Unos minutos después, cuando la familia Amory comenzó a congregarse en la biblioteca, Carelli seguía sentado en el sofá con expresión sombría, mientras Poirot permanecía en la puerta de la galería. Barbara Amory regresó del jardín con Hastings y se sentó junto a Carelli, mientras el capitán se reunía con su amigo.
—Sería útil —murmuró Poirot a su colega— que tomara nota mentalmente de dónde decide sentarse cada uno.
—¿Útil? ¿En qué sentido?
—Psicológicamente, querido amigo.
Cuando Lucia entró en la biblioteca, Hastings notó que se sentaba en una silla junto a la mesa. Richard llegó junto a su tía, miss Amory, que se sentó en el banco, mientras el joven se situaba junto a la mesa, desde donde podía proteger a su esposa. Edward Raynor fue el último en llegar y se quedó de pie, detrás del sillón. Lo siguió el agente Johnson, que permaneció haciendo guardia en la puerta.
Richard Amory presentó al inspector Japp a los miembros de la familia que aún no lo conocían.
—Mi tía, Caroline Amory —anunció—, y mi prima Barbara.
—¿A qué viene tanto jaleo, inspector? —preguntó Barbara.
Japp no respondió.
—Creo que ya estamos todos, ¿no? —dijo acercándose a la chimenea.
Miss Amory parecía sorprendida y algo asustada.
—No entiendo nada —le dijo a Richard—. ¿Qué hace aquí este caballero?
—Quizá debería decirte algo, tía Caroline —respondió Richard—; y también a todos los demás —añadió mirando alrededor—. El doctor Graham ha descubierto que mi padre fue… envenenado.
—¿Qué? —exclamó Raynor.
Miss Amory dejó escapar una exclamación de horror.
—Fue envenenado con hioscina —puntualizó Richard.
Raynor se sobresaltó.
—¿Con hioscina? Vaya. Yo vi… —Se interrumpió, mirando a Lucia.
Japp dio un paso hacia él y dijo:
—¿Qué vio, Mr. Raynor?
El secretario parecía incómodo.
—Nada… Al menos… —titubeó.
—Lo siento, Mr. Raynor —insistió Japp—, pero debo saber la verdad. Vamos, todo el mundo se ha dado cuenta de que oculta algo.
—No es nada, de veras —dijo el secretario—. Seguramente habrá una explicación razonable.
—¿Una explicación para qué? —preguntó Japp. El secretario volvió a titubear—. ¿Y bien? —lo apremió el inspector.
—Es sólo que… —Raynor hizo una pausa y luego decidió continuar—: Vi a Mrs. Amory cogiendo algunas de esas pastillas.
—¿Cuándo? —preguntó Japp.
—Anoche, cuando salí del estudio de sir Claud. Los demás estaban distraídos con el gramófono, reunidos alrededor del aparato. Noté que abría el frasco de hioscina y ponía casi todas las pastillas en la palma de su mano. En ese momento sir Claud me llamó desde el estudio.
—¿Por qué no mencionó esto antes? —preguntó Japp. Lucia comenzó a hablar, pero el inspector la hizo callar—. Un momento, por favor, Mrs. Amory. Primero me gustaría oír a Mr. Raynor.
—No volví a pensar en ello —dijo el secretario—. Sólo lo recordé cuando Mr. Amory dijo que sir Claud había sido envenenado con hioscina. Supongo que no tiene importancia. Simplemente me sorprendió la coincidencia. Puede que las pastillas no fueran de hioscina, sino de cualquiera de los otros medicamentos.
Japp se volvió hacia Lucia.
—¿Y bien, señora? —preguntó—. ¿Qué tiene que decir al respecto?
—Quería algo para dormir —respondió ella con aparente serenidad.
—¿Dice que prácticamente vació el frasco? —preguntó el inspector a Raynor.
—Eso me pareció —respondió éste.
—No necesitaba tantas píldoras para dormir —dijo Japp volviéndose hacia Lucia—. Habría bastado con un par. ¿Qué hizo con el resto?
Lucia reflexionó antes de responder:
—No lo recuerdo… —iba a continuar, cuando Carelli se levantó del sofá y dijo con malicia:
—Ya ve, inspector. Aquí tiene a la asesina.
Barbara se levantó rápidamente para alejarse de Carelli y Hastings se acercó a ella.
—Si quiere la verdad, la tendrá, inspector —prosiguió el médico italiano—. Vine aquí especialmente para ver a esta mujer. Ella me mandó llamar. Se ofreció a venderme la fórmula de sir Claud. Reconozco que he estado involucrado en asuntos semejantes en el pasado.
—No es preciso que lo jure —dio Japp interponiéndose entre Lucia y Carelli—. Ya lo sabemos. —Se volvió hacia Lucia—: ¿Qué tiene que decir al respecto, señora?
Ella se puso en pie, blanca como un papel, y Richard se acercó a ella.
—No permitiré que…
—Por favor, señor —interrumpió Japp.
—¡Miren a esa mujer! —exclamó Carelli—. Ninguno de los presentes sabe quién es, pero yo sí. Es la hija de Selma Goetz. La hija de una de las mujeres más infames que ha pisado este mundo.
—¡No es verdad, Richard! —exclamó Lucia—. No le hagas caso. ¡No es cierto!
—Le romperé todos los huesos —amenazó Richard a Carelli.
Japp dio un paso hacia él.
—Tranquilícese, por favor, señor —pidió—. Tenemos que llegar al fondo de la cuestión. —Se volvió hacia Lucia—. ¿Y bien, Mrs. Amory?
Se hizo un silencio incomodo.
—Yo… —comenzó ella por fin. Miró a su esposo y luego a Poirot, tendiendo una mano al detective, como buscando su ayuda.
—Tenga valor, madame —le aconsejó Poirot—. Confíe en mí. Cuénteles la verdad. Hemos llegado a un punto en que las mentiras son inútiles. La verdad tendrá que salir a la luz. —Lucia lo miró con expresión suplicante, pero él se limitó a repetir—: Tenga valor. Sí, sí. Hable. —Y volvió a situarse junto a la puerta de la galería.
Después de un largo silencio, Lucia habló con voz baja y ahogada:
—Es cierto que soy la hija de Selma Goetz. Pero no es verdad que haya llamado a este hombre ni que haya ofrecido venderle la fórmula de sir Claud. ¡Vino aquí para chantajearme!
—¡Chantaje! —murmuró Richard acercándose a su esposa.
Lucia se volvió hacia él.
—Me amenazó con contarte lo de mi madre si no le daba la fórmula —dijo con desesperación—, pero no lo hice. Creo que la ha robado. Tuvo la oportunidad. Estuvo solo en el estudio. Y ahora comprendo que quería que me suicidara con hioscina para que todos creyeran que yo había robado la fórmula. Prácticamente me hipnotizó para que lo hiciera… —Se desmoronó y rompió a llorar en el hombro de Richard.
—¡Oh, Lucia, cariño! —exclamó él y la abrazó. Después de dejar a su desconsolada esposa en brazos de miss Amory, que se había puesto de pie, se dirigió a Japp—: Inspector, quiero hablar con usted a solas.
Japp lo miró y luego hizo una señal a Johnson.
—Muy bien —dijo mientras el agente abría la puerta para dejar pasar a Lucia y miss Amory.
Barbara y Hastings aprovecharon la oportunidad para volver al jardín, mientras Edward Raynor, de camino a la salida, murmuraba a Richard:
—Lo siento, Mr. Amory. Lo siento mucho.
Mientras Carelli cogía su maleta para seguir a Raynor, Japp ordenó al agente:
—No pierda de vista a la señora… ni al doctor Carelli. —El médico se volvió al llegar a la puerta y Japp siguió hablando a su agente—: Que nadie haga ningún movimiento extraño, ¿entendido?
—Entendido, señor —respondió Johnson mientras salía de la biblioteca detrás de Carelli.
—Lo lamento, Mr. Amory —dijo Japp a Richard—, pero después de lo que acaba de decir Mr. Raynor, debo tomar precauciones. Y quiero que Poirot permanezca aquí, para que sea testigo de lo que tenga que decir.
Richard se acercó a Japp con el aspecto de una persona que acaba de tomar una decisión importante. Respiró hondo y habló con determinación:
—Inspector.
—¿Sí, señor? —preguntó Japp.
—Creo que es hora de que confiese —dijo Richard con voz pausada—. He matado a mi padre.
Japp sonrió.
—Me temo que eso no cuela, señor.
—¿Qué quiere decir? —repuso Richard, atónito.
—No, señor —prosiguió Japp—. En otras palabras, no me dará gato por liebre. Comprendo que está muy enamorado de su esposa y es natural, teniendo en cuenta que están recién casados. Pero, con franqueza, no debería poner el cuello en la picota por una mala mujer. Aunque debo admitir que es muy guapa, de eso no cabe duda.
—¡Inspector Japp! —exclamó Richard con furia.
—No tiene sentido que se enfade conmigo, señor —prosiguió Japp, imperturbable—. Le he dicho la pura verdad, sin rodeos, y sin duda Poirot le dirá lo mismo. Lo lamento, señor, pero el deber es el deber; y el asesinato, asesinato. Eso es todo. —Asintió enérgicamente con la cabeza y salió de la habitación.
Richard se volvió hacia el detective, que había estado observando la escena desde el sofá.
—¿Y bien? ¿Va a decirme lo mismo, monsieur Poirot?
Éste se incorporó, sacó la pitillera del bolsillo y extrajo un cigarrillo. Pero en lugar de responder a la pregunta de Richard, formuló otra:
—Monsieur Amory, ¿cuándo sospechó de su esposa por primera vez?
—Yo nunca…
Poirot lo interrumpió, cogiendo una caja de cerillas de la mesa mientras hablaba.
—Por favor, le ruego que diga la verdad, monsieur Amory. Sé que sospechó de ella, incluso antes de que yo llegara. Por eso estaba tan ansioso por deshacerse de mí. No lo niegue. Es imposible engañar a Hercules Poirot.
Encendió el cigarrillo, dejó la caja de cerillas sobre la mesa y sonrió al hombre alto que se alzaba sobre él. Hacían una pareja ridícula.
—Está equivocado —dijo Richard con firmeza—. Muy equivocado. ¿Cómo iba a sospechar de Lucia?
—Claro que también sería lógico sospechar de usted —prosiguió Poirot con aire pensativo—. Usted tuvo acceso a los fármacos y al café, necesitaba dinero y estaba desesperado por conseguirlo. Sí, desde luego. Oh, sí, cualquiera podría sospechar de usted.
—El inspector Japp no parece estar de acuerdo con usted —observó Richard.
—¡Ah, Japp! Tiene sentido común —repuso Poirot con una sonrisa—. No es una mujer enamorada.
—¿Una mujer enamorada? —repitió Richard, desconcertado.
—Permita que le dé una lección de psicología, monsieur —ofreció Poirot—. Cuando llegué aquí, su esposa me rogó que me quedara y descubriera al asesino. ¿Cree que una mujer culpable habría hecho algo semejante?
—¿Quiere decir…? —comenzó Richard.
—Quiero decir que hoy mismo, antes de que se ponga el sol, usted le pedirá perdón de rodillas.
—¿Qué dice?
—Demasiado, quizá —admitió Poirot poniéndose en pie—. Ahora, monsieur, póngase en mis manos. En las manos de Hercules Poirot.
—¿Usted puede salvarla? —preguntó Richard con voz desesperada.
Poirot lo miró con solemnidad.
—He dado mi palabra, aunque cuando lo hice no sabía lo difícil que resultaría. Verá, queda poco tiempo y debemos hacer algo rápidamente. Debe prometerme que hará exactamente lo que le diga, sin hacer preguntas o poner obstáculos. ¿Me lo promete?
—Muy bien —aceptó Richard a regañadientes.
—Estupendo. Ahora escuche. Lo que sugiero no es difícil ni imposible. De hecho es una cuestión de sentido común. Pronto esta casa se llenará de policías. Estarán por todas partes y lo removerán todo. Puede ser una experiencia muy desagradable para usted y su familia, así que le aconsejo que se vaya.
—¿Quiere que deje la casa en manos de la policía? —preguntó Richard con incredulidad.
—Ése es mi consejo. Claro que tendrá que permanecer en los alrededores. Pero el hotel local es bastante cómodo. Alquile habitaciones allí. Así estarán cerca cuando la policía necesite interrogarlos.
—¿Y cuándo sugiere que nos marchemos?
—Yo diría que… de inmediato —respondió Poirot con una sonrisa.
—¿No cree que parecerá extraño?
—En absoluto, en absoluto —aseguró el detective con otra sonrisa—. Parecerá una acción muy… ¿cómo dirían ustedes? Muy sensata. No puede tolerar ciertas insinuaciones, no desea permanecer ni un momento aquí… Le aseguro que quedará muy bien.
—¿Y qué pasa con el inspector?
—Yo lo arreglaré personalmente con él.
—Todavía no entiendo de qué servirá —insistió Richard.
—Claro que no lo entiende —dijo Poirot con arrogancia y se encogió de hombros—. No es preciso que lo haga. Basta con que lo entienda yo, Hercules Poirot. —Cogió a Richard por los hombros—. Haga las gestiones oportunas. O permita que las haga Raynor. ¡Márchese! —Prácticamente lo empujó hacia la puerta.
Richard se volvió a mirar a Poirot por última vez y salió de la habitación.
—¡Vaya con los ingleses! —murmuró Poirot—. ¡Qué obstinados son! —Fue a la puerta de la galería y llamó—: ¡Mademoiselle Barbara!