Yunquera de Henares (Guadalajara), 1 de abril de 1943
La última vez que Ramón Lobo estuvo en su pueblo, en julio del 36, ondeaban banderas multicolores. Campesinos pertenecientes a FAI, a UHP, a UGT o a cualquiera de las demás agrupaciones de izquierdas decoraban así las puertas de sus sedes sociales, los balcones de sus casas y hasta las yuntas de bueyes. Muchos de ellos paseaban por las calles, después de la siega, gritando consignas que espantaban a las golondrinas y hacían llorar a los bebés. Luego a él lo detuvieron.
El alcalde había ordenado que el desfile comenzase después de la misa de campaña, a las once de la mañana. Era el inicio del quinto año triunfal. Tras las autoridades religiosas, caminarían los veteranos de la Gloriosa Cruzada, todos con sus antiguos uniformes militares de gala y sus condecoraciones, seguidos del resto de las fuerzas vivas de la villa. La bandera rojigualda con el águila imperial ondearía desde cada balcón por donde transcurriese el desfile casi en paridad con el yugo y las flechas. Ramón Lobo, con sus medallas y laureadas sobre la camisa azul y una leve cojera que arrastraba desde la campaña del Ebro, no paraba de recibir saludos y felicitaciones.
—¡Ramón, cuánto bueno! ¿Qué pasa contigo, que no te dejas ver por el pueblo?
Era la pregunta recurrente. ¿Por qué no había vuelto al pueblo? Ni él mismo lo sabía. «Mi madre murió», se disculpaba; «el trabajo en Madrid no me deja moverme», mentía; «vendí las tierras, qué me queda aquí». Pero algo quedaba. Desfilando, se cruzaba con la mirada apagada de la viuda de Tomás, el herrero, mucho más enteca, rodeada de la numerosa prole que la guerra había dejado a su cargo. Al menos, entre sus hijos estaba un crecido Tomasín, heredero del yunque y de los fuertes hombros de su padre, que ya contaba con un pequeño vástago para continuar la estirpe. O la novia del Cabra, todavía de luto a pesar del tiempo transcurrido y con aspecto de quedarse para vestir santos. Los padres de Fulge, los del colmado, se habían marchado a Granada tras la muerte de su hijo, pero allí vivían todavía sus tíos y los primos. Las familias de los muertos, de sus muertos. Trece compañeros a los que abandonó entre los muros de la cárcel de Guadalajara. Una medalla le habían dado por escapar. Sí, por huir. Luego demostraría su valor, un coraje digno del mayor de los elogios y merecedor de nuevos reconocimientos, pero nada de esto borraba los gritos de miedo, de dolor, de sus antiguos camaradas mientras él permanecía guarecido bajo un montón de ropa sucia.
—A «Gasolina» lo fusilaron el año pasado.
Los supervivientes de la antigua cuadrilla del Casino bebían vino mientras se terminaban de preparar las mesas para el almuerzo.
—Bien fusilado está. Por muy poco se salvó la Virgen de la Granja del incendio.
—A ella le debes la vida, hijo. Espero que te sigas encomendando a su auxilio con fervor.
Las palabras del cura, un hombrecillo al que un viaje providencial a Salamanca en aquel lejano verano había salvado la vida, se dirigían a Ramón. Pero Ramón no contestó. Prefirió callarse que dónde estaba la Virgen cuando mataban al resto de los prisioneros, pero había aprendido a guardarse estos pensamientos para él.
—Ahora que empiezas a ser un hombre próspero —prosiguió el cura—, recuerda que estamos recogiendo fondos para la restauración de la ermita que el salvaje del Gasolina y el resto de los subversivos se llevaron por delante.
—Cuente con ello, padre.
Pronto la conversación comenzó a girar en torno a la guerra y la situación del frente del este. Algunos daban por perdida la contienda para el lado de los alemanes, y temían un resurgimiento del comunismo en Europa. A Ramón esto le interesaba poco, por eso agradeció cuando Amancio, su primo, lo llevó aparte.
—Tengo lo que me pediste.
Ramón Lobo expresó sorpresa. Ya se había olvidado. Hacía dos años de aquella carta. Pero en cuanto oyó a Amancio nombrar a Manuel Blas Notario, sus músculos se tensaron.
—¿Dónde está?
—Prisionero. En Madrid. Con pena capital.