Después de acompañar a miss Amory a la puerta, Poirot centró su atención en Edward Raynor.
—Ahora, monsieur Raynor —dijo mientras le señalaba una silla—, oigamos lo que tiene que decirme.
Raynor se sentó y lo miró con seriedad.
—Mr. Amory acaba de darme la mala nueva sobre sir Claud. Me refiero a la causa de su muerte. Es increíble, monsieur.
—¿Le ha sorprendido?
—Desde luego. Nunca sospeché algo semejante.
Poirot se acercó al secretario y le entregó la llave que había encontrado, estudiando su reacción.
—¿Ha visto antes esta llave, monsieur Raynor?
Raynor dio vueltas a la llave en sus manos, airándola con perplejidad.
—Parece la de la caja fuerte de sir Claud —observó—. Pero Mr. Amory me dijo que ésta estaba en el llavero de sir Claud —añadió devolviéndole la llave.
—Sí, es la llave de la caja fuerte del estudio de sir Claud. Pero se trata de una copia —dijo Poirot y enseguida añadió con voz pausada y cargada de intención—: Estaba en el suelo, junto a la silla que usted ocupó anoche.
Raynor lo miró con expresión imperturbable.
—Si cree que se me cayó a mí, se equivoca —declaró.
Poirot lo escrutó con la mirada y luego hizo un gesto de asentimiento, como si estuviera satisfecho.
—Le creo —dijo. Se sentó en el sofá y se restregó las manos—. Ahora, a lo nuestro, monsieur Raynor. Usted era el secretario personal de sir Claud, ¿no?
—Así es.
—Y en consecuencia conocía bien su trabajo.
—Sí. Tengo conocimientos de ciencia y en ocasiones lo ayudaba con sus experimentos.
—¿Y tiene alguna información que pudiera arrojar luz sobre este desafortunado asunto?
Raynor sacó una carta de su bolsillo.
—Sólo esto —respondió mientras se levantaba para entregar la carta al detective—. Una de mis tareas era abrir y clasificar la correspondencia de sir Claud. Esto llegó hace un par de días.
Poirot cogió la carta y leyó en voz alta:
—«Está alimentando una víbora en su seno». ¿Seno? —preguntó mirando a Hastings antes de continuar—: «Tenga cuidado con Selma Goetz y su prole. Conocen su secreto. Manténgase alerta». Firma «Un observador». Mmm… Muy pintoresco y dramático. Le gustará, Hastings —señaló pasándole la carta a su amigo.
—Lo que me gustaría saber —dijo Edward Raynor— es quién es Selma Goetz.
Poirot se reclinó y juntó los dedos de las manos.
—Creo que puedo satisfacer su curiosidad, monsieur —anunció—. Selma Goetz fue la más famosa espía internacional. También era una mujer muy hermosa. Trabajó para Italia, Francia, Alemania y, finalmente, creo que también para Rusia. Sí, Selma Goetz era una mujer extraordinaria.
Raynor dio un paso atrás y preguntó con asombro:
—¿Era?
—Ha muerto —dijo Poirot—. Murió en Génova, el pasado mes de noviembre. —Cogió la carta de manos de Hastings, que meneaba la cabeza con expresión de perplejidad.
—¡Entonces esta carta es una farsa! —exclamó Raynor.
—No estoy seguro —murmuró Poirot—. Dice «Selma Goetz y su prole». Selma Goetz dejó una hija, monsieur, una joven muy hermosa que desapareció después de la muerte de su madre.
Poirot se guardó la carta en el bolsillo.
—¿Es posible que…? —comenzó Raynor, pero se interrumpió.
—¿Sí? ¿Qué iba a decir, monsieur? —lo animó Poirot.
Raynor se acercó al detective.
—Mrs. Amory tiene una doncella italiana —dijo con nerviosismo—. La trajo consigo de Italia y es una joven muy bonita. Se llama Vittoria Muzio. ¿Es posible que sea la hija de Selma Goetz?
—Ah, ha tenido una gran idea —dijo Poirot, aparentemente impresionado.
—Permita que la llame —sugirió Raynor mientras enfilaba hacia la puerta.
Poirot se levantó.
—No, un momento. No debemos alarmarla. Déjeme hablar con madame Amory primero. Ella podrá darme información sobre esa joven.
—Tal vez tenga razón —asintió Raynor—. Iré a avisar a Mrs. Amory.
El secretario salió de la biblioteca con aire decidido y Hastings se acercó al detective.
—¡Eso es, Poirot! —exclamó con entusiasmo—. Carelli y la doncella italiana trabajan juntos para un gobierno extranjero. ¿No le parece? —Abstraído en sus pensamientos, Poirot no prestó atención a su amigo—. ¿No lo cree, Poirot? He dicho que seguramente Carelli y la doncella trabajan juntos.
—Ah, sí. Es exactamente lo que esperaba que dijera, amigo.
—¿Y bien? ¿Qué piensa usted? —preguntó, ofendido.
—Aún quedan varias preguntas por responder, mi querido Hastings. ¿Por qué robaron el collar de madame Amory hace un par de meses? ¿Por qué ella se negó a llamar a la policía? ¿Por qué…?
Se interrumpió cuando Lucia Amory entró en la habitación, llevando su bolso consigo.
—Tengo entendido que quería verme, monsieur Poirot. ¿Es así? —preguntó.
—Sí, madame. Me gustaría hacerle unas preguntas. —Le señaló una silla junto a la mesa—. ¿No se sienta?
Lucia se sentó y Poirot se volvió hacia Hastings.
—Amigo, el jardín es muy bonito —observó llevándolo hacia las puertas de la galería. Era evidente que Hastings no quería salir, pero Poirot insistió con firmeza—. Sí, amigo. Contemple las bellezas naturales. Nunca pierda una oportunidad de contemplar la naturaleza.
Aunque a regañadientes, Hastings cedió. Luego, al comprobar que el día era cálido y soleado, decidió sacar provecho de la situación y explorar el jardín de los Amory. Bajó por la cuesta cubierta de césped hasta llegar a un seto, detrás del cual había un precioso jardín ornamental.
Mientras caminaba a lo largo del seto, Hastings oyó unas voces que, al aproximarse, reconoció como las de Barbara Amory y el doctor Graham. Era evidente que los dos jóvenes mantenían un téte-a-téte al otro lado del seto. Hastings se detuvo a escuchar, con la esperanza de oír algún dato importante sobre la muerte de sir Claud o sobre la desaparición de la fórmula.
—… muy claro que piensa que su preciosa y joven prima puede aspirar a un candidato mejor que un médico rural. Ésa parece ser la causa de sus reparos ante nuestra relación —decía Graham.
—Ay, ya sé que a veces Richard es muy obcecado y se comporta como alguien que le dobla la edad —respondió Barbara—. Pero no debes permitir que eso te afecte, Kenny. Yo no le hago el menor caso.
—Bueno, yo tampoco se lo haré —dijo él—. Pero, mira, Barbara, te he citado aquí porque quería hablar contigo en privado, sin que ningún miembro de la familia nos viera u oyera. En primer lugar, tengo que decirte que tu tío fue envenenado. No hay ninguna duda al respecto.
—¿Ah, sí? —Barbara parecía aburrida.
—No pareces sorprendida.
—Oh, supongo que lo estoy. Al fin y al cabo, no envenenan a un miembro de mi familia todos los días, ¿no? Sin embargo, debo admitir que su muerte no me ha afectado mucho. En realidad, me ha alegrado.
—¡Barbara!
—Bueno, ahora no finjas sorprenderte, Kenny. Me has oído criticar a ese viejo avaro en innumerables ocasiones. No se preocupaba por ninguno de nosotros. Lo único que le importaba eran sus malditos experimentos. Trataba muy mal a Richard y no fue particularmente amable con Lucia cuando Richard la trajo de Italia después de casarse con ella. ¡Y Lucia es tan encantadora! ¡Tan perfecta para Richard!
—Barbara, cariño, tengo que hacerte una pregunta. Te prometo que lo que digas quedará entre nosotros. Te protegeré si fuera necesario. Pero dime, ¿sabes algo, cualquier cosa, sobre la muerte de tu tío? ¿Tienes algún motivo para sospechar que Richard, por ejemplo, desesperado por su situación económica, pudiera haber llegado al extremo de asesinarlo para heredar su dinero?
—No quiero continuar esta conversación, Kenny. Pensé que me habías traído aquí para decirme cosas bonitas y románticas, no para acusar a mi primo de asesinato.
—Cariño, no estoy acusando a Richard. Pero debes admitir que aquí hay gato encerrado. Richard no quiere que la policía investigue la muerte de su padre. Es como si temiera que pudieran descubrir algo. Naturalmente, no hay forma de impedir que la policía intervenga, pero dejó claro que está furioso conmigo por haber instigado una investigación oficial. Después de todo, yo sólo cumplía con mi obligación. ¿Cómo iba a firmar un certificado de defunción declarando que sir Claud murió de un ataque de corazón? ¡Caray! Hace apenas unas semanas, cuando le hice una revisión de rutina, su corazón estaba en perfecto estado.
—Kenny, no quiero oír una palabra más al respecto. Me voy dentro. Tú sabes salir del jardín, ¿verdad? Hasta la vista.
—Barbara, sólo quiero…
Pero la joven ya se había marchado, y el doctor Graham dejó escapar un profundo suspiro que sonó casi como un gemido. En ese momento, Hastings consideró oportuno regresar rápidamente a la casa sin que ninguno de los dos lo viera.