En cuanto se marcharon todos, Hastings se dirigió a Poirot.
—¿Y bien? ¿Qué opina? —preguntó.
—Cierre la puerta, Hastings, por favor —respondió el detective.
Mientras Hastings lo hacía, Poirot meneó la cabeza y miró alrededor. Se paseó de un sitio a otro, mirando los muebles y ocasionalmente al suelo. De repente se detuvo a examinar la silla caída, en la que había estado sentado Edward Raynor en el momento del apagón. Poirot recogió un objeto pequeño de debajo de la silla.
—¿Qué ha encontrado? —preguntó Hastings.
—Una llave. Parece de una caja fuerte. He visto una caja fuerte en el estudio de sir Claud. Hastings, ¿sería tan amable de probarla y decirme si encaja en la cerradura?
Hastings cogió la llave y se dirigió al estudio. Entretanto, Poirot se acercó al cuerpo del científico, palpó el bolsillo de sus pantalones, sacó un llavero con varias llaves y las examinó con atención. Hastings regresó e informó que, en efecto, se trataba de la llave de la caja fuerte del estudio.
—Creo que sé lo que sucedió —prosiguió Hastings—. Supongo que sir Claud la dejó caer y… eh…
Se interrumpió al ver que Poirot negaba lentamente con la cabeza.
—No, no, mon ami, deme la llave, por favor —pidió con una mueca de perplejidad. La cogió de manos de Hastings y la comparó con una de las llaves del llavero de sir Claud. Luego, tras devolver el llavero a su sitio original, levantó la llave—. Es un duplicado. No es una copia muy fiel, pero es evidente que cumplió su cometido.
—Eso significa que… —comenzó Hastings con entusiasmo.
Pero Poirot lo atajó con un gesto de advertencia. Había oído el sonido de una llave en la cerradura de la puerta que conducía al vestíbulo y a las habitaciones de la planta alta. Mientras los dos hombres se volvían hacia la puerta, ésta se abrió despacio y Tredwell, el mayordomo, apareció en el umbral.
—Le ruego que me disculpe, señor —dijo Tredwell mientras entraba en la biblioteca y cerraba la puerta tras él—. El señor me dijo que cerrara con llave esta puerta y la otra que da al pasillo hasta que usted llegara. El señor…
Se detuvo al ver el cuerpo inmóvil de sir Claud en el sillón.
—Me temo que el señor ha muerto —dijo Poirot—. ¿Puedo preguntarle su nombre?
—Tredwell, señor. —El criado se situó delante del escritorio y miró el cuerpo de su amo—. ¡Cielos! ¡Pobre sir Claud! —murmuró. Se volvió hacia Poirot y añadió—: Perdóneme, señor, pero he sufrido una gran impresión. ¿Puedo preguntar qué ha ocurrido? ¿Ha sido un… crimen?
—¿Por qué lo pregunta? —repuso Poirot.
—Esta tarde han ocurrido cosas muy extrañas —respondió el mayordomo en voz baja.
—¿Ah, sí? Hábleme de esas cosas extrañas.
—Bueno; no sé por dónde empezar, señor. Yo… yo… creo que presentí que algo iba mal cuando ese caballero italiano vino a tomar el té.
—¿Caballero italiano?
—El doctor Carelli, señor.
—¿Vino a tomar el té inesperadamente? —preguntó Poirot.
—Sí, señor, y en vista de que era amigo de la esposa de Mr. Richard, miss Amory lo invitó a cenar. Pero en mi opinión, señor…
Se detuvo, pero Poirot lo animó a seguir:
—¿Sí?
—Espero que entienda, señor —dijo Tredwell—, que no tengo por costumbre cotillear sobre la familia. Pero puesto que el señor ha muerto…
Hizo otra pausa, y Poirot murmuró con tono comprensivo:
—Sí, sí, lo entiendo. Estoy seguro de que sentía un gran afecto por su amo. —Tredwell asintió y Poirot prosiguió—: Sir Claud me envió a buscar para decirme algo. Y usted debe contarme todo lo que sepa.
—Bien —respondió el mayordomo con solemnidad—, no ha sido ninguno de nosotros.
Poirot, que no acabó de comprender las palabras de Tredwell, dirigió una mirada inquisitiva a Hastings, que giró la cabeza para esconder una sonrisa. Poirot lo miró con aire de reproche y se volvió nuevamente hacia Tredwell. La expresión del mayordomo permanecía imperturbable.
—¿Acaso le pareció extraño que el doctor Carelli se presentara de esa manera en la casa? —preguntó Poirot.
—Exactamente, señor. En cierto modo, no era normal. Y los problemas comenzaron después de su llegada. Fue entonces cuando el señor me ordenó que enviara un coche a buscarlo a usted y que cerrara las puertas con llave. La esposa de Mr. Richard tampoco ha sido la misma en toda la tarde. Se levantó de la mesa en la mitad de la cena. Mr. Richard estaba muy preocupado.
—Ah —dijo Poirot—. ¿Así que se levantó de la mesa? ¿Y vino a esta habitación?
—Así es, señor.
Poirot miró alrededor. Sus ojos se posaron en el bolso que Lucia había dejado sobre la mesa.
—Veo que una de las señoras se ha dejado el bolso —observó mientras lo cogía.
Tredwell se aproximó a examinarlo.
—Es de la esposa de Mr. Richard, señor.
—Sí —confirmó Hastings—. Noté que lo dejaba allí poco antes de salir de la habitación.
—Poco antes de salir de la habitación, ¿eh? —repitió Poirot—. Qué curioso. —Dejó el bolso sobre el sofá, hizo una mueca de perplejidad y pareció abstraerse en sus pensamientos.
—En lo referente a las puertas —prosiguió Tredwell—, el señor me dijo que…
Poirot despertó súbitamente de su cavilación e interrumpió al mayordomo:
—Sí, sí, debe contármelo todo. Pero salgamos de aquí —sugirió señalando la puerta que conducía a la parte delantera de la casa.
Tredwell se dirigió a la puerta, seguido por Poirot. Hastings, sin embargo, declaró con voz pomposa:
—Me quedaré aquí.
Poirot le dirigió una mirada inquisitiva.
—No, no. Por favor, venga con nosotros —rogó a su colega.
—Pero no cree que es mejor que…
Poirot lo interrumpió con voz solemne y cargada de intención:
—Necesito su ayuda, amigo.
—Muy bien, en tal caso…
Los tres hombres salieron de la habitación y cerraron la puerta.
Unos segundos después, la puerta del pasillo se abrió y Lucia entró con aire furtivo. Después de echar un vistazo alrededor, como para asegurarse de que estaba sola, fue hasta la mesa redonda del centro de la habitación y cogió la taza de café de sir Claud. En sus ojos se reflejó una mirada astuta y dura que contradecía su habitual apariencia inocente, y súbitamente pareció mucho mayor.
Lucia seguía de pie con la taza en la mano, al parecer indecisa, cuando la puerta que conducía al frente de la casa se abrió y Poirot entró en la biblioteca.
—Permítame, madame —dijo Poirot, sobresaltando a la joven. Se acercó y le quitó la taza de las manos, como si fuera un simple gesto de cortesía.
—Yo… he vuelto a buscar mi bolso —murmuró Lucia.
—Claro —dijo Poirot—. A ver si lo recuerdo. ¿Dónde he visto yo un bolso de señora? Sí, allí. —Fue hasta el sofá, cogió el bolso y se lo entregó a Lucia.
—Muchas gracias —dijo la joven, mirando alrededor con aire distraído.
—De nada, madame.
Tras dedicar una sonrisa nerviosa a Poirot, Lucia salió rápidamente de la habitación. Cuando se hubo marchado, el detective permaneció inmóvil unos instantes y luego cogió la taza de café. La olió con cautela, sacó un tubo de ensayo del bolsillo, vertió la borra del café en el interior y tapó el tubo. Volvió a guardarlo en el bolsillo y echó un vistazo a la estancia, contando las tazas en voz alta:
—Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Sí, seis tazas de café.
Frunció el entrecejo en expresión de perplejidad, pero de repente sus ojos destellaron con un fulgor verde, como siempre que sentía una intensa emoción. Se dirigió con paso presuroso a la puerta por la que acababa de entrar, la abrió, la cerró dando un portazo y corrió a esconderse detrás de las cortinas de una ventana. Unos instantes después volvió a abrirse la puerta del pasillo y entró Lucia, esta vez con mayor cautela que la anterior, aparentemente en guardia. Procurando no perder de vista ninguna de las dos puertas, cogió la taza de sir Claud y escudriñó la habitación con la vista.
Sus ojos se iluminaron al ver una maceta grande con una planta en la pequeña mesa situada junto a la puerta del pasillo. Lucia corrió hasta la mesa y puso la taza boca abajo dentro de la maceta. Luego, sin dejar de vigilar la puerta, cogió otra taza de café y la colocó junto al cuerpo de sir Claud. Después se dirigió rápidamente a la puerta, pero en ese momento, su marido entró acompañado de un hombre muy alto de poco más de treinta años, cabello color arena y expresión autoritaria, aunque amistosa. El recién llegado llevaba un maletín.
—¡Lucia! —exclamó Richard—. ¿Qué haces aquí?
—He… he venido a buscar mi bolso. Hola, doctor Graham. Discúlpeme, por favor —añadió yendo hacia la puerta.
Mientras Richard la miraba marchar, Poirot salió de su escondite y se acercó a los dos hombres como si acabara de entrar por la otra puerta.
—Ah, aquí está monsieur Poirot. Permítame que lo presente. Poirot, éste es el doctor Graham. Kenneth Graham. —El detective y el médico se saludaron con una inclinación de la cabeza, y de inmediato Graham se acercó a examinar el cuerpo del científico bajo la atenta mirada de Richard.
Cuando nadie lo miraba, Poirot volvió a pasearse por la habitación, contando nuevamente las tazas con una sonrisa en la boca.
—Una, dos, tres, cuatro, cinco —murmuró—. Exactamente cinco.
Una expresión divertida iluminó su cara y esbozó una sonrisa enigmática. Sacó el tubo de ensayo de su bolsillo, lo miró y asintió lentamente.
Entretanto, el doctor Graham concluyó su examen superficial del cadáver.
—Me temo que no podré firmar el certificado de defunción —dijo a Richard—. Sir Claud gozaba de un perfecto estado de salud y me parece improbable que haya sufrido un súbito ataque cardíaco. Tendremos que averiguar qué ha comido o bebido en las últimas horas.
—¡Vaya! ¿Es realmente imprescindible? —preguntó Richard con tono de alarma—. No comió ni bebió nada que no hayamos comido o bebido los demás. Sería absurdo sugerir que…
—Yo no sugiero nada —interrumpió el doctor Graham con voz firme—. Sólo digo que, según dicta la ley, tendrá que haber una investigación y el juez querrá conocer la causa de la muerte. De momento ignoro cuál ha sido. Haré que retiren el cuerpo y que le practiquen la autopsia a primera hora de mañana. Más tarde regresaré a informarles de los hallazgos.
El médico se marchó rápidamente, seguido por Richard, que no dejaba de protestar. Poirot los miró salir y luego volvió a mirar con expresión perpleja el cuerpo del hombre que con tanta insistencia le había pedido que se desplazara desde Londres.
—¿Qué quería decirme, amigo? —dijo para sí—. ¿Qué temía? ¿Le preocupaba sólo la fórmula, o también su vida? Depositó su confianza en Hercules Poirot, pero demasiado tarde. Sin embargo, intentaré descubrir la verdad.
Asintió con aire pensativo, y estaba a punto de salir de la biblioteca cuando entró Tredwell.
—He llevado al otro caballero a su habitación, señor —dijo—. ¿Me permite que lo acompañe a la suya, que es la contigua, en la planta alta? También me he tomado la libertad de prepararles una cena fría. Supongo que la necesitan después del viaje. De camino le indicaré dónde está el comedor.
Poirot aceptó la invitación con una reverencia cortés.
—Gracias, Tredwell —dijo—. A propósito, pensaba aconsejarle al señor Amory que mantuviera esta habitación cerrada con llave hasta mañana, cuando tendremos más información sobre los desgraciados acontecimientos de esta noche. ¿Sería tan amable de cerrarla ahora, en cuanto salgamos?
—Desde luego, señor —respondió Tredwell mientras Poirot lo precedía en dirección a la puerta.