El doctor Carelli dio un paso al frente y se apresuró a recoger el frasco que había arrojado Barbara. Le echó un vistazo antes de devolvérselo a la joven con una amable reverencia.
—¡Vaya! ¿Qué es esto? ¡Morfina! —Cogió otro frasco de la mesa—. ¡Y estricnina! Señorita, ¿me permite que le pregunte de dónde ha sacado estas sustancias letales? —Comenzó a estudiar el contenido de la caja metálica con interés.
Barbara miró con hostilidad al atento médico italiano.
—Despojos de guerra —respondió con una sonrisa forzada. Luego se volvió hacia su tía y continuó con tono más cordial—: No esperaba encontrar estricnina aquí, por eso me asusté y se me cayó. Qué tonta.
Caroline Amory se levantó con nerviosismo y se aproximó a Carelli.
—No son venenos auténticos, ¿verdad, doctor? Quiero decir que no podrían hacer daño, ¿no? —preguntó—. Esta vieja caja ha estado en la casa durante años. Sin duda los medicamentos que contiene son inofensivos, ¿verdad?
—Mi querida señora, ignoro cuál es su idea de una sustancia dañina —respondió Carelli con sequedad—, pero yo diría que con este pequeño botiquín podría matar por lo menos a una docena de hombres.
—¡Santo cielo! —exclamó miss Amory. Retrocedió hasta su silla y se sentó pesadamente.
—Por ejemplo —prosiguió el doctor Carelli—, aquí tenemos algo muy interesante. —Levantó un frasco y leyó lentamente la etiqueta—: «Clorhidrato de estricnina; decimosexta parte de un gramo». Seis o siete de estas pequeñas tabletas bastan para provocar una muerte muy desagradable. Un tránsito extremadamente doloroso al más allá; nada recomendable. —Cogió otro frasco—. «Sulfato de atropina». El envenenamiento por atropina en ocasiones es difícil de distinguir del producido por la tomaina. También es una muerte dolorosa.
Tras dejar los dos frascos en la caja, cogió un tercero.
—Pero qué tenemos aquí… —prosiguió con deliberada lentitud—: «Bromhidrato de hioscina»; una centésima de gramo. No parece muy concentrado, ¿verdad? Sin embargo, os aseguro que cualquiera que tragara la mitad de uno de estos minúsculos comprimidos… —hizo un ademán muy gráfico— no sentiría el más mínimo dolor; nada en absoluto. Sólo se sumiría en un rápido sueño sin sueños, del que no despertaría nunca.
Se aproximó a Lucia y le ofreció el frasco, como si la invitara a examinarlo. Sus labios dibujaron una sonrisa, pero sus ojos permanecieron serios.
Lucia miró el frasco con fascinación. Extendió el brazo y habló como en trance.
—Un sueño rápido y sin sueños —murmuró, haciendo amago de coger el frasco.
Pero en lugar de entregárselo, el doctor Carelli miró a Caroline Amory con expresión inquisitiva. La mujer tembló, aparentemente consternada, pero no dijo nada. Carelli se encogió de hombros y se volvió de espaldas a Lucia, siempre con el frasco en la mano.
Se abrió la puerta del pasillo y entró Richard Amory. Sin decir palabra, el joven se dirigió al escritorio y se sentó frente a él, en un banco. Tredwell entró tras él, llevando una bandeja con una cafetera y varias tazas. Tras dejarla sobre la mesa auxiliar, Tredwell salió de la habitación. Lucia se sentó en el sofá y comenzó a servir el café.
Barbara se acercó a Lucia, cogió las dos tazas de café que había servido, le pasó una a Richard y se quedó con la otra. Entretanto, Carelli volvió a poner los frascos en la caja metálica, que estaba sobre la mesa redonda, en el centro de la habitación.
Miss Amory se dirigió al doctor:
—¿Sabe, doctor? Sus comentarios sobre muertes dolorosas y sueños rápidos y sin sueños me han puesto la carne de gallina. Supongo que siendo italiano sabrá mucho de venenos.
—Mi querida señora —repuso Carelli con una sonrisa—. Eso sí es una conclusión injusta y completamente errónea. ¿Por qué cree que un italiano debería saber más de venenos que un inglés? De hecho, siempre se ha dicho que el veneno es un arma femenina, más que masculina —bromeó—, así que quizá usted sepa más que yo al respecto. Aunque es probable que usted pensara en una mujer italiana, concretamente en una de la familia Borgia. ¿Me equivoco? —Cogió una taza de café de la mesa auxiliar, se la entregó a miss Amory y se volvió para coger otra para él.
—Sí, Lucrecia Borgia, esa horrible mujer. Supongo que estaba pensando en ella —admitió miss Amory—. Cuando era niña solía tener pesadillas con ella. La imaginaba muy pálida, alta, hermosa y con el cabello negro azabache, como el de nuestra querida Lucia.
El doctor Carelli le ofreció azúcar, que ella rehusó con la cabeza y depositó el azucarero en la bandeja. Richard Amory dejó su café, cogió una revista del escritorio y comenzó a hojearla mientras su tía continuaba hablando de Lucrecia Borgia.
—Sí, tenía unas pesadillas espantosas —decía—. Soñaba con que era la única niña en una habitación llena de adultos que bebían en copas muy elegantes y decoradas. Entonces una mujer hermosa… ahora que lo pienso, se parecía mucho a ti, Lucia… Bueno, la mujer se acercaba y me obligaba a beber de una copa. Por la forma en que ella sonreía, yo sabía que no debía beber, pero no podía negarme. Era como si me hipnotizara para forzarme a beber. Luego me quemaba la garganta y me ahogaba. Era horrible. Naturalmente, en ese momento me despertaba.
El doctor Carelli se acercó a Lucia y, de pie frente a ella, hizo una reverencia burlona.
—Mi querida Lucrecia Borgia —suplicó—, tenga compasión de nosotros.
Lucia no reaccionó a la broma. Cualquiera hubiera dicho que no la había oído, pues permaneció sentada mirando al frente, abstraída en sus pensamientos. Tras una pausa incómoda, el doctor Carelli se volvió de espaldas a Lucia, sonriendo para sí, bebió su café y dejó la taza en la mesa redonda. Barbara apuró el suyo, como si cayera en la cuenta de que debía cambiar el ánimo de los presentes.
—¿Qué tal si ponemos música? —sugirió yendo hacia el gramófono—. ¿Qué puedo poner? Aquí hay un disco estupendo que compré el otro día en la ciudad. —Empezó a tararear, acompañando la canción con unos pasos de jazz—. Ikey, oh, crikey, what have you got on. ¿Qué más tenemos?
—Ay, Barbara, cariño, te ruego que no pongas esa canción tan vulgar —suplicó su tía acercándose a mirar los discos—. Hay discos mucho mejores. Si quieres música popular, tenemos unas canciones muy bonitas de John McCormack. ¿O prefieres La ciudad santa? No recuerdo el nombre de la soprano. ¿Y por qué no ese espléndido disco de Melba? Ah… sí, aquí está el Largo de Haendel.
—Vamos, tía Caroline, el Largo de Haendel no puede animar a nadie —protestó Barbara—. Si es imprescindible que escuchemos música clásica, aquí tenemos ópera italiana. Acérquese, doctor. Esta debe de ser su especialidad. Ayúdenos a escoger.
Carelli se reunió con Barbara y miss Amory en torno al gramófono, y entre los tres examinaron la pila de discos. Richard parecía enfrascado en la lectura de la revista.
—Sí, la ópera es una modalidad artística esencialmente italiana. Casi como el envenenamiento —observó Carelli con una sonrisa—. Vaya, ¿qué tenemos aquí? Verdi es mi compositor de ópera favorito. Fue el italiano más admirable del siglo diecinueve, más que cualquier político o estadista. Aida es una ópera maravillosa. En mi opinión, la mejor de Verdi. ¿Tienen algo de Aida? Por ejemplo, la maravillosa aria O patria mia, que Aída canta al comienzo del acto tercero, a la orilla del Nilo y a la luz de la luna. —Entonó una frase con una agradable voz de tenor—: O patria mia, non ti vedró maipiu. «Oh, patria mía, nunca volveré a verte», dice Aída. Una música preciosa. Y cuánto sentimiento. ¿Y qué me dicen de Rigoletto? —Comenzó a cantar otra vez—: La donna é mobile, qualpiuma al vento…
Barbara lo interrumpió con brusquedad:
—No, nada de música solemne. Busquemos algo bailable. ¿Qué tal un charlestón?
—Mi querida joven, le aseguro que se puede bailar perfectamente al ritmo de la música de Rigoletto —dijo Carelli—. El aria del tenor del primer acto, Questa o quella, es un ejemplo temprano de lo que los norteamericanos llaman swing. —Comenzó a cantar los primeros compases del aria, pero desistió, riendo, cuando Barbara se tapó los oídos e hizo una cómica mueca de horror.
Mientras continuaba la discusión sobre la música, Lucia se levantó, caminó lenta y al parecer ociosamente hacia la mesa principal y miró la caja metálica. Luego, tras asegurarse de que los demás no la miraban, cogió un frasco y leyó la etiqueta:
«Bromhidrato de hioscina».
Abrió el frasco y dejó caer casi todos los comprimidos en la palma de su mano. Mientras lo hacía, se abrió la puerta del estudio de sir Claud y el secretario, Edward Raynor, apareció en el umbral. Raynor se detuvo y la miró guardar el frasco en la caja metálica antes de dirigirse a la mesa auxiliar.
En ese momento se oyó la voz de sir Claud procedente del estudio. Sus palabras fueron ininteligibles, pero Raynor se volvió y dijo:
—Sí, desde luego, sir Claud. Le llevaré el café ahora mismo.
El secretario se dirigía a la mesa auxiliar cuando la voz de sir Claud lo detuvo:
—¿Y qué hay de la carta a Marshall?
—Salió en el correo de la tarde, sir Claud —respondió el secretario.
—Pero Raynor, le dije que… Oh, vuelva aquí —gritó sir Claud en el estudio.
—Lo siento, señor —dijo Raynor mientras regresaba al estudio.
Lucia, que se había vuelto al oír su voz, no pareció notar que el secretario había estado observando sus movimientos. Dándole la espalda a su marido, puso los comprimidos que tenía en la mano en una de las tazas de café y se sentó en el borde del sofá.
De repente, el gramófono cobró vida con un rápido fox trot, y Barbara comenzó a bailar sola. Richard Amory dejó la revista que estaba leyendo, apuró el resto de su café y luego se acercó a su esposa.
—Te tomo la palabra —le dijo—. Lo tengo decidido. Nos iremos a cualquier sitio.
Sorprendida, Lucia alzó la vista.
—Richard —murmuró—, ¿lo dices en serio? ¿Quieres decir que podemos marcharnos de aquí? Pero antes has dicho que… ¿De dónde sacaremos dinero?
—Siempre hay formas de conseguir dinero —respondió él con aire sombrío.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lucia con un dejo de alarma.
—Quiero decir —respondió su marido— que cuando un hombre quiere a una mujer como yo te quiero a ti, es capaz de cualquier cosa. ¡De cualquier cosa! ¿Lo entiendes?
—Esas palabras no me halagan —replicó Lucia—. Sólo me dicen que aún no confías en mí, que crees que debes comprar mi amor con…
Se interrumpió al ver que Raynor regresaba a la biblioteca. Éste se acercó a la mesa auxiliar y cogió una taza de café, mientras Lucia se movía hacia el extremo del sofá. Richard cruzó la habitación con aire malhumorado en dirección a la chimenea y se quedó mirando los leños apagados.
Barbara, que todavía bailaba sola al son del fox trot, miró a su primo como si quisiera invitarlo a bailar. Sin embargo, la expresión sombría de Richard la disuadió y la joven se volvió hacia Raynor.
—¿Quiere bailar, Raynor? —preguntó.
—Oh… Me gustaría mucho, miss Amory —respondió el secretario—. Dentro de un momento, en cuanto le haya llevado el café a sir Claud.
Lucia se levantó del sofá.
—Mr. Raynor —dijo con tono solícito—, ése no es el café de sir Claud. Ha cogido la taza equivocada.
—¿Ah, sí? —preguntó Raynor—. Lo siento.
Lucia cogió otra taza de la mesa auxiliar y se la entregó a Raynor. Intercambiaron tazas.
—Éste es el café de sir Claud. —Lucia esbozó una sonrisa enigmática, dejó la taza que le había dado Raynor en la mesa y regresó al sofá.
El secretario se volvió de espaldas a Lucia y enfiló hacia la puerta del estudio, sujetando con cuidado la taza de café. Pero Barbara le cerró el paso.
—Venga a bailar conmigo, Raynor —rogó con la más encantadora de las sonrisas—. Podría obligar al doctor Carelli, pero es evidente que se muere por bailar con Lucia.
Mientras Raynor titubeaba, indeciso, Richard Amory se acercó a ellos.
—Hágale caso, Raynor —aconsejó—. Todo el mundo lo hace, tarde o temprano. Deme la taza. Yo se la llevaré a mi padre.
Raynor le entregó la taza. Richard se volvió, hizo una breve pausa y luego se dirigió al estudio de su padre. Tras dar la vuelta al disco del gramófono, Barbara y Edward bailaron lentamente un vals. El doctor Carelli los observó con una sonrisa indulgente y se acercó a Lucia, que seguía sentada en un extremo del sofá con expresión de abatimiento.
—Miss Amory fue muy amable al invitarme a cenar —dijo.
Lucia alzó la vista. Por unos instantes guardó silencio, pero finalmente respondió:
—Es una mujer muy cortés.
—Y la casa es muy bonita —prosiguió Carelli, situándose detrás del sofá—. Debería enseñármela. Me interesa mucho la arquitectura doméstica de la época.
Mientras Carelli hablaba, Richard Amory regresó del estudio. Haciendo caso omiso de su esposa y el médico, se dirigió hacia la caja de medicamentos y comenzó a ordenar su contenido.
—Miss Amory tiene mucha más información que yo sobre la casa —respondió Lucia al doctor Carelli—. Yo no sé mucho de arquitectura.
Tras echar un vistazo alrededor, como para asegurarse de que Richard Amory estaba ocupado con la caja de medicamentos, que Edward Raynor y Barbara seguían bailando en un extremo de la habitación y que Caroline Amory parecía dormida, Carelli rodeó el sofá y se sentó junto a Lucia.
—¿Ha hecho lo que le he pedido? —preguntó en voz baja y apremiante.
Lucia respondió con voz aún más baja, casi inaudible y cargada de desesperación:
—¿Es que no tiene compasión?
—¿Ha hecho lo que le he pedido? —insistió Carelli.
—Yo… yo… —comenzó ella, pero su voz se quebró. La joven se levantó con brusquedad y caminó rápidamente hacia la puerta que conducía al pasillo. Al girar el pomo, descubrió que estaba cerrada.
—No sé qué pasa con la puerta —exclamó, volviéndose hacia los demás—. No puedo abrir.
—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó Barbara, que seguía bailando con Raynor.
—No puedo abrir la puerta.
Barbara y Raynor se acercaron a la puerta. Richard Amory apagó el gramófono y se unió a ellos. Los cuatro intentaron infructuosamente abrirla, observados por miss Amory, que estaba despierta aunque seguía sentada, y el doctor Carelli, que se encontraba junto a una estantería.
Sir Claud salió de su estudio sin que nadie reparara en su presencia. Con expresión sombría y decidida, se detuvo a mirar al grupo reunido junto a la puerta.
—¡Qué extraño! —exclamó Raynor, renunciando a sus esfuerzos por abrir la puerta y volviéndose hacia los demás—. Parece atascada.
—No —dijo sir Claud desde el otro extremo de la biblioteca, sobresaltándolos a todos—. No está atascada. Está cerrada con llave por fuera.
Su hermana se levantó y fue hacia él. Iba a hablar, pero sir Claud la detuvo.
—Yo di órdenes de que la cerraran, Caroline —dijo.
Con todos los ojos fijos en él, sir Claud se dirigió a la mesa auxiliar, cogió un terrón de azúcar del azucarero y lo echó en su taza.
—Tengo algo que deciros —anunció—. Richard, ¿serías tan amable de llamar a Tredwell?
Su hijo pareció a punto de protestar. Sin embargo, fue hasta la chimenea y apretó un timbre situado en la pared.
—Sugiero que os sentéis —dijo sir Claud señalando las sillas.
Carelli arqueó las cejas y cruzó la estancia para sentarse en el banco. Edward Raynor y Lucia cogieron un par de sillas, mientras que Richard Amory, con expresión de perplejidad, prefirió quedarse de pie frente a la chimenea. Caroline y su sobrina Barbara se acomodaron en el sofá.
Cuando todos estuvieron sentados, sir Claud puso el sillón detrás de la mesa redonda, desde donde podía ver a todos los presentes, y se sentó.
La puerta del pasillo se abrió y entró Tredwell.
—¿Ha llamado, sir Claud? —preguntó el mayordomo.
—Sí, Tredwell. ¿Ha telefoneado al número que le di?
—Sí, señor.
—¿Y la respuesta fue satisfactoria?
—Perfectamente satisfactoria, señor.
—¿Y han enviado un coche a la estación?
—Sí, señor. El coche estará allí cuando llegue el tren.
—Muy bien, Tredwell. Puede volver a cerrar.
—Sí, señor —respondió el mayordomo mientras se retiraba.
—Claud —dijo miss Amory—, ¿qué demonios se ha creído Tredwell…?
—Tredwell no hace más que obedecer mis órdenes, Caroline —interrumpió sir Claud con brusquedad.
—¿Y podemos preguntar cuál es el significado de todo esto? —terció Richard con frialdad.
—Iba a explicarlo ahora mismo. Por favor, os ruego que me escuchéis con atención. Como ya os habréis dado cuenta, estas dos puertas —señaló las que daban al pasillo— están cerradas por fuera. Y la única forma de acceder a mi estudio es pasando por esta habitación. La puerta de la galería está cerrada. —Hizo un paréntesis y miró al doctor Carelli—. De hecho, está cerrada con un candado inventado por mí. Un invento que mi familia conoce, pero no sabe abrir. —Sir Claud prosiguió, esta vez dirigiéndose a todos—: Este sitio es una ratonera. —Consultó su reloj—. Ahora son las nueve menos diez. Poco después de las nueve llegará el cazador de ratas.
—¿El cazador de ratas? —La expresión de Richard Amory reflejaba perplejidad y furia—. ¿Qué cazador de ratas?
—Un detective —respondió con sequedad el célebre científico mientras sorbía su café.