Prisión de Guadalajara, 6 de diciembre de 1936
Cuando se atrevió a moverse, cada articulación de Ramón Lobo se transformó en un quejido que no pudo más que reprimir. Millones de agujas se ensañaron con su cuerpo entumecido, por lo que aún permaneció un par de minutos más encogido bajo la montaña de ropa sucia. Temía desmayarse por el dolor si se incorporaba demasiado rápido. Finalmente, al levantarse, el olor penetrante de la sangre y la pólvora le sacudió como una maza y vomitó sobre el piso en una arcada estéril. Los disparos y los gritos de odio, rabia, dolor y terror resonaban como eco macabro dentro de su cráneo en el silencio del edificio abandonado. Estaba solo, sin más compañía que su miedo, en el matadero en que se había convertido la prisión de Guadalajara.
La oscuridad, por primera vez en mucho tiempo, no lo atemorizaba. Nada que ver con las lágrimas ahogadas bajo el cobertor sucio, mordiéndose los nudillos para refrenar el llanto a lo largo de tantas noches sin paz en la celda hacinada. Una sombra, el paso cadencioso del centinela, los ronquidos o las toses de los compañeros eran respondidos por espasmos involuntarios que le atenazaban en su rincón. Tenía la certeza de que pronto vendrían a por él. Una noche cualquiera, una madrugada cualquiera, aparecería alguien y pronunciaría su nombre. Cada sílaba sabría a muerte, y poco después una bala se alojaría definitivamente en su nuca para ser pasto del rocío, abandonado en un descampado donde difícilmente lo recuperarían los suyos para darle cristiana sepultura. Pero esa noche no. Todavía no. Esa noche, la oscuridad era su aliada. Allí ya no quedaba nadie.
Sólo los muertos.
Poco a poco, la sangre había vuelto a fluir a base de movimientos cortos y dolorosos, y recuperaba el control de los músculos anquilosados tras las horas ovillado bajo el montón de viejas sábanas. En varias ocasiones, mientras permanecía escondido intentando calmar el ritmo galopante de su respiración y el furioso latir de su corazón desbocado, oyó pasos rápidos en el pasillo y por dos veces sintió los goznes de la puerta abrirse durante unos interminables segundos. Los milicianos se afanaban en la búsqueda de presos ocultos en los recovecos de la cárcel. Gritos salvajes, súplicas y disparos se iban espaciando según avanzaba la tarde hacia la puesta de sol. La cacería se prolongó hasta que las estrellas tapizaron el firmamento, pero a Ramón Lobo no lograron encontrarlo. Protegido por la oscuridad de la noche, dio gracias a Dios y lloró al saberse vivo.
El primer avión había sobrevolado la ciudad poco después del amanecer. Era algo cotidiano. Los bombardeos sobre Madrid se habían vuelto de misa diaria, y ninguno dudó que esa mañana fuese a ser distinto.
—Es un Junker.
Tomás, el herrero, había trabajado en Guadalajara en un taller mecánico durante muchos años hasta que su padre murió. Entonces tuvo que regresar a Yunquera para cambiar bielas y tornillos por el fuego de la forja y el hierro caliente. Aun así, cada vez que un automóvil se acercaba hasta el pueblo, Tomás se limpiaba las manos encallecidas en el mandil de trabajo y, con la ceremonia de un obispo, pedía permiso para levantar el capó y asomarse a las tripas del auto. Luego, con la delicadeza de una madre con su bebé, revisaba, tocaba y manipulaba cada pieza, olvidados al instante la rudeza y la contundencia de sus movimientos dentro de la forja, como si su espíritu se expandiese al contacto con la maquinaria y sus dedos adquiriesen vida propia. Así que nadie de entre los presos discutió la afirmación del hombretón que elevaba su rostro al cielo raso ante el runruneo monocorde del avión. Y, la verdad, al resto tampoco le importaba mucho de qué aparato se tratase. Lo sustancial era saber si pertenecía a los suyos o pertenecía al otro bando y, sobre todo, dónde irían a caer las bombas que preñaban su vientre de caos.
Don Pascual ya había terminado de prepararse para oficiar la eucaristía de domingo cuando se escuchó la primera explosión. Los presos, que entretenían la mañana paseando por la galería y fumando, quedaron petrificados. Luego, las campanas comenzaron a tañer, pero todos sabían que no llamaban a misa. Era el aviso tardío de la muerte que llovía del cielo.
—¡Están bombardeando la ciudad!
Se miraron unos a otros sin saber qué hacer. Casimiro, que era un muchacho espigado, hijo del dueño del casino de Alcalá de Henares y uno de los primeros en apuntarse a Falange, se aupó a fuerza de brazo y pudo otear a través de los barrotes oxidados.
—¿Dónde han caído?
La pregunta, con el aliento entrecortado por el miedo, brotaba de Manuel, un estudiante de medicina asaeteado de acné que le sujetaba las piernas para facilitarle el esfuerzo.
—Creo que sale humo del Infantado.
—¡Dios nos coja confesados!
Las explosiones ya no resonaban, pero sí lo hacían las campanas, como si se disculpasen por no haber podido avisar a tiempo.
—Pues si han acertado con el Palacio puede haber ocurrido una matanza.
Varios hombres se santiguaron. Y no lo hacían sólo por las posibles víctimas del mercado, los cientos de mujeres y de niños que cada domingo se paseaban entre los puestos regateando el precio de los tomates, hablando a voz en grito o cuchicheando maldades mientras sus hombres, los que no estaban presos o movilizados, tomaban unos vinos en las tabernas entre palmotadas y juramentos. Alguno de aquellos presos que vivían en Guadalajara tenía la mente puesta en su esposa, en su madre o en sus hijos, calculando entre dientes la rutina dominical de los suyos y pidiendo que los azares de la guerra hubiesen modificado sus hábitos. Pero los más, sumidos en un silencio impotente, temían por ellos mismos. En el ánimo colectivo pesaba la amenaza del bombardeo de agosto, cuando únicamente la determinación del director de la prisión privó de la venganza a una horda enfurecida por las víctimas civiles de aquel ataque. Desde entonces había llovido mucho. El Alcázar había caído en manos de los sublevados, y el estrechamiento del cerco a Madrid era una realidad palpable. El diario La Voz auguraba nuevas matanzas a manos de los regulares y las tropas moras como las de Córdoba, Granada o Cáceres si las milicias no resistían, y las noticias de los innumerables muertos por los bombardeos en la capital corrían de boca en boca, algunas tan demoledoras como los cincuenta infortunados niños de la escuela de Getafe, víctimas de un solo avión. Si en agosto la guerra apenas acababa de comenzar y los hombres no terminaban de creerse la realidad incontestable de la contienda, ahora, cinco meses después, todos estaban ya bautizados en la sangre del prójimo. Todos tenían un conocido, un hermano o un amigo que había muerto por una venganza, una explosión o en uno de los innumerables frentes de batalla. Por eso, con las campanas como fondo y los lamentos ahogados de los más impresionables, ninguno de los presos dudó que, abajo, en la ciudad humeante, era su sangre la que se reclamaba para expiar el pecado de las bombas.
Pronto comenzaron a formarse corrillos. Los seminaristas se agruparon y cayeron, rodillas en tierra, alrededor del viejo don Pascual, cuya tutela espiritual había servido de baluarte ante el desfallecimiento de curas más jóvenes. Don Pascual, las manos extendidas y los ojos cerrados, predicaba acerca de la gloria del martirio, de la esperanza en el Cristo resucitado y de alcanzar la paz en la venganza del Juicio Final. Ramón Lobo, impactado como los demás por la noticia del bombardeo, decidió unirse al corrillo de Tomás, que arengaba a los muchachos de Yunquera de Henares, su pueblo, a resistir. Los guardias, que hasta minutos antes paseaban su aburrimiento por entre los presos, habían desaparecido, y únicamente Casimiro, agarrado como una hiedra a los barrotes, se erigía como enlace con el mundo exterior.
—¡Debemos hacer una barricada!
Justino, un viejo labriego encarcelado por dar dinero al partido de Gil Robles, hizo un ademán de impotencia.
—¿Con qué, Tomás? Sólo tenemos las mantas y las sillas de los guardias.
Tomás le miró furibundo, como si su deseo de defenderse y luchar fuese mucho más allá de los detalles de intendencia. Cosme, su cuñado, le puso una mano sobre el hombro, tratando de calmarlo, y sugirió:
—Podemos hacer una montaña con las mantas y prenderles fuego. Cuando entren, el humo servirá de barrera y podremos hacerles frente.
La duda se adueñó del grupo. Casimiro se sujetaba al único ventanuco que daba al exterior y por el que la galería tenía una mínima ventilación, y temían que fuese el propio humo el que, finalmente, diese buena cuenta de todos ellos. Pero algo había que hacer.
Casimiro les urgió:
—¡Ya vienen!
Fue lo último que dijo antes de desplomarse. Alguien, desde abajo, se percató de la cabeza asomada por la ventana enrejada, y cuatro detonaciones impactaron contra la pared de piedra. La quinta, un tiro certero efectuado por un cazador con el pañuelo negro y rojo anudado al cuello, le perforó la frente.
—¡Estamos muertos!
—¡Rápido, las mantas!
Los gritos eran ya perfectamente audibles. La masa enardecida había traspasado los portones sin que en esta ocasión nadie les hiciese frente. Posiblemente, los propios guardias estuviesen guiando a los asaltantes por el edificio, y pronto el ruido de las carabinas se hizo ensordecedor. Cada cierto tiempo, al ruido creciente, se sumaba un restallido de varios disparos simultáneos que se superponía a las peticiones de clemencia y socorro. No había duda alguna, en el patio estaban fusilando a los presos de las otras galerías. Don Pascual bendecía a sus muchachos, y los hombres alrededor de Tomás blasfemaban apretando los dientes mientras la nube de humo comenzaba a espesarse haciéndoles toser.
Ramón Lobo vio la puerta de la galería abrirse y, después, la mirada alucinada de un joven que, fusil en mano, no comprendía de dónde provenía tanto humo. Antes de que el miliciano pudiese reaccionar, Tomás lo agarró por la camisa remendada y, de un solo movimiento, lo hizo girar y estrellarse contra la pared en un crujido de huesos. Justino quiso apoderarse del arma, pero una bala arrancó un «Jesús» de sus labios y murió. Fue el principio del fin. Los milicianos que seguían al joven abrieron fuego, y Tomás fue uno de los primeros en caer mientras el resto, empujados por el pánico y el humo que amenazaba con ahogarlos, corrió hacia la puerta donde aguardaban sus verdugos. Las carreras y los disparos se sumaban a los insultos o las estériles peticiones de clemencia, pero la cortina negra y asfixiante impedía que se reconociesen unos a otros, y los presos eran abatidos o capturados cuando alcanzaban otras galerías donde los guardias de asalto continuaban sacando hombres de sus celdas. Sólo Ramón Lobo tuvo la sangre fría de cubrirse la boca con un pañuelo bordado por su madre y, de rodillas, buscando el aire limpio, llegar hasta la puerta ahora expedita y descender por la escalera que daba acceso a los sótanos. Allá abajo se encontraban las calderas, así como la lavandería y cuartos de servicio de la prisión. Huyendo de los gritos y del fuego, fue empujando puertas hasta que, en la oscuridad, encontró una que cedió a la presión y, casi paralizado por el miedo, buscó refugio bajo lo que parecía un montón de ropa abandonada.
Horas más tarde, con los asaltantes saturados de venganza, Ramón Lobo logró alcanzar la salida sorteando cuerpos y charcos de sangre y corrió hacia la libertad, salvando su vida.