del hornillo un recipiente de hierro y sacó del caldero agua caliente. Cogió una diminuta toalla gris que colgaba de la pared, la mojó en el agua, la retorció, haciéndola humear, hasta secarla y se la pasó por el rostro, el cuello, las muñecas y las manos. Su tersa carita oval enrojeció al recibir aquel calor húmedo. La joven se miró en un trozo de espejo que pendía sobre la mesa. Casi no reparó más que en sus ojos, extraordinariamente animados y negros. Se sentía orgullosa de ellos, aunque nunca mostraba el menor signo de tal orgullo. Cuando las vecinas hablaban de sus bonitas cejas y de sus ojos almendrados, Orquídea parecía no oírlas, aunque oía perfectamente.
La vieja, contemplándola, dijo:
—Siempre he dicho que tenías un gran destino por delante. Hemos de obedecer a nuestro emperador, el Hijo del Cielo, y cuando seas emperatriz, preciosa, te acordarás de nosotros y nos enviarás ayuda.
Orquídea rió con suave y contenida risa.
—Yo no seré más que una concubina entre centenares de ellas.
—Serás lo que el cielo ordene —declaró la anciana.
Luego retorció la toalla de nuevo, hasta quitarle el resto del agua que contenía, y la colgó de un clavo. Alzó el recipiente, llegose a la puerta y vertió el agua, cuidadosamente, sobre la tierra del umbral.
—Péinate el cabello, amita. Jung Lu vendrá hoy temprano. Ha dicho que acaso te traiga ya la llamada áurea.
Orquídea, sin replicar, se dirigió, con los pasas graciosos usuales en ella, a su dormitorio. Miró el lecho. Su hermana dormía aún y sus ligeras formas apenas se perfilaban bajo la colcha. Lentamente Orquídea se desanudó el cabello y lo peinó con un peine chino de madera, perfumándolo con fragante aceite de casia. Formó con sus crenchas dos especies de moños sobre los oídos y púsose en cada uno una florecita de perlas rodeadas de hojas de fino jade verde.
No había terminado aún cuando percibió los pasos de su primo Jung Lu en la estancia principal de la casa, y oyó como su voz, profunda hasta lo excesivo, incluso para un hombre, preguntaba por ella. Por vez primera en su vida no salió a verle en el acto. Como ambos eran manchúes, las antiguas leyes y costumbres chinas, que prohíben que la mujer y el varón convivan después de la edad de siete años, no los habían separado jamás. Ella y Jung Lu habían sido en la niñez compañeros de juegos, y amigos como dos buenos primos después de la infancia. A la sazón él servía en la Guardia Imperial de servicio en las puertas de la Ciudad Prohibida, y sus obligaciones le impedían ir a menudo a casa de Muyanga. Pero no faltaban nunca los días de fiesta ni los cumpleaños. En la celebración china del principio de primavera, dos meses atrás, había hablado a Orquídea de casarse. Aquel día ella no le rechazó ni le aceptó. Desplegó su brillante sonrisa y le dijo:
—En vez de hablarme a mí, debiste hablar a mi tío.
—Somos primos —le recordó él.
—Primos terceros —adujo ella.
De modo que no contestó «sí» ni «no». Ahora, recordando lo sucedido aquel día hubo de confesarse que nunca dejaba de pensar en ello.
Apartó la cortina. Jung Lu, erguido y con los pies muy separados, estaba en el cuarto principal. Era alto y robusto. Cualquier otro día se hubiera quitado el redondo cubrecabezas de piel de zorro encarnado que distinguía a los soldados de la Guardia y acaso también su túnica exterior. Pero entonces permanecía en pie como si fuese un extraño, sosteniendo en la mano un paquete envuelto en seda amarilla. Ella reparó en el paquete y él lo comprendió en seguida. Como siempre, los dos se captaban mutuamente el pensamiento.
Jung Lu comentó:
—Veo que reconoces la llamada imperial.
—Sería necio no reconocerla —respondió ella.
Los primos no hablaban nunca con formulismos ni usaban las cortesías y palabras menudas corrientes en las pláticas entre hombres y mujeres. Se conocían demasiado para hacerlo.
Él, sin separar sus ojos de los de la joven, preguntó:
—¿Está despierto mi tío Muyanga?
Orquídea, sosteniendo la mirada de Jung Lu, observó:
—Ya sabes que nunca se levanta antes de mediodía.
Jung Lu manifestó:
—Pues hoy ha de levantarse. Es tu tutor, ocupa el lugar de tu padre y necesito que me firme el recibo de esta llamada.
La muchacha volvió la cabeza y llamó:
—¡Lu Ma, despierta a mi tío! Jung Lu está aquí y necesita que se le firme un documento.
—Ya voy —dijo la vieja.
Orquídea extendió la mano.
—Déjame ver el paquete.
Jung Lu negó con la cabeza.
—Es para Muyanga.
Ella bajó la mano.
—Pues ya sé lo que ahí se dice. Tengo que presentarme en Palacio, con mi prima Sakota, en el término de nueve días a contar desde hoy.
Los ojos de Jung Lu relampaguearon bajo sus espesas cejas.
—¿Quién te lo ha dicho?
Ella apartó la mirada y ocultó sus alargados ojos bajo sus rectas pestañas negras.
—Los chinos lo averiguan todo. Ayer me paré para ver actuar a una compañía de actores callejeros. Representaban La concubina del emperador. Esa pieza es muy vieja, pero ellos la hacían parecer nueva. El duodécimo día de la sexta luna, dice la obra, las vírgenes manchúes deben presentarse a la emperatriz, madre del Hijo del Cielo. ¿Cuántas hemos de acudir este año?
Jung Lu contestó:
—Sesenta.
Orquídea alzó sus largas pestañas, muy negras sobre sus ojos de ónice.
—¿Y yo soy una de ellas?
—Sí, y sin duda serás al final la primera de todas —aseguró él.
La profunda y quieta voz del joven impresionó con profética fuerza el corazón de su prima.
—Donde yo esté —afirmó— pediré tenerte cerca. Insistiré en ello. ¿Acaso no somos parientes?
Volvieron a mirarse, olvidados de todo, excepto de sí mismos. Él dijo seriamente, como si no hubiera oído las palabras de la joven:
—He venido con el propósito de pedir a tu tutor que nos permita casarnos. Pero no sé lo que decidirá.
—¿Acaso puedes desobedecer las órdenes imperiales? —interrogó ella.
Desvió la mirada y, acentuando su flexible gracia, se acercó a la larga mesa de ébano apoyada en el muro interior de la pared. Entre dos altos candelabros de bronce, bajo una pintura de la montaña sagrada de Wu T’al, florecía en un jarrón un ramillete de orquídeas amarillas.
—Florecieron esta mañana. Tienen el color imperial. Es un presagio —murmuró la joven.
—A ti todo te parece ahora un presagio —alegó él.
Orquídea se volvió, lucientes y enojados sus negros ojos.
—¿No es mi deber servir al emperador si soy elegida?
Se apartó de su primo y su voz recuperó su gentileza habitual al agregar:
—Si no me eligen, te prometo ser tu mujer.
Entró Lu Ma y sus ojos escrutaron atentamente los ojos de los dos jóvenes.
—Ya está despierto tu tío, amita. Dice que quiere comer en la cama y que tu primo puede pasar a la alcoba.
La mujer se alejó y la oyeron moverse en la cocina. La casa principiaba a animarse. Los dos muchachos peleaban en el patio exterior, junto a la verja de la calle. Desde el dormitorio llegó la llamada quejumbrosa de la hermana de Orquídea:
—¡Orquídea, hermanita mayor, ven! No me encuentro bien. Me duele la cabeza.
—¡Orquídea! —repitió Jung Lu—. Ese nombre resulta muy infantil para ti ahora.
Ella dio con el pie un golpe en el suelo.
—¡Pues sigue siendo el mío! ¿Qué esperas ahí plantado? Cumple con tu deber y yo cumpliré con el que me corresponde.
Salió impetuosamente y él la contempló mientras entraba en la alcoba. La cortina se cerró tras ella.
Aquellos breves segundos de ira bastaron para que Orquídea fijase su voluntad. Iría a la imperial ciudad del Hijo del Cielo y allí pondría toda su voluntad en ser escogida. De este modo resolvió en un instante los largos argumentos que hasta entonces llenaran su vida. ¿Valía más ser la esposa de Jung Lu y madre de sus hijos —muchos, sin duda, porque los dos eran apasionados— o concubina del emperador? Pero su primo la amaba sólo a ella mientras ella le amaba a él y a… algo más. ¿En qué consistía ese «algo más»? Lo sabría el día que acudiese a la llamada del emperador.
El día 21 del sexto mes lunar la muchacha despertó en el Palacio de Invierno de la Ciudad Imperial. Su primer pensamiento fue el mismo que la ocupara al quedar dormida la noche antes:
«¡Estoy entre las murallas de la ciudad del emperador!».
Había pasado la noche y llegaba el día, el grande y decisivo día que la joven venía esperando en secreto desde que, siendo una niña de cortos años, vio a la hermana de Sakota salir de casa para ir a convertirse en concubina imperial. Aquella joven había muerto antes de llegar a emperatriz y ningún miembro de la familia había vuelto a verla. Pero Orquídea viviría…
Su madre la había aconsejado el día anterior:
—Procura proceder con prudencia. Entre las vírgenes sólo eres una más. Sakota es pequeña y de una belleza muy delicada. Como hermana más joven de la consorte muerta, lo más probable es que ella resulte la favorecida, en perjuicio tuyo. Pero en cualquier posición que consigas siempre podrás elevarte y prosperar.
Así que la madre de Orquídea, en vez de con vanos adioses, la despidió con esas serias y útiles palabras, que la joven recordaba bien. Después, mientras las demás lloraban durante la noche, ella se había guardado muy bien de imitarlas, temerosa de que, por obrar así, pudiera ser elegida, como su madre le había dicho con toda claridad. En ese caso podía dejar para siempre de ver a su madre y hermanos. En todo caso tenía diecisiete años y hasta los veintiuno le estaban prohibidas las visitas. ¿Tan solitaria iba a vivir hasta entonces? Pensaba en Jung Lu y reflexionaba en que había de sentir mucho su soledad. Pero también pensaba en el emperador.
La última noche pasada en su casa tuvo tal excitación que no pudo dormir. Sakota tampoco lograba conciliar el sueño.
Hacia la madrugada Orquídea percibió blandas pisadas que se aproximaban, y las reconoció.
—¡Sakota! —exclamó.
Sintió en el rostro el contacto de la suave mano de su prima y oyó su voz suplicándole:
—¡Orquídea, deja que me acueste contigo! Estoy muy asustada.
Orquídea empujó a su hermana, que en su profundo sueño no lo notó, e hizo sitio en el lecho a su prima. Sakota se deslizó en él. Temblaba todo su cuerpo y tenía helados los pies y las manos.
Se arropó con los cobertores y buscó calor estrechándose contra el cuerpo de la otra muchacha.
—¿No tienes miedo? —cuchicheó.
—No. ¿Por qué he de tenerlo? —respondió Orquídea—. ¿Y cómo lo tienes tú, que sabes que tu hermana mayor residió en Palacio? ¿Qué daño puede ocurrimos en casa del emperador? ¿No fue tu hermana elegida suya?
Sakota murmuró:
—Pero murió en Palacio. No era feliz allí. Sentía añoranza de nuestra casa. Puedo morir, como ella.
—Yo estaré allí contigo —respondió Orquídea.
Y rodeó con sus brazos el fino cuerpo de su prima. Sakota era delgada y frágil en exceso. Nunca tenía apetito y no se hallaba fuerte.
—¿Y si nos eligen por separado y nos clasifican de distinto modo? —preguntó Sakota.
Y así sucedió. Las separaron. El día anterior —recordaba Orquídea a la sazón— después de llegar a Palacio, la emperatriz viuda, madre del Hijo del Cielo, eligió veintiocho muchachas entre sesenta. Sakota, en su calidad de hermana de la princesa difunta, fue situada en la primera clase, o F’el, y Orquídea en la tercera, o Kuei Yen.
La perspicaz emperatriz madre había comentado, mirando a la joven:
—Tiene mucho temperamento. Si no, la enviaría a la segunda clase, con las P’in, ya que no es apta para ir a la primera clase, puesto que a ésa ha sido destinada su prima, la hermana de mi nuera, ha tiempo que pasó a las Fuentes Amarillas. Vaya esa joven a la tercera clase, y así quizá logremos que mi hijo, el emperador, no repare en ella.
Orquídea escuchó tales palabras con modestia y obediencia aparentes. Y ahora, virgen de tercera clase, recordaba las palabras de despedida de su madre, mujer fuerte si las había.
Sonó una voz en el dormitorio: la de la encargada principal, cuya misión era preparar a las vírgenes.
—Jóvenes, es hora de levantaros. Disponeos a embelleceros. Hoy es vuestro día de buena suerte.
Las demás se levantaron en el acto, pero Orquídea no lo hizo así. Pensaba proceder siempre al contrario que sus compañeras. Quería vivir apartada de ellas estar siempre separada y sola. Permaneció inmóvil bajo la colcha de seda, mientras el grupo de muchachas tiritaban entre las manos de las sirvientas que tenían la misión de atenderlas. En el aire frío del recién iniciado verano del Norte escapábanse chorros de vapor, formando una bruma, del agua caliente de las bajas bañeras.
La jefa ordenó:
—¡Todas al baño!
Era rolliza y severa. Acomodada en un ancho asiento de bambú hacía ademanes imperiosos que indicaban su costumbre de verse obedecida.
Las jóvenes, ya desnudas, entraron en las bañeras. Las sirvientas comenzaron a lavarlas y frotarlas, empleando jabones perfumados y pañitos de fina tela. La encargada miraba a todas, una por una. De pronto habló:
—Veintiocho muchachas se eligieron entre sesenta y yo no cuento más que veintisiete.
Examinó el papel que tenía en la mano y principió a leer los nombres de las escogidas. Cada una de las vírgenes respondía sin moverse de donde estaba. Faltaba una.
—¡Yehonala! —llamó de nuevo la jefa.
Aquél era el nombre de clan de Orquídea. El día anterior, antes de salir de su casa, Muyanga, su tío y tutor, la había llamado a su biblioteca para darle un consejo paternal.
Ella permaneció de pie ante él. Muyanga, cuya corpulencia cubría un vestido de raso de color azul celeste, estaba tan gordo que sus carnes rebosaban del asiento de su butaca.
Sin levantarse, dio a la joven el ofrecido consejo. Ella sentía simpatía por su tío a causa de que era negligentemente amable, pero no le amaba, porque él no amaba a persona alguna. Era asaz perezoso, hasta en lo moral, para experimentar amor u odio.
Explicó con voz untuosa:
—Ahora que vas a entrar en la Ciudad del Emperador has de prescindir de tu lindo nombrecito, Orquídea. A partir de hoy te llamarán, Yehonala.
—¡Yehonala!
La vieja había vuelto a gritar y la muchacha seguía fingiendo dormir.
—¿Se ha escapado Yehonala? —preguntó la encargada.
Una mujer de servicio repuso:
—Está acostada, señora.
La jefa se mostró sorprendida.
—¿Acostada? ¿Y es posible que duerma aún?
La sirvienta se acercó al lecho y miró antes de contestar:
—Sí, está dormida.
—La vieja se escandalizó.
—¿Es posible que esa muchacha tenga un corazón tan duro? ¡Despiértala! Retírale los cobertores y pellízcale los brazos.
La doméstica obedeció. Yehonala fingió despertar y abrió los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz soñolienta. Se sentó en el lecho y se llevó las manos a las mejillas.
—¡Oh! —balbució con acento consternado y dulce como el de una desolada paloma—. ¿Cómo he podido olvidarme de…?
La exigente jefa se indignó.
—¡En efecto! —repuso—. ¿Cómo has podido olvidarte? ¿No conoces el mandato del emperador? Dentro de dos horas tenéis que estar todas preparadas. Cada virgen ha de ofrecer el mejor aspecto posible. ¡Os repito que tenéis dos horas! En ese tiempo habéis de estar bañadas, perfumadas, vestidas y bien peinadas. Sin contar con que debéis terminar el desayuno en el intervalo.
Yehonala bostezó y se tapó la boca con la mano.
—¡Qué bien he dormido! El colchón es mucho más blando que el de la cama de mi casa.
La vieja rezongó:
—Es difícil imaginar que un colchón del Palacio del Hijo del Cielo fuese a tener la dureza del de tu lecho.
Yehonala insistió:
—De todos modos, es mucho más blando de lo que yo suponía.
Saltó de la cama y puso en el suelo de baldosín sus pies desnudos y fuertes. Como todas las vírgenes eran manchúes y no chinas, no llevaban ligaduras en los pies.
—¡Vamos, vamos! —ordenó la jefa—. Apresúrate, Yehonala. Las demás están ya casi vestidas.
—Voy, venerable —dijo la joven.
Pero no se dio prisa alguna. Dejó que una de las mujeres la desvistiera, sin hacer el menor movimiento para ayudarla. Cuando estuvo desnuda entró en la bañera de agua caliente y ni siquiera levantó una mano para lavarse el cuerpo.
La mujer que la asistía dijo en voz baja:
—¿No vas a ayudarme a dejarte preparada?
Yehonala abrió sus grandes ojos, brillantes y negros.
—¿En qué puedo ayudar? —interrogó como si, en efecto, no lo supiera.
Nadie debía adivinar que en su casa no tenían más criada que Lu Ma en la cocina. Siempre se había bañado sin ayuda y bañado también a su hermanita y hermanos. Lavaba las ropas de todos, incluso las de ellos, y, cuando eran muy pequeños, los llevaba a la escuela sujetos con anchas bandas de tela. Además ayudaba a su madre en las faenas de la casa y a menudo hacía recados, como ir al almacén de aceites o al mercado de verduras. Su único placer consistía en pararse en las calles y ver actuar alguna compañía de actores callejeros chinos. Pero su tío Muyanga, amable siempre, permitía que Orquídea recibiese lecciones del profesor de la familia en compañía de sus propios hijos, aunque la suma que daba a su madre sólo bastaba para comer y vestir y permitía muy pocos lujos.
En cambio, en Palacio había lujo en profusión. La joven miró alrededor, contemplando la vasta estancia. La claridad tempranera del sol iluminaba las paredes y las opacas ventanas con celosías. Los colores azul y rojo de las pintadas vigas del techo parecían adquirir nueva vida y lo mismo pasaba con las largas túnicas manchúes, de color encarnado y verde, de las vírgenes. Cortinas de raso escarlata protegían las puertas, y los cojines de las sillas de madera esculpida estaban cubiertos de lana escarlata. En los tabiques había pinturas que reproducían paisajes o sabios proverbios, y la negra tinta de las figuras resaltaba sobre la seda blanca. Olía dulcemente el aire a perfume de jabones y óleos aromáticos. Súbitamente la joven descubrió que le gustaba vivamente el lujo.
La sirvienta no había respondido a la pregunta de Yehonala. No había tiempo. La encargada pedía premura a todas y a la sazón decía:
—Mejor será que coman primero. El tiempo que quede libre puede dedicarse a arreglarles la cabellera. Para peinarlas hará falta como mínimo una hora.
Varias mozas de cocina llegaron con diversas vituallas, pero casi ninguna virgen probaba bocado. Sus corazones latían en sus pechos con loca rapidez. Algunas habían vuelto a llorar.
La encargada pareció encolerizarse. Su ancha faz se dilató. Increpó con voz de trueno:
—¿Cómo os atrevéis a llorar? ¿Puede haber mejor fortuna que la de ser elegida por el Hijo del Cielo?
Pero las que lloraban continuaron llorando.
—Prefiero vivir en mi casa —sollozó una.
—No deseo ser elegida —suspiró otra.
—Esto es una vergüenza —clamó la vieja, tratando de imponerse a las muchachas.
En medio de tal desazón y disgusto Yehonala era de las más serenas. Lo aceptaba todo con precisión y gracia, y cuando le sirvieron las viandas se sentó a la mesa y comió con apetito. Incluso la encargada quedó sorprendida, no sabiendo si mostrarse contenta o escandalizada.
—Os aseguro que no he visto nunca un corazón tan duro —declaró con voz fuerte.
Yehonala sonrió, sin soltar los palillos que tenía en la mano derecha.
—Esta comida es muy buena y me gusta mucho —dijo con la dulzura de una chiquilla—. Es mejor que cuanto he comido en mi casa en toda mi vida.
La jefa decidió sentirse complacida.
—Eres una mujer sensata —anunció.
Pero un momento después volvió la cabeza y cuchicheó al oído de una de las sirvientas:
—Mira los ojos de esa joven. ¡Qué grandes son! Es una mujer de corazón muy fiero.
La interpelada hizo una mueca.
—Tiene un corazón de fiera —concordó—. Un verdadero corazón de tigre…
A mediodía llegaron los eunucos para buscar a las muchachas. Los capitaneaba su jefe, An Teh-hai. Aquel individuo tenía la figura apuesta y juvenil aún. Le envolvía una larga túnica de raso azul celeste, ceñida a la cintura por un cordón de seda roja. Su faz era tersa, de facciones grandes, nariz aguileña y orgullosos ojos negros.
Dio unas cuantas órdenes, con tono negligente en apariencia, para que las vírgenes desfilasen ante él y, como un emperador en pequeño, se sentó en una ancha silla de ébano esculpido y contempló sucesivamente a cada una de las que pasaban. Lo hacía detenidamente, a la vez que fingía indiferencia. A su lado había una mesa de negra caoba sobre la que colocó su libro registro, su pincel de escritura y su recipiente de tinta.
Entornando sus almendrados párpados, Yehonala le contempló. Permanecía fuera del grupo de las otras jóvenes, y se había escondido tras una cortina de raso escarlata, en el umbral de una puerta.
El jefe de eunucos señalaba con su pincel mojado en tinta el nombre de cada virgen según iban pasando.
—Aquí falta una —anunció.
—Aquí estoy —dijo Yehonala con una voz tan dulce y baja que apenas resultaba perceptible.
Se adelantó tímidamente, inclinando la cabeza y apartando la cara.
La entrometida jefa informó, con su voz fuerte:
—Esa joven va retrasada en todo. Seguía dormida cuando todas las demás estaban en pie. No ayudó a que la lavaran y vistieran y ha comido tanto como una campesina. ¡Ha vaciado tres escudillas de mijo! Y ahora se queda ahí, inmovilizada como una estúpida. No sé si es tonta o qué.
El jefe de los eunucos leyó en voz alta y cortante:
—Yehonala, hija mayor del difunto armígero Chao. Tutor, el armígero Muyanga. Se la registró en el Palacio del Norte hace dos años, a los quince de edad. Ahora cuenta diecisiete.
Alzó la cabeza y contempló a Yehonala, que se había parado ante él con la cabeza púdicamente inclinada y los ojos fijos en el suelo.
—¿Eres la mencionada? —preguntó.
—Lo soy —aprobó Yehonala.
—Pasa —mandó el jefe de los eunucos, siguiéndola con los ojos.
Luego se levantó y mandó a los eunucos subalternos:
—Llevad a las vírgenes al salón de espera. Cuando el Hijo del Cielo resuelva recibirlas, yo las anunciaré, una por una, ante el Trono del Dragón.
Cuatro horas esperaron las muchachas. Las sirvientas seguían a su lado, reprendiéndolas si veían una arruga en sus prendas de raso o si se les aflojaba el peinado. De vez en cuando una de las mujeres daba un toque de polvos en el rostro de alguna virgen o volvía a pintarles los labios. Dos veces les sirvieron té caliente.
A mediodía conmovió a todas un gran movimiento y fragor en los distantes patios. Sonaban trompas, redoblaban tambores y atronaba los oídos un batintín. Había gran estrépito de pisadas que cada vez se acercaban más. An Teh-hai, el eunuco mayor, tornó a entrar en el salón de espera. Le acompañaban otros eunucos, entre ellos uno joven, alto y muy delgado. Aunque tenía un semblante repulsivo, había algo tan sombrío y aquilino en su talante, que Yehonala fijó los ojos en él involuntariamente. El eunuco reparó en la mirada y la devolvió casi con insolencia. Ella volvió la cabeza. El jefe de eunucos lo había visto todo. Volviose a su subordinado y gritó con dureza:
—Li Lien-ying, ¿qué haces aquí? Te mandé que te quedaras con las vírgenes de cuarta clase en el Ch’ang Ts’al.
Sin replicar una palabra el eunuco alto salió del salón.
—Jóvenes —dijo el eunuco jefe—, esperad aquí hasta que se llame a vuestra clase. Primero la emperatriz madre presentará al emperador el F’el y luego el P’in. Sólo cuando estas clases sean examinadas y el emperador escoja, se os llamará a las de terrera clase, que sólo sois Kuei Yen, para que os acerquéis al Trono. No miréis el imperial semblante. Él os mirará a vosotras.
No hubo respuesta. Las vírgenes permanecían silenciosas, inclinadas las cabezas, mientras el eunuco hablaba. Yehonala se había colocado la última, como si fuese la más modesta de todas. Su corazón latía fuertemente. Dentro de muy pocas horas —acaso una o menos, según la voluntad del emperador— podía llegar el supremo momento de su vida. El Hijo del Cielo la miraría, calcularía sus méritos, juzgaría de sus contornos y color… En ese fugaz instante ella tenía que hacerle sentir su poderoso encanto.
Pensó en su prima Sakota, que quizás estuviese ante los ojos del emperador. Sakota era dulcemente sencilla, infantil y gentil. Como hermana de la difunta princesa, a quien el emperador amara cuando era príncipe, podía darse por casi seguro que figuraría entre las escogidas.
Eso convenía a Yehonala. Habían vivido juntas desde que ella tenía tres años, es decir, desde que, al morir el padre de Orquídea, la madre de la joven regresó a su antigua casa. Sakota había cedido siempre ante su prima y confiado en ella. Quizá le fuese útil de algún modo. Incluso podía decir al emperador: «Mi prima Yehonala es inteligente y bella». Orquídea había tenido tal petición en la punta de la lengua. Aquella última noche en que durmieron juntas estuvo a punto de rogar a su prima que hablara en su favor, pero se lo impidió su orgullo. Sakota, aunque aniñada y dulce, tenía esa pura dignidad de la infancia que, a veces, prohíbe toda iniciativa.
Un murmullo se elevó en el grupo de las que esperaban. Alguien había oído rumores procedentes de la sala de audiencias. Se había despedido a las F’el. La elegida para ser la primera concubina imperial era Sakota. Las P’in eran escasas en número. Dentro de una hora…
Antes de que la hora transcurriese, reapareció el jefe de eunucos.
—Ya ha llegado el momento —anunció— de que entren las Kuei Yen. Arreglaos, jóvenes. El emperador se siente fatigado.
Las vírgenes formaron fila y su fatigosa encargada dio los últimos toques a sus cabellos, labios y cejas. Cesaron las risas e hízose un general silencio. Una muchacha se inclinó, medio, desvanecida, sobre una sirvienta, la cual le pellizcó los brazos y los lóbulos de las orejas para reanimarla.
En el interior de la sala de audiencias el eunuco mayor empezaba a pronunciar nombres y edades y cada joven debía entrar al ser nombrada. Una a una pasaban ante el emperador y la emperatriz madre. Pero Yehonala quedó la última, y se apartó de su puesto, como por distracción, para acariciar un diminuto perrillo de Palacio que había atravesado, corriendo, el umbral de una puerta abierta. Era un perro del tipo de aquellos diminutos animales que las damas de la Corte criaban con raciones tan parvas que lograban convertirlos en gozques enanos, a los que podían esconder dentro de sus anchas mangas bordadas. En la puerta esperaba el jefe de eunucos, quien a la sazón pronunciaba un nombre:
—¡Yehonala!
Las ayudantes se habían ya alejado y la muchacha permanecía sola, jugando con el perro. En su empeño de disimular, casi había llegado a olvidar dónde estaba y para qué. Había vuelto hacia atrás las largas orejas del perrillo y reía viendo la arrugada faz del animal, no mayor que su pequeña mano. Había oído hablar de aquellos perros, que parecían microscópicos leones, pero a la gente común le estaba prohibido tenerlos y, por lo tanto, no había visto ninguno hasta entonces.
—¡Yehonala!
La voz tonante de An Teh-hai retumbó en los oídos de la joven, que se levantó inmediatamente. Él se precipitó hacia ella y la cogió del brazo.
—¿Te has olvidado? ¿Estás loca? El emperador espera. ¡Te repito que espera y que mereces la muerte por tu retardo!
La muchacha se desprendió del eunuco. Éste se dirigió presurosamente a la puerta y anunció:
—Yehonala, hija del difunto armígero Chao y sobrina de Muyanga, de la calleja del Peltre. Edad, diecisiete años, tres meses y dos días.
La muchacha entró sin afectación ni ruido y avanzó lentamente a lo largo del inmenso salón. Su larga túnica manchuriana, de raso de vivo color de rosa, rozaba la punta de sus bordados zapatos manchúes, de altos tacones centrales y suelas blancas. Manteniendo sus estrechas y bellas manos entrelazadas a la altura del talle, cruzó ante el trono sin volver la cabeza.
El emperador dijo:
—Que pase de nuevo.
La emperatriz viuda contemplaba a Yehonala con regañona admiración.
—Te prevengo, hijo —observó—, que esa joven tiene un carácter muy fuerte. Demasiado fuerte para mujer. Se le nota en la cara.
—Pero es bella —adujo el emperador.
Tampoco esta vez Yehonala volvió la cabeza. Las voces llegaban a sus oídos como sones emitidos por seres incorpóreos.
El emperador comentaba:
—¿Qué más da que tenga el carácter fuerte? No tendrá muchas ocasiones de desarrollarlo conmigo.
El soberano hablaba con voz juvenil, presuntuosa, débil. Otra voz —la de su madre al responderle— sonaba muy llena y lenta y en su tono vibraba la sabiduría de la edad.
—Más vale no elegir una mujer fuerte además de hermosa —razonaba—. Acuérdate de esa otra P’ou Yu, a quien has visto entre la clase de las P’in. Tiene el rostro inteligente, el aspecto muy bueno, pero…
—Una piel muy áspera —dijo obstinadamente el emperador—. Sin duda padeció viruela en su niñez. Observé las señales a pesar de los polvos que le cubrían la cara.
Yehonala estaba en aquel momento precisamente enfrente del soberano.
—Párate —ordenó.
Ella se detuvo, mostrando el rostro y cuerpo de perfil. Mantenía erguida la cabeza y los ojos parecían mirar a lo lejos, como si tuviera el corazón en otro sitio.
El emperador ordenó:
—Preséntame la cara.
Lentamente, como con indiferencia, ella obedeció. Los cánones de la decencia, de la modestia, del pudor, de todo cuanto le habían enseñado, disponían que una virgen no fijara nunca los ojos más arriba del pecho de un hombre. Pero, tratándose del emperador, no debía mirarle más arriba de las rodillas. No obstante, Yehonala dirigió su mirada a la cara del emperador hasta divisar sus ojos, muy a flor de piel bajo sus escasas pestañas. A través de sus pupilas Yehonala procuró emanar hacia el Hijo del Cielo todo el poder de su voluntad. Él permaneció inmóvil durante un prolongado instante. Después habló:
—Escojo a esta virgen.
La madre de la joven la había dicho: «Si fueres elegida por el Hijo del Cielo, sirve ante todo a su madre, la emperatriz viuda. Aprende lo que le agrade, busca su comodidad, procura no dejar escapar su afecto. No le quedan muchos años de vida y, por lo tanto, no dispones de mucho tiempo».
Yehonala recordaba aquellas palabras. La primera noche, después de ser elegida, durmió ya sola, en una alcobita que formaba parte del grupo de tres habitaciones que le dieron para su uso. El jefe de eunucos nombró a una mujer de edad para servirla. Allí debía vivir la joven, excepto cuando el emperador la llamase. Esto podía ocurrir a menudo o nunca. A veces una concubina vivía dentro del recinto de la ciudad imperial y allí moría virgen, olvidada por el emperador, a menos de que tuviera medios para sobornar a los eunucos y lograr que mencionasen su nombre ante el Hijo del Cielo. Más Yehonala confiaba en no ser olvidada. Cuando él se cansase de Sakota, con quien, en efecto, le unía un deber, no dejaría de pensar en ella. Sin embargo, ¿la recordaría? Estaba acostumbrado a la belleza y, si bien los ojos de los dos se habían encontrado, ¿qué seguridad tenía ella de que el emperador volviera a acordarse? Tendida en su lecho de ladrillo, que no resultaba duro merced a sus tres colchones superpuestos, reflexionó. Día tras día debía planear su vida y no perder ni uno para no acabar llevando la vida solitaria de una virgen olvidada. Había de obrar con tacto e inteligencia, y la madre del emperador podía constituir el medio para alcanzar sus fines. Debía intentar ser útil a la emperatriz viuda, mostrándole afecto y no dejando de rodearla de menudas y constantes atenciones. Aparte de esto, debía pedir que pusiesen a su alcance maestros que la instruyeran. Sabía leer y escribir merced a las bondades de su tío pero su sed de verdadera cultura distaba mucho de estar satisfecha. Se proponía solicitar que le enseñaran poesía, historia, música y pintura, que son las artes que satisfacen a la vista y al oído. Por primera vez desde que tenía uso de memoria disponía de tiempo propio y de un ocio, benéfico en este sentido, que le permitiría cultivar su mente. Igualmente debía cuidar su cuerpo, comer las mejores viandas, frotar y suavizarse las manos con grasa de carnero, perfumarse con naranjas secas y almizcle y advertir a su sirvienta que la peinase dos veces al día después del baño. Así, conservándose corporalmente atractiva, podría complacer al emperador. Y debía formar su mente para complacerse a sí misma, lo cual exigía saber escribir los caracteres como lo hacen los intelectuales y pintar paisajes como los artistas. Necesitaba leer muchos libros.
El raso de la colcha del lecho rozó la áspera piel de sus manos, haciéndola pensar: «No tendré que volver a lavar ropa ni moler harina ni andar con agua caliente. ¿No es esto la felicidad?».
Llevaba dos noches sin dormir. Una, la última pasada en su casa, cuando ella y Sakota habían permanecido despiertas, hablando y soñando, y ella consolando a su gentil prima. En cuanto a la noche pasada en espera con las demás vírgenes, ¿quién podía dormir? Pero todo temor se había disipado. El emperador la había elegido y la joven ya tenía su reducido hogar en aquellos tres pequeños y lujosos cuartos. Había pinturas en las paredes, almohadones de seda encarnada cubrían los asientos, las mesas eran de caoba y dibujos de brillantes colores embellecían las pintadas vigas del techo lisos baldosines pavimentaban el suelo y las ventanas con celosías abríanse a un patio con un estanque circular en el que los peces de colores brillaban bajo el sol. Al otro lado de la puerta dormía su sirvienta en un lecho de bambú. No, no sentía temor alguno.
¿Era esto cierto? Pareciole que en la oscuridad se perfilaba la sombría y malévola faz del joven eunuco Li Lien-ying. ¡Ah, los eunucos! Su prudente madre la había advertido contra ellos. Las palabras maternas habían sido:
«No son ni hombres ni mujeres. Han de perder su virilidad antes de que les permitan entrar en la Ciudad Prohibida. La ablación física y el desposeimiento de su masculinidad desarrolla en ellos instintos malignos. Se tornan amargados, maliciosos, crueles y viles. Procura evitar el trato con los eunucos, desde el más alto al más bajo. Dales dinero cuando sea necesario. Nunca demuestres que les tienes temor».
La muchacha dijo mentalmente a la sombría visión del rostro de Li Lien-ying: «No te temeré».
Y de repente, sintiendo temor a su pesar, pensó en Jung Lu. No le había visto desde que entró en el palacio. En esa ocasión la joven, atrevida como siempre, corrió una o dos pulgadas la cortinilla de su palanquín cuando se aproximaba a las grandes puertas bermejas. Ante ellas los guardias del emperador, con sus túnicas amarillas y sus anchas espadas, permanecían muy erguidos. Jung Lu parecía el más alto de todos. Miraba las pululantes muchedumbres callejeras y no daba el menor signo de que para él hubiera diferencia entre los palanquines que se acercaban.
Sintiéndose herida hasta cierto punto, la joven procuró alejar dé sus pensamientos a su primo. No, no debía pensar en él para nada. Por otra parte, ninguno de los dos sabía cuando podrían volver a verse. Dentro de los muros de la Ciudad Prohibida un hombre y una mujer podían pasar años enteros sin verse.
¿Por qué, pues, le evocó de repente al pensar en la morena faz del eunuco? Suspiró y vertió algunas lágrimas, sorprendida de hacerlo y sin querer inquirir la causa de su llanto. Después, como era joven y estaba muy cansada, se durmió.
La vasta y antigua biblioteca del palacio disfrutaba de frescor incluso en pleno verano. A mediodía se cerraban las puertas para impedir que pasara el calor del exterior, y el relumbrante sol sólo llegaba muy vagamente a través de las celosías. Ningún sonido turbaba la quietud reinante, excepto el apagado murmullo de la voz de Yehonala mientras leía en voz alta ante su profesor, que era un eunuco de edad.
Estaba leyendo El libro de las metamorfosis y, absorta en las cadencias de su poesía, no notó que su profesor llevaba mucho tiempo silencioso. Levantando la mirada al volver una página, la joven advirtió que el anciano intelectual dormía con la cabeza caída sobre el pecho y el abanico a punto de desprenderse de los aflojados dedos de su mano derecha. Las comisuras de sus labios se contraían en una semisonrisa. Yehonala comenzó a leer para sí. A sus pies dormía un perrillo de su propiedad, que le había dado el mayordomo de Palacio cuando ella mandó a su sirvienta que fuese a pedir un animalillo cuya compañía mitigara su soledad.
Dos meses llevaba la sobrina de Muyanga en el palacio y no había recibido llamada alguna del emperador. No había visto a su familia, ni siquiera a Sakota, ni menos aún a Jung Lu. Como no cruzaba las puertas exteriores, no podía coincidir con él cuando estaba de servicio. En semejante soledad Yehonala se hubiera sentido desgraciada a no ser por sus anhelosos sueños de los días futuros. Pensaba que alguna vez, con suerte, podía convertirse en emperatriz. Y, en siéndolo, le cabía hacer lo que se le antojara. Si lo deseaba podía llamar a su presencia a su pariente con un pretexto cualquiera, como el de que le llevase una carta a su madre.
Le diría:
«Entrégale esta carta en mano y tráeme su respuesta».
Ningún extraño podría saber si la carta iba dirigida a su madre o no. Pero sus sueños se fundaban en el emperador y, entretanto, no podía hacer más que prepararse.
A diario pasaba en la biblioteca cinco horas estudiando, con su profesor, un eunuco que había llegado a los grados supremos del saber. En los años en que aún era un hombre normal se le conocía como famoso escritor de elevados ensayos y poemas en el estilo T’ang. Luego, su fama hizo que se le pidiera que se convirtiese en eunuco para trocarse en profesor del joven príncipe, luego emperador, y después enseñase a las damas que este último tuviera por concubinas. Entre ellas había unas capacitadas para aprender y otras no. Más ninguna, según el viejo profesor declaraba, llegaría a ser tan culta como Yehonala. Se jactaba entre los eunucos del saber que le iba comunicando y daba buenos informes de ella a la emperatriz madre. Así, un día en que Yehonala estaba con ella, la soberana viuda la elogió por su aplicación.
—Haces bien en cultivarte y leer —dijo—. Mi hijo, el emperador, se fatiga fácilmente, y conviene que cuando se sienta débil o turbado de ánimo haya quien, como tú, pueda divertirle recitándole poesías y pintando para él.
Yehonala inclinó la cabeza en señal de obediencia.
Mientras permanecía abstraída leyendo una página, sintió que le tocaban en el hombro. Volviendo la cabeza distinguió el extremo de un abanico plegado y una mano fina, pero grande y poderosa, que la joven conocía perfectamente ya. Era la del joven eunuco Li Lien-ying. Hacía varias semanas que le constaba que aquel eunuco se había propuesto pasar a su servicio. Por ahora no entraba en sus deberes el de atenderla, ya que era uno más entre tanto eunucos, pero sabía serle útil en muchos aspectos menudos. Cuando ella sentía deseo de algún dulce o fruta, él era quien se los buscaba y traía y, también a través de él, conocía Yehonala las habladurías y noticias que circulaban por los muchos salones y pasadizos y por los centenares de patios de la Ciudad Prohibida. Y esto le era necesario, porque no le bastaba leer libros, sino que también le convenía conocer todos los pormenores de las intrigas, amoríos y hechos anómalos que sucedían en aquel recinto. Informarse minuciosamente de todo aquello equivalía a adquirir poder.
Alzó la cabeza, llevándose un dedo a los labios, e hizo un movimiento interrogativo. Él, con un signo del abanico, indicó que la joven debía seguirle al exterior de la biblioteca. Después, avanzando sin ruido merced a su calzado de suelas de tela, la precedió.
Ella le siguió basta donde no era verosímil que sus palabras interrumpiesen el sueño del anciano profesor. El perrillo, despertando, siguió a su ama por el pavimento de baldosas sin lanzar un solo ladrido.
—Tengo noticias que darte, señora —dijo Li Lien-ying.
Al lado de la frágil Yehonala parecía una torre, con sus hombros inmensos, su cabeza grande y cuadrada, sus facciones toscas y de ruda conformación, su figura ruda y como tallada a martillazos. Yehonala le hubiera temido si hubiese sido capaz de temer.
Interrogó:
—¿A qué noticias te refieres?
—Tú prima, señora, se halla en estado de poder dar a luz.
¡Sakota en aquella forma! Las dos primas no se habían visto desde que penetraron en Palacio. Y Sakota era consorte del monarca en calidad de sucesora de su hermana muerta, mientras Yehonala no pasaba de concubina. Sakota había sido llamada ya al lecho imperial y cumplido con su deber. Si daba a luz un hijo, éste sería heredero del Trono del Dragón y la joven alcanzaría la categoría de emperatriz, en tanto que Yehonala quedaría en la categoría de concubina. ¿Y por tan poca cosa había renunciado al amor de su primo y a toda su vida de siempre? Tuvo la impresión de que el corazón se le henchía hasta casi salírsele del pecho.
Preguntó:
—¿Hay pruebas de que el emperador haya engendrado un hijo en Sakota?
—Las hay —respondió el eunuco—. He sobornado a la doncella de la consorte, y por esto lo sé.
—Entonces… —empezó ella.
En seguida recobró aquel dominio de sí misma que durante toda su vida la caracterizara. Todo cuanto hiciera, todo cuanto le ocurriese dependía de sí misma y sólo en sí misma podía confiar, mas el destino quizá fuera su salvador. Sakota podía dar a luz una niña, y hasta que no tuviese un hijo varón, heredero del Trono, ninguna mujer del emperador llegaba a emperatriz. Pensó que ella misma estaba en condiciones de ser madre también. Un atisbo de súbita esperanza devolvió la serenidad a su cerebro y la calma a su corazón.
El eunuco prosiguió:
—El emperador ha cumplido su deber con nuestra señora muerta. Ahora está en el derecho de proceder según su capricho.
Yehonala guardó silencio. Aquel capricho podía llevar al soberano a fijarse en ella. Su interlocutor añadió.
—Debes prevenirte. Imagino que dentro de seis o siete días el emperador pensará en alguna otra concubina.
Ella, casi acobardada a pesar de su propósito de no temer a nadie, inquirió:
—¿Cómo es que pareces al tanto de cuanto pasa?
—Los eunucos conocen muchas cosas —dijo él, mirándola a la cara.
Yehonala habló con dignidad:
—A veces te olvidas de quién eres cuando me interpelas.
El eunuco corrigió rápidamente:
—Tienes razón. Siempre la tienes. Te he ofendido y he hecho mal. Yo soy tu servidor y tu esclavo.
La joven vivía tan solitaria, que, a pesar de sus aprensiones, experimentó cierto placer al escuchar aquel cumplido.
—¿Por qué —quiso averiguar— tienes tales deseos de servirme? No dispongo de dinero para recompensarte.
Y era verdad que no poseía ni la más pequeña moneda. Comía diariamente los más delicados platos, ya que cuanto dejaba la emperatriz madre era destinado a las concubinas, y había abundancia de alimentos. Los cofres de su dormitorio estaban repletos de ropas de la mejor clase. Dormía entre cobertores de seda y tenía una sirviente personal. Pero no podía comprar un solo pañuelo ni un paquete de dulces pagándolo de su propia bolsa y no había visto una sola pieza teatral desde que entró en la Ciudad Prohibida, dado que la emperatriz madre seguía llevando luto por el anterior emperador, T’ao Kuang, padre de su hijo. Por lo tanto, no permitía a las concubinas que asistiesen a una sola representación teatral, lo que hacía que Yehonala se sintiera incluso más solitaria por ese detalle que por el alejamiento y pérdida de su familia. Toda su vida por pesadas que le resultasen sus tareas, por duramente que la reprendiese su madre, por tristes que fuesen sus pensamientos, había podido escaparse de casa para ver trabajar a los actores en las calles, en los patios o en los templos. Si casualmente tenía una moneda la guardaba para asistir a aquellas funciones. Y si carecía de fondos en absoluto, sabía deslizarse entre el público y marcharse sin dar nada antes de que los actores pasaran el cesto en el que cada uno depositaba la retribución de lo que había presenciado.
Li Lien-ying dijo:
—¿Crees que busco tus dádivas? Me juzgas mal. Conozco cuál es tu destino. Hay en ti un poder de que carecen las otras. ¿No lo percibí tan pronto como posé los ojos en ti? Ya te lo he dicho. Cuando te eleves hacia el Trono del Dragón, yo me elevaré contigo, sin dejar de ser siempre tu sirviente y esclavo.
Yehonala era lo bastante astuta para comprender que el eunuco quería valerse diestramente de la belleza y la ambición de la joven, aplicándola a sus propios fines, por lo que se proponía tejer entre ella y él los vínculos que crean las obligaciones que a otros debemos. Si ella llegaba al trono, lo que seguramente ocurriría alguna vez, él estaría allí para recordarle su ayuda.
Yehonala preguntó con tono indiferente:
—¿Por qué has de servirme a cambio de nada? Nadie da sin esperar recompensas.
El eunuco dijo, sonriendo:
—Los dos nos comprendemos.
Ella apartó la mirada.
—Entonces sólo nos cabe esperar.
—Esperaremos —asintió Li Lien-ying.
Hizo una inclinación y se alejó.
Ella, muy pensativa, volvió a la biblioteca, con el perrillo trotando detrás. El anciano profesor seguía durmiendo y ella se sentó de nuevo y reanudó la lectura. Todo seguía lo mismo, salvo que su corazón, en aquel breve espacio de tiempo, había dejado de ser el dulce corazón de una virgen, para convertirse en el de una mujer que se lanzaba, resuelta, por la senda de su destino.
¿Cómo podía enterarse del significado de la poesía antigua? Toda su mente giraba sobre un punto: el momento en que fuera llamada por el soberano. ¿Cómo sería hecha la llamada y quién le transmitiría el mensaje? ¿Tendría tiempo para bañar y perfumar su cuerpo, o habría de acudir presurosamente y tal como se encontrara en aquel instante? Las concubinas imperiales discutían de estas cosas a menudo y cuando una era llamada y volvía, todas le preguntaban hasta los últimos detalles de cuanto había pasado entre ella y el emperador. Yehonala no había preguntado nada, pero sí escuchado a todas. Valía más estar bien enterada.
«El emperador no quiere que se le hable mucho», había dicho una vez una concubina, antaño favorita, y que ahora vivía en el Palacio de las Concubinas Olvidadas, en compañía de otras a quien el emperador amó por breve espacio y de algunas que habían sido las concubinas de su difunto padre e iban ya creciendo en años.
La mujer que recordaba Yehonala no contaba aún veinticuatro años y ya había sido elegida, amada y rechazada. Durante el resto de su vida viviría sin ser casada ni viuda, y como no había concebido, ni el consuelo de un hijo le quedaba. Era bonita, pero huera y sin atractivo interior. Toda su charla se refería al único día en que había habitado en el palacio del emperador. Repetía esta corta historia una vez y otra siempre que las nuevas concubinas esperaban ser elegidas.
Pero Yehonala esperaba sin decir nada. Ella sabría enamorar al emperador. Le entretendría, le mimaría, cantaría para él, le narraría cuentos y sabría ligarle a ella con los lazos de la carne y del espíritu.
Cerró El libro de las metamorfosis y lo puso sobre la mesa. Existían otros libros, y precisamente libros prohibidos, como El sueño de la cámara roja, La flor de ciruelo en él vaso de oro, La serpiente blanca… Tenía que leerlos todos y para ello pediría a Li Lien-ying que se los trajera de las librerías de fuera si no los hallaba en palacio.
El profesor despertó repentinamente y casi sin que se reparase en ello, como los ancianos suelen despertar, ya que, a esa edad, la diferencia entre el sueño y la vigilia es muy ligera. Miró a su discípula sin moverse.
—¿Has terminado la lectura que te señalé? —preguntó.
Ella dijo:
—Ya he terminado y ahora quisiera otros libros. Sobre todo obras de fantasía y de cuentos de magia, para distraerme.
El eunuco adoptó un aspecto de severidad y se pasó por la barbilla una mano tan seca y marchita como una hoja muerta de palmera.
—Tales libros envenenan los cerebros, especialmente los de las mujeres —declaró—. En la biblioteca imperial no encontrarás ninguno entre los treinta y seis mil que llenan estos anaqueles. Además, una dama virtuosa no debe mencionarlos.
—Pues no los mencionaré más —contestó ella retozonamente.
Inclinose, recogió el perrillo, se lo guardó en la manga y se encaminó a sus habitaciones.
Lo que ella supo la tarde de aquel día se conoció al siguiente en todas partes. La noticia circulaba entre cuchicheos, volaba de patio a patio y en todas partes suscitaba el interés con la facilidad con que el viento levanta el polvo.
A pesar de su consorte y sus muchas concubinas, el emperador no había tenido jamás un hijo y los grandes clanes manchúes andaban muy alterados; Si no existía heredero directo, habría que elegirlo entre aquellos clanes. Los príncipes pensaban en ellos; y en sus hijos, celosos y anhelosos de saber en quién recaería la elección. Más ahora, puesto que Sakota estaba embarazada, no cabía más que esperar. Si la joven ponía en el mundo una niña, la lucha había de comenzar de nuevo.
La propia Yehonala pertenecía al más poderoso de aquellos clanes. Un clan que ya había dado tres emperatrices a la dinastía. Si ella fuese llamada, si concibiera inmediatamente y si Sakota no tuviese sino una hija, el sendero del destino quedaría inmediatamente despejado. Demasiado despejado porque entonces un paso conduciría al otro. Era mucha felicidad… No obstante, todo era posible.
Yehonala empezó, pues, a prepararse desde aquel día, leyendo los memoriales publicados por el Tronos y cuantos edictos expedía el emperador. Se fijaba en todos sus pormenores. Así iba informándose de cuanto concernía a la marcha y gobernación del reino y estaría dispuesta y en condiciones si algún día los dioses acordaban ayudarla.
Lentamente empezó a comprender la inmensidad de su país y del pueblo que lo habitaba. Hasta entonces su mundo se reducía a la ciudad de Pequín, donde había residido desde su niñez hasta convertirse en doncella. También conocía que la raza gobernante estaba compuesta por los clanes manchurianos, cuyos antecesores invadieron, conquistaron y sometieron a su dominio un grande y potente pueblo: el chino. Hacía doscientos años que la dinastía norteña tenía implantado su centro en la imperial ciudad pequinesa, en el corazón de la cual levantó los muros rojos de su personal recinto. Llamábanlo la Ciudad del Emperador, o Ciudad Prohibida, porque el Hijo del Cielo era su rey y único hombre con derechos a ella y sólo él podía pernoctar allí. Al oscurecer los tambores sonaban en toda calle, plaza y calleja del recinto amurallado, advirtiendo a cuantos se hallaban dentro del recinto que debían partir. Y en su ciudad sólo quedaba el emperador con sus mujeres y sus eunucos.
Mas ahora Yehonala veía bien claro que aquella ciudad interior no era más que el centro de gobierno de un país eterno por sus montañas, ríos, lagos y costas, por el incontable número de sus ciudades y aldeas, por los centenares de millones de diversas gentes que lo poblaban y entre los que había mercaderes, campesinos, intelectuales, tejedores, artesanos, posaderos, herreros; en resumen, hombres y mujeres de todo estilo, oficio y arte.
La brillante imaginación de la muchacha franqueaba las puertas de la Ciudad Imperial y viajaba a través de cuanto describían las páginas de los libros que había leído. Pero los edictos imperiales le enseñaron una cosa más; y fue que en el Sur se incubaba una tremenda rebelión, odioso fruto de una religión extranjera. Aquellos chinos rebeldes se aplicaban a sí mismos la denominación de T’al P’ing y los conducía un fanático cristiano, apellidado Hung, quien imaginaba ser el hermano encarnado de alguien llamado Cristo. Su nacimiento no era extraño, porque en los antiguos libros se encontraban muchas historias de hechos fuera de lo común. Sabíase de la mujer de un labrador que, estando cultivando sus tierras, vio llegar un dios en una nube; y, habiéndola él impregnado de su magia, concibió en ella un hijo que nació en el término de diez meses limares. Una virgen, hija de un pescador, hablaba de un dios que, saliendo de un río junto a cuya orilla ella se ocupaba en tender las redes de su padre, se le acercó y la dejó influida por su magia.
Pero esto era distinto, porque bajo la bandera cristiana de los T’al P’ing los rebeldes, los inquietos, y los descontentos empezaban a organizarse y, si no eran refrenados, podían derribar la dinastía manchú. T’ao Kuang había sido un hombre débil, como lo era ahora su hijo, Hsien Feng, a quien la emperatriz madre trataba y mandaba como si fuera un niño.
En consecuencia, Yehonala debía abrirse camino a través de la viuda del anterior emperador. Así, convirtió en deber cotidiano el de atender a la anciana; procurando llevarle alguna flor escogida o una fruta madura tomada dé los jardines Imperiales.
Era verano e iba a empezar la temporada de los melones. A la emperatriz madre le gustaban mucho esos melones pequeños, de jugosa carne amarilla, que crecen sobre los montones de estiércol donde se siembran las semillas en primavera. Yehonala paseaba todos los días por los melonares, entre las filas de plantas, y buscaba los primeros melones dulces escondidos bajo las hojas. Encima de los más prontos a madurar colocaba un fragmento de papel amarillo en el que escribía el nombre de la emperatriz, a fin de que ningún ávido eunuco o sirvienta de Palacio pudiera arrancarlos. A diario examinaba el estado de maduración de los melones apoyando en ellos el índice y el pulgar.
Había transcurrido una semana desde que Li Lien-ying le diera las noticias concernientes a Sakota cuando, bajo la presión de sus dedos, creyó notar que un melón que tocaba sonaba a vacío, como un parche de tambor. Estaba, pues, maduro. Lo arrancó de la planta y se dirigió a los patios de la emperatriz.
—Nuestra venerable madre duerme —anunció una servidora que tenía celos de Yehonala, porque veía a ésta favorecida por la emperatriz madre.
Yehonala alzó la voz:
—¿La emperatriz madre durmiendo todavía? En ese caso debe de hallarse enferma. Hace mucho que pasó la hora en que suele despertar.
La joven tenía, cuando lo deseaba, una voz clara como la de un zorzal y capaz, además, de ser oída a la distancia de varías habitaciones. Y esta vez logró alcanzar los oídos de la emperatriz madre, que no dormía, en efecto, sino que estaba sentada en su dormitorio bordando un dragón dorado sobre un cinturón negro que deseaba regalar a su hijo. No necesitaba efectuar semejante trabajo, pero, para distraerse, como no sabía leer, le gustaba bordar. Mas ya empezaba a cansarse de su labor de aguja, lo que solía ocurrir. Aprovechó la ocasión de percibir la voz de Yehonala, para levantar el tono de la suya y llamar:
—¡Ven aquí, Yehonala! Quien haya dicho que estoy durmiendo, es una mentirosa.
La mujer de servicio arrugó el entrecejo y Yehonala sonrió, apaciguándola.
—Nadie afirmó que dormíais, Venerable. Pero yo entendí mal.
Tras esta cortés mentira, avanzó a través de las habitaciones, siempre con su melón entre las manos, hasta llegar al cuarto de la emperatriz madre. Hallola vestida únicamente con sus ropas interiores, por el calor. Se acercó a ella y le ofreció la fruta, sosteniéndola con los dedos.
La anciana exclamó:
—¡Y pensar que en el momento en que yo estaba pensando en esta clase de melones dulces y anhelando comer unos llegas tú con él!
Yehonala repuso:
—¿Puedo llamar a un eunuco y pedirle que cuelgue el melón en una pared, para que se enfríe?
La emperatriz madre no lo consintió, arguyendo:
—No, no, porque si esta fruta cae en manos de un eunuco, se la comerá en secreto y cuando yo mande a buscarla me enviará un melón verde diciendo que las ratas han roído el otro, o que cayó al pozo y no se ha podido sacar. Conozco a los eunucos. Lo comeré ahora mismo y lo tendré seguro en el vientre.
Volvió la cabeza y gritó, esperando que la oyera cualquier criada que hubiese a mano.
—¡Traedme un cuchillo grande!
Acudieron corriendo tres o cuatro mujeres con cuchillos. Los dejaron allí y salieron en seguida. Yehonala tomó uno y cortó el melón limpia y delicadamente. La emperatriz madre asió un trozo y principió a comerlo con la avidez de una niña. El dulce zumo de la fruta le resbalaba barbilla abajo.
—Una toalla —pidió Yehonala a una de las domésticas.
Cuando tuvo la toalla en la mano, la anudó al cuello de la emperatriz para impedir que se manchara sus prendas interiores, de seda.
Después de comer todo lo que pudo, la emperatriz madre ordenó:
—Guarda la mitad. Cuando mi hijo venga esta noche a verme antes de dormir, como hace siempre, le daré el medio melón que sobra. Pero has de dejarlo aquí porque, si no, corremos peligro de que nos lo arrebate algún eunuco.
—Con permiso… —dijo Yehonala.
No permitió que ninguna criada tocase la fruta. Pidió un plato y puso el melón en él. Mandó después que le trajesen una escudilla grande de porcelana y la puso encima del melón. Luego acomodó el plato en un recipiente de agua fría. Se tomaba todas estas molestias para que la emperatriz madre la mencionase al emperador cuando éste llegara. Así él no podría dejar de recordar el nombre de la muchacha.
Mientras ella trabajaba de este modo, Li Lien-ying hacía lo mismo a su manera. Sobornó a algunos sirvientes de los patios privados del emperador, al efecto de que cuando el monarca pareciera inquieto y dirigiera la vista a un lado y otro como el hombre que busca una mujer, ellos, recordando las recomendaciones del eunuco, pronunciasen el nombre de Yehonala.
Así, de un modo o de otro, se consiguió el objetivo. El mismo día de la presentación del melón, Yehonala, encontró entre las páginas de su libro, cuando lo abrió en la biblioteca, una pequeña hoja de papel plegado. En ella estaban escritos dos versos. La escritura era muy tosca, y el texto rezaba:
El Dragón de nuevo despierta;
el día del Fénix ha llegado.
Yehonala sabía quién había escrito las palabras. ¿Cómo estaría enterado Li Lien-ying? No pensaba preguntarle. Los manejos del eunuco para favorecer los designios de la joven debían quedar ocultos hasta para ella misma.
Leyó sus libros mientras el viejo eunuco que le daba lecciones dormía, despertaba y volvía a dormirse. Esta especie de juego prosiguió durante varias horas.
Aquel día correspondíale también a Yehonala recibir su habitual lección de pintura a media tarde, cosa que celebró porque su mente saltaba de una cosa a otra y ella no conseguía concentrar sus pensamientos en las palabras de un sabio fallecido hacía ya mucho tiempo, ni en realidad se le exigía. En cambio, en el estudio pictórico tenía que estar muy atenta porque la profesora, una mujer no vieja aún, era muy exigente. Se llamaba Miao, y era una viuda china que había perdido a su marido en la juventud. Como no era usual que las mujeres chinas apareciesen en la corte manchuriana, aquella dama estaba autorizada para andar con los pies desligados, ostentar un peinado alto como las mujeres manchúes y vestir ropas de estilo igual al de ellas. Así parecía una manchú, se le permitía parecerlo porque era perfecta en su arte. Procedía de una familia de artistas chinos, ya que su padre y sus hermanos habían sido artistas también. Pero ella los superaba a todos, especialmente en la pintura de relojes y crisantemos.
Se le utilizaba en Palacio para enseñar pintura a las concubinas, mas su destreza y hasta su impaciencia la impedían transmitir su arte a ninguna mujer que no tuviese voluntad de aprender o careciese de talento y gusto estético. Yehonala no carecía de esas cualidades ni de voluntad, y cuando Miao lo descubrió se consagró con todo su corazón a la orgullosa joven, aunque como profesora siguiera siendo insistente y severa. Ello le impedía permitir a Yehonala el que pintase nada todavía del natural. Por lo contrario, la forzaba a estudiar antiguos trabajos de grabado al boj y obras y reproducciones de maestros muertos hacía mucho, para que la estudiante pudiese fijar bien en su mente las pinceladas que daban, los perfiles que dibujaban y los colores que sabían mezclar. Cuando la joven estuvo adelantada en aquellos estudios, recibió autorización para comenzar a copiarlos con la prohibición de ejecutar el trabajo sola.
Aquel día Miao llegó, como de costumbre, a las cuatro en punto de la tarde. Había en la biblioteca imperial muchos relojes, dádivas de enviados extranjeros de pasadas centurias, y el palacio abundaba tanto en ellos que se necesitaba el trabajo completo de tres eunucos sólo para darles cuerda. Pero Miao no consultaba los relojes mecánicos, sino uno de agua que había al extremo del salón. No le agradaban los objetos extranjeros, porque, a su juicio, turbaban la calma que se necesita para pintar.
Miao era una mujer esbelta y casi bella, sin más defecto que la pequeñez de sus ojos. Aquella tarde vestía un traje color de ciruela, y su cabello, peinado alto como siempre, se adornaba con las sartas de cuentas de las tocas manchúes. El eunuco que la seguía abrió un cofre muy alto y sacó de él pinceles, colores y vasijas para el agua.
Yehonala se levantó y permaneció en pie delante de su profesora.
—Siéntate, siéntate —ordenó Miao.
Y se sentó ella misma para dar ejemplo y permitir que su alumna se sentara.
A la sazón Yehonala miraba desde un nuevo punto de vista su vasto país y sus habitantes, en cuyo centro vivía. El arte de muchos siglos se desplegaba ante ella mientras su profesora hablaba de tantos y tantos artistas, empezando por el más famoso de los maestros chinos, Ku K’al-chih, que floreció quince siglos antes. A Yehonala le gustaba más que nada las pinturas de aquel artista de tiempos remotos, porque solía pintar diosas aureoladas de nubes, sobre carros tirados por dragones. También había hecho, sobre largas tiras de seda, apuntes de escenas en los palacios imperiales. En uno de aquellos cuadros, Chi’en Ling, antepasado de los emperadores, había puesto su gran sello privado y una inscripción autógrafa que rezaba: «Esta pintura no ha perdido su prístina lozanía». La tal tira de seda medía once pies de longitud y nueve pulgadas de anchura, y era de color pardusco. Comprendía nueve escenas de temas regios. La predilecta de Yehonala representaba un oso cuyos dueños le habían soltado para divertir a la Corte. Pero el oso corría agresivamente hacia el emperador y una mujer se interponía en su camino intentando salvar al Hijo del Cielo.
Aquella mujer se parecía a Yehonala. Era alta y bella y permanecía atrevidamente ante la fiera, con los brazos cruzados y el aspecto impávido, mientras los guardianes corrían hacia el oso empuñando sus lanzas.
Otra escena le complacía mucho y era una que representaba al emperador, la emperatriz y sus dos hijos. Niñeras y profesores rodeaban a los niños y había en todo aquello una familiar calidez de vida. El niño pequeño tenía aspecto travieso, y se rebelaba y hacía muecas mientras el barbero le afeitaba la coronilla. Yehonala reía al mirarlo. Si el cielo quería, ella pensaba tener un hijo así.
Aquella tarde la lección versaba sobre Wang Wei, un médico nacido hacía trece siglos y que prescindió de su antigua profesión para convertirse en poeta y artista.
Miao decía con su voz de plata:
—Vamos a estudiar esta tarde unos dibujos de Wang Wei. Observa esas hojas de bambú tan delicadamente trazadas, entre las oscuras rocas. Nota cómo las flores de ciruelo resaltan entre los crisantemos.
Miao no consentía conversación alguna que no se refiriera a pintura. Yehonala, siempre dócil con sus instructores, escuchaba y aprendía. Pero ahora habló:
—¿No es raro que los crisantemos se mezclen con las flores de ciruelo? ¿No conduce eso a confundir las estaciones del año?
Miao pareció molesta.
—No es discreto hablar de confusiones cuando se trata de Wang Wei —dijo—. Si un maestro así intercala crisantemos con flores de ciruelo, ello debe de tener su significado. No se trata de un error. Piensa que una de sus pinturas más famosas muestra unas hojas de banano bajo la nieve. ¿Y es posible que caiga la nieve sobre las hojas de banano? Pero si Wang Wei lo pintó, desde luego es posible. Te ruego que medites sobre sus poesías. Algunos piensan que Wang Wei tenía más de poeta que de pintor. Yo digo que sus cuadros son poemas y sus poemas cuadros; y eso constituye la esencia del arte. Porque el arte ideal consiste en describir, no un hecho, sino un estado de ánimo.
Mientras hablaba eligió pinceles y mezcló colores. Yehonala la contemplaba atentamente.
La profesora dijo:
—Querrás saber por qué deseo que copies la obra de Wang Wei. Se trata de que aspiro a que adquieras delicadeza y precisión de trazo. Las capacidades deben ser dirigidas e informadas desde dentro. Entonces es cuando el genio se manifiesta.
—Quisiera hacer una pregunta a mi profesora —dijo Yehonala.
—Puedes hacerla —contestó Miao, que en aquel momento se ocupaba en aplicar rápidas y finas pinceladas a una ancha hoja de papel extendido sobre una mesa que un eunuco había puesto a su lado.
La pregunta de Yehonala fue ésta:
—¿Cuándo podré pintar un cuadro propio?
La profesora dejó suspendida en el aire su mano armada del pincel, y dirigió a la joven una prolongada mirada al soslayo, entornando los ojos.
—Cuando nadie pueda mandar en ti.
Yehonala no contestó. El significado de la frase era claro. En cuanto el emperador la eligiera, ni Miao, su maestra, ni nadie podría mandar en ella, excepto el propio emperador. Tan alta se colocaría, que sólo al Hijo del Cielo le competería tratarla en autoridad.
Empuñó el pincel y comenzó a copiar cuidadosamente la mezcla, antes criticada, de crisantemos y flores de ciruelo.
A una hora indefinida de la noche despertó al sentir que unas manos la asían por los hombros y la zarandeaban. No había podido dormirse pronto y cuando, al fin, cerró los ojos, se sumió en un profundo sueño. Empezó a salir del fondo de un pozo de oscuridades y, mientras pugnaba por abrir los parpados, oyó la voz de su sirvienta, que la interpelaba:
—Despierta, Yehonala. Ha llegado la llamada. El emperador desea verte.
La joven despertó en el acto. Su mente recuperaba su habitual claridad. Apartó las sábanas de seda y se precipitó fuera del alto lecho.
La mujer cuchicheó:
—Ya tengo el baño dispuesto. Entra en la bañera. He perfumado el agua y he sacado el más lindo de tus vestidos: el de color lila.
—No —ratificó Yehonala—. Me pondré el de color rosado, como la piel del melocotón.
Ya otras mujeres irrumpían en la cámara. Llegaban bostezando, porque les habían interrumpido el sueño. Estaban entre ellas la encargada, la peinadora y la guardiana de las joyas imperiales, joyas que no se daban a ninguna concubina hasta que el emperador mandaba llamarlas.
Yehonala se arrodilló en la bañera. Su sirvienta la enjabonó cuidadosamente el cuerpo y luego la secó con todo esmero.
—Sal del baño y pon los pies sobre esta toalla —indicó la sirvienta—. Voy a frotarte aún más para secarte del todo. Hay que perfumarse sobre todo los oídos, porque al emperador le gustan mucho las orejas de las mujeres y tú las tienes muy lindas y muy pequeñas. No olvides tampoco las ventanillas de la nariz.
Yehonala se sometió sin réplica a todas aquellas indicaciones. Lo urgente era acabar muy de prisa. El emperador se hallaba despierto y, a la sazón, debía de estar bebiendo vino y comiendo panecillos rellenos de carnes especiales y aromatizadas.
Li Lien-ying se acercó a la puerta, repitiendo la noticia ya conocida. Su ronca voz habló desde el otro lado de la cortina.
—No os retraséis. Si una mujer no está lista pronto, hará llamar a otra. Os aseguro que la sangre del Dragón se inflama fácilmente.
—Mi señora ya está preparada —contestó la fámula.
Colocó dos joyas que figuraban flores tras los oídos de Yehonala y la empujó hacia la puerta.
—Ya es hora de que vayas, preciosa mía, mi cariño —murmuró.
—¡Mi perrillo! —exclamó Yehonala, viendo que el animal se aprestaba a seguirla.
Li Lien-ying protestó:
—No puedes llevar tu perro, señora.
Yehonala, aunque poseída de súbito temor, se inclinó, cogió al perro y lo tomó en brazos.
—Lo llevaré conmigo —aseguró.
Y dio un golpe con el pie en el suelo, Li Lien-ying volvió a protestar:
—¡No, no!
La sirvienta clamó, casi enloquecida:
—¡Por el mismo Señor de los Infiernos, déjala ir con su perro, y cállate, grandísimo cerote de remendón, que no eres otra cosa! Si no se lo permites puede negarse a ir y ¿qué será entonces de todos nosotros?
Así fue como Yehonala acudió ya de madrugada a la cámara del emperador llevando en brazos su perro, que parecía un juguete.
Y de entonces en adelante Li Lien-ying, quien, en efecto, había aprendido el oficio de zapatero antes de convertirse en eunuco, fue llamado Cerote de Remendón por todos los que le temían y odiaban.
En la suave oscuridad de la noche de verano. Yehonala siguió a Li Lien-ying a lo largo de los estrechos pasadizos de la Ciudad Prohibida. El eunuco sostenía una linterna de papel encerado cuya luz permitía a la joven seguirle sin dificultad. Iba su sirvienta tras ella. Las piedras que pisaban estaban cubiertas de un rocío que brillaba como ligera escarcha. Las hierbecillas qué crecían entre las piedras aparecían cubiertas también de rocío.
Aunque Yehonala no había estado jamás en el palacio del emperador, le constaba, como a todas las concubinas, que ocupaba el corazón de la Ciudad Prohibida, en el centro de los jardines imperiales y a la sombra del triple santuario, es decir, de la Torre de las Flores y la Lluvia, cuyas techumbres sostenían pilastras de oro circuidas de dragones. Aquel santuario contenía tres altares, ante los que el emperador oraba a solas, como habían hecho todos sus antepasados desde la época del gran K’ang Hsi. Gracias a ello los dioses les protegían.
Yehonala dejó atrás el santuario y llegó a la entrada del patio del palacio privado del emperador.
La puerta se abrió ante ella silenciosamente y el eunuco avanzó a través de un vasto patio interior hasta un gran vestíbulo. De nuevo empezaron a seguir pasadizos silenciosos en los que no había más que vigilantes eunucos.
Al fin llegaron a unas altas puertas dobles, esculpidas con relieves de dragones dorados. El jefe de eunucos, An Teh-hai en persona, permanecía en pie esperando. Tenía un aspecto magnífico, con su elevado y espléndido porte, con su orgullosa faz muy grave y con los largos brazos cruzados. Su túnica, de raso purpúreo, adornada de brocado y ceñida de oro, resplandecía a la luz de las bujías colocadas en altos candelabros de bruñida madera labrada.
Cuando la joven se acercó, el eunuco mayor no le habló ni dio muestra alguna de reconocerla. Su mano derecha hizo un signo a Li Lien-ying, que retrocedió deferente.
De pronto el jefe de eunucos reparó en la cabezal del perrillo, que salía de la manga de Yehonala.
—No puedes entrar en el dormitorio del emperador llevando un perro —dijo con gravedad.
Yehonala alzó la cabeza y sus grandes ojos se fijaron en el eunuco.
—Entonces no entraré —repuso. Aquellas breves palabras fueron pronunciadas con el tono de una persona a quien le fuera indiferente entrar o no.
An Teh-hai la miró, sorprendido.
—¿Osas desafiar al Hijo del Cielo? —preguntó. Ella no respondió y acarició a su perrillo con la mano que tenía libre. Li Lien-ying intervino:
—Hermano Mayor —dijo—, esta concubina es ingobernable. Habla como una niña, pero es más fiera que un tigre. Todos la tememos. Si se niega a entrar, lo mejor es mandarla a sus habitaciones. No merece la pena discutir, porque tiene el corazón más duro que una piedra.
Se abrió bruscamente una cortina que había a espaldas de An Teh-hai y asomó la cabeza de otro eunuco.
—Se quieren saber los motivos de esta dilación. Se desea conocer si el Señor ha de venir a resolver las cosas en persona.
Li Lien-ying aconsejó:
—Hermano Mayor, déjala entrar con el perro. Puede llevarlo escondido en la manga. Si el animal molesta, puede sacarlo la criada, que quedará esperando a la puerta.
El jefe de eunucos rezongó, pero Yehonala continuaba mirándole y abriendo mucho sus inocentes ojos. ¿Qué remedio le quedaba, sino ceder? Volvió a gruñir y a murmurar, mas no se opuso y ella le siguió a otra estancia, a cuyo extremo pendían pesados cortinajes de raso del imperial color amarillo, con dragones bordados en seda escarlata. Tras los cortinones había unas gruesas puertas de madera artísticamente trabajada. El eunuco mayor apartó las cortinas, abrió las puertas y con un ademán indicó a Yehonala que pasase. Esta vez la joven no hubo de seguir a nadie. Los cortinajes se cerraron a sus espaldas y la joven se encontró ante el emperador.
El Hijo del Cielo ocupaba un gran lecho imperial colocado sobre un estrado. El lecho era de bronce, con columnas del mismo metal en las que campeaban dragones trepadores en relieve. De lo alto de aquellas columnas, unidas por una armazón broncínea en sus extremos, pendía una especie de vasto nido hecho de hilo de oro que se entretejía en forma de frutas y flores. Rodeaban el conjunto figuras de dragones de quíntuple zarpa.
El emperador se hallaba sentado en un inmenso colchón cubierto de seda amarilla. Protegía sus piernas una manta, también de amarilla seda, con dragones rojos bordados. Apoyaba la espalda en un montón de almohadones de la misma seda amarilla, lo que le permitía mantenerse erecto con comodidad. Llevaba una camisa de dormir de seda encarnada, con las mangas cerradas en las muñecas y el cuello alto. Tenía cruzadas las finas y delgadas manos. La joven sólo le había visto la vez en que él la escogió, y entonces llevaba la cabeza cubierta por su real tocado. Ahora no tenía nada sobre ella y mostraba su cabello negro y corto. Su rostro, macilento y alargado, parecía hundido bajo una frente demasiado prominente y ancha.
Hombre y mujer se miraron y él le hizo seña de que se acercara. Ella avanzó lentamente, clavando los ojos en el rostro del emperador. Cuando se hubo aproximado lo que le pareció bastante, se detuvo en seco.
El hombre comentó, con voz alta y chillona:
—Eres la primera mujer que entra en esta habitación con la cabeza levantada. Siempre se teme mirarme.
Yehonala pensó que Sakota había entrado en la cámara imperial con la cabeza inclinada. ¿Y dónde estaría Sakota? ¿En qué estancia, probablemente lejana, dormiría? En todo caso había estado allí, asustada, sumisa, incapaz de articular palabra.
—Yo no temo nada —repuso Yehonala, con su voz blanda y clara—. He traído conmigo a mi perrito.
Las concubinas decían a menudo cómo había que interpelar al Hijo del Cielo. No podía hablársele nunca igual que a un simple mortal, sino como al Señor de los Diez Mil Años, altísimo y venerabilísimo. Tales eran las palabras de saludo que debían dirigírsele. En cambio Yehonala hablaba al emperador como a un hombre cualquiera. Sacó de su manga la cabeza de su perro y la acarició.
—Hasta ahora —explicó— yo nunca había tenido un perro como éste. Me hablaban a menudo de los perros leones, pero jamás poseí uno.
El emperador contempló en silencio a la concubina, desconcertado por aquella charla pueril.
—Siéntate en el lecho a mi lado —ordenó— y explícame por qué no me tienes miedo.
Ella se encaramó al estrado y se sentó en el borde del lecho, mirando al soberano y sin soltar su perro. El animalillo aspiró el aire perfumado y estornudó. La joven se echó a reír.
—¿Qué perfume es éste que hace estornudar a mi perro? —quiso averiguar.
—Aroma de madera de alcanfor —explicó el interrogado—. Pero ¿no me dices por qué no me tienes miedo?
Yehonala sentía los ojos del emperador sobre toda su persona. Aquel hombre escrutaba su rostro, sus labios, sus manos, que seguían halagando al perrillo. La recorrió un súbito escalofrío, aunque estaban en verano y no hacía humedad ni se había levantado viento. Bajó la cabeza como para mirar al perro y después, con un esfuerzo, dirigió los ojos al emperador. A continuación habló dulce y tímidamente:
—Conozco mi destino —dijo.
—¿Cómo es que conoces tu destino? —preguntó el emperador.
Comenzaba a sentirse divertido. Plegó hacia arriba sus delgados labios y sus ojos exteriorizaban menos frialdad.
Ella prosiguió expresándose con la misma voz tímida y dulce:
—Cuando recibí la llamada en casa de mi tío al patio y…
Agregó:
—Mi tío es mi tutor desde la muerte de mi padre… Me acerqué al santuario que tenemos junto al granado, oré a mi diosa, Rúan Yin, quemé el incienso, y entonces…
Se interrumpió, tembláronle los labios e intentó sonreír,
—¿Y entonces? —preguntó el emperador, sintiendo el corazón encantado por aquel bello rostro, tan juvenil y dulce.
—Aquel día no hacía viento —explicó la muchacha—. El humo del incienso quemado se elevaba hacia el cielo desde el altar. Se ensanchó formando una fragante nube y vi, en el centro de la nube, un semblante.
—¿De hombre? —instó él.
Ella asintió bajando la cabeza medrosamente, como hacen los niños cuando no quieren hablar.
—¿Era mi rostro? —insistió el soberano.
—Sí, Majestad. Vuestro rostro imperial.
Pasaron dos días con sus noches y la joven seguía aún en la cámara regia. El emperador se durmió tres veces. En cada una de tales ocasiones ella se acercaba a la puerta y llamaba a su servidora, la cual se deslizaba entre las cortinas hasta el tocador cercano. Allí los eunucos habían preparado una bañera y mantenían constantemente encendido un fuego de carbón, con un caldero de agua encima. A la mujer le bastaba verter el agua en la bañera de porcelana para refrescar y asear a su señora. Dábale ropa interior limpia y diferentes túnicas, y nunca dejaba de peinar cuidadosamente la cabellera de Yehonala. La joven no habló ni una vez, salvo para dar instrucciones, y ni una vez la sirvienta formuló preguntas. Terminada la tarea de la mujer, Yehonala volvía al dormitorio imperial y las pesadas puertas se cerraban tras los amarillos cortinajes.
Ya en la vasta cámara se sentaba en una silla junto a la ventana y esperaba a que el emperador despertase. Lo hecho, hecho estaba. Yehonala sabía ahora lo que era aquel hombre, pobremente débil y caprichoso, poseído por tanta pasión que no conseguía satisfacer, por una lascivia mental más terrible que la de la carne. Cuando se sentía amorosamente derrotado, lloraba junto a la joven. ¡Y aquél era el Hijo del Cielo!
No obstante, tan pronto como él despertaba, la joven se mostraba gentil y diligente en todo. Como el emperador solía sentir apetito, Yehonala hacía llamar al eunuco mayor y le mandaba por los platos que más agradaban a su soberano. La joven comía con el emperador y alimentaba al perrillo con trocitos de carne, soltándole de vez en cuando para que saliese al patio que se veía desde la ventana.
Terminada la refacción, el hombre imperial ordenaba a su jefe de eunucos que corriese las cortinas de la ventana para no dejar paso a la luz del sol. El eunuco abandonaba a la pareja por disposición del Hijo del Cielo, quien le advertía que no acudiese de no ser llamado, añadiendo que no se reuniría con sus ministros aquel día, ni al siguiente, hasta que lo decidiese su voluntad.
En ciertos momentos An Teh-hai asumía un aspecto grave. Decía cosas como ésta:
—Majestad, hay malas noticias del Sur. Los rebeldes T’al P’ing se han apoderado de la mitad de otra provincia. Vuestros príncipes y ministros esperan audiencia con afán.
—No la concederé —repuso con obstinación el monarca, tendiéndose sobre los cojines del lecho.
El jefe de eunucos salió de la estancia.
—Cierra la puerta por dentro —mandó el emperador a Yehonala.
Ella lo hizo y volvió junto a su señor, que la miraba con la expresión terrible del deseo insatisfecho.
—Ahora me siento fuerte. Las viandas me han devuelto las energías.
Era verdad que el emperador estaba fuerte. Ella recordó algo que las mujeres que vivían en el Palacio de las Concubinas Olvidadas solían comentar. Afirmaban que, cuando el emperador permanecía demasiado tiempo en su cámara con una concubina, se mezclaba a su plato favorito una poderosa hierba. Pero se trataba de una hierba tan peligrosa que no convenía prodigarla en extremo, porque producía como reacción un agotamiento que podía terminar en la muerte.
Esta vez ese agotamiento se produjo en la mañana del tercer día. El emperador cayó sobre la almohada medio desmayado y silencioso. Tenía los labios azules, los ojos medio cerrados, y no podía hacer un solo movimiento. Su faz macilenta adquirió gradualmente una verdosa palidez y todo esto, unido al natural color amarillo de su piel, le daba el aspecto de un cadáver. Yehonala, asustadísima, salió a la puerta a pedir socorro. Antes de que dijese nada vio acercarse al jefe de eunucos, An Teh-hai, presto a recibir órdenes.
—Haz llamar inmediatamente a los médicos de la Corte —ordenó la joven.
Hablaba con frialdad y orgullo, y sus ojos parecían más negros que nunca. El eunuco mayor obedeció al punto.
Yehonala volvió al lado del lecho del emperador. Éste se había dormido. La joven miró aquel rostro y sintió ganas de llorar. Permaneció un rato allí experimentando intermitentemente el singular escalofrío que venía atormentándola durante aquellos dos días y tres noches.
Otra vez se acercó a la puerta y la abrió lo bastante para dar paso a su cuerpo menudo. Junto al umbral su mujer de servicio se sentaba en un escaño de madera. Estaba harta de esperar y cabeceaba. Yehonala le puso la mano en el hombro y la movió suavemente.
La primera pregunta de la mujer fue:
—¿Dónde está tu perrito?
Yehonala le dirigió una mirada distraída.
—Lo saqué al patio a no sé qué hora de la noche.
—No importa —repuso la doméstica, compasiva—. ¡Ea, ven conmigo! Tu vieja sirvienta te llevará de la mano.
Yehonala se dejó conducir por los estrechos pasadizos. Apuntaba la aurora y el sol naciente brillaba en los muros de color encarnado pálido. Así regresó a sus habitaciones. Durante todo el camino la servidora procuraba infundirle ánimos y le hablaba de continuo para consolarla.
—Todos dicen que nunca una concubina ha pasado tanto tiempo con el Hijo del Cielo. Incluso la consorte no estuvo más que una noche con él; y eso una vez sola. El eunuco Li Lien-ying dice que tú eres ahora la favorita. Nada tienes que temer.
Yehonala sonrió, pero sus labios temblaban.
—¿De modo que eso dicen? —comentó.
Procuró erguirse y reanudó el camino, andando con su dúctil gracia habitual.
Bañose y se puso ropas de dormir de la más fina seda. Ya en su propio lecho, con las cortinillas corridas y sin la presencia de la sirvienta, recayó en el angustioso escalofrío que la acometiera antes. Debía, siempre estar sola y callada, mientras viviera, porque no tenía con quien hablar. Con nadie, ya que no contaba con un solo amigo. Se encontraba sola, con una soledad que ni en sueños imaginó que existiese. No, no tenía a nadie…
¿A nadie? ¿No era Jung Lu su primo? Sí, lo era, y los lazos de la sangre no se disuelven nunca.
Se sentó en el lecho, se enjugó los ojos y dio una palmada para llamar a la doméstica.
La mujer preguntó desde la puerta:
—¿Qué quieres?
—Haz venir al eunuco Li Lien-ying.
La criada titubeó. En su rostro redondo se apuntaba una ostensible duda.
—Bondadosa señora —aconsejó—, no muestres demasiada amistad a ese eunuco. ¿Qué servicio puede prestarte en este momento?
Yehonala se mostró tenaz.
—Uno que sólo él tiene en la mano hacer —contestó.
La mujer se alejó, dubitativa, y Li Lien-ying acudió muy presuroso y alborotado.
—¿En qué puedo servirte, mi señora Fénix? —inquirió, al llegar a la puerta.
Yehonala apartó la cortina. Se había vestido con una túnica negra, muy sobria, y su pálida faz aparecía muy grave. Tenía ojeras. Habló con gran dignidad.
—Vete a buscar y tráeme aquí —dijo— a Jung Lu, mi primo hermano.
Li Lien-ying preguntó, sorprendido:
—¿El capitán de los guardias imperiales?
—Sí —repuso ella con altanería.
Él salió, cubriéndose la boca con la manga, para disimular una sonrisa.
La joven corrió la cortina y oyó alejarse los pasos del eunuco. Se prometió que, cuando tuviese el poder en sus manos, elevaría a Jung Lu tanto, que nadie, ni un eunuco siquiera, se atraviese a llamarle mero guardia. Lo haría por lo menos duque, y acaso Gran Consejero. Mientras acariciaba estos pensamientos, sintió en su corazón una marea de anhelo que la hizo espantarse de sí misma. ¿Qué podía esperar de su pariente, excepto contemplar su cara sincera, oír su voz firme y, tal vez, aconsejarle lo que debía hacer ahora? Pero ¿era erróneo llamarle cuando había de decirle lo que le había sucedido durante aquellos dos días y tres noches y el cambio que ello la había hecho experimentar? ¿Osaría manifestarle que se arrepentía de haber ido a la Ciudad Prohibida y que deseaba que él le procurase medios de escapar de allí?
Se dejó caer al suelo, apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Experimentaba un extraño dolor dentro de sí y su pecho se henchía de pesar. Deseó que su pariente no llegara.
Vana esperanza, porque no tardó en percibir sus pisadas. Había acudido casi en el acto, se hallaba en la puerta y Li Lien-ying anunciaba:
—Señora, aquí tienes a tu pariente.
Yehonala se levantó y acercose al umbral, sin pensar siquiera en mirarse antes al espejo. Jung Lu la conocía tal como era, para él no había necesidad de embellecerse. Abrió la cortina y se encontró ante el joven.
—Pasa, primo —le dijo.
—Mejor será que salgas tú —repuso él—. Conviene que no nos hablemos dentro de tu habitación.
—Es necesario que hablemos a solas —insistió ella, viendo que Li Lien-ying no se alejaba y ponía atento oído a la plática.
Más Jung Lu se obstinó en no entrar y ella hubo de abandonar su alcoba. Él reparó en su faz blanca, en sus descoloridos labios y en la febril negrura de sus ojos, y sintió pena de ella. Los dos pasaron al patio y Yehonala prohibió al eunuco que los siguiera. Su mujer de servicio permaneció a poca distancia, sobre unos escalones, para que no pudiera comentarse que a su señora la habían visto sola con un hombre, aunque fuera su primo.
Por lo tanto Yehonala no podía tocar la mano de Jung Di ni permitir que él tocase la de ella, por mucho que anhelase aquel contacto. Así la joven se alejó de la puerta cuanto pudo, llegó al extremo del patio y se sentó en un banco jardinero de porcelana, bajo un grupo de palmeras.
—Siéntate, siéntate —dijo a Jung Lu.
Pero él no quiso hacerlo y permaneció ante su prima rígido y erguido, como si, ni aun en su presentía, fuese otra cosa que un guardián de las puertas imperiales.
—¿No quieres sentarte? —Insistió ella, mirándole con suplicantes ojos.
—No —confirmó él—. Sólo estoy aquí porque me has llamado.
Yehonala hubo de ceder.
—¿Sabes lo que pasa? —inquirió, con voz tan apagada que no hubiera podido oírla ni un pájaro posado en la rama de uno de los árboles bajo cuyas copas estaban.
—Lo sé —respondió él, sin mirarla.
—Soy la nueva favorita.
—También lo sé.
Todo quedaba dicho en aquellas pocas palabras. ¿Qué más podía decirse si él no quería hablar? Ella miraba fijamente el semblante de su primo, tan distinto del rostro macilento y enfermizo apoyado en la almohada imperial. Era una cara juvenil y hermosa, con los negros ojos anchos y enérgicos, la boca llena y recia y la barbilla acusada. La cara, en resumen, de un hombre.
—He sido una necia —confesó la joven.
Él no respondió nada. ¿Qué podía responder?
—Deseo volver a mi casa.
El joven se cruzó de brazos y, por encima de la cabeza de su prima, pareció abstraerse en la contemplación de las palmeras.
—Tu casa es ésta —opinó.
Yehonala se mordió los labios.
—Quiero que me devuelvas a mi hogar.
Jung Lu no se movió. Quien le hubiese visto, respetuosamente de pie ante la mujer sentada hubiera pensado que era un simple subalterno. Pero sus ojos miraban la linda cabeza que se alzaba hacia él y Yehonala leyó en aquellos ojos la esperada contestación.
—Si pudiera lo haría, corazón mío. Pero no puedo.
El dolor íntimo de la joven cesó repentinamente,
—Dime: ¿no me has olvidado?
—Te recuerdo día y noche —aseguró él.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Tú conoces tu destino —dijo Jung Lu— y tú lo elegiste.
El labio inferior de Yehonala tembló y a sus negros ojos asomaron lágrimas.
Balbució:
—No sé lo que debo hacer.
—No deshacer lo hecho. No retroceder ni volver a ser la que eras.
La joven no acertaba a hablar. Inclinó la cabeza, para evitar que las lágrimas corrieran por sus mejillas. Temía que la viera llorar el eunuco si se encontraba cerca de allí.
Jung Lu interrumpió el silencio, murmurando:
—Has elegido la grandeza. Por lo tanto, debes ser grande.
La joven retuvo sus lágrimas, sin atreverse todavía a levantar la cabeza.
—Sí, si me haces una promesa —dijo con voz ahogada y temblorosa.
—¿Qué promesa?
—La de que vendrás a verme cuando te mande llamar. Necesito esa ayuda y ese consuelo. No puedo vivir siempre sola.
La claridad del sol, que se filtraba entre los árboles, permitió a Yehonala distinguir el sudor que inundaba la frente de su primo.
—Vendré cuando me llames —dijo él, siempre inmóvil—. Si me necesitas, avísame. Pero no lo hagas sin necesidad plena. Sobornaré a ese eunuco… —agregó—. Jamás había hecho semejante cosa. ¡Sobornar a un eunuco! Eso me pone en su poder. Pero lo haré.
Ella se levantó.
—Cuento con tu promesa —dijo.
Miró largamente y se apretó fuertemente una mano con la otra para resistir el impulso de adelantarlas hacia su primo.
—¿Entendidos? —preguntó.
—Entendidos.
—Basta con eso —dijo la joven.
Levantose, pasó ante él y, dejándole allí, se fue directamente a su cámara. Cerrose a sus espaldas la cortina.
Yehonala no se levantó del lecho durante siete días y siete noches. En los corredores de palacio circulaban rumores de que estaba enferma, de que había intentando tragarse sus pendientes de oro, de que estaba enojada, de que no cedería nunca más a la voluntad del emperador.
Esto se fundaba en que tan pronto como los médicos de la Corte declararon al Hijo del Cielo recobrado del efecto de sus poderosas drogas, él volvió a llamarla y ella se negó a obedecer. Nunca en historia de la dinastía se había producido el caso de una concubina que se negase a acudir a un llamamiento del emperador; y, en consecuencia, nadie sabía qué hacer con Yehonala. Ésta reposaba bajo la colcha de seda, de subido color de rosa, sin hablar a nadie más que a su sirvienta. El eunuco Li Lien-ying estaba fuera de sí porque veía todos sus planes fracasados y sus objetivos perdidos. Yehonala no le dejaba bajo ningún pretexto levantar la cortina de su puerta.
Decía a su doméstica:
—Dejemos de pensar. Yo deseo morir. En todo caso, no deseo vivir aquí.
La mujer llevó este mensaje al eunuco y los dientes de éste rechinaron.
—Si el emperador no estuviese loco de amor todo sería bastante fácil —gruñó—. Esa mujer sería envenenada o terminaría en el fondo de un pozo. Pero el Hijo del Cielo la desea de un modo absoluto y entero… ¡y sin demora!
Al cabo, el eunuco mayor, An Teh-hai, acudió personalmente y no tuvo mejor éxito. Yehonala no quiso ni verle. Tenía los pendientes junto a su lecho, sobre la mesita donde solían ponerle su vasija de porcelana para el té y su tetera de barro con abrazaderas de plata.
—¡Como el jefe de eunucos cruce ese umbral —declaró, alzando la voz para que él la oyera—, me trago mis pendientes de oro!
—En esta actitud persistió todo un día, y luego otro, y otro. El emperador, cada vez más enojado, desconfiaba de todo y dijo que, a su entender, debía de haber algún eunuco que procuraba el retardo de la joven en acudir a sus llamadas con la esperanza de obtener alguna propina.
Razonaba así:
—Estuvo muy amable y obediente conmigo la primera vez. Hizo cuanto le pedí.
Nadie osaba decir que Su Majestad debía de ser odioso a la joven, y la mente del emperador no era capaz de imaginar espontáneamente tal cosa si alguien no se lo indicaba. Lejos de ello, se sentía capacitado para el amor y no deseaba perder el tiempo con otra concubina mientras tuviese a Yehonala. No había amado jamás a mujer alguna como amaba a ésta y, sabiendo que con otras mujeres su pasión se extinguiría, le complugo notar que, pasados siete días, anhelaba la presencia de la joven más que nunca. Ello mismo hacía que el retraso le impacientase más.
La noche del tercero de aquellos siete días, el propio An Teh-hai se sintió a punto de perder los estribos. Habló, pues, a la emperatriz viuda y le contó lo que pasaba y cómo Yehonala, aunque conocía el poder del emperador, se negaba a obedecerle.
La emperatriz exclamó con energía:
—En mi vida he oído que en toda nuestra dinastía haya existido una mujer así. Que la cojan los eunucos y la lleven a mi hijo por la fuerza.
El eunuco mayor titubeó.
—Venerable —dijo—, pongo en duda la eficacia de tal método. Esa mujer ha de ser ganada por la persuasión. Nada conseguiremos por la fuerza. Aunque esbelta como un sauce joven, es más alta que el emperador y no vacilaría en morderle o arañarle la cara cuando estén a solas.
—¡Qué horror! —exclamó la emperatriz viuda.
Era ya vieja y tenía una dolencia hepática, por lo que pasaba acostada mucho tiempo. En aquel instante yacía en las profundidades de un lecho tan grande que parecía estar mirando a la gente desde una cueva. Meditó.
—¿No hay nadie en palacio capaz de convencerla? —inquirió al fin.
—La consorte es su prima —sugirió el jefe de los eunucos.
La emperatriz viuda respondió con tono de reproche:
—No es corriente que la consorte imponga una concubina a su señor el emperador.
El jefe de eunucos convino:
—Ni usual ni correcto, Venerable.
La anciana quedó silenciosa durante tan largo rato que el eunuco llegó a pensar si se habría dormido. Pero no sucedía así. Pasado cierto tiempo, la emperatriz levantó sus hundidos párpados y dijo:
—Haced que esa Yehonala visite a la consorte en su palacio.
—¿Y si no quiere ir, Venerable? —consultó el eunuco mayor.
—¿Cómo que si no quiere ir? —exclamó la emperatriz madre.
—Se ha negado a obedecer a la llamada del emperador —le recordó An Teh-hai.
La anciana rezongó:
—¡En mi vida he visto una mujer tan fiera! Pero la consorte es muy gentil. Dile que Yehonala está enferma y proponle que la visite.
—Sí, Venerable —dijo el jefe de eunucos.
Aquéllas eran las instrucciones que deseaba. Se aprestó a obedecer.
—Dormid en paz, Venerable —dijo.
—Vete —mandó la emperatriz—. Soy demasiado vieja para esas preocupaciones de hombres y mujeres. El eunuco salió mientras su señora se dormía. Encaminose sin demora al palacio de la consorte, en el que encontró a Sakota bordando cabezas de tigre sobre un par de zapatitos para el niño que esperaba.
Después de ser anunciado y presentado, An Teh-hai protestó al ver a la joven ejecutar aquel trabajo.
—¿No tiene la consorte del emperador mujeres suficientes para que le borden? —preguntó. Sakota repuso:
—Sí, las tengo. Pero entonces soy yo quien no tiene nada que hacer. No soy inteligente como mi prima Yehonala. No deseo estudiar en libros ni aprender a pintar.
—¡Ah! —dijo él, que permanecía en pie ante su interlocutora.
Con un movimiento de su manecita ella le hizo la indicación de que se sentara. Llevaba en el dedo anular de la mano un anillo de oro que podía considerarse como su distintivo.
El eunuco, siempre en pie, siguió:
—De tu prima vengo a hablarte, señora. Lo hago por orden de la emperatriz madre. Ella alzó sus lindos ojos.
—¿Pues…?
El eunuco mayor soltó una tosecilla.
—Tu prima nos da muchos motivos de preocupación.
—¿Por qué? —dijo Sakota.
—Porque no obedece las llamadas del emperador. La menuda cabeza de Sakota se inclinó más sobre su bordado y sus mejillas se tornaron tan encarnadas como una flor de melocotonero.
—Algo he oído… Mis mujeres cuentan… y hasta se dice…
—En efecto, tu prima ha ganado el favor del emperador —declaró el eunuco—, pero no quiere volver a su lado.
El sonrojo de Sakota aumentó.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Se ha pensado que acaso atendiera tus consejos, señora.
Sakota reflexionó. Bordaba lentamente y con la máxima delicadeza los amarillos ojos del diminuto tigre del zapato.
—¿Es correcto hacerme esta proposición? —preguntó al cabo.
El eunuco mayor habló con franqueza:
—No lo es, desde luego, señora. Pero todos nosotros hemos de recordar que el Hijo del Cielo no es un hombre común. Nadie puede negarle nada.
—Se ve que quiere mucho a mi prima —murmuró Sakota.
—¿Tiene ella culpa de eso? —preguntó el eunuco.
La jovencita suspiró, dobló su bordado y lo colocó en la mesa que tenía junto a ella. Luego entrelazó las manos.
—Las dos hemos sido siempre como hermanas —susurró son su voz dulcemente quejumbrosa—. Si para algo me necesita, iré a verla.
—Gracias, señora —dijo el eunuco mayor—. Yo mismo te escoltaré hasta allí y esperaré tu retorno.
Y así ocurrió que Yehonala, que yacía en el lecho aquel día, sin llorar, pero desesperada, miró casualmente la puerta y vio a su prima en el umbral. Hacía algún tiempo que aborrecía la vida que llevaba y lamentaba de corazón haber elegido la grandeza, que ya no deseaba después de conocer su precio.
—¡Sakota! —exclamó, tendiéndole los brazos.
Sakota, muy afectada por aquella emoción de su prima, corrió hacia ella. Las dos jóvenes se abrazaron y derramaron mutuas lágrimas. Ninguna osaba hablar de lo que ambas recordaban tan bien y Sakota comprendió que el recuerdo de lo pasado era tan odioso para ella como para Yehonala.
—¡Pobre hermana! —sollozó—. ¡Tres noches! A mí sólo me correspondió una.
—No volveré a su lado —cuchicheó Yehonala.
Abrazada tan estrechamente a su prima, que parecía querer estrangularla, Sakota se dejó caer en el lecho.
—No tienes más remedio que ir, hermana —aseguró—. Si no, ¿quién sabe lo que te harán, querida? Ahora ya no nos pertenecemos.
Yehonala, siempre en un cuchicheo, por temor a los eunucos que podían espiarlas, reveló sus sentimientos.
—Esto es peor para mi que para ti, Sakota. ¿Verdad que tú no amas a ningún hombre? En cambio yo sé que amo a uno. Eso es lo malo. Si no amase viviría sin preocupaciones. ¿Qué es el cuerpo de una mujer? Sólo una cosa que puede darse o guardarse. No hay por qué enorgullecerse de él cuando no se ama. Pero si se ama, y el amor es mutuo, nuestro cuerpo es inestimable.
No necesitaba mencionar nombre alguno. Sakota conocía que el amado era Jung Lu.
—Demasiado tarde, hermana —dijo.
Acarició las húmedas mejillas de Yehonala y agregó:
—Ya no hay escape alguno, hermana.
Yehonala apartó las manos de su prima y dijo:
—Entonces he de morir, porque no deseo esta vida.
Su voz se rompió. Apoyó la cabeza en el hombro de la otra joven y rompió a llorar.
La menuda Sakota tenía el dulce corazón de estas mujeres que son todo gentileza. Volvió a acariciar las mejillas y la frente de Yehonala, mientras meditaba íntimamente en lo que podía hacer para ayudarla. Abandonar el palacio, o siquiera la Ciudad Prohibida, era imposible. Si una concubina huía, no había lugar para ella en todo el mundo conocido. En caso de que Yehonala regresara a casa de su tío, la familia en masa podía ser condenada a muerte en castigo de tal pecado. ¿Y en qué otro punto podía esconderse una mujer fugada? Hasta tratando con desconocidos todos procurarían saber quién era, porque ya se sabía la conmoción y alboroto que se producían cuando una concubina huía de los palacios del emperador del Dragón. No había clase alguna de favor y consuelo a no ser dentro de los muros del recinto vedado. Abundaban allí las intrigas y, aunque ningún hombre, fuera del Hijo del Cielo, podía dormir en aquella ciudad por la noche, las mujeres, sin embargo, no carecían de galanes durante el día.
Pero ¿cómo ella, la consorte imperial, iba a rebajarse a tratar con eunucos, poniéndose de ese modo en su poder? No podía hacer eso. Lo prohibían no sólo el temor, sino incluso la delicadeza.
Encubrió sus pensamientos y dijo:
—Querida prima, conviene que hables con Jung Lu. Pídele que indique a mi padre que no quieres seguir aquí. Acaso mi padre pueda comprar tu libertad, o cambiarte por otra mujer, o conseguir que pases por loca. Claro que eso no será posible ahora, porque he oído asegurar que el emperador está muy enamorado de ti. Pero más tarde, prima, cuando hayas cumplido tu turno y el emperador se haya hastiado de ti, quizá de un modo u otro te sea hacedero obtener la libertad.
Sakota hablaba inocentemente, porque, no amando a hombre alguno, tampoco sentía celos de nadie; pero Yehonala sintió herido su orgullo. ¿Era verosímil que a ella la sustituyesen? Tal vez Sakota hubiera oído algo que se murmuraba ya entre mujeres y eunucos.
Se sentó en el lecho y echó hacia atrás la cabellera, que le caía sobre la cara.
—Sabes que no puedo pedir a mi primo que venga, Sakota. Aquí las habladurías vuelan muy de prisa cuando empiezan a ir de patio en patio. Pero tú sí puedes llamarle, porque es tu pariente también. Hablale y dile que pienso matarme. Añade que me tiene sin cuidado todo y que sólo deseo verme libre. Porque aquí estamos presas, Sakota. Esto es una prisión.
—Yo no me siento infeliz —repuso blandamente Sakota—, y hasta me encuentro bastante a gusto.
Yehonala miró de soslayo a su prima.
—Tú te sientes a gusto en todas partes con tal de vivir tranquila y poder bordar en seda.
Sakota entornó los párpados y dejó caer el labio inferior.
—¿Qué otra cosa se puede hacer aquí, prima? —preguntó con tristeza.
Yehonala volvió a echarse hacia atrás el cabello y lo anudó detrás de su cabeza.
—Pues eso —exclamó— es lo que te estoy diciendo. Nada puede intentarse, ni siquiera asomar la cabeza para ver si representan alguna función teatral en la cercana esquina. No he visto una sola pieza de teatro desde que estoy aquí, y ya sabes lo que me gustan. Leo libros, puedo pintar… Y ¿para quién? Para mí sola. Eso no me basta. Y por las noches…
Se estremeció, alzó las piernas en ángulo agudo y apoyó en las rodillas su orgullosa cabeza.
Sakota calló durante varios momentos. Luego se levantó, comprendiendo que era inútil intentar consolar a aquella mujer tan joven y tan turbulenta quien no comprendía porque las turbulencias no pueden modificar, en una mujer, el carácter con que nacido.
—Querida prima —murmuró con su voz más acariciadora—, me voy para que puedas vestirte y bañarte. Después debes comer algo, cosas que te gusten. Llamaré a nuestro primo y no debes negarte a verle si te visita, porque sería que yo lo he decidido así por tu bien. Si surgen habladurías, explicaré que fui yo quien lo mandé llamar.
Apoyó la mano en los cabellos de Yehonala, que aún tenía la cabeza inclinada sobre las rodillas. El contacto fue tan ligero como el de una hoja. A continuación salió.
Cuando su prima se hubo ido, Yehonala volvió a reclinarse, sobre los almohadones y permaneció quieta como una piedra. Sus ojos, muy abiertos, miraban el dosel que cubría el lecho. En su mente comenzaba a alojarse una idea, una fantasía, un sueño, un plan sólo posible si la protegía Sakota, que era la consorte imperial y no podía ser acusada por nada.
La sirviente atisbó entre las cortinas, temerosa de pronunciar una sola palabra. Yehonala volvió la cabeza.
—Voy a bañarme ahora —manifestó—. Quiero ponerme una túnica nueva. Por ejemplo, la de color verde manzana. Además me propongo comer.
—Sí, sí, reina mía, dulzura —dijo la mujer, muy complacida.
Soltó las cortinas y Yehonala oyó cómo sus pies se alejaban por los corredores. La sirvienta se apresuraba, deseosa de obedecer.
En la tarde de aquel día, dos horas antes que el toque de queda anunciase que todos los hombres debían salir de la ciudad del emperador, Yehonala oyó las pisadas que esperaba anhelosamente. Después, que Sakota se fue, Yehonala había pasado el día sola en sus habitaciones, adonde había prohibido que entrase nadie. Su mujer de servicio hacía guardia fuera de la puerta.
Yehonala le había dicho sinceramente:
—Estoy muy disgustada. Mi prima, la consorte, conoce los motivos. Por lo tanto, ha ordenado a nuestro primo que venga a verme, escucharme y contar mis congojas a mi tío y tutor. Mientras él esté aquí, tú no debes moverte de la puerta. No dejes entrar a nadie ni consientas que nadie mire hacia el interior de mi patio. Debes saber que mi pariente viene por mandato de la consorte.
—Comprendo, señora —dijo la mujer.
Así habían pasado las horas las dos mujeres, una a la puerta y Yehonala dentro del cuarto, con la puerta cerrada y echada la cortina. Su cuerpo permanecía inmóvil, pero su mente estaba ocupadísima y su corazón era un torbellino. ¿Convencería a Jung Lu de que prescindiera de su rectitud? Ella se proponía lograrlo así.
Al fin el joven llegó, dos horas antes del toque de queda. Yehonala percibió sus pisadas, el firme paso de su primo, proporcionado a su estatura. Oyó su voz inquiriendo si Yehonala dormía y la respuesta de la sirvienta diciendo que su señora le esperaba.
Oyó abrir y cerrarse la puerta y observó que la mano de Jung Lu, aquella mano suave y grande, que ella conocía tan bien, aparecía sujetando la cortina interior, en la que vaciló un momento. Yehonala estaba sentada en su silla de labrada caoba, en inmóvil espera. Al fin, el visitante abrió la cortina y permaneció de pie mirando a la joven. Ésta le devolvió la mirada. El corazón le saltaba en el pecho como una cosa viva y separada del resto de su cuerpo. Las lágrimas afluían a sus ojos y sus labios comenzaban a estremecerse.
Estaba dispuesta a hacer todo cuanto pudiera conmover la voluntad de su primo. Él la había visto llorar de dolor y sollozar de rabia. Pero nunca la había encontrado sentada, quieta como una muerta, llorando desvalidamente sin una sonrisa, como si toda su vida estuviese rota.
El hombre exhaló un gemido ronco. Tendió los brazos a Yehonala y se precipitó en la habitación. Ella, no reparando más que en aquellos brazos abiertos, se levantó ciegamente de su silla, corrió hacia él y se sintió estrechamente abrazada. Así se mantuvieron en silencioso y temeroso éxtasis durante un tiempo que nunca supieron lo que duró. Estaban en pie, mejilla contra mejilla, hasta que sus labios se unieron por instinto.
Luego él apartó la boca y dijo amargamente:
—Bien sabes que no puedes abandonar el lugar en que vives. Si buscas la libertad, has de encontrarla dentro de este recinto, porque para ti no existe ahora otra clase de libertad.
Ella le escuchaba oyendo su voz como si llegara de lejos y no sabiendo sino que tenía a Jung Lu entre sus brazos. Él añadió:
—Cuanto más te eleves de más libertad gozarás. Elévate, amor mío, y el poder será tuyo. El mundo sólo está en manos de una emperatriz.
—¿Me querrás siempre? —pregunta ella, con voz que se ahogaba en su garganta.
—¿Cómo no voy a quererte? —respondió Jung Lu—. En amarte consiste toda mi vida. Hasta si respiro es únicamente para amarte.
—Entonces… demuéstrame tu amor.
Tales fueron las atrevidas palabras que pronunció Yehonala con un acento apagado que era difícil que hasta su primo las oyera. Pero ella sabía que sí. Por un momento Jung Lu se mantuvo en completa inmovilidad y luego lanzó un suspiro. Le temblaban los hombros, se le aflojaban los músculos y los huesos parecían volvérsele agua.
La joven dijo decididamente:
—Si soy tuya por una vez podré soportar, incluso aquí, la vida.
Ninguna respuesta. Jung Lu no hablaba. Su alma no había cedido aún.
Ella alzó la cabeza y le miró a la cara.
—¿Qué me importa vivir aquí o en otra parte si soy tuya? Me consta que me has dicho la verdad. No hay para mí otro escape que la muerte. Si es necesario, por la muerte optaré. En este palacio es fácil. Puedo disponer de opio que ingerir, de pendientes de oro que tragar, de un cuchillo para abrirme las venas. ¿Van a vigilarme todos los instantes del día y de la noche? Te juro que moriré si no soy tuya. Pero, si me complaces, haré siempre lo que digas mientras tenga vida. Y seré emperatriz.
Su voz sonaba mágicamente, amorosa, suplicante, profunda, blanda y gentil, cálida y dulce como la miel bajo el sol de verano. Y él, por su parte, ¿no era un hombre? Sí, y no había amado a otra mujer que a la que ahora tenía entre los brazos. Los dos vivían prisioneros, víctimas de extraños modos de vida, cautivos dentro del palacio imperial. Jung Lu no era más libre que su prima.
Sólo que ella podía alcanzar lo que quisiera. Si quería ser emperatriz, no habría quien pudiera impedírselo. Y si prefería la muerte, moriría. Él conocía su carácter. ¿Por qué no dedicar su vida a ayudarla a vivir? ¿No había Sakota imaginado seguramente tal escena cuando le instó a que fuese a visitar a Yehonala? Al despedirse la consorte le puso la mano en el brazo y le rogó que hiciese «todo lo que quisiera». Éstas fueron las palabras de Sakota.
La voz del joven enmudeció. Sintió que su conciencia moría y, levantando a la bella mujer en sus bracos, avanzó con ella.
… Los tambores del toque de queda redoblaban en los patios y corredores de la ciudad del Hijo del Cielo. Era la hora del crepúsculo y todo hombre que hubiese entre los muros del recinto debía abandonarlo. La antigua orden retumbó en los oídos de los enamorados profundamente escondidos dentro de las estancias secretas, y en la cámara de Yehonala, Jung Lu se levantó y compuso rápidamente sus vestiduras. Ella yacía medio dormida y sonriente.
Él se inclinó sobre su prima.
—¿Quedamos juramentados? —preguntó.
Ella alzó los brazos y una vez más atrajo el rostro de su primo hacia el suyo propio.
—¡Juramentados para siempre!
Cesó el son de los tambores. El joven salió a toda prisa. Yehonala se levantó rápidamente, alisó sus ropas y se arregló el cabello. Ya se había sentado en su silla cuando oyó toser a su sirvienta aún sentada en la silla.
—Entra —dijo.
Sacó su pañuelo y fingió secarse los ojos.
—¿Otra vez llorando, señora? —inquirió la mujer.
Yehonala movió la cabeza.
—Ya he dejado de llorar —respondió con voz apagada—. Bien veo lo que debo hacer. Olvidé mi deber, pero mi primo me lo ha recordado.
La sirvienta, en pie, miraba y escuchaba, con la cabeza ladeada, como la de un pájaro.
—¿Tu deber, señora? —repitió.
—Cuando el Hijo del Cielo me llame —aclaró Yehonala—, iré a él. Estoy obligada a cumplir su voluntad.
El calor del verano duraba hasta muy tarde en la Ciudad Prohibida. A un día radiante seguiría otro idéntico. La viva luz del crudo sol abrasaba los palacios, no caía la más leve lluvia. En la quietud del cálido atardecer, princesas y damas de la corte, eunucos y concubinas buscaban las grutas de los jardines imperiales y allí pasaban las horas de mayor calor. Aquellas cuevas estaban construidas de rocas ribereñas traídas desde el Sur en las barcas que remontaban el Gran Canal. Manos de hombres daban forma a las rocas con tal artificio que parecían desgastadas por aguas y vientos. Corcovados pinos semiocultaban las entradas a las grutas y, dentro de ellas, escondidas fuentes brotaban de las paredes sobre estanques donde jugueteaban peces de colores. En la fresca penumbra, al son de gratas músicas, las mujeres bordaban o se entretenían con diversos juegos.
Pero Yehonala no iba a las atrayentes cavernas. Siempre estaba ocupada con sus libros, sonreía de continuo y solía guardar silencio mientras estudiaba. Al parecer se le había perdonado su rebelión. Cuando el emperador la llamaba, se bañaba y vestía e iba a su encuentro. El favor de su señor no le faltaba y esto la obligaba a obrar con prudencia, porque las concubinas que esperaban turno se sentían inquietas y descontentas y Li Lien-ying disputaba con los demás eunucos el honor de ser sirviente principal de la joven.
Aunque Yehonala conociera de sobra aquella lucha, todos procuraban encubrírsela tratándola con impecable cortesía, ya que era conocido el favor que también le granjeaba su atenta obediencia a la emperatriz madre. Lo primero que la joven hacía diariamente era ir a informarse de si la emperatriz se hallaba bien y con buena salud. La anciana se sentía mala a menudo y entonces Yehonala hervía hierbas y se las mezclaba en el té a fin de aliviarla. Si la madre del emperador se encontraba nerviosa, Yehonala le daba friegas en los pies y en las marchitas manos y procuraba complacerla peinando su blanco y escaso cabello con largos y graciosos movimientos del peine. Yehonala no encontraba ocupación demasiado pequeña ni demasiado baja si se trataba de servir a la emperatriz viuda, y pronto advirtieron todos que la hermosa joven no sólo era favorita del emperador, sino también de su madre. Esto hizo saber a Yehonala el afán con que la anciana esperaba el nacimiento del hijo de Sakota. Formaba parte de las obligaciones diarias de Yehonala acompañar a la emperatriz madre al templo budista. Esperaba fuera mientras la madre del emperador oraba e incensaba a los dioses, pidiendo a los cielos que el hijo de la consorte fuese varón. Hecho esto, Yehonala se ocupaba en las tareas: que había elegido, que consistían en ir a la biblioteca y leer y estudiar bajo la dirección de intelectuales ancianos eunucos, en aprender música y en instruirse en el arte de escribir con el pincel de pelo de camello al modo de los grandes calígrafos del pasado.
Entretanto, seguía escondido su secreto, o pensaba que lo hacía, hasta que un día su sirvienta le habló. Era un día como todos. Ya el aire refrescaba de mañana, aunque seguía siendo caluroso por el día. Yehonala durmió hasta muy tarde, porque el emperador la había llamado la noche anterior. Y ella le obedeció como las muchas otras veces que la llamara.
La doméstica, después de entrar en el dormitorio y cerrar cuidadosamente las puertas a sus espaldas, dijo:
—Señora, ¿no has notado que ha venido y pasado la luna llena sin que tengas señal alguna?
—¿Sí? —preguntó Yehonala como al descuido.
Y, sin embargo, ¡cómo se preocupaba de ello y cuánta atención prestaba a su propia persona!
—Sí —dijo la mujer con orgullo—. La simiente del Dragón está en tu cuerpo, señora. ¿Puedo llevar la fausta noticia a la madre del Hijo del Cielo?
—Espera —mandó Yehonala— a que la consorte haya dado a luz. Si su hijo es varón, lo que a mí me pase no tiene importancia.
—¿Y si tiene una hija? —indicó la sirviente astutamente.
—Entonces yo misma daré la noticia a la emperatriz viuda —dijo Yehonala.
Añadió, poniendo en sus grandes ojos una expresión de fiereza:
—Y como cuentes esto, aunque sea a mi eunuco, te haré cortar en pedazos, y las tiras de tu carne colgarán de postes hasta secarse y luego servirán para alimento a los perros.
La mujer se esforzó en reír.
—Juro por mi madre que no diré nada.
Pero su pálida faz expresaba claramente su temor de que aquella concubina, tan bella y tan orgullosa, pudiera convertir su amenaza en realidad. Mientras tanto, la Corte esperaba el resultado del embarazo de la consorte. Todas las concubinas, al despertar, preguntaban si había novedades; y, los príncipes y el gran consejero Shun, antes de entrar en la sala de audiencias inquirían a los eunucos si habían comenzado los dolores del parto.
Pero el hijo de Sakota no nacía. El emperador, lleno de ansiedad, ordenó al Departamento de Astrología que consultase otra vez las estrellas y determinara, examinando las entrañas de aves recién muertas, si debía nacer un varón. El esperado infante podía ser niño o no. Incluso cabía que la consorte diese a luz dos mellizos, hijo e hija, en cuyo desgraciado caso habría que dar muerte a la niña para que su vitalidad no minase las energías del heredero del trono.
Avanzaba el otoño y los médicos de la Corte empezaban a sentir inquietudes por la salud de la consorte. La espera la consumía, su fragilidad aumentaba con el disgusto de no ver nacer a su hijo, y ni conciliaba el sueño ni probaba bocado. Un día Yehonala la visitó y Sakota no quiso que entrase. El eunuco de servicio afirmó que la consorte estaba muy enferma y no podía recibir a nadie.
Yehonala se alejó, sumida en dudas. ¿Estaba Sakota enferma hasta el punto de no poder hablar con su prima? Por primera vez la joven lamentó que Sakota se hallase informada de las visitas privadas de Jung Lu. Cierto que no sabía más, pero aun tan parva referencia ponía triunfos en manos de Sakota, débiles manos que podían moverse a influjo de una personalidad más fuerte. Yehonala sabía, ya muy bien, que las intrigas medran, como malas hierbas, en los palacios. Necesitaba muchas energías para desenvolverse entre las urdimbres de las maquinaciones. Nunca volvería, ni por una hora, a poner en poder de un extraño el arma del conocimiento de un secreto.
Transcurrían, largos, los días y todos los presagios eran funestos. Llegaban malas noticias de todos los rincones del imperio. Los peludos rebeldes meridionales chinos habían tomado Nanquín y causado grandes matanzas. Los soldados imperiales no lograban ganar una batalla a los feroces rebeldes. Y, como ulteriores signos de calamidad, extrañas ráfagas de viento azotaban la ciudad, nocturnos cometas cruzaban los cielos y corrían rumores de que en muchos lugares las mujeres daban a luz gemelos y monstruos. El último día del octavo mes lunar se desencadenó a mediodía una tormenta, muy pronto transformada en un tifón más propio de los mares de la costa del Sur que de las secas llanuras norteñas en que se asienta la capital. Incluso los más ancianos no habían visto nunca relámpagos tan imponentes ni tan aterradoras tronadas. Calientes vientos soplaban del Sur, como si anduviesen los diablos por las nubes. Cayó al fin la lluvia sobre los agostados campos y las polvorientas calles, pero no en chubascos normales y breves, sino en forma de verdadero y furioso diluvio, tan torrencial que los ríos y arroyos arrastraban las tierras de cultivo.
Quizás influida por el temor o por su profunda desesperación, aquel mismo día Sakota notó que comenzaban en su cuerpo dolores del parto. La noticia corrió por todos los palacios y no hubo quien no suspendiese sus tareas para oír informes y esperar.
En aquel momento Yehonala, en la biblioteca, se aplicaba al estudio de sus libros. El cielo se había oscurecido tanto que los eunucos hubieron de encender lámparas y, a la luz de una de ellas, la joven escribía al dictado de un profesor que leía en voz alta un antiguo texto sagrado que ella debía copiar. Había llegado a este pasaje:
Chung Kung, ministro de la Casa de Chi, pidió consejo sobre el arte de gobernar. Y el Maestro dijo:
Debes aprender sobre todo el arte de tratar a tus subordinados. Pasa por alto sus flaquezas secundarias y no ensalces más que a los talentosos y honrados.
Li Lien-ying apareció junto a la cortina y, a espaldas del profesor, hizo a Yehonala varias señas que ella comprendió muy bien. Dejó el pincel y se levantó.
—Señor —dijo a su profesor—, he de ausentarme porque la emperatriz madre tiene urgencia de mí.
Hacía mucho que tenía planeado lo que tenía que hacer cuando Sakota comenzase a sentir dolores. Iría al lado de la emperatriz viuda y permanecería con ella, procurando tranquilizarla y divertirla hasta que se supiese si el recién nacido era niño o niña. Antes que el profesor pudiera replicar, ya había ella salido de la biblioteca y se encaminaba, precediéndola el eunuco, hacia el palacio de la emperatriz viuda. Mientras avanzaba los relámpagos serpenteaban sobre las copas de los árboles, bañando los patios de lívida luz. El viento impelía la lluvia hacia el interior de los pasadizos techados, como impele en partículas la espuma del mar. Pero Yehonala caminaba de prisa, indiferente a todo, y el eunuco la seguía de cerca.
Penetró en el palacio sin hablar a ninguna de las sirvientas. La emperatriz madre se había refugiado en el lecho, como siempre que descargaba una tormenta, y descansaba sobre las almohadas, sosteniendo en las manos un enjoyado rosario budista. Tenía la cara tan blanca como la grasa de carnero derretida.
Al ver a Yehonala no sonrió. Sólo dijo:
—¿Cómo puede nacer un niño sano con un tiempo como éste? Hasta el cielo brama sobre nuestras cabezas.
Yehonala corrió a su lado y se arrodillo junto al lecho.
—Sosegaos, Madre Imperial —suplicó—. El cielo no brama contra nosotros. Hombres malvados se han sublevado y quieren derribar el Trono. Mas el niño que ha de nacer sabrá salvarnos. El Cielo está enojado contra los perversos, no contra nosotros.
—¿Lo crees así? —preguntó la anciana.
—Lo creo.
Yehonala siguió arrodillada, prodigando a la emperatriz palabras de consuelo y no levantándose más que para buscar caldo caliente, que le hacía beber, exhortándola a conservar sus fuerzas. Luego leyó placenteros cuentos de un libro y tocó el laúd, y cantó y secundó las plegarias de la anciana. Así transcurrieron las horas.
Al llegar el crepúsculo el viento cesó de pronto y una extraña claridad amarillenta inundó palacios y patios. Yehonala corrió las cortinas, encendió las luces y esperó. Le llegaban continuas noticias, que no transmitía a la emperatriz viuda, de que el parto estaba muy próximo. A la claridad amarillenta sucedió una repentina oscuridad. Comenzaba la noche cuando el eunuco mayor, An Teh-hai, llegó al palacio de la emperatriz madre. Yehonala acudió a su encuentro y por la cara del eunuco comprendió que era portador de malas noticias.
—¿Ha nacido muerto el niño? —inquirió.
Su interlocutor contestó sombríamente:
—Muerto, no. Pero es una niña… y enfermiza.
Yehonala se llevó el pañuelo a los ojos.
—¡Oh, crueles cielos!
—¿Quieres dar la noticia a la Venerable Madre? —preguntó él—. El emperador está trastornado de angustia y debo volver sin demora a su lado.
—Se la daré —prometió Yehonala.
—Y tú —anunció el eunuco mayor— prepárate a acudir esta noche cuando te llame el emperador. Seguramente te necesitará.
—Estoy presta —dijo ella.
Yehonala se dirigió, lentamente, al dormitorio de la emperatriz, sin prestar atención a las mujeres de asistencia que habían adivinado la noticia y permanecían en pie, con las cabezas inclinadas y un mar de lágrimas en los ojos, mientras ella pasaba. En cuanto entró en la vasta estancia comprendió que la madre del emperador lo conocía todo también.
—No es un niño varón —dijo la anciana, con voz en la que se traslucía toda la fatiga de aquellos años de espera.
—Es una niña —confirmó suavemente Yehonala.
Volvió a arrodillarse junto al lecho, tomó las manos de la emperatriz y las acarició.
—¿A qué he de continuar viviendo? —murmuró plañideramente la emperatriz madre.
—Necesitáis vivir, Venerable Madre —respondió Yehonala, con voz profunda y tierna—. Necesitáis vivir hasta que nazca mi hijo.
Con esto revelaba sus esperanzas. Había conservado su secreto y ahora lo transmitía, como una dádiva, a la emperatriz madre.
El envejecido rostro se contrajo y, al fin, bosquejó una sonrisa.
—¿Es verdad? —preguntó—. ¿Ha sido ésa la voluntad del cielo? Sí, sí lo es. De tu recio cuerpo sólo puede nacer un varón. ¡Buda nos oiga! ¡Tiene que oírnos! ¡Y yo que te juzgaba demasiado altiva y fuerte! ¡Qué cálidas son tus manos sobre mí!
—Siempre las tengo calientes —dijo Yehonala—. Soy fuerte, en efecto. Y quizás altiva, y mi hijo será varón.
Al oír la Venerable las palabras de Yehonala, saltó del lecho con tal energía, que intimidó a cuantos la rodeaban.
—¡No te expongas, Madre Imperial! —exclamó Yehonala.
Corrió a sostener a la anciana, pero ésta la apartó y dijo con voz temblorosa:
—Enviad eunucos a mi hijo y anunciadle que tengo buenas noticias para él.
Las mujeres que esperaban fuera, oyeron aquellas palabras y cambiaron miradas de duda y alegría, mientras, entre gran trasiego, se llamaba y hacía salir a los eunucos.
—¡Mi baño! —ordenó la emperatriz madre a sus mujeres de servicio.
Y, mientras ellas se apresuraban a obedecerla, se volvió a Yehonala.
—Corazón mío —manifestó— eres más preciosa para mí que todas las personas de este mundo, excepto mi hijo. Estabas predestinada; lo vi en tus ojos. ¡Qué ojos! Es preciso evitar que te suceda mal alguno. Vuelve a tu cámara en seguida y descansa, hija. Haré que te trasladen a los patios interiores del Palacio Occidental, donde el sol da de lleno en las terrazas. Y dispondré que los médicos vayan a visitarte sin demora.
—Pero si no estoy enferma, Venerable —exclamó Yehonala, sonriendo—. Miradme.
Extendió los brazos y alzó la cabeza. Tenía las mejillas encarnadas y brillantes los negros ojos. La emperatriz la contempló.
—Hermosa, hermosa… —murmuró—. Ojos claros, cejas como alas de libélula, carne tan suave como la de una niña… Ya sabía yo que la consorte no tendría un varón.
Se dirigió a las servidoras.
—¿Recordáis que os dije que una criatura de hueso tan blando y carne tan fofa sólo podía tener una hembra?
Las interpeladas contestaron, una tras otra:
—Cierto que lo dijiste, Venerable.
Yehonala aseguró.
—En todo, Venerable, pienso obedeceros.
Saludó con ceremoniosas muestras de obediencia y se retiró del dormitorio. Traspasadas las puertas halló esperando a su sirvienta personal y a Li Lien-ying. El alto y delgado eunuco se frotaba las manos, sonreía y hacía crujir con los dedos de una mano las falanges del otro.
—Espero —declaró— los mandatos de la Fénix emperatriz.
—Calla —dijo Yehonala—. Hablas demasiado pronto.
Él protestó.
—¿No he visto el destino sobre tu cabeza? Ahora mismo lo veo a la primera ojeada. Afirmo lo que siempre me ha constado.
—Déjame —mandó Yehonala.
Y comenzó a andar con su ligera gracia, seguida de la sirvienta. A los pocos pasos se detuvo, volvió la cabeza y miró al eunuco.
—Una cosa puedes hacer —dijo—. Buscar a mi primo y contarle lo que has oído.
El eunuco alargó el cuello, nervudo y rugoso, como el de una tortuga.
—¿Le pido que venga a verte? —preguntó en sibilante susurro.
Yehonala contestó en voz clara, que todos podían oír.
—No. No es adecuado que yo hable ahora con ningún hombre, salvo mi imperial señor.
Y la joven se alejó con una mano apoyada en el hombro de su sirvienta.
Ya en su cámara esperó, por si el emperador la llamaba cuando recibiese la noticia que a ella concernía. Su camarera la bañó, la cambió de ropa interior y peinó su cabello de modo que se adaptase a su tocado esmaltado de joyas.
—¿Qué otras ropas te pongo, Venerable? —interrogó la mujer cariñosamente.
—Tráeme la túnica de color azul celeste bordada con rosadas floreritas de ciruela y la amarilla bordada en tonos de bambú verde —dijo Yehonala.
Le fueron llevadas las dos prendas. Antes de que ella decidiese cuál se adaptaba al color de su rostro, estalló una conmoción en los patios exteriores. Un repentino tumulto de lamentos y voces se dejaba sentir sobre los muros.
—¿Qué desgracia habrá ocurrido? —exclamó, la sirvienta.
Y salió corriendo y dejando a su señora frente a las túnicas extendidas en el lecho. En la puerta del patio tropezó con Li Lien-ying. El eunuco tenía la cara verde como un melocotón sin madurar y la tosca boca grotescamente abierta.
—¡La emperatriz madre ha muerto! —jadeó con voz que salía ronca y seca de su garganta.
—¡Muerta! —gritó la mujer—. ¡Si mi señora estaba con ella hace dos horas!
El eunuco repitió:
—Muerta. Entró tambaleándose en la sala de audiencias, apoyada en sus damas de servicio. El emperador se precipitó hacia ella y ella abrió la boca con tanta dificultad para respirar como si tuviese una herida en la garganta. Al fin anunció que el soberano iba a tener un hijo y ésas fueron sus últimas palabras, porque cayó muerta en brazos de sus damas. Su alma ha partido hacia las eternas Fuentes Amarillas.
La mujer aulló:
—¡Oh, Señor del Infierno! ¿Quién puede soportar tales noticias?
Se lanzó a la carrera para informar a su señora, pero Yehonala, que se había dirigido presurosamente a la puerta exterior, lo había oído ya todo.
—He dado a la Madre Imperial una alegría demasiado grande —dijo con tristeza.
—No, pero la alegría llegó demasiado pronto después del disgusto y el alma de la Venerable quedó dividida —opinó la mujer.
Yehonala no contestó. Volviose a su dormitorio y contempló las dos túnicas colocadas ante ella.
—Quítalas —ordenó al fin—. No volverán a llamarme hasta que hayan pasado los días de luto del emperador.
La vieja, sollozando y quejándose de tan mala fortuna, dobló las deslumbrantes ropas y las guardó en los cofres de laca encarnada de donde las había sacado.
Los meses se deslizaron plácidamente y llegó la temporada de los primeros fríos. Reinaba quietud en la Ciudad Prohibida, sumida en luto por la falta de la emperatriz, y el Hijo del Cielo, ataviado con las blancas ropas consagradas a la muerte, vivía en abstención. Yehonala echaba de menos las bondades de la difunta soberana, aunque sabía que no la olvidaban. Se sentía más libre, aun cuando la guardaban bien por orden del emperador. Tenía cuanto solicitaba, pero estaba forzada a obedecer los mandatos que recibía. Se la incitaba a comer las viandas más delicadas y deliciosas, como pescado de los distantes ríos, conservado en hielo y nieve, carpas amarillas y anguilas de resbaladiza piel. Deseaba pescado en todas las comidas y tomaba caldo hecho con espinas de pez machacadas. Aparte de esto, sólo le placían los toscos dulces de su infancia, que antaño compraba en los tenderetes de los vendedores: bollos de azúcar moreno, semillas de sésamo y pasteles de harina de habichuelas endulzados y rellenos de harina de arroz. Le placían aquellas golosinas propias de los campesinos. En cambio, no probaba el cerdo, el carnero y el pato asado ni otras vituallas palaciegas. Lo más difícil de tomar eran las hierbas y medicamentos que los médicos reales preparaban diariamente para ella, continuamente temerosos de que el niño naciera demasiado pronto o deformado, catástrofe que les atribuía a ellos, como sabían muy bien. Todas las mañanas, después de ser bañada y vestida, y antes de haber comido, aparecía un tropel de médicos que le tomaban el pulso, le examinaban el interior de los párpados, le miraban la lengua y le olían el aliento. Conferenciaban durante dos horas discutiendo en qué condiciones se encontraba la joven aquel día y, después de que llegaban a un acuerdo, prescribían y preparaban ellos mismos las recetas que designaban. ¡Qué horrible sabor el de aquellas escudillas llenas de mixturas verdes e infusiones negras! Pero Yehonala las bebía porque bien le constaba que no llevaba en sus entrañas un niño ordinario, sino alguien que pertenecía a todo su pueblo e iba a ser su gobernante. Nunca tuvo duda de que su vástago sería varón. Comía en abundancia, dormía bien, asimilaba los medicamentos mejor o peor, y su juvenil cuerpo rebosaba salud. Una satisfecha alegría parecía sonar como música en todos los palacios y aquel sentimiento se transmitía a todo el país. Las gentes se decían que los tiempos habían cambiado, que habían pasado los males y que el bien descendía de nuevo sobre el imperio.
En el intermedio la misma Yehonala había cambiado. Hasta el día en que supo el estado en que se hallaba, había sido una muchacha caprichosa y traviesa, voluble e impetuosa, a pesar de su amor a los libros y de su ambición de saber. Ahora, si bien continuaba leyendo los antiguos libros y caligrafiando los antiguos caracteres, relacionaba consigo misma y con su futuro hijo cuanto aprendía. En consecuencia, cuando conoció las palabras de Lao Tse que dicen que «de todos los peligros, el mayor consiste en no dar importancia al enemigo», quedó impresionada por su significación. Aquel sabio había vivido muchos cientos de años antes que ella y, no obstante, sus palabras parecían tan recientes como si se hubieran proferido ante ella aquel mismo día.
¿El enemigo? El reino que algún día gobernaría su hijo estaba al presente asediado por enemigos. Hasta entonces no se le había ocurrido que eso tuviese que ver nada con ella, pero ahora se daba cuenta de que, en realidad, los enemigos de China lo eran de su hijo y suyos.
Alzó los ojos y preguntó a su profesor:
—¿Quiénes son nuestros actuales enemigos?
El anciano eunuco movió la cabeza.
—Señora —contestó—, no entiendo de asuntos de Estado. Sólo conozco los sabios antiguos.
Yehonala cerró el libro.
—Envíame un hombre que me enseñe quiénes son mis presentes enemigos —pidió.
El provecto eunuco estaba aturdido, pero era lo bastante inteligente para conocer cuándo no debía formular preguntas. Por lo tanto, trasladó la orden de la joven a An Teh-hai, el eunuco mayor, el cual habló al príncipe Kung, sexto hijo del anterior emperador.
La madre del príncipe había sido concubina. Kung era hermanastro de sangre del presente emperador, Hsien Feng. Los dos hermanastros habían crecido juntos, estudiando los mismos libros y aprendiendo el manejo de las armas con los mismos profesores.
El príncipe Kung era hombre de mentalidad desarrollada y de rostro agradable y varonil. Su inteligencia y sabiduría eran tan serenas y elevadas, que muchas veces los ministros, príncipes y eunucos acudían a consultarle secretamente mejor que al emperador. Como nunca delataba a nadie, todos confiaban en él. Así, An Teh-hai fue directamente al palacio del príncipe, que radicaba fuera de la Ciudad Prohibida, y le rogó que visitase a Yehonala, añadiendo que a él le agradaría que diese lecciones a la joven favorita.
El jefe de los eunucos añadió:
—Es una mujer muy fuerte, llena de salud, y tiene el cerebro tan claro como el de un hombre. Ninguno dudamos de que dará a luz un hijo varón que será nuestro emperador en el futuro.
El príncipe Kung reflexionó en la propuesta. Era un hombre joven y no le parecía adecuado andar en tratos con una concubina. Sin embargo, iba a ser pariente de ella a través de su imperial hermano y las costumbres debían quedar un tanto al margen. Además, ellos no eran chinos, sino manchúes y sus usanzas eran mucho más libres que las chinas. Por ende, recordó lo mal que andaban los tiempos. Su hermano mayor, el emperador, era disoluto y débil. La Corte, corrompida y perezosa, y los príncipes y ministros parecían carecer de la vitalidad y capacidad necesarias para atajar el derrumbamiento del imperio. El tesoro estaba exhausto, las cosechas eran pobrísimas muchas veces y el pueblo padecía hambre a menudo. Ello hacía que la gente se indignase y sublevara. Por doquier había bandas rebeldes actuando contra el Trono del Dragón. Los chinos declaraban que ya era hora de arrojar a los emperadores manchurianos que los habían regido durante más de dos siglos.
¡Expulsar a los manchurianos! ¡Restaurar la antigua dinastía china de los Ming! Muchos de tales rebeldes se habían congregado en una horda mandada por el loco Hung, el del cabello largo, que se llamaba a sí mismo un Cristo chino. ¡Como si no fuese bastante ya que se llamasen cristianos los extranjeros y en nombre de Cristo procurasen inducir a los jóvenes, en escuelas e iglesias, a que abandonasen sus dioses familiares! ¿Qué esperanza quedaba, pues, fuera de mantener reciamente unidos los restos del imperio hasta que naciese un heredero, fuerte hijo de una fuerte madre?
—Daré lecciones a la favorita —convino—, pero exijo que su anciano profesor se halle presente mientras yo esté allí.
Al día siguiente, cuando Yehonala acudió a sus usuales lecciones, en la biblioteca imperial, encontró al lado de su profesor, a un hombre alto, joven y de recia y apuesta apariencia. Con él estaba An Teh-hai, quien presentó al príncipe Kung, explicando el motivo de que se hallara en aquel lugar.
Yehonala se colocó la manga ante la cara y se inclinó. El príncipe Kung permaneció en pie a un lado, apartando la cabeza.
—Siéntate, por favor, hermano mayor —dijo Yehonala.
Y se sentó en la silla de costumbre, mientras el anciano profesor ocupaba su lugar al extremo de la mesa. El eunuco mayor estaba en pie, tras el príncipe, y detrás de Yehonala sus cuatro damas.
El príncipe Kung comenzó a instruir a la concubina imperial. Sin mirarla, siempre separando el rostro, inició las lecciones que debían continuar, una vez a la semana, por espacio de varios meses. Kung habló a la joven del estado interno de la nación. Describió cómo la debilidad del Trono incitaba sus súbditos a la rebelión y a la invasión de los enemigos instalados más allá de las llanuras del Norte y de los mares del Este. Pormenorizó la forma en que tales invasores, trescientos años antes, llegaron desde Portugal proponiéndose comerciar en especias. Las riquezas que obtuvieron con su ilegal botín tentaban a otros individuos de Europa a imitarlos. Llegaron pues, los conquistadores españoles y los holandeses en sus barcos, y los ingleses, que hicieron la guerra para imponer el tráfico del opio, y últimamente, los franceses y alemanes.
Yehonala abría mucho los ojos, que parecían más grandes y negros que nunca. Su cara palidecía y se sonrojaba alternativamente y sus manos se crispaban sobre sus rodillas.
—¿Y no podemos hacer nada? —exclamó.
—¿Qué podemos hacer? —respondió el príncipe Kung—. No somos gente marinera como los ingleses. Sus diminutas tierras, circuidas por el mar, son pobres y estériles y ellos han de atravesar los océanos si no quieren perecer de hambre.
—Creo, sin embargo… —empezó Yehonala.
Kung levantó la mano.
—Esperemos. Aún hay más.
Y dijo que los ingleses sostenían continuas guerras, siempre victoriosas.
—¿Por qué? —preguntó la joven.
—Porque gastan sus riquezas en armas de guerra —declaró el príncipe Kung.
Y dijo que existía otro enemigo, éste situado al Norte.
—Hace mucho —siguió— que conocemos a los rusos. Hace quinientos años. Es el gran Kublai Khan, que gobernaba estas tierras, quien empleó rusos como guardia personal y así lo hicieron todos los emperadores de su dinastía. Doscientos años después el ruso Yermak, un aventurero, especie de pirata de tierra que tenía la cabeza a precio, cruzó, con una banda de hombres feroces, los montes Urales en busca de pieles para los mercaderes que le empleaban. Peleó con las tribus septentrionales, que vivían en el valle del gran río Obi, les tomó su ciudad real, llamada Siber, y se anexionó aquellas tierras en nombre del zar, monarca de Rusia. Desde entonces a toda esa región se le dio el nombre de Siberia. Y por esas hazañas de conquista, se perdonaron sus culpas a Yermak, y aun hoy sus compatriotas le llaman grande.
—Ya he oído bastante —dijo bruscamente la joven.
—No lo suficiente, Muy Favorecida —replicó el príncipe Kung—. Tampoco los ingleses nos dejaron vivir. En la época de Cha Ch’ing, hijo del poderoso Ch’ien Lung, llegó aquí un enviado británico llamado Amherst. Ese hombre, cuando se le llamó a las salas de audiencias a la habitual hora del alba, se negó a presentarse, diciendo que sus ropas de gala no habían llegado todavía, añadiendo qué estaba enfermo. El Hijo del Cielo que nos gobernaba entonces, envió sus propios médicos para que reconociesen al extranjero y ellos volvieron diciendo que el enviado padecía una falsa dolencia. El Hijo del Cielo se enojó y ordenó al inglés que volviese a su tierra. Pero los hombres blancos son obstinados, Muy Favorecida, y nunca se inclinan ni arrodillan ante nuestros Hijos del Cielo. Aseguran que no doblan la rodilla ante nadie, salvo ante sus dioses… y también ante las mujeres.
—¿Ante las mujeres? —repitió Yehonala.
Divertida por aquella imagen de los hombres blancos arrodillados ante las mujeres, levantó la mano para esconder la risa detrás de la manga, pero no pudo evitar que se la oyera reír, y el príncipe Kung, volviendo los ojos, leyó la expresión traviesa de los ojos de su discípula, y él mismo rompió en una risa callada. Animado por lo que veía, el jefe de los eunucos rió también y después rieron las damas de Yehonala, alzando sus mangas de seda para cubrirse las caras.
Cuando terminó de reír, Yehonala preguntó:
—Conque ¿los extranjeros no se arrodillan ante el Hijo del Cielo?
—No, no se arrodillan —confirmó el príncipe Kung.
Yehonala guardó silencio por un momento. Pensaba que cuando su hijo gobernase, los extranjeros doblarían la rodilla ante él y, si no lo hacían, inclinando la cabeza hasta el suelo, serían decapitados.
Preguntó:
—¿Y seguimos siendo tan importantes?
—Debemos resistir —apoyó el príncipe Kung—, aunque no por las armas, ni con batallas, porque no tenemos medios para ello. Más sí con obstrucciones, dilaciones y contemporizaciones aparentes. Tenemos que negar a los extranjeros la satisfacción de sus deseos. Ahora que los recién llegados americanos, continuadores de los ingleses, insisten en que se extiendan a ellos los beneficios de los tratados que nos hemos visto obligados a firmar con otros pueblos occidentales, hemos pedido que su Gobierno no proteja a aquellos de sus connacionales que trafican en opio, y los americanos han accedido a esta solicitud.
—¿Cuál serán el fin de todo? —murmuró Yehonala.
—¿Quién sabe? —respondió el príncipe Kung.
Suspiró profundamente y se ensombreció su faz, una faz de expresión amarga, a pesar de estar bien conformada; una faz, triste, de arrugas muy marcadas en tono a la delgada boca y entre las negras cejas.
Se levantó e hizo una reverencia.
—Basta por hoy —dijo—. Te he descrito unas cuantas líneas de Historia, Muy Favorecida. Después, si te parece, las completaré hasta que veas la clara verdad.
Se levantó y se inclinó.
Así terminó el día. Por la noche la joven no pudo dormir. ¿Qué destino era el suyo? Su hijo había de reconquistar el imperio y arrojar los enemigos extranjeros al mar.
Yehonala había dejado de sentirse prisionera en Palacio. Era el centro de las esperanzas del pueblo. Todos se preocupaban de lo que comía, de si dormía bien, de si padecía de los nervios o sentía dolores, de su color, de su risa, de sus caprichos y antojos. Aureolados por aquel hado de importancia vinieron y pasaron los meses de invierno, día tras día, hasta que los claros resplandores del sol, iluminando los cielos sin nubes, prestaron nueva vida a la ciudad. La esperanza animaba a las gentes y las transacciones mercantiles eran buenas. En el Sur, los rebeldes, de largas cabelleras se fortificaban en la ciudad de Nanquín y en el Norte circulaban rumores de que el jefe del alzamiento se apoderaba de muchas mujeres y las corrompía dándoles vino y buenos alimentos. Pero Yehonala recibía aquellas noticias con escasa preocupación. Los chinos rebeldes no eran sus verdaderos enemigos, sino los extranjeros, los hombres blancos.
Y aun así, ¿por qué habían de ser enemigos? Que se volviesen a sus tierras y sobraba toda enemistad con ellos. «Nosotros no buscamos más tierra que la nuestra», reflexionaba Yehonala.
Una acusada tendencia a lo suave Invadía su ánimo en aquellos días. Nunca se había sentido corporalmente tan sana. Si ello se debía a las hierbas e infusiones que le daban a beber o a su propia energía vital que florecía plenamente bajo el influjo de su venidera maternidad, lo ignoraba. Incluso, por extraño que pareciera, había dejado de odiar al Hijo del Cielo. Cierto que no le amaba, pero le compadecía, pareciéndole la mera apariencia de un hombre por mucho que se adornara con sus dorados atuendos oficiales. Le acunaba en sus brazos por la noche y por el día le honraba con un respeto rayano en la extravagancia. Después de todo, era el padre de su hijo.
Pero ¿lo era en realidad? Esa cuestión eterna de la duplicidad se escondía en su corazón. A juzgar por todo lo que el mundo creía y veía, el Hijo del Cielo era padre de su hijo. Y como tal debía el niño mirar al emperador. Secreto en el fondo de su alma, latía el vivido recuerdo de Jung Lu y de la hora en que él se doblegó a su deseo.
Dos corrientes contradictorias informaban su vida íntima. La primera, su constantemente acrecido orgullo de ir a ser la madre del heredero del Trono; la segunda, su escondido amor. La primera le hacía estudiar celosamente la historia del pueblo que su hijo debía regir, y de aquí que estudiase tantos libros antiguos y formulara preguntas al príncipe Kung. La segunda la llevaba a percibir con renovada vividez la belleza del mundo en que algún día debía poner a su hijo.
Algunas tardes, en vez de encerrarse en la biblioteca, pasaba horas andando con sus damas, mientras su eunuco guardián, Li Lien-ying las escoltaba de cerca.
Nunca rebasaban los muros de la ciudad del emperador, pero dentro de aquel recinto había tanto que ver, que hubiera necesitado muchos años para conocerlo todo. Cuando el sol estaba alto y no soplaban vientos fríos, Yehonala caminaba de patio en patio, seguía los corredores y avanzaba entre las elevadas paredes rojizas de los pasadizos que unían los patios de los distintos palacios. Un triple muro rodeaba la Ciudad Sagrada y en aquellos muros se abrían cuatro puertas que miraban a los cuatro puntos del horizonte. Pasada la primera de aquellas grandes puertas se hallaban otras tres interiores que conducían, por puentes y jardines, a los palacios y salas del Trono. Esas salas miraban siempre al Sur y sus colores eran símbolo de los elementos. Los jardines eran bellos, incluso en invierno. El bambú del Norte verdecía bajo la nieve y bajo ésta seguía ostentando sus hojas de color escarlata el bambú hindú. En la Puerta de la Paz Celestial se alzaban dos pilastras de mármol blanco rodeadas de dragones esculpidos, y a aquel lugar se dirigía, a menudo, sin saber por qué, a no ser porque su espíritu se elevaba ante el grandioso espectáculo de aquellos blancos pilares.
Palacio por palacio, con sus muchos salones del Trono, la joven aprendió a conocer la sagrada ciudad, considerada centro de la tierra como la estrella de Septentrión se considera centro del cielo. ¡En qué espléndida soledad se movía entre sus damas! Había acertado al convertir aquella ciudad en solar natal de su hijo y en lugar de su residencia.
En el tercer mes de la primavera del nuevo año, en un día elegido por una decisión celeste ignorada para ella, Yehonala puso al mundo a un hijo. El cual nació en presencia de las damas de más edad de la Corte. El niño era indisputablemente heredero del Trono, y así le declararon las matronas presentes. Mientras Yehonala procuraba acurrucarse en un escabel, una comadrona cogió al niño y lo mostró a las damas.
—Ved, venerables —anunció—. Un varoncillo lleno de salud y fuerza.
Yehonala, medio desvanecida, alzó la vista y distinguió a su hijo, que, sostenido por las manos de la comadrona, agitaba brazos y piernas y lloraba a grito herido, abriendo mucho la boca.
Cuando cayó la dulce noche de primavera, el patio de su palacete privado se iluminó con la claridad de las linternas del altar de los sacrificios. Desde su lecho Yehonala miró por las bajas ventanas de celosía y vio el gran concurso de príncipes, damas y eunucos, que permanecían en pie más allá del ara. La luz de las candelas oscilaba ante sus rostros y centelleaba en sus multicolores túnicas de seda, bordadas en plata y oro. Había llegado la hora de dar gracias al cielo por el nacimiento del niño. Y el emperador, ante el altar, efectuaba la ofrenda y anunciaba que tenía un heredero. Sobre el altar estaban las tres arras de la ofrenda, consistentes en una cabeza cocida de cerdo, pelada y blanca, en un gallo también cocido, completamente pelado, excepto cabeza y cola; y en un pez vivo que, entre el cerdo y el gallo, se agitaba en una red de seda escarlata.
El rito era difícil. Sin embargo, nadie podía efectuarlo más que el Hijo del Cielo. El pez había sido sacado vivo de un estanque de lotos y debía volver vivo en las mismas condiciones al agua, porque, si no, el heredero del imperio no viviría hasta alcanzar la edad viril. Además, el imperial padre no podía darse prisa ni violar la solemne dignidad de lo que hacía, so pena de ofender al cielo.
En profundo silencio, el emperador levantó los brazos, y, siempre en silencio, se arrodilló ante los cielos, únicos a los que debía obediencia, y entonó sus loores. Exactamente en el momento previsto y justo terminó sus alabanzas y, asiendo al pez aún vivo con ambas manos, lo entregó al eunuco mayor, quien se apresuró a dirigirse al estanque y arrojar el pez dentro, esperando a ver si nadaba. En casó contrario, el heredero moriría en la infancia. Manteniendo alta su linterna contempló las aguas. La Corte esperaba en silencio y el emperador permanecía inmóvil ante el altar.
La linterna iluminó lo que parecía un relámpago de plata en el agua del estanque.
—¡El pez vive, Majestad! —gritó el eunuco. Al escuchar aquellas alegres palabras, la asamblea comenzó a hablar y reír. Se encendieron toda clase de fuegos de artificio, en todos los palacios se dio libertad a pájaros enjaulados y los cohetes diseminaron alegremente en el cielo sus luminosos resplandores.
Mientras Yehonala miraba por la ventana, apoyándose en el codo, todo el cielo pareció henderse ante sus ojos y en el centro del espacio la madre vio centellear, sobre un fondo de oscuridad acuchillada de destellos, una gran orquídea dorada, con toques de púrpura en los pétalos.
—¡Esto es en tu honor, señora! —gritó la sirvienta.
Un gran clamor retumbó en la ciudad cuando la gente vio la flor de fuego. Yehonala, riendo, se dejó caer en los almohadones. Muchas veces en su vida había deseado ser hombre, pero ahora se sentía contenta de haber nacido mujer. ¿Qué hombre podía conocer un triunfo tan grande como el de dar un hijo al emperador?
Preguntó:
—¿Está mi prima, la consorte, en el patio?
La vieja sondeó con la mirada las sombras y luces de la explanada llena de gentío.
—La veo entre sus damas —manifestó.
—Vete a buscarla —ordenó Yehonala— e invítala a venir. Dile que tengo deseos de verla.
La mujer salió. Aproximose orgullosamente a la consorte y le rogó que acudiese al lado de Yehonala.
—Mi señora considera a la consorte del Dragón como su hermana mayor —dijo la mujer, persuasiva.
Sakota movió la cabeza.
—Me he levantado del lecho para asistir al sacrificio y al lecho debo volver. No me encuentro bien.
Se volvió mientras hablaba y, apoyándose en las damas y conducida por un eunuco con un farol, se perdió en la oscuridad de una puerta en forma de media luna.
Todos quedaron sorprendidos. La mujer de servicio volvió al lado de Yehonala.
—Señora, la consorte no quiere venir. Se funda en que está enferma. Pero creo que no lo está.
—Entonces, ¿por qué no viene? —preguntó Yehonala.
La camarera replicó:
—¿Quién puede predecir los cambios del corazón de una consorte? Ella tiene una hija y el hijo es tuyo.
—Sakota no tiene el corazón tan mezquino —insistió Yehonala.
Pero, a la vez que hablaba, recordó que su prima podía esgrimir sobre la cabeza de la favorita el puñal del secreto que conocía.
La mujer repuso:
—¿Quién conoce nuestro corazón?
Esta vez Yehonala no contestó.
El patio había quedado vacío, porque el emperador y su séquito se habían ido a los festines. Durante toda la noche el pueblo se divirtió y se entregó por completo a la alegría. De norte a sur, de este a oeste, se abrieron las puertas de las prisiones y cuantos había dentro fueron libertados, sin preguntarles cuál era su crimen. En ciudades y aldeas las tiendas no se abrieron en siete días, no se mató animal alguno destinado al alimento de los hombres y no se pescaron peces en ríos ni albercas. Y los que ya habían sido atrapados y aún estaban vivos, en cubos y cestos de los mercados, fueron devueltos a las aguas de que procedían. Se abrieron las jaulas de las aves en las casas particulares, como lo habían sido las de los palacios. Los hombres de calidad que se hallaban en el destierro, recibieron autorización para regresar, recobrando sus títulos y propiedades. Y todo esto se hizo en honor del niño imperial que acababa de nacer.
Más Yehonala, en su lecho, se sentía singularmente sola. Sakota, siempre tan gentil, siempre tan amable, no había ido a verla ni a ver a su hijo. ¿Por qué razón?
Sin duda los eunucos habían andado muy ocupados llevando y trayendo chismes, y haciendo que Sakota pensase mal de su prima, precisamente cuando le había nacido un hijo. El gran consejero Su Shun, o su amigo el príncipe Yi, sobrino del emperador, podían ser los factores del mal, porque los dos estaban celosos de ella.
Li Lien-ying le había dicho que, hasta su llegada, en ellos era en quienes más confiaba el emperador, con el que estuvieron en relación estrecha hasta que el Hijo del Cielo buscó la continua proximidad de Yehonala, a impulsos de la insaciable pasión que sentía por ella.
«No les he hecho daño alguno —pensó la joven— e incluso he sido con ellos más cortés de lo necesario».
El gran consejero era altivo y ambicioso, aunque su nacimiento fuese muy bajo. Yehonala había nombrado a su hija Mei, una jovencita de dieciséis años, su dama de honor en la Corte. Pero necesitaba buscarse la amistad del príncipe Kung. Recordaba la fina y bien formada faz de aquel hombre. Y determinó hacer de él un aliado. En el refugio de su grande y encortinado lecho, con su hijo acurrucado en el hueco de su brazo, Yehonala reflexionó sobre el destino que esperaba a ella y él. Los dos estaban solos contra el mundo. El hombre a quien amaba no podría ser nunca su marido. Mientras estuvo sola pudo haber escapado a su sino por la muerte, pero esto ya no se encontraba a su alcance. Había tenido un hijo que sólo podía contar con ella para vivir seguro entre la maraña de intrigas de los palacios. Los tiempos eran malos; los signos de los cielos, portentosos; el emperador, muy débil… Sólo ella podía asegurar el Trono a su hijo.
Aquella noche y otras noches después —de hecho todas las noches de su vida— al llegar la madrugada Yehonala se enfrentaba con su destino, mirándolo con ojos fríos y corazón inquieto. Le constaba que sólo en sí misma encontraría bastante fuerza para prepararse a los peligros que surgirían cada alba. Debía desafiar a enemigos y amigos, y hasta a la propia Sakota, que conocía su secreto. Aquel niño, hijo suyo, que tenía en los brazos, había de ser siempre el hijo del emperador Hsien Feng. No admitiría otro nombre para él. Era hijo del emperador y heredero del Trono del Dragón.
Así comenzó Yehonala la larga batalla de su destino.