A la mañana siguiente, cuando Hastings bajó a desayunar, después de haber dormido mucho y bien, se encontró solo en el comedor. Supo por Tredwell que Edward Raynor había desayunado más temprano y había regresado a su habitación a poner orden en los papeles de sir Claud, que Mr. y Mrs. Amory habían desayunado en sus aposentos y aún no habían bajado, y que Barbara Amory había bebido una taza de café en el jardín, donde al parecer estaba tomando el sol. Miss Caroline Amory había ordenado que le subieran el desayuno a su habitación, aduciendo que le dolía la cabeza, y Tredwell aún no la había visto.
—¿Ha visto a monsieur Poirot esta mañana, Tredwell? —preguntó Hastings.
El mayordomo respondió que su amigo se había levantado temprano y había decidido dar un paseo hasta el pueblo.
—Monsieur Poirot dijo que tenía que hacer un recado —añadió Tredwell.
Tras terminar un suculento desayuno de beicon, salchichas, huevos, tostada y café, Hastings regresó a su cómoda habitación de la primera planta, con una espléndida vista al jardín y, durante unos minutos agradables, también a la figura de Barbara Amory tendida al sol. Sólo cuando Barbara regresó al interior de la casa, Hastings se sentó en un sillón a leer el Times de la mañana, que por lo visto había entrado en prensa demasiado pronto para mencionar la muerte de sir Claud Amory.
Hastings buscó el artículo de fondo y comenzó a leer. Media hora después, despertó de un ligero sopor y encontró a Poirot de pie ante él.
—Ah, mon cher, veo que está trabajando en el caso —dijo Poirot con una risita.
—Lo cierto, Poirot, es que he estado pensando en los sucesos de la noche pasada durante un buen rato —aseguró Hastings—. Debo de haberme quedado dormido.
—¿Y por qué no, amigo mío? —lo tranquilizó Poirot—. Yo también he estado pensando en la muerte de sir Claud y, naturalmente, en el robo de su importante fórmula. De hecho, ya he efectuado una gestión y espero una llamada telefónica para confirmar si cierta sospecha mía es acertada o no.
—¿Qué o de quién sospecha, Poirot? —preguntó Hastings.
Poirot miró por la ventana antes de contestar.
—No; creo que todavía no debo revelar mis sospechas, amigo. Sólo puedo decirle lo que suelen afirmar los magos en el escenario: que la rapidez de la mano engaña al ojo.
—Vaya, Poirot —protestó Hastings—. A veces resulta usted exasperante. Creo que al menos debería decirme quién cree que ha robado la fórmula. Al fin y al cabo, yo podría ayudar…
Poirot interrumpió a su amigo con un ademán displicente. El pequeño detective lucía una expresión inocente y miraba por la ventana con aire pensativo y la vista perdida en la distancia.
—¿Está intrigado, Hastings? Se pregunta por qué no me arrojo en busca del sospechoso.
—Bueno; algo así.
—Sin duda es lo que haría usted de encontrarse en mi lugar —observó Poirot satisfecho de sí mismo—. Y lo comprendo. Pero no soy de la clase de hombre que se precipita a buscar una aguja en el pajar, para usar una expresión típicamente inglesa. Por el momento, me contento con esperar. ¿Y qué espero? Et bien, para la inteligencia de Hercules Poirot a veces hay cosas perfectamente claras que no están claras en absoluto para aquellos que carecen de tan gran talento.
—¡Caray, Poirot! ¿Sabe?, daría una importante suma de dinero con tal de verlo equivocarse… Aunque sólo fuera una vez. ¡Es tan vanidoso!
—No se enfade, mi querido Hastings —respondió Poirot con tono conciliador—. Ya he notado que por momentos parece detestarme. Pero qué le vamos a hacer; ¡soy una víctima de mi grandeza!
El hombrecillo sacó pecho y suspiró de manera tan cómica que Hastings no pudo contener la risa.
—Poirot, nunca he conocido a nadie con tan buena opinión de sí mismo.
—Naturalmente —observó Poirot con orgullo—. Cuando uno es único, lo sabe. Pero ahora hablemos de asuntos más serios, mi querido Hastings. Permita que le diga que he pedido al hijo de sir Claud, Richard Amory, que se reúna con nosotros en la biblioteca a mediodía. Y digo «nosotros», Hastings, porque necesito que usted esté presente y observe todo con atención.
—Como siempre, estaré encantado de ayudarlo —le aseguró su amigo.
A mediodía, Poirot, Hastings y Richard Amory se reunieron en la biblioteca, de donde habían retirado el cadáver de sir Claud a última hora de la noche anterior. Mientras Hastings escuchaba y observaba cómodamente sentado en el sofá, el detective pidió a Richard Amory que contara detalladamente todo lo sucedido el día anterior, antes de su llegada. Cuando Richard terminó su relato, sentado al escritorio que había ocupado su padre la noche anterior, añadió:
—Bien, creo que eso es todo. Espero haberle aclarado algo.
—Desde luego, monsieur Amory, desde luego —respondió Poirot sentándose en el brazo del único sillón de la estancia—. Ahora tengo una idea más precisa de lo sucedido. —Cerró los ojos e imaginó la escena—. Ahí estaba sentado sir Claud, dominando la situación. Luego la oscuridad, los golpes en la puerta. Sí, sin duda fue una puesta en escena muy dramática.
—Bien —dijo Richard haciendo ademán de levantarse—, si eso es todo…
—Sólo un momento —replicó Poirot haciendo un gesto para detenerlo.
A regañadientes, Richard volvió a sentarse en la silla.
—¿Sí? —preguntó.
—¿Qué pasó antes, monsieur Amory?
—¿Antes?
—Sí. Después de la cena.
—¡Ah, eso! En realidad, no hay nada que decir. Mi padre y su secretario, Raynor, Edward Raynor, se encerraron en el despacho. Los demás nos quedamos aquí.
Poirot lo animó a seguir.
—¿Haciendo qué?
—En fin, conversamos. El gramófono estuvo encendido la mayor parte del tiempo.
Poirot reflexionó.
—¿No ocurrió nada que merezca destacarse? —preguntó.
—Nada en absoluto —se apresuró a responder Richard.
El detective lo miró con atención e insistió:
—¿Cuándo sirvieron el café?
—Inmediatamente después de la cena.
Poirot hizo un movimiento circular con la mano.
—¿Lo sirvió el mayordomo, o lo dejó aquí para que lo sirvieran ustedes?
—La verdad es que no lo recuerdo.
Poirot dejó escapar un pequeño suspiro. Pensó por un instante y luego preguntó:
—¿Todos tomaron café?
—Sí, eso creo. Todos excepto Raynor. Él no bebe café.
—¿Y sir Claud tomó el café en su estudio?
—Supongo que sí —respondió Richard con una voz que comenzaba a delatar su irritación—. ¿Son necesarios todos estos detalles?
Poirot levantó los brazos en un ademán de disculpa.
—Lo siento mucho. Pero deseo hacerme una idea lo más precisa posible de lo sucedido. Al fin y al cabo, todos queremos recuperar esa valiosa fórmula, ¿no?
—Supongo que sí —admitió Richard con aire sombrío, ante lo cual Poirot arqueó las cejas en expresión de asombro—. Quiero decir, desde luego. Claro que sí —se apresuró a añadir el joven.
Poirot desvió la vista y preguntó:
—Ahora bien, ¿en qué momento salió sir Claud de su estudio para reunirse con los demás en esta habitación?
—Justo cuando intentaban abrir la puerta —respondió Amory.
—¿Intentaban? —preguntó Poirot, volviéndose a mirarlo.
—Sí. Raynor y el doctor Carelli.
—¿Y puedo preguntar quién quería abrirla?
—Mi esposa Lucia. Hacía varias horas que no se encontraba bien.
—¡La pauvre dame! —exclamó Poirot con tono compasivo—. Espero que esta mañana se sienta mejor. Necesito hacerle un par de preguntas con urgencia.
—Me temo que será imposible —dijo Richard—. No está en condiciones de ver a nadie ni de responder preguntas. De todos modos, ella no le diría nada que no pueda decirle yo.
—Claro, claro. Pero las mujeres, monsieur Amory, tienen una gran capacidad de observación. Sin embargo, supongo que su tía, mademoiselle Amory, podrá serme igual de útil.
—Está en cama —repuso Richard rápidamente—. La muerte de mi padre le ha producido una gran impresión.
—Sí, entiendo —murmuró Poirot con aire pensativo.
Tras una pequeña pausa, Richard, ostensiblemente incómodo, se levantó y se volvió hacia las ventanas.
—Abramos para que entre el aire —dijo—. Aquí hace mucho calor.
—Ah, es usted como todos los ingleses —señaló Poirot con una sonrisa—. No pueden permitir que el aire fresco permanezca fuera. ¡Tienen que hacerlo entrar en casa!
—Espero que no le importe.
—¿A mí? No; desde luego. He adoptado todas las costumbres inglesas. De hecho, en todas partes me toman por inglés. Pero perdone, monsieur Amory, ¿no es cierto que esa ventana está cerrada mediante un ingenioso artilugio?
—Así es, pero la llave está en el llavero de mi padre, y aquí lo tengo.
Sacó un llavero del bolsillo, insertó una llave en la cerradura y abrió las ventanas de par en par.
Poirot retrocedió y se sentó, tembloroso, en un banco lejos de las ventanas y el aire fresco. Richard respiró hondo, contempló el jardín un par de segundos y luego regresó con el aspecto de alguien que acaba de tomar una decisión.
—Monsieur Poirot —declaró—, iré directo al grano. Sé que anoche mi esposa le rogó que se quedara, pero lo cierto es que la pobre estaba consternada e histérica y no sabía lo que hacía. Yo soy el principal interesado en este asunto, y le confieso con franqueza que la fórmula me importa un bledo. Mi padre era un hombre rico. Sin duda su descubrimiento valía mucho dinero, pero yo no necesito más del que poseo y no fingiré que comparto su interés por el invento. Ya hay suficientes explosivos en el mundo.
—Ya veo —dijo Poirot con aire pensativo.
—Lo que quiero decir es que deberíamos olvidar este asunto.
Poirot arqueó las cejas para hacer su característico gesto de sorpresa.
—¿Prefiere que me vaya? —preguntó—. ¿Qué no investigue más?
—Así es. —Richard Amory parecía incómodo y rehuyó su mirada.
—Sin embargo —insistió el detective—, quienquiera que haya robado la fórmula sin duda la usará.
—Quizá —admitió Richard—, pero de todos modos…
Poirot prosiguió con voz pausada y cargada de intención:
—Entonces a usted no le preocupa el… ¿cómo lo diría? El estigma.
—¿Estigma? —repitió Richard con brusquedad.
—Cinco personas —explicó Poirot—, cinco personas tuvieron ocasión de robar la fórmula. Hasta que se demuestre la culpabilidad de una de ellas, los demás no podrán probar su inocencia.
Mientras Poirot hablaba, Tredwell había entrado en la habitación.
—Yo… es… —balbuceó Richard, pero el mayordomo lo interrumpió.
—Le ruego que me disculpe, señor —dijo Tredwell—, pero ha venido el doctor Graham y quiere verlo.
—Vuelvo enseguida —dijo Richard, claramente aliviado de poder escapar del interrogatorio de Poirot. Mientras se dirigía a la puerta, preguntó con cortesía—: ¿Me disculpan, por favor?
En cuanto salieron los dos hombres, Hastings, que parecía a punto de estallar de la emoción contenida, se levantó del sofá y se acercó a Poirot.
—¡Vaya! —exclamó—. Conque ha sido veneno, ¿eh?
—¿Qué, mi querido Hastings?
—¡Claro que sí! ¡Veneno! —repitió Hastings asintiendo enérgicamente con la cabeza.