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La casa de sir Claud Amory, Abbot’s Cleve, estaba situada en las afueras de la pequeña ciudad —o más bien el pueblo grande— de Market Cleve, Surrey, a unos cuarenta kilómetros al sudeste de Londres. Era una amplia mansión victoriana, arquitectónicamente anodina, rodeada de un atractivo terreno con ondulaciones y arboledas aquí y allá. El camino de grava que conducía de la caseta de guardia (ahora convertida en cobertizo para las herramientas de jardinería) hasta la puerta principal serpeaba entre los árboles y los densos arbustos. Una galería rodeaba la parte trasera de la casa, desde donde descendía una cuesta cubierta de césped hasta un jardín ornamental razonablemente cuidado.

La noche del viernes, dos días después de su conversación telefónica con Poirot, sir Claud estaba sentado en su estudio, abstraído en sus pensamientos. Sólo podía accederse al estudio —una pequeña aunque acogedora habitación de la planta baja, ubicada en el ala este— a través de la estancia más amplia destinada a biblioteca. Sir Claud se alegraba de ello, pues le gustaba trabajar aislado y sin que nadie le molestara durante el día, cuando los demás miembros de la familia sabían que debían evitar la biblioteca y permanecer en la otra ala de la casa. Sólo después de cenar, la familia, incluido sir Claud, se reunía en la biblioteca para tomar café o licores.

Sentado a su escritorio, estaba de frente a la puerta de la biblioteca, y detrás de él había una puertaventana con vistas al jardín, que el eminente científico rara vez se molestaba en contemplar. Fuera comenzaba a oscurecer. El mayordomo de sir Claud, Tredwell, había hecho sonar la campanilla para anunciar la cena dos o tres minutos antes, y por el otro extremo de la casa la familia comenzaba a llegar al comedor.

Sir Claud tamborileó con los dedos sobre el escritorio, como hacía habitualmente cuando se sentía obligado a tomar una decisión. Era un hombre de cincuenta y tantos años, de estatura y constitución media, cabello gris peinado hacia atrás, y ojos de un intenso y frío azul. En esos momentos su expresión reflejaba una mezcla de ansiedad y desconcierto.

Se oyó un discreto golpe en la puerta del estudio, y Tredwell, un individuo alto, de aspecto algo siniestro y modales exquisitos, apareció en el umbral.

—Disculpe, sir Claud, pero he pensado que quizá no hubiera oído la campana…

—Sí, sí, Tredwell, la he oído. Por favor, di a los demás que iré dentro de un momento. Explícales que estoy ocupado con una llamada telefónica. De hecho, estaba a punto de hacer una llamada rápida. Puedes comenzar a servir la cena.

Tredwell se retiró en silencio. Sir Claud respiró hondo y se acercó al teléfono. Sacó una pequeña agenda de direcciones del cajón de su escritorio, la consultó brevemente y levantó el auricular. Escuchó un momento antes de hablar:

—Aquí Market Cleve 304. Quiero que me ponga con un número de Londres. —Dio el número y se reclinó en la silla, a la espera. Los dedos de su mano derecha comenzaron a tamborilear con nerviosismo sobre el escritorio.

Unos minutos después, sir Claud Amory salió de su estudio, cruzó la biblioteca en dirección al pasillo y se reunió con los demás en el comedor, situado en el ala oeste. Ocupó su sitio en la cabecera de la mesa, alrededor de la cual ya estaban sentados los demás miembros de su familia. A la derecha de sir Claud estaba su sobrina, Barbara Amory. Junto a ésta, su primo Richard Amory, el único hijo de sir Claud. A la derecha de Richard se sentaba un invitado, un médico italiano llamado Carelli. A la derecha del doctor Carelli, en el extremo opuesto de la mesa con relación a sir Claud, estaba Caroline Amory, su hermana. Puesto que la esposa de sir Claud había muerto varios años antes, Caroline, una solterona de poco más de sesenta años, dirigía la casa. Edward Raynor, el secretario de sir Claud, estaba sentado a la derecha de miss Amory y, a su derecha y junto a sir Claud, estaba Lucia, la esposa de Richard Amory.

La cena, en esta ocasión, no fue en absoluto animada. Caroline Amory, una dama de la vieja escuela con modales algo remilgados, hizo varios intentos por entablar conversación con el doctor Carelli, que le respondió con cortesía, aunque sin mayor locuacidad. Cuando miss Amory se giró para hacer un comentario a Edward Raynor, un joven habitualmente cordial y sociable, éste se sobresaltó y susurró una disculpa con aire avergonzado. Sir Claud estaba tan taciturno como siempre durante las comidas, o acaso más. Su hijo, Richard Amory, dirigía ocasionales miradas nerviosas a su esposa Lucia, sentada al otro lado de la mesa. La joven Barbara Amory era la única que parecía de buen humor e intercambiaba comentarios triviales con su tía Caroline.

—Este lenguado está exquisito, tía Caroline —dijo Barbara mientras atacaba la comida con entusiasmo—. Me alegro de que compres al nuevo pescadero del pueblo. Es más fiable que el viejo Hobbs.

Su tía murmuró una respuesta apropiada.

Cuando Tredwell comenzó a servir el postre, una macedonia de frutas, sir Claud se dirigió súbitamente a él, hablando en voz lo bastante alta para que lo oyeran todos los comensales.

—Tredwell —dijo—, llama al garaje de Market Cleve y pide que envíen un coche con chófer a la estación para recoger a dos pasajeros del tren de las ocho cincuenta, procedente de Londres. He invitado a dos caballeros que llegarán en ese tren, y se reunirán con nosotros después de cenar.

—Muy bien, sir Claud —respondió Tredwell y se marchó.

Cuando el mayordomo hubo cerrado la puerta tras de sí, Richard fue el primero en hablar:

—¿Qué caballeros, padre? ¿A quién esperas después de la cena? ¿A alguien de Londres?

Su padre alzó una mano, pidiendo silencio.

—Lo sabréis muy pronto. Anunciaré algo en la biblioteca después de cenar. Hasta entonces no diré nada más.

Antes de que sir Claud terminara de hablar, Lucia Amory murmuró una disculpa, se levantó bruscamente y se marchó del comedor. Cruzó el pasillo a toda prisa y se dirigió a la biblioteca. Pese a su amplitud, ésta era una estancia más acogedora que elegante, y también hacía las veces de sala de estar. Unas puertas de cristal comunicaban con la galería del frente de la casa, con vistas a una parte del jardín, mientras que otra puerta en el extremo de la habitación comunicaba con el estudio de sir Claud. A la izquierda de esta puerta había una gran chimenea en cuya repisa reposaba un reloj antiguo y algunos objetos decorativos, así como una vasija llena de largas tiras de papel grueso, usadas para encender el fuego. A la derecha estaba la puerta que comunicaba con el resto de la casa, el vestíbulo y las escaleras que conducían a los dormitorios de la primera planta y a las habitaciones de servicio.

Los muebles de la biblioteca consistían en un escritorio, donde estaba el teléfono, situado a la izquierda de la entrada principal; una alta y bien surtida estantería a la derecha de la puerta de la galería; una mesa pequeña con un gramófono y discos, y un sofá al lado del cual había una mesita auxiliar. Junto a la mesa redonda situada en el centro de la habitación había una silla y un cómodo sillón, mientras que en una pequeña mesa colocada contra la pared había una planta de interior en una maceta de cobre. Todos los muebles eran de estilo tradicional, aunque no lo bastante viejos o elegantes para ser admirados como antigüedades.

Lucia Amory, una hermosa joven de veinticinco años, con una cascada de brillante cabello moreno sobre los hombros y unos ojos castaños que solían destellar de emoción, aunque ahora reflejaban un sentimiento reprimido difícil de definir, titubeó en medio de la habitación. Luego se dirigió a la puerta de la galería, apartó las cortinas y contempló la noche. Con un suspiro apenas audible, apretó la frente contra el frío cristal de la ventana y permaneció inmóvil, abstraída en sus pensamientos.

La voz de miss Amory se oyó desde el pasillo, llamando:

—Lucia, Lucia, ¿dónde estás?

Un instante después, Caroline Amory entró en la biblioteca. Se acercó a Lucia, la cogió del brazo y la condujo al sofá.

—Ven, querida. Siéntate —dijo señalando un extremo del sofá. Estudió la cara de Lucia durante unos instantes y luego formuló su diagnóstico—: Dentro de unos minutos te encontrarás mejor.

Lucia esbozó una sonrisa de gratitud.

—Sí, desde luego —asintió—. De hecho, ya estoy mejor. —Aunque hablaba un inglés perfecto (quizá demasiado perfecto), de vez en cuando una de sus expresiones delataba que no era su lengua materna—. Sólo ha sido un pequeño mareo. ¡Qué tontería! Nunca había hecho nada semejante. No sé qué me ha ocurrido. Por favor, tía Caroline, vuelve al comedor. Yo estaré bien aquí. —Bajo la mirada solícita de Caroline Amory, sacó un pañuelo de su bolso de mano, se secó los ojos, y volvió a guardarlo. Luego sonrió una vez más—. Estaré bien. De veras.

Miss Amory no parecía convencida.

—No tienes buen aspecto, querida; ni lo has tenido en toda la tarde, ¿sabes? —observó, estudiando a Lucia con manifiesta preocupación.

—¿De veras?

—Así es —respondió miss Amory. Se sentó en el sofá—. Quizá hayas cogido frío, cariño —dijo con solicitud—. Ya sabes que los veranos ingleses pueden ser muy traicioneros. Nada que ver con el caluroso sol de Italia al que estás acostumbrada. Ah, siempre digo que Italia es un país encantador.

—Italia —murmuró Lucia con mirada ausente mientras dejaba el bolso junto a ella, en el sofá—. Italia…

—Lo sé, pequeña. Echas mucho de menos tu país. Es un contraste tan espantoso… El clima, las costumbres… Y sin duda te pareceremos muy fríos comparados con los italianos, quienes…

—No, de ninguna manera —repuso Lucia con una vehemencia que sorprendió a miss Amory—. No echo de menos Italia. ¡En absoluto!

—Oh, vamos, pequeña. No es nada vergonzante sentir añoranza por…

—¡En absoluto! —repitió Lucia—. Detesto Italia. Siempre la he detestado. Para mí, rodeada como estoy de gente amable, Inglaterra es un paraíso. ¡Un auténtico paraíso!

—Eres muy amable al decir eso, querida —repuso Caroline Amory—, aunque estoy segura de que sólo intentas ser cortés. Todos hemos procurado hacerte sentir feliz y cómoda, pero es natural que de vez en cuando añores tu país. Y puesto que no tienes madre…

—Por favor… —interrumpió Lucia—, no me recuerdes a mi madre.

—No, claro que no, cariño. No era mi intención afligirte. —Oh, cielos; ¡estos extranjeros!, pensó—. ¿Quieres que te traiga sales aromáticas? Las tengo en mi habitación.

—No, gracias. Ya me encuentro bien; de verdad.

—No es ninguna molestia, ¿sabes? —insistió tía Caroline—. Tengo unas sales muy fragantes, de un bonito color rosado, y en un frasco precioso. Y son muy fuertes. De sal amoníaco, ¿o es sal amoniacal? Nunca lo recuerdo. Pero no es el mismo producto que se usa para limpiar la bañera.

Lucia esbozó una débil sonrisa, pero no respondió. Miss Amory se había puesto de pie, y no se decidía a ir a buscar las sales aromáticas. Se dirigió con aire vacilante a la parte posterior del sofá y comenzó a redistribuir los cojines.

—Sí, sin duda ha sido un enfriamiento —prosiguió—. Esta mañana eras la viva imagen de la salud. O quizá fuera la emoción de ver a este viejo amigo italiano, el doctor Carelli. Su visita fue tan inesperada, ¿verdad? Debe de haber sido toda una sorpresa para ti.

Sin que miss Amory lo notara, el marido de Lucia, Richard Amory, acababa de entrar en la habitación. Las palabras de Caroline parecían afectar a Lucia, que se reclinó en el sofá, cerró los ojos y tembló.

—¡Ay, querida! ¿Qué te ocurre? —preguntó miss Amory—. ¿Has vuelto a marearte?

Richard Amory cerró la puerta y se acercó a las dos mujeres. Con un atractivo típicamente inglés, rondaba los treinta, tenía estatura media y una figura ligeramente gruesa y musculosa.

—Ve a terminar de cenar, tía Caroline —dijo—. Lucia estará bien conmigo. Yo la cuidaré.

Miss Amory aún parecía indecisa.

—Bueno, Richard, quizá sea mejor que me marche —convino a regañadientes, dando un paso en dirección a la puerta que conducía al pasillo—. Ya sabes que tu padre detesta los imprevistos de cualquier clase, sobre todo cuando hay visitas. Y no es precisamente un amigo íntimo de la familia.

Se volvió hacia Lucia.

—Como te decía, cariño, es muy extraño que el doctor Carelli apareciera de esa manera, ignorando que vivías en este rincón del mundo. Te encontraste con él en el pueblo y lo invitaste a tomar el té. Debe de haber sido toda una sorpresa para ti, ¿verdad?

—Lo fue —respondió Lucia con aire ausente.

—El mundo es tan pequeño… Siempre lo digo —continuó miss Amory—. Tu amigo es un hombre muy apuesto, Lucia.

—¿Te parece?

—Tiene aspecto extranjero, claro —admitió miss Amory—, pero decididamente apuesto. Y habla un inglés excelente.

—Supongo que sí.

Miss Amory no parecía dispuesta a cambiar de tema.

—¿De verdad no tenías idea de que estaba por aquí? —preguntó.

—Ni la menor idea —enfatizó Lucia.

Richard Amory, que había estado mirando a su esposa con atención, volvió a hablar:

—Ha de haber sido una sorpresa muy agradable para ti, Lucia.

Ella alzó rápidamente la vista hacia él, pero no respondió.

Miss Amory sonrió.

—Desde luego —continuó—. ¿Lo conocías bien en Italia, querida? ¿Era un buen amigo tuyo? Supongo que sí.

La voz de Lucia se llenó de amargura cuando respondió:

—Nunca fue un amigo.

—Ah, ya veo. Sólo un conocido. Sin embargo, aceptó de inmediato mi invitación para cenar. Siempre he dicho que los extranjeros son un poco atrevidos. Ay, naturalmente no lo digo por ti, querida. —Miss Amory tuvo el detalle de hacer una pausa y ruborizarse—. Al fin y al cabo, tú eres medio inglesa. —Miró con picardía a su sobrino y añadió—. De hecho, ahora es totalmente inglesa, ¿verdad, Richard?

El joven Amory no respondió al grotesco humor de su tía. En su lugar, fue hasta la puerta y la abrió, como invitándola a reunirse con los demás.

—En fin —dijo la mujer mientras se dirigía de mala gana a la puerta—, si estás seguro de que no puedo hacer nada más…

—No, gracias. —El tono de Richard fue seco mientras sujetaba la puerta abierta para su tía.

Con expresión titubeante, y tras dirigir una última sonrisa nerviosa a Lucia, miss Amory salió de la habitación.

Richard suspiró aliviado, cerró la puerta y regresó junto a su esposa.

—Caramba —protestó—, pensé que no se marcharía nunca.

—Sólo intentaba ser amable, Richard.

—Ya; y lo es. Pero se empeña demasiado.

—Creo que me tiene afecto.

—¿Qué? Ah, sí, desde luego —respondió él con tono distraído. Hubo un breve silencio incómodo. Luego el joven se acercó a su esposa y la miró—. ¿Estás segura de que no necesitas nada?

Lucia alzó la vista y forzó una sonrisa.

—Nada, de veras. Gracias, Richard. Vuelve al comedor. Ya me encuentro perfectamente.

—No. Me quedaré aquí contigo.

—Pero preferiría estar sola.

Richard se dirigió a la parte posterior del sofá y volvió a hablar:

—¿Los cojines están bien? ¿No quieres otro detrás de la cabeza?

—Estoy cómoda así. Aunque no me vendría mal un poco de aire fresco. ¿Puedes abrir una ventana?

Richard se dirigió a una puertaventana y manipuló con torpeza la cerradura.

—¡Maldita sea! —exclamó—. El viejo la ha cerrado con uno de esos ingeniosos candados suyos. No puede abrirse sin una llave.

Lucia se encogió de hombros.

—Es igual —dijo—. No tiene importancia.

Richard regresó al centro de la habitación y se sentó en una silla, junto a la mesa redonda. Se inclinó, apoyando los codos sobre sus muslos.

—El viejo es un hombre maravilloso. Siempre está inventando un chisme u otro.

—Sí —respondió Lucia—. Debe de haber ganado mucho dinero con sus inventos.

—Toneladas —declaró Richard con aire melancólico—. Pero el dinero le trae sin cuidado. Estos malditos científicos son todos iguales. Siempre van detrás de algo totalmente inútil, sin interés práctico para nadie, excepto para ellos. ¡Por el amor de Dios! ¡Ahora pretende bombardear el átomo!

—De todos modos tu padre es un gran hombre.

—Sí, supongo que es uno de los científicos más importantes de nuestra época —admitió él a regañadientes—. Al menos eso dice todo el mundo. Sin embargo, es incapaz de aceptar el punto de vista ajeno. —Hablaba con creciente irritación—. Y a mí nunca me ha tratado bien.

—Lo sé. Te tiene aquí, encadenado a esta casa como si fueras su prisionero. ¿Por qué te obligó a abandonar tu carrera en el ejército y volver a vivir aquí?

—Supongo que pensó que podía ayudarle en sus investigaciones científicas. Pero debería haber sabido que yo no podía colaborar con él. Sencillamente, no tengo la inteligencia necesaria. Por lo menos Raynor tiene alguna instrucción científica. Es algo más que un secretario. Realmente le resulta muy útil al viejo para sus experimentos.

Richard acercó su silla al sofá y volvió a reclinarse.

—Santo cielo, Lucia, a veces me siento desesperado. Ahí está mi padre, nadando en dinero y gastando hasta el último penique en sus malditos experimentos. Debería darme parte de lo que de cualquier modo heredaré algún día y permitirme salir de esta casa ahora, mientras soy joven y puedo hacer algo con mi vida.

Lucia se incorporó en su asiento.

—¡Dinero! —exclamó con amargura—. Todo se reduce a lo mismo. ¡Dinero!

—Soy como una mosca atrapada en una telaraña —prosiguió Richard—. Me siento impotente, absolutamente impotente.

Lucia lo miró con expresión seria y suplicante.

—Ay, Richard —gimió—. Yo también. ¿No lo entiendes?

Su marido la miró, alarmado. Estaba a punto de responder, cuando Lucia repitió:

—Yo también estoy indefensa. Y quiero marcharme. —Se levantó súbitamente y se aproximó a él, hablando con vehemencia—: Richard, por el amor de Dios, sácame de aquí antes de que sea demasiado tarde.

—¿Qué te saque de aquí? —repuso Richard con voz trémula—. ¿Y adónde quieres que te lleve? ¿Adónde demonios podemos ir?

—A cualquier parte —exclamó ella con creciente excitación—. ¡A cualquier parte del mundo! Pero lejos de esta casa. Eso es lo más importante: que nos alejemos de esta casa. Tengo miedo, Richard. Te juro que tengo miedo. Hay sombras… —Miró por encima del hombro, como si las viera en ese mismo momento—. Hay sombras por todas partes.

Richard permaneció sentado.

—¿Cómo íbamos a marcharnos sin dinero? —preguntó. Miró a su esposa y continuó con amargura—: Un hombre sin dinero no sirve de nada a una mujer, ¿verdad, Lucia?

La joven titubeó.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué has querido decir, Richard?

Él siguió mirándola en silencio, con expresión tensa y al mismo tiempo curiosamente impasible.

—¿Qué te ocurre esta noche, Richard? Estás raro…

—¿De veras? —repuso él levantándose de la silla.

—Sí; ¿qué te pasa?

—Bien… —comenzó Richard, pero se interrumpió—. Nada, no es nada. De veras. —Iba a volverse, pero Lucia tiró de él y le apoyó las manos en los hombros.

—Richard, cariño… —Él le retiró las manos de los hombros y la miró con expresión inquisitiva—. Richard —repitió ella con un dejo suplicante en la voz.

Él se llevó las manos a la espalda y la miró.

—¿Me tomas por idiota? —gruñó—. ¿Crees que no he visto cómo tu viejo amigo te pasó una nota esta noche? —Puso especial énfasis en las palabras «viejo amigo».

—¿Acaso has pensado que…?

Richard la interrumpió con furia.

—¿Por qué saliste del comedor antes de terminar la cena? No te mareaste; sólo fingías. Querías estar sola para leer tu preciosa nota. No podías esperar. Estabas muerta de impaciencia porque no podías deshacerte de nosotros. Primero la tía Caroline, que estaba preocupada por ti, y ahora yo. —La miró con ojos llenos de dolor e ira.

—¡Estás loco, Richard! —exclamó la joven—. Es absurdo. ¿No sospecharás que siento algún interés por Carelli? ¿Cómo has podido pensar algo así? ¿Cómo? De veras, Richard, cariño. No me importa nadie salvo tú. Te quiero. Debes saberlo.

Richard no le quitaba los ojos de encima.

—¿Qué dice la nota que te pasó Carelli?

—Nada… nada en absoluto.

—Entonces enséñamela.

—No… no puedo. —Su voz era apenas un murmullo—. La he destruido.

Los labios de Richard esbozaron una sonrisa fría que desapareció con la misma rapidez con que había aparecido.

—No es verdad —insistió—. Enséñamela.

Lucia guardó silencio durante unos instantes, mirando a su marido con expresión de súplica.

—Richard —murmuró por fin—, ¿no confías en mí?

—Podría quitártela por la fuerza —dijo él con los dientes apretados mientras daba un paso hacia ella—. Y estoy casi decidido a hacerlo… —Lucia se apartó con un gritito débil, aunque no desvió los ojos de los de él, como suplicándole que la creyera—. No —dijo como para sí—. Supongo que hay ciertas cosas que uno no puede hacer. —Se volvió a mirar a su esposa—. Pero te aseguro que me enfrentaré a Carelli.

Lucia lo cogió del brazo y respiró hondo.

—No, Richard, no debes hacerlo. No lo hagas, te lo ruego. No lo hagas.

—Te preocupa tu amante, ¿no es cierto? —dijo Richard con tono burlón.

—No seas ridículo. No es mi amante —replicó ella con furia.

Él la cogió de los hombros.

—Tal vez no lo sea… todavía —dijo—. Puede que…

Se interrumpió al oír voces en el pasillo. Haciendo un esfuerzo para controlarse, se dirigió a la chimenea, cogió una pitillera y un encendedor y encendió un cigarrillo. Cuando se abrió la puerta y las voces se hicieron más fuertes, Lucia se pasó a la silla donde había estado sentado Richard. Con el semblante pálido y las manos apretadas con nerviosismo, parecía muy afligida.

Miss Amory entró en la biblioteca acompañada de su sobrina, Barbara Amory, una joven de veintiún años, de modales modernos e informales, rubia, atractiva y vivaz. Balanceando su bolso con alegría, Barbara cruzó la estancia en dirección a Lucia.

—Hola, Lucia, cielito. ¿Ya te encuentras mejor? —preguntó con un tono de jovial solicitud.