Introducción

La huella que Rommel trazó en la Historia con su espada se ve realzada ahora por el vigor expresivo de su pluma. Jamás jefe militar alguno ha escrito un relato de sus campañas capaz de compararse al de Rommel en realismo, interés humano y valor documental. Ocultos en diversos lugares y recuperados posteriormente, la mayor parte de los documentos que forman sus memorias aparecen reunidos en el presente volumen.

El Mariscal ofrece, con estilo inimitable, un cuadro gráfico de sus operaciones y métodos de mando. Ningún otro ha conseguido describir como él el dinamismo de la Blitzkrieg y el avance incontenible de las fuerzas acorazadas. La sensación de movimiento y de vigor resulta electrizante en multitud de pasajes. Rommel parece llevar consigo al lector en su coche de mando.

Los grandes comandantes suelen ser pésimos escritores. Además de carecer de la habilidad necesaria para explicar sus actos, tienden a mostrarse obscuros acerca de sus reacciones internas, y al relatar lo que hicieron, apenas si nos hablan de su período de gestación. Napoleón fue excepcional en este aspecto, pero la brillantez de sus relatos se ve empañada por una absoluta falta de escrúpulos y por su tendencia a falsearlo todo. Igual que César, no piensa sólo en el colorido de su prosa, sino también en los posibles efectos propagandísticos de aquélla.

Por el contrario, el estilo de Rommel es admirablemente objetivo, concreto y gráfico. Al redactar su diario experimentó, al igual que otros hombres famosos, el deseo de situarse claramente en una época determinada de la Historia. Pero al tiempo que demuestra un deseo muy natural de justificación, se subordina siempre al candente interés de las lecciones militares, derivadas de sus campañas. Todo cuanto dice puede soportar perfectamente el examen más minucioso y crítico. Es posible que se observen algunos errores de tipo puramente material, pero son siempre menores a los que existen en otros libros publicados cuando ya la contienda había finalizado y se disponía de multitud de datos. Alguna que otra interpretación parecerá, tal vez, extraña, pero no se podrá reprochar a Rommel ni un solo error intencionado en beneficio de su crédito personal o del prestigio de su patria, como con tanta frecuencia suele ocurrir.

La claridad y pulcritud de su narración resultan aún más asombrosas si se tienen en cuenta las variadas impresiones que el Mariscal debió experimentar en el transcurso de las veloces batallas de tanques, especialmente en el desierto. La diafanidad del relato se debe en gran parte a la manera de mandar de Rommel, a su costumbre de marchar siempre en vanguardia y a su propósito de situarse en el lugar preciso en el momento crucial de la batalla. Asimismo debe tenerse en cuenta su prolongado adiestramiento en la observación del adversario, que le hacía distinguir en un segundo los detalles esenciales, y a su habilidad para sopesar cualquier posible consecuencia derivada de aquellos. Su pasión por las fotografías muestra bien a las claras una peculiaridad de su carácter, similar a la de Lawrence de Arabia, durante la Primera Guerra Mundial.

Existían semejanzas notables entre ambos famosos jefes, maestros de la guerra en el desierto, aunque difirieran en otros aspectos temperamentales, perceptivos e incluso filosóficos. Ambos poseían un acusado sentido de la medida, un fino instinto para la sorpresa, un soberbio golpe de vista al escoger el terreno, flexibilidad, energía y unas ideas muy personales acerca del arte de mandar. Otro factor que contribuye a unirlos es el de haber sabido aplicar determinadas novedades a la guerra en el desierto. Lawrence, famoso por su sabia utilización de los camellos, fue el primero en percibir que la velocidad resulta elemento esencial en tales territorios, demostrándolo, aunque en sentido puramente embrionario, al poner en juego unos cuantos automóviles blindados y aviones. La utilización de medios acorazados como los que mandaba Rommel hubieran hecho las delicias de Lawrence, gran conocedor del arte militar y amigo de cuanto significara renovar los viejos sistemas.

Rommel sentía asimismo la necesidad de expresarse sobre el papel tanto como en la acción. Ello se hizo evidente mucho antes de que su fama de gran jefe se extendiera por el mundo, gracias a sus tratados de táctica, de extraordinario mérito, inspirados en sus experiencias de la Primera Guerra Mundial, en la que tomó parte como joven oficial de infantería. La mayoría de los libros de táctica que se emplean en las escuelas militares son volúmenes tristes y de una pesadez plúmbea. Los suyos, en cambio, se distinguen por la gran vivacidad que alienta en ellos. Las características de la guerra actual y el papel que imaginaba desempeñaría en ella le dieron mayor aliento en su tarea y supo aprovechar todas las circunstancias favorables para llevarla a cabo. Era escritor nato, del mismo modo que soldado por vocación. El mismo espíritu de espontaneidad y de eficacia domina sus diseños, efectuados con lápiz negro y de colores, de las operaciones que imaginaba o planeaba.

A través de la guerra mantuvo constantemente en proyecto la redacción de un libro en el que relatara todas sus experiencias bélicas, y de acuerdo con dicha idea tomaba notas sin descanso…, notas que ampliaba a pequeños comentarios, siempre que tenía tiempo para ello.

La muerte le impidió llevarlo a la práctica, pero aquellas notas y observaciones forman la base del presente volumen, que no tiene parangón en su género. Quizá le falte pulimento, pero sus valores literarios resultan definitivos. Junto a una claridad deslumbradora, flota en él un dramatismo extraordinario, mientras su valor se ve aumentado de continuo por los comentarios que contribuyen a aclarar determinados pasajes. La parte dedicada a «Reglas para el Combate en el Desierto» constituye una obra maestra de temas militares, y todo el conjunto aparece salpicado de sabias reflexiones, a menudo algo irónicas, acerca de la concentración antes en el tiempo que en el espacio, el efecto de la velocidad sobre fuerzas mayores en número, la flexibilidad como medio de sorpresa, la seguridad que puede proporcionar la audacia, la cerril mentalidad de quienes dirigen la Intendencia, la necesidad de crear nuevos sistemas y no ceñirse siempre a idénticas normas, el valor de la réplica indirecta a los movimientos del enemigo, la revisión radical de las normas que rigen las operaciones terrestres cuando el apoyo aéreo resulta insuficiente, la insensatez de practicar represalias inútiles, la locura de algunos actos de brutalidad y la estupidez de unos manejos burocráticos demasiado complicados.

Hasta haber buceado en sus papeles, lo consideré un táctico excelente y un jefe ilustre, aunque sin haber captado aún su profundo sentido de la estrategia, desarrollado en parte tras arduas reflexiones. Resultó una sorpresa para mí el enterarme de que un hombre tan práctico y activo era también un gran pensador, y que su atrevimiento estaba en muchas ocasiones perfectamente justificado. Algunas de sus audacias pueden ser criticadas, pero jamás fueron golpes a ciegas ni atolondradas temeridades. Al analizar sus operaciones se observa claramente que algunos de sus reveses resultaron tan graves o más para sus adversarios. En determinadas circunstancias, estos últimos quedaron tan impresionados, que su momento de estupor le facilitó la retirada.

Otro de los detalles por los que puede ser medido un comandante es el de su influencia sobre el enemigo. En este sentido, la talla de Rommel resulta gigantesca. En siglos de continua lucha, tan sólo Napoleón logró pasmar de un modo semejante a los ingleses.

Pero el Mariscal fue algo más que un mero campeón para aquellos. El temor ante sus grandes dotes de caudillo se transformó en una admiración casi afectuosa hacia él, como hombre. Tal sentimiento, que tuvo como origen la rapidez y decisión de sus operaciones, se vio incrementado más tarde, al observar cómo cumplía los preceptos humanitarios del código militar y hacía objeto de una conducta en extremo caballerosa a los prisioneros de guerra, a los que solía visitar personalmente. Convirtióse en el héroe del 8.° Ejército inglés, hasta el extremo de que sus componentes habían adoptado la costumbre de calificar cualquier acción notable como de un hecho «a lo Rommel».

Tal intensa admiración hacia el jefe enemigo implicaba el peligro de una disminución en la moral de la tropa, y tanto los comandantes británicos como los jefes de Estado Mayor hicieron cuanto estuvo de su mano para destruirla. Sin embargo, debemos advertir que semejante contrapropaganda no iba encaminada a denigrar su persona, sino a disminuir su prestigio militar. Sus últimas derrotas proporcionaron excelente material, y no hubiese sido lógico que el enemigo hiciese resaltar que las mismas se debían a obstáculos en el abastecimiento, o insistiera en la maestría de las retiradas. La Historia establecerá las comparaciones y aclaraciones necesarias, corrigiendo, como es costumbre, los juicios superficiales que surgen a raíz de las victorias. Aníbal, Napoleón y Lee fueron derrotados. Sin embargo, consiguieron elevarse sobre sus vencedores en el criterio decisivo de la posteridad.

No deben olvidarse las múltiples circunstancias que se hallan más allá del alcance de un jefe. Teniéndolas en cuenta es como mejor comprenderemos su actuación. El factor más destacado en todos los éxitos de Rommel consiste en haberlos logrado a pesar de su inferioridad de material y la carencia de un dominio absoluto del aire. Ningún otro general, en cualquiera de los bandos contendientes durante la pasada guerra, ganó batallas en tales condiciones, exceptuando quizás a los primeros jefes bajo el mando de Wawell. Pero debe tenerse en cuenta, cosa muy importante, que estos últimos luchaban contra italianos. Los éxitos de Rommel no fueron continuos, y alguna vez sufrió derrotas evitables; pero al lidiar contra fuerzas superiores, el error más nimio puede conducir a fatales consecuencias, mientras que si se cuenta con recursos sobrados, las equivocaciones pueden irse cubriendo de una manera u otra. Por su audacia y rapidez de movimiento, así como por su decisión a toda prueba, Rommel puede resistir perfectamente el juicio de Napoleón cuando advirtió que «el mayor general será aquel que durante la guerra cometa menos errores».

Sin embargo, la frase tiene una nota en exceso pasiva para adaptarse a la naturaleza de la guerra moderna, y pudiera provocar un pernicioso exceso de precauciones. Sería mejor transformarla en la siguiente: «El mayor general es aquel que obliga a su enemigo a cometer más errores». Bajo este prisma, Rommel ve aumentado aun más el resplandor glorioso de sus hazañas.

La adecuada comparación entre las técnicas puestas en práctica por los diversos jefes militares a través de la Historia ha de basarse en un arte personal, que nada tiene que ver con los distintos sistemas. Debe realizarse un estudio del uso que hicieron de los medios puestos a su alcance, en especial de la movilidad, flexibilidad y sorpresa, con el fin de destruir el equilibrio material y mental de sus oponentes, y una vez descubiertos sus conceptos, calcular hasta qué punto lo conseguido era producto del cálculo.

Bajo este punto de vista el valor del diario de Rommel resulta incalculable, ya que su redacción no pudo ser revisada a la luz de la postguerra. Lo mismo puede decirse de sus cartas personales, que reflejan de manera espontánea el modo en que abordaba sus problemas. Es precisamente en esto último, más que en el acto en sí, en lo que un hombre revela el curso de sus pensamientos y el estado de su ánimo.

Las Memorias de Rommel lograrán despejar la atmósfera de controversia provocada alrededor de su figura por diversos motivos. El Mariscal escribió sus notas mucho antes de que pudiera formarse una idea clara de las discusiones que suscitarían fuera de Alemania y adoptara una actitud determinada frente a ello. Las cartas a su esposa tienen todavía un carácter más íntimo y personal. Resulta notable la sinceridad de unos comentarios que, sin duda, serían conocidos por otras personas. Gracias a tales fuentes, el lector adquiere una idea perfecta de la personalidad de Rommel y de las causas que le impulsaban a la acción. Es posible que la imagen del Mariscal adopte tonos diversos según la idiosincrasia de cada cual, pero apenas si existen puntos obscuros respecto a su ser intrínsecamente humano, y a las varias facetas de su vida en campaña.

Rommel era muy humano, aparte de sus extraordinarias dotes de energía y de su indiscutible genio militar. Todos sus defectos quedan perfectamente plasmados en sus notas y cartas. Como muchos jefes señeros de la humanidad, tenía un carácter apenas maduro, en apariencia. Durante la época de sus grandes triunfos, su actitud era casi infantil, peligrosamente falta de filosofía, y su posición ante la lucha adolecía de ciertas inhibiciones que a veces obraron efectos muy notables. En la primera parte de la guerra sus cartas sugieren que consideraba el conflicto como una especie de tremendo juego; un juego para el que, en servicio de la patria, había sido adiestrado con una devoción a toda prueba. Todo comandante deseoso de atacar sin descanso ha de pensar así. Rommel poseía una capacidad inimitable para la reflexión, pero ésta no intervino en sus procedimientos hasta los últimos meses de su vida.

Como tantos esforzados militares, no hallaba fácil el mostrarse tolerante con los puntos de vista contrarios, especialmente entre quienes luchaban a su lado, y ello queda de manifiesto en sus amargos comentarios acerca de Halder y de Kesselring, muchas veces injustos. Debe recordarse también que durante las últimas etapas de la campaña de África era un hombre enfermo, condición que le inducía a entenebrecer las cosas. Sin embargo, tenía poca malicia —sus explosiones de mal humor eran excepcionales— y se sentía dispuesto a reparar una injusticia, una vez aplacado. Puede observarse esto último en el alto tributo que paga a Kesselring en sus reflexiones finales. Sus comentarios sobre el enemigo, francés, inglés o americano, demuestran que no sentía odio hacia él y que estaba dispuesto a reconocer sus cualidades.

La actitud de Rommel hacia el Führer y su lealtad hacia el mismo constituyen un enigma para quienes, por no conocer la mentalidad del soldado profesional, especialmente en Alemania, no pueden imaginar cómo se ven las cosas bajo semejante situación de ánimo. Las Memorias destacan claramente dos factores que sostuvieron en algunas ocasiones su lealtad de militar. Es fácil observar como su dinamismo lo hacía responsable de todo ante Hitler, y como las obstrucciones sufridas por parte de ciertos sectores con los que se hallaba en estrecho contacto, le impulsaron a simpatizar aun más con el distante Führer. Tal estado de cosas continuó mientras Rommel pensó de un modo estrictamente militar. Pero la amplia autoridad de que gozara en África, los problemas a que había de enfrentarse de manera independiente, y la impresión que le causaba la superioridad material del adversario, ampliaron gradualmente sus reflexiones, allanando el camino para un determinado cambio de actitud a su regreso a Europa, cuando entró en contacto directo con Hitler. Hubiera sido una locura registrar sobre el papel semejante transformación —aunque en algunas cartas se observan síntomas de disgusto disfrazado—, pero existen muchos detalles que lo hacen suponer. Su hijo y sus ayudantes lo han corroborado, aportando detalles de cómo fue quebrantándose su ánimo, y del modo en que decidió derrocar a Hitler, cosa que le costó la vida.

Sin embargo, la importancia capital de las Memorias descansa en la abundante luz que derraman sobre el genio militar de Rommel. La evidencia confirma el parecer de los soldados ingleses que lucharon contra él, y demuestra que la estimación de éstos se hallaba más cerca de la realidad que los ardides de una propaganda encaminada a rebajar su formidable reputación. La «leyenda de Rommel» tenía una base firme. Excepto aquellas veces en que estuvo a punto de ser muerto o capturado en el transcurso de una batalla, la suerte le favoreció menos que a muchos otros jefes que han conseguido la fama. Ahora que sus procesos mentales y sus conceptos de la lucha han quedado revelados, resulta evidente que sus éxitos fueron completamente merecidos y que la casualidad jugó muy poco en ellos.

No es éste el lugar para una breve biografía de Rommel, ya escrita de manera admirable por Desmond Young en su libro sobre el Mariscal, pero no estará de más resumir los hechos principales llevados a cabo bajo su jefatura, y discutirlos someramente, comparándolos a la experiencia general de la campaña.

En muchos aspectos, el genio y la originalidad se dan la mano. Sin embargo, esta última es rara en quienes se han visto aclamados como grandes artífices de las batallas. La mayoría obtuvieron sus éxitos valiéndose de medios convencionales, que, desde luego, supieron manejar muy bien, y sólo unos cuantos buscaron nuevos procedimientos y sistemas. Y ello resulta extraño, ya que la Historia demuestra que el destino de las naciones se ha visto muchas veces decidido, y la marcha de la humanidad obligada a cambiar de camino, por el empleo de armas y tácticas nuevas…, especialmente estas últimas.

Pero tales cambios se originaron por regla general en la mente de un estudioso con deseos de novedad, y por la influencia de éste sobre los militares de su época, más que por la acción personal de un comandante ilustre. En la historia de la guerra, las ideas brillantes han abundado menos que los grandes generales, pero sus efectos tuvieron un alcance muchísimo mayor. La distinción entre ambas cosas nos hace recordar que existen dos formas de genio militar: la que concibe y la que ejecuta.

En el caso de Rommel, ambas estaban perfectamente conjuntadas. Aunque la teoría de la Blitzkrieg[1] —nuevo estilo de campañas caracterizadas por su extraordinaria movilidad y el empleo de medios motorizados y acorazados— había sido concebida en Inglaterra antes del conflicto, la rapidez con que Rommel la asimiló, y el modo en que logró ponerla en práctica, demuestran su carácter original y su innata capacidad de percepción. Junto con Guderian quedó convertido en el exponente de una nueva idea. El hecho resulta aun más notable si se considera que no tenía experiencia alguna con los tanques, hasta serle otorgado el mando de la 7.ª División Panzer, en febrero de 1940, y que dispuso de menos de tres meses para estudiar la teoría y solucionar el problema de manejar tales fuerzas, antes de entrar en acción. Su brillante cooperación en la guerra de tanques, que produjo el colapso de Francia, le permitió aplicar el nuevo concepto a la campaña de África, con la ventaja de un mando independiente, cosa de que Guderian nunca disfrutó en Europa, en beneficio de sus oponentes. Además, en África, Rommel demostró una sutil aplicación de la teoría de atacar y defenderse al propio tiempo, conduciendo a los carros enemigos a trampas ingeniosamente preparadas, antes de lanzarse a sus escalofriantes ofensivas. También en otros aspectos se mostró maestro de la nueva táctica.

Es significativo que Rommel fuera uno de los pocos ilustres militares de la Historia que han logrado distinguirse también como pensadores y literatos destacados. Y aun más, el que la ocasión de demostrar sus cualidades como Jefe llegara gracias a sus escritos, porque fue su libro Infanterie grieftan (La Infantería ataca) el que atrajo primero la atención de Hitler hacia él, preparando el camino para su sensacional encumbramiento.

Rommel consiguió cuanto se proponía, porque estaba dotado también de genio para la ejecución de sus proyectos. El punto a que llegaba en tan admirable cualidad queda patente si se repasan las cualidades demostradas por todos los grandes jefes de la Historia, aunque el grado de las mismas haya variado en cada caso.

En los tiempos primitivos, cuando las armas eran de corto alcance y eficacia relativa, y cuando el campo de batalla consistía en un terreno escogido por los generales, la cualidad más apreciada en los mismos era el «golpe de vista», término expresivo en el que se condensaban la observación aguda y la intuición profunda. Todos los grandes capitanes poseyeron en alto grado la cualidad de conjuntar de manera instantánea terreno y situación. Ello volvió a ocurrir en África, debido a la naturaleza de las velocísimas unidades acorazadas y al moderado número de fuerzas empleadas en la lucha.

En tiempos posteriores, y conforme el alcance de las armas se fue haciendo mayor, mientras los ejércitos se ampliaban considerablemente, creció también la necesidad de que el «golpe de vista» quedara substituido por otra cualidad mejor: la de la percepción «interna» del momento, el poder de penetrar —como dijo Wellington— lo que está ocurriendo «al otro lado», detrás de las líneas enemigas y en los cerebros que las sitúan. En la actualidad, más aun que en el pasado, todo jefe ha de dominar perfectamente la psicología del bando opuesto. El grado en que Rommel poseía semejante sentido «interior» puede apreciarse en sus Memorias de manera tan clara como examinando sus operaciones.

Tal sentido representa a su vez el fundamento de otro elemento esencial y aun más positivo, dentro del genio militar: el poder de crear sorpresa, de poner en marcha la operación inesperada que hace perder el equilibrio al adversario. Porque el efecto completo debe verse reforzado por un agudo sentido del tiempo y por la capacidad de desplegar una movilidad extraordinaria. Velocidad y sorpresa son cualidades gemelas, y constituyen la base ofensiva de un verdadero general. Su desarrollo, al igual que el de los sentidos informativos, depende de una facultad que podríamos denominar «imaginación creadora».

En poder para lanzar el movimiento sorpresa, en agudeza para calcular el tiempo y en capacidad para movilizar los diversos elementos de la acción, es difícil encontrar quien pueda compararse a Rommel, excepto Guderian, el «primer ministro» de la guerra relámpago. Más adelantada ya la contienda, Patton y Manteuffel desplegaron cualidades similares, pero no puede establecerse comparación alguna, a causa del campo más limitado en que se movieron estos últimos. Lo mismo ocurre si retrocedemos al pasado, cuando el material era tan distinto al moderno, aunque sabemos que Seydlitz, Napoleón y Bedford Forrest se sirvieron muchas veces de la velocidad para sorprender a su adversario, y los grandes jefes mongoles, tales como Gengis Kan y Sabutai, practicaron un dinamismo semejante. El secreto de tal combinación no ha sido revelado de manera más clara que en las Memorias de Rommel.

Al procurar hacer perder el equilibrio al contrario, un jefe no debe correr idéntico peligro. Necesita estar dotado de esa cualidad que Voltaire consideraba la piedra angular de los éxitos de Marlborough: «tranquilo valor en medio de un tumulto, y serenidad frente al peligro, es decir, lo que los ingleses denominan sangre fría». Pero debe añadirse ese concepto que los franceses describen perfectamente en una frase: le sens du practicable. El sentido de lo posible y de lo que no lo es, tanto en cuestiones tácticas como administrativas. La combinación de ambos factores puede quedar resumida en la facultad de un cálculo frío y realista. La senda de la Historia está sembrada de restos de planes, perfectamente calculados, pero que no triunfaron por falta de aquellas cualidades.

Aun añadiremos más, por lo que a Rommel respecta. Junto a un valor a toda prueba, poseía ese temperamento propio de los artistas, que los lleva desde el mayor entusiasmo a la depresión más absoluta. Sus cartas lo demuestran claramente. Con frecuencia era criticado en los círculos militares alemanes, incluyendo el suyo propio, por no tener demasiado en cuenta las dificultades del aprovisionamiento, e intentar operaciones estratégicas de mayor alcance que el permitido por la administración. En algunas ocasiones tal parecer queda corroborado por el resultado final. Sin embargo, y según muestra el diario, los riesgos corridos habían sido objeto de un cálculo más profundo que el que a primera vista parece. Solía pedir más de lo que la Intendencia estaba dispuesta a conceder, con el fin de obtener al menos lo necesario para su estrategia. Aunque ésta no funcionara a veces según sus pronósticos, resulta asombroso lo que en ocasiones pudo lograr de la administración, consiguiendo resultados que de otro modo no hubieran sido factibles.

Finalmente, y por encima de las otras cualidades que determinan al jefe nato, se encuentra la de poseer dotes de mando. Ésta es la dínamo que mueve el vehículo de las batallas, y sin la cual de nada serviría la habilidad del conductor. Gracias a la influencia de una dirección eficaz, las tropas rinden, a veces, más de lo que pudiera imaginarse, destruyendo los cálculos «normales» del enemigo.

No existe duda de que Rommel poseía dicho don, en grado sumo, mereciendo el calificativo de «Gran Capitán» con que se le distingue. Aunque exasperara a los oficiales de Estado Mayor, era adorado por sus soldados, y lo que consiguió de ellos en momentos cruciales es algo que sobrepasa a cuanto se pudiera imaginar.

B. H. LIDDELL HART