Después de que Barbara y Hastings salieran al jardín, la biblioteca permaneció vacía un par de minutos. Luego se abrió la puerta del pasillo y entró miss Amory, con un cesto de costura en la mano. Caroline se acercó al sofá, dejó el cesto en el suelo, se arrodilló y palpó el respaldo del sofá. En ese momento entró el doctor Carelli, llevando un sombrero y una maleta pequeña. Al verla, murmuró una disculpa por haber irrumpido sin llamar.
Miss Amory encontró su aguja de hacer punto y se incorporó, algo turbada.
—Buscaba mi aguja —explicó innecesariamente—. Estaba detrás del asiento. —Después, reparando en la maleta, preguntó—: ¿Se marcha, doctor Carelli?
Él dejó el sombrero y la maleta sobre una silla.
—No quiero seguir abusando de su hospitalidad —dijo.
Aunque era evidente que estaba encantada, miss Amory tuvo la delicadeza de responder con cortesía:
—Desde luego; si así lo desea… —Luego, recordando la situación en que se encontraban, añadió—: Sin embargo, pensé que había que cumplir con algunas formalidades…
—Oh, ya está todo arreglado —aseguró él.
—Bueno, si cree que debe marcharse…
—Sí, así lo creo.
—Entonces le pediré un coche —repuso rápidamente miss Amory, llamando al timbre del servicio.
—No, no. Eso también está arreglado.
—¡Pero ha tenido que bajarse la maleta usted mismo! ¡Vaya! ¡Estos criados! ¡Están desmoralizados! ¡Completamente desmoralizados! —Regresó al sofá, se sentó y sacó la aguja del cesto—. No se pueden concentrar, doctor Carelli. Son incapaces de mantener la calma. Es curioso, ¿verdad?
—Muy curioso —repuso él con expresión de impaciencia y miró el teléfono.
Ella comenzó a tejer mientras conversaba animadamente de trivialidades.
—Supongo que cogerá el tren de las doce y cuarto. No debe retrasarse. No es que quiera meterle prisa. Siempre digo que las prisas…
—Sí, lo sé, pero creo que tengo tiempo de sobra. Me preguntaba si podría usar el teléfono.
Miss Amory alzó la vista.
—Sí, por supuesto —dijo mientras continuaba tejiendo. Al parecer, no se le ocurrió pensar que Carelli quisiera hacer su llamada en privado.
—Gracias —murmuró él. Se acercó al escritorio y fingió buscar un número en el listín. Luego miró con impaciencia a miss Amory—. Creo que su sobrina la estaba buscando —dijo.
Caroline Amory siguió tejiendo, imperturbable, aunque comenzó a hablar de su sobrina.
—La querida Barbara —dijo—. Es una criatura encantadora. ¿Sabe?, lleva una vida bastante triste aquí, demasiado aburrida para alguien de su edad. En fin, me atrevo a pensar que las cosas cambiarán pronto. —Saboreó esta idea unos instantes antes de continuar—: Yo hice todo lo que pude. Pero una chica joven necesita alegría. No es posible reemplazar la alegría ni con toda la cera de abeja del mundo.
La cara de Carelli era el vivo retrato de la confusión, mezclada con una buena dosis de ira.
—¿Cera de abeja? —se vio obligado a preguntar.
—Sí, cera de abeja… ¿o es polen de abejas? Ya sabe, eso que contiene vitaminas. O por lo menos eso pone en la caja. A, B, C y D. Todas, excepto la que evita el beriberi. Yo creo que, viviendo en Inglaterra, no es necesaria. No es una enfermedad que pueda pillarse aquí. Según creo, se contrae al descascarar el arroz en los países productores. Es muy interesante. Le dije a Raynor que la tomara… Me refiero a la cera de abeja. El pobrecillo estaba muy pálido. También se la recomendé a Lucia, pero no me hizo caso. —Meneó la cabeza con aire de desaprobación—. Y pensar que cuando yo era una niña me tenían prohibido comer caramelos por la cera de abeja… o por el polen de abejas. Los tiempos cambian, ¿sabe? Sí señor.
Aunque intentaba disimularlo, Carelli echaba humo por las orejas.
—Sí, claro, miss Amory —respondió con toda la amabilidad de que era capaz. Luego se acercó a ella y probó una táctica más directa—. Creo que su sobrina la está llamando.
—¿De veras?
—Sí. ¿No la oye?
Miss Amory aguzó el oído.
—No, la verdad es que no —admitió—. Qué curioso. —Enrolló el tejido—. Tiene un oído muy bueno, doctor Carelli. No es que yo oiga mal. De hecho, me han dicho que… —Se le cayó un ovillo de lana y él lo recogió—. Muchas gracias. Los Amory siempre han tenido buen oído, ¿sabe? —Se levantó del sofá—. Mi padre conservó sus facultades hasta el último momento. Podía leer sin gafas cuando tenía ochenta años.
Se le volvió a caer el ovillo y Carelli lo recogió otra vez.
—Oh, muchas gracias. Mi padre era un hombre admirable, doctor Carelli. Siempre dormía en una cama con dosel y jamás abría la ventana de su dormitorio. Solía decir que el aire de la noche es muy dañino. Por desgracia, cuando enfermó de gota lo atendió una joven enfermera que insistía en abrir las ventanas de par en par, y por eso murió mi padre.
Una vez más se le cayó el ovillo. En esta ocasión Carelli se lo puso con firmeza en la mano y la acompañó a la puerta. Miss Amory andaba despacio, sin parar de hablar.
—No me gustan nada las enfermeras, doctor —informó—. Se pasan el día cotilleando sobre sus enfermos, toman demasiado té y siempre acaban revolucionando al servicio.
—Es muy cierto, señorita, muy cierto —asintió Carelli apresuradamente mientras le abría la puerta.
—Muchas gracias —repitió Caroline Amory y salió de la biblioteca.
Carelli cerró la puerta, corrió hacia el escritorio y levantó el auricular del teléfono. Después de un instante, habló en voz baja pero ansiosa:
—Aquí Market Cleve uno, cinco, tres. Quiero hablar con Londres, Soho, ocho, ocho, cinco, tres… No; cinco, tres. Correcto… ¿Qué? ¿Qué me llamará?… De acuerdo.
Colgó el auricular y comenzó a morderse las uñas con impaciencia. Después de un momento, fue hasta la puerta del despacho, la abrió y entró. Casi de inmediato, Edward Raynor entró en la biblioteca por la puerta del pasillo. Echó un vistazo alrededor, se acercó a la repisa de la chimenea y examinó el recipiente con los papeles para encender el fuego. Entonces Carelli regresó del despacho. Raynor se volvió al oír la puerta.
—No sabía que estaba ahí dentro —dijo el secretario.
—Espero una llamada telefónica.
—¡Ah!
—¿Cuándo llegó el inspector de policía? —preguntó Carelli.
—Creo que hace unos veinte minutos. ¿Lo ha visto?
—Sólo de lejos.
—Es de Scotland Yard —informó el secretario—. Por lo visto, estaba trabajando en otro caso en los alrededores, y la policía local lo mandó llamar.
—Ha sido una afortunada casualidad ¿no? —observó Carelli.
—Sí, ¿verdad?
Sonó el teléfono y Raynor hizo ademán de cogerlo, pero Carelli se adelantó.
—Debe de ser mi llamada —dijo mirándolo—. ¿Le importaría…?
—En absoluto —respondió el secretario—. Lo dejaré solo.
Raynor salió de la habitación y Carelli levantó el auricular.
—¿Sí? ¿Miguel? —dijo en voz baja—. No, maldita sea, no he podido… Ha sido imposible… No; no lo entiende. El viejo murió anoche… Me marcho de inmediato… Japp está aquí… Sí; Japp, el de Scotland Yard… No, todavía no me ha visto… Eso espero… Esta noche a las nueve y media en el sitio de costumbre… De acuerdo.
Colgó el auricular, cogió su maleta, se puso el sombrero y se dirigió a la puerta de la galería. En ese momento, Poirot entraba desde el jardín, y él y Carelli chocaron.
—Perdón —dijo el italiano.
—No es nada —respondió Poirot con cortesía, aunque cerrándole el paso.
—Si me permite…
—Imposible —dijo Poirot con serenidad—. Completamente imposible.
—Insisto.
—No debería —murmuró Poirot con una sonrisa amistosa.
De repente, Carelli se lanzó sobre Poirot. El detective se hizo rápidamente a un lado, haciéndole una zancadilla y cogiéndole la maleta al mismo tiempo. En ese momento Japp entró en la habitación, detrás de Poirot, y Carelli cayó en sus brazos.
—¡Vaya! ¿A quién tenemos aquí? —exclamó el inspector—. Pero si es Tonio.
—Ah, mi querido Japp —dijo Poirot con una risita mientras se apartaba de los dos hombres—. Suponía que usted sabría el nombre del caballero.
—Claro; lo sé todo sobre él. Tonio es un personaje célebre, ¿verdad, Tonio? Apuesto a que le sorprendió el movimiento de monsieur Poirot, ¿eh? Fue un pase de jiu-jitsu o algo por el estilo, ¿no? Pobre Tonio.
Mientras Poirot abría la maleta del italiano sobre la mesa, Carelli gritó a Japp:
—No tiene nada contra mí. No puede retenerme.
—No sé; no sé. Creo que no tendremos que buscar mucho para encontrar al hombre que robó la fórmula y mató al anciano. —Se volvió hacia Poirot y añadió—: El robo de una fórmula está muy en la línea de Tonio, y puesto que lo hemos encontrado tratando de huir, no me sorprendería que llevara el botín encima.
—Coincido con usted —dijo Poirot.
Japp registró a Carelli mientras Poirot examinaba su equipaje.
—¿Y bien? —preguntó Japp.
—Nada —respondió el detective cerrando la maleta—. Me ha decepcionado.
—Se creen muy listos, ¿eh? —dijo Carelli—. Pues yo podría haberles dicho que…
—Quizá —interrumpió Poirot en voz baja y pausada—, pero sería muy imprudente de su parte.
—¿Qué quiere decir? —exclamó Carelli, sorprendido.
—Monsieur Poirot tiene razón —dijo Japp—. Será mejor que mantenga la boca cerrada. —Abrió la puerta del pasillo y llamó—: ¡Johnson! —El joven agente asomó la cabeza por la puerta—. Reúna a toda la familia. Quiero verlos a todos aquí.
—Sí, señor —dijo Johnson mientras se retiraba.
—¡Protesto! —exclamó Carelli—. Yo… —De repente cogió su maleta y corrió hacia la puerta de la galería.
Japp corrió tras él, lo cogió y lo arrojó sobre el sofá, quitándole la maleta en el proceso.
—¡No grite, que nadie le ha hecho daño todavía! —gritó Japp al acobardado italiano.
Poirot se dirigió a las puertas de la galería.
—Por favor, no se marche ahora —dijo Japp dejando la maleta de Carelli sobre la mesita auxiliar—. Esto se pone interesante.
—No, mi querido Japp. No me marcho —le aseguró el detective—. Permaneceré aquí. Como dice, esta reunión familiar será muy interesante.