7
Ignacio contempló el agujero. Porque eso es lo que era; un gran agujero oscuro y profundo, una sima que se abría como boca directa al infierno, que engullía hombres para regurgitarlos envueltos en polvo de carbón. Le flaquearon las piernas. Hasta entonces, la rabia había sido su único sentimiento. Desde que la realidad incontestable de Damián y sus secuaces borrase en sangre las falsas ilusiones levantadas por el ingeniero, un rencor aletargado tras cuatro años de cárcel amenazaba con amotinarse.
—Yo me voy, Ignacio. Deséame suerte.
Bernabé se lo susurró al pasar a su lado camino de la puerta. No hubo tiempo para desearle nada. Cuando su compañero apenas rozaba ya la linde del bosque, un golpe brutal abrió la frente de Bernabé. Detrás de un castaño, armado con un grueso garrote había surgido Velasco, uno de los hombres de Damián. El preso se derrumbó, pero no tuvo la fortuna de perder la conciencia. De nada sirvieron sus excusas, articuladas a duras penas entre el dolor y la sangre, ni la loca intervención de dos hermanos vallisoletanos, ambos trabajadores del ferrocarril y cenetistas que se libraron de milagro de las matanzas durante la guerra en Valladolid. Damián formó a los prisioneros en el patio y, vigilados a punta de fusil, les obligó a asistir como convidados de piedra a la brutal paliza. Esa primera noche Ignacio lloró, pero no por la muerte de Bernabé, ese leonés inquieto, pareja de mesa en innumerables partidas de mus en la cárcel de Astorga, ni por los dos hermanos a los que también dieron por muertos, a pesar de que el menor todavía respiraba cuando llegó el médico. Lloró de cólera inútil, de esperanza perdida, de impotencia ante esa realidad que les golpeaba como un martillo pilón sin atisbos de un mañana. La noche siguiente les visitó el ingeniero jefe. El hombre, con un rictus amargo y tono amable para con los presos, se condolió de la pérdida sufrida sin dejar de advertir de los peligros de no seguir las normas, y les prometió que si cumplían su parte del trato, sucesos tan lamentables no volverían a repetirse. Fue un discurso del que emanó sinceridad, donde en ningún instante les perdió la cara, pero, detrás de él, Damián, ante cada promesa, abría mucho los ojos y dibujaba una «o» de sorpresa con los labios mientras el resto de los vigilantes apenas podía contener la risa. Ignacio, de nuevo en formación en el mismo lugar donde el día anterior fue obligado a asistir a los asesinatos, tuvo claro quién ostentaba el poder en La Colonia. La ingenuidad, estupidez o ignorancia de don Santiago sólo sirvió para incrementar su cólera.
Pero esa mañana, toda esa rabia se transformó en miedo una vez que vio ante sí la boca abisal del pozo oculta bajo el castillete.
El grupo de Damián les había obligado a formar a las cinco de la madrugada, todavía a oscuras y con el frío del dormitorio, frío que las exiguas mantas apenas mitigaban pegado a los huesos. En la explanada de La Colonia entonaron el Cara al sol, pegando los cuerpos unos a otros lo más posible para guarecerse de la lluvia que ya caía y, después, acudieron en fila a la cocina para desayunar. A las seis, se arracimaban frente a las oficinas del pozo Mosquitera.
En lugar del ingeniero jefe, postrado por una fiebre repentina, les habló un subalterno recién salido de la universidad, un joven que oficiaba como ayudante en todo lo que se refería al papeleo. El muchacho ocultó el miedo que le provocaban esos rojos convictos fingiendo que los estudiaba con indiferencia. Pero no logró disimular el temblor en la voz cuando ordenó:
—Denles la ropa, calzado y una lámpara. Adolfo los distribuirá más tarde.
Algunos de los prisioneros, en el vestuario, al ver el pantalón y la camisa que les adjudicaban para trabajar, optaron por continuar con la ropa que llevaban puesta. La que les daban estaba en mejores condiciones. También les dieron alpargatas. Luego, les asignaron una percha, una especie de plato pendido de una cadena que ocupaba poco espacio, y allí dejaron las ropas de calle junto a una pastilla de jabón con la que, a la salida del turno, podrían asearse en las duchas de la compañía.
—¿Hay agua caliente? —preguntó Agustín al primer minero que se cruzó. El hombre le miró extrañado y, luego, antes de responder, le sonrió con amabilidad.
—Claro, compañero. Muy caliente.
En la lampistería hicieron cola con el resto de los mineros que llegaban para incorporarse al turno de mañana. Cuando a Ignacio le llegó el turno, el lampistero le instruyó:
—Recuerda tu número. 771. Lo dirás al entregar la lámpara y mañana cuando la pidas.
Así pertrechado, pues, con un pantalón excesivamente holgado que apretó como pudo con el cinto, una camisa de franela que le provocaba picor en la piel y la lámpara 771, se dispuso a esperar al lado del pozo junto al resto.
Desde la intimidante sombra del castillete, con el ruido de la jaula como fondo, Ignacio contempló la llegada de nuevos mineros por los caminos. Alguno de ellos, al alcanzar las inmediaciones del pozo, se dejaba caer en silencio sobre una madera para recuperar el aliento. Venían a pie, atravesando bosques y montes, desde sus casas sitas a muchos kilómetros de distancia. Otros, los menos, llegaban en bicicleta, y todos, antes de entrar a la jaula que los bajaría a las galerías, fumaban con el ansia de quien puede estar echando su último cigarrillo.
Un minero viejo, con barba cana y una mano a la que le faltaban dos dedos, se les acercó y, sin presentarse, comenzó a aleccionarlos acerca de los peligros de la mina.
—Atentos a la llama —les dijo cuando llegó el tiempo de hablarles de los gases—. Si veis que se apaga el velón, ¡cuidao! El ácido acabará con vosotros en un santiamén. El gas que apaga la llama va pol suelu, traidor como una víbora. Sentiréis frío en les piernes, que ye la muerte enroscándose pa arriba. Ya podéis correr. Pero si se aviva la llama como si la azuzase el diablu, entos el peligru tará en lo alto —y elevó la lámpara muy despacio por encima de su cabeza—. Tenéis que facer esto pa tar avisaos. Arriba espéraros el grisú, el gas que explota. Levantay con cuidao la lámpara, y si veis que empieza a brillar como si se vos apareciese la mismísima Virgen, bajayla otra vez muy despacio y buscay al vigilante.
Los prisioneros, todos con un brazalete negro que los distinguía del resto de los trabajadores, se miraron unos a otros, amedrentados, mientras el viejo continuaba desgranando los peligros de derrumbes, inundaciones, explosiones e incendios, y Agustín, que era uno de los más jóvenes, vomitó el revoltijo de café de malta y pan negro del desayuno. El viejo, satisfecho del resultado de su exposición, les guiñó un ojo y se volvió al hombre que se había parado a su espalda.
—Ya los tienes preparaos, Adolfo. Nun creo que fagan hoy abajo demasiaes tonteríes.
Adolfo era un minero de una gran corpulencia que no doblegaba ante sus más de cincuenta años. El pelo gris asomaba bajo la boina, y colgado de la nariz le crecía un bigote profuso y anárquico, aunque lo que más llamó la atención a los presos fue la culata de la pistola que asomaba desde el bolsillo de su pantalón. Adolfo era un somatén.
Los estudió despacio, calibrándolos, pero en mitad de su observación, el joven oficinista, cubierto por un grueso tabardo y más blanco que un muerto, apareció acompañado por una pareja de la Guardia Civil. Con ellos iban seis hombres.
—Adolfo, los de Fondón.
Uno de los guardias saludó brazo en alto a Adolfo, y éste respondió con un gesto desmañado para desentenderse después, dejando luego al muchacho, a quien la Benemérita intimidaba más aún que los prisioneros, que se encargase de resolver los trámites burocráticos. Cuando los uniformados se encaminaron con el joven a las oficinas, se giró hacia los nuevos pero sin acercarse, manteniéndose a un par de metros de distancia, y saludó:
—Faustino.
El que así se llamaba inclinó levemente la cabeza.
—Me alegra verte, Faustino —y, tras avisar a uno de los vigilantes de la mina, ordenó al grupo del tal Faustino—: Acompañad a éste. Él os dará lo que necesitáis.
Entre los prisioneros de La Colonia se elevó un murmullo, sorprendidos por la llegada de aquellos hombres escoltados. El somatén se había alejado para hablar con el encargado de la jaula, y ellos se vieron inesperadamente libres, con Damián ausente y un nutrido grupo de mineros que les observaban desde lejos. Ignacio, al que los nervios le atenazaban el estómago apenas templado por el café de malta, vio una mula parada a pocos metros. El animal, un viejo espécimen enganchado a un vagón, hocicaba el suelo yermo y negro como si de allí fuese a brotar, de repente, una brizna de hierba. Una punzada de melancolía dibujó los melonares de su juventud, los campos de trigo y las vides preñadas de uva y se acercó a la bestia de carga. Al sentir la llegada de Ignacio, el animal, nervioso, agitó la testa, pero Ignacio le habló lento con palabras ininteligibles, voces ancestrales aprendidas de su abuelo y de su padre. Luego, le acarició la pelambrera hasta calmarlo. De algún modo, con ese contacto familiar, él también se tranquilizaba.
—Nótase que entiende, amigu.
Al volverse, descubrió a su lado al viejo minero que había estado amedrentándolos con los terrores de la mina.
—Esta mula ye como yo, ta casi pa caldo. Les sus pezuñes tienen más galería que la mitá de los presentes.
—¿Trabajan mulas abajo?
—Claro, amigu. ¿O quiés que tamién tiremos nosotros de les vagonetes? Nun nos faltaba más que eso. Fai años, sí. Eso facíase. Guajes, muyeres. Yo no lo conocí. Luego llegaron les mules. Pero pa Yesca acabóse. Se llama Yesca —y al nombrarla, le acarició el morro—. Ye que de joven encendíase como la yesca. Lo que hubo que bregar pa domala… si lo sabré yo, que empecé de caballista con ella. Ahora nun bajamos ningún de los dos. Somos vieyos. Aunque Yesca, ya la ves, nun se acostumbra a la luz.
La mula, ya tranquila, volvía a estar con la cabeza inclinada hacia el suelo, como si huyera del día, refugiándose en el barro manchado de carbón. Mientras charlaba, el minero lió un cigarrillo y, al descubrir que Ignacio no perdía de vista el tabaco, se lo ofreció.
—Toma, hombre —insistió, ante la vergüenza de Ignacio—, si a mí siéntame mal. Hala, vuelve con los tuyos. Llegó la hora de trabayar. Fúmalu cuando salgas. Necesitarasló.
Y rió con ganas mientras obligaba a Yesca a arrastrar el vagón lleno de carbón.
Los seis nuevos ya habían regresado con las lámparas, hachas y picas, y se colocaron a un lado, junto a Adolfo.
—Éstos que veis —les dijo el somatén a todos— son picadores. Prisioneros, como vosotros, pero mineros de primera. Así que lo que ellos ordenen dentro del pozo será como si yo mismo lo hiciese —y, hecha esta aclaración, prosiguió—: Acompañaréis al hombre que os asigne, y trabajaréis como guajes para él. Ya podéis aprender rápido, por la cuenta que os trae. Si alguno no cumple, si de alguien recibo queja, me encargaré yo mismo de que lo lamente. Y, ahora, atentos, porque en cuanto tengáis a vuestro minero, bajaréis al pozo.
Y comenzó a repartirlos entre los hombres que se iban aproximando a un gesto suyo. Al llegar a Ignacio, tras tasarlo brevemente, nombró «Faustino». Ignacio blasfemó en su fuero interno. De entre todos los mineros, incluidos los seis presos, le tenía que tocar el amigo del somatén. Un chivato, sin duda. Renegando, se prometió mantener la distancia.
Cuando los grupos estuvieron hechos, el encargado de la jaula corrió las persianas y los animó:
—Pasad, que hay para todos.
Con más o menos aprensión, entre las risas de los veteranos, fueron ganando la plataforma sin mirar la sima que se abría bajo el suelo metálico. Los mineros se colocaban en la parte externa y los nuevos se recogían en el centro, hasta que le llegó el turno a Agustín. El muchacho, al que no le había abandonado el temblor desde la llegada al pozo, en lugar de entrar cayó al suelo como una piedra y quedó encogido como un embrión. Los espasmos mostraban que lloraba. Los mineros le rodearon, sin saber muy bien qué hacer, diciendo cosas como «ánimo, chaval», «venga, home, que nun ye pa tanto», pero el chico era víctima de una crisis nerviosa y no escuchaba. Entonces se abrió paso Damián, pertrechado con su lámpara. Al ver allí tirado a Agustín, le dio una patada en los riñones y le gritó:
—¡Levántate, idiota, o te deslomo!
Dos patadas después, el muchacho gemía pero seguía sin moverse, abrazado a su cabeza como si así pudiese desaparecer. Exasperado, Damián llamó a un vigilante y ordenó:
—Lleva a esta escoria cobarde a La Colonia. Ya me entenderé con él a la salida. Pero que nadie le dé de comer, ¿me has oído? No comerá hasta que no baje. ¡Y vosotros!, ¿qué miráis? ¡A trabajar, coño, que no os pagan por hacer sombra!
Damián era vigilante de primera en el pozo Mosquitera.
Cuando le llegó el turno a Ignacio de entrar en la jaula, su pie vaciló antes de dar el paso sobre el abismo, pero una mano pétrea lo empujó mientras le murmuraban:
—Vamos, tú. No me vas a dejar mal.
Era Faustino, su picador. Ignacio no tuvo tiempo de maldecirlo porque, nada más entrar, la persiana se cerró y la jaula, con un estruendo horrísono, le sumergió en la oscuridad.