Mientras Barbara se aproximaba, Lucia esbozó una sonrisa forzada.
—Sí, gracias, querida —respondió—. Estoy perfectamente. De veras.
Barbara miró a la morena y preciosa esposa de su primo Richard.
—¿No le habrás dado una buena noticia a Richard? —preguntó con picardía—. ¿Es eso?
—¿Una buena noticia? ¿Qué buena noticia? No sé de qué hablas —respondió Lucia, perpleja.
Barbara cruzó los brazos e hizo un movimiento hacia los lados, como si estuviera acunando a un niño. Lucia respondió a la pantomima con una sonrisa triste y un cabeceo. Miss Amory, sin embargo, se dejó caer en una silla, aparentemente escandalizada.
—¡Barbara! —exclamó con horror—. ¡Qué cosas dices!
—Bueno —declaró la joven sin inmutarse—, los accidentes ocurren. Es perfectamente posible que Lucia y Richard tengan un bebé sin haberlo planeado con antelación.
Su tía sacudió la cabeza.
—No sé a dónde van a llegar las jóvenes de esta generación —dijo a nadie en particular—. En mis tiempos no hablábamos con tanta ligereza de la maternidad, y jamás me habrían permitido… —Se interrumpió al oír abrirse la puerta y miró a tiempo de ver a Richard salir de la biblioteca—. ¿Lo ves? ¡Has avergonzado a Richard! Y no me sorprende en absoluto.
—Vamos, tía Caroline —respondió Barbara—, después de todo tú perteneces a la época victoriana. Naciste cuando a la vieja reina aún le quedaban veinte años de vida. Eres un prototipo de tu generación y me atrevo a decir que yo lo soy de la mía.
—No tengo la menor duda de cuál de las dos prefiero —repuso su tía con irritación.
Barbara soltó una risita.
—Creo que los Victorianos eran maravillosos. ¡Decirle a los niños que los bebés se encontraban en los groselleros! Me parece encantador. A veces desearía vivir en esa época exótica. Pero el tiempo no se detiene, tía Caroline. Es imposible detener el progreso, y no puedes pretender que los jóvenes de hoy día ignoren lo que ocurre en el mundo real.
Barbara rebuscó en su bolso, sacó un cigarrillo y lo encendió con un mechero. Iba a continuar su discurso, pero miss Amory la detuvo con un gesto.
—Déjate de tonterías, Barbara. Estoy preocupada por esta pobre criatura, y no me gusta que me tomes a broma.
De repente, Lucia rompió a llorar. Mientras se enjugaba las lágrimas, murmuró entre sollozos:
—¡Sois todos tan buenos conmigo! Nadie se había portado tan bien conmigo hasta que vine aquí, hasta que me casé con Richard. Ha sido maravilloso convivir con vosotros. No puedo evitarlo, estoy…
—Tranquila, tranquila —murmuró miss Amory mientras se levantaba para acercarse a Lucia. Le dio una palmadita en el hombro—. Tranquila, querida. Te entiendo. Al fin y al cabo, vivir en el extranjero toda una vida no es lo más apropiado para una joven. No es la mejor manera de criarse, y para colmo los europeos tienen unas ideas muy peculiares sobre la educación.
Barbara las miró con expresión de aburrimiento.
—Lucia, cielo, no deberías ser tan sentimental —señaló mientras le volvía la espalda.
Lucia se puso en pie y miró alrededor con aire indeciso. Permitió que miss Amory la condujera al sofá y se sentó en un extremo. Caroline ahuecó los cojines que rodeaban a la joven antes de sentarse a su lado.
—Es natural que estés afligida, querida —dijo—. Pero debes procurar olvidarte de Italia. Claro que los lagos italianos son preciosos en primavera. Siempre lo digo. Un sitio perfecto para pasar las vacaciones, aunque no para vivir allí, desde luego. Vaya, vaya, no llores, cariño.
—Creo que más que una lección turística sobre los lagos italianos, lo que necesita Lucia es una buena copa —sugirió Barbara sentándose en el borde de la mesa auxiliar y mirándola con expresión crítica, aunque no sin simpatía—. ¿Sabes, tía Caroline? Esta casa es horrible. Aquí vivís en el pasado. Nunca bebéis cócteles. Sólo jerez o whisky antes de cenar y coñac después. Richard no sabe preparar un Manhattan decente, y pídele a Edward Raynor que te prepare un destornillador. Lo que necesitaría Lucia para animarse de inmediato es un Satán Whisker.
La señorita Amory miró a su sobrina con expresión de horror.
—¿Qué demonios es un Satán Whisker?
—Es muy fácil de preparar si tienes los ingredientes —respondió Barbara—. Consiste en partes iguales de coñac y licor de menta, aunque no hay que olvidar una pizca de pimentón. Es genial, y te garantizo que le levanta el ánimo a cualquiera.
—Barbara, sabes que no me gustan esos estimulantes alcohólicos —exclamó miss Amory estremeciéndose—. Mi pobre y querido padre siempre decía…
—No sé lo que diría —interrumpió Barbara—, pero toda la familia sabe que el querido tío abuelo Algernon sentía debilidad por la bebida.
Pareció que miss Amory iba a estallar, pero luego una media sonrisa se dibujó en sus labios y se limitó a decir:
—Bueno, debo admitir que los hombres son diferentes.
Pero Barbara no estaba dispuesta a aceptar esa idea.
—No son diferentes en absoluto —dijo—. O si lo son, no creo que debamos permitírselo. Sencillamente, en aquellos tiempos se les consentían las diferencias. —Sacó del bolso un espejito, una borla para polvos y un lápiz de labios—. En fin, veamos qué aspecto tengo. ¡Ay, cielos! —Con una cómica expresión de horror, comenzó a aplicarse vigorosamente carmín en los labios.
—Vaya, Barbara —protestó su tía—, preferiría que no te pusieras tanto carmín en los labios. Es un rojo demasiado intenso.
—Eso espero —respondió Barbara mientras continuaba maquillándose—. Al fin y al cabo me costó siete chelines y seis peniques.
—¡Siete chelines y seis peniques! Qué forma de derrochar el dinero, sólo por… por…
—Por Besos Indelebles, tía Caroline.
—¿Cómo dices?
—El carmín se llama Besos Indelebles.
Su tía frunció la nariz con aire de desaprobación.
—Desde luego —dijo—, admito que con el viento los labios se agrietan y que es conveniente hidratarlos un poco. Pero podrías usar lanolina, por ejemplo. Yo siempre me pongo…
—Mi querida tía, créeme: una chica nunca lleva demasiado carmín. Al fin y al cabo, no puede saber cuánto perderá en el taxi de regreso a casa —añadió mientras guardaba en el bolso el espejo, la borla para polvos y el lápiz de labios.
Miss Amory parecía desconcertada.
—¿Qué quieres decir? No entiendo.
Barbara se incorporó, se acercó al sofá y se inclinó sobre Lucia.
—Olvídalo. Lucia me entiende, ¿verdad, cielo? —preguntó rozándole la barbilla.
Lucia miró alrededor con aire distraído.
—Lo siento —dijo a Barbara—. No estaba escuchando. ¿Qué decías?
Miss Amory volvió a centrar su atención en Lucia y una vez más sacó el tema de su salud.
—¿Sabes, querida? —dijo—. Me tienes muy preocupada. —Se volvió hacia Barbara—. No se encuentra bien, y creo que debería tomar algo. ¿Qué podemos ofrecerle? Naturalmente, las sales aromáticas serían la solución ideal. Por desgracia, la muy torpe de Ellen rompió mi frasco esta mañana mientras limpiaba mi habitación.
Barbara apretó los labios y reflexionó unos instantes.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡Las reservas del hospital!
—¿Las reservas del hospital? ¿De qué hablas? —preguntó miss Amory.
Barbara se sentó en una silla, cerca de su tía.
—Sin duda lo recuerdas —dijo—. Las cosas de Edna.
La cara de miss Amory se iluminó.
—¡Ah, sí, desde luego! —Se volvió hacia Lucia y explicó—: Ojalá hubieras conocido a Edna, mi sobrina mayor, la hermana de Barbara. Se marchó a la India con su marido unos seis meses antes de que tú vinieras aquí con Richard. Edna es una mujer muy inteligente.
—Más que inteligente —afirmó Barbara—. Acaba de tener gemelos, y en la India no hay groselleros. Supongo que los habrá encontrado debajo de un árbol de mangos.
Caroline Amory se permitió una pequeña sonrisa.
—Calla, Barbara. —Luego, volviéndose una vez más hacia Lucia, prosiguió—: Como te decía, querida, Edna estudió para boticaria durante la guerra. Trabajaba en el hospital local. Sabes, durante la guerra convertimos el ayuntamiento en hospital. Y en los años siguientes, concretamente hasta que se casó, Edna siguió trabajando en la farmacia del hospital del condado. Lo sabía todo acerca de medicamentos, píldoras y esas cosas. Y seguramente aún lo sabe. Sin duda esos conocimientos le serán de gran utilidad en la India. Pero ¿a qué venía todo esto? Ah, sí. Cuando se marchó… ¿qué hicimos con todos esos frasquitos que dejó?
—Lo recuerdo perfectamente —dijo Barbara—. Hace años, Edna guardó los fármacos en una caja. En teoría, debíamos revisarlos y enviarlos a los hospitales, pero todos lo olvidamos, o al menos nadie hizo nada al respecto. La caja quedó en el desván y no volvimos a verla hasta que Edna preparó su equipaje para irse a la India. Está en lo alto de aquella estantería —señaló un estante—, y todavía nadie ha revisado los medicamentos ni los ha enviado a ningún sitio.
Se puso en pie y cruzó la estancia arrastrando una silla. Colocó la silla delante de la estantería, se subió a ella y se estiró para coger una caja negra de metal.
—Por favor, querida, no te molestes —dijo Lucia.
Pero Barbara no le hizo caso y llevó la caja hasta la mesa.
—Bien —dijo—. Ya que la he bajado, al menos echémosle un vistazo. —La abrió—. ¡Vaya! Aquí hay de todo —exclamó mientras sacaba varios frascos—. Yodo, tintura de benjuí, una solución medicinal que no conozco, aceite de ricino. —Hizo una mueca de asco—. Ah, y aquí viene lo más fuerte —anunció mientras sacaba varios frasquitos marrones de la caja—. Atropina, morfina, estricnina —recitó leyendo las etiquetas—. Ten cuidado, tía Caroline. Si me contrarías, podría ponerte un poco de estricnina en el café y morirías tras una horrible agonía —dijo con fingida expresión de amenaza, a lo que su tía respondió con un gesto displicente y un gruñido.
—En fin, aquí no hay nada que pueda servir de tónico a Lucia. De eso estoy segura —declaró Barbara con una risita mientras devolvía los frascos y ampollas a la caja.
Mientras la joven cogía un frasco de morfina, se abrió la puerta y Tredwell hizo pasar a Edward Raynor, el doctor Carelli y sir Claud Amory. El primero en entrar fue Edward Raynor, el secretario de sir Claud, un hombre de poco menos de treinta años, rubio y con expresión solemne. Raynor se acercó a Barbara y miró la caja de medicamentos.
—Hola, Mr. Raynor. ¿Le interesan los venenos? —preguntó Barbara mientras continuaba guardando los frascos en la caja de metal.
El doctor Carelli también se aproximó a la mesa. Carelli, un hombre de unos cuarenta años, cabello moreno y tez aceitunada, vestía un elegante traje de noche. Sus modales eran impecables, y cuando hablaba apenas se adivinaba su acento italiano.
—¿Qué tenemos aquí, miss Amory? —preguntó.
Antes de entrar en la habitación, sir Claud hizo una pausa para hablar con Tredwell.
—¿Has entendido mis instrucciones? —preguntó.
—Perfectamente, señor —respondió el mayordomo.
Tredwell se marchó y sir Claud cruzó la biblioteca en dirección a su invitado.
—Doctor Carelli, le ruego me disculpe si me encierro en mi estudio —dijo con tono formal y cortés—. He de escribir varías cartas para enviarlas esta misma noche.
—Creí que tenías que hacer un anuncio importante sobre los misteriosos invitados que están a punto de llegar —dijo Richard, aparentemente molesto.
—Más tarde. Me reuniré con vosotros dentro de unos momentos. ¿Me acompaña, Raynor?
El secretario se reunió con él y ambos se dirigieron a la puerta que conducía al estudio de sir Claud. Cuando la puerta se cerraba tras ellos, Barbara soltó un súbito gritito y dejó caer el frasco que tenía en la mano.