Quince minutos después, el inspector Japp y su joven ayudante, Johnson, habían terminado la inspección preliminar de la sala de estar. Japp, un hombre de mediana edad, fanfarrón, robusto y rubicundo, conversaba con Poirot y Hastings, que había regresado de su paseo por el jardín.
—Sí —decía Japp al agente Johnson—, Mr. Poirot y yo nos conocemos desde hace tiempo. Me ha oído hablar de él a menudo. La primera vez que trabajamos juntos, todavía era miembro de la policía belga, ¿no es así, Poirot? Lo conocimos en Bruselas. Ah, qué tiempos aquéllos. ¿Recuerda al «barón» Altara? Estupenda presa. Había conseguido escapar de las garras de toda la policía europea. Pero lo detuvimos en Antwerp, gracias a Mr. Poirot.
Japp se volvió hacia Poirot.
—Y luego volvimos a encontrarnos en este país, ¿verdad? Claro que entonces ya se había retirado. Resolvió el misterioso caso de Styles, ¿recuerda? La última vez que colaboramos en un caso fue hace un par de años, ¿no? Aquel asunto en Londres, en el que estaba involucrado un noble italiano. Bueno, me alegro mucho de volver a verlo, Poirot. Hace un momento estuve a punto de caerme de espaldas cuando entré y vi su gracioso careto.
—¿Mi careto? —repuso Poirot, intrigado.
—Quiero decir su cara —explicó Japp, risueño—. Bien, parece que otra vez trabajaremos juntos, ¿eh?
—Mi querido Japp, usted ya conoce mis debilidades —dijo Poirot con una sonrisa.
—Sigue tan reservado como siempre, ¿eh? —señaló Japp, dándole una palmada en el hombro—. Esa señora con la que hablaba cuando he entrado es muy bonita. Supongo que será la esposa de Richard Amory, ¿no? Sospecho que se lo estaba pasando en grande, ¿no es cierto, viejo sabueso?
El inspector soltó una ronca carcajada y se sentó en una silla junto a la mesa.
—En fin —prosiguió—, ésta es la clase de caso que le viene como anillo al dedo. Ideal para su mente retorcida. Yo, en cambio, detesto los envenenamientos. No hay por dónde empezar. Es preciso averiguar qué comió y bebió la víctima, quién se lo dio y hasta quién le echó el aliento en la cara. Aunque parece que el doctor Graham lo tiene muy claro. Dice que el veneno estaba en el café. Según él, una dosis tan grande produce un efecto casi instantáneo. Naturalmente, lo sabremos tan pronto como tengamos los resultados del análisis. Pero mientras tanto tenemos con qué entretenernos.
Japp se puso en pie.
—Bien, ya he terminado con esta habitación —declaró—. Ahora hablaré con Richard Amory y luego iré a ver al doctor Carelli. Todo parece indicar que es nuestro hombre. Pero hay que mantenerse abierto a cualquier posibilidad; siempre lo digo. —Se dirigió a la puerta—. ¿Me acompaña, Poirot?
—Por supuesto.
—Y el capitán Hastings también, sin lugar a dudas —sonrió Japp—. Siempre pegado a usted como si fuera su sombra, ¿no, Poirot?
Poirot miró a su amigo.
—Quizá Hastings prefiera quedarse aquí —dijo.
Hastings cogió la insinuación al vuelo y repuso:
—Sí, me quedaré aquí.
—Bueno, como guste —dijo Japp, sorprendido.
Poirot y Japp se marcharon, seguidos por el joven agente, y un instante después Barbara Amory entró por la puerta de la galería, vestida con unos pantalones claros y una blusa rosada.
—Ah, aquí está. ¿A qué viene tanto jaleo? —preguntó—. ¿Ha llegado la policía?
—Sí —respondió Hastings, sentándose junto a ella en el sofá—. Es el inspector Japp, de Scotland Yard. Ha ido a hacerle algunas preguntas a su primo.
—¿Y cree que también querrá interrogarme a mí?
—No lo creo, pero aunque fuera así no hay razón para alarmarse.
—Oh, no me alarmo —dijo Barbara—. Al contrario, tengo la sensación de que sería una experiencia fascinante. Claro que quizá caiga en la tentación de adornar un poco las cosas, sólo para causar sensación. Me encanta causar sensación, ¿a usted no?
Hastings la miró perplejo.
—No… no lo sé. Pero creo que no.
Barbara Amory lo miró con expresión inquisitiva.
—¿Sabe? Usted me intriga. ¿Dónde ha estado toda su vida?
—Bueno, he pasado unos cuantos años en América del Sur.
—¡Lo sabía! —exclamó Barbara e hizo un ademán con la mano por encima de sus ojos—. Grandes espacios abiertos. Por eso es tan deliciosamente anticuado.
Hastings lo tomó como una ofensa.
—Lo siento —dijo.
—¡Oh, si me encanta! —se apresuró a explicar Barbara—. Creo que usted es un cielo, un verdadero cielo.
—¿Por qué ha dicho que soy anticuado?
—Bueno —explicó ella—, estoy segura de que cree en un montón de ideas obsoletas, como la decencia, la importancia de no decir mentiras sin una buena razón y la necesidad de mirar la vida con optimismo.
—Ha acertado —dijo él, sorprendido—. ¿Y usted no comparte esas ideas?
—¿Yo? En fin… Por ejemplo, ¿pretende que finja que la muerte del tío Claud fue un desafortunado incidente?
—¿No lo fue? —preguntó Hastings, escandalizado.
—¡Caray! —exclamó Barbara apoyándose contra el borde de la mesita auxiliar—. En lo que a mí concierne, es lo más maravilloso que me ha pasado en la vida. No se imagina lo tacaño que era el viejo. ¡No sabe cuánto nos deprimía a todos! —Se interrumpió, abrumada por la intensidad de sus propios sentimientos.
—Yo… preferiría que no… —comenzó Hastings, avergonzado.
Pero Barbara lo interrumpió:
—¿No le gusta la sinceridad? Me lo imaginaba. Preferiría verme vestida de luto y hablando en susurros sobre «el pobre tío Claud, que tan bueno fue con nosotros».
—¡Vaya! —exclamó Hastings.
—Oh, no necesita fingir —prosiguió ella—. Estoy segura de que, si tuviera ocasión de conocerlo mejor, descubriría que es usted realmente así. Pero yo creo que la vida es demasiado corta para tantas mentiras y farsas. Tío Claud no se portó bien con ninguno de nosotros. Estoy segura de que, en el fondo de nuestros corazones, todos nos alegramos de que haya muerto. Sí, incluso tía Caroline. Pobrecilla, ella tuvo que soportarlo mucho más tiempo que los demás.
Barbara se tranquilizó repentinamente, y cuando volvió a hablar lo hizo con tono más sereno:
—He estado pensando, ¿sabe? Y he llegado a la conclusión científica de que tía Caroline envenenó a tío Claud. Ese ataque de corazón fue muy raro. De hecho, no creo que fuera un ataque de corazón. Supongamos que después de reprimir sus sentimientos durante tantos años, tía Caroline adquirió un profundo complejo…
—Supongo que, desde un punto de vista teórico, es posible —murmuró Hastings con cautela.
—Sin embargo, me pregunto quién robó la fórmula —continuó ella—. Todo el mundo cree que fue el italiano, pero yo sospecho de Tredwell.
—¿Del mayordomo? ¡Santo cielo! ¿Por qué?
—¡Porque en ningún momento se acercó al estudio!
Él la miró con expresión de perplejidad.
—Pero entonces…
—En ciertos aspectos, soy una persona muy ortodoxa —señaló Barbara—. Y me educaron para sospechar de la persona menos verosímil. En las novelas de misterio suele ser el culpable. Y sin duda Tredwell es la persona menos verosímil.
—Aparte de usted, supongo —repuso Hastings con una risita.
—¡Ah, yo! —Esbozó una sonrisa mientras se levantaba y le daba la espalda al capitán—. Qué curioso… —murmuró para sí.
—¿Qué le parece curioso? —preguntó Hastings, poniéndose en pie.
—Algo que acaba de ocurrírseme. Salgamos al jardín. Detesto este sitio. —Se dirigió hacia las puertas de la galería.
—Me temo que tengo que quedarme aquí —dijo él.
—¿Por qué?
—No puedo salir de esta habitación.
—¿Sabe? —observó ella—, tiene un complejo con esta habitación. ¿Se acuerda de anoche? Todos estábamos aquí, asombrados por la desaparición de la fórmula, y usted entró y produjo el más maravilloso anticlímax diciendo con tono intrascendente: «Qué bonita habitación, miss Amory». ¡Fue tan gracioso verlos entrar! Allí estaba ese pequeño hombrecillo, de apenas un metro sesenta de estatura, pero con un aire de extraordinaria solemnidad. Y usted, tan atento…
—Admito que Poirot puede parecer extraño a primera vista —asintió Hastings—. Tiene unas cuantas manías. Por ejemplo, siente una enfermiza pasión por el orden. Ver un adorno torcido, una mota de polvo, o incluso alguna muestra de desaliño en el vestido de una persona, es una tortura para él.
—¡Hacen un magnífico contraste! —exclamó ella riendo.
—Los métodos deductivos de Poirot son muy singulares, ¿sabe? —prosiguió él—. El orden y el método son sus dioses. Desdeña las pruebas tangibles, cosas como huellas o ceniza de cigarrillo. De hecho, sostiene que esas cosas por sí solas nunca permiten resolver un misterio. Asegura que el verdadero trabajo se lleva a cabo en la mente. Entonces se toca su cabeza con forma de huevo, y dice con gran satisfacción: «Las pequeñas células grises del cerebro. Siempre recuerde las pequeñas células grises, mon ami».
—Oh, es un encanto —dijo Barbara—. Aunque no tanto como usted, con su «¡qué bonita habitación!».
—Pero es una habitación muy bonita —insistió Hastings, algo picado.
—No estoy de acuerdo —dijo ella. Le cogió la mano e intentó arrastrarlo hacia las puertas del balcón—. Vamos. Ya ha pasado bastante tiempo aquí.
—¡No lo entiende! —exclamó él, soltándole la mano—. Le he prometido a Poirot que permanecería aquí.
—¿Le ha prometido a monsieur Poirot que no abandonaría la biblioteca? ¿Por qué?
—No puedo decírselo.
—Ah. —Barbara guardó silencio y luego cambió de actitud. Se movió detrás de Hastings y comenzó a recitar, con exagerado dramatismo—: «El niño permaneció en la cubierta en llamas…».
—¿Cómo dice?
—«Aunque todos, salvo él, habían huido». ¿Y bien, cielo?
—No la entiendo —declaró Hastings con exasperación.
—¿Y por qué quiere entenderme? ¡Oh, de verdad es un encanto! —dijo ella enlazando su brazo en el de él—. Venga y déjese seducir. ¿Sabe? Es usted adorable.
—Me está tomando el pelo.
—En absoluto. Estoy loca por usted. Es como una reliquia de antes de la guerra.
Tiró de él hacia la ventana de la galería y esta vez Hastings se dejó llevar.
—Es usted una persona extraordinaria —dijo—. No conozco a ninguna mujer como usted.
—Me alegra oír eso. Es una buena señal —dijo Barbara. Ahora los dos estaban cara a cara bajo el dintel de la puerta de la galería.
—¿Una buena señal?
—Sí; hace que una abrigue esperanzas.
Hastings se ruborizó y Barbara rió con alegría mientras tiraba de él en dirección al jardín.