Mi padre dejó, a su muerte, un número considerable de documentos, acumulados durante sus campañas. Había entre ellos órdenes militares, informes, partes al Alto Mando, etc. Además de dichos documentos oficiales, existían un número determinado de volúmenes, comprendiendo su diario personal y notas varias acerca de la campaña de Francia en el año 1940 y de la guerra en el desierto.
Después de la Primera Guerra Mundial, mi padre publicó un libro sobre táctica de Infantería, basado en sus propias experiencias. Mientras lo estaba redactando, observó que había guardado muy pocos de los documentos esenciales y que su diario le servía de poco; existían lagunas en los períodos más importantes, durante los cuales estuvo tan ocupado en la lucha, que no tuvo tiempo para escribir nota alguna.
Es indudable que intentaba publicar otro libro acerca de las lecciones militares derivadas de sus experiencias en la Segunda Guerra Mundial, y esta vez decidió no encontrarse en situación desventajosa, por lo que respecta a anotaciones tomadas sobre el terreno.
Desde el momento de cruzar la frontera, el 10 de mayo de 1940, empezó a llevar un diario personal de las operaciones, que dictaba al fin de cada jornada a uno de sus ayudantes. Siempre que se producía un pequeño intervalo, redactaba reflexiones breves sobre lo ocurrido.
Conservó todas sus órdenes oficiales, sus informaciones y sus documentos. Además tenía centenares de mapas y de croquis de las operaciones, que él o sus ayudantes habían trazado con lápices de colores, y algunos de los cuales fueron luego cuidadosamente terminados con tinta; había también diseños para los mapas que más tarde ilustrarían su obra.
Cuando los acontecimientos adoptaron un giro menos favorable, se impuso la tarea de que un relato objetivo y extenso de sus campañas sobreviviera a su posible fallecimiento, eliminando así toda posibilidad de que sus actos fueran mal interpretados. A su regreso de África trabajó en ello con gran secreto, dictando o entregando hojas para ser pasadas a máquina, unas veces a mi madre y otras a sus ayudantes. Al regresar de Francia en agosto de 1944, empezó a escribir un relato de la invasión, que destruyó, cuando se hizo patente que sospechaban de su complicidad en el complot del 20 de julio. Por otra parte, existían algunos documentos que hubiese quemado, de haber tenido tiempo.
Era un fotógrafo entusiasta, y pensando, sin duda en el libro que entonces preparaba, había regresado a Italia después de la Primera Guerra Mundial, para obtener fotografías muy necesarias para sus croquis de carácter táctico, allí donde estuvo luchando en 1917. La empresa no fue fácil, porque los italianos no recibían gustosos a los oficiales alemanes que recorrían sus territorios fronterizos, armados de una cámara. Mi padre viajaba en una motocicleta, acompañado de mi madre y haciéndose pasar por «maquinista».
Había tomado miles de fotografías, tanto en Europa como en África, algunas de ellas en color, para el libro que pensaba escribir acerca de la Segunda Guerra Mundial. Solía enfocar su máquina durante los avances, y una vez me dijo: «No quiero registrar mis retiradas».
Escribía diariamente a mi madre, y había conservado casi un millar de dichas cartas.
Pero sólo una parte de dicho material sobrevivió al cúmulo de vicisitudes que se abatieron sobre él.
Durante los meses que precedieron al estallido de la guerra dirigió la Academia de Guerra de Wiener Neustadt, situada a unos 45 Km. al sur de Viena. La Academia estaba instalada en un enorme y viejo castillo. Cuando, en 1943, las escuadrillas de bombarderos americanos y británicos empezaron a atacar la ciudad, y nuestra casa estuvo en peligro de quedar destruida, depositamos algunos documentos de mi padre en las profundas bodegas del castillo, mientras otros eran enviados a una granja en el sudoeste de Alemania. El resto lo conservamos en nuestro poder, cuando en otoño de 1943 nos trasladamos de Wiener Neustadt a Herlingen, a 8 Km. de Ulm, en Württemberg.
La muerte de mi padre hizo que mamá se sintiera ansiosa por recuperar sus documentos, no sólo por razones personales, sino para que cuando se escribiera la historia, pudiera ser contada la verdad. Durante los funerales, un oficial de las S. S. había tratado de indagar lo sucedido con aquellos. No caímos en la trampa. Sin embargo, era muy probable que se realizaran tentativas para arrebatárnoslos.
En consecuencia, mi madre empezó a reunirlos en la casa. Fui a Wiener Neustadt para recoger los que habíamos dejado en las bodegas del castillo. Por aquel entonces no se necesitaba ser profeta para comprender que, a su debido tiempo, las tropas soviéticas llegarían al lugar. En efecto, seis meses más tarde saquearon el castillo, reducido a un montón de escombros, después de la heroica resistencia ofrecida por los cadetes alemanes que se instruían allí. Todo fue robado.
Con la ayuda de la hermana de mi padre y del Capitán Aldinger, su ayudante, mamá empezó a empaquetar los documentos, disponiéndolos para la evacuación, si esta se hacía necesaria. Su intención era situarlos en lugares distintos, ya que lo más probable era que, de estar concentrados en un mismo sitio, acabasen por descubrirlos.
A mediados de noviembre de 1944 el Capitán Aldinger, que había ayudado a mi madre a poner en limpio lo referente a papá, recibió la orden del Alcalde de Ulm de presentarse en la estación principal de la ciudad. Se añadía que un oficial de la Plana Mayor del General Maisel se encontraría allí para discutir con él ciertos asuntos. El General Maisel era quien un mes antes había acompañado a mi padre a su partida. El Capitán Aldinger tendría que regresar con él a Herrlinger.
El propósito de aquella visita resultaba obscuro para mi madre y para el Capitán. ¿Se había planeado alguna detención? ¿Proyectaban proceder a un registro en busca de las notas? Nadie podía decirlo.
La tarea de ocultar el resto de los documentos procedió a pasos acelerados. Al atardecer del 14 de noviembre, y exceptuando algunas notas personales, sólo quedaban en la casa documentos oficiales calificados de «secretos», y que en un momento dado habrían forzosamente de ser entregados.
La mañana del 15 de noviembre, Aldinger partió de Herrlingen hacia Ulm. «—Dejaré el coche aquí —dijo—; sólo Dios sabe cuándo estaré de regreso. Quizá me detengan, pero en caso contrario regresaré en seguida a Herrlingen».
Mi madre esperó, pero por la tarde empezó a sentirse seriamente alarmada, pensando que, en efecto, Aldinger habría sido arrestado. El peligro de que esto ocurriera resultaba muy grande, porque, exceptuándonos a nosotros dos, él era el único que conocía la causa verdadera de la muerte de papá. Hacia las tres se abrió la puerta del jardín y entró. Venía solo y llevaba bajo el brazo un voluminoso paquete envuelto en papel blanco. Por fortuna sus sospechas resultaron infundadas. El oficial de Maisel había hecho entrega del bastón de Mariscal y de la gorra, que los dos Generales habían retirado a mi padre el 14 de octubre, después de su muerte. Llevaron ambos trofeos al Cuartel General del Führer, y, como supimos más tarde, fueron guardados durante algún tiempo en el escritorio de Schaub, ayudante de Hitler. Después de la muerte de mi padre, el Capitán Aldinger había protestado repetidamente, en nombre de mamá, por aquella conducta improcedente. Contra todo lo esperado había logrado salirse con la suya.
Por aquel entonces la mayor parte de los documentos estaban ya situados en dos granjas del sudoeste de Alemania: unos, en una caja oculta tras la pared de un sótano; los otros, bajo un montón de cajones vacíos en una bodega. Una cajita con multitud de notas acerca de la batalla de Normandía, fue enterrada por un amigo entre los muros de una casa en ruinas de Stuttgart, en cierta parte de la ciudad, tan asolada por repetidos ataques aéreos, que no podía ya ser considerada objetivo militar. El diario de mi padre, entre 1943-1944, quedó depositado en un hospital, y otro material diverso remitido a mi tía de Stuttgart. Mi madre retuvo en Herrlingen las notas que habían formado el manuscrito original de la campaña de África, las películas tomadas en Francia durante las victorias de 1940, y sus cartas personales.
De manera harto extraña, mi madre estaba tan preocupada con el temor de que las autoridades nazis se apoderaran de los documentos, que no se le ocurrió la posibilidad de que los aliados, ya muy próximos, pudieran demostrar parecido interés.
Durante la segunda mitad de abril de 1945 los bombardeos se hicieron continuos. Hora tras hora los proyectiles yanquis de gran peso estallaban en Ulm, que ardía en varios lugares. Desde el oeste y el norte llegaba el tronar de la artillería, cada día más cercano y amenazador. Los restos del Ejército alemán discurrían desarmados por el valle donde se encuentra Herrlingen. Los soldados iban a pie o en carros, temiendo siempre el ataque de los bombarderos y cazas estadounidenses. La Volksturm[2] local, en la que servían jóvenes de catorce años y ancianos de sesenta y cinco, había sido movilizada, y por todas partes se veían letreros proclamando: «Quien no defienda Ulm es un cobarde».
Un día, debió ser el 20 de abril, mi madre, que miraba por la ventana, vio los tanques americanos aproximarse a Ulm. Cuando al día siguiente los soldados aliados procedieron a incendiar parte del pueblo vecino, bajo la falsa sospecha de que se ocultaban guerrilleros en las casas, y cuando largas columnas de refugiados del mencionado pueblo llegaron a Herrlingen, empezó a alarmarse seriamente por la suerte de los documentos que aun se hallaban en casa, y dispuso las cartas, las notas y las películas de modo que pudiera llevárselas consigo en un momento dado. Parte de todo ello lo colocó en una vieja maleta, que, con la ayuda de unos vecinos, enterró en el jardín.
Las tropas americanas ocuparon Herrlingen y fueron apostados centinelas en todas partes. Era imposible enterrar más material. Entre los primeros americanos que acudieron a visitar a mi madre se encontraba un tal Capitán Marshall, del Séptimo Ejército, el cual preguntó si había documentos en la casa. Confiando en que las cartas particulares no serían confiscadas, mamá le contestó: «—Sólo tengo las cartas de mi esposo». «—¿Dónde están?», preguntó Marshall.
Bajamos al sótano, y cuando vio los innumerables sobres que contenían las cartas, metidos en una caja, declaró: «—Tendré que llevármelas. Hemos de echarles una mirada. Dentro de unos días las tendrá aquí otra vez».
Sin embargo, más tarde se dijo a mi madre que la devolución de las cartas sufriría un retraso. Quince días después vino el intérprete del Capitán Marshall, quien manifestó: «—El Capitán lamenta profundamente no poder mantener su promesa, porque el Ejército ha decidido que los documentos sean enviados a Washington».
Un día, a mediados de mayo, sobre las ocho de la mañana, se ordenó a mamá que abandonara la casa, a las nueve. Una unidad americana debía alojarse en ella. Mientras se estaban empaquetando nuestras cosas, los soldados americanos empezaron a abrir armarios y cajones y a rebuscarlo todo. Numerosos documentos importantes (notas sobre África y mapas trazados a mano) que se encontraban en los estantes de la biblioteca, en el escritorio y en la bodega, desaparecieron, sin que hayan vuelto a recuperarse. Cuanto mi madre pudo conseguir fue llevarse en una carretilla una maleta conteniendo las películas, el manuscrito de la campaña de África y la historia oficial de la 7.ª División Panzer en Francia en 1940, de la que sólo se habían hecho tres copias.
Los documentos guardados en otros lugares tuvieron destinos diferentes.
En la granja del sudoeste de Alemania aparecieron americanos que, anunciando pertenecer al servicio de contraespionaje, pidieron ver los baúles que el Mariscal Rommel había guardado allí. Por desgracia, algunos de dichos baúles y cajas habían sido sacados de la bodega y colocados en otros lugares de la casa. Los americanos se llevaron un cajón y un baúl. El primero contenía documentos, notas y croquis de la Primera Guerra Mundial, utilizados en su libro La Infantería ataca. En el baúl estaba el equipo completo de la «Leica» (una cámara y doce accesorios diferentes), efectos personales y unas tres mil fotografías. Mi padre estaba muy orgulloso de sus clisés en color, algunos de los cuales fueron impresionados corriendo bastante peligro. Recuerdo uno de ellos, muy notable, en el que se veía a la infantería australiana atacando a la bayoneta. Había varios miles de fotografías más, recogidas de corresponsales de guerra y soldados entre 194Ü y 1944, algunas de ellas rotuladas.
Los americanos dieron un recibo por el cajón y el baúl, pero los oficiales llegados posteriormente, que intentaron ayudarnos en la recuperación de aquellos, y a los que mostramos el «recibo», dudaron mucho de que aquella gente hubiesen actuado bajo órdenes oficiales. Quedó en la granja otra caja, conteniendo el diario personal de mi padre desde 1940 a 1943, así como notas sobre la campaña de Francia de 1940, y dos cajas con mapas. El propietario de la granja había negado poseer más material, a pesar de las amenazas de los oficiales de contraespionaje, y a partir de entonces, hizo lo posible para que las dos cajas continuaran en nuestro poder. Sin embargo, el diario y las notas sobre la ocupación de Francia en 1940 fueron robados del desván, en un momento de descuido, por una persona desconocida.
En la otra granja habían penetrado fuerzas marroquíes, que sacrificaron el ganado y las aves y encendieron fogatas en el patio. El lugar fue registrado concienzudamente por los soldados, sin que por fortuna ninguno de ellos sospechara la existencia de otro escondrijo, tras un montón de cajones vacíos. De este modo pudieron salvarse los documentos.
Los papeles guardados por mi tía, y los enterrados en las ruinas de Stuttgart sobrevivieron al colapso de Alemania.
Cuando mi madre se vio precisada a abandonar la casa, encontró alojamiento provisional en un cuartito situado por los alrededores. Fue allí donde realizó un inventario del material que aun seguía en su poder. La caja enterrada en el jardín de Herrlingen fue recuperada y trasladada a otro lugar, y se recogieron las cajas guardadas en la granja evacuada ya por los marroquíes. Cuando encontró nuevo alojamiento en la escuela de Herrlingen, se lo llevó consigo todo.
Al enterarse de que iban a efectuarse procesos de desnacificación contra mi padre, con objeto de confiscar cuantos efectos hubiese dejado, volvió a cargar la carretilla y ocultó los documentos en un lugar alejado de donde vivía. Por fortuna aquellas amenazas no se confirmaron, aunque supimos de otro caso en que fueron confiscados a un oficial documentos similares.
Animado, por el Brigadier Young y por el Capitán Liddell Hart, que deseaban editar los documentos, empecé a reunirlos, trayéndolos desde donde se hallaban. Fue posible todavía traducir apresuradamente unos cuantos fragmentos e incorporarlos en calidad de apéndice a la biografía escrita por el Brigadier Young, que se estaba ya imprimiendo.
El General Speidel, antiguo jefe de Estado Mayor de mi padre, realizó repetidos esfuerzos para conseguir la devolución de las cartas. El Brigadier Young rogó al General Eisenhower que intercediera cerca de Washington con aquella finalidad. Por último, y gracias a los esfuerzos del Capitán Liddell Hart y tras muchos aplazamientos, las cartas fueron entregadas al General Spiedel por el Coronel Nawrocky, por encargo del Servicio Histórico Militar. Parece ser que en Washington habían sido archivadas no bajo el epígrafe de «Rommel», sino bajo el de «Erwin», nombre de pila de mi padre, con el que las firmaba. Faltan todavía algunas, en especial de las escritas durante la invasión. Sin embargo, otros documentos relacionados con Normandía nos fueron devueltos.
Con la recuperación de las cartas creemos haber recobrado cuanto ha sobrevivido a las destrucciones de la guerra, a las efectuadas por mi padre mismo para su seguridad personal y al pillaje inevitable en todo conflicto bélico.
MANFRED ROMMEL