Barbara apareció en la puerta de la galería.
—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?
Poirot le dedicó su sonrisa más encantadora.
—Ah, mademoiselle —dijo—. Me preguntaba si le importaría que le robara a mi amigo por un par de minutos.
Ella lo miró con picardía.
—Así que quiere separarme de él, ¿eh?
—Sólo será un momento, mademoiselle. Se lo prometo.
—De acuerdo, monsieur Poirot. —Se volvió hacia el jardín y gritó—: ¡Cielito, lo buscan!
—Gracias —dijo Poirot con una reverencia.
Barbara regresó al jardín, y unos minutos después Hastings entró por la puerta de la galería. Parecía algo avergonzado.
—¿Qué puede decir en su defensa? —preguntó Poirot con tono burlón.
Hastings esbozó una sonrisa culpable.
—Ah, es muy fácil poner cara de carnero degollado —lo riñó Poirot—. Lo dejo aquí, de guardia, y luego me entero de que está paseando por el jardín con una jovencita encantadora. Usted es un hombre de confianza, mon cher, pero en cuanto una mujer joven y hermosa hace su aparición, pierde la cabeza. ¡Zut alors!
La sonrisa culpable de Hastings se desvaneció, reemplazada por el rubor de la vergüenza.
—Lo lamento, Poirot. Sólo salí un segundo, y enseguida lo vi entrar en la biblioteca, así que supuse que no tenía importancia.
—Quiere decir que prefirió no venir a enfrentarse conmigo. Bueno, mi querido Hastings, es probable que haya hecho un daño irreparable. Encontré aquí a Carelli, y sólo Dios sabe qué hacía o qué pruebas manipulaba.
—¡Vaya, Poirot! Lo lamento mucho —se disculpó Hastings por segunda vez—. Lo siento de veras.
—Y si no ha hecho un daño irreparable será gracias a la buena suerte. Pero ahora, mon ami, ha llegado el momento de usar nuestras pequeñas células grises. —Fingió abofetear a Hastings, pero en realidad le dio una palmadita afectuosa en la mejilla.
—¡Muy bien! ¡Manos a la obra! —exclamó Hastings.
—No, no. Nada va bien. Todo va mal. Está oscuro —añadió con cara de preocupación—. Tan oscuro como si fuera de noche. —Reflexionó y luego continuó—: Pero sí… creo que tengo una idea. Un esbozo de idea. Sí, comenzaremos por ahí.
—¿De qué demonios habla? —preguntó Hastings, atónito.
Poirot cambió el tono y habló con expresión grave y pensativa.
—¿Por qué murió sir Claud, Hastings? Responda. ¿Por qué murió?
—Eso ya lo sabemos —respondió Hastings mirándolo fijamente.
—¿De veras? ¿Está seguro?
—Eh… sí —dijo Hastings sin demasiada convicción—. Murió porque… porque lo envenenaron.
Poirot hizo un ademán de impaciencia.
—Sí, pero ¿por qué lo envenenaron?
Hastings se concentró antes de responder:
—Seguramente porque el ladrón sospechó que… —Poirot negó lentamente con la cabeza mientras su amigo proseguía—: Porque el ladrón sospechó que lo había descubierto… —Se interrumpió otra vez al ver que Poirot seguía negando con la cabeza.
—Suponga, Hastings, sólo suponga que el ladrón no sospechaba nada.
—No entiendo.
Poirot se alejó unos pasos y luego se volvió con el brazo levantado en un ademán que parecía querer captar la atención de su amigo. Hizo una pausa y se aclaró la garganta.
—Permita que le haga una reseña de los acontecimientos según sucedieron, o según creo que sucedieron.
Hastings se sentó a la mesa y Poirot prosiguió:
—Una noche sir Claud muere en su sillón. —Fue al sillón, se sentó e hizo una pausa antes de repetir con aire pensativo—: Sí, sir Claud muere en su sillón. Su muerte no despierta sospechas y seguramente la atribuirán a un ataque de corazón. Pasarán varios días antes de que se examinen sus papeles y sólo buscarán su testamento. Después del funeral se descubrirá que sus notas sobre el nuevo explosivo están incompletas. Incluso es posible que nunca se descubra que existía una fórmula. ¿Comprende lo que esto da al ladrón, Hastings?
—Sí.
—¿Qué?
Hastings parecía desconcertado.
—¿Qué? —repitió.
—Seguridad. Eso es lo que da al ladrón. Puede deshacerse de su botín sin problemas, cuando lo desee. Nadie lo presiona. Incluso si se conoce la existencia de la fórmula, tendrá tiempo de sobra para cubrir su rastro.
—Sí, es una posibilidad —dijo Hastings sin convicción.
—¡Claro que es una posibilidad! ¿No está hablando con Hercules Poirot? Pero veamos adónde nos conduce esta idea. Sugiere que el asesinato de sir Claud no fue un acto impulsivo, sino planeado con antelación. ¿Sabe dónde nos encontramos ahora?
—No —confesó Hastings con conmovedora ingenuidad—. Sabe muy bien que nunca lo entiendo. Sé que estamos en la biblioteca de la casa de sir Claud. Eso es todo.
—Sí, mi querido amigo, tiene razón. Estamos en la biblioteca de la casa de sir Claud. Pero no es la mañana, sino la noche. Las luces se han apagado. Los planes del ladrón se han trastocado.
Poirot se irguió en su asiento y sacudió enérgicamente el dedo índice para subrayar sus comentarios.
—Sir Claud, que en circunstancias normales no habría revisado su caja fuerte hasta el día siguiente, ha descubierto el robo por casualidad. Y, como dijo el propio científico, el ladrón está atrapado en una ratonera. Sin embargo, el ladrón, que también es el asesino, sabe algo que sir Claud ignora. El ladrón sabe que en cuestión de minutos sir Claud callará para siempre. Él (o ella) tiene un solo y único problema: debe esconder la fórmula en un sitio seguro mientras dure la oscuridad. Cierre los ojos, Hastings, igual que yo. Las luces se han apagado y no vemos nada. Pero podemos oír. Ahora repita con la mayor precisión las palabras con que miss Amory describió la escena.
Hastings cerró los ojos. Hizo un esfuerzo para recordar y comenzó a hablar, haciendo pequeñas pausas.
—Respiraciones ruidosas —murmuró. Poirot asintió—. Varias respiraciones —Poirot volvió a asentir. Hastings se concentró y prosiguió—: El ruido de una silla al caer… un sonido metálico… Debió de ser la llave.
—Exactamente. Continúe.
—Un grito. El grito de Lucia llamando a sir Claud. Y por fin los golpes en la puerta. ¡Ah! Un momento. Al principio hubo un ruido similar al de la seda al rasgarse.
Hastings abrió los ojos.
—Sí, el rasguido de la seda —exclamó Poirot. Se levantó, fue al escritorio y luego cruzó la habitación hasta la chimenea—. Todo está ahí, Hastings. En esos minutos de oscuridad. Todo está ahí. Sin embargo, nuestros oídos no nos dicen nada. —Se detuvo junto a la chimenea y movió el recipiente que contenía los papeles para encender el fuego.
—¡Oh, deje de poner orden! —protestó Hastings—. Siempre está igual.
Poirot retiró la mano del recipiente.
—¿Qué ha dicho? Sí; tiene razón —dijo mirando fijamente la vasija—. Recuerdo haber movido este recipiente hace menos de una hora. Y ahora tengo que hacerlo de nuevo. ¿Por qué, Hastings?
—Porque está torcido, supongo —respondió Hastings con tono de aburrimiento—. Es su eterna manía por el orden.
—¡El rasguido de la seda! ¡No, Hastings! El sonido es el mismo. —Miró fijamente las tiras de papel y cogió la vasija que las contenía—. El rasguido del papel… —prosiguió mientras se apartaba de la chimenea.
Contagió su entusiasmo a Hastings.
—¿Qué pasa? —preguntó éste poniéndose en pie de un brinco.
Poirot vació el recipiente sobre el sofá y examinó las tiras de papel. De vez en cuando le entregaba una a Hastings, murmurando:
—Aquí hay una. Aquí, otra. Y otra…
Hastings desplegó los papeles y los examinó.
—«C 19, N 23» —comenzó a leer.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Es la fórmula!
—Es maravilloso —dijo Hastings.
—Rápido. Doble los papeles otra vez —ordenó Poirot, y Hastings comenzó a hacerlo—. ¡Oh, qué lento es! ¡Rápido! ¡Rápido! —Cogió las tiras de papel, las metió en la vasija y devolvió ésta a su sitio sobre la estantería de la chimenea.
Hastings, atónito, se acercó a él.
Poirot sonrió de oreja a oreja.
—Le intrigan mis movimientos, ¿verdad? Dígame, Hastings, ¿qué tenemos en este recipiente?
—Pues tiras de papel, naturalmente —respondió con tono burlón.
—No, mon ami, queso.
—¿Queso?
—Exactamente, amigo. Queso.
—Dígame, Poirot, ¿se encuentra bien? —preguntó Hastings con sarcasmo—. ¿O acaso le duele la cabeza?
Poirot hizo caso omiso de la frívola pregunta de su amigo.
—¿Para qué se usa el queso, Hastings? Se lo diré, mon ami. Se usa como señuelo en una ratonera. Ahora sólo tenemos que esperar al ratón.
—Y el ratón…
—El ratón vendrá, amigo —aseguró Poirot—. Quédese tranquilo. Le he enviado un mensaje y no tardará en comparecer.
Antes de que Hastings pudiera responder al críptico comentario del detective, Edward Raynor entró en la biblioteca.
—Ah, aquí está, monsieur Poirot —dijo el secretario—. Y también el capitán Hastings. El inspector Japp quiere hablar con los dos en la planta alta.