—Iremos enseguida —respondió Poirot, y se dirigió a la puerta seguido por Hastings. Raynor cruzó la estancia en dirección a la chimenea. Al llegar a la puerta, Poirot se volvió para mirar al secretario—. A propósito, monsieur Raynor, ¿por casualidad sabe si el doctor Carelli estuvo en la biblioteca esta mañana?
—Sí. Lo encontré aquí.
—¡Ah! —Poirot pareció satisfecho con la noticia—. ¿Y qué hacía?
—Hablar por teléfono, según creo.
—¿Estaba hablando por teléfono cuando usted entró?
—No; acababa de regresar a la habitación. Había ido al estudio de sir Claud.
Poirot reflexionó y luego preguntó:
—¿Dónde estaba usted exactamente entonces? ¿Lo recuerda?
—Oh, creo que por aquí —respondió Raynor, que seguía junto a la chimenea.
—Ya veo. —Poirot titubeó y luego sacó una libretita y un lápiz del bolsillo. Escribió unas palabras en una página y la arrancó—. ¡Hastings! —llamó.
El capitán, que aguardaba junto a la puerta, se acercó y Poirot le entregó la página de la libreta.
—¿Tendría la bondad de entregar esto al inspector Japp?
Raynor siguió a Hastings con la mirada y preguntó:
—¿A qué venía eso?
—Le he enviado un mensaje a Japp —respondió Poirot mientras guardaba el lápiz y la libreta en el bolsillo—, diciendo que iré a verlo dentro de unos minutos y que quizá entonces pueda darle el nombre del asesino.
—¿De veras? ¿Sabe quién es? —preguntó Raynor con visible emoción.
Hubo una pausa durante la cual Poirot pareció cautivar al secretario con su personalidad subyugante. Raynor lo miraba fascinado.
—Sí, creo que sé quién es el asesino… por fin —anunció Poirot—. Me recuerda a otro caso no muy lejano. Nunca olvidaré el asesinato de lord Edgware. Estuve a punto de ser derrotado… sí, yo, Hercules Poirot… por las estúpidas maquinaciones de una mente vacía. Verá, monsieur Raynor, a menudo las personas más necias poseen el talento necesario para cometer un crimen sin complicaciones y dejar que las cosas sigan su curso. Esperemos que el asesino de sir Claud sea una persona inteligente y orgullosa de sí misma, para que no resista la tentación de poner… ¿cómo dicen ustedes? Sí, la guinda al pastel.
—No le entiendo. ¿Quiere decir que no ha sido Mrs. Amory?
—No, no fue madame Amory. Por eso escribí esa nota. Esa pobre dama ya ha sufrido demasiado y debemos ahorrarle otro interrogatorio.
Raynor adoptó un aire pensativo.
—Entonces apuesto a que ha sido Carelli —exclamó—. ¿Estoy en lo cierto?
Poirot sacudió un dedo con expresión burlona.
—Monsieur Raynor, permita que guarde mi secreto hasta el último momento. —Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente—. ¡Mon Dieu! ¡Qué calor hace hoy!
—¿Quiere una copa? Perdone, debería habérsela ofrecido antes.
Poirot sonrió.
—Es muy amable. Tomaré un whisky, por favor.
—Muy bien. Volveré en un momento.
Raynor salió de la habitación y Poirot se acercó a la puerta de la galería a mirar el jardín. Luego se dirigió al sofá, ahuecó los cojines y fue hasta la chimenea a examinar los objetos decorativos. Un instante después, Raynor regresó con dos whiskys con soda en una bandeja. Poirot levantó una estatuilla de la repisa de la chimenea.
—Creo que esta pieza es antigua y valiosa —dijo.
—¿De veras? —preguntó Raynor con indiferencia—. Yo no sé nada al respecto. Venga a beber su copa —sugirió dejando la bandeja sobre la mesita auxiliar.
—Gracias —murmuró Poirot y se acercó a él.
—Bien; suerte —brindó Raynor. Levantó el vaso y bebió.
Poirot alzó el suyo y se lo llevó a los labios.
—Por usted, amigo mío. Y ahora deje que le cuente mis sospechas. Caí en la cuenta de que…
De repente se detuvo y giró la cabeza, como si hubiera oído un ruido. Mirando primero a la puerta y luego a Raynor, se llevó un dedo a los labios, insinuando que alguien estaba escuchando.
Raynor hizo un gesto de asentimiento. Los dos hombres se dirigieron con sigilo a la puerta y Poirot hizo una señal al secretario para que permaneciera en la habitación. El detective abrió la puerta con brusquedad, pero regresó de inmediato, de capa caída.
—Es curioso —dijo—. Habría jurado que oí a alguien. Bueno, me he equivocado. No sucede muy a menudo. A votre santé, amigo —dijo apurando el contenido del vaso.
—¡Ah! —exclamó Raynor y también bebió.
—¿Qué ha dicho?
—Nada. Ha sido una pequeña exclamación de alivio.
Poirot se acercó a la mesa y dejó el vaso.
—¿Sabe, monsieur Raynor? Francamente, no acabo de acostumbrarme a la bebida nacional inglesa, el whisky. Su sabor no termina de gustarme. Es amargo —añadió sentándose en el sillón.
—¿De veras? Lo lamento. A mí no me parece amargo. —Raynor dejó su vaso sobre la mesita auxiliar y prosiguió—: Hace un momento iba a decirme algo, ¿no?
—¿Sí? —Poirot parecía sorprendido—. ¿De veras? ¿Qué sería? ¿Es posible que ya lo haya olvidado? Quizá quisiera explicarle cómo procedo en una investigación. Voyons. Un hecho conduce a otro, y entonces observamos si el primero coincide con el segundo. ¿Es así? ¡A merveille! Bien. Entonces podemos seguir adelante. El pequeño detalle que sigue… ¡Es curioso! Falta algo, un eslabón en la cadena. Entonces examinamos, buscamos, y por fin conseguimos encajar ese pequeño detalle en su sitio. —Hizo un ademán exagerado—. ¡Y es significativo! ¡Importantísimo!
—Ya veo —murmuró Raynor con tono dubitativo.
Poirot sacudió el dedo con tanta energía delante de la cara de Raynor, que el secretario casi se encogió.
—¡Ah! ¡Cuidado! ¡Ay del detective que piensa que un detalle es tan pequeño que carece de importancia! «No encaja, de modo que lo olvido». ¡De ahí surge la confusión! ¡Todo tiene importancia! —Se interrumpió y se dio una palmada en la cabeza—. ¡Ah! Ahora recuerdo de qué quería hablarle. Precisamente de uno de esos pequeños detalles sin importancia. Quería hablarle del polvo, monsieur Raynor.
—¿Del polvo? —repitió Raynor con una sonrisa cortés.
—Exactamente, del polvo. Mi amigo Hastings acaba de recordarme que soy un detective y no una criada. Quizá creyera que era un comentario ingenioso, pero yo no estoy tan seguro. Al fin y al cabo, un detective y una criada tienen algo en común. ¿Qué hace la criada? Explora los rincones oscuros con su escoba. Saca a la luz del día cosas ocultas. ¿Y acaso el detective no hace lo mismo?
—Muy interesante, monsieur Poirot —dijo Raynor, aunque era evidente que se aburría. Se sentó en una silla junto a la mesa y preguntó—: Pero… ¿eso era todo lo que quería decirme?
—No, no —respondió Poirot inclinándose hacia adelante—. Usted no arrojó polvo en mis ojos, monsieur Raynor, porque no había polvo. ¿Lo entiende?
El secretario lo miró fijamente.
—No, me temo que no.
—En la caja de medicamentos no había polvo. Mademoiselle Barbara también reparó en ese hecho. Pero debería haberlo habido. El estante donde se encuentra —lo señaló— está cubierto de una gruesa capa de polvo. Entonces supe que…
—¿Qué?
—Supe que alguien había bajado la caja recientemente. Que la persona que envenenó a sir Claud no tuvo necesidad de acercarse a la caja anoche, pues previamente había cogido todo el veneno que necesitaba, escogiendo un momento en que nadie lo molestara. Usted no se acercó a la caja de medicamentos anoche porque ya tenía la hioscina que necesitaba. Sin embargo, tuvo ocasión de ponerla en el café.
Raynor esbozó una sonrisa de impaciencia.
—¡Vaya! ¿Me está acusando del asesinato de sir Claud?
—¿Lo niega usted?
Raynor hizo una pausa antes de responder.
—No —declaró con tono más grave—. ¿Por qué iba a negarlo? De hecho, me siento muy orgulloso de mi plan. Todo debería haber salido a la perfección. Fue un golpe de mala suerte que anoche sir Claud abriera la caja fuerte por segunda vez. Nunca lo había hecho antes.
—¿Por qué me cuenta todo esto? —preguntó Poirot con voz cansina.
—¿Por qué no? Es usted tan comprensivo. —Rió y prosiguió—: Sí, las cosas estuvieron a punto de torcerse. Pero precisamente me enorgullezco de haber convertido el fracaso en éxito —añadió con expresión triunfal—. De haber encontrado un escondite seguro. ¿Quiere que le diga dónde está la fórmula?
Poirot parecía tener dificultades para hablar con claridad.
—No… no le entiendo —murmuró.
—Cometió un pequeño error, monsieur Poirot —dijo Raynor con una risita burlona—. Subestimó mi inteligencia. No consiguió engañarme con su pista falsa sobre el pobre Carelli. Un hombre de su inteligencia no podía creer que Carelli… Bueno, jamás se le habría ocurrido. Verá, he apostado fuerte. Ese trozo de papel, una vez entregado a las manos adecuadas, me proporcionará cincuenta mil libras. —Se reclinó en la silla—. Piense lo que puede hacer un hombre tan hábil como yo con tanto dinero.
—No… no quiero ni imaginarlo —consiguió articular Poirot con voz soñolienta.
—Bien, lo entiendo. Uno debe aceptar otros puntos de vista.
Poirot se inclinó hacia adelante, haciendo un esfuerzo para levantarse.
—No lo conseguirá —exclamó—. Lo denunciaré. Yo, Hercules Poirot…
—Hercules Poirot no hará nada —concluyó el secretario mientras el detective se hundía en el sillón. Con una sonrisa burlona añadió—: No lo sospechó en ningún momento, ¿eh? Ni siquiera cuando dijo que el whisky era amargo. Verá, mi querido monsieur Poirot, no cogí sólo uno sino varios frascos de hioscina de la caja. Y creo que le he dado una dosis superior a la de sir Claud.
—¡Ah, mon Dieu! —exclamó Poirot intentando levantarse. Luego llamó con voz débil—: ¡Hastings! ¡Hast…! —Su voz se quebró y volvió a hundirse en el sillón con los ojos cerrados.
Raynor se levantó, apartó su silla y se inclinó sobre Poirot.
—Procure mantenerse despierto, monsieur Poirot —dijo—. Sin duda querrá saber dónde escondí la fórmula, ¿verdad?
Aguardó un momento, pero Poirot siguió con los ojos cerrados.
—Un sueño rápido, sin sueños y sin despertar, como dice nuestro querido doctor Carelli —observó Raynor con sequedad mientras se dirigía a la chimenea. Cogió las tiras de papel, las dobló y se las guardó en el bolsillo. Luego fue hacia la puerta de la galería, girando la cabeza, para decir por encima de su hombro—: Adiós, monsieur Poirot.
Iba a salir de la habitación, cuando lo detuvo la voz de Poirot, tan alegre y natural como de costumbre:
—¿No quiere también el sobre?
Raynor se volvió en el mismo momento en que el inspector Japp entraba desde el jardín. El secretario retrocedió unos pasos, titubeó y por fin decidió huir. Corrió hacia la puerta de la galería, donde Japp y Johnson lo cogieron.
Poirot se levantó del sillón y se estiró.
—Bien, Japp, ¿lo ha oído todo?
—Hasta la última palabra, y todo gracias a su nota —respondió Japp mientras, con la ayuda del agente, arrastraba a Raynor hasta el centro de la habitación—. Desde la galería se oye todo perfectamente. Ahora registrémoslo y veamos qué encontramos. —Sacó las tiras de papel del bolsillo de Raynor y las dejó sobre la mesita auxiliar. Luego extrajo un tubo de hioscina—. ¡Ah! ¡Hioscina! Y el frasco está vacío.
—Hola, Hastings —saludó Poirot a su amigo, que entró en la habitación con un vaso de whisky con soda y se lo entregó al detective.
—¿Lo ve? —dijo Poirot a Raynor—. Me negué a intervenir en su comedia e hice que usted actuara en la mía. En mi nota di instrucciones a Japp y Hastings. Luego le facilité las cosas quejándome del calor. Sabía que me ofrecería una copa. Al fin y al cabo, sólo necesitaba un preámbulo. Lo demás vino rodado. Cuando fui a la puerta, mi querido Hastings me esperaba con otro whisky con soda. Cambié los vasos, volví a entrar y continuamos con su comedia.
Poirot devolvió el vaso a Hastings.
—Creo que hice mi papel bastante bien —señaló.
Raynor y Poirot se miraron.
—Le tuve miedo desde que entró en esta casa —dijo Raynor por fin—. De no ser por usted, mi plan habría funcionado. Yo habría empezado una nueva vida con las cincuenta mil libras que habría conseguido por esa maldita fórmula. Pero desde que usted llegó, perdí la confianza de salir impune del crimen de ese viejo pomposo y del robo de su precioso invento.
—Ya me había percatado de que era usted un hombre inteligente —dijo Poirot mientras se sentaba en el sofá, visiblemente satisfecho de sí mismo.
—Edward Raynor —comenzó a recitar Japp con rapidez—, queda arrestado por el asesinato de sir Claud Amory, y le advierto que cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra. —Luego hizo una señal al agente para que se lo llevara.