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Hercules Poirot estaba sentado a la mesa del desayuno en su pequeño y acogedor apartamento de Whitehall Mansions, un elegante edificio de Mayfair, el barrio residencial más elegante de Londres. Había saboreado su bollo y su taza de chocolate caliente. Extraordinariamente, pues era una criatura de costumbres y rara vez variaba el contenido de su desayuno, había pedido a George, su ayuda de cámara, que le preparara una segunda taza de chocolate. Mientras la esperaba, Poirot contempló su reflejo en el espejo de cuerpo entero situado en el otro extremo de la habitación. Era un hombre pequeño de sesenta y tantos años, con cabeza en forma de huevo y figura esbelta, aunque su estómago lucía la curva de la felicidad y su cuidado bigote se curvaba hacia arriba en una extravagante floritura. Asintió con la cabeza, en apariencia satisfecho con lo que vio, y volvió a concentrar su atención en la correspondencia, que ya había abierto y estaba sobre la mesa. Meticulosamente ordenado, como de costumbre, había apilado los sobres que pensaba desechar.

Antes los había abierto con cuidado, usando el abrecartas con forma de espada que su amigo el capitán Hastings le había regalado para su cumpleaños, varios años atrás. Una segunda pila contenía las cartas que no interesaban a Poirot —en su mayor parte circulares— y que dentro de un momento indicaría a George que arrojara a la basura. La tercera pila estaba formada por aquellas que requerían respuesta o al menos acuse de recibo. Se ocuparía de ellas después del desayuno, y en ningún caso antes de las diez. A Poirot no le parecía profesional comenzar una rutinaria jornada de trabajo antes de esa hora. Si estaba trabajando en un caso era distinto, naturalmente. Recordaba que en una ocasión él y Hastings se habían levantado antes del amanecer para…

Pero no; Poirot no quería pensar en el pasado. ¡El glorioso pasado! Una vez aclarado el misterio de la organización criminal internacional conocida como The Big Four, el último caso de Poirot, Hastings había regresado con su esposa a su hacienda en Argentina, y aunque ahora estaba otra vez en Londres, donde permanecería varias semanas para ocuparse de algún asunto relacionado con su hacienda, su colaboración con Hercules Poirot en apasionantes casos criminales era cosa del pasado. En los viejos tiempos nos divertíamos, pensó Poirot. Pero ¿qué hacemos ahora Hastings y yo? Hemos comido juntos en varias ocasiones en el Ritz. Han sido encuentros agradables, al igual que el par de obras de teatro que fuimos a ver juntos. Pero, ah, los maravillosos días en que… No, debía procurar no rumiar el pasado, si bien era difícil no pensar en esos tiempos ahora que Hastings había regresado a Londres por una breve temporada.

¿Acaso ésa era la razón de que Poirot se sintiera inquieto en esa agradable mañana de un miércoles de 1934? Una mañana en que, por fin, la primavera se dignaba hacer su tardía aparición. Pese a estar oficialmente retirado, Poirot había salido de su retiro en más de una ocasión, tentado por algún caso especialmente interesante. Había disfrutado volviendo al trabajo, con Hastings a su lado actuando como una especie de caja de resonancia para sus ideas e hipótesis. Sin embargo, en la actualidad Hastings pasaba la mayor parte del tiempo en el otro extremo del mundo, y de cualquier modo hacía varios meses que a Poirot no se le presentaba un caso de interés. ¿Es que ya no había crímenes y criminales imaginativos? ¿Ahora todo se reducía a estúpida violencia y brutalidad, a esa clase de asesinatos o robos sórdidos que no estaban a la altura de su dignidad?

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada silenciosa de George con una segunda y grata taza de chocolate. Grata no sólo porque Poirot degustaría su sabor intenso y dulce, sino también porque le permitiría postergar, por unos minutos, la idea de que el día, esa agradable mañana soleada, se extendía ante él sin otra perspectiva más emocionante que el paseo de rigor por el parque y la caminata por Mayfair hasta su restaurante favorito en el Soho, donde comería solo. ¿Qué exactamente? Quizá un poco de paté como entrante, seguido de lenguado bonne femme y…

Cayó en la cuenta de que George, tras dejar el chocolate en la mesa, se dirigía a él. El elegante e imperturbable George, un individuo de expresión impasible, inglés hasta la médula, llevaba bastante tiempo a las órdenes de Poirot, y aún era todo lo que el detective podía desear como ayuda de cámara. A pesar de su absoluta falta de curiosidad y de su reticencia a expresar su opinión personal sobre cualquier asunto, George era una mina de información sobre la aristocracia inglesa, y su afición por el orden era equiparable a la del propio detective. En más de una ocasión Poirot le había dicho: «Plancha los pantalones de manera admirable, George, aunque adolece por completo de imaginación». Sin embargo, a Hercules Poirot le sobraba imaginación. En su opinión, la habilidad para planchar bien un par de pantalones era una cualidad mucho más rara. Sí; sin lugar a dudas era muy afortunado de tener a George a su servicio.

—… y por lo tanto me tomé la libertad, señor, de prometer que usted devolvería la llamada esta mañana —decía George.

—Le ruego me disculpe, querido George —repuso Poirot—. Estaba distraído. ¿Ha dicho que alguien ha telefoneado?

—Sí, señor. Anoche, mientras usted estaba en el teatro con Mrs. Oliver. Me acosté antes de que usted regresara y me pareció innecesario dejar una nota a esas horas.

—¿Quién llamó?

—El caballero dijo llamarse Claud Amory, señor. Dejó un número de teléfono, al parecer de Surrey. Dijo que el motivo de su llamada era muy delicado, y que cuando usted telefoneara no diera su nombre a nadie, sino que insistiera en hablar con el propio sir Claud.

—Gracias, George. Deja el número sobre mi escritorio —dijo Poirot—. Llamaré a sir Claud después de leer el Times. Aún es pronto para telefonear, sobre todo si se trata de un asunto delicado.

George hizo una reverencia y se marchó. Poirot bebió el chocolate a pequeños sorbos. Recordó la obra que había visto la noche anterior con su gran amiga, Ariadne Oliver, a quien le gustaba considerarse una detective aficionada. La obra, titulada Alibi, trataba de un crimen, y el actor Charles Laughton interpretaba al detective que resolvía el caso. A Mrs. Oliver no le había gustado que Poirot descubriera la identidad del asesino antes que ella.

—No entiendo cómo lo adivinó tan pronto —había protestado.

Pero Poirot la había interrumpido como si lo hubiera insultado:

—Yo nunca adivino, mi querida Mrs. Oliver. Uso el intelecto. Las pequeñas células grises de mi cerebro…

No había podido continuar, pues Mrs. Oliver, que le había oído hablar de aquellas pequeñas células grises en innumerables ocasiones, lo había interrumpido en seco:

—¡No! No vuelva a mencionar esas malditas células grises. Vayamos al Café Royal, que está a la vuelta de la esquina. Así podrá invitarme a una copa antes de cenar.

Mientras terminaba su taza de chocolate, Poirot sonrió y cabeceó. ¡La querida Ariadne Oliver! Sentía un gran aprecio por ella. Riendo en voz baja mientras recordaba la agradable velada en el teatro, salió al balcón con el periódico de la mañana.

Unos minutos después, había dejado el Times. Las noticias internacionales eran deprimentes, como de costumbre. Ese horrible Hitler había convertido los tribunales alemanes en delegaciones del partido nazi, los fascistas habían tomado el poder en Bulgaria y, para colmo, en la patria de Poirot, Bélgica, cuarenta y dos mineros habían muerto a causa de una explosión en una mina cercana a Mons. Las noticias nacionales no eran más alentadoras. Pese a los reparos de las autoridades, ese verano en Wimbledon se permitiría usar pantalones cortos a las tenistas. Las necrológicas no eran más agradables, pues personas de la edad de Poirot, e incluso más jóvenes, parecían empeñadas en morirse.

Poirot se reclinó en su cómoda silla de mimbre y apoyó los pies sobre un banco pequeño. Sir Claud Amory, pensó. El nombre le sonaba; estaba seguro de haberlo oído en algún sitio. Sí; sir Claud Amory era conocido en algún ambiente. Pero ¿en cuál? ¿Era político? ¿Abogado? ¿Un funcionario retirado? Sir Claud Amory. Amory.

El sol de la mañana daba sobre el balcón, lo bastante cálido para que Poirot disfrutara de él durante unos minutos. Pronto tendría calor, pues no era un amante del sol. Cuando el sol me empuje al interior de la casa, pensó, consultaré el Quién es quién. Si el tal sir Claud es una persona distinguida, sin duda aparecerá en ese admirable libro. ¿Y si no era así? El pequeño detective se encogió de hombros. Como buen esnob, ya sentía simpatía por sir Claud a causa de su título. Si éste se encontraba en el Quién es quién, un libro en el que también se detallaban las actividades de Hercules Poirot, seguramente sería alguien merecedor de su tiempo y su atención.

Una punzada de curiosidad y una súbita brisa fresca se aliaron para enviarlo al interior. Al entrar en la biblioteca, fue al estante de libros de consulta y cogió el grueso volumen rojo con letras doradas en el lomo. Lo hojeó hasta encontrar la entrada que buscaba y leyó:

Amory. Sir Claud (Herbert); nombrado caballero en 1927; nacido el 24 de noviembre de 1878; casado en 1907 con Helen Graham (fallecida en 1929); estudios secundarios en Weymouth Grammar School y universitarios en Kings College, Londres. Físico investigador de los laboratorios GEC, 1905; RAE Farnborough (Dep. Radio), 1916; Instituto de Investigaciones del Ministerio del Aire, Swanage, 1921; demostró un nuevo principio sobre la aceleración de partículas: la aceleración lineal de ondas, 1924. Se le concedió la medalla Monroe de la Sociedad de Física. Publicaciones: monografías en revistas especializadas. Dirección: Abbot’s Cleve, Market Cleve, Surrey. Tel.: Market Cleve 304. Club: Ateneo.

Claro, se dijo Poirot. El famoso científico.

Recordó una conversación que había mantenido varios meses antes con un miembro del servicio de su majestad, después de que Poirot recuperara unos documentos perdidos que podrían haber puesto en apuros a las autoridades. Habían hablado de seguridad, y el político había admitido que las medidas de seguridad no eran lo bastante estrictas.

—Por ejemplo —le había dicho a Poirot—, las actuales investigaciones de sir Claud Amory podrían ser de vital importancia en caso de guerra. Sin embargo, se niega a experimentar en un laboratorio donde él y su invento estarían protegidos. Insiste en trabajar solo en su casa de campo, sin ninguna medida de seguridad. Es aterrador.

Mientras reponía el Quién es quién en la estantería, Poirot pensó: Acaso sir Claud quiere contratarme porque me considera un viejo y cansado perro guardián. Las invenciones de la guerra, las armas secretas, no son lo mío. Si sir Claud…

El teléfono sonó en la habitación contigua y Poirot oyó responder a George. Un momento después, el ayuda de cámara entró en la biblioteca:

—Es sir Claud Amory otra vez, señor —anunció.

Poirot entró en la habitación y cogió el auricular.

Alo. Aquí Hercules Poirot —dijo.

—¿Monsieur Poirot? No nos conocemos, aunque tenemos amigos comunes. Me llamo Amory, Claud Amory…

—He oído hablar de usted, sir Claud.

—Mire, tengo un problema muy serio entre manos. O puede que lo tenga. No estoy seguro. He de advertirle que lo que voy a contarle es estrictamente confidencial. Si esta información llegara a oídos del público…

—Distinguido sir Claud —interrumpió Poirot— puedo asegurarle que yo soy… ¿cómo se dice? Sí; la discreción en persona. Todo lo que diga quedará entre nosotros.

—Gracias. Naturalmente, sé que puedo confiar en usted. Bien, mi problema es el siguiente: he estado trabajando en una fórmula para bombardear el átomo. No entraré en detalles, pero el Ministerio de Defensa la considera de vital importancia. Ya he concluido mis investigaciones y con mi fórmula puede fabricarse un explosivo nuevo y letal. Tengo razones para sospechar que una persona de mi entorno quiere robar esta fórmula. De momento no puedo decirle nada más, pero le estaría muy agradecido si viniera a Abbot’s Cleve este fin de semana. Quiero que lleve la fórmula con usted cuando regrese a Londres y se la entregue a cierta persona del ministerio. Tengo buenas razones para creer que no debe hacerlo un mensajero del ministerio. Necesito a una persona discreta y ajena al mundo científico, pero que también sea lo bastante astuta para…

Mientras sir Claud hablaba, Hercules Poirot miró en el espejo su cabeza calva con forma de huevo y su bigote cuidadosamente engomado, además de sus elegantes pantalones de rayas y su batín. Se dijo que nadie, en toda su trayectoria profesional, lo había considerado discreto, y lo cierto era que él tampoco se habría definido con ese término. Pero la oportunidad de pasar un fin de semana en el campo y de conocer a un distinguido científico lo tentaba. Además, sin duda recibiría una recompensa apropiada de parte del gobierno, y sólo por llevar en el bolsillo, desde Surrey a Whitehall, una inextricable, aunque letal, fórmula científica.

—Estaré encantado de complacerlo, distinguido sir Claud —dijo Poirot—. Veamos. Hoy es miércoles, ¿n’est ce pas? Si le parece conveniente, llegaré allí el sábado por la tarde, y regresaré a Londres, con lo que desea que traiga, el lunes por la mañana. Estoy deseando conocerlo.

Es curioso, pensó Poirot mientras colgaba el auricular. Parecía lógico que los agentes extranjeros estuvieran interesados en la fórmula de sir Claud, pero ¿sería verdad que alguien de su propio entorno…? Bueno, sin duda obtendría más información durante el fin de semana.

—George —llamó—. Por favor, lleve mi traje de sarga y mi esmoquin a la tintorería. Debe tenerlos para el viernes, ya que el fin de semana me voy al campo —lo dijo como si se marchara por el resto de su vida a las estepas de Asia Central.

Entonces, volviendo al teléfono, marcó un número y esperó unos minutos antes de decir:

—Mi querido Hastings, ¿le agradaría liberarse de sus asuntos de negocios en Londres por unos días? Surrey es muy agradable en esta época del año, y…