EPÍLOGO
Mi abuelo Ignacio hablaba poco, y cuando mi abuela Luisa se lo decía, él, sin levantar la vista del plato, murmuraba: «De lo que hablo, me sobra la mitad». Pero le gustaba la baraja. Jugaba al tute, a la brisca y, si no había remedio, con los nietos o con mi abuela a la escoba. Yo no quería jugar con él a la brisca porque mentalmente llevaba el tanteo y antes de terminar la partida te avisaba de que ya habías perdido. Pero en el tute nos encontramos. A lo largo de las muchas horas pasadas frente a las cartas, mi abuelo desgranó para mí los restos que quiso de aquellos años de su juventud. Sentados a la mesa del salón o a los pies de la cama de mi madre, conocí cómo dormía en el melonar, a la espera de que el agua del riego le despertara al llegar a su altura mojándole la cabeza; las peleas entre los jóvenes de su pueblo para organizar las corridas de vaquillas en Yunquera de Henares; o cuando viajó en bicicleta hasta Madrid en compañía de dos amigos para ver el final de la Vuelta Ciclista, y cómo tuvieron que regresar caminando por culpa de un pinchazo y se les hizo la noche en el camino. Eran historias luminosas de infancia, donde reía al hablarme de su abuelo el Quinto, de su padre campesino que tuvo que emigrar de Tomelloso por una afrenta de sangre, o de las duras labores de la tierra, herencia afectiva que mantuvo casi hasta el final en un pequeño huerto arrendado en Los Pozos del que disfrutaba regalándonos los mejores tomates del mundo. Pero sus historias también hablaban de sus años oscuros de derrota, y a través de sus palabras me asomé a un mundo tenebroso que hasta entonces sólo conocía por los libros. De entre estas historias, la que sigue resonando en mi interior con el eco de la emoción que me despertó entonces fue la del sacrificio de su hermano y de su padre para conseguir algo de dinero con que paliar el hambre que estaba matando a mi abuelo en la cárcel de Astorga. «Hasta la sangre de mis venas te daría, si con eso pudiese ayudarte». Por desgracia, a Manuel, el hermano de mi abuelo, terminaron por reclamarle esa sangre que gustosamente habría sacrificado por su hermano, sangre vertida sobre el altar votivo de los vencedores.
Y a Ignacio le alcanzó la muerte. La esquivó en cinco infartos, pero su corazón de minero no pudo más y a los 85 años nos abandonó. Meses después, mi abuela sacó del armario un pedazo de cartón y me lo tendió. Ese cartón había pertenecido al suelo de una caja de pañuelos. En cada cumpleaños, mi abuela regalaba a mi abuelo un jersey, y él, antes de desenvolverlo, murmuraba: «A ver de qué color es el de este año». Pero Ignacio no le iba a la zaga en originalidad y, a cambio del jersey, le regalaba a Luisa colonia o pañuelos comprados en el supermercado cercano a casa. El cartón que me enseñaba mi abuela era la tapa de una de esas cajas de tres pañuelos. En ella, pocos meses antes de morir, con la letra temblona que la edad le había dejado, Ignacio escribió: «Si volviese a nacer, me volvería a casar contigo».
La lista de los catorce mezcla episodios de la vida real de Luisa y de Ignacio en el tiempo en que él estuvo interno en La Colonia y comenzaron su noviazgo con acontecimientos y personajes inventados por mí. No pudo ser de otro modo. Estos veinte años de retraso en acometer mi empresa me han castigado con el olvido, y parte del legado vital de mis abuelos se ha perdido. A pesar de ello, la novela ha tratado de ser un espejo de las emociones y de las preguntas que estas historias provocaban en mí cuando las escuchaba por boca de sus protagonistas. Me he permitido la licencia de unir ficción y realidad para dar vida a otro Ignacio y otra Luisa, con la esperanza de que algo de ellos, de sus emociones, de sus impulsos, de sus motivaciones, haya quedado enredado entre los personajes y, ojalá, no todo sea olvido.
Ignacio Blas Notario nace en Yunquera de Henares, provincia de Guadalajara, el 31 de julio de 1910, en el seno de una familia campesina. Fue militante socialista, presidente de la UGT en Yunquera de Henares y secretario de la Casa del Pueblo, y como tal, al iniciarse la Guerra Civil, le fue requerida una lista de los vecinos del pueblo señalados por pertenecer a la derecha. Los catorce hombres que mi abuelo —junto a sus compañeros— apuntó en esta lista fueron detenidos y encarcelados en la prisión de Guadalajara, donde, posteriormente, trece de ellos perderían la vida como represalia al bombardeo de la ciudad el 6 de diciembre de 1936.
Al finalizar la guerra, mi abuelo regresó a su casa y allí fue detenido tras la denuncia de un vecino. Por la cárcel pasaron su hermano Manuel, aviador, posteriormente fusilado, su padre, Mariano Blas, su hermano Joaquín, que enloqueció debido a las torturas, y también su hermana Trinidad y su madre, Josefa, a las que cortaron el pelo y que, tras ser puestas en libertad y arrebatadas sus propiedades, optaron por irse a vivir a Zaragoza, lejos del pueblo.
Mi abuelo, como su hermano y su padre, fue condenado a muerte acusado de «adhesión a la rebelión», «antecedentes muy izquierdistas (…), durante el dominio rojo», «dirigente de la causa marxista, realizando y mandando realizar los mayores atropellos y crímenes…». Parte de estos crímenes fue la elaboración de esa lista, pero, por alguna razón que mi abuelo nunca se llegó a explicar, sus dos penas de muerte terminaron siendo conmutadas por treinta años de reclusión mayor, primero, y veinte años de reclusión menor, posteriormente, para terminar saliendo de la cárcel en el año 1944.
De sus años de cárcel recordaba la celda hacinada de los primeros tiempos, cuando los presos se veían en la obligación de dormir por turnos, pues no había espacio suficiente para que todos pudiesen tumbarse al mismo tiempo, y cómo, con el paso de los meses y las sucesivas sacas, los que sobrevivían se iban haciendo herederos de espacio, mantas, cartas y recados de los compañeros ajusticiados. En la cárcel de Guadalajara tuvo que escuchar cómo llamaban para ser fusilados a los otros tres Ignacios que estuvieron presos junto a él. También recordará con intensidad el hambre, las argucias a las que se veían obligados a recurrir para conseguir alimentos y, sobre todo, la unión con su querido hermano Manuel. Será Manuel quien, al enterarse de las privaciones de Ignacio en la cárcel de Astorga, donde casi pierde la vida por el hambre y el frío, le envíe un giro de dinero obtenido con la venta del chusco de pan del rancho carcelario y una nota donde apuntará que «padre y yo te enviamos lo que pudimos conseguir, pero hasta la sangre de mis venas te daría, si con eso pudiese ayudarte». Poco después Manuel sería fusilado.
Mi abuelo había buscado el traslado a la cárcel de Astorga porque su situación en la cárcel de Guadalajara tomaba visos de empeorar al poco de obtener la conmutación de la pena de muerte. Uno de los prisioneros, buscando salvarse, había acusado a Ignacio de nuevos crímenes, y los hermanos consideraron necesario que Ignacio se alejase de la tierra donde tantos le conocían. Pero pronto comprendió su error. Por miedo a morir ajusticiado estaba a punto de morir de hambre y de frío. Cuando le ofrecieron la posibilidad de unirse a un batallón de trabajadores en Asturias, no lo dudó.
Aquella decisión cambiaría su vida y la de mi abuela para siempre.
La historia de mi abuela Luisa (Carbayín, 20 de mayo de 1922) habla principalmente del hambre. También ella perdió un hermano en la vorágine de venganzas que sacudió Asturias y, sobre todo, la cuenca minera. Dos de sus hermanos, Faustino y Pepín, afiliados al PSOE de Carbayín, que participaron activamente en la revolución del 34 y, luego, en la Guerra Civil hasta que el frente norte se desmoronó en el 37, fueron encarcelados con suerte dispar. Mientras Faustino consiguió que le conmutaran su pena y terminó por coincidir con mi abuelo Ignacio en La Colonia como minero, a Pepín lo ejecutaron en una saca sin juicio alguno. Su madre supo de su muerte cuando, al llegar a la cárcel con ropa limpia para él, le comunicaron que esa ropa ya no hacía falta.
Luisa, niña durante la guerra, recordará siempre la muerte de Pepín y, sobre todo, el hambre. Sin tierra que cultivar, con un padre marcado políticamente, violento y borracho, no les quedará más remedio que pedir para subsistir o caminar muchos kilómetros bajo el peso del carbón conseguido en la escombrera para venderlo en Pola de Siero. También recordará las ofensas de los vecinos pertenecientes al bando vencedor, la violencia de la Guardia Civil hacia ellos o el miedo feroz a las tropas de regulares, «los moros», miedo que terminaría por materializarse en el intento de uno de ellos por atraparla en el bosque y del que se libró al refugiarse en una taberna de Carbayín Alto.
La lista de los catorce acaba bien. No podía ser de otro modo. Ignacio pidió matrimonio a Luisa en la estación de Tuilla, donde ella había ido a despedirle. El tren rumbo a Zaragoza partió y él se quedó con ella hasta el fin de sus días. Su historia de amor se prolongaría por más de cincuenta años.
Por desgracia, mi capacidad de moldear su pasado no me ha permitido alterar esa parte de los años que les aguardaban después, años mucho más oscuros y terribles que lo aquí narrado, años que terminarían por alcanzarnos a nosotros. Pero, de cualquier modo, los vivieron unidos.