9
Sudor, oscuridad, humedad, calor. Cada minuto que pasaba en la rampla sentía que se ahogaba. El agujero le recordaba más a las oquedades de las lombrices de tierra que a un lugar apto para el trabajo de hombres, y no cesaba de toser y escupir negro. «Pronto te acostumbrarás», le aseguraban. Pero llevaba una semana y no se acostumbraba. Al menos, ya apenas sentía el dolor en las rodillas. «Tienes que bajar por ahí. Fíjate en nosotros y apóyate en las mampostas». Eso ocurrió el primer día. Ante él, una rampa casi vertical por la que los hombres subían y bajaban agachados como si paseasen en mitad del campo, hablando, gritando o gastándose bromas mientras desaparecían engullidos por la oscuridad tenebrosa, apenas resplandores que se alejaban. Y querían que él hiciese lo mismo. Que se aventurase en aquella tumba únicamente pertrechado con la lámpara.
—¿Qué son mampostas?
Diez minutos después, el miedo había desaparecido. Sólo quedaba el dolor. El esfuerzo de arrastrarse por aquel espacio reducido, contraído por el abismo que presentía en el siguiente paso, sujetándose como un náufrago a cada madera que posteaba la rampla, había pasado una factura muy elevada a sus debilitados músculos. Lo que empezó como un agarrotamiento terminó con la sensación insoportable de que le cercenaban las rodillas. Y lloró.
—Vete abajo a descansar. Por hoy tienes bastante. Te acostumbrarás.
Pero no, no se acostumbraba.
Con el dinero del abrigo cada vez más menguado se compró una boina. Fue después de hacerse una brecha contra un costero. La sangre coagulada se apelmazó con el polvo del carbón en una fea costra. Avisado por los compañeros, Adolfo, el vigilante de su galería, le envió afuera para que el médico efectuase una cura de urgencia, pero antes le recomendó:
—Compra una boina.
Y eso hizo. La boina no le libraba de los golpes duros, pero, al menos, evitaba las frecuentes raspaduras y le protegía los ojos de los regueros de sudor negro que le obligaban cada poco a llegarse al pipote de agua para enjuagárselos.
Paleaba carbón. Lo empujaba con brazos y manos para que Faustino pudiese seguir picando. Daba la tira de la madera antes de empezar la faena. Acarreaba agua de la pipa para los picadores. Acudía a cada llamada de los picadores de arriba o de abajo, que le insultaban si se retrasaba. Se arrastraba, sudaba, en ocasiones creía ver apariciones más allá de la redondez luminosa de su lámpara, pero no eran más que otros mineros también reptando, sudando, horadando. Delante de él, Faustino picaba sin descanso, metódico, en silencio, hablando únicamente para pedirle el hacho o para ordenarle que se alejara si creía que el frente podía ceder. Entonces Faustino entraba solo, con los bastidores y tablas necesarios para el refuerzo, y posteaba despacio mientras Ignacio, a pocos metros, temblaba ante la posibilidad de que la tierra se cerrara sobre ellos, sintiendo cómo se asfixiaba ante la terrible proximidad de los límites de piedra y carbón entre los que a duras penas se revolvía. Este temblor tardaría en desaparecer.
El segundo día, cuando caminaban por la galería principal hacia el tajo, vio a uno de los caballistas acuclillado junto a la pata de su mula. A su lado estaba Adolfo.
—La retorció.
Casi sin pensarlo, Ignacio se agachó al lado de la bestia ante la estupefacción de los presentes. Tomó la pata y la examinó a la luz de la lámpara. Varias cucarachas corrieron ante la proximidad de su cara. Luego se incorporó, dio un par de cachetes cariñosos en el anca del animal y resolvió:
—No está dañada. Es la herradura.
Nadie se lo discutió. Entonces, mientras el caballista se alejaba con el animal cojeando, se atrevió a mentir:
—Fui mulero. Podría hacer ese trabajo. Lo haría bien.
Seguramente el somatén no pudo ver la mirada enfebrecida de Ignacio, una expresión que suplicaba no verse de nuevo arrastrado al interior del taller con el resto de los picadores, a esa tumba de tinieblas donde perdía la perspectiva de qué estaba arriba y qué abajo, porque apenas se volvió para replicar:
—Ése es trabajo para viejos. Hale, al tajo, que tienes faena.
No, no había sido mulero, pero sí añoraba los muchos años en que las mulas habían sido parte de su paisaje cotidiano. El frío seco del amanecer, el cielo lavado, el firmamento estrellado tan lejos de sus miserias. Y el sol. Ese sol derretido, vibrante, que aletargaba hasta el vuelo de las moscas. Qué no hubiese dado por volver a verse con el azadón entre sus manos, con la bota de vino a la espalda y la compañía de cualquiera de sus perros encaminándose antes de que alborease hacia los campos. Porque Ignacio era labrador, como lo era su padre, como lo fue su abuelo, y toda una genealogía de hombres que vivieron con la frente inclinada sobre la tierra. Y fue su abuelo, al que todos llamaban Quinto, quien le inició en el trabajo.
—Bebe una gota, Quintejo, luego la sudarás.
Y el sabor recio del vino picaba haciéndole toser mientras su abuelo reía.
El recuerdo de su abuelo siempre iba asociado a la mula torda.
Aquella bestia necia no obedecía más que a la abuela, y eso que la abuela sólo la requería los domingos. La casa no distaba mucho del pueblo, pero eran demasiados metros para sus rodillas artríticas. Así, en cuanto comenzaban las campanadas dominicales, el animal salía de la cuadra sin que nadie lo ordenase y se paraba frente a la puerta de la casa. La abuela, acompañada de su nuera y de los nietos, que no osaban rebelarse al deseo matriarcal, subía sobre su montura mientras el abuelo, indignado por la docilidad de la bestia, observaba desde la distancia. Cuando el animal percibía que la abuela estaba bien sentada, iniciaba el camino a la iglesia sin necesidad de guía. Sin embargo, el abuelo, que hacía uso de la mula cada día para ir a la labor, se veía obligado a golpearla, insultarla y hasta empujarla, desesperado mientras el bicho testarudo no dudaba en pararse ante cada brizna de hierba o sombra del camino.
—¡Me cago en quinto, a esta mula yo la deslomo a garrotazos!
Y la abuela sonreía, burlona. Esta guasa silenciosa era lo que más alteraba la mala sangre del viejo.
—¡La deslomo, por quinto y toda su corte celestial!
—Qué vas a deslomar tú. Y arrea, que ya está alto el sol.
Así recordaba Ignacio a aquel extraño trío. Hasta que la mula reventó. Aquel día, el abuelo e Ignacio, apenas siete años de niño retrepado en la albarda, se dirigían a limpiar el melonar. El viejo, con el ramal relajado en su mano sarmentosa, caminaba delante y canturreaba feliz bajo un sol de justicia. La mula, curiosamente, avanzaba sin más resistencia, dócil como nunca, y esto lo satisfacía. De repente, la mula se detuvo, y antes de que su dueño pudiese tirar de ella, venció las patas delanteras y, con un suspiro, se dejó caer de lado, haciendo rodar al chico.
—¡Me cago en quinto, yo mato a esta mula!
Pero ya no hacía falta porque la mula estaba muerta. Cuando la abuela les vio regresar antes del almuerzo con la albarda al hombro, salió a su encuentro armada con una vara y a punto estuvo de romperla en la crisma de su marido mientras gritaba:
—¡Ay, que la mató! ¡Ay, que tanto decirlo y al final, Virgen Santa, este mal hombre la mató! ¡Qué me mató a mi mula, Dios mío, que juró que la mataba y la mató el muy animal!
Y aunque Ignacio trató de defender al Quinto, la abuela ni escuchó ni creyó. No volvería a dirigirle la palabra a su marido, ni tampoco volvería a asistir a misa, y cada llamada desde el campanario era un golpe pretendido a la conciencia del abuelo.
A esa mula la sustituyó otra, y él a su abuelo, y así habrían seguido sucediéndose bestias y hombres si la guerra no les hubiese arrancado brutalmente de su herencia centenaria, destrozándola. Destrozándoles.
El quinto día de mina, al llegar a la jaula, Adolfo se acercó a Faustino.
—Los del turno de noche me informaron que hay unas mampostas a punto de ceder en tu taller; en el tercer testero. No creen que aguanten hasta que el relleno cubra. Quiero que entres a comprobarlo y, si es necesario, lo reforzáis. El guaje, tú y Colo entráis por cuarta. Los demás, por sexta para seguir atacando el taller desde abajo.
Durante el recorrido por la galería en estéril, más de dos kilómetros hasta llegar a la guía, Faustino, el minero llamado Colo y él no intercambiaron palabra. Adolfo los acompañó un trecho por la galería, pero al llegar a un cruce se desvió para ir a otra capa de carbón y el resto del camino lo hicieron solos, sin cruzarse con nadie. Al llegar a la entrada de su taller, Faustino ordenó a Ignacio que esperase, y sin mirar al otro hombre, comenzó a descender.
Ignacio se sentó en los tablones colocados junto a la vía donde los hombres acostumbraban a tomar el bocadillo antes de la labor. Él no tenía nada que comer, apenas un puñado de algarrobas que había descuidado de las mulas, y cuando las acabó se dedicó a estudiarse los renacidos callos. Éstos, agazapados mientras su herramienta de trabajo fue el fusil, habían rebrotado al contacto con la pala y el hacho y dolían como si fuesen nuevos. Colo, el otro picador, había terminado de masticar su trozo de pan con queso y ahora bebía vino de su bota. De abajo llegaba el murmullo de voces de los hombres que habían accedido al corte por la galería inferior y que comenzaban la faena. De pronto, Ignacio se dio cuenta de que tenía a Colo parado delante de él.
—Un tragu, guaje. Esto limpia el carbón.
Los años no habían pasado de balde, y el contacto del vino en su garganta ya no le hacía toser. Agradecido, devolvió la bota y su dueño terminó de apurarla. Luego, una vez que comprobó que no quedaba ni gota, la abrió y, ante la sorpresa de Ignacio, orinó adentro, para terminar colgándola de la punta donde dejaban los mineros las chaquetas y las bolsas del bocadillo, lejos del alcance de los ratones.
—Es para el caballista.
Y como veía que el preso ponía cara de no comprender, aclaró.
—El muy cabrón nos bebe el vino mientras trabajamos. Esto es un regalo.
Por primera vez en mucho tiempo, Ignacio rió con ganas. Entonces Colo se sentó a su lado.
—Tú eres el que llaman Guadalajara, ¿no?
Ignacio, todavía con lágrimas en los ojos, asintió.
—De allí soy. No sabía que así me llamaban.
—Guadalajara. Buen nombre, sí, señor. ¿Y por dónde cae eso de Guadalajara?
—Muy cerca de Madrid.
—Ah, Madrid. Yo conozco a varios que estuvieron en Madrid. Fueron allá cuando lo del 36. ¿Te tocó a ti por allá? ¿Pudiste matar muchos curas en Madrid?
La risa y la alegría se esfumaron. Colo, ante el silencio de Ignacio, le palmeó el hombro.
—Vamos, hombre. Aquí estás entre amigos. Se puede hablar. Franco está arriba, muy lejos. ¿Quién puede oírnos?
—¿Qué hacéis?
La voz sorprendió a ambos.
—Nada. Aquí, charlando con mi amigo Guadalajara.
Las palabras de Adolfo restallaron como un látigo.
—No te pagan por hablar. Empieza con la tira de madera. Y tú, guaje, vete a ver si Faustino terminó.
Colo, tras pararse un segundo de más frente al vigilante, se volvió hacia Ignacio y prometió:
—Ya seguiremos con lo nuestro, amigu. Cuando nun molesten.
Al terminar el turno, Ignacio vio como Faustino tenía un aparte con Adolfo cuando regresaban hasta el embarque para tomar la jaula. Al principio supuso que hablaban de los bastidores y mampostas que habían tenido que sustituir para reforzar el taller, pero cuando vio que callaban al acercarse él, sospechó. Aquella connivencia del prisionero con el somatén lo asqueaba, aunque lo único que podía hacer para manifestar su rechazo era mostrar una absoluta indiferencia. Cualquier otro gesto en sus circunstancias actuales era potencialmente peligroso. Por fortuna, la algarabía del resto de los compañeros que subían de las galerías inferiores rompió la violencia del silencio con el que sentía que el picador y el vigilante le castigaban. Entre los mineros que iban en la jaula se encontraba Colo, que había salido por abajo. Al verlo, le hizo un gesto de reconocimiento al que Ignacio respondió con una sonrisa. Al menos, alguien le hacía caso. Ya en el cuarto de aseo, Faustino se acercó y murmuró en su oído:
—La mina es ciega, no sorda. Apréndelo.
Era la primera vez que le hablaba fuera del trabajo. Ignacio fue a preguntar, pero el otro ya se había alejado, dejándole sin saber qué era lo que esperaban que aprendiese.